Por un levantamiento del velo en el ámbito académico

Lorenzo Peña y Gonzalo

2014-02-23


Suscitó recelos, en el derecho civil y mercantil, otorgar a las compañías personalidad jurídica; uno de ellos era que, tras el velo de la compañía o sociedad, ocultábanse individuos que podían, así escondidos, eludir su responsabilidad. Y es que, si bien aquel que contrate con la compañía sabe, en teoría, a qué atenerse sobre hasta dónde llega la responsabilidad de cada parte contratante, de hecho el juego de los negocios brinda ocasiones a los miembros (o a los directivos) para escurrir el bulto, esquivando, mediante triquiñuelas, las obligaciones societarias.

El ordenamiento jurídico ideó una solución: el levantamiento (o corrimiento) del velo societario, una doctrina de diseño jurisprudencial, posteriormente admitida (a regañadientes) por los legisladores. Trátase de que, en los supuestos aludidos, los miembros de la compañía han de hacer frente a responsabilidades en que ésta ha incurrido, sin permitírseles escudarse en la separación patrimonial entre bienes privativos y societarios.

En el ámbito académico todo se hacía antiguamente con mayor transparencia. No digo que las decisiones fueran más justas; sospecho que sí lo eran, pero habría que probarlo con datos que sólo pueden aportar los historiadores, sobre la base de un estudio de archivos, para fundar inducciones rigurosas.

Valga lo que valga, mi impresión, de todos modos, es que --exceptuando casos extremos (como la purga académica del primer franquismo y el encumbramiento que conllevó de un número de profesores mediocres por méritos políticos a favor de la sublevación monárquico-militar)-- lo que entonces se hacía era generalmente más justo.

Tales sistemas eran perfectibles. No sé si hoy serían aplicables sin modificaciones, dada la exuberante proliferación de publicaciones (en cantidad abrumadoramente excesiva, lo cual viene directamente causado por los vigentes criterios de la cientometría, absolutamente ciegos al valor cualitativo de los escritos). Pero, en lugar de venir adaptados y mejorados, han sido abandonados.

Lo que los ha reemplazado es horrendo. En el ámbito de las publicaciones, impera la devoción a los sistemas de evaluación dizque doble-ciega (o «referato» para usar ese feísimo anglicismo).[Nota 1]

Abundan las discusiones en el ciberespacio acerca de las virtudes y los vicios de ese sistema. Hay propuestas de posibles alternativas. Los unos preconizan una transparencia total --en la cual nada sería oculto ni anónimo: ni la autoría, ni la identidad de los informantes--, lo cual permitiría, al menos, una defensa de los agraviados. Los otros proponen, al revés, un triple-ciego, en el cual el relator no sabría ni siquiera para qué revista está emitiendo su evaluación, a fin de que tal consideración no influya en su informe.

Dudo que tales alternativas arreglen el fondo del problema, un problema que se ha agravado últimamente al restringirse incluso la libertad del relator de fundar su apreciación favorable o desfavorable en los criterios que, a su entender, sean pertinentes. Ahora hay que rellenar un cuestionario, contestando a preguntas concretas que pueden ser irrelevantes a juicio de un relator (p.ej. del que esto escribe, a quien también ha incumbido --y sigue incumbiendo-- actuar como evaluador de revistas filosóficas y jurídicas).[Nota 2] Y es que los criterios no pueden ser los mismos en las diversas disciplinas ni en las diferentes escuelas doctrinales.

Los sistemas actuales de «referato» anónimo y ciego me parecen concentrar un cúmulo de maldades. Permiten a los relatores ensañarse con quienes sospechan o saben que no son de su respectiva cuerda. En muchas disciplinas la identidad del evaluado es fácil de conjeturar; la máscara del anonimato ofrece al evaluador de mala fe una coartada para su fechoría.

Por otro lado, el evaluador, por mucha que sea su buena intención, no puede evaluar comparativamente, con el resultado de que, a menudo, rechaza un manuscrito porque le parece de calidad insuficiente y luego ve publicados en la misma revista textos que palmariamente son de calidad inferior.

También es un disparate que el relator forme su juicio en soledad, sin poderlo contrastar con otros, sin que se produzca un debate esclarecedor, en el cual unos pudieran defender la publicación y otros oponerse a ella, presentando cada parte sus argumentos para que prevalezcan los mejor fundados.

En cualquier caso el perverso sistema actual sigue empeorando, como lo confirma la reciente boga de los cuestionarios prefabricados, que incitan a informes escuetos, estereotipados, con motivaciones passe-partout.

Quienes ven su manuscrito publicado se dan con un canto en los dientes y, aunque se hayan sentido injustamente humillados por algunas observaciones de uno de los relatores, lo echan en saco roto, archivando en algún legajo tales informes, que quedan sepultados a perpetuidad.

Cuando el manuscrito ha sido rechazado, el autor suele intentar suerte en otra publicación; si sufre un segundo desengaño y, sobre todo, si sufre un tercero, lo que generalmente archiva es el propio manuscrito, con pesadumbre pero con sigilo, tratando de esconder su vergüenza por las calabazas reiteradas.

Los informantes actúan con total irresponsabilidad. Pueden estar seguros de que sus evaluaciones no serán nunca conocidas por el público. Si esas evaluaciones son honestas, veraces, concienzudas, elaboradas por especialistas imparciales y de amplios conocimientos en la materia, no van a lamentar que la única huella de su labor sea una mención en la lista anual de relatores de la revista.

No obstante, el público académico sí pierde ignorando esos informes, que podrían esclarecer el transfondo, tanto si el manuscrito se ha publicado como si no.

Cuando el evaluador dista de ser tan modélico y más bien tiende a lo opuesto, evidentemente se siente aliviado sabiendo que el informe jamás se dará al conocer al público.


Por mi parte, discrepo de todos los actuales sistemas de evaluación, condenando el anonimato, la ocultación, los informes en la sombra y en la soledad, así como la denegación de alegaciones y de debates contradictorios. Sin embargo, no he decidido marginarme del todo y todavía, en ocasiones, accedo a desempeñar tales tareas, pensando que al menos lo haré con honestidad y competencia (en los temas que se someten a mi apreciación).

Pero, siendo impotente para combatir los sistemas del ocultismo y la cientometría gestocrática, al menos una cosa sí puedo hacer y he decidido hacerla: contribuir a que se conozcan las evaluaciones que me han afectado, ya sean favorables o desfavorables.

No será empresa fácil. La mayoría de esos informes me llegaron sólo en papel (y sabe Dios dónde los tengo guardados --además de que tocará escrutarlos y pasarlos por un OCR). Algunos, recibidos ya en formato electrónico, los he borrado o extraviado.

Empiezo, pues, por una modestísima aportación, publicando sendos informes a algunos artículos que sí fueron admitidos. Sus autores no tienen por qué sentirse molestos. Presumiéndose su buena fe, no tiene por qué haber obstáculo a sostener lo que han escrito en cualquier foro de debate público.


Bibliografía



Notas

[1]

Para empezar, los relatores se conciben como «pares». ¿Pares de quién? ¿Del autor? Ese concepto de «los pares» es descuartizado por Richard Smith (Smith, 2006): «But who is a peer? Somebody doing exactly the same kind of research (in which case he or she is probably a direct competitor)? Somebody in the same discipline? Somebody who is an expert on methodology?» Además, ¿con qué criterio son seleccionados? ¿Quién decide qué relatores informarán un artículo? De nuevo Smith pone el dedo en la llaga: «There may even be some journals using the following classic system. The editor looks at the title of the paper and sends it to two friends whom the editor thinks know something about the subject. If both advise publication the editor sends it to the printers. If both advise against publication the editor rejects the paper. If the reviewers disagree the editor sends it to a third reviewer and does whatever he or she advises. This pastiche -- which is not far from systems I have seen used -- is little better than tossing a coin, because the level of agreement between reviewers on whether a paper should be published is little better than you'd expect by chance». Smith concluye que el sistema equivale a una lotería.

Son conocidos varios experimentos (v. Peters, & Ceci, 1982) que demuestran cuán aleatoria y caprichosa es la aceptación de manuscritos, por motivos abigarrados, mutuamente contradictorios e imprevisibles. Peor, si cabe, es la escasa fiabilidad del sistema peer-review para detectar el fraude académico y científico, que se ha multiplicado gracias a su generalización. Se ha decuplicado, p.ej., el número de desistimientos (retracciones de manuscritos); puede haber varias causas de un desistimiento, pero, al parecer, la más frecuente es el fraude acompañado de un temor a que se descubra.

Son ya unos cuantos los científicos que alertan contra los perversos efectos del sistema: «If peer review was a drug it would never be allowed onto the market» dice Drummond Rennie, vicedirector del Journal of the American Medical Association y promotor de los congresos internacionales de peer-review que se vienen celebrando cada cuatrienio desde 1989. La razón es --nos aclara ese científico-- que no existe ninguna evidencia convincente de sus beneficios y sí, al revés, un montón de evidencia de sus fallas.



[2]

Recientemente he tenido que evaluar dos manuscritos para otras tantas revistas, rellenando sendos cuestionarios de los que extracto estas preguntas. Primer cuestionario: «¿El artículo evidencia, por parte del autor, un manejo adecuado y suficiente del tema abordado? ¿El artículo deja ver, de manera clara, la coherencia entre la metodología propuesta y los resultados presentados? ¿El artículo se fundamenta en bibliografía pertinente, actualizada y suficiente? ¿El artículo presentado no es reproducción parcial o total de otra publicación, sino que corresponde a una formulación original por parte del autor que lo presenta? ¿El resumen del artículo contiene los elementos desarrollados en el cuerpo del mismo? ¿El artículo presenta aportes a la disciplina? ¿El artículo está en consonancia con los demás requisitos de publicación exigidos por la revista? ¿El artículo es pertinente para su publicación en la revista?». Segundo cuestionario: «¿Propone una tesis clara cuyo desarrollo adecuado lleva a término? ¿Se inscribe en algún debate contemporáneo? ¿La referencia bibliográfica es adecuada, actualizada y técnicamente satisfactoria? ¿Hay un manejo del español sintáctica y gramaticalmente correcto? ¿Debe ser sometido a corrección de estilo? ¿Recomienda su publicación?» La última pregunta tiene tres opciones: «sí», «no» y «sí con correcciones». Todas las demás son preguntas de sí o no --lo cual, en el contexto, significa de todo o nada.