El principio de confianza y los vaticinios apocalípticos

por Lorenzo Peña y Gonzalo

[nota]

publicado en:
Diálogo filosófico
Nº 92 (2015), pp. 243-265
ISSN 0213-1196


Sumario

1. El carácter teleológico de la actividad humana. 2. La explicación transformista del sesgo hacia lo positivo. 3. La necesidad y urgencia de apostar por el desarrollo de las fuerzas productivas. 4. Combinar políticas redistributivas con el progreso científico-técnico. 5. El efecto paralizador del principio de precaución. 6. Actuar en una situación de incertidumbre. 7. Refutando dos argumentos del precaucionismo. 8. Necesidad de ponderar costes y beneficios. 9. El imperativo de actuar con confianza en el futuro. 10. Conclusión: apostar por la confianza.


1.-- El carácter teleológico de la actividad humana

Como sucede a todos los individuos de las especies animales con las cuales estamos estrechamente emparentados (no sólo los mamíferos, sino también otras especies de vertebrados), nuestra actividad, individual y colectiva, es teleológica, estando encaminada a conseguir unos fines empleando para ello determinados medios.

Y es que los bienes que apetecemos no suelen dársenos u ofrecérsenos sin que intervenga alguna actividad nuestra, que consiste en determinados movimientos corporales, frecuentemente conjuntados entre un número de individuos y hasta de grupos, a sabiendas de que tales movimientos causarán --o es muy verosímil que causen (o, por lo menos, esperamos que causen)-- la consecución del anhelado objetivo, sin, no obstante, acarrear otras consecuencias causales que nos serían funestas.

De ese modo, toda nuestra actividad teleológica tiene siempre, explícita o implícitamente, dos metas: la una, positiva, que es el fin de la conducta; la otra negativa (a menudo presupuesta o subconsciente), que es evitar males mayores cuya realización pudiera acompañar al logro del fin propuesto o seguirse de él.

No existe, empero, analogía ni similaridad alguna entre esas dos metas. La Madre Naturaleza no ha equipado nuestros sistemas nerviosos (ni presumiblemente los de nuestros cercanos parientes) para prestar una atención comparable a la meta positiva y a la meta negativa. El foco de nuestra atención consciente se centra en la meta positiva, en el alcance de lo apetecido.

Ciertamente nuestro aparato sensorial y nuestra acumulada experiencia individual y colectiva nos preparan para no lanzarnos a ciegas en pos de las metas deseadas sin mirar ni a derecha ni a izquierda, sin sopesar los riesgos, sin reflexionar sobre los inconvenientes o posibles resultados indirectos indeseables. Pero nuestro instinto nos lleva a dedicar a esa labor reflexiva y de contrapeso menos esfuerzo mental y menos afán que los que ponemos en cavilar sobre la relación de medio a fin con el ánimo puesto, por sobre todo, en el logro de lo que deseamos. La preocupación por los riesgos, siendo importante, es secundaria.

Podríamos condensar esa actitud --que parece innata en el hombre y otros animales-- invocando un principio instintivo de confianza. De algún modo parece que la naturaleza nos ha hecho proclives a atender más a la consecución de lo apetecible que a esquivar lo desagradable o perjudicial.

Sin duda ésa es la causa de muchos de nuestros fracasos. Muchas veces caemos en la trampa, igual que les sucede a animales de otras especies que caen en los cepos que les tendemos o se dejan atrapar por nuestros anzuelos.

Estando, como estamos, acechados por peligros múltiples (o sea por la probabilidad de ocurrencia de hechos que nos son perjudiciales), ¿por qué la naturaleza nos ha dispuesto más a la acción que a la inacción, más a fijar nuestra atención en lo que apetecemos y en la relación de medio a fin para conseguirlo que en las medidas, preferentemente omisivas, para ponernos a salvo de tales riesgos?

Si tenemos un concepto transformista de la historia de la vida en el planeta, podemos optar por su versión lamarckiana, por la darwiniana o por una tercera. Dejando de lado terceras versiones, hay, en lo que aquí nos interesa, una notoria coincidencia entre las dos versiones, lamarckiana y darwiniana. Para Lamarck, prodúcese un cambio transgeneracional por adaptación al medio, un cambio teleológico, orientado al logro de los fines de la especie y de los grupos e individuos que la componen. Para Darwin las mutaciones son casuales e inexplicadas, suceden porque sí, pero los individuos que han sufrido unas mutaciones son menos idóneos, en tanto en cuanto se ven peor adapdados al medio que aquellos que han sufrido otras, con el resultado de que, por selección natural, tiene lugar una supervivencia de los más aptos. Que esa aptitud o adaptación sea el efecto de tal selección natural sobre el azaroso resultado de las mutaciones que han acaecido sin ton ni son o que, por el contrario, sea una meta a la que está inconscientemente orientada la transmisión genética evolutiva, en ambos casos lo que tenemos es que aquellos rasgos que prosperan son los adaptativos (al menos de manera general, pudiendo tener lugar excepciones debidas a circunstancias insólitas o al cruce de otras cadenas de causalidad).

Podría ser una aberración biológica la persistencia de esa instintiva inclinación o predisposición a atender más a la meta positiva que a evitar los peligros que acaso puedan acompañarla o rodearla. Es de imaginar que un mundo creado por un genio maligno, que se deleite en los males y los fracasos, habría inculcado esa tendencia a lo positivo si el balance de la misma fuera funesto, multiplicándose así las calamidades. Por otro lado, cabe ser escéptico en cuanto a si cabe un balance global, pues el fracaso de individuos de una especie es el éxito de los de otra: el éxito del carnívoro al adueñarse de su presa y devorarla es el fracaso de esa víctima suya, mientras que, si ésta consigue escapar, el carnívoro puede verse llevado a pasar hambre.

Lo opuesto a la hipótesis de la creación por un genio maligno sería una visión provindencialista, hoy poco o nada aceptada ni en los medios filosóficos ni en los demás --si bien desde el estoicismo greco-latino (pagano) hasta mediados del siglo XVIII era la creencia casi unánime.

No necesitamos, empero, abrazar una visión optimista o providencialista. Bástanos la idea transformista en cualquiera de las dos versiones que hemos evocado. Si tenemos esa tendencia a mirar más a lo positivo que a los riesgos que acechan, ¿será posible que tal tendencia nos haya traído más males que bienes?

Parece sumamente inverosímil que así haya sido. Primero porque, en tal hipótesis, lo verosímil sería que hubiéramos desaparecido. Durante miles de generaciones (muchos miles), el número de seres humanos vivos era exiguo y su crecimiento vegetativo minúsculo, posiblemente negativo en algunos períodos; y, cuando era positivo, lo era en medida apenas por encima de la persistencia, de la cual no se beneficiaron todos los grupos humanos, puesto que se dieron casos corroborados de extinción de poblaciones.

En aquella época del paleolítico, con instrumentos rudimentarios, la supervivencia humana estaba en riesgo como nunca lo ha vuelto a estar. Si fuéramos animales con un innato defecto en el funcionamiento psíquico-neurológico que nos llevara a prestar demasiado poca atención a los peligros, resultaría enigmático que hubiéramos llegado hasta aquí, obteniendo un éxito vital sin paralelo.

Similarmente, en la medida en que podemos extrapolar esa actitud nuestra de mirar más a lo positivo que a lo negativo, es digno de señalar que muchas de las especies afectadas por el mismo sesgo que nosotros también han logrado sobrevivir y adaptarse al medio.

Tal vez nada de todo eso tenga explicación. Incluso se puede cuestionar que sea verídica la versión de los hechos aquí ofrecida, pues no deja de ser una apreciación no científica (aunque pueda ser un genuino conocimiento), siendo menester cuidadosos estudios etológicos para cerciorarse del sesgo mencionado.

Cae fuera del ámbito de este artículo demostrar que el sesgo se da. Voy a suponer que sí. Creo que solemos concordar en su existencia, así sea para deplorarla.


2.-- La explicación transformista del sesgo hacia lo positivo

No resignándome a considerar una mera casualidad o un enigma la supervivencia de las especies afectadas por el sesgo hacia lo positivo, pienso que la explicación adaptativa del transformismo es la más adecuada. Los animales que centran su atención más en los medios positivos para alcanzar sus fines que en los negativos (principalmente omisivos) para esquivar los males logran su supervivencia mejor que aquellos que tengan el sesgo opuesto.

¿Por qué? Porque centrar la atención en los peligros y en cómo evitarlos es una tendencia contraria a la teleología innata de los seres vivos, que consiste en orientarse hacia el logro de fines positivos, buenos o apetecibles. Al fijarse, sobre todo, en cómo evitar otros riesgos, cómo huir, cómo ocultarse, cómo esquivar las ocasiones peligrosas, se corre el riesgo mayor de todos, que es no alcanzar las metas vitales, la alimentación, la reproducción y las demás actividades que forman la vida.

Hay que reconocer la relatividad del distingo entre las metas positivas, de satisfacción de un apetito, y las negativas de evitar una amenaza. Al fin y al cabo la supervivencia misma es un fin positivo y el medio para conseguirla es, además de lograr alimentación y demás medios de vida, esquivar las amenazas, o sea los peligros. La naturaleza, en su evolución, ha dotado de caparazones a las tortugas como medio de protección frente a sus depredadores, pudiendo verse ese fin tan positivo como el de procurarse su propio alimento. Nuestros antepasados del paleolítico tenían, entre los fines de su vida, el nada sencillo de buscar cobijo, fuera en cuevas o en cualesquiera otras oquedades al abrigo de sus enemigos.

Esa relatividad podría hacer sospechar que carece de base el argumento que vengo desarrollando, pues, a la postre, lo que es positivo desde un punto de vista es negativo desde otro y viceversa.

Dudo que sea así. Hay, ciertamente, fines esencialmente defensivos que pueden catalogarse de ambos modos, pero otros son claramente positivos, como lo es toda actividad encaminada a satisfacer las necesidades vitales, al paso que las inacciones (el quedarse quieto, agazapado, a la expectativa) son conductas omisivas que nunca van a desembocar en una satisfacción de las necesidades (salvo cuando son parte de una conducta principalmente activa, como sucede con la araña que, tras haber tejido su red, queda a la espera de que en ella se enrede una presa).

La naturaleza parece habernos inclinado en nuestros instintos hacia la apuesta por lo positivo. No una apuesta ciega, no una desatención total con respecto a las amenazas que se ciernen sobre nosotros y a cómo prevenirlas. Ni la especie humana ni ninguna otra actúa a la ligera, con esa desconsideración de los peligros. ¡Lejos de eso! Lo único que ocurre es que la atención a tales peligros es menor que la que concentramos en idear medios para lograr nuestros fines que consisten en la satisfacción de ciertos apetitos.


3.-- La necesidad y urgencia de apostar por el desarrollo de las fuerzas productivas

Hablar de «apuesta» es enteramente oportuno, pues de eso se trata. El hombre vive rodeado de peligros. El mayor de ellos ha sido históricamente no obtener los alimentos que necesita. Todavía hoy una parte no exigua de la humanidad pasa hambre, sin que se hayan alcanzado los objetivos del milenio. Y, si en vez de hambre o insatisfacción alimenticia, hablamos de desnutrición o malnutrición, el porcentaje de la humanidad afectado sería, aunque minoritario, significativo.

Está claramente prevista, de aquí a pocos decenios, una considerable escasez de alimentos globalmente disponibles, dadas las proyecciones de crecimiento demográfico (y eso a pesar de su acelerada tendencia a su disminución, llegándose a tasas de crecimiento negativo en poblaciones que pronto constituirán la mayoría de la humanidad). Son múltiples las causas de tal escasez. No se trata de caer en ningún malthusianismo, en absoluto.

Y es que, junto a la dificultad o imposibilidad de aumentar la producción de alimentos al mismo ritmo de crecimiento demográfico de la humanidad, el obstáculo está formado también por una concurrencia de otros factores:

  1. la competencia entre las tierras de labor y la expansión urbana (por el esparcimiento urbanístico como modalidad habitacional, lo que se suele llamar «las zonas periburbanas»);
  2. destinar una parte creciente de la producción de ciertos productos alimenticios (aceite de palma, caña de azúcar, maíz, etc) a su tratamiento industrial para la obtención de combustibles carbónicos que reemplacen a hidrocarburos minerales;
  3. la elevación del nivel de vida de poblaciones de lo que era tercer mundo que ahora son habituales consumidoras de carne (lo cual reduce considerablemente el rendimiento alimenticio de las mismas zonas cultivadas);
  4. las políticas de limitación de la producción de alimentos (las cuotas irrebasables) para mantener artificialmente precios altos garantizados.

Reconocido eso, persiste la dificultad misma de aumentar la producción de alimentos, porque la expandibilidad ulterior de zonas de cultivo ya está bastante limitada (sin ser nula) y, sobre todo, porque el progreso técnico que permita incrementos adicionales ni se lleva a cabo con la rapidez y eficacia deseadas (sea porque no se destinan a esa tarea los medios de investigación adecuados, sea por los límites intrínsecos de lo investigable o inventable) ni, cuando se consiguen en el laboratorio, se emplean en la práctica (en buena medida por los funestos efectos de un principio de exagerada precaución).

Esta digresión nos lleva a la conclusión de que, a pesar de todos nuestros avances, aún seguimos habiéndonoslas --al igual que nuestros antepasados de hace 20000 ó 200000 años-- con el problema de cómo alimentarnos. Es ingenua la creencia de que bastaría repartir bien los alimentos hoy disponibles en el mundo (sin siquiera tener en cuenta la urgencia de afrontar los factores (1), (2), (3) y (4)). Idealmente podría (con las justas) ser así en este preciso momento (digamos en este año, 2015); pero sabemos que va a dejar de serlo dentro de poco.

Si así estamos hoy, cuando (según la imagen vulgar, aunque absolutamente falsa) vivimos en una sociedad de abundancia donde nos sobra de todo y llevamos vidas de lujo (siendo posible que tal sea el caso de algunos de los adalides de ese punto de vista), podemos imaginar cómo ha sido para la humanidad a lo largo del millón de años de su existencia en este planeta.

Pero no sólo de pan vive el hombre, claro está. Las necesidades humanas van mucho más allá. Y hablo de necesidades a sabiendas de que cuán difícil es precisar ese concepto (dificultad explotada, p.ej., por Amartya Sen para desacreditar el principio de distribución según las necesidades reemplazándolo con su principio de las capabilidades). Por difícil que sea, está claro que tenemos una noción de qué es necesario y qué es superfluo. Es superfluo pasar vacaciones estivales en Tahití. Tener ratos de esparcimiento es una necesidad.

Hay una diferencia entre deseos y necesidades, aun admitiendo que las necesidades son elásticas y, en buena medida, variables así como, hasta cierto punto, dependientes del contexto histórico-social.

La teoría de los derechos de bienestar (y en cierto modo también la de los derechos de libertad) se ha montado sobre la idea de las necesidades humanas. Es un derecho natural del individuo humano la licitud de hacer u obtener aquello que necesita para existir y, principalmente, para vivir una vida genuinamente humana según se concibe en cada situación histórica.

Pensemos entonces en todas las otras necesidades: las de acceder al conocimiento, a la cultura, al sano esparcimiento, a la salud, a la movilidad, a una vivienda digna, a la protección social; y, sobre todo, al empleo digno, el principal de todos los derechos, por ser el derecho a ganarse honradamente la vida, a participar en el bien común de la sociedad pero como contrapartida de la contribución que uno aporte a ese mismo bien común.

Fijémonos en uno solo de tales derechos que, evidentemente, es asimismo una necesidad básica: la vivienda digna. Está claro que qué sea una vivienda digna depende del contexto histórico, social y económico; no es igual en el paleolítico que en la sociedad medieval o en aquella en que vivimos. Hoy por «vivienda digna» entendemos una que sea espaciosa, cómoda, equipada con elementos de confort --en particular con instalaciones sanitarias, agua corriente, desagües, suministro eléctrico y de telecomunicación y acondicionamiento térmico que permita contrarrestar las temperaturas demasiado altas o demasiado bajas--, estéticamente agradable y (un factor que se olvida o se desdeña demasiado a menudo) ubicada a una distancia razonable de los lugares de trabajo y otros a los que es necesario desplazarse. (Esa distancia será razonable en función también de los medios de comunicación disponibles, claro está.)

En los países llamados «ricos» la vivienda digna dista de estar al alcance, no ya de todos, sino ni siquiera de la gran mayoría (principalmente si tenemos en cuenta el factor de ubicación, deliberadamente omitido de las estimaciones estadísticas). Aun en muchos de esos países son significativos los porcentajes de personas que viven en infraviviendas, en viviendas poco dignas o incluso los sin techo. En países de PIB intermedio, los porcentajes son colosales. (En la India, p.ej., la mitad de la población no dispone de agua corriente en sus casas.)

Sería erróneo (y haría un flaco favor a la comprensión filosófico-política de los problemas) pintar un panorama tenebroso o pesimista. La verdad es que, aun siendo insuficientes, se van dando pasos adelante en la solución de todos esos problemas, salvo el del empleo. La situación de hoy es mucho mejor que la de hace diez lustros y ésta era mucho mejor que la de hace un siglo. Han disminuido la desnutrición, las enfermedades, la ignorancia, la incomunicación, la inmovilidad, la carencia de cobijo, los harapos o andrajos. En cien años ha aumentado considerablemente la esperanza de vida (si bien la importancia de ese factor, nada menospreciable, tiende a exagerarse, como si la cantidad de vida fuera más valiosa que la calidad).

Lo que sucede es que es inmensa la tarea de alcanzar los deseados objetivos de que todos los seres humanos tengan acceso, no sólo al agua y a la comida, sino también al empleo, a la movilidad, a la vivienda, a la salud, al conocimiento, a la cultura, al desarrollo armónico de su personalidad, a la protección y ayuda fraternal frente al infortunio (minusvalía, vejez y otras muchas situaciones de desgracia).


4.-- Combinar políticas redistributivas con el progreso científico-técnico

Para ir dando pasos en esa dirección hace falta conjugar una amplísima gama de tareas y emprender muy diversas actividades. Muchas de ellas son de orden jurídico y político-social: reformar el sistema económico, disciplinar y reducir la economía de mercado --que tan clamorosamente fracasada y calamitosa se ha revelado en tantos aspectos, principalmente en proporcionar empleo digno; medidas redistributivas de la riqueza a escala global (p.ej., en vez del no cumplido 0'7%, proponerse un 7'0% de ayuda estatal al desarrollo); libertad migratoria (entre otras razones porque las remesas de los emigrantes constituyen la mejor forma de ayudar al desarrollo de los países atrasados o de economía débil).

Ahora bien, serán totalmente insuficientes tales medidas político-jurídicas (siendo, por otro lado, ilusorio esperar que quienes hacen campaña a su favor consigan convencer a los gobernantes y a sus electores en un plazo previsible).

Son menester las innovaciones científico-técnicas. El factor de la invención científico-técnica ha sido muchísimo más potente en la mejora del nivel de vida de las poblaciones humanas que las políticas legislativas, si bien hay que reconocer que, lejos de existir una disyunción exclusiva entre lo uno y lo otro, son factores complementarios que se respaldan mutuamente: no habría sido posible el progreso científico-técnico de no haber adoptado los gobiernos políticas legislativas que, introduciendo dosis de redistribución de la riqueza, han asegurado una demanda solvente a los nuevos productos industriales conseguidos gracias a la invención; lo cual, de rebote, ha repercutido en un nuevo y mayor apoyo a la investigación y a la innovación técnica, una vez que los industriales han comprobado que las innovaciones son vendibles y, por lo tanto, lucrativas.

A lo largo de los últimos 25 lustros aproximadamente la humanidad ha alcanzado, a un acelerado ritmo, avances científico-técnicos que eclipsan lo conseguido en el millón de años precedente.

Desde 1890 (podríamos tomar otro mojón) hemos pasado de no saber curar casi ninguna enfermedad a disponer de un amplísimo arsenal de medios y recursos médico-quirúrgicos (desgraciadamente no accesibles a todos los seres humanos, lejos de eso) que permiten sanar --o, al menos, aliviar-- enfermedades --muchas de ellas antes mortales y, cuando no, espantosamente dolorosas-- que afectan al sistema nervioso, al respiratorio, al circulatorio, al reproductor, al digestivo, al aparato perceptivo, sin contar las prótesis dentales, óseas, y tantas otras que hacen llevaderas muchas vidas antes de infierno.

Tales avances han sido posibles no sólo por el mero descubrimiento de ideas, sino por la utilización de nuevos materiales, como el lantanio y los metales raros afines, el platino, las nuevas aleaciones; en suma, sería inseparable ese avance científico-técnico del progreso industrial, incluido el minero.

Asimismo en ese lapso de 25 lustros se ha conseguido, para una parte mayoritaria de la humanidad, tener en sus casas agua potable; hasta comienzos del siglo XX, que es cuando empieza a generalizarse en las capitales de los países más ricos el suministro doméstico de agua, ésta no era verdaderamente potable (pues transmitía muchas enfermedades); algunos autores consideran que, en la prolongación de la esperanza de vida, el abastecimiento de agua potable ha sido un factor no menos importante que los progresos de la medicina.

Si hoy nos encoge el corazón conocer las condiciones de habitación de tantos millones de personas en el mundo, hay que percatarse de que la actual situación es paradisíaca comparada con la de 1890, incluso en los países más ricos, donde sólo una minoría moraba en viviendas confortables. La mejora no se ha debido sólo (ni quizá principalmente) a las políticas sociales de vivienda pública, protección al inquilino e incentivación del acceso a la propiedad inmobiliaria (políticas, por lo demás, carentes de coherencia, en su mayoría escasamente efectivas, a menudo mutuamente contradictorias y que, salvo quizá en Francia y algún otro país, han venido a ser más bien como salpicaduras). El factor principal ha sido el avance técnico que ha posibilitado construir edificios de otro modo, con más pisos, con habitaciones más espaciosas, con mejor aireación, con sanitarios adecuados, con ascensores y muchas otras comodidades.

En 1890 la electricidad estaba en sus inicios. Apenas en unos pocos países existía un tendido eléctrico, siendo ínfimo el número de hogares con acceso a tal fluido. Sin electricidad no habríamos tenido los electrodomésticos que han cambiado radicalmente el modo de vida de la mayoría de la humanidad.

Podemos agregar tantísimos otros avances de este portentoso período: la máquina de escribir (que ya existía en la fecha tomada como mojón, pero en modelos todavía muy toscos); el teléfono alámbrico, luego el móvil; la telecomunicación inalámbrica; los trenes de alta velocidad; las computadoras; el internet; los nuevos dispositivos electrónicos móviles.


5.-- El efecto paralizador del principio de precaución

Podemos agradecer que los creadores y primeros utilizadores de tales inventos que han mejorado nuestra vida no hayan tenido que enfrentarse a ningún principio de precaución.

No obstante, a pesar de que las políticas públicas no venían trabadas por ningún principio de precaución, ante cada progreso científico-técnico se lanzaron atronadoras alarmas. Algunas de ellas procedían de los medios populares, sea por atraso, ignorancia o supersticioso pavor ante lo novedoso, sea por un comprensible interés por no ver amenazado su modo de vida tradicional y, más concretamente, su ganapán. Otras alarmas venían lanzadas por expertos, por personas influyentes, que de buena fe avizoraban peligros en realidad inexistentes (sólo que sería la praxis la que se encargaría de demostrarlo).

No podemos ocultar que también entraban en escena los alarmistas menos excusables: unos por odio a todo lo nuevo, por un adictivo aferrarse a lo consuetudinario; otros por un interés menos legítimo de conservar privilegios, cotas de poder, fuentes de ingresos que podrían verse amenazados (o así lo temían ellos) por la difusión de nuevas técnicas.

Ahora bien, entre fines del siglo XVII y mediados del XX la humanidad ha vivido un período de euforia progresista, de fe en el género humano, de convicción, ampliamente mayoritaria, de que nuestra especie es capaz de ir mejorando su vida --gracias al esfuerzo inventivo de sus más capaces miembros y al consenso social favorable a la adopción e implementación de esos inventos--.

No han sido creencias unánimemente compartidas en ningún momento, pero sí decisivas en la opinión pública y, tras reticencias o titubeos iniciales, prevalentes en los círculos de decisores, en la visión de las élites lo mismo que en las de la masa de la población.

Gracias a esa actitud pudieron vencerse los escollos, los miedos, las resistencias. Quienes, a menudo bulliciosamente, a veces violentamente, se oponían a los progresos esgrimiendo temores cuyo fundamento no podían probar se enfrentaban, no a una demostración (a la sazón imposible) de esa falta de fundamento, sino a la prevalencia, en la duda, de un principio de confianza.

Igual que Colón descubrió América gracias, en buena medida, a una confianza que no estaba científicamente fundada (al revés, quienes se oponían a su aventura podían basarse en mejores cálculos geográficos conocidos desde la antigüedad helenística); igual que Copérnico, Galileo y Kepler hicieron avanzar la astronomía, frente a las resistencias conservadoras, aun sin disponer de recursos enteramente rigurosos para probar sus nuevas teorías (e incluso, según Feyerabend, forzando la evidencia a su alcance); igual que Lamarck y Darwin propusieron sus teorías transformistas sobre la base de evidencia científicamente insuficiente; del mismo modo la adopción de cada nuevo invento se llevó a cabo rodeada de una razonable aprehensión, de incertidumbre.

Tenemos, como caso paradigmático, el de la vacuna antivariólica (esa que ha acabado erradicando una de las plagas más horrendas que padeció la humanidad durante miles de años). Estuvo rodeada de rechazos y pavores su introducción en el siglo XVIII. En rigor, la vacuna, propiamente dicha, no se inventa más que en el último decenio del siglo, pero ya antes se practicaba una inoculación que (inicialmente con modestas tasas de eficacia) constituía el primer método de prevención.

Aducíase, no sin cierto fundamento, que era arriesgado y hasta temerario inocular elementos patógenos para provocar una reacción corporal que no dejaba de ser una enfermedad real e inmediata (sin poder asegurarse que no acarrearía otros efectos malignos e incluso letales) en aras de evitar una eventual enfermedad, sin duda espantosa, pero que felizmente no alcanzaba ni a todos ni a la mayoría. Sabemos cómo el rechazo de la inoculación en la corte de Luis XV fue razón suficiente de la muerte prematura del rey, lo cual puede haber sido un factor de cómo se desarrollaría la historia de Francia al final del siglo.

La generalización de la vacuna en el siglo XIX y primera mitad del XX será posible por la determinación de las élites y de los poderes públicos, tras vencer encarnizadas resistencias. Una de ellas fue la de S.S. el Papa Gregorio XVI (Fray Bartolomeo Cappellari, camaldulense), cuyo pontificado va de 1831 a 1846. Durante ese reinado prohíbe en sus extensos Estados (que abarcaban todo el centro de Italia) tanto el ferrocarril (del cual voy a hablar en seguida) como la vacuna antivariólica.

Posiblemente el argumento más fuerte de los detractores del invento médico era que con él se frustraba la voluntad divina. Tal argumento, tomado en serio, hubiera debido llevar a no practicar medicina de ningún tipo, pero, por las mismas, también a no extinguir incendios (y más aún a no prevenirlos), a no guarecerse, a no mejorar las construcciones, a no tender puentes ni caminos ni idear métodos de navegación más eficaces; y, llevando el argumento a sus últimas consecuencias, a vivir la vida que imaginamos del hombre de las cavernas.

Notemos que hoy pocos invocan la voluntad divina, pero muchos un sucedáneo suyo: el orden natural, los derechos de la naturaleza, la conservación del medio ambiente (entendido justamente como preservación, mantenimiento del estado ancestral, no como un equilibrio ecológico evolutivo que haya que contribuir a mejorar); invocaciones que, en ocasiones, dejan traslucir un deseo de que las cosas sigan exactamente como estaban, que no se introduzcan nuevos procedimientos, nuevos remedios, nuevas técnicas, no sea que venga trastrocado el orden natural ancestral.

Podemos pasar a otro adelanto que también suscitó enormes resistencias: el ferrocarril (y la navegación de vapor). Ha sido, posiblemente, lo que más ha cambiado la vida de la humanidad, pues el número de días que antes se tardaba en recorrer una distancia pasó a ser ese mismo número, pero de horas. No obstante, saltaron al principio todas las alarmas y se promovieron tumultos contra esa innovación. No puede uno por menos de sentir simpatía por todo el personal (empresarial y obrero) cuyo negocio de las diligencias y de la navegación de halaje se venía a pique con la competencia del tren y de los buques de vapor. Pero, a la larga, todos saldrán ganando, pues el enorme impulso a la economía generado por la velocidad suscitando un progreso industrial y, con él, puestos de trabajo antes ininimaginables.

Uno de los reparos iniciales al ferrocarril era proferido por algunos médicos, quienes alegaban que el rápido paso que sufrirían los viajeros de una región o comarca con un clima a otra con clima distinto provocaría efectos nocivos para la salud, especialmente abortos. Evidentemente también se aducían muchos otros peligros, algunos bien reales (atropellos, descarrilamientos, suciedad, ruido).

De haber prevalecido esas resistencias, la humanidad se habría quedado estancada, pues, directa o indirectamente, todos los avances económicos y científico-técnicos posteriores están ligados a esos nuevos métodos de transporte y a rapidez de las comunicaciones por el telégrafo (que forma un tandem con el ferrocarril).

Los partidarios de las innovaciones no podían probar que carecieran de fundamento los temores esgrimidos; hasta que no se viajara en tren (y en trenes cuya velocidad fue creciendo sin parar a lo largo de toda la segunda mitad del XIX), no se podría saber si, en efecto, se iban a producir esos impactos para la salud. Menos se podían negar consecuencias constatables; aquí sólo se trataba de evaluarlas y de conjeturar si irían a más o a menos. Felizmente la ulterior mejora de las técnicas permitirá reducir los impactos negativos, gracias a los progresos de la construcción, la señalización, el diseño de las locomotoras y de los vagones, etc.

En esos dos casos paradigmáticos, los decisores que adoptaron los inventos lo hacían en situaciones de riesgo. No podían desconocer los peligros ni alardear de una certeza que ni tenían ni podían tener. Mas actuaban según un principio de confianza: era enorme la mejora esperada con el invento; era grande el mal que se trataba de superar (en un caso la terrible epidemia, en el otro los perjudiciales efectos de la lejanía). Los adversarios aducían, unas veces, peligros reales, y, otras veces, imaginarios.

El estado de la ciencia no permitía aún demostrar que esos imaginarios peligros carecieran de fundamento. Había que apostar. Y se apostó por la innovación. Sin ella, seríamos hoy muchísimos menos en este planeta, nuestras vidas serían mucho más cortas y de peor calidad, como lo eran las de nuestros antepasados de aquella época.

No todos los inventos tienen un balance tan halagüeño. Puede dudarse si inventos como la dinamita, la descomposición del átomo, incluso el automóvil y la televisión han sido igualmente positivos, habiendo balances controvertidos. Asimismo no todos los nuevos medicamentos han arrojado un resultado tan satisfactorio a la larga como la vacuna antivariólica. Sin duda los méritos o deméritos de cada nuevo producto, de cada nueva manera de hacer las cosas, han de apreciarse caso por caso.

Siempre que existan conocimientos científicos que indiquen una excesiva peligrosidad de un nuevo producto, siempre que haya razones fundadas, serias, contrastadas, corroboradas, que gocen de consenso en la comunidad científica, sobre peligros concretos (no abstractos, vagos o genéricos), sería temerario lanzarse a la nueva producción o utilización sin haber previamente demostrado que tales peligros o bien no existen o no tienen la virulencia o la probabilidad temidas.


6.-- Actuar en una situación de incertidumbre

El ser humano actúa siempre en situación de incertidumbre. La plena seguridad está fuera de nuestro alcance. Entonces, en tales situaciones de inseguridad, el principio de confianza nos lleva a dar, de antemano, más peso a la presunción favorable a un invento que pueda mejorar nuestras vidas que a los temores que rodeen a su adopción.

Esa ponderación no sólo no impide, sino que implica, que se dé mayor peso a la negativa cuando tengamos motivos fundados o indicios fortísimos de que los efectos desfavorables van a ser mayores que los favorables. Incluso tal vez cuando, sin llegar a ese punto, tengamos motivos, asimismo fundados, para atribuir una probabilidad significativa a unas consecuencias causales negativas de enorme gravedad. Mas el umbral de la significatividad varía según de qué se trate y, sobre todo, de qué se frustre con la no adopción.

Lo peor es que no mejore la vida humana, que no logremos vencer enfermedades hoy por hoy sin cura (y muchas de ellas sin tratamiento, ni siquiera paliativo), que no se alimente suficientemente toda la humanidad, que no tengan todos los humanos un empleo digno, una vivienda digna, cultura, esparcimiento, instrucción, acceso a las telecomunicaciones, protección social, electrodomésticos, sanitarios, desagües, movilidad adecuada. Lo peor es que no alcance la mayoría de la humanidad un nivel de vida del que hoy sólo dispone una minoría, incluso en países de economía intermedia (como España) y hasta en buena parte de los más ricos (¡piénsese en la tremendas bolsas de pobreza en USA!)

Es mayor y más grave el peligro de que así continúen las cosas que el de los deterioros medio-ambientales, sanitarios u otros que tanto temen los precaucionistas (o sea los adeptos del principio de precaución, en alguna de sus versiones fuertes).

Como mínimo, los partidarios de ese principio de precaución deberían rebajar considerablemente sus exigencias, sus constreñimientos, aceptando que se formule en términos cautos, que sólo paralicen o retrasen la adopción de innovaciones científico-técnicas cuando los motivos para temer consecuencias funestas superen a los motivos para esa adopción.

Demorar la adopción de los inventos o condicionarla a la simultánea aplicación de medidas desproporcionadamente costosas o difíciles de implementar no debería imponerse nunca sin ponderarse la calculada ventaja de tal precaución con sus desventajas, como los impactos negativos para el empleo, la viabilidad económica y la satisfacción de amplias necesidades de los sectores más vulnerables de la población del planeta.

Tales impactos han de determinarse no sólo por la relación de causa a efecto, sino también por la más genérica de razón suficiente: una omisión no causa el efecto (la persistencia del desempleo, el agravamiento de una enfermedad, la carencia de suministros de agua o electricidad, la ignorancia, la incultura, etc). Sin causar ese efecto, la omisión puede ser (y frecuentísimamente es) razón suficiente del mal en cuestión, en tanto en cuanto, de no haberse producido tal omisión, se habría evitado, superado o, al menos, aliviado dicho mal.


7.-- Refutando dos argumentos del precaucionismo

Frente al deseo de adoptar nuevos procedimientos resultantes del avance científico-técnico, suelen esgrimir los precaucionistas dos consideraciones:

A lo primero hay que contestar que, efectivamente, el progreso no puede ser infinito ni la vida humana en este planeta tendrá una duración infinita. Mas de ahí no se deduce que el límite se haya alcanzado o se vaya a alcanzar en los próximos 10, 100, 1000 o 10000 años, ni siquiera en el próximo millón de años. Para afirmar el alcance ya realizado o próximo a realizarse del límite hay que aportar una prueba que no puede consistir en el mero tópico de que existe un límite.

(Carece absolutamente de valor el frecuente alegato de que estamos consumiendo varios planetas; de ser así, habría cesado ya el consumo y nuestra especie se habría extinguido, junto con todas las demás.)

Al malthusianismo implícito en ese argumento de los precaucionistas hay que replicar, asimismo, que lo que en verdad están impugnando no es la adopción de nuevas técnicas, sino la ampliación y aun el mero mantenimiento del nivel actual de consumo global. Cierto que la adopción de nuevos inventos, fruto del avance científico-técnico, suele acarrear, al generalizarse, un aumento del consumo global. Sin duda se consumían menos recursos cuando no se habían inventado los dispositivos electrónicos, el internet, las resonancias magnéticas, los nuevos instrumentos de diagnóstico y tratamiento terapéutico, las comunicaciones vía satélite, y así sucesivamente.

No deja de ser verdad que, en algunos casos, la adopción de nuevos inventos conlleva el ahorro de algunos recursos, aunque en la práctica eso más parece una promesa que una realidad. (Así se sigue todavía demorando el prometido ahorro de papel gracias a la telemática y a los dispositivos electrónicos de lectura.)

Pero el meollo de la inquietud aquí considerada no estriba, en absoluto, en la adopción de nuevas técnicas, sino en el consumo de recursos, ya venga causado por el avance científico-técnico o de otro modo. Si el consumo es ya excesivo, habrá que disminuirlo. Suele proponerse esa disminución mediante alguna sobriedad de quienes consumen más. Muchos, quizá muchísimos, estaríamos de acuerdo en eso, siempre que sea muy pequeña la capa social de aquellos a quienes se exigen tales sacrificios. Lo malo de la solución es que, por más recursos que esté despilfarrando esa capa privilegiada (digamos el 1 ó 2 % más rico de la humanidad o a lo sumo el 5%), la disminución de su consumo tendría escaso impacto medio-ambiental.

Por otro lado --y sobre todo-- eso no solucionaría el subconsumo de la mayoría de la población mundial (al menos de dos tercios de la misma), el cual no vendría significativamente afectado por una redistribución de los recursos hoy gastados, redistribución que, sin embargo, no haría rebajar el consumo global de recursos.

De ahí que, en el fondo, quienes sostienen el argumento que estoy refutando sólo podrían contentarse con una drástica reducción de la población humana en el planeta. Mas tal reducción, si es por la vía de un control coercitivo de la natalidad, provocaría un envejecimiento general (que ya está siendo uno de los más graves y acuciantes problemas en muchos países). Por lo cual deberían, para ser honestos y consecuentes, proponer otros procedimientos, p.ej. rifar el derecho a la subsistencia. Sea como fuere, vemos que el argumento aquí cuestionado no favorece en nada a los adeptos del principio de precaución.

No estoy diciendo con eso que hayamos de consumir a la ligera. Hay que distinguir entre los consumos generalizables y aquellos que no lo son. Seguramente no son generalizables a la humanidad (a los actuales 7.500 millones y a los próximos 15.000 millones) ni el uso del automóvil ni el viaje aéreo ni la comida cárnica. Y es que nada en la actual tecnología --ni en la previsible-- puede hacernos esperar esa generalizabilidad (entre otras cosas por el efecto invernadero de las emisiones de anhídrido carbónico).

Si eso es así, habría que considerar que es un despilfarro el uso de esos recursos (hoy --y tal vez para siempre-- únicamente asequibles a una minoría de la humanidad); mas sería ilusorio esperar que poner fin al mismo mejoraría significativamente la vida de un amplio número de miembros de la humana familia. (Y es que no se van a arreglar los problemas meramente con una redistribución de los recursos, sin crecimiento de las fuerzas productivas.) Hay que racionalizar al máximo la utilización de los recursos, producir más bienestar con menos medios; justamente a eso tienden muchos progresos científico-técnicos.

A la segunda consideración de los precaucionistas hay que contestar que a ellos incumbe la carga de la prueba. A la vista está el escaso éxito --o a veces el fracaso-- de muchas esperanzas de soluciones-milagro que prometían proporcionarnos energía barata, comodidades, salud, etc sin impacto medioambiental y sin peligro sanitario alguno. La fe puede ser loable, siendo, en todo caso, lícita; pero a los decisores públicos no les es dable actuar por fe. Tienen la obligación de atenerse a las evidencias racionales. Y, cuando resulta excesivamente costosa o escasamente productiva una alternativa (como, hasta ahora, las energías renovables, principalmente la solar), o cuando su balance de ventajas y desventajas no es tan favorable como lo pintaban sus partidarios, no resulta racional posponer la adopción (a pesar de sus riesgos) de un invento de mayor productividad y menor coste sólo porque exista (o se piense que va a llegar a existir) esa alternativa.

Eso se aplica, p.ej., a la energía nuclear. Podemos preguntarnos si acaso la descomposición del átomo no ha sido uno de los avances científicos de los cuales hayamos de estar menos satisfechos, dado su uso como arma de destrucción masiva. Pero el hecho es que está ahí; y a favor de su utilización para generar energía está la experiencia, principalmente la de países como Francia, que producen la electricidad más barata y con menos emisiones de anhídrido carbónico. Aunque los riesgos son conocidos --en la mente de todos están Chernobil y Fucushima--, el ser humano sabe sacar lecciones de sus errores y tomar medidas de prudencia para, sin arrinconar el procedimiento técnico (que es lo que nos proponen constantemente los precaucionistas), seguir implementando el uso de la energía nuclear con métodos mejorados y evitando --entre otras cosas-- su instalación en lugares de especial riesgo sísmico. Es muy dudoso que, sin ese recurso, se logre en un futuro próximo aportar electricidad a todos los hogares del planeta (aunque, desde luego, sería igualmente falaz creer que tal energía va a ser una panacea).

Otro ejemplo pertinente es el de los organismos genéticamente modificados, OGM. No se pueden defender globalmente los OGM, sino que es menester un estudio caso por caso. Hasta ahora han sido recusadas por muchos científicos (y por los comités de expertos) las investigaciones que presuntamente alertaban sobre los peligros para la salud de cereales-OGM. La vigilancia no puede relajarse; al revés, si esas investigaciones han sido sospechosas de parcialidad y no ajustadas a estrictos protocolos de experimentación consensuados en la comunidad científica, hay que emprender otras y seguir ojo avizor escudriñando posibles efectos negativos. Mas, mientras el uso de tales OGM revele su resiliencia (su capacidad de aguantar con éxito tests encaminados a mostrar sus efectos desfavorables), hay que ponderar las ventajas de su uso, especialmente cuando así se consiguen variedades que se adaptan al riego con aguas salobres (aliviando el gravísimo problema mundial de la escasez de agua dulce) o que incrementan el rendimiento o que resisten a las plagas, permitiendo un menor uso de pesticidas. Es asunto de cuidadosísima y atenta ponderación.

(Los críticos de los OGM suelen aducir las censurables prácticas empresariales de las firmas que los producen y comercializan; pero ésa es una cuestión absolutamente dispar; si esas prácticas merecen reproche, habrán de establecerse medidas legislativas para poner coto a las mismas, p.ej. nacionalizando su producción y comercialización.)

El precaucionismo (p.ej. en la vecina Francia) ha impuesto una actitud pública de rechazo absoluto de todos los OGM, como si ese principio (de tan brumosa y oscilante enunciación) fuera una razón de segundo grado (en el sentido de Raz) que descarta liminarmente tomar en consideración razones de primer grado. Y es que lo que vienen a aducir los precaucionistas (no siempre cuidadosos ellos mismos de dar a sus alegatos una formulación precisa, clara y convincente) es que puede haber riesgos que desconocemos y que, de existir tales riesgos, a lo peor serían de tal envergadura que contrarrestarían con creces todas las ventajas.

Lamentablemente ese argumento prueba demasiado. Quizá jamás podremos demostrar que no existen tales peligros, ya que, aun después de decenios de uso de un nuevo invento, pueden producirse nuevos casos con efectos colaterales imprevistos. Lo racional es, ante esa inevitable incertidumbre, actuar según probabilidades calculables, cuando sea posible, y, cuando no, avanzar dando pasos experimentales y de adopción paulatina; sin por ello estar nunca en condiciones de asegurar que no surgirán más tarde razones de peso para abandonar el invento.

Eso pasó con el amianto; pero no hay que olvidar que los efectos negativos del amianto se conocieron muy pronto y que dolosamente se ocultaron por interés; para descartar su uso no era preciso acudir a ningún principio de precaución; bastaba el viejo principio de prevención. Tal vez hoy podamos concluir que la generalización del transporte automovilístico y del aéreo ha acarreado consecuencias tan funestas para la salud y para el medio ambiente que habría que ir pensando en su abandono; razón de más para inventar aceleradamente técnicas que permitan mantener y aun mejorar la calidad de vida sin esos insaciables devoradores de recursos.

En resumen, el ser humano no puede paralizar su progreso por el mero temor a que acaso puedan en el futuro descubrirse peligros en el uso de una nueva técnica, cuando, hoy por hoy, no se han descubierto ni tenemos, para sospechar racionalmente que existen, motivo alguno salvo la falta de prueba de su inexistencia. Actuando con prudencia, habremos de adoptar la nueva técnica cuando estén probados sus efectos favorables y no haya indicios racionales de su nocividad (o ésta sea mucho menor).


8.-- Necesidad de ponderar costes y beneficios

La necesidad o, al menos, la conveniencia de adoptar una nueva técnica está en función de su coste, de los peligros conocidos o racionalmente sospechados (no de la mera posibilidad epistémica o doxástica de que pueda haber peligros porque no se ha demostrado que no los hay) y, sobre todo, de qué se espere conseguir con esa adopción. Si la nueva técnica puede servir para mejorar la alimentación de las poblaciones desfavorecidas, aliviar la precariedad energética, mejorar la salud, curar o aliviar enfermedades (por muy minoritarias o «raras» que sean), elevar la calidad de vida o incluso incrementar la esperanza de vida, creo que hacen falta muy buenas razones --que racionalmente apunten a riesgos concretos y determinados-- para posponer o descartar esa técnica.

Distinto es el caso de mejoras cosméticas, productos meramente embellecedores, o que generen una satisfacción suntuaria y que sólo podría estar al alcance de una minoría; aun en esos casos, hay que ponderarlo todo, incluyendo el impacto sobre el empleo y el crecimiento económico.

Así el uso de nuevas técnicas de cultivo de flores en países subdesarrollados puede parecernos un gasto superfluo, tal que, si además no se ha demostrado la ausencia de riesgos, debería descartarse; sin embargo, hay que calibrar cuidadosamente el impacto de esos cultivos, que para algunos de esos países son importante fuente de divisas con las que comprar alimentos para su población y que generan muchos puestos de trabajo. Si las flores OGM mejoran el rendimiento, tenemos ahí un motivo para su adopción.

¿Qué pensaríamos de quienes, en los años 30/40 del siglo antepasado, frente a los planes de trazado de vías férreas, hubieran alegado que las diligencias iban mejorando su rendimiento y, sin los estragos y peligros del tren, acabarían trayendo ventajas similares? Sin duda que, bien o mal intencionada, semejante propuesta hubiera estado fuera de lugar, valiendo la pena correr los riesgos del transporte ferroviario, único modo seguro de alcanzar el objetivo anhelado de acortar distancias y multiplicar la capacidad de transporte.

No creo que ese símil esté muy descaminado con relación a quienes hoy, ante cada nuevo adelanto científico-técnico cuya ausencia de peligros no esté demostrada, esgrimen la preferibilidad de continuar con el uso de técnicas ya probadas esperando meramente su ulterior perfeccionamiento. Una esperanza que puede ser un mero desideratum (wishful thinking) y que, aun cuando no lo sea, queda por apreciar en sus ventajas y desventajas comparativas con relación a la temida o denostada nueva técnica.


9.-- El imperativo de actuar con confianza en el futuro

El ser humano tiene, con relación a sí mismo, con relación a la familia que nos abarca a todos --por un imperativo que rige toda la vida en el Planeta que es la tendencia a vivir mejor, no sólo a preservar la existencia como creían Spinoza y Hobbes--, un inexorable deber de utilizar los dones que nos ha dado la madre naturaleza, ante todo nuestra razón para, con ella, idear nuevas técnicas que sirvan para satisfacer mejor las necesidades de la inmensa mayoría de la humanidad (o de toda ella).

Para avanzar por ese camino, hemos de atenernos al principio de confianza, o sea no detenernos por la no demostración de inexistencia de peligros; sólo es razonable detenerse por la existencia de indicios serios de peligrosidad; y, aun en tales casos, con debida ponderación de los pros y los contras, de las probabilidades en uno u otro sentido (siempre que sean calculables, lo cual dista de suceder en todos los casos, además de que tales cálculos son frecuentemente engañosos, están mal fundados y encierran dosis de arbitrariedad).

Es la inducción lo que hace perfectamente racional ese proceder según un principio de confianza. Con éxito lo hemos aplicado de hecho a lo largo de miles de años. Es un principio sobradamente corroborado por la experiencia. Los hechos atestiguan, no la existencia de una mano invisible, ni de una providencia, ni siquiera de una armonía preestablecida. Tales hipótesis son perfectamente defendibles en el plano metafísico, mas no están avaladas por la experiencia.

Lo que sí está avalado por la experiencia es que nuestro utillaje neuronal, nuestra capacidad razonadora y perceptiva, están adaptados (como consecuencia de la evolución, sea lamarckiana o darwiniana) para --instintivamente, por así decir-- tender más a invenciones favorables a la mejora de nuestro nivel de vida que a invenciones cuyos efectos prevalentes sean funestos; y que, ante éstas últimas, esa misma capacidad neuronal nos habilita para percatarnos de los peligros (no siempre a tiempo); por lo cual, de modo general, si, tras intentos serios por probar la existencia de peligros, éstos no asoman, podemos considerar que la hipótesis de la utilidad del nuevo invento viene garantizada (hasta cierto punto) por su resiliencia frente a los intentos de hacerla fracasar.

No deja de ser cierto que, si, con el avance científico-técnico, son cada vez mayores y más ambiciosas las ventajas que la familia humana puede extraer de los nuevos inventos en campos esenciales para su vida, su bienestar, su felicidad en suma, también, en los casos en que salga mal una nueva técnica, los peligros pueden ser mayores. No cabe duda de que los riesgos de un accidente nuclear son mucho mayores que los naufragios, el desbordamiento de embalses, la rotura de diques, el hundimiento de puentes, el sepultamiento de minas, el incendio de fábricas. (Sólo que el número de muertos por accidentes nucleares hasta ahora es muchísimo menor que el de incendios y derrumbes.)

De ahí que se profieran los vaticinios apocalípticos. Si, con cada progreso científico-técnico aumenta la utilidad marginal de los nuevos inventos (en lugar de disminuir como imaginarían los marginalistas), también aumenta, no la probabilidad de que conlleven peligros, más sí la posibilidad de que, de haber peligro, éste sea más grave.

Es eso lo que funda la postura de los adeptos del principio de precaución. Sobreentienden que la humanidad está bien (incluso para muchos demasiado bien) y que más vale quedarse así o mejorar poco, no sea que, de encerrar riesgos las nuevas técnicas, vayan a ser desproporcionados y calamitosos.

Tales temores no se han demostrado racionales. El avance científico-técnico permite, al inventar y proponer nuevas técnicas, también idear nuevos filtros, establecer nuevos controles experimentales, nuevos protocolos de puesta a prueba.


10.-- Conclusión: apostar por la confianza

En resumen, al ser humano la Madre Naturaleza le ha rehusado certeza con respecto al futuro e incluso con respecto a las consecuencias, directas o indirectas, de su propia conducta. De ahí que le sea imposible actuar a tiro fijo.

En cada coyuntura hemos de apostar. Con relación a los problemas abordados en este artículo --relativos principalmente a la adopción o no de nuevos procedimientos y de nuevas líneas de producción sobre la base de avances científico-técnicos-- enfréntanse dos posturas: o bien (1) apostar por la inacción, la postergación (o, lo que, para el caso, viene a ser casi igual, por constreñimientos en la práctica paralizantes); o bien (2) apostar por la confianza en la capacidad del ser humano para prever (limitadamente) las consecuencias de sus actos y, cuando no se han previsto, para hallar inteligentes soluciones que contrarresten los efectos no deseados o, al menos, los palien.

Este artículo ha sido un alegato a favor de la segunda actitud, del principio de confianza. Creo que la familia humana tiene más que ganar que perder con ese principio, según lo corrobora toda la historia de la humanidad.












Nota

Este trabajo se realiza en el marco del proyecto de investigación KONTUZ! (MINECO FFI2011-24414) «Los límites del principio de precaución en la praxis ético-jurídica contemporánea»: www.kontuz.weebly.com.