Argumentación transcendental e ideales valorativos de la razón
Lorenzo Peña

Analogía II/2 (México: 1988)
pp. 31-86
ISSN 0188-8996X
Sumario
  1. Consideraciones preliminares
  2. Hacia una caracterización de los argumentos transcendentales
  3. Dilucidación de la noción de racionalidad
  4. Los ideales regulativos de la razón
  5. Puntualizaciones adicionales
  6. Referencias


Sección 0ª.- Consideraciones preliminares

Este trabajo contiene en primer lugar (Secc. 1ª) algunas reflexiones sobre la especificidad de los argumentos transcendentales con un intento de definirlos exactamente para, a renglón seguido, intentar (en la Secc. 2ª) un esclarecimiento de la noción de racionalidad y así desembocar (Secc. 3ª) en una argumentación transcendental a favor de los ideales valorativos de la razón y, en particular, del ideal de la mejor explicación (la más satisfactoria, aquella que mejor cuadre con el conjunto de los ideales valorativos del pensador).

El lector advertido reconocerá en estas páginas la huella principalmente de las hondas y serias controversias que sobre esos temas --principalmente sobre el de la racionalidad, ante todo la racionalidad de la decisión-- han tenido lugar en el seno de la filosofía analítica. Está en el transfondo de las consideraciones que siguen la influencia de Davidson, Castañeda, Chisholm, Keith Lehrer y más allá muchos otros. Sin embargo, y pese a la inserción del autor de este trabajo en la filosofía analítica, ha dado más bien incitación directa a las consideraciones de estas páginas la meditación de enfoques sobre (algunos de) los temas aquí abordados (u otros emparentados) por filósofos no analíticos, como Rorty, Habermas, Apel, así como por Newton da Costa (cuyo racionalismo pragmático he estudiado en otro trabajo anterior, (P:1), y difícilmente puede ser juzgado como perteneciente al filosofar analítico) y, más allá, por Peirce (que es como mínimo una instancia relevante para todos ellos); mas también ha influido en ellas mi estudio, que data ya de tan luengos años pero se ha incrementado recientemente, de la obra de Quine, y concretamente mi reflexión acerca de la argumentación de Quine en contra de sistemas dialécticos o contradictoriales (argumentación que he estudiado recientemente en otro trabajo, (P:4)) --lo cual empalma con un replanteamiento, similar al de da Costa, de la argumentación de Aristóteles sobre el mismo tema--. Por razones de espacio, he extirpado empero de este trabajo el tratamiento de esos enfoques. Así podado, el artículo presenta, casi sin mediaciones de convergencias o discrepancias con otros filósofos, el planteamiento que deseo ahora proponer sobre las cuestiones anteriormente mencionadas.


Sección 1ª.- Hacia una caracterización de los argumentos transcendentales

Un argumento transcendental puede verse como un género particular de argumento ad hominem en contra de la negación (fuerte) de lo que se quiere concluir. El argumento, así visto, tendería a mostrar cuán incoherente sería para un ser racional provisto de un cuerpo de creencias, o de una actividad lingüística y comunicativa, que sea normal el aseverar la negación fuerte de lo que se trata de probar, o, en una versión alternativa, el rechazar esa conclusión que se quiere probar. Naturalmente, no es menester que un argumento tome la forma de una demostración apagógica para que pueda entenderse como una refutación, siempre y cuando aceptemos que es válido un argumento del tipo A ∴ p (o sea: una inferencia de «p» a partir del conjunto de premisas A) ssi hay algún functor de negación `~` tal que es válido también el argumento A'+{~p} ∴ ~q, donde «q» es una de las fórmulas pertenecientes a A mientras que A' es el conjunto de todas las demás fórmulas pertenecientes a A (y `+' está ahí significando unión conjuntual). Conque, si es correcta esa afirmación bicondicional (ese entrañamiento mutuo de la validez o corrección de sendos argumentos), entonces cada argumento «positivo» (u «ostensivo» como lo llama Kant) es equivalente a un argumento apagógico o refutativo --uno que concluye, a partir de una negación (de índole «~», sea ésta la que fuere en cada caso) de lo que se desea probar, una negación de igual índole de algo que se esté dispuesto a aseverar como premisa. (Aunque dista de ser incuestionable u obvio el mutuo entrañamiento de la corrección de sendos tipos de argumentos, así y todo en este trabajo voy a darlo por sentado o acordado --pues, por otro lado, considero que, sin ser baladíes o descartables de entrada, sí son, no obstante, equivocadas las objeciones contra ese mutuo entrañamiento.)

Para esclarecer mejor la naturaleza de los argumentos transcendentales voy a servirme de la noción de presuposición: (en) una argumentación A ∴ p (se) presupone una oración «q» cuando el modo válido más natural de justificar tal argumentación incluye la invocación de, posiblemente entre otras, una regla de inferencia que el argumentador podría, de manera más natural, derivar válidamente --de otras reglas de inferencia en cuya validez crea-- mediante una derivación que adujera q como teorema. Una derivación válida de una regla r a partir de un conjunto S de reglas es un esquema inferencial B ∴ s, donde: 1º) B es un conjunto de esquemas oracionales y «s» es un esquema oracional y r no es sino la regla que autoriza a inferir una oración que sea instancia sustitutiva de s a partir de un conjunto de sendas instancias sustitutivas de todos y cada uno de los miembros de B; 2º) una tal inferencia utilizará sólo reglas de inferencia pertenecientes a S y posiblemente también aducirá (no trivialmente, o sea no redundantemente) como premisas oraciones que no sean instancias sustitutivas de miembros de B, oraciones que se llaman entonces teoremas; 3º) una inferencia tal será válida o correcta si lo son todas las reglas pertenecientes a S. Así pues, el que una argumentación presuponga una oración es dependiente de (relativo a) quién haga esa argumentación (a qué reglas de inferencia acepte como punto de partida y a cuán natural sea para él argumentar válidamente de uno u otro modo). Precisemos lo siguiente: a efectos de claridad, distinguimos entre un argumento y una argumentación: los argumentos son tipos; las argumentaciones, muestras; las argumentaciones son, pues, inferencias que efectúen las personas y cada una de las cuales tiene unas coordenadas espacio--temporales (si las personas en cuestión efectúan espaciotemporalmente su actividad mental de inferir), mientras que los argumentos son propiedades de argumentaciones (un argumento es la propiedad de todas aquellas argumentaciones que son similares por ciertos rasgos, a saber las notas de esa propiedad); decir, pues, que es válido un argumento no es sino decir que son válidas todas las argumentaciones caracterizadas por aquella propiedad en que consiste el argumento en cuestión.

El argumentador transcendental tratará en primer lugar de mostrar que quien lleve a cabo la actividad considerada presupone que las cosas suceden del modo que desea (transcendentalmente) probar.

Un argumento transcendental es un inferir la conclusión de que las cosas son de cierto modo (o sea: una conclusión «p») a partir de la afirmación de existencia de una actividad indagativa o comunicativa «normal», siempre que sea un paso deductivo (imprescindible) en tal inferencia una prueba del aserto de que quienquiera que tenga tal actividad estaría justificado en tenerla sólo si presupone que las cosas son del modo indicado (e.d. sólo si presupusiera «p»). Ahora bien, si es correcta esta caracterización de un argumento transcendental, en ese caso sólo parece poderse argumentar transcendentalmente a partir de la atribución a alguien de una actividad que comporte a su vez argumentaciones, inferencias. Pues, de no, no se podrá extraer de esa actividad ninguna presuposición. No obstante, puede extenderse así la noción de presuposición: una persona presupone una oración «p» en su adopción de un cuerpo de creencias A ssi el modo válido más natural para él de argumentar a favor de miembros de A sería con argumentaciones que presupusieran «p».

Ahora bien, quedan por aclarar tres cosas en la definición últimamente dada de argumento transcendental. En primer lugar, la noción de justificación empleada. En segundo lugar, el condicional subjuntivo. En tercer lugar --y en íntima conexión con lo anterior--, la cláusula restrictiva `sólo'. Vayamos ante todo con la noción de justificación. Justifícase una creencia a partir de (con relación a) otras creencias y ciertas reglas de inferencia cuando se deduce del conjunto de esas otras creencias aplicando tales reglas de inferencia. (El que de ciertos enunciados se deduzca otro mediante determinadas reglas de inferencia no significa forzosamente que sea correcta o válida la inferencia que así se lleve a cabo.)NOTA1 Esta noción de justificación es, pues, relativa: no se justifica una creencia a secas, sino sólo con relación a (un conjunto de) ciertas creencias y reglas de inferencia. Una regla de inferencia se justifica a partir de (y, por ende, con relación a) otras reglas más ciertas creencias cuando se deriva a partir de esas reglas aduciendo como teoremas en la derivación dichas creencias. Justifícase una argumentación cuando se invocan y se justifican las reglas de inferencia usadas en la mismaNOTA2 (con lo cual resulta que cada razonamiento presupone precisamente aquellos enunciados los cuales sea, desde determinadas reglas de inferencia cuya validez crea el autor del razonamiento en cuestión, natural para él derivar válidamente las reglas que usa en el mismo).~ Toda actividad indagativaNOTA3 contiene razonamientos (e.d. argumentaciones, inferencias, deducciones o demostraciones --no veo, al menos a los efectos del actual planteamiento, necesidad de distinguir entre argumentación, inferencia, deducción o demostración).NOTA4 Justifícase una actividad indagativa (o argumentativa) al justificarse: 1º) todas las inferencias que contiene; 2º) un cuerpo de creencias que incluya las presuposiciones de esas inferencias más la afirmación de que existe y es correcta esa misma actividad indagativa o argumentativa.NOTA5

Vayamos ahora con la segunda aclaración demandada: el empleo en nuestra definición del condicional subjuntivo. Para su dilucidación acudo a una variante del tratamiento de David Lewis (tratamiento que he explorado ya, y defendido con argumentos, en un trabajo anterior, (P:3) pp. 218-28). Dícese que es verdad «Si fuera cierto que p, seríalo que q» ssi o bien es del todo imposible que p o bien hay un aspecto de lo real («mundo--posible») en el que sucede que p y q, el cual aspecto es prioritario con respecto a aquellos en los que, sucediendo que p, no sucede en absoluto que q. (Un aspecto es prioritario sobre otro ssi, siendo el primero relativamente más real que el segundo, no sucede en absoluto lo inverso.) Nótese que, a diferencia de la formulación originaria de David Lewis (vide (L:2)), ésta no hace cambiar el valor de verdad de un condicional subjuntivo según en qué «mundo--posible» se diga. La verdad de un condicional subjuntivo de la forma «Si sucediera que p, sucedería que q» es, pues, compatible con la posibilidad (e.d. con la verdad relativa) de que suceda que p sin suceder en absoluto que q; simplemente si el susodicho condicional es verdadero, una posibilidad semejante será remota, e.d. se estará realizando en aspectos de la Realidad global sobre los cuales sea prioritario otro en el que lo que suceda sea, a la vez, que p y que q. Por consiguiente, puede ser verdad que, si una persona estuviera justificada en su actividad indagativa, presupondría que las cosas son de cierto modo aunque resulte posible que, teniendo esa misma actividad, de ninguna manera presuponga eso. (Un condicional subjuntivo «Si fuera cierto que p, seríalo también que q» es verdadero ssi el modo más natural de darse las cosas en caso de suceder que p sería el de que también sucediera que q.)

Llego así al tercer punto aclarativo: el tocante al `sólo'. Decir que alguien estaría justificado en su actividad sólo si tuviera cierta presuposición equivale a decir que, si estuviera justificado, tendría esa presuposición. Es bien conocido --aunque un poquito sorprendente para el principiante en lógica-- que «Si p, (entonces) q» dice lo mismo que «p sólo si q». Similarmente, «Si sucediera que p, sucedería (también) que q» dice lo mismo que «Sucedería que p sólo si sucediera que q». (Pragmáticamente puede haber diferencia, pero ésta sólo de «connotación» o presuposición pragmática, diferente de la aquí estudiada --sería más exacto hablar aquí de implicaturas conversacionales, como Grice. Vide (G:1). Semánticamente no hay diferencia ninguna: tales diferencias pragmáticas tienen que ver con la cuestión del tiempo, la relación antes--después, como también sucede con el condicional indicativo; cuando no es pertinente esa consideración temporal, no se aprecia diferencia: `Si Lida fuera buena, regalaría la casa a su hermana' equivale a `Lida sería buena sólo si regalara la casa a su hermana'.) Así pues, el uso de la partícula `sólo' tal como aparece en nuestra formulación, tratándose de un condicional subjuntivo, no excluye que haya modos válidos de justificar la actividad indagativa de que se trate y que no presupongan la verdad de lo que se quiere probar. Sólo que esas justificaciones serán menos naturales, más extravagantes, pues se darán en el marco de situaciones globales (aspectos de lo real o «mundos posibles») relativamente menos reales.

Para resumir: el carácter transcendental de un argumento estriba en tres cosas: 1ª) en extraer las presuposiciones justificatorias de una actividad argumentativa; 2ª) en que esas presuposiciones incluyan las de la propia afirmación de la existencia de dicha actividad; 3ª) en concluir a partir de ahí que tales presuposiciones son verdaderas.

Antes de proseguir, conviene hacer dos modificaciones o ampliaciones de la noción de presuposición. La primera es que la relación de presuposición es transitiva: si en su argumentar alguien presupone (la creencia en) cierto enunciado y si (para él) la creencia en ese enunciado presupondría la creencia en otro, entonces diremos que con su argumentar ese alguien presupone la creencia en ese último enunciado. La segunda y última modificación de la noción de presuposición (y, con ella, de la de argumento transcendental) que voy a permitirme es la de considerar que son también presuposiciones de una argumentación todas las oraciones que se deduzcan válidamente de otras presuposiciones de la misma. Naturalmente eso introduce en la noción de presuposición un factor más que puede apreciarse de diversos modos, ya que depende de qué reglas de inferencia se reconozcan o reputen como válidas el que se admita o no que una oración se deduce válidamente de otras.

La mayor dificultad en la aplicación de la propuesta noción de argumento transcendental es que, dada la naturaleza misma, no muy perspicua, de las nociones involucradas en el tratamiento de los condicionales subjuntivos, resulta sobremanera problemático el cerciorarse de la verdad de un condicional subjuntivo; y, con ello, resulta harto discutible que se puede probar que alguien estaría justificado en su actividad indagativa sólo si presupusiera algo. En general, no se ve cómo podría proceder una prueba semejante. Pues bien, aun reconociendo que es ése el nudo de la dificultad en la aplicación interesante de la noción aquí propuesta, creo que pueden brindarse indicaciones para pruebas de condicionales así. Volveré sobre esto en la Sección 3ª del presente trabajo.

Concluyo la presente Sección con una aclaración sobre la noción de condiciones de posibilidad. Suele entenderse ésta o bien como la de condiciones necesarias (condiciones sin las cuales no es posible aquello que condicionan) o como la de condiciones suficientes (condiciones que hacen posible lo condicionado por ellas, sin que no obstante la ausencia de las mismas baste para la inexistencia de lo condicionado). La noción aquí propuesta no coincide con ninguna de esas dos. Las condiciones de que aquí se trata son subjuntivas: son concomitantes de lo condicionado en una situación global prioritaria por sobre otras en las que se dé lo condicionado pero sin esas condiciones suyas. Además, claro, esas condiciones de posibilidad son sólo presuposiciones, requiriéndose un argumento a favor de que deban a su vez ser verdaderas.NOTA6


Sección 2ª.- Dilucidación de la noción de racionalidad

¿Qué es aquello a lo que cabe atribuir --sea con verdad o con falsedad, según el caso-- la propiedad de ser racional o razonable? Algunos autores, como Keith Lehrer (vide sus interesantísimas consideraciones en (L:1), pp. 39ss.), han insistido más y más en que lo único que merece tal caracterización es una decisión o un curso de decisiones u opciones. Ser racional o razonable sería, entonces, un asunto de comportamiento o, mejor, de volición, de decisión --el comportamiento mismo sería racional, entonces, tan sólo en un sentido derivado, pero bastante palmario. Preguntémosles cuándo es racional una decisión. Nos responderán que cuando es probable que su aplicación conduzca a los resultados apetecidos. Aquí surgen varios problemas. Uno de ellos es que la racionalidad también está en función de cuáles sean esos resultados apetecidos, o sea los propósitos. Ciertos propósitos son razonables, otros no --en todo caso, algunos son más, mucho más, razonables que otros. Sin embargo, podemos de momento arrinconar esa consideración. Lo que aquí más nos interesa registrar es que en esa concepción de racionalidad --o razonabilidad-- se utiliza la noción de probabilidad. ¿Cuándo es probable un estado de cosas? ¿Cuándo es más probable que otras alternativas?

Hay dos concepciones básicas de en qué estriba la probabilidad. Una es objetiva: la probabilidad consiste en la frecuencia. Otra es subjetiva: la probabilidad de algo consiste en lo razonable de la expectativa o previsión de ese algo. Con respecto a la primera concepción, las dos dificultades estriban: 1) en que la frecuencia relativa tiene que ser determinada con relación a una clase de similaridad y, además y sobre todo, 2) en que esa concepción no tiene en cuenta que un estado de cosas probable para un sujeto en un momento --y dada la información que posee-- puede no serlo para otro o para él mismo en otro momento, al disponer de más, o de menos, información --o simplemente de otra información diferente. La primera dificultad tampoco es baladí: si digo que la improbabilidad de que una futura guerra nuclear destruya a la humanidad, ¿a qué hechos suficiente y relevantemente similares estoy remitiéndome para, dado el conjunto de todos ellos, constatar la infrecuencia del temido desenlace? Supongamos que un poeta de talento, desesperado por su situación económica, llega a la convicción de que la misma acabará por arreglarse, sobre la base de la alta probabilidad de que así suceda; y que esa probabilidad estriba en la frecuencia relativa, de entre la clase de situaciones «como» la suya, de soluciones ulteriores favorables. Mas ¿cuáles son las situaciones como la suya que aquí se toman en consideración? Puede el poeta, para alcanzar su optimista conclusión, pensar en cuántos poetas postrados otrora en la miseria acabaron siendo famosos y consagrados. Pero a eso podríase responder, entre muchas otras cosas, que no está teniendo en consideración a los poetas de talento que haya habido y que nunca hayan alcanzado notoriedad ni salido de su miseria, pues sencillamente no tiene él conocimiento de su existencia. Es más: aun suponiendo que sí la tuviera --por alguna iluminación o revelación que le hubiera sido especialmente conferida--, subsistiría el problema central: ¿cuáles de todos esos casos son relevantemente similares? Sin duda, aquellos a partir de los cuales sea más razonable hacer una generalización inductiva. Vémonos, pues, retrotraídos, desde la concepción dizque objetiva, a la subjetiva: la probabilidad llamada objetiva de un estado de cosas estriba en que su realización o existencia puede deducirse (por la regla de instanciación universal) de una generalización inductiva que sea razonable, e.d. de un enunciado universal que sea razonable inferir, inductivamente, a partir de ciertos enunciados cuya verdad puede concederse.

El hilo de la precedente reflexión parece llevarnos a divisar algo a lo que resulta más básica la atribución de racionalidad: el pensar mismo. En efecto: si es racional (o razonable) una opción o decisión en la medida en que sea probable que su puesta en práctica conduzca al logro de los propósitos que uno tenga, y la probabilidad de esa expectativa se basa en lo razonable de las inferencias que han llevado a la conclusión de la verdad de la misma (inferencias deductivas o inductivas --momentáneamente voy a conceder tal distingo, que luego acabaré rechazando), entonces, aparentemente, este sentido de racionalidad es más fundamental, ya que no se ha mostrado que, a su vez, deba ser esclarecido en términos que deban ser aclarados acudiendo a la noción de racionalidad de las acciones o las decisiones. Desde luego, podría también quererse buscar por un camino que a tal circularidad condujera una explicación de en qué consista la racionalidad de una inferencia: consistiría en que sea racional el optar por la misma, o el aceptarla --siendo la aceptación un género particular de decisión.

Cabe aquí de nuevo remitirse a la concepción más reciente de Keith Lehrer al respecto, pues ese autor parece en efecto comprometerse a una circularidad de ese género (vide (L:1), pp. 44 y 79). A la noción de creencia, Lehrer contrapone la de aceptación. El verbo `creer' no es ejecutivo (performativo), mientras que, según lo señala él, sí lo es el verbo `aceptar'. No puede nunca ser falso el enunciado `Acepto ese punto de vista', mientras que sí puede serlo (siendo, entonces, una mentira) la oración `Creo (verdadero) ese punto de vista'. Además --y según lo señala Lehrer-- se puede aceptar un punto de vista con reticencias (no se puede creer con reticencias) o para complacer a alguien, o en aras de la marcha de un argumento. Se puede aceptar algo dicho por una fuente digna de crédito aunque uno no sea capaz de creerlo. Por todo ello y porque Lehrer desarrolla su concepción de la racionalidad como característica de decisiones, va a definir ahora el conocimiento, no como creencia verdadera justificada (de cierto modo), sino como aceptación verdadera y que esté justificada del modo adecuado.NOTA7

Rodean a esa concepción serias dificultades. Ante todo, nos vemos entonces abocados a la circularidad viciosa poco ha denunciada: si la racionalidad de una decisión se define en términos que en última instancia se quieren explicar mediante la racionalidad de una expectativa, o de un inferir que es una secuencia de aceptaciones y cuyo último eslabón es otra aceptación (la expectativa en cuestión), entonces, siendo cada una de tales aceptaciones una decisión, hay que ver si es o no racional. Es más: ese pasar de unas aceptaciones a otras en que estribaría el inferir ¿es también él una aceptación o una decisión? Lehrer parece así suponerlo; en cualquier caso, es evidente que, como se patentizaría en un argumento transcendental de lo más simple y plausible, presupone cada inferir la corrección de alguna regla de inferencia en cuya aplicación consista; luego quienquiera que racionalmente infiera así debe estar dispuesto a aceptar la corrección de esa regla, con lo que, al ser de nuevo tal aceptación una decisión, surge el problema de si es racional o cuán racional sea.

Otra dificultad de hacer del conocimiento un asunto de aceptación (querer relegar de la teoría del conocimiento la noción de creencia, reemplazándola por la de aceptación) es que no está nada claro que e] verbo `aceptar' tenga una acepción única común a todos esos diversos usos que están siendo invocados por Lehrer. ¿No hay un `aceptar' no performativo, equivalente acaso a `creer'? (`Dijo aceptar (como verdaderas) mis declaraciones, pero estaba mintiendo: nunca creyó en la verdad de las mismas'.) Igualmente, «aceptar» algo en aras del argumento no es aceptarlo en un sentido doxástico en el que se dice, p.ej., `Silvestre de Ferrara acepta la (verdad de la) tesis tomista de la distinción entre esencia y existencia'. Ahora bien, la dificultad principal de un tratamiento como el reciente de Lehrer estriba en que, por más que se lo deje de lado, está ahí con su realidad el pensar, el creer, el inferir o razonar no voluntario (Lehrer mismo reconoce expresamente la existencia de la creencia como algo involuntario, diverso del aceptar); y ciertamente se plantea un problema de racionalidad de las creencias y de las inferencias. Sería irracional concluir de que toda casada tiene un marido que hay un marido de todas las casadas (conmutación falaz de cuantificadores) o incurrir en cualquier otro paralogismo. Mas el inferir cuya irracionalidad se está denunciando no es un asunto de aceptación voluntaria, sino un paso espontáneo de un pensamiento a otro. Y eso es justamente el pensar en el sentido ilativo o inferencial de este verbo: una secuencia espontánea de creencias que no son asunto de decisión y que no es a su vez un asunto de decisión.

Resurge así el viejo problema de si el «juicio», según antaño se decía, es o no asunto de la voluntad (vide (S:4) pp. 357-9), así como el de si lo es, por su parte, el raciocinio. Uno puede, sin duda, decidir ponerse a pensar sobre un tema; permitir o no a sus pensamientos seguir el curso con que espontáneamente se presentan a su mente. Puede uno sentir pereza ante el esfuerzo de un razonamiento, poner fin, pasar a otra cosa --mientras que no se puede de ese modo controlar otros movimientos involuntarios como los latidos del corazón, p.ej. Mas nada de todo eso muestra que sean voluntarios el acto de creer o el de razonar (inferir). Son voluntarios tan sólo ciertos actos de atención, así como otros que permiten o inhiben la atención. En la medida en que sean pertinentes a este respecto tests característicos de la filosofía oxoniense del lenguaje, cabría aducir que no parece seriamente poder decirse (con verdad, en todo caso) que uno ha decidido creer tal o cual cosa o razonar de tal o cual manera. (¿Puedo decidir sacar de la premisa de que Bélgica está en Europa la conclusión de que Quine ha escrito 19 libros?) Sin embargo, plantéase precisamente como cuestión básica acerca de la racionalidad la de cuáles inferencias sean racionales, o en qué medida lo sean.

Juzgo así sensato el concluir que la acepción fundamental del adjetivo `racional' es una que se aplica a las inferencias, en el sentido de `inferencia' en el que un inferir no es tomar una decisión sino un pasar espontáneo de unas creencias a otra creencia (aplicando, aunque sea subconscientemente, una regla). Así y todo, y como lo voy a señalar en seguida, en esa acepción lo racional o irracional, según sea el caso, será no sólo un inferir, sino también un no--inferir: en la medida en que sea razonable un inferir, es irracional el no hacerlo.

Para ir perfilando mejor la noción de racionalidad de que aquí se trata, conviene que volvamos la vista a la racionalidad de las inferencias inductivas, puesto que es ella la que funda las atribuciones de probabilidad. Se suele ver en la inducción un género irreducible de inferencia que sería disjunto del de la deducción. Sin embargo, una inducción es un género particular de deducción. Una regla de inferencia inductiva es una regla que permite extraer como conclusión un enunciado universalmente cuantificado de un número variable de premisas siempre y cuando: 1º) éstas tengan cierta forma común, especificable por la regla; 2º) haya asimismo, no obstante, diferencias pertinentes, también especificables por la regla, ya sea entre ellas ya sea entre las circunstancias de sus respectivas comprobaciones (pero de estas dos alternativas es más simple, y por ende seguramente preferible, la primera, ya que parece verosímil que la segunda pueda descartarse reformulando de manera conveniente las premisas adecuadas); y 3º) no haya en el cuerpo de creencias de quien haga esa inferencia inductiva ninguna que implique, según otras reglas de deducción simples, la (super)negación de la conclusión que se trate de extraer. Se ha dicho que una regla así no puede ser una regla de deducción. ¿Por qué no? Aquí está jugando una mala pasada una noción estrechísima de deducción: una noción a tenor de la cual el conjunto de inferencias deductivas de un sistema es recursivo o --lo que equivale a lo mismo-- existe siempre y para cada sistema un procedimiento de decisión mecánico para, dada una secuencia de oraciones, mostrar concluyentemente en un número finito de pasos si es o no una deducción correcta. Cuando se cumple tal requisito, entonces, si la clase de los axiomas era también, por su parte, un conjunto recursivo, el conjunto de los teoremas (enunciados que se pueden extraer de los axiomas mediante las reglas de deducción) será recursivamente enumerable, e.d. tal que existe un procedimiento mecánico para, dado uno de sus miembros, mostrar en un número finito de pasos que efectivamente es tal. Ahora bien, la enumerabilidad recursiva es un desideratum que nada autoriza a imponer como obligatorio (si bien hay buenas razones para aconsejar atenerse a él siempre que sea posible, pues es más simple y, por consiguiente, ajústase mejor a uno de los ideales regulativos de la razón). Tampoco hay que caer en el error de creer que una inducción es un inferir a partir de dos cosas: de un conjunto de premisas, por un lado, y por otro de ciertas características de tales premisas más el hecho de que no esté disponible ninguna otra premisa de cierta índole especificable en cada caso. No, no es eso. El cumplimiento de esas condiciones no es un segundo «factor» o un segundo «algo» a partir del cual y de las premisas en cuestión se extraiga la conclusión pertinente: es, antes bien, una estipulación o condición sine qua non que consta en la propia regla. Y no es ése un caso excepcional. Otras reglas de deducción condicionan la extracción de la conclusión a ciertas características de las premisas, características que no están dichas por las propias premisas en cuestión. También hay reglas de deducción que condicionan el poder sacar la conclusión a la ausencia de otras premisas de cierta índole o, de manera más general, de enunciados de cierto tipo (tal es el caso de la regla omega, la cual autoriza a deducir, de un número cualquiera de premisas, sea finito o infinito, cada una de las cuales sea de la forma «... es así o asá», con los puntos suspensivos rellenados por un nombre, la conclusión «Todo ente es así o asá», pero sólo con tal de que no haya ningún enunciado de la forma «... es así o asá» que no figure entre las premisas de esa deducción). No faltan casos --como en un sistema de lógica matemática de F. Fitch-- en que se condiciona el poder extraer la conclusión a que las premisas se hayan probado de cierto modo. Tales reglas de inferencia son, así y todo, deductivas ---como también son deductivas reglas de inferencia que autoricen (cual sucede en sistemas de lógica matemática llamados dinámicos, como un sistema paraconsistente ideado por D. Batens)NOTA8 a aducir una premisa sólo en ciertos casos y no en otros--. (La moraleja de todo eso es que debe ser convenientemente flexibilizada nuestra concepción de la racionalidad, si es que juzgamos razonable servirse de reglas así; y ¿por qué no? Es asunto que habrá que apreciar cuidadosamente, sopesando atentamente pros y contras, caso por caso, pero que no puede desenvueltamente zanjarse con un rechazo preliminar.)

Aclarada, pues, la naturaleza inferencial, deductiva, de la inducción, hay que plantearse la cuestión de cuáles reglas de inferencia inductiva son racionales y en qué medida lo sean una u otras. Naturalmente las más racionales o razonables son las más seguras. Con todo, hay que precisar dos cosas: La primera es que resulta a menudo más racional, aplicando una regla insegura, extraer una conclusión que abstenerse de hacerlo por lo inseguro de la regla. Hay casos de incontinencia argumentativa (personas predispuestas a extraer conclusiones aplicando reglas inapropiadas y temerarias), pero también los hay de melindre paralizante. La segunda precisamente es que la seguridad, o prudencia, de una regla de inducción es tanto mayor cuanto menos potente sea la regla, pero cualquier orden entre las diversas reglas de inducción dado por esa escala de mayor o menor seguridad será un orden meramente parcial, pues son incomparablemente muchos pares de reglas de inducción --incluso pertinentes para un mismo asunto--.

No sólo, sin embargo, son más o menos seguras unas u otras reglas de inferencia inductiva. También las reglas de inferencia comúnmente reconocidas como deductivas son unas más seguras que otras. El modus ponens será considerado por los más como una regla incuestionablemente segura, si las hay; pero esa opinión no es compartida por los relevantistas (tratándose del modus ponens para el llamado `condicional material') y otros lógicos; es, pues, menos seguro que la regla de simplificación (p--y--q ∴ p), si bien tampoco es ésta totalmente segura (ha sido rechazada por los lógicos conexivistas, aunque los argumentos de éstos les resulten a los más poco persuasivos, mientras que los de los relevantistas, equivocados o no, suscitan un interés mucho mayor). De ahí que (rectificando la visión unilateral dada más arriba --según la cual sólo parecían intervenir grados de probabilidad y, por ende, de racionalidad en el uso de reglas de inducción--) debemos ahora precisar que las inferencias o deducciones en general son diversamente seguras, como también lo son las diferentes inhibiciones o abstenciones de inferir.NOTA9 Mas ¿es lo mismo el que una regla sea segura y el que sea racional un inferir efectuado en aplicación de la misma? Vamos a ver que no.

La racionalidad estriba en la justificación. Es racional para alguien tener una determinada creencia cuando hay un modo de justificarla que es racional para él. Es racional para alguien justificar de cierto modo una creencia cuando él tiene racionalmente otras creencias tales que es racional (para él) inferir de las mismas la creencia en cuestión (aplicando determinadas reglas de inferencia). Es racional para alguien efectuar una inferencia aplicando unas reglas de inferencia cuando es racional para él tener no sólo la creencia en la (con)fiabilidad (para él) de sendas aplicaciones de esas reglas (una aplicación de una regla es confiable (para alguien) en la medida en que esté justificada (para el alguien en cuestión) la creencia de que es verífica tal aplicación, e.d. que no extraerá conclusiones falsas de premisas verdaderas --y hablo aquí, para simplificar, como si no hubiera grados de verdad y de falsedad)NOTA10 sino también la creencia en la verdad de las premisas de la inferencia.

Estamos, pues, en círculo. Mas no es vicioso. Lo que se ha mostrado con esas (pseudo)definiciones circularmente conectadas entre sí es que la racionalidad de las creencias y de las inferencias es mutuamente relativa --además de ser en cada caso relativa con relación a una persona, a saber alguien para quien se defina la racionalidad de las creencias y de las inferencias. Nótese bien que el que sea racional para alguien tener una creencia no es lo mismo que el que tenga racionalmente esa creencia: esto último significa que, además de ser racional para él tenerla, de hecho la tiene. Otro punto que no cabe omitir es que, al igual que el que sea racional para alguien tener una creencia no entraña que tenga esa creencia, análogamente el que sea racional para una persona efectuar una inferencia no entraña que la efectúe.

Puede objetarse al precedente intento de dilucidación (que no de definición propiamente dicha --por la circularidad reconocida)NOTA11 el que, a tenor del mismo, una creencia puede ser racional para una persona aunque ésta no la justifique ni siquiera a partir de otras creencias que tenga, e.d. no la infiera de las mismas; y, lo que es más, puede ser para alguien racional tener una creencia aunque ni siquiera crea él en la confiabilidad de sendas aplicaciones de aquellas reglas de inferencia sólo aplicando las cuales sea racional para él inferir la creencia en cuestión de otras creencias tales que sea para él racional el tenerlas (ni, menos todavía, en la validez de dichas reglas de inferencia). Además de que, según el objetor, todo eso debilitaría excesivamente nuestra noción de racionalidad, daría lugar a una concepción externalista (vide infra la puntualización 1ª de la Secc. 4ª). Mi respuesta es que, si bien la noción de justificación que senté más arriba (Secc. 1ª) era internalista, la noción de racionalidad aquí sentada es en cambio externalista porque se trata de saber qué es aquello (creencia o inferencia) que es para alguien racional tener o efectuar, en vez de determinar cuándo es racional para él el modo de tenerlo o efectuarlo. P.ej., aunque sea racional para alguien efectuar una inferencia aplicando determinadas reglas de inferencia, es posible que él efectúe esa inferencia y, sin embargo, no lo haga de modo racional --no lo haga aplicando esas reglas de inferencia, o sí lo haga así pero sin creer en la confiabilidad de esas aplicaciones de las reglas en cuestión (aunque algunos darán por supuesto que nadie aplica en un inferir una regla de inferencia sino en la medida en que efectivamente crea que es confiable esa aplicación de dicha regla, no juzgo yo que eso sea incontrovertible ni mucho menos, toda vez que podría abrigarse la sospecha de que alguien, aunque creyera que es verífica una determinada aplicación de una regla de inferencia, pudiera así y todo no creer que esté justificada para él esa creencia --y, aun así, la aplicara, precisamente por creer en el carácter verífico de tal aplicación).

Otra observación importante con respecto al precedente intento de dilucidación de la noción de racionalidad es que es racional para alguien efectuar una inferencia aplicando cierta regla aunque no sea para él racional creer en la validez de tal regla --o sea: en el carácter `verífico' de todas las aplicaciones de tal regla. Así pues, eso indica una ulterior flexibilización y atenuación de la noción de racionalidad respecto de la de justificación. Justificado está alguien al inferir algo sólo si es justificada su creencia en la validez de la regla que aplique en dicho inferir. Puede alguien, por consiguiente, efectuar racionalmente una inferencia sin que la misma sea para él justificada.NOTA12 (Así para una persona que no crea en la validez general de una cierta regla r --que puede ser o bien una regla de inducción, o de conjeturación, o incluso de deducción «normal» como la de adjunción--, podría no obstante ser racional el juzgar justificada (para ella) la creencia de que va a ser verífica la próxima aplicación de r; supongamos en efecto que es racional para esa persona creer que las aplicaciones de tales reglas suelen ser veríficas y que, cuando suelen ser veríficas las aplicaciones de una regla y no hay indicios de que no lo vaya a ser la próxima aplicación de la misma, está entonces justificada la creencia de que esa aplicación será verífica; aplicando entonces el modus ponens --suponiendo que sea racional para la persona de que se trate creer que está justificada la creencia en que es verífica esa aplicación del modus ponens-- inferiríase que está justificado (para esa persona) creer que será verífica la próxima aplicación de r --inferiríase eso de las dos creencias cuya racionalidad para esa persona acábase de suponer, junto con la creencia de que no hay indicios de que la aplicación que se vaya a hacer no sea verífica, creencia tal que igualmente podemos suponer que sea para esa persona racional el tenerla.)

En general, pues, esta noción de racionalidad es algo así como una «justificación potencial». Sin embargo, debe ponerse poco énfasis en tal etiqueta, toda vez que la misma resulta altamente engañosa y malconducente, cuando se quiere o tomarla al pie de la letra o ver en el adjetivo `potencial' algo que tenga que ver con la potencia aristotélica. Sencillamente, trátase de que son racionales para una persona ciertas creencias e inferencias en la medida en que sea cierto que, si él las tuviera o efectuara, haríalo racionalmente. (Aunque la equivalencia entre este condicional subjuntivo y la dilucidación más arriba expuesta no es fácil de demostrar, resulta empero plausible.)

Otra observación que no parece estar aquí de más es que la circularidad en que hemos incurrido en nuestra dilucidación de la noción de nacionalidad nos recuerda las lecciones de la polémica en torno a los argumentos de Quine contra la noción de analiticidad. Quine mostró que, al definirse esa noción, se llega a un círculo: serán verdades analíticas aquellos enunciados que sean verdaderos en virtud del significado (o sentido) de las palabras que en ellos figuren; pero el significado de una palabra será algo que venga dado (y tal será su definición) por la clase de enunciados analíticamente verdaderos en los que figure la palabra. Schuldenfrei reprochó a Quine (en (S:1)) el fustigar así una explicación circular cuando él mismo se ve comprometido a otras circularidades semejantes. Pero Quine contestó --y su respuesta estaba ya esbozada en sus escritos anteriores-- que lo que él rechazaba en ese círculo era que ninguno de sus eslabones esclarecía nada, y se iba ab obscuro ad obscurius per obscurum. Lo más que pueden obsequiarnos los adeptos de la dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos es una retahila de ejemplos (como los sofistas que dialogaban con Sócrates). En nuestro caso, sucede algo totalmente diverso. La misma noción de racionalidad de un modo de pensar es «intuitivamente» clara, como la de un proceder confiable. Al articular esa noción en el detalle que hemos estimado conveniente se van ganando esclarecimientos parciales. (Nada obsta, empero, para que se intente ulteriormente un esclarecimiento mejor y no--circular.)

¿No cabe hablar, empero, a la vez que de racionalidad de inferencias y de creencias, también de racionalidad de conjeturas? Avanza el pensamiento humano no sólo por el razonamiento y la observación, sino asimismo por la conjetura. Pensar es creer, conjeturar y razonar. Ahora bien, aunque no se vea así al primer vistazo, es un hecho que conjeturar es también inferir. Llégase a una conjetura por indicios, en un sentido desde luego latísimo. El proceso que va de los indicios a la conjetura es un pensar, algo que tiene lugar, no al buen tuntún, sino siempre --véalo uno o no claramente-- según determinadas reglas. Nadie conjeturaría, a partir de indicios como los datos de sequía o pluviosidad en el Sahel, que Buda comió naranjas. Existe, pues, cierta correlación regulativa entre los indicios y la conjetura, y esa correlación es del mismo tipo que cualquier otro paso de premisas a conclusión. Naturalmente una regla de inferencia, conjeturante, o de conjeturación, será siempre una regla poco segura (o sea: serán escasamente confiables muchas de entre las aplicaciones de esa regla, por basarse la creencia de que está justificado creer que son veríficas tales aplicaciones en creencias que no sea muy racional tener.) Mas no por ello dejará de tratarse de una regla de inferencia. El más fuerte escrúpulo en contra de esa consideración estribará sin duda en reparar en que, mientras que en las inferencias deductivas (e inductivas, reconózcanse o no éstas como incluidas en las otras), la conclusión viene unívocamente dada por la regla y, además, siempre de algún modo, subconsciente acaso, quien infiere está al tanto de la regla que esté aplicando, en cambio en el conjeturar a partir de indicios no se cumpliría ninguna de esas dos condiciones. Cabe contestar que los grados de consciencia de qué reglas se aplican en diversos inferires son sumamente variados; en el conjeturar podría uno creer que no aplica regla alguna, pero, si bien se mira, se percata uno de que no se conjetura cualquier cosa a partir de cualquier cosa, que ciertos indicios autorizan --en una u otra medida según cuáles sean las otras creencias del sujeto conjeturante, y el conjunto de sus condiciones-- determinadas conjeturas y no otras; por lo tanto, conjeturar es también colegir, un colegir, o sea un inferir, reglado, regulado. En cuanto a lo segundo, cabe apuntar que esa consciencia refleja de la propia regla se gana en un proceso de reflexión, siendo ello conseguido, en el conjeturar como en los demás casos de inferencia, después (de la aplicación espontánea de la regla) y en un grado mayor o menor según los casos; pero eso mismo sucede con el inferir conjeturante: si bien en la reflexión posterior sobre nuestro operar conjeturante no logramos en general claridad suficiente y apenas podemos formular más que «rules of thumb», así y todo esa conciencia refleja es de la misma índole que la que cabe alcanzar en otros casos, no teniendo nada de extraño que en este inferir menos sólidamente apuntalado y que se vale de reglas tanto más complejas y ad hoc sea mucho más difícil cobrar conciencia exacta de cuáles sean, en su perfil detallado, las reglas aplicadas.

Con respecto a las inferencias conjeturantes como con respecto a las demás hay que decir que es no pocas veces más racional aplicar reglas de conjeturación poco seguras que abstenerse de hacerlo por mor de la seguridad a todo trance. Avanza el pensamiento humano porque se aventura a aplicar con ardor y hasta con arrojo reglas de conjeturación poco afianzadas y que, a su vez, deben su plausibilidad a otras conjeturaciones igualmente inseguras. No hay peor sino que el de no pensar. Entre un modo de pensar que no sea del todo verífico y un modo de no--pensar, o de pensar lo mínimo --de suerte que deje escaparse verdades que, con el modo anterior, eran en cambio conocidas--, es más racional el primero de ellos.NOTA13

Para acercarnos a la última cuestión que nos toca abordar en esta Sección son menester escuetas consideraciones sobre la racionalidad de las decisiones. Al aplicarse a decisiones, empléase el adjetivo `racional' en un sentido derivado: es racional una decisión en la medida en que sea racional el propósito perseguido y, dado el cuerpo d creencias de quien la toma, sea racional la creencia de que la ejecución de tal decisión contribuirá al logro de ese propósito de una manera que no sea peor que como contribuirían al mismo otros cursos de acción alternativos. Es mucho lo que en todo eso habría que estudiar y precisar con rigor --si bien creo que todo ello es intuitivamente claro y aun obvio. Lo más importante de señalar es que los propósitos mismos pueden ser racionales o irracionales. ¿En qué sentido? Es racional para alguien un propósito ssi es racional su creencia de que es una perfección para él el ver realizado dicho propósito. Conviene recordar que es una perfección para alguien una propiedad tal que, si él la poseyera más de lo que de hecho la posee (en el mundo de la experiencia cotidiana), más real sería --e.e. mayor grado tendría de existencia, más peso entitativo, más presencia en el mundo.NOTA14

Una dificultad que rodea a esta concepción de la racionalidad de las decisiones es que normalmente o bien se entiende la racionalidad de las mismas únicamente de una manera instrumental (dados ciertos propósitos, es racional que alguien que los tenga adopte determinadas decisiones cuando se cumplan ciertas condiciones) o bien se entiende que la racionalidad de un propósito o fin no tiene nada que ver con (o, por lo menos, no debe involucrar en su decisión a) valores o perfecciones, sino que sería racional, p. ej., un fin para alguien ssi ese alguien persistiera en tener dicho fin aun conociendo a fondo las consecuencias y los detalles de la realización del fin en cuestión (vide (B:1)) o en general siendo cabalmente consciente de cuanta verdad sea pertinente en torno a tal realización. También se han dicho (vide p. ej. (D:1)) cosas como que es racional una decisión si está causada por un deseo tal que no hay razones en contra de abrigarlo. Frente a posiciones así, la concepción de la racionalidad aquí propuesta encarna un componente irreduciblemente valorativo en la definición misma de la racionalidad práctica --si bien, a su vez, ese componente viene definido en términos de realidad gracias al análisis lewisiano de los condicionales subjuntivos o, mejor dicho, a una variación sobre tal análisis.NOTA15

También abonan contra la caracterización que precede de la racionalidad de las decisiones argumentos esgrimidos por quienes, como D. Davidson (vide p.ej. (D:2), pp. 9-19), se han esforzado por hacer valer como una condición sine qua non de la racionalidad de una decisión el que quien la tome no sólo tenga motivo racional para hacerlo, sino que ese motivo haya causado efectivamente su tomar tal decisión. Supongamos que Nicanor, sabiendo la situación terrible de paro y crisis en que vivimos, es consciente de que un buen conocimiento del inglés lo ayudaría a encontrar trabajo y que es racional su propósito de encontrarlo; decide estudiar inglés; sin embargo lo que de hecho lo lleva a tomar tal decisión es su morboso masoquismo, pues le resulta doloroso y difícil el aprendizaje de ese idioma. Davidson y muchos otros autores dirán que el decidir Nicanor estudiar el inglés no es racional. Mi respuesta sería que sí lo es, aunque no sea racional su modo de (llegar a) tomar esa decisión. (Acaso pudiera alternativamente quererse diferenciar su tomar la decisión de la decisión tomada, siendo racional sólo la última; en ese caso «la decisión» podría verse como un universal, e.e. al decirse que la decisión es racional lo que se querría decir es que es racional para él el tomar una u otra decisión en tal sentido (y en tales momento, lugar y demás circunstancias pertinentes convenientemente fijados), aunque no lo sea el acto concreto de decisión que él efectúa. De ser así, el sentido de racionalidad de las decisiones que aquí se está estudiando es uno que concierne tan sólo a ese «contenido de la decisión» o a esas decisiones en una acepción universal.) Si es racional que alguien tome una decisión (en cierto sentido), entonces es una perfección suya el tomarla (en el momento y lugar en que se cumplan las condiciones pertinentes).

Llego así al punto final de esta Sección. Hasta ahora he examinado la racionalidad de actos doxásticos y de acciones inferenciales, así como de decisiones. Creencias e inferencias son, según las entiendo yo, acciones involuntarias. Puede la voluntad de la persona influir en sus creencias, permitir o impedir que emerjan a la superficie de su conciencia en uno u otro momento o por el contrario queden sepultadas en su subconsciente; puede su atención, o desatención, deliberada, incentivar el arraigo de ciertas opiniones o, alternativamente, obstaculizarlo y hasta bloquearlo. Pero, así y todo, el creer y el inferir no son actos deliberados, voluntarios. Sin embargo, si hay actos deliberados que ejercen un papel causal determinante en la marcha del pensamiento de una persona y --por los caminos a los que acabo de aludir-- causan el rumbo ulterior del proceso inferencial y así una modificación del cuerpo de creencias adoptado por la persona de que se trate.

La última noción presentada en esta Sección va a ser la de un proceso de pensamiento, que definiré como una secuencia de inferencias que, partiendo de un cuerpo de creencias inicial, está mediado causalmente por actos deliberados (como los de búsqueda, los de atención y desatención y cuantos otros puedan determinar una inflexión en el curso de las inferencias). Son presuposiciones de un proceso de pensamiento las de las inferencias que lo forman y las de las creencias gracias a las cuales sean racionales los actos deliberados mediadores. La racionalidad de un proceso de pensamiento no sólo entraña la racionalidad tanto de las inferencias que lo forman como de los actos deliberados que las median causalmente, sino que además requiere que no se vean frustrados aquellos de entre dichos actos deliberados que sean recurrentes y, por añadidura, que sea uno de los propósitos de tales actos el mayor acercamiento a la verdad. La razón es el pensar (un pensar cualquiera, e.e. un proceso de pensamiento) en la medida en que tiende a ser racional. Todo pensamiento tiende a ser racional en alguna medida; eso quiere decir tanto que se da de hecho una tendencia (en sentido teleológico, finalista) de todo proceso de pensamiento a ajustarse a patrones de racionalidad (a normas de inferencia y de decisión que le permitan ser racional) como que cada sujeto tiene el propósito de ser racional y de acoplar a patrones de racionalidad sus actos deliberados, al igual que todo hablante de un idioma tiende a moldear su habla según las normas de ese idioma (la langue en el sentido de Saussure).

Puede atacarse la concepción de la racionalidad que se acaba de bosquejar aduciendo que borra las fronteras entre razón teórica y razón práctica. El sentido de la objeción no sería el de pretender erigir un tabique incomunicante entre ambas, sino tan sólo el de requerir que la definición misma de la racionalidad teórica no involucre nociones de racionalidad práctica --de racionalidad de las decisiones. Claro que la propuesta aquí presentada no es la única que va en el sentido de respaldar o basar de un modo u otro la racionalidad teórica en la práctica (si bien hay, a tenor de mi propuesta, un componente irreductiblemente no práctico en la primera). Puede leerse a Kant de modo que algo así resulte en su crítica de la razón (y sin duda tal lectura tiene fundamento, al menos en lo que toca al uso regulativo de las ideas de la razón). Y todos aquellos que, inspirándose en el pragmatismo de Peirce o acaso desde otros horizontes, ven en la propia empresa cognoscitiva un anclaje práctico que le da sentido estarán dispuestos a aceptar algo no muy distante, en ese particular, de lo sugerido en estas páginas. En verdad, la presente propuesta es incluso mucho más moderada que cualquier forma de pragmatismo, ya que, si bien la racionalidad de un proceso de pensamiento globalmente tomado involucra, según la misma, un componente de racionalidad práctica --con mediaciones valorativas--, no sucede otro tanto con respecto a la racionalidad de las meras creencias e inferencias.NOTA16


Sección 3ª.- Los ideales regulativos de la razón

Un ideal es un desideratum, una norma que se tiende a aplicar pero que, no obstante, cabe también transgredir, aunque pagándose entonces el precio de una cierta degradación o desnaturalización de lo que se haga. En la medida y sólo en la medida en que un proceso de pensamiento se ajuste a los ideales de la razón, será racional ese proceso de pensamiento. Es racional un pensamiento en la medida en que se ajuste a los principios de coherencia y cohesión, sistematicidad, efabilidad, claridad, simplicidad y elegancia teoréticas, precisión, rigor y descubrimiento del mayor ámbito posible de verdades.

El ideal supremo de la razón es el de mantener y acrecentar su propio grado de racionalidad, e.e. su propia identidad como pensamiento racional. Plásmase ese ideal en una metarregla a tenor de la cual deben escogerse reglas de inferencia que arrojen siempre las mejores conclusiones a partir de las creencias dadas como punto de partida. Son mejores aquellas conclusiones que es más satisfactorio tener, o sea: aquellas oraciones en cuya verdad sea más satisfactorio creer. Es satisfactorio para alguien creer algo en la medida en que esa creencia le proporciona fruición, satisfacción en el ancho sentido de la palabra. La satisfacción es, desde luego, intelectual en una acepción estrecha (en la medida en que, p. ej., se satisfaga con la creencia en cuestión una curiosidad) pero hay en ella factores afectivos.

La más importante regla de inferencia que se escoge aplicando esa metarregla o ideal de la razón (el ideal de satisfactoriedad) es la regla de satisfactoriedad, a saber: dados unos indicios y varias conjeturas alternativas cada una de las cuales puede racionalmente inferirse de tales indicios, debe optarse, al menos caeteris paribus (o sea: a igualdad de grado de racionalidad de sendas inferencias), por la inferencia más satisfactoria, o sea: aquella cuya conclusión sea intelectualmente más agradable. De modo general cabe caracterizar como intelectualmente más agradable aquella conjetura que, junto con las demás creencias que se tengan --y que no vayan a ser abandonadas al adoptarse como creencia ulterior esa conjetura-- dé por resultado una concepción o teoría global que: 1) sea más simple; 2) marque una menor ruptura con el cuerpo de creencias previamente adoptado; 3) presente la imagen del mundo más atractiva, en el sentido de más sistemática, cohesionada, armónica, clara y, en suma, aquella en cuya verdad sea más grato creer (porque presente al mundo como mejor constituido y también porque, al hacerlo, resulte ella misma una teoría más elegante).NOTA17 De estos tres factores, el más importante es el 3º, ya que los otros dos pueden verse como componentes o derivados del mismo. (El 2º factor puede reducirse al 3º sólo tomando a éste con la debida relatividad --respecto del pensador concreto de quien se trate.) Por otro lado, el criterio o factor de simplicidad es sumamente complejo, multifacético. Podemos considerar que una teoría global es tanto más simple cuanto más amplia sea la gama de cuestiones que pueden unitariamente tratarse con ella --e.e. cuanto menos verdad sea que dicha teoría es meramente una conyunción o suma de teorías diversas cada una de las cuales sirve para tratar cierto ámbito particular de cuestiones y para dar cuenta de las observaciones o los indicios pertenecientes a ese mismo ámbito. (No entra en los límites del presente trabajo el adentrarnos en una pormenorizada búsqueda de las condiciones necesarias y suficientes para que una teoría tenga cierto grado de simplicidad. Entre la abundante bibliografía disponible, merecen elogiarse al respecto trabajos como (S:2), (F:1), (K:1), (T:1) y (S:3).)

Mi tarea en esta Sección se limitará a justificar ese ideal de satisfactoriedad. Ante todo, hay que aducir aquí que es racional para una persona el propósito de creer que el mundo es como mejor quepa pensar que es, dados los indicios de que uno disponga. (El propósito de creer algo es una opción que puede abrigarse, créase o no ese algo; tal propósito es uno de los actos deliberados que median causalmente las inferencias pertenecientes a un proceso de pensamiento; cuando uno alberga semejante propósito, estará más atento a la evidencia favorable a la creencia en cuestión y buscará nueva evidencia en ese sentido.) Es racional porque --digámoslo parafraseando a Hegel- aquel que ve al mundo como racional es, a su vez, puesto por el mundo como racional. Es, en suma, bueno para alguien verse en un mundo que sea lo mejor posible --caeteris paribus, e.e. dentro del margen tolerado por los indicios o premisas de que parten las reglas de conjeturación y, además, acotado por lo razonable de tales reglas. Si es racional ese propósito, será racional buscar argumentos a favor de la verdad de que el mundo es como mejor quepa racionalmente --y según cuáles sean los datos que se tenga-- conjeturar que es.

Sin embargo, hasta ahora nada prueba que haya un argumento convincente a favor de tal conclusión. Pero precisamente voy a presentar un argumento transcendental mostrando que esa conclusión es verdadera porque su verdad es presuposición de todo proceso de pensamiento racional.

Un proceso de pensamiento racional es una secuencia de inferencias mediadas causalmente por actos deliberados --de atención y de búsqueda. El grado de racionalidad de tal proceso dependerá del grado de racionalidad de las inferencias y del de esos actos deliberados, que estará en función a su vez del grado de racionalidad de ciertas creencias en el momento en que sean adoptados. Una persona obra racionalmente al buscar cierta evidencia y atender a ella, dada la racionalidad de sus propósitos de creencia. Y, dada la evidencia (los indicios) así ganada, más ciertas creencias anteriores, será racional para él llegar a ciertas conclusiones. Pues bien, en cualquier proceso semejante hay un hilo conductor: ese hilo es el de buscar la mejor imagen del mundo. Si no se presupusiera que la imagen del mundo por la que debemos optar ha de ser la mejor de las alternativas no se podrían justificar naturalmente las reglas de inferencia que se utilizan en cualquier proceso de pensamiento racional. El modo más natural para cualquiera de justificar sus reglas deductivas es por inducción. Y el modo más natural de justificar la inducción es aduciendo que una regla de inducción forma parte de una estrategia epistemológica tendente a brindarnos la mejor imagen del mundo. Es, pues, presuposición de todo pensar racional que se deben escoger reglas que nos permitan alcanzar la mejor imagen del mundo. Pero esa metarregla, a su vez, justifícase del modo más natural sosteniéndose que el mundo es del mejor de los modos compatibles con los indicios de que se disponga.

Hay naturalmente, unas cuantas lagunas en el argumento que acabo de presentar: éste es, desde luego, entimemático (como los más argumentos) y se sobreentienden premisas (o, alternativamente si se quiere, se están aplicando reglas de inferencia que presuponen la verdad de esas premisas). ¿Cómo podemos demostrar que el modo más natural de justificar la deducción sea por inducción y que el modo más natural de justificar reglas de inducción sea por referencia a su integración en una estrategia tendente a procurarnos la mejor imagen del mundo (y, lo que es más, que todo eso es lo más natural para cualquiera)? En cuanto a lo primero, porque es bien conocido que fracasan todos los intentos de justificar de otro modo la deducción. No valen ni los argumentos autosostenedores de la deducción ni la invocación de la analiticidad ni menos el recurso a la intuición (que nada justifica --según la concepción de justificación brindada en la Secc. 1ª del presente trabajo). Además todos los argumentos no--inductivos a favor de la deducción son artificiales en el sentido de que son rebuscados y poco transparentes. Puede, no obstante, objetarse: si Husserl o Carnap justificaran la deducción ¿haríanlo inductivamente? Mi respuesta es que sí, pese a lo chocante que eso sería para sus respectivos puntos de vista filosóficos; porque lo que ellos hacen es no--justificar la deducción y sostener que no tiene necesidad de justificación; pero, si sí la justificaran, tendrían que cambiar (en parte al menos) de concepción filosófica, so pena de grave incongruencia.

Pasemos ahora a la inducción. Una actividad racional requiere que sea racional creer en la confiabilidad de las aplicaciones a que se vaya a proceder de las reglas de inferencia adoptadas. Cualquier regla de inducción puede, pues, subordinarse a una metarregla que estipula que cuando una regla suela (con un grado suficientemente elevado de frecuencia) tener aplicaciones veríficas y no haya indicios en contra de que va a ser verífica su próxima aplicación, entonces efectivamente ésta última será verífica y, por lo tanto, puede en este caso aplicarse esa regla. Así relativizada (por esa metarregla), pasa a ser creída (racionalmente) como válida una regla de inducción (suficientemente fina y atinada por lo demás): la nueva regla, debidamente relativizada por la metarregla, ya no dirá que en general se puede válidamente concluir, p. ej., «Todo ente es tal que...» de un número de premisas de la forma «-es tal que...» con los guiones reemplazados en cada caso por un término designador particular, siempre y cuando se cumplan otras condiciones adicionales; no, en lugar de eso, la nueva regla dirá que es válida la restricción de la regla anterior a las circunstancias concretas de la próxima aplicación prevista (no sólo por haberse comprobado que la regla inductiva en cuestión suele --con un grado suficientemente elevado de frecuencia-- tener aplicaciones verídicas y porque carecemos de indicios de que no vaya a serlo la próxima aplicación de la misma, sino también porque la regla primitiva o dada estaba ya convenientemente pertrechada con otras condiciones de aplicabilidad que hacían de ella una regla razonable). En suma, la regla que ahora aplicamos es el resultado de restringir la anterior de suerte que sea aplicable una sola vez más; y, así restringida, la consideramos (racionalmente) válida, o sea: es racional para nosotros la creencia de que esa regla es válida. Porque es racional podemos justificar racionalmente esa creencia, infiriéndola racionalmente de otras creencias que tenemos también racionalmente. El modo más natural de justificar la metarregla gracias a la cual podemos racionalmente creer en la confiabilidad de las próximas aplicaciones venideras de las reglas de inducción que hayamos adoptado es, sin embargo, un principio metodológico que justifique en general la inducción. Y éste es el de que la inducción es un procedimiento que forma parte (privilegiada) de un método tendente a llegar a la mejor imagen del mundo. En efecto: parece comprobado que falla cualquier otro modo de justificar la inducción. El modo alternativo más grato de intentar conseguirlo bríndalo el argumento de la antisustentación de la inducción propuesto por Max Black (vide (B:2)). Ese argumento no es exactamente circular. Sin embargo, parece presentar inconvenientes redhibitorios, en cuyo examen no cabe entrar aquí.

Por otro lado, el principio de la confiabilidad de la próxima aplicación de una regla de inducción adoptada (racionalmente) recoge ya de suyo la llamada autojustificación de la inducción de Black. Sólo que requiere una justificación ulterior. Y la única natural está dada por algo así como la ley de la regularidad de la naturaleza de Mill.NOTA18 Esa ley, a su vez, presupone un principio más básico, como el de que ha de optarse por la mejor imagen del mundo. En efecto: la ley de la regularidad dícenos que entre dos imágenes del mundo igualmente avaladas por la evidencia hemos de optar por la que nos presente al mundo como más regular. Pero el único modo natural de demostrar eso es que, obrando así, optamos por la mejor imagen del mundo de entre las que estén igualmente avaladas por la evidencia disponible. Esa ley de Mill --en la formulación que le acabo de dar-- parece el único modo natural de probar la verdad del principio de confiabilidad --o sea: de probar la validez de las reglas de inducción restringidas (restringidas a la próxima aplicación de las mismas).

La justificación del principio de que ha de preferirse la mejor imagen del mundo es este argumento transcendental: todo pensar evalúa las alternativas teóricas disponibles desde el patrón de la preferencia por la mejor imagen del mundo. Es, pues, presuposición de todo pensar la corrección de semejante patrón. Un proceso de pensamiento es racional sólo si es un acercamiento a la verdad. Ahora bien, es falso aquello que traería consigo la frustración de todo pensar, e.d. la irracionalidad del mismo. Por ende, es falso que esa presuposición sea falsa. Conviene ahora precisar mejor ese argumento. Voy a hacerlo enunciado por enunciado. El primero es que el patrón o rasero supremo en la evaluación de teorías por parte de todo pensamiento es la opción por la mejor imagen del mundo. Despréndese eso de que invocar el principio de que es preferible la mejor imagen del mundo forma parte del único modo (natural por lo menos) de justificar la inducción, siendo por otro lado inductivo el único modo (natural) de justificar la deducción, la cual forma parte de todo pensar; el que la invocación de ese principio forme parte de la justificación de la inducción significa que se aduce como teorema en la derivación de las reglas de inducción restringida, cuya validez es presuposición de la derivación de otras reglas de inferencia. Luego, por transitividad de la relación de presuponer, toda actividad de inferencia presupone que es preferible la mejor imagen del mundo, o sea: presupone que, dadas dos imágenes del mundo incompatibles entre sí más avaladas por la misma evidencia, ha de ser juzgada como verdadera la que sea mejor (en el doble sentido de que nos presente al mundo como mejor que como lo hace la otra y que, al hacerlo así, sea ella misma más elegante, más bonita). Queda así probado el segundo enunciado --consecuencia del primero, por consiguiente. La verdad del siguiente enunciado la conocemos por la noción misma de racionalidad de un proceso de pensamiento.

Lo más difícil de probar es el último enunciado: que es falso aquello cuya verdad sería incompatible con la racionalidad de todo proceso de pensamiento. Es falso si es que hay pensar racional. Mas ¿lo hay? Sí, es obvio que hay inferencias, creencias y todo eso. Pero no es obvio que haya inferencias racionales, mediadas por actos deliberados asimismo racionales, los cuales a su vez no queden, si son recurrentes, frustrados. Mi prueba de que se da pensar racional es que sencillamente resulta una conjetura más plausible el pensar que se da. Es más plausible porque, dadas dos teorías, una según la cual se da y otra según la cual no se da, es preferible la primera porque nos da una mejor imagen del mundo (además de que es presuposición de la segunda el que la primera es verdadera, según lo hemos visto --pero esto por sí solo no prueba que la primera sea efectivamente verdadera).

Pues bien, si hay pensamiento racional, es que no todo pensar queda frustrado, e.e. no se ve frustrado el recurrente propósito de acercarse a la verdad. Pero, de ser falsa (total y radicalmente falsa) una presuposición de todo proceso de pensamiento, ningún proceso de pensamiento podría ser un acercamiento a la verdad. Luego, como hay pensar racional, resulta --por el tercer enunciado, el de que todo proceso de pensamiento racional es un acercamiento a la verdad-- que no es (total y radicalmente) falso lo que esté presupuesto en todo pensar. No es, pues, (total y radicalmente) falso que, dadas dos imágenes del mundo incompatibles entre si pero avaladas por la misma evidencia, haya de ser juzgada como verdadera aquella que sea mejor. Lo que no es total y radicalmente falso es verdadero (principio de apencamiento). Luego es verdad que la mejor imagen del mundo ha de ser juzgada como verdadera. (Si luego nos percatamos, sobre la base de nueva evidencia, de que era falsa la mejor imagen del mundo que antes teníamos, sencillamente entonces juzgaremos como verdadera a otra teoría.)

Concluyo, pues: hemos de tomar como verdadera la mejor imagen del mundo de entre las que estén avaladas por la evidencia disponible. Pero ¿prueba eso que sea verdadera tal imagen del mundo? La prueba de esto es, nuevamente, aplicando el mismo principio de optar por la mejor imagen: es mejor una imagen del mundo que nos dice que es verdad aquello que ha de ser juzgado como verdad. (Y nótese que esta (cuasi)autoaplicación de los principios no es una autosustentación en el sentido fundacionalista.)NOTA19

El mundo es, pues, el mejor de los epistémicamente posibles. O, más exactamente, si hay diversos mundos epistémicamente posibles --varias imágenes del mundo avaladas por la misma evidencia pero incompatibles entre sí-- y el conjunto que forman está parcialmente ordenado por una relación de peor-a-mejor, la verdadera es una que en tal ordenación sea un elemento maximal, o sea: una imagen tal que no haya otra mejor. Dicho por modo de adagio: el mundo es o el mejor epistémicamente posible o, si no, tal que no hay ningún otro mundo epistémicamente posible que sea mejor que él.NOTA20


Sección 4ª.- Puntualizaciones adicionales

El propósito de esta sección es el de enumerar diez puntos en los que el enfoque propuesto en las tres secciones anteriores habría menester de aclaraciones y discusiones ulteriores para disipar confusiones a las que naturalmente puede dar lugar o para hacer exitosamente frente a reparos a los que se presta. Como lo he dicho, lo que sigue es, ante todo, una mera enumeración, y en cada caso únicamente se insinúa por dónde podría buscarse una salida a la dificultad apuntada.

1. La noción de racionalidad propuesta en la Secc. 2ª puede verse como una forma de externalismo. El externalismo es la concepción de la justificación epistémica que ve en ésta algo que estriba en una situación en que objetivamente se halla la persona a quien se vaya a atribuir creencia justificada, y no (únicamente) en qué creencias tenga o deje de tener. (El internalismo, en cambio, sostiene que la situación nunca aporta justificación más que si la persona en cuestión cree que tal situación se da --y, eventualmente y según los tipos de internalismo, si tal creencia tiene a su vez unas u otras características.) Ahora bien, la concepción de la justificación de la Secc. 1ª es radicalmente internalista. Eso significa que la concepción de racionalidad es «externalista» en un sentido meramente traslaticio o analógico. Efectivamente, mi concepción de la racionalidad --y eso lo he señalado frente a autores como Davidson-- insiste más en determinar qué es o sería racional pensar para un sujeto dado que en cómo llega(ría) él racionalmente a tal pensamiento. En esa medida y a pesar de que mi presente enfoque incluye un factor eminentemente pragmático en la racionalidad --unos propósitos que deben estar en armonía con las plasmaciones de los mismos a través de actos de inferencia y cuerpos de creencias así formados--, es sin duda relativamente menos pragmático que otros que insisten más en el cómo de la intervención de los factores subjetivos --mientras que mi enfoque por su parte se limita a recalcar lo que podría verse como el contenido de tales factores. Por otro lado, y gracias a ello, mi concepción de la racionalidad es muchísimo más liberal, menos rígida y exigente, que las más concepciones alternativas, tan acusadamente internalistas (aunque a menudo --no es ése empero el caso de Davidson-- vayan acompañadas por un externalismo de la justificación, único modo consecuente de defender el fundacionalismo). Esa mayor liberalidad de mi enfoque corre pareja con mi concepción también menos exigente del conocimiento como creencia verdadera (justificada o no): todo ello se inscribe en el proyecto de una epistemología naturalizada y sin ambición ninguna de garantía (absoluta).

2. El enfoque aquí presentado se inscribe en una criteriología coherencial que acepta tanto la regresión justificativa al infinito como la circularidad: una circularidad de criterios: no hay ningún criterio supremo, sino que un criterio de verdad puede ser avalado por cierta evidencia que sea reputada como tal en virtud de otro criterio y así sucesivamente de suerte que la cadena venga cerrada a la postre sobre sí misma. En ese sentido un cierto principio o criterio epistémico (el de preferir la mejor imagen del mundo, p.ej.) viene justificado en virtud indirectamente de sí mismo. (Eso no equivale de ninguna manera a la autosustentación fundacionalista de una autocertificación inmediata, evidencialmente manifestada con exhibición de unas credenciales irrecusables pero a la vez autolegitimantes. En mi enfoque no hay ni por asomo nada semejante.)

3. Uno de los más graves reparos que se opondrán al enfoque propuesto en las Seccs. 2ª y 3ª de este trabajo es que, al ser tan laxo en lo tocante a expedir certificados de racionalidad (en la medida en que por un lado es externalista, pero por otro lado no estipula, como condiciones sine quibus non, cláusulas suficientemente exigentes de puesta a prueba, sometimiento a tests o al tribunal de la crítica y la experiencia, etc. --todo lo cual por otro lado es congruente con la opción coherencialista de la concepción epistemológica subyacente a este enfoque), se adoptaría una actitud complaciente ante una autosustentación plácida de un sistema o una concepción del mundo que, determinando por y desde sí misma sus propios criterios, entronice un principio irrestricto de tenacidad (y, por ende, de racionalización de la propia posición cueste lo que costare), con menosprecio y menoscabo de otros principios que deben servirle de contrapeso, principios que hagan hincapié en la crítica, en el sometimiento a instancias exteriores al propio sistema. De ahí que ese enfoque, al ver a cada sistema en la economía de sí mismo, vea en todos ellos la vigencia de un ideal de sistematicidad --entendido o aplicado del modo que sea--, que a su vez no hace sino revelar la vigencia de otro más básico, el de la preferencia por la mejor imagen del mundo. A lo cual se opondría que, en la marcha del pensamiento, contrarrestan (y deben contrarrestar) esa tendencia a la sistematicidad factores externos, en los que no se presuponga nada afín a una preferencia semejante (e incluso entren en conflicto con ella). Respondo lo siguiente. Aunque desde luego el reproche no es infundado (esa opción por la sistematicidad y esa creencia en la soberanía de cada sistema y su inmunidad a cualesquiera críticas que se le hagan desde fuera forman parte de mi planteamiento, toda vez que puede siempre un enfoque sistemático recuperar tales críticas autocriticándose y reintroduciendo así, en su propio proceder, tras cribarlas y adaptarlas, las consideraciones que contra él pudieran hacerse desde la autoridad de instancias epistémicamente escuchables pero ajenas al sistema), no obstante creo que vendrá mellado el filo de la objeción en cuanto se percate uno de que también en la operatividad de factores ajenos a la economía interna de un sistema se plasmará siempre una necesidad de escoger entre varias alternativas y que, directa o indirectamente, siempre estará jugando un papel en tal opción el principio de optar por la mejor imagen del mundo --de ahí precisamente esos principios o criterios de simplicidad, rigor, consiliancia, analogía y demás ideales regulativos de la razón que han sido propuestos en una amplia gama de concepciones epistemológicas. Por otro lado, sin embargo, he dejado claro que en la opción por el mejor mundo de los epistémicamente posibles la noción de «mundo epistémicamente posible» o sea de alternativa teoréticamente aceptable en una determinada coyuntura para alguien debe entenderse con las suficientes precisiones: según la evidencia disponible y según la razonabilidad de las diferentes reglas de inferencia conjeturante que permitan de tal evidencia (o indicios) concluir sendas conclusiones --e.e. sendas alternativas teoréticas.

4. En el tratamiento que he propuesto de la inducción no he mencionado la posibilidad de diferentes reglas de inducción que entren en conflicto. De manera más general cabe la posibilidad de que diversos criterios, todos ellos racionalmente aceptables, de justificación epistémica entren en conflicto a la hora de aplicarlos en ciertos casos. Creo que pueden arbitrarse soluciones en esos casos mediante combinaciones de casuística, supeditación a otros criterios --de corte y sesgo coherencialista desde luego (como los propuestos por Rescher en The Coherente Theory of Truth) y, por último, el recurso de grados de verdad (al que voy a aludir en el punto siguiente). Pero me parece que, sin dejar de ser de gran interés, podían tales complicaciones ser lícitamente omitidas del presente tratamiento.

5. Que hay grados de verdad es una de las tesis que he defendido más tenazmente en mis diversos trabajos filosóficos. Y, sin embargo, poco papel juega tal tesis en el presente estudio. No es que haya apostatado de ella. ¡Todo lo contrario! Mas he creído conveniente ver hasta dónde podía irse en la justificación transcendental de ese ideal máximo de la razón que es la opción por la mejor imagen del mundo sin acudir a la noción de grados de realidad o verdad con su carga correspondiente de aceptación de la existencia de verdades mutuamente contradictorias. Nótese que mucho de lo aquí dicho da incluso por sentado que no hay tales grados (o, mejor dicho, está expresado como si no los hubiera); mas puede ser reformulado todo eso de manera que se reconozca expresamente que se dan grados de verdad. No sólo puede sino que debe. Sólo así se solucionarían graves problemas del presente tratamiento como la vaguedad de palabras como `suficientemente', `suelen' y así sucesivamente. Hay grados de creencia, de justificación, de racionalidad, de soler, de preferencia --y de todo lo demás, e.e. de todas las propiedades y relaciones a las que normalmente hacemos referencia. Mas permanecería como invariable en el planteamiento así reformulado lo esencial del aquí propuesto: la justificación trascendental de la opción por el mejor de entre los mundos epistémicamente posibles.

6. Otra dificultad que podría igualmente tratarse satisfactoriamente con una aplicación convenientemente matizada y articulada de la noción de grados múltiples de verdad sería el espinoso problema --que aqueja al presente planteamiento-- de que no hay ninguna noción clara de en qué estribe un acercamiento a la verdad (como lo ha señalado reiteradas veces Quine frente a Popper y muchos otros). Aun reconociendo la gran dificultad del asunto, me atengo tanto a la convicción de que no todo puede estar mal en torno a una noción tan básica de cualquier planteamiento epistemológico «ingenuo» (la de acercamiento a la verdad) como a la esperanza (que creo fundada) de que pueda por fin obtenerse una articulación aceptable de tal noción gracias a la admisión de grados de verdad --pero sin por ello identificar el grado de verdad de una teoría con su grado de acercamiento a la verdad.

7. Igualmente habría que enriquecer y flexibilizar en muchos lugares el actual planteamiento con la introducción de la noción de aspectos de verdad o de realidad (que, sin embargo, ya está presentada en la Secc. 1ª al identificarse un «mundo--posible» con un aspecto de lo real --en lugar de ver en los mundos posibles entidades a mi juicio enigmáticas, exiladas del mundo real). A tenor de tal enriquecimiento se vería que la verdad o falsedad de un enunciado (la existencia o inexistencia de lo por él significado) es pluriaspectual, e.e. que los valores de verdad son tensoriales y no escalares. Todo eso nos lleva a las aguas procelosas de la metafísica y lo he tratado en otros lugares. Aquí era mejor omitirlo de soslayo y puntualmente hacer a ello una alusión ligera.

8. Un problema serio que se plantea con respecto a la noción de justificación delineada en la Secc. 1ª de este trabajo es que, siendo como es relativa (relacional), no por ello deja de utilizarse en diversos casos de un modo que no parece ser relacional. Así, cuando se dice que una creencia es(tá) justificada para alguien ¿qué quiere decirse? Una respuesta corriente (que explota un regimentado uso no relacional de las expresiones relacionales procedente de Frege) sería que decir eso sería un modo abreviado de decir que esa creencia está justificada (para ese alguien) con relación a algunas otras creencias y a alguna(s) regla(s) de inferencia (al igual que decir que alguien es madre sería un modo abreviado de decir que es madre de alguien). En mi concepción, sin embargo, no es exactamente así. Que una opinión de alguien esté justificada es verdad ssi está justificada con relación a otras opiniones suyas y a ciertas reglas de inferencia que él aplica; pero puede ser menos verdadero lo primero que lo segundo (cosa imposible si la primera oración fuera una abreviación de la segunda) --al igual que puede ser menos verdad que alguien es amigo que no que es amigo de alguien. Toda expresión relacional tiene, pues, un uso no relacional; sólo que la verdad de una oración con una de tales palabras en el uso no (explícitamente) relacional está ligada por ciertos nexos a la verdad de alguna oración con la misma palabra en su uso expresamente relacional. (Aplicando una regla de cercenamiento que he defendido en otros lugares, se deduciría de `tal opinión está justificada (para tal persona) con relación a tales otras creencias y reglas de inferencia' la conclusión `tal opinión está justificada (para tal persona)'; pero en una deducción correcta el grado de verdad de la conclusión puede ser menor que el de las premisas.) Cuán verdad sea que una opinión de alguien está justificada dependerá (al menos entre otros factores) de cuán racional sea para él tener aquellas creencias y creer válidas aquellas reglas de inferencia con relación a las cuales esté para él justificada la opinión en cuestión. Semejantes complicaciones pueden quedar para otro trabajo.

9. Dos cuestiones acaso menores pero no muy fácilmente descartables son las de que la estrategia epistemológica esbozada, al conducir a entronizar una opción sistemática por la mejor imagen del mundo, quedaría por ello mismo descalificada, al revelarse así como un género de wishful thinking. Mi respuesta es que hay otros modos de justificar esa estrategia, p. ej. su propio éxito epistémico --del cual desde luego se puede dudar, desde hipótesis como la del genio maligno o su versión actualizada, la del cerebro preso en un laboratorio, si bien es fácil refutar tales hipótesis con un argumento transcendental que de algún modo les quita hasta sentido (aunque tal refutación desde luego nunca puede ser definitiva ni sin vuelta de hoja, pues siempre tendrá sus propias presuposiciones; en efecto un argumento transcendental, aparte ya de lo que parecen obvias constataciones, nos habla a favor de ese éxito de nuestra estrategia epistémica, la cual --según parece poder corroborarse con un argumento inductivo-- se atiene siempre, más o menos clara o conscientemente, a ese criterio de opción por la mejor imagen del mundo. De suerte que el argumento de la Secc. 3ª no es el único que parece mostrar que el mundo es el mejor de los epistémicamente posibles; entonces, no parece tan irrealista sostener semejante tesis. (Claro que puede mantenerse el reproche de circularidad contra este nuevo argumento, que parece presuponer la corrección de lo que prueba.) La otra cuestión es la de si el carácter grato, placentero o agradable de una teoría es lo mismo que el que nos presente al mundo bien (o mejor que sus rivales); mi respuesta es que por lo menos parece cierto que en la medida en que una teoría tenga la segunda característica tendrá la primera, o como mínimo que hay una correlación entre los grados de lo uno y de lo otro; podemos, pues, dejar sin zanjar la cuestión de la identidad entre tales características; naturalmente aun esa correlación puede no ser perfecta o en todos los casos (quizá hay masoquistas que disfrutan con teorías que les presenten el mundo como muy malo), y, de ser así, habría que restringirla a los aspectos de lo real pertinentes para las tareas de justificación epistémica.NOTA21


Referencias bibliográficas








[NOTA1]

Nótese sin embargo que quien atribuye a otro el deducir una conclusión p de ciertas premisas A mediante determinada regla de inferencia r sí se compromete, con y por esa atribución, a reconocer la corrección de una metarregla de inferencia (un secuente, como se llama técnicamente), a saber, la que permite derivar la regla A ∴ p de la regla dada por supuesta, o sea r. De no ser así, no tendría sentido siquiera atribuir al otro la deducción en litigio, como no cabe sensatamente atribuir a nadie el deducir `Hace frío' de `Me duele la cabeza' mediante el modus ponens. Téngase además en cuenta que --como lo indiqué más arriba--, el derivar una regla de otra es, a su vez, un deducir. Como toda esta dilucidación tiende a esclarecer la noción de racionalidad podría alguien preguntarse si no cabe subir un peldaño más y relativizar una deducción de «p» a partir de A no sólo con relación a una regla r sino también con relación a un secuente S del cual a su vez pueda derivarse --en sentido análogo al anterior, aunque no idéntico al mismo-- el secuente que va de r a A ∴ p. ¿Y así sucesivamente? Pues bien ¿por qué no? Sólo que en los límites del presente trabajo prefiero abstenerme de tales complicaciones ulteriores que no obstante estimo juiciosas y pertinentes --aunque no improblemáticas, como lo indicaré someramente en la n. 3.


[NOTA2]

Este empleo del artículo determinado `las' no debe hacernos olvidar que puede haber justificaciones parciales de una argumentación (o sea de un razonamiento) en las que no se justifiquen todas las reglas de inferencia usadas.


[NOTA3]

Nuevamente es aquí menester introducir parentéticamente una salvedad como la de la nota 1: al atribuir a alguien una presuposición, nos comprometemos nosotros mismos, pues, a aceptar como válidas ciertas derivaciones. ¿Por qué no se podría flexibilizar más la noción de justificación --y con ello también la de presuposición-- de suerte que la justificación de una argumentación fuera relativa a un patrón o parámetro de derivación, e.d. a un determinado secuente o conjunto de secuentes? Desrelativizaríase entonces esa noción de justificación al postularse una justificación de los propios secuentes, de suerte que una persona, al efectuar un razonamiento, presupondría una oración o creencia que pudiera aducir, de la manera más natural, en la justificación de alguno de los secuentes que constituirían justificaciones para ella naturales (o las más naturales) de las reglas de inferencia que usaría en sus (más naturales) justificaciones del razonamiento en cuestión. Y así sucesivamente. Todo ello vale la pena explorarlo. Pero dudo que sea juicioso enfrascarse ahora, en un estudio más bien preliminar como éste, en semejantes complejidades, cuya utilidad por otro lado habría que aquilatar con un minucioso examen, toda vez que, por otro lado, el enfoque más simple que estoy proponiendo en este trabajo ofrece una ventaja indiscutible (si bien a lo mejor no decisiva): al decir que alguien, en su razonamiento, presupone una oración o creencia, referímonos a una creencia que él podría naturalmente invocar en un proceso de justificación de su razonamiento que quedara cerca de la superficie del mismo, o sea que no se remontara a una lejanía justificativa que sólo muy indirectamente viniera vinculada al razonamiento mismo proferido.


[NOTA4]

Nótense dos cosas: 1º) Quienquiera que razone está usando, con algún nivel de conciencia por bajo que sea, alguna regla de inferencia; sería absurdo que alguien dijera que infiere «p» de «q» pero no por regla alguna, sino ¿por? No se atrevería sin duda a decir que infiere al buen tuntún; ni podemos nosotros decir que infiere mas en modo alguno sabe por qué o cómo: si se lo puede ir llevando a que se dé cuenta de qué reglas aplica, es que alguna conciencia tenía ya de tales reglas. 2º) Una argumentación puede ser correcta y, no obstante, injustificada porque quien la lleve a efecto no derive aquella regla cuya aplicación le permita extraer la conclusión de las premisas de otras en cuya validez crea él. Nótese que esta referencia mía a la conciencia significa efectivamente algo que, desde otros ángulos, puede ser tildado de contaminación psicológica. No creo que pueda haber un tratamiento con hondura de los problemas de la racionalidad teórica --ni de los de la práctica tampoco, claro-- que no tenga para nada en cuenta nociones psicológicas como las de consciente e inconsciente. De ninguna manera es ese recurso a lo psicológico una muestra de psicologismo, pues no se trata de definir la validez lógica en términos psicológicos sino únicamente de esclarecer qué actividades mentales son racionales; y el tema mismo es aquí (en parte) psicológico, ya que lo mental es efectivamente psíquico. Claro que tales nociones psicológicas distan de ser improblemáticas. Así y todo, el filósofo puede, por un lado, remitirse a una concepción espontánea, preteorética, de lo consciente y lo inconsciente, pues el filósofo toma muchas de esas concepciones del modo común de pensar y no las somete todas (a la vez) a la criba de su enjuiciamiento crítico; y, por otro lado, puede remitirse a la psicología como la ciencia encargada de esclarecer ulteriormente tales nociones.


[NOTA5]

Esto último es sencillamente un requisito para asegurar la coherencia reflexiva de la actividad en cuestión. En general, uno de los requisitos de una actividad, o de una teoría, racional es que la misma pueda aplicarse a sí misma reflexivamente, e.d. que pueda reconocerse en la misma la existencia y la corrección de la propia actividad o teoría --según sea el caso. Una actividad indagativa o argumentativa es correcta cuando se compone de razonamientos correctos, e.d. tales que emplean reglas de inferencia correctas. La corrección de una actividad indagativa puede definirse análogamente. Esta «corrección» puede entenderse: o bien --según hasta aquí lo estoy haciendo, al dilucidar la noción de justificación-- como validez (una regla de inferencia es válida ssi no tiene ningún contraejemplo, e.d. ssi cada aplicación de la misma es tal que la conclusión es verdadera si todas las premisas lo son también); o bien --según lo haré en la Secc. 2ª, al dilucidar la noción de racionalidad, que es más laxa-- como (mera) confiabilidad, que oportunamente definiré en ese lugar.


[NOTA6]

Dado el enfoque coherentista que subyace al presente estudio, podría admirarse alguien de que el argumento transcendental tal como lo estoy concibiendo concluya que las presuposiciones de que se trate son verdaderas. Pero es que el coherentismo no excluye un reconocimiento de la verdad; al revés: el coherentismo es simplemente la defensa de un tipo de estrategia epistemológica (criteriológica) para llegar a la verdad. EL coherentismo no relativiza la verdad ni prescinde de tal noción; sólo relativiza la justificación de la verdad, así como el reconocimiento subjetivo de la verdad.


[NOTA7]

En relación con esa posición de Lehrer, cabe citar el análisis de Perkins y Hubin en (P:5) acerca de principios de elección que sean autosubversivos y aquellos que sean autosustentantes: es lo primero un principio de elección cuando aplicándolo resulta que no se debe aceptar tal principio; es lo segundo un principio tal que, aplicándolo, resulta que sí debe aceptar el propio principio. Un principio de elección puede no ser ni lo uno ni lo otro. (El que pueda ser ambas cosas a la vez es una posibilidad que no tienen en cuenta esos autores pero cuya seria consideración nos llevaría a pensar en la adopción de una lógica paraconsistente.) Nótese que si, como lo propongo en este artículo, nos atenemos a la noción de creencia en lugar de la de aceptación entendida como opción voluntaria --deliberada, pues--, entonces podemos acuñar nociones similares de criterio autosustentante y de criterio autosubversivo: es, p. ej., autosubversivo un criterio si, aplicándolo, resulta que el propio criterio es inadecuado, o falso, o conducente a falsedades --aplicándolo junto con premisas adicionales, que se dan por verdaderas, en lo cual puede siempre esconderse alguna manzana de discordia. Espero que los criterios de racionalidad teórica y práctica que voy a proponer son, si no autosustentantes (¡y ojalá lo sean!), siquiera no autosubversivos. Justificar tal esperanza es tema que dejo para un artículo posterior.


[NOTA8]

Aparece delineado tal sistema en un trabajo de D. Batens que será publicado en Paraconsistent Logic, ed. por G. Priest, R. Routley & J. Norman (Munich: Philosophia Verlag, 1986). Esa orientación es, sin embargo, muy minoritaria dentro del movimiento de la lógica paraconsistente, como podrá apreciarse por los demás trabajos aparecidos en esa antología. Nótese que ya algunos sistemas de lógica combinatoria de Fitch iban por ese camino, relativizando la autorización de ciertas demostraciones a que las premisas hubieran sido previamente probadas de cierto modo, a lo que responde Geach (en Logic matters, Blackwell, 1972, p. 211) que ese llamado `método de pruebas subordinadas' hace peligrar la propia noción de prueba formal.


[NOTA9]

Mi enfoque de la inducción se aproxima al de K. Machina en (M:1), quien se inclina a no ver en la inducción un tipo especial de argumento, un argumento no deductivo, prefiriendo pensar en un continuum de argumentos inferenciales de los más laxos a los más estrictos (tighter), siendo éstos últimos los comúnmente reputados como deductivos. Mi posición no es del todo ésa, sin embargo. Yo veo a los argumentos inductivos como aquellos argumentos deductivos que condicionan la inferencia a que se den ciertas condiciones como inaducibilidad de ciertas otras premisas --su ausencia del cuerpo de creencias en que se efectúe la inferencia.


[NOTA10]

La aceptación de grados de verdad y de falsedad no entraña la exclusión de una Verdad absoluta; piénsese en la filosofía de Platón, que efectivamente reconoce grados de verdad pero sin por ello renunciar a la Verdad plena, que se da en el mundo de las Formas; piénsese en el argumento climacológico a favor de la existencia de Dios, que parte de presuposiciones similares. Así pues, una teoría con grados de verdad puede utilizar coherentemente donde proceda la expresión `es totalmente verdad que' y, por consiguiente, también la de `es totalmente falso que'. (Vide infra, la puntualización 5ª de la Secc. 4ª.)


[NOTA11]

El querer definir la noción de racionalidad es ambición que me parece desmedida, al menos de momento. Por ello prefiero esta dilucidación en que, dándose por supuesto que se entiende qué significa `racional' en un contexto introdúcese luego, a partir de ahí, el uso de ese adjetivo en otro contexto, o sea con aplicación a otro sustantivo. Justifícase a mi parecer esa opción a favor de algo menos fuerte que la definición, ya que, de un lado, hay una noción «intuitivamente» presente a la mente de qué sea la racionalidad --aunque se trate de una noción oscura y confusa, que se intenta aclarar con esta dilucidación; y, de otro lado, una dilucidación así proporciona precisamente un beneficio de mayor claridad. A nadie se le oculta que, hablando grosso modo, la noción de racionalidad aquí contemplada es la de que es racional un creer que podría justificarse mediante métodos o procedimientos cuya adopción incrementaría el grado general de justificación, aunque no forzosamente en medida mayor que algunas otras alternativas disponibles.


[NOTA12]

Si bien la racionalidad estriba en la justificación, va más allá de la justificación particular de aquello que es racional, pues es una determinación consistente en tender a incrementar el grado general de justificación del cuerpo de creencias en que se da. Si sólo fuera racional una inferencia cuando ésta estuviera justificada, entonces sólo pensarían racionalmente quienes fueran conscientes de la validez de las reglas que usaran y hubieran inferido esa validez de otras creencias suyas; pero no empleamos normalmente ese calificativo de `racionalidad' de manera tan sumamente restrictiva.


[NOTA13]

Nótese que en la concepción de lo racional aquí delineada cabe hablar de grados de racionalidad; pero la racionalidad no es comparativa ni superlativa. En otras concepciones es racional tan sólo el modo de pensar, de inferir o de escoger que sea óptimo. Así se dirá, p.ej., que es racional una creencia ssi está mejor justificada su adopción que la de cualquier alternativa disponible. Ese tipo de concepción lleva a lo que sostiene Platón en la República, estudiada por Hagen en (H:1): una concepción maximalista en la que se viene a considerar racional tan sólo lo que, según el enfoque aquí brindado, sería lo más racional de todo. Mi concepción autoriza que planteamientos opuestos puedan ser ambos racionales. Claro que paga el precio de admitir como racional una creencia que se adopte sin una plena o suficiente información, mientras que la concurrencia de ese estado de información óptima y perfectamente asimilada es juzgado por otros como requisito de racionalidad. Con respecto a la cuestión de si esta noción de racionalidad aquí defendida guarda alguna conexión suficiente con una concepción crítica de la racionalidad que acentúe, como requisito de racionalidad, la apertura al cuestionamiento de los propios supuestos, el sometimiento de los mismos a pruebas y confrontaciones, la disposición a revisar los propios puntos de vista (sobre todo lo cual vide infra, puntualización 3ª de la Secc. 4ª), he de decir que eso está implícito de algún modo en la exigencia misma de ir en pos de la justificación: es racional ir en pos de justificaciones de las propias opiniones, y también de los supuestos desde los que se justifican tales opiniones, y así sucesivamente. Además, al final de esta Sección quedará mejor perfilada la (dinámica, que no estática) noción de racionalidad de (todo) un proceso de pensamiento, la cual involucra la racionalidad de las decisiones que en el proceso son eslabones que unen inferencias antecedentes a inferencias consiguientes a tales decisiones; y son decisiones racionales las de búsqueda de evidencia y contrastación con otra evidencia disponible, así como las de atención a toda esa evidencia. En todo eso estriba el carácter crítico, de apertura a la necesidad de justificar lo que parecía poder darse por sentado sin más; claro está que toda justificación se hará siempre desde otros supuestos que uno acepte (es quimérico querer justificar desde nada, desde ausencia de supuestos, o desde evidencias inconcusas e irrecusables, pues no hay cosa tal). Esta formulación de una racionalidad crítica, así entendida, está exenta de la paradoja del falsabilismo, del racionalismo crítico de Popper, analizada por Post en (P:6) (tal doctrina es autosubversiva en el sentido de la nota 7). No nos lleva el que en cada caso se parta de supuestos a ningún pesimismo epistemológico, sino a un optimismo sin garantías (absolutas). A quienes nos acusen de caer así en una metafísica--ficción, les respondemos que cualquier justificación es relativa: sabemos, instalados en nuestras presuposiciones, que no hacemos filosofía--ficción, mas sólo lo podemos demostrar dentro de nuestros propios supuestos; toda «garantía» (relativa) es parcial e interna al sistema. Esta concepción guarda parentesco con planteamientos de Nicolai Hartmann y de Quine; en general con coherentismos criteriológicos, como los de Keith Lehrer, Lawrence Bonjour y otros filósofos. (Pero un coherentista no puede, para ser consecuente, rechazar como indigno de discusión al fundacionalismo, que en pluma de su mejor portavoz, R. Chisholm, tiene muy interesantes consideraciones que proponer, alegando precisamente que nada que se quede más acá del fundacionalismo, de la admisión de evidencias básicas e inconcusas, puede permitir que se escape a la arbitrariedad subjetiva y al ensimismamiento del sistema adoptado. No puedo aquí entrar a discutir esas consideraciones; bástame dejar constancia de que las estimo muy serias.)


[NOTA14]

En (P:3) he utilizado ampliamente esta noción de perfección con relación al estudio de la atribución a Dios de la determinación de ser omniperfecto. En otro trabajo («El conflicto de valores: Reflexión desde un punto de vista lógico--filosófico», ap. Crisis de valores, ed. por Jesús González López, Quito: Educ, 1982) he desarrollado más ampliamente esta concepción del valor y examinado algunos de sus rasgos más salientes. Nótense los dos siguientes puntos: 1º) pueden darse conflictos de valores, de suerte que puede ser racional para alguien hacer una acción, siéndolo también el hacer otra opuesta y aun incompatible (habrá, eso sí, grados diversos de racionalidad y también de «valiosidad»); 2º) el valor se define para cada uno, lo cual acarrea un cierto relativismo axiológico, que sin embargo de ningún modo entraña que lo valorativo sea un ajuste a las consecuencias subjetivas de cada cual ya que, antes bien, algo es un valor para alguien independientemente de sus deseos, afectos o decisiones --y seguramente son valores para todos la generosidad, la caridad, el sentimiento de compasión, el amor a la justicia y al desvalido, siendo un valor para muchos incluso el autosacrificio, aunque esto pueda resultar a primera vista incompatible con la noción misma de valor. Carece de fundamento el alegar que el autosacrificio es siempre irracional; una defensa de ese punto de vista la hace Mosterín en (M:2), p. 67, al decir que `sacrificarse a sí mismo en aras de otras instancias.., no es racional... ni el santo ni el héroe se comportan racionalmente'. La concepción de la racionalidad de Mosterín e la humeana, según la cual (p. 72) `la racionalidad práctica no es otra cosa que la estrategia lúcida y eficaz para la consecución de la felicidad posible' o hasta (por lo que aparece en otros lugares de ese artículo) meramente para la consecución de los fines que uno persiga más fuertemente. Mas ¿por qué va a ser menos preferible la felicidad del héroe o el santo durante el rato en el que, sacrificándose, disfruta del valor moral de su propio autosacrificio y siente con ello una felicidad que no es sólo gozo de sí y de su propia valía, sino fruición y experiencia del Valor mismo, según se plasma en su acción?


[NOTA15]

Lo que estoy aquí criticando es la noción de racionalidad comúnmente reputada como humeana --a la cual he aludido al final de la nota anterior. Vide al respecto (G:2), (P:5), (H:2) y (N:1), todos ellos críticos de esa concepción humeana. Nótese, empero, que, en su oposición a esa concepción, Hampshire en (H:2) y Nielsen en (N:1)) adoptan una concepción de la racionalidad práctica o volitiva que acude a la noción jusnaturalista de naturaleza humana, con unos intereses o unas necesidades fijas y compartidas por todos, en cierto modo a priori, y sólo por ajuste a las cuales sería racional una decisión. Similarmente, las concepciones jusnaturalistas hoy en boga, como la de Rawls o la de Apel, acuden a unos postulados a priori ínsitos en la naturaleza humana para fundar la moralidad social. Todos esos planteamientos coinciden en la concepción maximalista u optimalista de lo racional aludida en la nota anterior. Mi propio enfoque, en cambio, es --como lo he indicado en la nota precedente-- relativista en cierto sentido (más radical aunque menos extenso que el relativismo profesado por Nielsen en (N:1): cada uno tiene sus valores, sus perfecciones (que no son forzosamente las propias que él estima para sí o para otros), sólo con ajuste a alguna de las cuales será racional una decisión suya. Cómo se articule mi noción de valor o perfección con la de interés o necesidad es tema que puede dejarse para otro estudio. Mi concepción no excluye el jusnaturalismo, pero así y todo admite que pueda ser valioso y racional para alguien algo que no lo sea para otro: aunque ciertas propiedades sean valiosas para todo ser humano, otras lo serán para unos sí y otros no; y también será racional el que obren en pos de uno de estos valores aquellos para quienes lo sean. Mi noción de racionalidad práctica está --como la de racionalidad teórica-- abierta a una articulación ulterior (tarea pendiente para futuros estudios) de la gradualidad misma de tal racionalidad --que en cambio está excluida por los enfoques comparativos de la racionalidad, que desembocan en un superlativismo restrictivo, como p.ej. el de Nielsen (N:1) al sostener que sólo es racional una acción si tiende a alcanzar los más fines que uno persiga o cosas así, p. ej. sólo aquellos que uno siga valorando cuando está plenamente informado.


[NOTA16]

Puesto que no es comparativa mi noción de la racionalidad teórica y práctica, no sufre quebranto alguno por la existencia de inconmensurabilidades valorativas (examinada y defendida por Raz en (R:1), a mi manera de ver bastante convincentemente). Tal existencia deberá tenerse en cuenta a la hora de articular una teoría más completa de la racionalidad, según las líneas aquí esbozadas, que haga un sitio apropiado a los grados diversos de racionalidad, lo cual conlleva criterios de jerarquización. Nótese empero que la inconmensurabilidad se articula muy bien con una lógica tensorial como la desarrollada por el autor en otros trabajos; aunque de valores dados, sea en cada aspecto cierto que o son igualmente valiosos o uno de ellos lo es más, así y todo puede que no sea en absoluto cierto que o en todos los aspectos son igual de valiosos o en todos los aspectos uno de ellos es más valioso. (Vide la puntualización 7ª de la Secc. 4ª.)


[NOTA17]

No puedo, en los límites de este trabajo, articular la concepción de lo bueno y lo mejor que está aquí subyacente. En realidad la tesis aquí delineada permanece neutral con respecto a qué concepción se tenga de lo bueno y de lo mejor: de entre las alternativas epistémicamente posibles, e.e. de entre las concepciones del mundo compatibles con la evidencia disponible, unas nos presentan al mundo como tal que, según las pautas valorativas que tengamos, de ser verdaderas esas alternativas, el mundo será mejor de lo que sería si fueran verdaderas otras alternativas (mejor, pues, que otros mundos epistémicamente posibles.) Mi propia concepción de lo bueno es la leibniziana de maximización de entidades con minimalización de medios; sólo que eso ha de ser doblemente matizado, diciéndose en primer lugar que (pues los medios son también entes) la maximización es de aquellos entes que más contribuyan a la plenitud de realidad de las regiones de lo real en que se ubiquen; y en segundo lugar que consiste no sólo en que haya más de tales entes sino en que gocen de más grado de realidad. Insisto, de todos modos, en que esa concepción de lo bueno no determina el contenido teorético del presente trabajo.


[NOTA18]

Podría alguien alegar que para tal viaje (volver a la tesis de Mill de la regularidad de la naturaleza) no eran menester alforjas. Eso es equivocado. Esa tesis de Mill es aceptada, con unos u otros matices, por muy diversos filósofos contemporáneos, entre ellos Quine. Lo interesante no es, aisladamente, si sí o no se encuentra presente en una concepción filosófica una determinada tesis anteriormente propugnada por otro autor; sino cómo se articula esa tesis en tal concepción, qué nuevo papel juega en ella y cómo se justifica ahora --en suma qué nueva significación filosófica está revistiendo en el nuevo marco. Nótese, además, que bajo el rótulo de `principio de regularidad de la naturaleza', la tesis que estoy proponiendo dista de guardar una excesiva semejanza con la original de Mill.


[NOTA19]

¿Cómo puede un argumento partir de qué sea verdad con relación a nuestro modo de concebir para concluir que en la realidad suceden tales o cuales cosas? Justamente en eso reside lo peculiar de los argumentos transcendentales: en, con ayuda de ciertos supuestos, concluir que en la realidad pasa esto o aquello a partir de constataciones de qué cosas son verdad respecto de nuestro pensamiento fue Aristóteles el primero en emplear un argumento transcendental (al probar que es objetivamente verdadero el principio ontológico de no--contradicción a partir de la situación doxásticamente insostenible de quien o negara o no aceptara tal principio). Se ha acusado (p.ej. H.B. Veatch en «A Non--Cartesian Meditation», ap. Graceful Reason, ed. por L.P. Gerson, Toronto: Pontifical Institute of Mediaeval Studies, 1983, pp. 75 ss.) a la filosofía contemporánea por el giro transcendental, que consistiría en limitar la tarea de la filosofía a proyectar esquemas categoriales, o imágenes del mundo, en vez de investigar la realidad misma. Hay ahí una equivocación: tal acusación es correcta contra un transcendentalismo idealista como el de Kant (y acaso hasta el de Maréchal y su escuela), para quienes el modo de construir el puente que vaya del pensamiento a la realidad es establecer que de algún modo la realidad (o lo objetivo) está constituida o configurada por nuestro pensamiento. Muy otro es el caso con un transcendentalismo realista, para el cual el puente se construye sobre la base de criterios y principios internos, sí, a la economía interna del pensamiento, pero a cuyo tenor no obstante el pensamiento mismo viene normado y determinado por la realidad y ajustado a ella: trátase de una exigencia de armonía entre pensamiento y realidad, exigencia interna sí al pensamiento pero que lleva a éste a reconocer su dependencia respecto de la realidad, su supeditación a lo real, lo cual patentiza que el pensamiento no es algo flotante, sino que está enraizado en lo real, lo refleja y se rige por ello. Claro que lo que la argumentación trascendental no puede dar es garantía inconcusa (una garantía imparcial y absoluta). Mas no hay, no puede haber, garantía así para el pensamiento humano (al menos pro isto statu, que dirían los escolásticos). También se me ha señalado la similitud entre mi argumentación transcendental y el tipo de enfoque característico del argumento ontológico. Acepto ese acercamiento de perspectivas. Mi orientación filosófica, aun sin aceptar dicho argumento (salvo precisamente con la adición de la premisa de la optimalidad del mundo real de entre los epistémicamente posibles --vide infra, n. 20), sí se aproxima a las concepciones filosóficas que, desde S. Anselmo y Duns Escoto hasta Leibniz, Malebranche y Hegel, han hecho suyas versiones de tal argumentación.


[NOTA20]

La tesis así demostrada de la optimalidad del mundo real de entre los epistémicamente posibles juega un papel central en toda la concepción metafísica del autor de estas líneas. En particular desempeña un papel crucial como premisa en las versiones que propongo --en otros trabajos-- tanto de diversas pruebas de la existencia de Dios (pruebas climacológica, cosmológica, ontológica, teleológica y agustiniana --o por las verdades eternas, si bien ésta última la juzgo concluyente, dados otros supuestos, aun prescindiendo de la premisa de la optimalidad del mundo--) como asimismo de las pruebas de las principales determinaciones de Dios: personalidad, infinitud absoluta, omnisciencia, omnipotencia, omnibenevolencia y providencia. No sólo eso: la tesis de la optimalidad del mundo juega en mi metafísica un papel crucial para probar tesis ontológicas como los principios de identidad de los indiscernibles, de plenitud, de razón suficiente y de continuidad. Todo ello, claro, tiene ese aire muy leibniziano (y, más allá, decidida y básicamente platónico) que puede fácilmente reconocer cualquiera. No cabe empero olvidar el papel que juegan ciertas consideraciones epistemológicas en el itinerario cogitativo que me conduce a esas conclusiones --consideraciones a las que he dedicado el presente artículo.


[NOTA21]

El presente artículo es una versión modificada de un trabajo que presenté oralmente en la Universidad de Valencia el 10 de junio de 1986. Agradezco las observaciones que entonces me hiciera José Mª García Gómez Heras y los comentarios de Vicente Sanfélix. También he tenido en cuenta algunas críticas de I. Falgueras y de J. Blasco, aunque desde luego sin menoscabo de la posición filosófica aquí defendida, muy alejada de esos colegas.