Filosofar en castellano:
Vicisitudes y tareas en la perspectiva de la filosofía contemporánea
Lorenzo Peña

Actas del V Seminario de Historia de la Filosofía Española
comp. por Antonio Heredia Soriano
Salamanca: Universidad de Salamanca, 1988, pp. 517-33
ISBN 84-7481-499-5
Sumario
  1. introducción
  2. Lengua y visión del mundo
  3. Por qué no es indiferente filosofar en la propia lengua en vez de en otra
  4. ¡Filosofemos (¿en castellano?)!

En este trabajo defiendo la tesis de que es, caeteris paribus, mejor filosofar en la lengua vernácula, a pesar de que resulta poco convincente el punto de vista humboldtiano, según el cual cada lengua incorpora una determinada manera de ver la realidad; no es, pues, nada que tenga que ver con ese punto de vista (examinado, y, a la postre, descartado en la §1 de este ensayo) sino, antes bien, una constatación de dos rasgos de la lengua vernácula para quien se vale de ella (la transparencia al significado y la carga emocional que lleva) lo que, en §2, me llevará a abrazar la tesis ya anunciada. Por último, en §3, trataré de mostrar que, así y todo, el estado de precariedad del filosofar en lengua castellana actualmente hace peligrar el propósito de filosofar en nuestra lengua y puede acabar convirtiendo a ésta en una lengua filosóficamente inactual o usada sólo secundariamente.


§1ª. Lengua y visión del mundo

¿Reviste acaso alguna importancia el que se filosofe en una u otra lengua? ¿No es acaso filosofar lo que importa? Siendo la lengua un instrumento de expresión --imprescindible para los seres humanos--, y no habiendo lengua sino en la multiplicidad de lenguas, es obvio que cada reflexión humana debe hacerse expresándose en una determinada lengua. Pero tratándose al menos de la reflexión filosófica, nada a primera vista pareciera indicar que sea un tema interesante de considerar cuál sea en cada caso la lengua determinada en que se exprese --y, por lo tanto, se efectúe-- la reflexión filosófica particular de que se trate. Todavía menos claro está que, de ser un tema merecedor de consideración, tal consideración deba ser ella misma filosófica, e.e., que la propia reflexión filosófica deba ocuparse de en qué idioma se lleva a cabo. Bien nos ha acostumbrado la historia de la filosofía al giro hacia la mirada oblicua: desde el mirar a las cosas al mirar el propio mirar. Y en esa autoconsideración de la reflexión filosófica por sí misma no ha dejado de estar tematizado el lenguaje mismo: desde Platón como mínimo, el filósofo inquiere acerca del medio lingüístico de expresión y a menudo lo toma como punto de partida de algún género de argumento lingüístico-transcendental para extraer conclusiones acerca de cómo es la realidad. Otra línea de reflexión, posterior, ha marchado por una dirección crítica: rota la espontánea comunión entre la mente y la realidad en la que la primera se siente reflejada directamente la realidad tal y como es, aparece la actitud de sospecha, de autosospecha, en la que la consideración sobre el lenguaje tiende a poner de relieve cómo somos o podemos ser engañados por las palabras, cómo podemos dejarnos deslizar por la engañosa pendiente que nos llevaría a atribuir a la realidad un ser como es nuestro lenguaje, a postular un género de isomorfismo del que careceríamos de prueba alguna y que, antes bien, aparecería, cuando uno se percata del peligro, como un mero señuelo, una improbable armonía preestablecida entre lenguaje y realidad. Mas, en cualquiera de esas dos vertientes de la reflexión filosófica acerca del lenguaje,NOTA 1 se atiende en principio únicamente al lenguaje en general, a sus estructuras universales, o a aquellas que cree uno ser tales; no se paraban mientes en peculiaridades de tal o cual idioma como en algo que fuera pertinente para el filosofar mismo.

Sólo mucho más tarde aparece una reflexión de los filósofos (si es o no filosófica es harina de otro costal) en torno a las lenguas, a la propia lengua de cada uno, y al proyecto mismo de proseguir la meditación filosófica en ésa o en otras lenguas.NOTA 2 Cada vez que se siente un límite histórico como punto de arranque de algo, sobre todo si ese algo es un género de consideración, podrán los historiadores discutir semejante límite, ir más lejos en el hallazgo de, por lo menos, precursores que de algún modo ya habían desarrollado consideraciones de tal género.NOTA 3 No obstante, creo que podemos, con cierta seguridad, convenir en que es el romanticismo el ambiente en el que tiene lugar por primera vez, al menos de manera explícita y como algo sustancial, una atenta reflexión filosófica en torno a la multiplicidad de lenguas, las características de cada una de ellas y la significación filosófica de tal variedad y de algunas de esas peculiaridades. Aparece entonces el patriotismo lingüístico-filosófico: filosofar en el idioma vernáculo es visto por los románticos no sólo como algo pertinente en general por la transparencia al significado que el propio idioma tiene para el hablante nativo, sino porque el filósofo romántico ve a su propio idioma como más adecuado para la filosofía, más apto para alcanzar una mayor hondura en la reflexión filosófica o para reflejar correctamente la realidad.NOTA 4

Mas, si ello es cierto, también lo es que, en esa nueva automirada del filosofar que ahora se proyecta hacia el peculiar medio lingüístico de expresión en el que se vehicula con atención explícita a las particularidades de ese medio lingüístico, a su propio perfil, junto a la confiada luna de miel en que el filósofo ha redescubierto así su lengua y, percatándose de que es una lengua particular, lejos de escandalizarse, exalta esa misma particularidad, surge otra actitud que puede ser juzgada como crítica: cada lengua llevaría incorporada una particular manera de ver el mundo, de suerte que sería ilusorio el atribuir a la realidad aquellas características que seamos llevados a achacarle sólo en virtud de las peculiaridades de nuestro idioma; un hablante de otro idioma podría, con igual derecho, atribuir al mundo características opuestas.NOTA 5 Ese género de alertas a lo Jenófanes desde luego no son nunca concluyentes.

En primer lugar puédese replicar desde una óptica protagórea que a cada uno la realidad le es según se exhiba en su idioma. Y, hasta a quienes encuentran poco tragable tal relativismo por la consabida regresión infinita que parece desencadenar, puédeles parecer correcto el, aun a sabiendas de que ellos ven al mundo según el color del cristal lingüístico, idiomático, con que lo miran, seguir empeñados en verlo así, pues, de no, estarían tratando de salirse de su propia piel; podrían alegar que la tarea metafilosófica de crítica de los diversos puntos de vista filosóficos por estar media[ti]zados por sendas perspectivas idiomáticas es: o algo que queda para seres suprahumanos que puedan juzgar desde fuera, y desde una perspectiva mejor, que subsuma de algún modo todas las limitadas perspectivas idiomáticas humanas, viendo así en qué estriba la deformación de cada una de éstas con respecto a la realidad; o, si no, algo que quepa hacer dentro de cada perspectiva filosófica y lingüística, por más mediatizada que a su vez venga entonces tal reflexión metafilosófica por las peculiaridades de la propia perspectiva: todo lo más, esa mediatización desencadenaría una progresión infinita, que es prudente recorrer con tal de no pretender, al adentrarse por esa senda, llegar al final de la misma, un final que naturalmente no existiría. Mas entonces, se objetaría desde el ángulo crítico, ¿no se está acaso siguiendo la política del avestruz? ¿Puede uno, a sabiendas de que está contemplando las cosas con un prisma a lo mejor (o peor) deformante, porfiar erre que erre que las cosas son como uno las ve o cree verlas? A lo cual los adeptos de la actitud confiada, o críticos de la crítica, replicarían que, deformante o no, su perspectiva es lo único que tienen y el querer salirse de ella sería quedarse sin nada; y que, además, en la medida en que hagan crítica, haránla desde esa perspectiva propia, de suerte que la confiada mirada a lo real que se atiene a las peculiaridades del propio idioma como a fehacientes reveladores de cómo sea lo real no estará más mediatizada por esa peculiar perspectiva lingüística que la crítica negativa que, en un vano esfuerzo por desacreditar esa mirada, pretende criticarla como si lo hiciera desde un pedestal erigido en no se sabe qué tierra de nadie y, para colmo, sin poder proponer a cambio ninguna otra mirada constructiva.

Lo que en ese debate se estaría dando por aceptado por ambas partes es que de algún modo uno está preso por su propio idioma, que la reflexión que uno efectúe en ese idioma corre por derroteros peculiares que no hubiera seguido --o que hubiera podido no seguir-- de efectuarse en otro idioma; y que, en consecuencia, no todo lo que en un idioma se diga podrá decirse en otro idioma; pues, de haber traducibilidad de cada idioma a los demás, ninguna necesidad habría en, al filosofar en un idioma, hacerlo de manera peculiarmente determinada por cuál sea ese idioma; a lo sumo, la propia lengua inclinaría sin necesitar. Ese supuesto de la intraducibilidad ha sido avalado por numerosos argumentos, en los que se han aducido copiosos datos y ejemplos. Se ha señalado que donde en la realidad hay un continuum, cada lengua opera cortes y nos hace ver las cosas de manera artificialmente discreta. Se ha dicho que las categorías propugnadas por los filósofos eran un mero trasunto de los tipos lingüísticos de sus respectivos idiomas. Todo eso parecía mostrar cuán plausible sea el supuesto de la intraducibilidad; pues, de haber traducibilidad, no habría semejante corte arbitrario, o al menos no podría demostrarse que lo hubiera: pues, al fin y al cabo, los mismos cortes que en una lengua se hicieran de un modo, con signos de cierto nivel de complejidad, podrían hacerse en otra con signos de otro nivel de complejidad; a lo sumo perderíase así algo estilístico, pero la estilística pertenece, no a la semántica del lenguaje, sino a la pragmática.

Pues bien, Frege, el fundador de la filosofía analítica, desafió ese supuesto de la intraducibilidad;NOTA 6 y frente a él postuló su tesis de la efabilidad: todo sentido, y por ende todo pensamiento (sentido completo --o sea: sentido de una oración o mensaje independiente) es público y, a fuer de tal, accesible a cualquier ser pensante; todo sentido es comunicable, vehiculable de persona a persona, sin barreras idiomáticas; si se reconoce que alguien que hable un idioma aprende otro sólo por vía de traducción desde éste último al suyo, entonces, si todo pensamiento es comunicable a cualquiera, captable por cualquiera, es que, de un modo u otro, toda oración de un idioma que exprese cierto pensamiento, sea el que fuere, es traducible a cualquier otro idioma; y, con ello, resulta que no hay relatividad lingüística. Así y todo, el propio Frege puso coto a ese efabilismo irrestricto de su propia filosofía: algunas de sus tesis filosóficas acerca del sentido parecen conllevar consecuencias que bloquearían la comunicabilidad; p. ej., si es cierto que dos sentidos son diferentes si alguien puede dudar de que a ellos corresponda un solo y mismo significado, entonces en cuanto sea cierto que en un idioma puede decirse una misma cosa de dos modos diversos, resultaría casi seguro que, en aplicación de ese principio de diversidad de los sentidos, esos dos modos de expresión expresarían dos sentidos diferentes; y entonces no sólo nada garantizará ya la tesis de la intertraducibilidad, sino que ésta resultará en muchos casos desmentida. Por otro lado, Frege parece haber pensado que cada idioma inclina sin necesitar (a un determinado modo de ver la realidad) y por eso dijo que al filósofo le es bueno familiarizarse con varios idiomas.NOTA 7 Mas es dudoso que tales posiciones resulten coherentes: la mera noción de inclinar sin necesitar es, en esto como en lo demás, confusa y problemática de lo más; y, si se da relatividad lingüística, del tipo que sea, entonces el hablante de varios idiomas, o bien no hace sino ver la realidad de varios modos sin comunicación entre ellos (un poco como hoy día algunos, p.ej., R. Pucetti,NOTA 8 creen que en cada ser humano coexisten dos mentes independientes, una para cada hemisferio cerebral, en una especie de unión hipostática), o bien, en caso contrario, entiende los otros idiomas por medio de una cierta [pseudo]traducción a aquel idioma que sea más suyo, pero de tal modo que en esa «traducción» no se conservaría el sentido original, que sería (en algunos casos) inexpresable en ese idioma; en ambos casos estaríamos, pues, con la relatividad lingüística total de Humboldt y de Whorf.

Los adversarios de ese relativismo humboldtiano ([re]bautizado, para que suene más científico, como «hipótesis de Sapir-Whorf») han esgrimido contra él un argumento transcendental que reza así: si Ud. dice que algo se puede decir en un idioma que no puede decirse en otro, entonces, si en el idioma que habla dice que lo que en ese idioma no puede decirse, pudiendo en cambio decirse en otro idioma, es tal cosa, ya ha dicho en su idioma esa cosa supuestamente indecible en él. Claro que el argumento dista de ser concluyente, porque decir que hay algo indecible en un idioma no es decir de algo que ese algo es indecible en ese idioma (como pensar que hay algo no pensado no es pensar de algo que ese algo es no pensado). Así y todo, el argumento prueba una cosa: si alguien es adepto del relativismo humboldtiano, no podrá aducir ni un solo ejemplo de la verdad de tal relativismo. De ahí que valga como argumento transcendental: muestra lo difícilmente sostenible de adoptar el relativismo, aunque no puede probar la falsedad de esa posición.

Pero, ¿es seguro que tiene sentido toda esa controversia? Para QuineNOTA 9 carece de sentido, porque la traducción es indeterminada: hay diversos modos de hacer corresponder a una oración de un idioma dado sendas oraciones de otro idioma que normalmente nadie consideraría equivalentes o sinonímicas en manera alguna; y cada uno de esos modos es perfectamente defendible, con tal de que se atenga a ciertos requisitos mínimos que permitan evitar la indeterminación traduccional en unos pocos casos-límite (las oraciones de observación --tomadas globalmente, o sea sin analizar-- y las partículas de negación y de conyunción); es perfectamente defendible no en un sentido subjetivo, que pueden esgrimirse a su favor argumentos (de hecho no lo es en ese sentido según Quine, pues él cree que ningún argumento puede esgrimirse a favor de una traducción y en contra de otras que cumplan esos requisitos mínimos), sino en el sentido objetivo de que ninguno de esos modos de correspondencia es el único correcto: todos son correctos, todos son traducciones igualmente acertadas; no tiene sentido preguntar cuál es el que refleja cómo son las cosas realmente, e.e. cuál es el que hace corresponder al original una oración que tenga el mismo sentido, o el mismo significado, o el mismo referente, o la misma denotación, o lo que sea: sencillamente carece tal pregunta de sentido porque no tiene sentido decir que tal ente es el sentido o el referente de una expresión, así a secas: tiene sentido sólo enunciar que tal expresión de tal idioma denota tal cosa con relación a tal manual de traducción (un manual que va del idioma al que pertenece la expresión a aquel idioma en el que se formula ese enunciado): la referencia es relativa (a los diversos manuales de traducción). Las consecuencias extremadamente paradójicas de tal relativismo han suscitado enconados debates. Pero cualquiera que sea su corrección o su plausibilidad, ese relativismo traduccional de Quine siega la hierba bajo los pies tanto al relativismo humboldtiano como al efabilismo ingenuo o pseudoingenuo de un Platón o un Frege. Lo que relativiza, según Quine, no es un idioma, sino un manual de traducción. De ser así, poco importa que filosofemos en castellano, en urdu o en tagalo: en cada caso es indeterminado cuál sea el referente de cada una de nuestras afirmaciones; sólo viene determinado tal referente con relación a un determinado manual que proyecta nuestras oraciones sobre las de cierto idioma (pudiendo ese idioma ad quod ser el propio idioma a quo, y en ese caso la traducción puede ser homofónica, que es lo que según Quine sucede en la comunicación habitual entre hablantes de un mismo idioma).

No entra en los límites de este trabajo el discutir los fundamentos de la tesis de Quine. Sin embargo, no puede desconocerse la pertinencia de la misma y de la problemática que ella suscita para el asunto que nos ocupa: el de si reviste o no alguna significación especial el filosofar en una lengua particular, como el castellano en nuestro caso, en vez de hacerlo en otra. Lo que aquí me interesa señalar es que un enfoque como el de Quine viene a descartar que revista importancia cuál sea la lengua en que uno filosofe sin empero abrazar la posición, que algunos tildarán de filosóficamente ingenua, de creer que la lengua en que uno piensa y habla permite reflejar la realidad, no mediatizando ese pensar y hablar de ninguna manera que suponga deformación u ocultación. Así pues, son muy diversos entre sí los puntos de vista filosóficamente sostenibles que conllevan un desafío al relativismo humboldtiano. El punto de vista ingenuo puede resultar menos ingenuo de lo que parece al venir apuntalado por el mencionado argumento transcendental; y, además y desde un ángulo opuesto, en un tratamiento como el de Quine puede verse una radicalización del género de crítica lingüística característico de la concepción humboldtiana pero tal, no obstante, que acaba minando esa misma concepción. Por todo ello, yo me veo fuertemente inclinado a rechazar el relativismo humboldtiano (si bien he de reconocer, en honor a la veracidad, que lo que más me lleva a semejante rechazo es un ideal de racionalidad que veo incompatible con el relativismo humboldtiano; ese ideal desde luego puede también venir justificado por un argumento transcendental, como lo he hecho en otro trabajo).


§2ª. Por qué no es indiferente filosofar en la propia lengua en vez de en otra

Sin pretender ser concluyente, §1 de este trabajo ha terminado con un rechazo del relativismo humboldtiano. Pareciera, pues, carecer de importancia (filosófica) en qué lengua se filosofe. Ahora bien, aquí es menester hacer un distingo entre primera y tercera persona: carecerá de importancia en qué idioma filosofe o haya filosofado un autor (salvo en el sentido filológico de que, según en qué lengua lo haya hecho, requeriremos uno u otro instrumental para captar su mensaje); pero no por ello carece forzosamente de importancia en qué lengua vaya uno a filosofar; no forzosamente carece ello de importancia para uno mismo, para el propio proyecto filosófico. Es más: ese distingo nos hace ver otro más básico: al decir que filosóficamente carece de importancia en qué lengua se filosofe, podemos entender dos cosas; la una sería que el mensaje filosófico no viene afectado por la lengua en que se exprese en virtud de cuál sea la estructura sintáctica de la misma y de que tal estructura impusiera un determinado modo de ver las cosas; la otra sería que el mensaje de un filósofo ni determina en qué lengua vaya a expresarse ni viene determinado por ello bajo ningún concepto y por ninguna razón. Mas todo lo que nos ha llevado a aceptar las consideraciones del final de §1 es únicamente lo primero; no se nos había ocurrido a favor de que revistiera importancia filosófica el saber en qué lengua se filosofa otro argumento que uno afín al relativismo humboldtiano. ¿Hay otras vías por las que puede llegarse a la conclusión de que no es indiferente en qué lengua se filosofe, porque la opción idiomática sea o causa o efecto de una determinada orientación de un filósofo particular?

Desde luego sería reincidir en la equivocación del relativismo humboldtiano el buscar algún denominador común de todo filosofar que se efectúe en un determinado idioma. Si no es la estructura sintáctica lo que determina unívocamente un modo de ver la realidad, si ni siquiera excluye otros modos de ver la realidad, sería probablemente quimérico querer buscar algún otro rasgo de un idioma que de suyo entrañaría el que quienquiera que piense en él tenga que ver las cosas de una manera en vez de otra. Pero de ahí no se deduce de ningún modo que, dado un pensador con su peculiar circunstancia, el que dicho pensador lleve a cabo su reflexión en uno u otro idioma no tenga nada que ver con cuál sea su proyecto filosófico. La vía que me parece más verosímilmente prometedora para acercarnos al hallazgo de alguna relación filosóficamente pertinente entre la propia lengua y el tenor del propio filosofar (insisto: no en general, o sea, no como una correlación entre lenguas y tónicas filosóficas, sino únicamente dentro de las coordenadas circunstanciales de un pensador específico con su entorno peculiar) es la de considerar las actitudes emocionales. Hay sin duda una interacción entre actitudes emocionales y reflexión filosófica: un proceso de pensamiento es una secuencia de inferencias mediada por actos deliberados --proyectos, decisiones de búsqueda, de atención o desatención a evidencias-- y éstos desde luego están en parte determinados por actitudes emocionales; por su parte, las conclusiones a que uno va llegando a lo largo de un proceso de pensamiento también determinan de algún modo las propias actitudes emocionales. No menos claro resulta que hay una relación entre uso idiomático y actitudes emocionales. Pocas cosas en verdad son tan amadas y tan odiadas como las lenguas; pocas cosas son tan patria como lo puede ser para alguien su lengua, al igual que pocas pueden ser tan aborrecidas como una lengua en la que uno se sienta opresivamente obligado a expresarse con postergación de la propia.

Pues bien, mi tesis en este trabajo va a ser la de que el filosofar de una persona es, caeteris paribus, tanto más genuinamente libre, creador, vigoroso y propio, cuanto más sea llevado a cabo en la lengua que para esa persona sea preponderante, e. d., que para ella sea el principal vehículo de expresión en su comunicación consigo y con los demás; y que, caeteris paribus, ello es tanto más cierto cuanto mas verdad sea que esa lengua predominante para esa persona reúne los requisitos de lo que tradicionalmente se llama «lengua materna», e. d., ser para la persona en cuestión el vehículo de adquisición de cultura, el medio de comunicación que la ha ligado a un medio humano cultural y a través del cual se ha insertado en el quehacer y el pensar colectivos de la humanidad.

Debo, antes de intentar justificar esta tesis, procurar aclararla algo, delimitándola a la vez respecto de otras tesis diferentes y, a la vez, defenderla frente a reparos enfilados no ya contra los motivos en que se basa la aceptación de la misma sino contra su mera formulación. La tesis que he sentado, en efecto, dice tan sólo que se da la indicada correlación caeteris paribus. Tales cláusulas de salvaguardia son desde luego imprecisas y pueden resultar sospechosas de constituir meros subterfugios para rehuir la afilada crítica de los contraejemplos sin comprometerse claramente a nada. Pues, en efecto, ¿en qué dos situaciones cabe decir que las restantes condiciones son iguales? ¿Qué circunstancias son abarcadas aquí por ese pronombre «caetera»? Sin duda sólo las circunstancias relevantes; mas, ¿cuáles lo son? Si el vigoroso y originalísimo pensamiento de S. Anselmo o el de Spinoza hubieran sido expuestos en las lenguas vernáculas de esos dos filósofos, ¿habrían ganado en autenticidad o en hondura? Claro, quizá aquí --continuaría el objetor-- la escapatoria del caeteris paribus evitaría el llegar a esa conclusión aduciendo que en las circunstancias particulares de esos dos filósofos no podía alterarse la lengua de expresión sin alterarse otras circunstancias pertinentes; pero --diríanos el objetor para remachar su reparo a la tesis aquí propuesta-- ello tan sólo revelaría lo escurrido e irresponsable de una tesis que se escabulle cuando se la quiere contrastar con la evidencia histórica.

A ese objetor debo aceptarle mucho de lo que dice, aun manteniendo mi tesis. Verdad es que cada tesis que incorpore una cláusula de salvaguardia del género «caeteris paribus» puede ser sometida a un vapuleo semejante. En general es difícil sortear los dos escollos que constituyen, por un lado, el comprometerse a tesis demasiado fuertes y, por otro, el evitarlo sólo al precio de dejar abiertos pasadizos secretos que le permitan a uno zafarse en cuanto arrecian los asaltos críticos. Soy, pues, consciente de que sería menester precisar mejor el alcance del «cateris paribus» y que justamente el filo de contraejemplos como los de S. Anselmo (y toda la filosofía latina medieval, Spinoza, en gran medida el propio Leibniz, así como la escolástica renacentista y postrenacentista) viene mellado únicamente merced a esa cláusula del «caeteris paribus» y en virtud de que en las circunstancias de esos autores un cambio de lengua filosófica hubiera entrañado una alteración del conjunto de la circunstancia en que filosofaban. Si el objetor logra algo con ese reparo a la mera formulación de mi tesis, paréceme que ello es poner de relieve: por un lado, que esa tesis requerirá ulteriores precisiones que la perfilen mejor; y, por otro lado, que la tesis es mucho menos fuerte de lo que podía parecer a primera vista.

Por otra parte, sin embargo, la tesis posee un grado indesdeñable de fuerza. Ante todo proporciona un sentido claro en el que no resulta indiferente para un filósofo en qué lengua efectúe éste su meditación e indagación filosóficas. Como la tesis se aplica de manera interesante o no-trivial tan sólo a casos de bilingüismo de una u otra índole (casos ciertamente mucho más frecuentes en la vida comunicativa de los seres humanos de lo que hubiera podido imaginarse en un principio, según lo han mostrado las investigaciones de los sociolingüistas), el grado de fuerza de la tesis sólo podrá calibrarse al estudiarse en detalle situaciones de uno u otro tipo de bilingüismo en que se han hallado los filósofos a lo largo de la historia y cómo ha repercutido en el vigor y en la originalidad de su pensamiento el haber escogido como principal vehículo de expresión filosófica su lengua materna o, alternativamente, la lengua para ellos preponderante en el momento de la opción.

Como aclaración final del sentido de mi tesis debo intentar dilucidar qué entiendo por un filosofar genuinamente libre, creador, vigoroso y propio. Libre es un pensamiento en la medida en que el proceso o secuencia de inferencias en que consiste no viene mediado por imposiciones doctrinales desde fuera, sino que --cualesquiera que sean las otras mediaciones causales que en él se den-- brota de la espontánea inclinación del sujeto. Creador es un pensamiento en la medida en que se aventura a atisbar nuevas soluciones y a organizarlas sistemáticamente, a la vez que con ello atisba nuevos problemas, dando ello como resultado nuevos horizontes filosóficos antes insospechados. Vigoroso es un pensamiento en la medida en que va lejos en la exploración de los horizontes que ha divisado o despejado y en que extrae más conclusiones de sus propios principios con espíritu de consecuencia, a la vez que se mantiene firme y tenaz en la defensa de esos principios y sabe hallar para justificarlos nuevos argumentos en lugar de plegarse a tibias medias tintas o componendas plácidas y facilonas. Propio es un pensamiento no tanto por ser original como por cuadrar con el sujeto que lo tiene, en el sentido de que hay algún tipo de cohesión entre el contenido de tal pensamiento y el modo de ser de quien lo efectúa; una cohesión como la que, según Fichte, se da entre el filósofo y su obra (y cabe notar que no siempre existe tal cohesión, o que no siempre se da en igual medida: hay filosofías que no parecen corresponder al talante de quienes las profesan). Por último, el uso que hago del adverbio «genuinamente» en la formulación de mi tesis es éste: algo posee genuinamente una característica en la medida en que posee lo más esencial y característico de esa característica y en que esa posesión es algo inherente al algo en cuestión, no mero préstamo incidental.

Llego así a mi intento de justificar (someramente, desde luego) la tesis que he sentado. Aunque mis consideraciones pueden extrapolarse en alguna medida a la lengua predominante para alguien aunque no sea lengua materna, me voy a limitar en primer lugar a la lengua materna, pues es con respecto a ésta como mejor se verá el neruus probandi de mi argumentación. Para una persona la lengua materna es aquella cuyo aprendizaje ha acompañado al conocimiento inicial del mundo y a la constitución de esa persona como persona humana, miembro de colectividades humanas diversas y de una gran comunidad de seres pensantes e interactuantes. La lengua materna es transparente al significado como no lo es para una persona ningún otro sistema de signos; por «transparente al significado» entiendo que las palabras que maneja en su propia lengua vehiculan, por el mero ser proferidas o recibidas, el significado que tengan, haciéndolo presente a su mente (no quiero, eso no, entrar aquí a discutir cuál sea la naturaleza de esa presencia, si es meramente intencional como lo han sostenido tantos filósofos, o es real como a mi me parece mejor reconocer); por el contrario, un signo de otros sistemas semióticos puede que no sea transparente al significado en ese sentido, sino que requiera, para surtir ese efecto de presentificar lo significado a la mente de quien lo profiere o recibe, un previo desciframiento o traducción, más o menos consciente o inconsciente. La asociación de un signo de la propia lengua vernácula con su significado es mucho más inmediata.

Además, y sobre todo, la lengua vernácula está normalmente cargada de una fuerza emocional que rara vez logran igualar otros sistemas sígnicos. Esa fuerza emocional se debe a que la lengua vernácula es no sólo la vehiculadora de nuestro inicial aprendizaje del mundo sino el nexo que uniéndonos a otros seres humanos ha hecho de nosotros un ser humano. Cada uno llega a ser un ser humano no por su mera biología --eso no hace de él un animal racional-- sino por su pertenencia a una colectividad, si bien ésta requiere una determinada constitución biológica. Para cada quien la pertenencia a la gran colectividad humana se efectúa a través únicamente de su pertenencia a colectividades menores. Es éste el sentido de la patria. Das Vaterland is das Sein elbst, dice Heidegger.NOTA 10 Sin ir tan lejos, cabe sí pensar que para cada persona hay ciertas colectividades tales que sólo gracias a su pertenecer a ellas ella es y se sabe ser humano y con cuyo destino colectivo ella se siente comprometida (e.e. él ve como componentes más importantes de su propia tarea el efectuar acciones encaminadas al cumplimiento de tal destino). Tales colectividades son las patrias de la persona en cuestión. Cuando para una persona hay una, y sólo una, de tales colectividades que es aquella a cuyo destino más fiel se siente esa persona, entonces dicha colectividad es para ella su patria por antonomasia. Desde luego en ese sentido la patria puede ser una comunidad plurilingüística; puede ser una clase social, una agrupación política, una colectividad profesional. No obstante, me parece que, aunque no sea patria en ese sentido fuerte, la comunidad lingüística a la que pertenece uno siempre es una de sus patrias --y se algún modo la intersección entre esa patria y alguna otra es siempre una de las colectividades con cuyo destino uno se siente más comprometido Pero cualesquiera actitudes que tenga uno hacia esa comunidad se transmiten de algún modo y en algún grado a lo aglutinante de la misma y, por ende, al idioma vernáculo. Ahora bien, filosofar es llevar a cabo un proceso de pensamiento, una secuencia de inferencias mediadas por actos deliberados como los de búsqueda y de atención; esa secuencia de inferencias está mediada también por actitudes emocionales; uno puede sentirse más o menos a gusto con un problema, con un planteamiento, con un modo de expresar. Resulta verosímil hasta por introspección (mas, ¿cómo probarlo?) que tanto mejor se piensa cuanto mejor se siente uno con un problema y con un modo de expresión, no sólo en el sentido de no estar reacio a aceptarlos sino en el sentido de tener hacia ellos la fuerte actitud emocional de la viva simpatía o incluso el cariño, o por lo menos esa otra actitud de la no-distancia, del estar cara a cara con ellos sin incomodarse, sin el malestar que produce lo ajeno o extraña; eso de «pensar mejor» hay que tomarlo en el sentido de un pensamiento más genuinamente libre, creador, vigoroso y propio. Y era eso lo que yo trataba de demostrar.


§3ª. ¡Filosofemos (¿en castellano?)!

¿A santo de qué plantearnos a estas alturas eso de si filosofar o no en castellano? ¿Acaso no es una realidad tangible la filosofía en nuestro idioma, desde hace siglos y con numerosas figuras que se han ganado un sitio en la historia de la filosofía?.NOTA 11

Si problema hay, estriba éste en que la filosofía contemporánea ha planteado un nuevo reto ante el cual todavía no ha sabido situarse el filosofar de lengua española. Y, cuando hablo de filosofía contemporánea, me refiero única y exclusivamente a la filosofía analítica. Siendo yo mismo un filósofo analítico, se me perdonará que incurra en lo que desde otros horizontes puede ser visto como un vicio de la filosofía analítica en general: para decirlo en palabras de un estudioso del lenguaje que no comulga con la filosofía analítica, ésta daría muestras de «una creciente suficiencia, al haberse ido metiendo en el zurrón los logros de la tradición llamada filosófica y haber acabado así por presentarse como los legítimos representantes de la filosofía, sin más, de nuestro tiempo». La filosofía analítica, en efecto, es anterior al positivismo lógico de los años 30. Sus fundadores fueron Gottlob Frege, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, creadores los tres de sendos sistemas de metafísica. El llamado giro lingüístico en esos tres autores sólo significaba que se tomaba al lenguaje como un punto de partida para llegar a la realidad, presuponiéndose o postulándose en cada caso algún tipo de teoría figurativa del lenguaje; y eso no era algo peculiar suyo pues lo compartían también filósofos no analíticos del mismo período como Brentano; por otro lado ese partir de cómo hablamos para, por algún tipo de argumento transcendental explícito o implícito, concluir cómo son las cosas es un proceder común en Platón, en Aristóteles y en la filosofía medieval, así como en buena parte de la filosofía moderna. Sólo después de ese período inicial de su surgimiento vino la filosofía analítica a quedar contrahecha, viéndose encorsetada en los angostos moldes del positivismo lógico. Mas poco tardó en romper esos moldes y en empezar a ir rescatando poco a poco toda la vieja problemática metafísica, sólo que replanteándola ahora con técnicas dilucidativas y argumentativas más precisas y mejor buidas, cual eran las que ya habían ensayado por vez primera Frege, Russell y Wittgenstein. No es, pues, de extrañar que los (o al menos muchos) filósofos analíticos de los años 50, 60, 70 y 80 --cada vez más según han ido corriendo los años-- se descubran una genealogía en la vieja metafísica (hasta Leibniz, grosso modo) y a menudo se sientan más que nada ligados por su temática y planteamiento a la filosofía antigua y medieval.NOTA 12 Desde tal óptica la filosofía contemporánea no analítica aparece en cambio, en no poca medida, como apartándose de la filosofía tradicional en temática y en planteamiento, como un género de discurso que en la tradición hubiera aparecido como no filosófico, por no ser argumentativo ni perseguir la dilucidación, o incluso por el intento de desplazar los paradigmas temáticos del pasado con nuevos paradigmas. No se le escapa al filósofo analítico que cuáles problemas quepa plantear no es asunto independiente de cuáles sean los supuestos de que se parta; pero precisamente para él es filosofía un género de discurso o de reflexión que tiende a ajustarse a esos paradigmas tradicionales. Y el filósofo analítico no cree encontrar un discurso de esa índole en la prosa de buena parte de la filosofía contemporánea no analítica, volcada a menudo preponderantemente a problemas del propio sujeto y su praxis hasta en más de un caso hacer derivar lo que así y todo sigue llamándose «filosofía» a una reflexión praxeológica (política, sociológica, antropológica) que al analítico parécele afilosófica en la medida en que no se plantea en el transfondo de una ontología, de una metafísica, e. e., no va a lo que la tradición metafísica consideraba los últimos problemas; y, por añadidura, al analítico seméjale el tratamiento de esos problemas por los filósofos contemporáneos de otras corrientes un género de ensayo exento del rigor que él, con la tradición, ambiciona para la filosofía. Puede que en tales apreciaciones haya no poco de sectarismo, de cerrazón, de unilateralidad. Al fin y al cabo hay más puntos temáticos de convergencia entre analíticos y no analíticos de lo que pudiera parecer. Guardan en efecto --por poner sólo un ejemplo-- parentesco estrecho con planteamientos analíticos sobre la racionalidad (como los de Davidson, Kai Nielsen, Rawls, von Wright) cuestiones planteadas por Apel y su escuela pragmático-transcendental (en un planteamiento que hunde en parte sus raíces, sin duda, en el círculo de consideraciones de la hermenéutica gadameriana y, a través de la misma, en la filosofía existencial). Así y todo, no me parecen en líneas generales infundados el recelo y la sospecha con que el filósofo analítico mira a esos filosofares no-analíticos de nuestros días; aunque también pertenezco a la minoría de filósofos analíticos que se esfuerzan por abrir pasos fronterizos que permitan un diálogo con algunos de tales filosofares (p. ej. con la filosofía de Heidegger).

El filósofo analítico, al verse a sí mismo en esa línea de continuidad con la filosofía tradicional, al cobrar conciencia de que se aplica el membrete de lo analítico sin requerir otro denominador común que un planteamiento argumentativo y dilucidativo, y al enjuiciar con la aludida recelosa sospecha a esos otros filosofares, parece justificado en su equiparación de la filosofía analítica con la filosofía, sin más, de nuestra época, utilizando como sinónimos --o al menos coextensivos-- los calificativos de «filosofía analítica» y de «filosofía contemporánea».

El mundo de habla hispana ha permanecido empero casi sordo ante el murmullo del filosofar analítico. Por un lado ha seguido vigente en él durante tiempo una filosofía que ya no era propia y que no mostró ninguna recuperación de vitalidad o brío, sino tan sólo una implantación académica bien organizada; refiérome, claro, a la Escolástica, que por desgracia ni siquiera ha suscitado entre nosotros (en tiempos recientes) planteamientos filosóficos que tuvieran cosas nuevas que proponer (al revés de lo sucedido en Italia, Bélgica o Francia --Gilson, sin ir más lejos, es un filósofo que no cabe desconocer hoy día). Por otro lado, cuando la filosofía en castellano no ha seguido adherida a modelos que, sea cual fuere su interés, difícilmente podían dar de sí lo suficiente como para hacer brotar nuevas ideas filosóficas pertinentes para la búsqueda de soluciones originales a los grandes problemas filosóficos, se ha prendado de alguna de las corrientes filosóficas o pseudofilosóficas de moda que quizá eran las que menos tenían que ofrecer para un tratamiento profundo de esas grandes cuestiones. Sí, verdad es que no han faltado penetraciones del filosofar analítico en este mundo nuestro de habla castellana; han adolecido de los defectos siguientes.

Ante esa situación y el reto del filosofar analítico, la mayor tentación para un filósofo analítico de habla castellana es la de usar como lengua principal de su filosofar directamente el inglés: se le abren así puertas a la publicación, a la discusión fructífera, a la inserción gratificante en un medio en principio dispuesto a discutir sus sugerencias. Además, puede discurrir su filosofar por cauces terminológicos que no necesita él acuñar, como antaño quien filosofaba en latín tenía a su disposición un amplio arsenal de nomenclatura aceptable en las escuelas y que sólo forzadamente parecía poder verterse a una lengua vernácula. No sólo eso: el panorama que en muchos casos se abre ante un filósofo analítico de habla hispana lo llevará a la emigración: ahí tenemos que uno de los grandes filósofos analíticos de los EE,UU, es el guatemalteco Héctor-Neri Castañeda; y, desde luego, hay allí muchos otros filósofos procedentes del mundo de habla castellana pero que hoy, por su ubicación, tienen que filosofar casi exclusivamente en inglés.

Mas, como se desprende de la tesis que senté y traté de justificar argumentativamente en §2 de este trabajo, el que se llegue a una situación así es algo negativo. Desde luego lo es para el propio destino común de la gente de nuestra lengua, y para la comunidad filosófica de habla castellana en particular; pero también para la filosofía en general, pues, caeteris paribus, algo se pierde en esa adaptación a una lengua extranjera.

Mi conclusión, sin embargo, no es la de que, cueste lo que cueste, hay que enarbolar la patriótica bandera del filosofar en nuestra lengua. De poco serviría heroicidad semejante si la filosofía de habla castellana no lograra dar el salto de incorporarse a la filosofía contemporánea de lleno. En definitiva, juzgo secundario (aunque no indiferente) en qué lengua se filosofe. Quizá los escritos franceses y latinos de Leibniz hubieran sido todavía mejores de haber sido redactados en alemán; pero mejor era, dado el conjunto de circunstancias que prevalecían en su época, que escribiera en la lengua que más y mejor público filosófico tuviera. Si el filosofar analítico echa raíces entre nosotros, si nuestro suelo resulta fértil para un resurgimiento filosófico como el de nuestro siglo de oro, entonces se filsofará en castellano: entonces no podrá dejar de irrumpir e imponerse el principio de que caeteris paribus es mejor filosofar en la propia lengua. Si, por el contrario, continuamos en la precariedad letárgica, entonces nuestra lengua se convertirá, filosóficamente, en un bable pintoresco relegado a usos menores.








[NOTA 1]

Quizá podría sostenerse que las consideraciones del Cratilo indican ya un cambio de rumbo. Mas, en lo que se refiere a la tesis del propio Cratilo, ciertamente lo que parece sugerirse no es ninguna particularidad del griego, pues el que los signos tengan su significado φύσει se supone que será algo aplicable a toda lengua; y, similarmente, la refutación de esa tesis que, a favor de Hermógenes, lleva a cabo Platón en la segunda parte del diálogo es aplicable asimismo a cualquier lengua (una defensa de la tesis de la arbitrariedad del signo hoy asociada con Saussure como su máximo exponente).


[NOTA 2]

Es sin duda en el Renacimiento, la más fascinante de entre todas las etapas de transición de la historia humana, cuando irrumpe con fuerza el sentimiento de la pluralidad dc lenguas y la búsqueda de las peculiaridades de cada una. Siendo, como es, un período de grandes contradicciones --que lo hacen casi imposible de caracterizar--, el Renacimiento ha conocido, junto con la tendencia a la uniformidad (neo)latinizante (y helenizante), un despertar de las lenguas vernáculas; las literaturas en tales lenguas se hacen ahora literaturas cultas (en medida muy superior a lo que había ido anunciándose en la baja Edad Media), con la aparición de la prosa culta y de las primeras gramáticas escritas de tales lenguas (tendencia avivada luego por la Reforma en los países de Europa septentrional y central). Más tarde, con el descubrimiento de América, brota el interés por la pluralidad de lenguas hasta entonces desconocidas. A todo ello se asocia un redoblado interés por el redescubrimiento de la lengua adámica o primitiva, desvarío fértil en patrioteros intentos demostrativos a favor del español, latín, hebreo, flamenco y así sucesivamente (Leibniz, con mayor prudencia no obstante, no dejaría de mojar su pluma también en estos asuntos; vide «Les curiosités linguistiques de Leibniz», de Maurice Leroy, Revue Internationale de Philosophie, nn. 76-77 (1966) pp. 193-203; vide también John T. Waterman, Leibniz and Ludolf on Things Linguistic (Berkeley, U. of California Press, 1977) esp. 59 ss., «The Theory of a Protolanguage»). Un precedente de la concepción romántica de que cada lengua envuelve de algún modo un punto de vista particular sobre el mundo aparece en Nicolás de Cusa (vide K. O. Apel, «Die Idee der Sprache bei N. von Cues», Archiv für Begriffsgeschichte, t. 1, Bonn 1955); sólo que en éste adquiere la peculiaridad (por cierto encontrable también en algunos neohumboldtianos marxistas) de un complementarismo: cada criatura es un infinito contracto, un deus creatus, una mónada o agregado de mónadas con su particular perspectiva, un espejo con su curvatura, un microcosmos que reproduce, pero a su peculiar modo, todo el universo; la Verdad absoluta o divina no resulta sino de una conyunción de todas esas verdades parciales. Mariano Alvarez, en su estudio sobre Gadamer, expresa acertadamente esa concepción del Cusano al decir: «La verdad no se deja captar... [sino] desde la serie indefinida de las perspectivas que las distintas lenguas ponen a nuestro alcance» (M. Alvarez Gómez, «Lenguaje y ontología en H. G. Gadamer», ap. El pensamiento alemán contemporáneo, por J. M. Almarza Meñica et al., Salamanca, Ed. San Esteban, 1985, pp. 57-96: p. 77). Caracterízase ese complementarismo del Gusano (el término puede que no sea apropiado --porque hace pensar en el complementarismo no integrador de perspectivas, como el del círculo de Copenhague en la teoría física contemporánea) por considerar verdaderos todos los puntos de vista, aunque sean mutuamente contradictorios; todos ellos se aúnan copulativamente en la visión absoluta de Dios; otro tanto ocurre con las relativizaciones o parcializaciones de la Verdad que se plasman en diversas creencias religiosas y cultos; la Concordantia Catholica cusaniana es una armonía universal en este sentido de mayores ambiciones que la leibniziana, pues el perspectivismo del filósofo de Leipzig no puede dar cabida en la Verdad a puntos de vista mutuamente contradictorios. Pero desde luego el Cusano no llegó ni por asomo a plantear el problema de en qué lengua filosofar: cae para él por su propio peso que eso se hace en latín.


[NOTA 3]

En esto, como en tantas otras cosas, es Leibniz un genial precursor. Aunque sólo una ínfima parte de su producción filosófica fue escrita en alemán, fue Leibniz uno de los primeros estudiosos hondamente preocupados por enaltecer la lengua germana y llegar a hacer de ella instrumento de expresión filosófica. Junto con su preocupación dominante (al respecto) por conseguir una lengua científica universal (proyecto expuesto con particular claridad en su carta de 1679 al duque de Braunschweig), se combina --hasta cierto punto curiosamente-- su interés por la lengua alemana. Claro que tal interés es un poco paternalista o despótico-ilustrado, con un deseo de purgar y pulir el alemán hasta que llegue por fin a ser apto para la expresión filosófica. Ese interés de Leibniz por el alemán ha sido estudiado por Paul Pietsch en «Leibniz und die deutsche Sprache», Wissenschaftliche Beihefte zur Zeitschrift der allgemeinen deutschen Sprachvereins, Series IV, n. 29, pp. 292-312 y n. 30, pp. 327-56. Vide también J. T. Waterman, op. cit. supra (en la nota precedente), p. 64 ss. Los opúsculos principales de Leibniz al respecto son citados por L. Couturat en su libro La logique de Leibniz (reed. fotográfica de Olms, 1969, p. 515): Couturat presenta un meticuloso análisis del contexto en que se inscriben esos proyectos de Leibniz en la obra del filósofo; sin duda hay que tomar con pinzas la declaración que hace sobre la imposibilidad de caer en sinrazón hablando en alemán. El interés de Leibniz no es original suyo, sino que se inscribe en una línea muy común en la Alemania de su época y a su vez suscitada por ejemplos como el de la Academia francesa de Richelieu; y forma parte del militante patriotismo alemán de Leibniz. Pero sería injusto y falseador el ver a Leibniz como un nacionalista, un creyente en la superioridad del alemán o de lo alemán (tomando demasiado al pie de la letra tal o cual frase de esos aludidos opúsculos sobre el cultivo del alemán). Al revés: dos de sus tesis acerca del lenguaje parecen indicar que no reconocía superioridad a ninguna lengua sobre otra. Hans Aarsleff formula así las dos tesis en cuestión: «Thus, the two laws of Leibniz»s philosophical system also operate in languages: the law of sufficient reason because words are not arbitrary: there is a connection between words and things, even though we may rarely be able to find traces of it. And the law of continuity because there ultimately is a connection among all languages, which must be assumed to have a common sourcc» (Vide: Hans Aarsleff, «The Study and Use of Etymology in Leibniz», Studia Leibnitiana Supplementa 3, (Wiesbaden 1969) pp. 173-89: vide p. 179). La primera de estas dos tesis está sugerida, entre otros trabajos, en un Dialogus latino (Gerhardt, t. VII, pp. 190-93) y, más explícitamente, en un opúsculo editado por Couturat: vide Louis Couturat, Opuscules et fragments inédits de Leibniz (Paris 1903; reedición fotográfica disponible de Olms, Hildesheim, p. 151); otro de los lugares donde aparece es los Nouveaux Essais, L. III, ch. II, § 1, donde, tras rechazar la tesis de que «les significations des mota sont arbitraires (ex instituto)» sostiene que «il y a quelque chose de naturel dans l'origine des mots, qui marque un rapport entre les choses et les sons»; la posición de Leibniz al respecto es empero matizada y ha menester de un examen más minucioso en el que no cabe entrar aquí. La segunda tesis se expresa en términos claros al decir que «toutes les langues ne sont que des variations, souvent bien embrouillées, des mêmes racines» (vide la edición de Dutens de las Opera Omnia. Ginebra 1768, vol. VI, parte 2, p. 185). Para poner punto final a esta nota sobre la actitud de Leibniz acerca de en qué lengua filosofar, conviene tener presentes sus palabras al respecto en la Disertación Preliminar a Nizolio (Gerhardt, vol. 4, p. 144), que es el locus classicus en el que recomienda filosofar en lengua vernácula. Su motivo para hacerlo nada tiene que ver con nacionalismo lingüístico alguno, sino que estriba en un postulado metodológico de filosofar en términos claros y accesibles a todos: en matemáticas, en física y en las artes mecánicas se tratan temas que no están involucrados en el habla normal y común, por lo cual es menester acudir a neologismos (o a acepciones nuevas de palabras viejas), mientras que en filosofía los temas mismos están de uno u otro modo presentes en el discurso y los pensamientos incluso del vulgo, debiendo por consiguiente consistir la elaboración filosófica en un esclarecimiento accesible a todos. De ahí el adagio de que eas res esse nullas quae popularibus terminis explicari non possunt. La exigencia de «descender a alguna lengua viva y popular» que él formula viene, entonces, dada por la necesidad de evitar una jerga técnica artificial que ensombrezca los problemas en lugar de esclarecerlos. (Claro, Leibniz no dice por qué esa lengua tiene para los alemanes que ser el alemán; pero las premisas que faltan en su entimema pueden conjeturarse fácilmente). Del alemán no dice que sea mejor, sino tan sólo que nullam esse in Europa linguam germanica aptiorem para filosofar.


[NOTA 4]

Es particularmente digna de mención la posición de Hegel. Para éste el lenguaje es la exterioridad del espíritu, o sea: el espíritu en su exterioridad, la verdadera existencia auto-consciente del espíritu pero sólo en cuanto en ella la interioridad está exteriorizada y la exterioridad es interna; y, a fuer de tal, obra la imaginación (vide la Fenomenología, p. 518 is. de la edición de las Werke por Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel. Suhrkamp Verlag, Frankfurt). El lenguaje presenta un reto al entendimiento, y en ello es dialéctico (así desafía a las unilateralidades del entendimiento cuando éste se halla en un plano de certeza sensible: es el arranque de la Fenomenología, que plantea la exigencia filosófica de decir lo que se ampara tras el uso de los deícticos y lleva así por vez primera a ver a lo diverso como idéntico; un atractivo análisis de esa exigencia racionalista o efabilista de Hegel que sitúa al lenguaje contra ss-mismo-en-cuanto-obra-del-entendimiento hállase en Jean Hyppolite, Logique et existence (Paris, PUF, 1953) cap. 1º p. 7 ss. Sin embargo, el lenguaje, en cuanto es obra del entendimiento, tan sólo expresa lo general; vide Ciencia de la Lógica, ed. cit., t. 5, p. 126. Por eso, por ser de suyo meramente exterior --y a la vez en sí racional--, el lenguaje no tiene que perfeccionarse con el avance del espíritu; al revés, según las Lecciones sobre filosofía de la historia (ed. cit., t. 12, pp. 85-86), con el progresar de la civilización de la sociedad y el Estado el lenguaje se hace primero más pobre y menos bien formado (ärmer und ungebildeter), perdiendo la perfección del lenguaje primitivo: es que es la etapa de organización detallada del entendimiento; sólo después es esa organización detallada propia del entendimiento sentida como rémora y superada por el progreso cultural hacia la racionalidad; lo cual parece indicar que lo más a lo que puede llegarse es, en lo que toca al lenguaje, a un restablecimiento del desarrollo lingüístico primitivo, no a algo nuevo; y ello se explica: de suyo exterioridad del espíritu, no es el lenguaje sino medio (externo, como un ser-para-otro) de la razón, de suerte que su racionalidad no ha menester de desarrollo ulterior, de interiorización; lo racional y verdadero (pero sólo en sí) en el lenguaje es la palabra, no la oración, pues ésta expresará siempre un juicio, y el juicio es falso, unilateral. Mas la palabra, el nombre, es verdadero en la forma del en-sí nada más, por lo cual no hay que buscar en la palabra ninguna motivación objetiva, como quería Leibniz, sino que es casual o arbitraria la conexión entre significante y significado; cierto que Hegel no recomienda la concepción de «mera contingencia» (Observación al § 459 de la Enciclopedia), pero ello es porque para él la contingencia no es nunca meramente tal, sino que es siempre a la vez plasmación de una necesidad que por ella se realiza y, a fuer de tal, necesidad ella misma; en el lugar citado Hegel desearía como algo insignificante la atribución de superioridad al alemán por la posesión de muchas onomatopeyas (lo cual nos recuerda, por contraste, la posición defendida por el Teófilo leibniziano en el lugar citado en la nota anterior de los Nouveaux Essais), no es eso --dice-- lo que constituye la riqueza de una lengua cultivada. En ocasiones, como en un famoso pasaje de la WL (ed. cit., t. 5, p. 114) ensalza Hegel al alemán por la posesión de palabras con pluralidad especulativa de sentidos (sentidos opuestos y no obstante aunados o identificados entre sí), llevándole así, una vez más, la contraria a Leibniz para quien la plurivocidad de las palabras era el principal defecto del alemán, lo que más había que corregir en éste. Con todo, Hegel no parece haber hecho hincapié en esa presunta superioridad del alemán, ni haber ligado a ella la superioridad de la cultura germánica que, ésa sí, tanto exaltó en sus Lecciones de filosofía de la historia). No es, pues, un nacionalismo lingüístico sino otra razón lo que lo lleva a enaltecer la obra de Lutero al servirse de la lengua alemana: en sus Lecciones sobre historia de la filosofía (ed. cit., t. 20, pp. 52-53) dice al respecto que, siendo el lenguaje la exteriorización inmediata del espíritu, y debiendo el espíritu ser propio para realizarse como libertad --que es la esencia del espíritu, no lo olvidemos--, esa apropiación sólo se lleva a cabo cuando la expresión lingüística es propia y no ajena; tal fue, según Hegel, la obra emancipadora de Lutero, sin la cual no se hubiera alcanzado la subjetividad de la religión protestante. Y más tarde, a propósito de Wolff (ibid., pp. 258-59), considera por idéntica razón como el logro más importante de este filósofo el servirse del alemán (en parte de su producción), ya que «sólo empieza a pertenecerle a un pueblo una ciencia cuando la posee en su propio idioma, cosa particularmente importante para la filosofía»; y cuando, a renglón seguido, cuenta alguna de las acusaciones corrientes contra la prosa en latín, lo hace cuidadosamente, no como algo de su propia cosecha sino como algo que dan por supuesto («es ist einmal angenommen»).


[NOTA 5]

Sobre el entramado de problemas teóricos suscitados por ese relativismo lingüístico (que atribuye a cada idioma una visión del mundo propia), vide: del propio Alejandro Humboldt tanto el opúsculo Sobre el origen de las formas gramaticales y sobre su influencia en el desarrollo de las ideas, trad. por C. Artal, Barcelona, Anagrama, 1972; la edición original es de 1822), esp. p. 36 ss., como el § 17 (titulado significativamente «Relaciones de las lenguas con el carácter de las naciones que las hablan») de su Ensayo sobre las lenguas del nuevo continente (incluido en Cuatro ensayos sobre España y América, versión de Unamuno y J. Gárate, col. Austral, 1951, p. 188 ss; Adam Schaff, Langage et connaissance, trad. del polaco por Claire Brendel (Paris, Anthropos, 1969) esp. p. 59ss; B. L. Worf, Lenguaje, pensamiento y realidad, trad. J. Pomares, Barcelona, Barral, 1970; Max Black, «Some Troubles with Whorfianism», ap. Language and Philosophy, ed. por Sidney Hook (New York U. P. --U. of London P., 1969, pp. 30-35); Georges Mounin, Les problèmes théoriques de la traduction (Paris, Gallimatd 1963) (la posición de Mounin es harto titubeante y hasta nebulosa en su perfil teórico, aunque el acopio de datos que ofrece es de sumo interés); Iorgu Iordan, Lingüística Románica, reelaboración parcial y notas de Manuel Alvar (Madrid, Ed. Alcalá, 1967), todo el capítulo dedicado a la escuela de Vossler, p. 143 as., esp. sobre Humboldt, p. 182 ss. Es interesante notar que Vossler, uno de los más destacados humboldtianos, fue un estudioso profundo de la cultura hispánica --y, congruente con su concepción del lenguaje, vio en nuestra lengua algo inseparable de las actitudes y valores encarnados en la cultura española; véase al respecto su artículo «La fisonomía literaria y lingüística del español», cap. II de su libro Algunos caracteres de la cultura española, trad. por C. Clavería; Madrid, col. Austral, 1962, 4ª ed.) p. 51 ss. Esas posiciones fueron rechazadas por la escuela lingüística francesa: Vendryes se opone a querer establecer paralelo entre la historia de la lengua y la de la mentalidad y más aún a querer sacar de aquélla consecuencias acerca de ésta; vide Iordan, op. cit., p. 554 ss.


[NOTA 6]

Gottlob Frege, «Gedankengefüge», ap. Logische Untersuchungen, ed. por G. Patzig, 2ª ed. (Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht) p. 72 (el escrito es de 1923; trad. castell. por C. Luis y C. Pereda en Escritos lógico-semánticos, Madrid, Tecnos, 1979 p. 175). Sobre el principio fregeano de efabilidad y su relación con la hipótesis de Sapir-Whorf, por un lado, y los empeños de los lingüistas generativistas, con su afán por descubrir «universales» lingüísticos, vide J. J. Katz, Semantic Theory (New York, Harper, 1972) pp. 18 ss.


[NOTA 7]

Pero para Frege eso de dedicarse a aprender varios idiomas era una norma a lo Descartes: tratábase tan sólo de escapar así al sojuzgamiento del lenguaje (haciendo que las trampas de un idioma sean en la medida de lo posible contrarrestadas por las de otro). Frege achacó a defectos del lenguaje todas las consecuencias inefabilistas de su teoría que llevaban a la ruina de su sistema; incluso en su obra póstuma achacó también a defecto del lenguaje el surgimiento de paradojas lógicas (como la descubierta por Russell en el sistema de Frege). El lenguaje era para él un instrumento necesario pero molesto del que había que emanciparse llegando al pensamiento depurado de palabras o, por lo menos, tal que, por más revestido por ellas que estuviera, se perfilara así y todo como más allá de la expresión verbal. Vide Gottlob Frege, Schriften zur Logik und Sprachphilosophie: Aus dem Nachlass, ed. por G. Gabriel (Hamburgo, Meiner, 1978, 2ª ed.), passim. Frege no llega empero a achacar al lenguaje el involucrar una (falsa) concepción del mundo.


[NOTA 8]

Roland Pucetti, «Brain Bisection and Personal Identity», British Journal for the Philosophy of Science, vol. 24 (1973) pp. 339-55.


[NOTA 9]

W. v. O. Quine, Palabra y objeto, trad. Manuel Sacristán (Barcelona, Labor, 1968). Entre la copiosísima bibliografía sobre la tesis de Quine de indeterminación de la traducción, vide (por mayor entronque con los temas aquí tratados) Meaning and Translation, comp. por F. Guenthner y M. Guenthner-Reutter, passim.


[NOTA 10]

M. Heidegger, Gesamtausgabe, band 39 (Frankfurt am Main, V. Klostermann, 1984). (La cita es de un curso de los años 30). Vide al respecto Jean Grondin, `De Heidegger à Habermas', Les études philosophiques (enero-marzo 1986), pp. 15-31.


[NOTA 11]

Entre los filósofos españoles, pocos tan orgullosos de filosofar en castellano como Unamuno; y pocos que concedieran tanta importancia a hacerlo, único modo de tener ideas propias nuestras, no calcadas o copiadas de lo foráneo. Pero Unamuno va más lejos: su nacionalismo se aúna con su irracionalismo cuando nos dice (en la `Vida de don Quijote y Sancho', O.C., t. IV, p. 333): «Otros vienen y nos dicen... que lo necesario y apremiante es podar nuestra lengua y recortarla y darle precisión y fijeza. Dicen los tales que padece de maraña y braveza monteriza nuestra lengua, que por dondequiera le asoman y apuntan ramas viciosas, y nos la quieren dejar como arbolito de jardín... Así, añaden, ganará en claridad y en lógica. ¿Pero es que vamos a escribir algún Discurso del método con ella? ¡Al demonio la lógica y la claridad! Quédense los tales recortes y podas y redondeos para lenguas en que haya que encarnar la lógica del raciocinio raciocinante, pero la nuestra ¿no debe ser, acaso, ante todo y sobre todo, instrumento de pasión y envoltura de quijotescos anhelos conquistadores?» A Don Miguel le resulta poco española una empresa filosófica como la en este trabajo propugnada. Pero ¿no puede decirse en nuestra lengua (y --lo que es más-- sin necesidad de podas ni redondeos)?


[NOTA 12]

En mi libro El ente y su ser: un estudio lógico-metafísico (León, Universidad de León, 1985) aparece, en la Secc. I, un cuadro de la evolución de un problema ontológico principal (el de esencia/existencia) que sirve para poner de relieve la ubicación de los sistemas metafísicos de Frege y Wittgenstein con respecto a la tradición de la philosophia perennis. También aparecen ahí, en un capítulo anterior, consagrado a Brentano, tanto los vínculos teóricos de la filosofía de este último con el quehacer de los fundadores de la filosofía analítica como asimismo el método brentaniano, claramente asimilable a eso que se ha llamado «giro lingüístico». Posteriormente se ha hablado --y con razón-- del giro ontológico en la filosofía analítica, expresión utilizada sobre todo por quienes trabajan en torno a Bergmann y Hochber (pero utilizando como referencia los sistemas metafísicos de Russell, Wittgenstein y Frege). El sentimiento de autoenraizamiento que experimenta «la filosofía contemporánea» al reestudiar a los medievales aparece muy claro en D. P. Henry, Medieval Logic and Metaphysics (Londres: Hutchinson, 1972) p. 1 y passim.