Entidades Culturales
por Lorenzo Peña
[*]
publ. en El mobiliario del mundo: Ensayos sobre ontología y metafísica
comp. por Guillermo Hurtado & Óscar Nudler
México: UNAM, 2007, pp. 317-342
ISBN 970-32-3783-5

Sumario

  1. El Ámbito del Problema Referente a las Entidades Culturales
  2. La Tentación del Ficcionalismo
  3. La Solución Platonista
  4. Un Realismo Concreto
  5. Superveniencia
  6. Una Ontología de Hechos culturales
  7. Conclusión
  8. Referencias Bibliográficas


§1.-- El Ámbito del Problema Referente a las Entidades Culturales

Hay una serie de entidades cuya existencia depende de la cultura, o sea de un cúmulo de conductas colectivas de seres dotados de inteligencia y voluntad que se plasman en hábitos adquiridos, transmitidos de unos individuos a otros y de unas generaciones a otras por algún sistema de señalación, y caracterizados por los dos rasgos opuestos de ser duraderos y sin embargo cambiantes.

No es la especie humana la única dotada de cultura en ese sentido; antes bien, las ciencias zoológicas modernas tienden a reconocer cultura a una amplia gama de especies animales; desde luego todas las estrechamente emparentadas con la nuestra; posiblemente también otras más alejadas, incluso quizá algunas en las que nos gustaba atribuir al instinto rasgos complejos de comportamiento social. Es sólo un caso revelador de esa creciente aceptación de la cultura en la vida de muchísimas especies el descubrimiento, en especies de aves, de modos de cantar colectivamente adquiridos (y que no se transmiten genéticamente).

La primatología, en particular, ha tendido a valorar más y más la presencia y la importancia de pautas culturales en la vida colectiva de nuestros parientes cercanos, los simios antropoides. También en otros mamíferos cuyo parentesco con nosotros es muchísimo más alejado, pero que, por otras vías, han evolucionado hacia una gran inteligencia, como los cetáceos, se han constatado fenómenos de vida cultural, según la definición arriba brindada.

Sin embargo, como es humano ser antropocéntrico y como en nuestro planeta la especie más cultural es la nuestra, este artículo se centrará principalmente en el estudio de entidades culturales humanas.

Hay algunas diferencias entre las entidades culturales y las entidades naturales, aunque tal diferencia es sólo relativa.

Las entidades culturales surgen a partir de actos que, en alguna medida, son voluntarios y conscientes, o al menos inteligentes. O sea, surgen de conductas que, de una manera u otra, se caracterizan por una cierta teleología y una deliberación, mayor o menor, más o menos consciente. Justamente eso es lo que hace que no se trate de creaciones meramente naturales, o de puro instinto. Las creaciones meramente naturales arrancan del patrimonio genético de los miembros de la especie como resultado automático de unos factores externos desencadenantes. Por el contrario, las entidades culturales son moldeables; su existencia varía según unas pautas que se adquieren colectivamente y que se pueden transmitir por algún procedimiento semiótico pero que también se pueden perder sin alteración del patrimonio genético.

De que las entidades culturales surjan de actos inteligentes y voluntarios --y de que, por consiguiente, se perpetúen, modifiquen o extingan por actos de esa misma índole-- no se sigue, claro, que los individuos que participan en esos actos, sus agentes, sean conscientes de la creación, o del mantenimiento, o de la modificación o de la destrucción de tales entidades culturales, ni menos que se propongan esos objetivos.

Lo que sí es verdad es que esos individuos han de tener un conocimiento intelectivo (no meramente perceptivo) y una voluntad, un querer; que ese conocimiento intelectivo y esa voluntad han de ser socialmente coordinables; por lo tanto que han de constituir una especie social que sea capaz de utilizar algún método de comunicación o señalización.

Esa dependencia de las entidades culturales respecto de actos conscientes y voluntarios es lo que provoca una especial dificultad de su reconocimiento como tales entidades objetivas. Parece, después de todo, que se trata de productos de la subjetividad (en particular de la subjetividad humana en los casos que más nos interesan). Y resulta paradójico que, dependiendo entitativamente de la subjetividad, existan objetivamente.

En cambio los entes naturales no están sujetos a tal paradoja --lo cual no excluye que también respecto a ellos puedan suscitarse un montón de dificultades ontológicas o metafísicas.


§2.-- La Tentación del Ficcionalismo

Dos dificultades principales asedian al reconocimiento de entidades culturales, a saber:

  1. Dependen de la subjetividad --de la acción inteligente y voluntaria-- de individuos de una especie y, sin embargo, son objetivas;

  2. Parecen sufrir vicisitudes y sin embargo tal vez se explicarían mejor como modelos abstractos o ideales, reproducibles en diversos mundos y, por ende, de suyo indiferentes al devenir. (Volveré sobre esto en el apartado siguiente.)

Dada esa doble dificultad, ha habido en la historia del pensamiento muchos intentos de eliminar el recurso a tales entidades culturales. Podemos subsumir tales intentos bajo el denominador común de `ficcionalismo'.

El ficcionalismo es un reduccionismo, mas no todo reduccionismo es ficcionalista o eliminacionista.

Reduccionista es cualquier enfoque que dé cuenta de ciertas entidades en términos que hagan estribar las verdades acerca de ellas en verdades acerca de otras cosas. Ese hacer estribar no significa forzosamente la negación de la realidad del ente problemático. El reduccionista no tiene forzosamente la pretensión de sostener que el inventario exhaustivo de la realidad no incluya a ese ente o a ese tipo de entes. Todo lo que sostiene es que lo que quepa afirmar o negar de ese ente, o de ese tipo de entes, necesariamente implica ciertas afirmaciones o negaciones (no forzosamente las mismas) sobre otro ente, u otro tipo de entes, y necesariamente viene implicado por ellas; con lo cual la presencia en el mundo del ente reducido puede considerarse de alguna manera redundante.

Así, el reduccionista que sostenga que la molécula de agua se reduce a dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno en cierta combinación, no está comprometido a negar la existencia de moléculas de agua, sino sólo a sostener que las verdades acerca de moléculas de agua estriban en último término en verdades acerca de átomos de hidrógeno y oxígeno combinados, de manera que un mundo con sólo átomos así combinados y un mundo que además contuviera moléculas serían mundos indiscernibles (bajo alguna pauta razonable de indiscernibilidad).

El eliminacionista va más lejos. Desde luego un reduccionista que aplique el machete de Occam (entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem) dará seguramente el paso al eliminacionismo, y sostendrá, en el ejemplo considerado, que no hay moléculas, y que nuestra habla acerca de moléculas ha de ser una manera ficticia de hablar de los átomos combinados, por comodidad.

El ficcionalismo es un eliminacionismo. Hay eliminacionismos no ficcionalistas, a saber: los que proponen abandonar el habla acerca de ciertos objetos. Quien propone prescindir del flogisto, de los puntos del diablo, del éter, de la virtud dormitiva, etc, no propone, en general, reconstruir ni parafrasear nuestros asertos aparentemente sobre tales entes, sino prescindir de tales asertos y eliminar tales vocablos de nuestra habla.

Volviendo a las entidades culturales, no ha abundado (o tal vez ni siquiera ha existido) el eliminacionismo radical que proponga abandonar nuestra habla acerca de tales entidades, porque, como ese discurso juega un gran papel en nuestra concepción de la realidad humana, no vemos --ni siquiera a grandes rasgos-- cómo podríamos diseñar un plan para suprimirlo sin empobrecer nuestra imagen de la realidad en que vivimos, y hasta sin hacer imposible nuestra racionalidad práctica.

Mas las dos citadas dificultades sí han llevado a buscar vías de reducción eliminativa, o sea a practicar el ficcionalismo.

Esa actitud va pareja con el individualismo y el nominalismo. Se tiende a pensar que sólo los individuos son seres reales, genuinos. Por `individuos' pueden entenderse las sustancias --hombres, piedras, nubes, ríos, casas, etc-- mas también actos singulares, sucesos, o tal vez otros accidentes de las sustancias (la blancura de este trozo de nieve).

Esa visión individualista y nominalista tiende a ver cualquier otra entidad como una ficción: no habría masas de agua, sino moléculas agrupadas; no habría universales como la blancura, etc. Podríamos seguir usando términos que parecen referir a tales no-entes, mas sería un discurso ficticio; debidamente analizado o parafraseado tendríamos sólo una referencia a los componentes ineliminados de la reducción.

Dejando de lado toda esa discusión metafísica --que excede los límites del presente artículo--, voy a centrarme aquí en criticar el ficcionalismo en lo tocante a las entidades culturales.

El problema con el ficcionalismo es que quiere obtener las ventajas del reconocimiento de ciertos entes sin pagar el justo precio de tal reconocimiento, y eso es imposible.

Cualquier ficcionalista nos podrá hacer un elenco de asertos que hagan referencia a entes que él repute eliminables y que se puedan parafrasear razonablemente en términos que ya no hagan tal referencia. El problema es saber si puede ofrecernos un criterio universal y no ad hoc para proponer tales paráfrasis. Cuanto más amplio sea el campo explicativo en el que interviene una referencia así, más difícil y crecientemente inverosímil se torna la ambición de encontrar tales paráfrasis.

Podemos decir que las costumbres bélicas, culinarias, laborales, judiciales, indumentarias etc de tal sociedad han influido en las de tal otra sociedad contigua o relacionada. Si queremos hallar paráfrasis creíbles de tal discurso que eliminen la referencia a costumbres y sólo se refieran a actos singulares, es de temer que el resultado será difícilmente comprensible, inconexo, perdido en una masa de detalles dispersos y, en suma, carente del poder explicativo que inicialmente habíamos asignado a tales adscripciones de influencia.

Mas, si pasamos de esa mera enumeración de costumbres de varios campos --cada uno por su lado-- a una del modo de vida (diciendo que el American way of life influyó mucho en el de Europa en la segunda posguerra mundial); si pasamos de zonas pequeñas y períodos cortos a espacios y tiempos más amplios (diciendo que el hombre del neolítico heredó el modo de vida del hombre del paleolítico adaptándolo a los nuevos recursos técnicos disponibles); entonces sería inimaginable ningún plan, ni siquiera en el aire --ni siquiera a desarrollar a lo largo de cualquier sucesión indefinidamente larga de prolaciones verbales-- para efectuar unas paráfrasis que no tendríamos ninguna idea de cómo podrían ser.

Muy a menudo, cuando se aduce que es ficticio el discurso acerca de un tipo de entidades culturales, se está haciendo una vaga alusión al como si, sin explicitarse para nada qué regla, o qué pauta, o qué criterio, haya de usarse para deslindar lo que haya de tomarse al pie de la letra de lo que haya que entender como un discurso impropio y literalmente falso.

El como si no explica nada en absoluto, y en cambio sí requiere ser explicado. Si una persona dice que, aunque no hay duendes, es como si los hubiera, ese aserto podrá interpretarse más o menos caritativamente; a la espera de tal interpretación, no nos ha dicho nada inteligible. A menudo, es verdad, el contexto nos permite brindar la lectura adecuada: la prolación de `Hoy no es domingo, mas como si lo fuera' en un día festivo o no laborable entendemos que significa que están cerrados los negocios o las oficinas. A falta de tal contexto, la frase no dice nada claro.

Así, carece de claridad la pretensión ficcionalista de que no hay estilos arquitectónicos, ni costumbres, ni instituciones, ni derechos, ni tradiciones, ni estructuras económicas, ni asociaciones, ni iglesias, ni religiones, mas que podemos hablar como si hubiera tales cosas y hacer como que les atribuimos rasgos, cualidades, orígenes, consecuencias, y en determinados casos, a algunos de esos entes o pseudo-entes, también derechos y deberes.

En rigor es difícil entender esa pretensión y saber exactamente qué se está pretendiendo, salvo que se acompañe de un programa de paráfrasis (por abstracto o general o vago o desiderativo o a largo plazo que pudiera ser).

A falta de tal programa, lo que no vale es aducir meramente que de suyo la noción de ficción es útil e improblemática, como cuando hablamos de ficción jurídica; porque ya hemos visto que esa noción es improblemática sólo en su uso modesto, no en el ambicioso.

Tampoco vale meramente enumerar unas pocas reducciones eliminativas y añadir la cláusula `y así sucesivamente' (o unos puntos suspensivos). Porque tal cláusula únicamente tiene un sentido claro cuando está claro qué regla haya de adoptarse para ir insertando sucesivos miembros de la serie --aunque no acertemos a formular exactamente la regla, que ése es otro problema; basta con que sepamos aplicarla. A falta de tal regla, carece de sentido claro. (¿Qué querría decir: `La Giralda, Mustafá Kemal, la penicilina, la batalla del Marne y así sucesivamente'?)


§3.-- La Solución Platonista

Si la tentación reduccionista se revela a la postre muy difícil de asumir, entonces se impone el reconocimiento de la existencia de entidades culturales. Mas ¿de qué entidades se trata? ¿Cómo pueden la acción y el pensamiento humanos crear unas entidades? Porque se trata de creación, no de transformación, ni de producción (para producir algo se usa y se consume una materia prima preexistente).

Volvemos así a la dificultad de que algo que goce de una realidad objetiva surja de la subjetividad, y que surja de ella como una obra de creación, no de producción. Ante esa dificultad, tal vez podríamos refugiarnos en lo más opuesto al ficcionalismo, que sería reconocer a los entes culturales una existencia en sí y por sí, no procedente de la creación humana, una existencia que, al revés, el hombre se limitaría a presuponer para, en el devenir humano, plasmar copias o imágenes de los entes culturales subsistentes de suyo.

¿Es viable esa concepción? Esas entidades parecían surgir en el proceso de la vida cultural humana como entes con existencia temporal e incluso espacialmente circunscrita, y que tenderíamos en principio a concebir como insertos en cadenas causales; entes, pues, reales y de algún modo concretos. ¿Qué ganaremos --y qué perderemos-- viéndolas como abstractas, intemporales, ajenas al devenir, no ubicables espacialmente, no insertas en cadenas causales, inertes, inactivas, impasibles, incorruptibles, indestructibles?

Tomemos el ejemplo de un ente cultural: el Románico. El Románico es un estilo arquitectónico con una historia, que surge en el siglo X en una parte de la superficie terráquea (Europa suroccidental), por ciertas influencias, que se plasma en una serie de edificios, que evoluciona, que tiene su apogeo, que va luego perdiéndolo y finalmente se va extinguiendo. Le atribuimos así, en principio, una determinación temporal, una determinación espacial, un devenir y una inserción en cadenas causales, si no como causa, por lo menos como efecto.

Sin embargo, eso nos plantea el problema de si llamaríamos `románico' a un edificio estilísticamente igual a la catedral de Autun pero construido en cualquier lugar del mundo fuera de la zona geográfica considerada, en cualquier período fuera del par de siglos X-XII, que no tuviera esa inserción en las cadenas causales (no se hubiera levantado por hombres que hubieran sufrido esas influencias, y hasta tal vez su construcción tuviera una finalidad totalmente diversa de la religiosa cristiana).

Yendo más lejos nos planteamos si llamaríamos `románico' a un edificio igual a la catedral de Autun en un planeta Jumelia levantado por unos seres inteligentes parecidos a los humanos de este planeta. No nos importa saber si Jumelia es un planeta de nuestro universo o de otro universo real o posible; si está, de la Tierra, a una distancia espacial finita o no; ni si su conexión con nuestro universo es a través de una dimensión enésima. Todo lo que necesitamos es la mera hipótesis de que exista Jumelia y allí el edificio de marras, Autun-bis. ¿Comparten su estilo arquitectónico la catedral de Autun y Autun-bis?

Si sí, entonces las entidades culturales parecen ser entidades naturales culturalmente ejemplificables o instanciables mas de suyo ajenas al flujo histórico. Esa respuesta afirmativa nos lleva a ver a las entidades culturales como patrones abstractos, existentes en sí y por sí, indiferentes a la creación humana, como unos modelos celestes o de entidad ideal que podríamos captar y tomar como guías.

Con arreglo a eso, gozarían de esa entidad abstracta, ideal, inerte y puramente modélica otras entidades culturales como son: las costumbres; las modas; las lenguas; las instituciones políticas (la dictadura, el régimen plebiscitario, la aristocracia, el régimen de representación censitaria); las formaciones sociales (esclavismo, comunismo, mercantilismo); las estructuras económicas; los sistemas ideológicos, jurídicos, filosóficos; las teorías, científicas o de otra índole; los relatos, las epopeyas, las crónicas, las tradiciones; las religiones, las prácticas rituales, las mitologías, las leyendas; las obras de arte, las composiciones musicales, las partituras; los poemas, las novelas, los ensayos; los derechos, los deberes, las situaciones jurídicas; las leyes, las constituciones, los reglamentos, los códigos, las doctrinas jurisprudenciales; tal vez asimismo los partidos, las iglesias, las compañías, las asociaciones, las Juntas, los ayuntamientos, las masas populares, las colectividades difusas.

Basta hacer esa enumeración para ir sintiendo creciente malestar ante la idea de que todas ésas sean entidades abstractas, ideales, inmateriales, que los individuos humanos podrían tomar como modelo para copiarlas. Tal vez sea así con el Románico. Tal vez sea así con el comunismo o con la monarquía o con el evolucionismo, o con la novela. Mas nos resistiríamos a pensar que, junto al Quijote producto de la creación literaria de Cervantes, haya una novela ideal, el Quijote en sí, que Cervantes haya copiado y plasmado en unas hojas de papel. Todavía más nos resistimos a pensar que la orden de frailes menores, OFM, sea una entidad ideal o abstracta que S. Francisco de Asís se hubiera limitado a ejemplificar en este planeta en un momento dado.

Por otro lado, este último ejemplo nos permite fijarnos en una dificultad particularmente viva que asedia a la concepción que podemos llamar `platonista', e.d. la visión abstracta de las entidades culturales (la que las ve como entes modélicos, ideales, ajenos al devenir, existentes de suyo intemporalmente, e indefinidamente plasmables o imitables en realizaciones concretas y temporales).

Decimos que la OFM tiene más peso en el siglo XIV que en el siglo XX; que se escinde en varias ramas; que ve aumentar o disminuir el número de sus miembros etc. Obviamente el ente ideal OFM, si lo hay, no sufre ninguna vicisitud de ésas, sino que escapa a tales vaivenes. Luego será la instanciación terráquea de la OFM, la instanciación creada por el santo de Asís, la que sufrirá esos avatares. Podríamos así tener en la Tierra una OFM con tal evolución histórica y en Jumelia una OFM con tal otra evolución histórica.

Para cualquier margen de disparidad dado, podemos concebir otro mayor. Y la pretensión de que ambas sean instanciaciones de lo mismo, una OFM en sí, se va haciendo crecientemente inverosímil con el aumento de tal disparidad.

Para cortar ese deslizamiento por la pendiente resbaladiza, podemos pararlo en el punto de arranque, sosteniendo que el ente abstracto o ideal OFM es un modelo exacto de la OFM de nuestro planeta y que, por consiguiente, una de otro planeta o de otro mundo que se aparte de la nuestra no será una OFM, sino otra cosa, otro ente.

Mas de ahí se siguen dos consecuencias:

  1. la inutilidad y redundancia de ese ente abstracto o ideal, mero duplicado del ente concreto OFM de nuestro planeta;
  2. la imposibilidad de que los presuntos entes modélicos sigan siendo abstractos, inertes, celestiales: si son modelos exactamente imitados por las entidades culturales de nuestro mundo, son tan como ellas que también habrán de tener un comienzo temporal, un devenir, unas causas, unos efectos, unas vicisitudes, y una extinción eventual.

Topámonos así con una primera dificultad que rodea a la concepción platonista: la de que, o bien, para cada ente cultural, hay un modelo ideal suyo del cual sea copia exacta (y entonces el modelo ideal es redundante y habrá de compartir los avatares de su copia); o bien reconducimos una variedad crecientemente dispersa y heteróclita de entidades culturales dispares a un único modelo común, con lo cual ese modelo ideal no da cuenta en absoluto de las características particulares de las copias (siendo, por lo tanto, muy dudosa su utilidad explicativa).

Añádese una segunda dificultad: cuando decimos que los modelos ideales se toman como patrones, pautas o maquetas imitables, o bien estamos diciendo algo o no. Para estar diciendo algo, la inspiración de marras ha de ser un proceso real, aunque no se trate exactamente de tal inspiración o iluminación. Sin embargo, o bien los modelos ideales también ejercen acción causal (inspiratoria o iluminativa), y entonces ya no son celestiales, inertes, abstractos y eternos; o bien hay algún agente espiritual que ejerce esa labor inspiratoria o iluminativa, presentándonos mentalmente los modelos (por alguna de las vías de iluminación o de un proceso similar imaginadas variadamente por Platón, S. Agustín, Avicena, Averroes, Malebranche etc). Lo peor de los iluminismos no es ya que no creamos en ellos (lo cual no deja de ser un inconveniente), y que resulta difícil aportar indicios probatorios de la existencia de tales procesos, sino que seguramente los problemas tampoco se resuelven así. En efecto:

  1. de ocurrir esos procesos inspiratorios o iluminativos, habría a la postre un devenir de los modelos presuntamente ideales (que acabarían teniendo historia); y
  2. los agentes espirituales que nos estarían inspirando o iluminando crearían, a través de nosotros, las plasmaciones mundanales de esos patrones ideales, para lo cual ellos mismos habrían de recibir previa o superior inspiración, y así al infinito.


§4.-- Un Realismo Concreto

Las dos dificultades evocadas en el apartado precedente nos hacen ver lo escasamente atractivo que resulta el platonismo.

Para determinar cómo clasificaríamos entidades culturales de otros mundos semejantes a las del nuestro, haríamos bien, por consiguiente, en acudir, no al platonismo, sino a alguna teoría razonable de la identidad transmundanal o a un sucedáneo como la teoría de la contraparte --con todo el relativismo que comporta ésta última (en tanto en cuanto que el que un ente de un mundo sea una contraparte de un ente de otro mundo es relativo al contexto).

Y, en cualquier caso, las dos dificultades recién estudiadas nos llevan de vuelta a la necesidad de reconocer que las únicas realidades culturales son las concretas, temporales, históricamente surgidas, con un origen causal en previos hechos de la vida social y con efectos en otras realidades sociales.

Esta visión concretista de las entidades culturales se justifica, en primer lugar, por la necesidad de reconocer una existencia de esas entidades (frente al nihilismo y el ficcionalismo) y por la dificultad de verlas como entes abstractos o ideales. Lo único que queda es reconocerlas como entes concretos e históricos.

Mas justamente eso nos lleva a darnos de bruces con la gran dificultad en torno a la cual hemos estado girando sin todavía abordarla: la de saber cómo es posible al hombre, colectivamente, crear entidades.

Para afrontar la dificultad, es bueno seguir un viejo principio metodológico de analizar, desmenuzar, dividir. La dificultad en bloque es una pieza dura y pesada, mas, tal vez, si, troceándola, vamos parte por parte, resulte más tratable.

Hemos visto que el meollo de la dificultad es que un ente cultural sería algo que brotaría de la acción colectiva humana por creación y no por producción. Admitimos que la producción es una acción de la que somos capaces, y que toda producción utiliza alguna materia prima preexistente y la transforma, aunque el resultado de la transformación sea un ente genuinamente nuevo; mas será un ente que, aun siendo nuevo, esté formado o constituido, en parte, por algo viejo, preexistente, que nos ha venido dado.

En ese sentido lato de `producción', producimos al labrar, al laborar, mas también al transportar, al desplazar (el objeto material en tal lugar tiene un rasgo nuevo que no tenía al estar en otro lugar), al combinar, al mezclar.

Tales producciones típicamente son las de productos materiales, justamente porque se llevan a cabo con materia prima. El problema surge con las entidades inmateriales (o que aparentan serlo), porque no se ve materia prima trabajable, ya que el resultado no constará de tal materia transformada.

Sin embargo, las entidades culturales pueden dividirse en aquellas que surgen de la nada (si es que las hay) y las que no surgen de la nada. Igual que una producción material toma una materia preexistente y la labra o transforma, efectuando un resultado que es un ente nuevo, del mismo modo muchas veces la producción de entidades culturales toma como materia prima otras entidades culturales preexistentes.

Las nuevas lenguas --naturales o artificiales como el esperanto-- surgen por modificación y mutación de las lenguas anteriores. Las nuevas costumbres brotan, por transformación, de las viejas. Las nuevas instituciones sociales vienen de las anteriores por un proceso de cambio, brusco o paulatino. Las novelas, los libros de ensayo y poesía, las leyendas --negras o blancas--, los mitos, las canciones, etc, surgen de un material espiritual e intelectual anterior, que viene reelaborado.

Las nuevas situaciones jurídicas surgen de situaciones jurídicas precedentes, por los tres procesos de alteración normativa vigentes en las sociedades humanas (la promulgación implícita de las masas, la puesta en vigor consuetudinaria y el dictado de una autoridad investida de poder legislativo). Cada nueva religión es un producto histórico que toma elementos o materiales diversos de religiones anteriores. Los nuevos partidos, las nuevas congregaciones, las nuevas compañías, surgen a menudo de grupos preexistentes (mediante múltiples procesos de fusión, escisión, refundación, cooptación, cobijamiento, absorción, subsunción, abarcamiento y otros similares); cuando no, la materia prima viene dada por los individuos humanos que integren tales colectivos. Y así sucesivamente.

La propia vida cultural suministra, pues, los materiales para su transformación o reelaboración cultural, y por lo tanto para la formación de las nuevas entidades culturales surgidas en la historia de nuestra especie. (O de cualquier otra.)

Queda, pues, tan sólo como dificultad el surgimiento de las primeras entidades culturales, las entidades originarias: lenguas primitivas, hábitos prístinos, ideas o instituciones primigenias que no podían derivarse de otras previas.

Admitamos que hay derechos y hay deberes, realidades institucionales de la cultura humana (o --insisto-- de la de otra especie social y cultural), que tienen una génesis histórica a partir de previas situaciones jurídicas. Mas ésas a su vez vendrán de otras y así sucesivamente, habiendo de haber empezado la cadena de tales transformaciones por unos primeros eslabones que a su vez no vienen de otros previos; a menos que supusiéramos una infinita regresión temporal, lo cual sabemos empíricamente que no es verdad en nuestro caso (aunque lo sea en el caso de especies sociales y culturales en otros mundos posibles o acaso en otros rincones de nuestro propio universo).

Mas de nuevo aquí podríamos ganar subdividiendo. Brindamos al comienzo del artículo una definición provisional de los entes culturales, a saber (resumiendo): estriban en conductas colectivas de seres dotados de inteligencia y voluntad y se plasman en hábitos adquiridos, transmitidos por algún sistema de señalación.

Los entes no-culturales, o naturales, son los que carecen de tales rasgos; p.ej. son naturales las pautas que se transmiten genéticamente, los patrones del comportamiento instintivo, los que no dependen para su existencia, ni para su pervivencia, de actos inteligentes ni de decisiones.

Mas en seguida nos percatamos de que todo eso es asunto de grado. Unos entes son más naturales que otros. Unas pautas son más instintivas que otras. Unas reglas semióticas son producto de la convención, mas hay también pautas de señalamiento puramente espontáneas e instintivas, y hay muchas situaciones intermedias en diverso grado de aproximación a uno u otro de los polos.

Hay agrupaciones o congregaciones que brotan --en gran medida-- del puro instinto de los miembros de la especie: bandadas de aves, enjambres de insectos sociales, colonias de diferentes invertebrados. Seguramente las primeras comunidades de homínidos, como las de nuestros cercanos parientes los simios, constituían casos intermedios donde intervenía algo la cultura y todavía prevalentemente la naturaleza, la obra del instinto.

Hay complejos sistemas se señalización que son resultado de una larga evolución histórica y a veces producto de una obra en la que se combinan el talento individual y la creación colectiva (el alfabeto, el Morse, las criptografías, el braille, la notación musical, etc). Hay sistemas elementales que se heredan genéticamente y se desencadenan por puro instinto, aunque también transmiten información (ceremonias nupciales, mensajes de advertencia, etc). Y sin duda hay una larga y lenta evolución que lleva de éstos a aquéllos.

En el ámbito de las normas, hay reglas imperativas de convivencia que rigen la vida común de individuos de cualquier especie social, y que se imponen de manera instintiva, por una necesidad vital o biológica; seguramente la inclinación instintiva a seguir tales reglas o pautas forma parte del patrimonio genético, aunque con márgenes de moldeabilidad. A partir de esas reglas mínimas --que constituyen una exigencia de la propia naturaleza (y, a fuer de tales, forman un genuino derecho natural)-- se van elaborando los sistemas normativos más complejos y sofisticados, que pueden entrar en conflicto con los imperativos básicos de la ley natural (y lo hacen cuando no implementan reglas jurídicas conformes con la naturaleza misma de las cosas reguladas).

Así pues, generalizando, podemos decir que muchos entes culturales, con un grado elevado de culturalidad, proceden --por transformación colectiva, las más veces paulatina y por pasos-- de entes menos culturales, mas que ya exhibían algún grado de culturalidad. Y así sucesivamente.

Tal vez esa maniobra metodológica no solvente del todo el problema. Tal vez quede un residuo, el de un salto inicial de la total no-culturalidad a una culturalidad primaria, incipiente o embrionaria. Tal vez. Mas también cabe conjeturar que se trata de un pequeño paso en el cual lo único que se requiere es la transformación de unas pautas o unas conductas que sufran una módica alteración y pasen de ser puramente naturales o instintivas a ser parcialmente moldeables y, por lo tanto, cambiantes con el transcurso de las generaciones.

Así que finalmente retrotraemos las entidades culturales a entidades naturales originarias: a conductas repetitivas que vienen del instinto, a grupos de individuos que se conglomeran por mandato de ese mismo instinto, a pautas de señalización de unos a otros que se desencadenan automáticamente en función del patrimonio genético y de factores empíricamente dados, a reglas de comportamiento que vienen implícitamente dictadas por la naturaleza misma de las relaciones instintivamente impuestas. El material último de la cultura es el material que nos ofrece la madre naturaleza.


§5.-- Superveniencia

Constituye un avance de la explicación científica el poder hacer estribar unas cosas en otras más simples; así, el poder dar cuenta de la pluralidad de sustancias materiales por combinaciones o mezclas de sustancias simples, los elementos; y el dar cuenta de la diversidad de los elementos por su composición subatómica, por las partículas que forman sus respectivos (mal-llamados) átomos. Y así sucesivamente.

Ese hacer-estribar puede recibir varias interpretaciones, siendo una de ellas la reduccionista estricta (el mundo quedaría perfecta y exhaustivamente descrito si sólo se mencionaran las cosas del nivel digamos inferior), y siendo otra la emergentista o supervenientista, según la cual, aunque lo superior estriba en lo inferior, ese estribar no significa que no tenga su realidad propia e ineliminable.

Según el segundo enfoque, de lo inferior emerge o brota lo superior, en una relación de superveniencia tal que no podrían dos mundos ser iguales en el plano inferior mas diferentes en el superior; sin embargo, ese plano superior no es una entelequia, no es ficticio, no es eliminable. El mundo no quedaría adecuadamente descrito si se prescindiera del plano superior. Ciertamente, la información del plano superior implica la del plano superior (aunque tal vez no se trate de una estricta implicación puramente lógica, e.d. aunque tal vez sería metafísicamente posible un mundo con todo lo del plano inferior mas sin todo lo del plano superior). Mas incluso si la implicación es lógica, eso no quiere decir que lo que lógicamente se infiere de otra cosa carezca forzosamente de realidad propia.

La problematicidad de las cosas de la vida cultural ha llevado a muchos autores a una triple busca:

  1. Se ha buscado hacer estribar a unos entes culturales más complejos --o más difíciles de aprehender, o más inmateriales-- en otros más simples, más aprehensibles o de mayor grado de materialidad.
  2. Se ha buscado hacer estribar todos los entes culturales en entes puramente naturales.
  3. Se ha tendido a brindar lecturas estrictamente reduccionistas --o incluso tendencialmente eliminacionistas-- de esos dos análisis (o de esos dos procesos de hacer-estribar).

Como ejemplos, podemos recordar, en tiempos pretéritos: la busca de una lengua originaria o adámica (que sería un sistema se signos natural, o meramente metafórico, o --lo que se asimilaba-- dictado por los dioses); los intentos de reducir la historia, en todo su fragor y complejidad, a un entrecruzamiento de unas pocas líneas, p.ej. al choque entre las dos conjuras del bien y del mal (o al entrejuego de las dos ciudades agustinianas); o, más refinadamente ya, las tentativas de dar cuenta de las normas humanas por un dictado de los imperativos naturales de huir del dolor y alcanzar el placer (epicureísmo).

En tiempos más recientes, tenemos, en esa línea, una construcción como la del materialismo histórico: la totalidad de las entidades culturales se agrupa en dos grandes géneros: lo económico, o infraestructural, que es lo inmediatamente relativo a la producción material; y el resto, lo superestructural, que se genera a partir de lo económico como algo derivado, segundo --ya que no secundario. También se han propuesto otras reducciones, como las psicoanalíticas, que harían estribar toda la cultura en una serie de sublimaciones de instintos naturales del individuo humano, o cosas así.

En cada caso esas reducciones tienden a hacer consistir la entidad de facetas de la cultura más flotantes, vaporosas, o intangibles, en otras con mayores dosis de determinabilidad, asequibilidad, materialidad.

Ello puede deberse a un canon metodológico que llevaría a, en lo posible, reducir las entidades problemáticas a entidades no problemáticas (o menos problemáticas).

La problematicidad puede ser epistémica u óntica; en el primer caso estamos ante una cuestión de acquaintance o familiarización; en el segundo, ante una cuestión relativa al inventario ontológico, al catálogo de géneros de entidades que uno esté dispuesto a asumir en virtud de su particular visión del mundo.

Sabemos hoy que todas esas reducciones se enfrentan a tres dificultades. La primera tiene que ver con el contenido doctrinal mismo de las reducciones, a menudo confuso u opaco. La segunda se refiere a lo arduo que resulta ofrecer argumentos convincentes a favor de la reducción propuesta y que vayan mucho más allá del mero atractivo inicial de una reducción de lo que nos parece más oscuro a lo que nos parece más claro. La tercera consiste en las graves objeciones a cualquier interpretación mínimamente clara de las reducciones (p.ej. el hecho de que en seguida surge un problema de inviabilidad --al menos aparente-- de una reducción unilateral, desencadenándose una reducción circular o una regresión infinita).

Sin comprometernos en absoluto a favor de ninguna de tales empresas reductoras, sería incorrecto ignorar que algunas de ellas son mucho más plausibles que otras --según su poder explicativo, su fecundidad doctrinal y su verosimilitud intrínseca.

Mas en todo caso lo que sí podemos decir es que, en general, las reducciones (en un sentido fuerte) suelen suscitar más problemas de los que resuelven, mientras que parte de su cometido puede desempeñarlo mejor el recurso a una noción como la de superveniencia. La superveniencia no es simétrica. Un cúmulo de factores, X, o un género de hechos, entidades, relaciones, superviene en un cúmulo o género diferente, Y, cuando las cosas no podrían ser igual en lo tocante a X sin ser iguales en lo tocante a Y. La idea, naturalmente, se puede y se debe refinar, como lo han hecho las agotadoras buscas de una formulación adecuada, que han llevado hoy a un inmerecido cansancio (en parte porque se han marginado las consideraciones de gradualidad, que habrían introducido una mayor fertilidad de la noción misma).

No se trata, pues, de caer en el fisicalismo ni en nada por el estilo. No es, pues, que sobren las moléculas y sólo haya átomos combinados; o que sobren los átomos y sólo haya partículas relacionadas entre sí; ni que sobren las entidades culturales y, en el fondo, no haya más que entidades naturales que se describirían, por pura comodidad, más rápidamente hablando como si fuera de entes culturales.

Ni, dentro de los entes culturales, sucede que sobren unos de ellos --los más alejados de los materiales o naturales--, de suerte que el inventario exhaustivo del mundo cultural vendría dado sólo por los otros. Nada de todo eso es necesario ni verosímil. Lo que sí se puede sostener, más razonablemente, es que el mundo no podría ser igual en lo tocante a las entidades de las capas inferiores sin ser igual en las capas superiores.

El ser humano es un ser material, corpóreo, y su capacidad mental es la de un ser de la naturaleza. Sin entrar aquí --porque no es nuestro tema actual-- en asuntos de filosofía de la mente, está claro que alguna relación hay entre el enfoque que adoptemos en una filosofía de las entidades culturales y el que sería razonable para las cuestiones de una psicología filosófica. En uno y otro caso, el recurso a la superveniencia parece un juicioso camino intermedio entre el reduccionismo estricto y el dualismo.

Si la postulación de entidades culturales ha de serle útil al científico (al historiador, al lingüista, al sociólogo, al jurista, al politólogo, etc), esa postulación no puede ser la de entidades incomprensibles, inalcanzables o enigmáticas. A superar lo enigmático, flotante o ininteligible que puedan tener contribuyen los intentos de ver cómo se originan los entes culturales de menor materialidad a partir de los de mayor materialidad y cómo las variaciones en la esfera, más básica, de éstos últimos van acompañadas por variaciones en la esfera, más sublimada, de los demás. Ésa puede ser una interesante pauta metodológica que no tiene por qué ajustarse a una visión dogmática, cerrada o geometrizada de una realidad tan infinitamente compleja, múltiple y contradictoria como la de las entidades culturales.

Toda la cultura superviene en la naturaleza. No puede haber dos especies iguales en lo natural, mas tales que la una tenga cultura y la otra no, o que tengan culturas diversas. Desde luego la misma especie, sin alteración de su naturaleza básica, tiene culturas distintas en diferentes fases, momentos, lugares y circunstancias. Mas cada diferencia cultural implica también que algunos objetos naturales son afectados y sufren cambios, producciones o destrucciones describibles en términos naturalistas. No hay cultura sin el uso o la transformación de entes naturales, ya sean ondas acústicas, movimientos musculares, trozos de barro cocido surcados por un estilete, discos magnéticos, o neuronas y sinapsis que experimenten determinados procesos fisiológicos. En algún sentido lo cultural estriba en esos hechos naturales. Mas sin por ello disolverse, sin perder su especificidad óntica de entidades culturales con existencia propia.

Tal vez la insatisfacción con el recurso conceptual de la superveniencia y la busca de algo más drástico y tajante --tendencialmente una eliminación de lo cultural del inventario ontológico-- vengan del fisicalismo o del empirismo larvados, de la convicción de que en la realidad, real, lo que se dice real, sólo es una entidad física (fisicalismo), o alternativamente una sensación o un complejo de sensaciones (empirismo); y que lo que vaya más allá es un mundo de meras palabras, de quimeras, de entes de razón (entia rationis). Así formulado, es un simple prejuicio, tal vez tan obstinado y adhesivo como suelen serlo los prejuicios, y desde luego no gratuito, ya que hay que conceder a sus adeptos un punto importante, a saber: que los entes básicos (físicos o experimentales) poseen, a primera vista, títulos de mayor solidez o de mayor inmediatez. Mas explicar o disculpar el prejuicio no es una razón suficiente para adherirse a él, cuando vemos que ello esteriliza, empobrece o achica nuestra comprensión intelectual de la realidad.

Tal vez una parte de la disconformidad con la noción de superveniencia --y hasta con todo el utillaje conceptual empleado en este artículo para tratar de dilucidar la existencia de las entidades culturales-- estriba en que no nos permite definir exactamente qué sea un ente cultural en general ni qué sea un ente cultural de tal o cual tipo, en particular (qué sea un deber, qué sea una estructura socio-económica, qué sea una lengua, qué sea una revolución o qué sea un fallo judicial). Definir está bien, mas no siempre se puede; a veces se pueden dilucidar nociones sin definirlas; para dilucidarlas, vemos en qué asertos verdaderos entra esencialmente la noción en cuestión, qué vínculos inferenciales hay entre esos asertos y una gama de asertos de otra índole, o sin la noción en cuestión, tratamos de averiguar si esas verdades son contingentes o necesarias, tratamos de ampliar los círculos de cuasi-definiciones mutuas. En rigor seguramente el físico no está en condiciones de definir `electrón', `quark', etc, y menos todavía en términos comprensibles de suyo por los no iniciados en su disciplina. Sin embargo, no por ello sería razonable aducir que no hay quarks, electrones, fotones ni nada por el estilo.


§6.-- Una Ontología de Hechos culturales

En todo lo precedente, he ido hablando de las entidades culturales sin entrar en su clasificación metafísica. ¿Son entes singulares, objetos como los individuos (las piedras, los astros, los frutos)? ¿Son cúmulos o conjuntos? ¿Son estados de cosas? ¿Son cualidades u otros accidentes de sustancias individuales o colectivas? ¿O unas entidades culturales son de una índole y otras de otra índole?

Para el propósito central de este artículo, no hacía falta entrar en ese debate; mas es cierto que, sin abordarlo, por someramente que sea, se nos queda todavía un poco en la bruma del misterio la naturaleza de los entes culturales.

El reconocimiento de las entidades culturales es, de suyo, neutral con respecto a todas esas cuestiones. Lo es también el enfoque gradualista y supervenientista que he formulado, a saber:

Sin embargo, la neutralidad tiene un límite. El misterio o el malestar respecto a entidades como las de la cultura persiste y persistirá mientras uno se aferre a un eliminacionismo ontológico que quiera extirpar de nuestra visión del mundo, p.ej., lo que no sean seres individuales y singulares, o lo que no sean sustancias. Porque es obvio que el interés de la postulación de los entes del mundo de la cultura cobra sentido o valor sólo si en el inventario de los mismos incluimos, no sólo basílicas, cuadros, coronaciones, destronamientos, guerras, sino también universales: la paz, la turbulencia política, el espíritu crítico, etc; aparte de que muchas creaciones culturales son entes no singulares. El «Candide» de Voltaire no es un trozo de materia determinado con tales o cuales rasgos físicamente descriptibles (un manojo de pliegos de papel, p.ej.); eso será el manuscrito de la obra, que puede existir o no, a diferencia de la obra misma, que es traducible, imprimible, adaptable, modificable, escenificable, etc.

Y muchos entes culturales no parecen ser ni sustancias, ni entes singulares, ni cualidades de sustancias, ni accidentes, ni rasgos universales repetidamente instanciables, sino hechos o estados de cosas: la caída de Robespierre, la construcción del canal de Suez, la independencia de Angola.

Un estudioso de lo cultural tiene, pues, interés en abrazar una ontología amplia, ecléctica, que dé cabida a lo más posible. De antemano resulta muy problemático determinar unas categorías ontológicas admisibles y excluir el resto, porque en el ámbito de la cultura reina la multiplicidad, la multiformidad, la riqueza ontológica.

Sin embargo, de filósofos es tratar de unificar lo plural. Esa frondosa variedad ontológica sí habría cómo tratar de reconducirla a algún género de unidad, con una ontología de estados de cosas (bajo inspiración de F. Fitch, aunque siguiendo una vía en buena parte diferente). Si pudiéramos interpretar a todos los entes, sean cuales fueren, como estados de cosas, no cabe duda de que mejoraríamos en nuestro afán de aunar lo diverso de la ontología y alcanzar una pauta de comprensión unificada.

Decir que un ente es un estado de cosas es decir que ese ente es uno que puede venir representado por una oración afirmativa o negativa, atómica o molecular (o sea, por una oración o sentencia simple o por alguna combinación sintáctica de sentencias que siga formando una sentencia compleja). Un estado de cosas también puede venir representado, o designado o denotado por un sintagma nominal que consista en nominalizar la oración.

La reducción ontológica de todos los entes a estados de cosas puede empezar por reconocer que cada ente es igual a su respectiva existencia, la cual es efectivamente un estado de cosas. A la objeción que se le ocurre inmediatamente a uno de que no se afirma ni se niega un nombre mas sí se afirma o se niega una oración cuyo verbo sea `existe' se puede responder que la diferente combinabilidad sintáctica de dos expresiones no prueba que no sean sinónimas, menos que no sean correferenciales, porque las lenguas conocen sinónimos perfectos con diferente colocación sintáctica (es lo que en términos lingüísticos se llama `alomorfía en distribución complementaria'). Muchos idiomas tienen, para una expresión, dos o más variantes con diversas reglas de colocación sintáctica; o, dicho de otro modo, dispone de pares de expresiones perfectamente sinonímicas, mas cada una de las cuales es susceptible de combinaciones sintácticas en las que no puede entrar la otra.

Podría ser ése el caso justamente de la diferencia entre un sintagma nominal designador y la oración resultante de adjuntarle el verbo `existe'. Eso es lo que explica la «redundancia» de la atribución de existencia y por qué, desde el Beweisgrund de Kant (si no antes), se haya pensado que tal atribución no añade (ni quita) nada, que, simplemente, pone (o repone) a la cosa ya puesta en el sujeto de la oración que atribuye la existencia.

Tal existencia, en el marco de la visión gradualista que hemos esbozado, podría ser una propiedad que se diera por grados; e incluso una propiedad susceptible de múltiples graduaciones, no sólo de una graduación lineal.

Las propiedades o los universales podrían verse, igualmente, como idénticas a sus respectivas existencias, a la vez que, cæteris paribus, una propiedad sería tanto más existente o real cuanto más ejemplificada fuera. La novela es poco existente en la antigüedad clásica porque hay poca novela en ese período.

Así, no se da ninguna insalvable barrera categorial que separe a unos entes culturales de otros, a los hechos históricos de los patrones de conducta social, o de los estilos arquitectónicos o vestimentales o caligráficos, o de las situaciones jurídicas, o de los ordenamientos normativos vigentes, o de las instituciones, o de las organizaciones. Para determinados efectos descriptivos, podemos, con provecho, tomarlos como entes de diversa índole unos de otros, y como si, en cierto modo, lo que interese afirmar o negar de entes de una de esas índoles no interese afirmarlo ni negarlo de entes de otra índole. Mas se trata sólo de una diferencia pragmática, a efectos de facilitar la descripción, o de un tributo pagado a maneras usuales de hablar.

Los teóricos de la cultura hablan a menudo como si su ontología sólo constara de hechos; ellos investigan los hechos de la cultura. Si tiene algún valor la presente propuesta de reducción ontológica, está justificado ese modo de hablar. También son hechos los presidentes de las repúblicas y demás personajes e individuos, las obras de arte, las instituciones, los modos de producción, los sistemas doctrinales, los planes quinquenales, las lecciones de la experiencia histórica, etc.

La reducción propuesta no lo ha sido por ninguna razón que tenga especialmente que ver con alguna particularidad de lo cultural; a favor de ella abonan motivos fundamentales de carácter metafísico, que he abordado en otros trabajos. Mas, eso sí, en el ámbito de la cultura esa reducción es destacadamente fértil, permitiéndonos un tratamiento unificado que rehuse las catalogaciones forzadas a que a veces se ven llevados algunos estudiosos, como determinar si el barroco es un universal o un acontecimiento dilatado en un lapso de varios siglos.

La controversia sería genuina, y ardua, si se tratara de diferencias categoriales, propiamente dichas (tales que de entes de la una categoría no cupiera afirmar ni negar, con sentido, lo que cupiera negar o afirmar de entes de la otra categoría). Si no, esas controversias, que no llevan a ninguna parte, son pseudoproblemas --como efectivamente lo son.


§7.-- Conclusión

En estas páginas he esbozado una teoría de los entes culturales que reconoce su existencia real, a la vez que los considera en el marco de una ontología unificada, sin pluralidad categorial. Las diferencias pertinentes entre lo cultural y lo no-cultural son de grado de materialidad y de grado de naturalidad (instintividad o transmisibilidad genética).

La cultura tiene su propia naturaleza. En el ámbito de la cultura es natural lo que forma más una materia prima para reelaboraciones y variaciones, y por lo tanto lo estable, lo masivo, lo espontáneo, lo que es menos producto o efecto deliberado de individuos o pequeños grupos, lo que, sin ser instintivo ni genéticamente transmisible, se adquiere más espontáneamente por herencia cultural multisecular y está menos sujeto al artificio, al arbitrio, a la variación, a la voluntad individual o de grupo.

En el mundo de la cultura pueden diferenciarse pisos o niveles. Parece razonable indagar relaciones de superveniencia de los pisos superiores respecto de los inferiores, así como de toda la esfera de lo cultural respecto de lo natural, mas siempre teniendo bien presentes las múltiples diferencias y variaciones de grado y también que esas mismas relaciones de superveniencia se formularán adecuadamente sólo cuando en su enunciación se tengan en cuenta esas graduabilidades.

A tenor de todo eso, de su enraizamiento en lo físico, en lo natural, de su carácter histórico, de su contingencia, de su precariedad, los entes culturales no son habitantes de un cielo inerte, Formas platónicas, ni entes abstractos o ideales. Tampoco son ingredientes de ningún enigmático Reino extramundanal que viniera misteriosamente creado fuera del mundo real y espacio-temporal por obra y gracia de la acción o del pensamiento humanos. No necesitamos tal tercer Reino, ni ningún Imperio ontológico extramundanal, ni ningún orden de cosas extrarreal. No necesitamos nada así porque podemos dar cuenta de los entes culturales con recursos conceptuales más sobrios y más de sentido común. Todo está en el mundo.


Referencias Bibliográficas








[*] Se escribe este artículo en el marco del Proyecto de Investigación «Un estudio lógico-gradualístico de los conflictos normativos», financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología de España [BJU2002-1042].