La frontera entre hecho y derecho:


La norma jurídica extranjera como supuesto fáctico

por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín

CSIC/CCHS - JuriLog
(Grupo de Estudios Lógico-jurídicos)
<http://jurilog.es>


Publicado en:
Problemas de Filosofía del Derecho: Nuevas perspectivas
coord. por René González de la Vega & Guillermo Lariguet
Bogotá: Temis, pp. 61-78
ISBN 978-958-35-0952-0

Resumen

En el razonamiento jurídico hay una clara dicotomía entre demostrar la existencia de normas jurídicas y la de situaciones de hecho, incluyendo entre éstas las que involucran deberes y derechos, siempre que sean consecuencias de datos extrajurídicos. Entre esos datos figura el Derecho extranjero en aquellos casos en los que es aplicable en virtud de reglas de Derecho internacional privado. En este ensayo abordamos varios problemas relacionados con el escalonamiento de los puntos de conexión, la prueba del contenido del Derecho extranjero aplicable, el problema epistemológico de la traducibilidad de conceptos jurídicos ajenos y el acercamiento a la solución de las dificultades de la materia con el doble utillaje de una lógica de los grados de verdad y de una lógica de las situaciones jurídicas, aplicable por igual al ordenamiento jurídico interno y a los derechos y deberes dimanantes de fuentes privadas o extranjeras.

Palabras-clave:

Derecho extranjero. Supuestos de hecho. Prueba. Puntos de conexión. Esquema conceptual. Concepto. Traducción. Intraducibilidad. Indeterminación de la traducción. Lógica fuzzy. Lógica gradualista. Lógica deóntica.

Sumario

  1. El Derecho extranjero jurídicamente considerado como un hecho
  2. El escalonamiento de los puntos de conexión
  3. Dificultades de la prueba del Derecho extranjero
  4. ¿Son intraducibles los textos extranjeros?
  5. La tesis de la indeterminación de la traducción
  6. Aproximación a las dificultades con una lógica fuzzy o gradualista
  7. La aplicabilidad de una buena lógica deóntica
  8. Conclusión
  9. Bibliografía

1. El Derecho extranjero jurídicamente considerado como un hecho

Todos admiten un distingo fundamental entre el hecho y el Derecho, entre los fundamentos o antecedentes fácticos y los fundamentos jurídicos o normativos. Da mihi factum, dabo tibi jus. Y es que jura nouit curia. Los tribunales conocen, presumiblemente, el Derecho. Mas no conocen los hechos.

Los hechos hay que probarlos. Sólo los hechos notorios no necesitan demostración; con relación a los que no lo son, o bien hay alguna presunción legal que hace las veces de prueba, o bien toca suministrar dicha prueba a quien alega el hecho --salvo los casos excepcionales de inversión de la carga de la prueba, que funcionan, en la práctica, como una presunción juris tantum de que el hecho alegado ha sucedido.

Mas, cuando hablamos de hechos, hemos de notar que éstos pueden involucrar elementos normativos y no puramente fácticos, entendiendo por elementos puramente fácticos los de suyo extranormativos. No todo lo normativo es Derecho en el sentido procesal. Sólo es Derecho lo que integra el ordenamiento jurídico en sí mismo y no el conjunto de situaciones jurídicas existentes en virtud de tal ordenamiento.

Ante muchos interrogantes posibles, el ordenamiento jurídico no contiene ni la norma de que el hecho en cuestión es lícito ni la norma de que es ilícito. Lo que contiene es el principio de que, o bien es lícito, o bien es ilícito. Lo que va a fijar, en cada caso, que sea lícito o que sea ilícito es la concurrencia de ciertos hechos o actos jurídicos.

Con otras palabras, la ausencia de normas que fijen determinadamente la licitud o la ilicitud del hecho no significa que, ante ese hecho concreto, el ordenamiento jurídico nos deje en la indeterminación. Nada de eso: el ordenamiento es completo y está exento de lagunas, por lo cual vincula a cualquier supuesto de hecho ciertas consecuencias jurídicas.

Dado un supuesto de hecho lo que existe es una situación jurídica de licitud o una de prohibición; no porque haya una norma que categóricamente fije tal situación, sino por la existencia de alguna norma de contenido hipotético o condicional que establece que, en el caso de que se den tales circunstancias fácticas, jurídicamente se dará tal consecuencia.

Así, la obligación de un individuo concreto, A, de pagar una multa no es una parte del ordenamiento, aunque sí es una situación jurídica existente en virtud de dos cosas: el ordenamiento más cierta circunstancia fáctica que, antecedentemente, se da para determinar, por vía de consecuencia jurídica, esa obligación.

Las normas de origen privado no son Derecho, por mucho que den lugar al nacimiento de situaciones jurídicas y se generen por actos jurídicos, que no por meros hechos jurídicos. Un testamento, un contrato, una promesa legalmente vinculante son fuentes de situaciones jurídicas cuyos emisores las elaboran y promulgan en la forma legalmente prevista y a sabiendas de tales efectos. Sin embargo no son, en sí, fuentes nomológicas, pues no se incorporan al ordenamiento. Dicho de otro modo: tales actos jurídicos privados son, nomológicamente, hechos.

Nuestro problema no se va a referir a esas fuentes privadas, sino a fuentes del Derecho público extranjero.

Ante la existencia de relaciones entre los particulares con elemento extranjero, el ordenamiento jurídico de un país tiene dos opciones: (1ª) tratar cualesquiera situaciones fácticas a las que quepa aplicar consecuencias jurídicas como sujetas a la ley nacional; y (2ª) decidir que a algunas de ellas les será aplicable una ley extranjera.

Esta segunda opción es la que acarrea la adopción de normas de Derecho internacional privado. Una larguísima y consolidada tradición ha excluido la primera opción, que se ha considerado contraria a una política de buenas relaciones entre los pueblos --aunque el ámbito de admisibilidad y aplicabilidad de leyes extranjeras en el terreno de las relaciones entre personas privadas sea fluctuante y frecuentemente impreciso, al estar condicionado por cánones como el orden público, una noción indeterminada que en el Derecho internacional privado se suele entender muy restrictivamente.

El capítulo IV del Título Preliminar del Código Civil consagra en España las normas básicas de nuestro Derecho internacional privado, en virtud de las cuales una amplia gama de litigios --e incluso algunos procesos no contenciosos-- han de resolverse aplicando normas extranjeras; normas que no forman parte de nuestro ordenamiento jurídico, ni directa ni indirectamente, pero que generan situaciones jurídicas en España y a cuya luz han de plantearse y decidirse muchos conflictos provocados por hechos jurídicos.

En teoría --y a tenor del art. 12.6.II CC--, las normas de Derecho extranjero tienen, para nuestros órganos jurisdiccionales, el rango de hechos. Su edicción y promulgación por la autoridad legislativa de su país respectivo son actos jurídicos, realizados ciertamente al amparo de las reglas de habilitación aplicables, pero cuya validez entre nosotros viene de que, genéricamente, nuestro legislador da por buenos tales actos promulgatorios foráneos (dentro, eso sí, del límite del orden público) reconociéndoles capacidad para generar situaciones jurídicas en España --cual si se tratara de actos jurídicos privados.

Las normas extranjeras aplicables en España han de probarse por quienes las alegan --sin que quepa aquí aplicar regla alguna que invierta la carga de la prueba.

El mencionado precepto agrega, es verdad: «Sin embargo, para su aplicación, el juzgador podrá valerse de cuantos instrumentos de averiguación considere necesarios, dictando las providencias oportunas». El texto de la ley es, sin duda, demasiado angosto; en el espíritu de la ley --dada su finalidad tuitiva--, lo que se está, si no imponiendo, a lo menos sí permitiendo al juez es que, sin limitarse a la prueba de derecho extranjero aplicable (y de la aplicabilidad de tal derecho) que aporten las partes, haga por sí mismo averiguaciones procesalmente adecuadas, valiéndose de otros modos de prueba, como pueden ser la prueba pericial y la documental.


2. El escalonamiento de los puntos de conexión

A una pareja formada por un tailandés y una ceilandesa que instan en España un juicio de nulidad matrimonial el juez tendrá que tratarla de conformidad con los arts. 9.2 y 107 CC.

Ya ante la calificación jurídica de la pretensión surge un problema cuando los conceptos jurídicos invocados por los actores no encajan exactamente en los del Derecho español, como puede suceder si (imaginemos) la ley aplicable al casamiento de esos dos individuos es la del país donde contrajeron su enlace, que puede ser Birmania, donde tal vez exista un instituto jurídico de nulidad ex nunc (digamos: anulación), diferente del divorcio.

A ellos les tocará, pues, probar que la ley nacional que les es aplicable establece, para determinados supuestos de hecho --que probarán independientemente--, tales consecuencias jurídicas.

Los arts. 9.2 y 107 CC determinan, casuísticamente, los puntos de conexión, escalonados, que se tendrán en cuenta para fijar qué ley les es aplicable; con otras palabras, para precisar la regla de conflicto que va a permitir seleccionar la norma sustantiva por la cual habrá de regirse el juez español a quien corresponda decidir en un asunto matrimonial como ése.

En casos difíciles --como el recién aducido a título de ejemplo-- puede ser tremendamente complicado averiguar los hechos que permiten aplicar esa regla de conflicto.

Podríamos hablar incluso de otros casos complicados, cada vez más frecuentes en nuestra sociedad globalizada y en una España abierta a las migraciones y al intercambio planetario: individuos que han cambiado, una o varias veces, de nacionalidad, de sexo, de domicilio, de estado civil, de estatuto personal (p.ej. un libanés que se ha convertido a otra religión), especialmente cuando alguna de esas circunstancias fácticas es dudosa o suscita discrepancias.

La multiplicación de las relaciones entre individuos y grupos privados de diferentes nacionalidades es hoy una práctica usual. En el mundo globalizado de hoy un 5% de la población humana vive en países que no son el del nacimiento. Las relaciones entre particulares que implican un elemento de extranjería van mucho más lejos, porque involucran también aquellas que se establecen por contratos a distancia y por hechos que implican responsabilidad extracontractual igualmente a distancia o con ocasión de viajes. Quedó atrás hace tiempo --en la medida en que alguna vez fue válida-- la visión de las poblaciones como viviendo esencialmente en relaciones con co-nacionales nada más.

Si, en general, tal cambio o tal intensificación de las relaciones transnacionales entre los particulares se ha producido en el Planeta Tierra, en algunos países, como España, la modificación ha sido más rápida, al volver a convertirse --en el transcurso de pocos lustros-- en un país de inmigración, como históricamente lo había sido hasta el siglo XVII y, en menor medida, hasta el XVIII.

Son cada vez más frecuentes los supuestos híbridos inmensamente complicados que zarandean las calificaciones jurídicas tradicionales a las que se atenía el mencionado capítulo IV del Título Preliminar: situaciones de filiación legal no-adoptiva diferentes de la filiación genética; dos filiaciones maternas, la una gestatoria y la otra gamética; filiación gamética por don de esperma o de óvulos según la legislación vigente en tal o cual país; valor, o invalidez, de pruebas de paternidad según las diversas legislaciones; alumbramiento anónimo en países como Francia --con la incidencia de los convenios internacionales como el de los derechos del niño (que ha llevado recientemente a un tribunal francés a declarar, en un supuesto, inexequible la ley francesa de parto anónimo o accouchement sous X); vínculos cuasi-conyugales o de pareja cuya asimilación al matrimonio --tal cual lo regula la ley española-- suscita dudas o dificultades; supuestos de sucesión hereditaria cuando existen conflictos de leyes acerca de si se debe acudir, o no, a una declaración o presunción de fallecimiento; posibles conflictos de calificación jurídica del hecho de la defunción en diversas legislaciones (perfectamente imaginables una vez que se ha alterado la definición legal de la muerte --véase Rodríguez-Arias y Molina, 2006).

Más allá de lo intrincado de esos problemas, está la cuestión de que, en todos esos casos, hay que probar no sólo qué derecho es aplicable (lo cual depende de ciertas circunstancias puramente fácticas que también hay que demostrar), sino también cuál es el contenido normativo de ese derecho.


3. Dificultades de la prueba del Derecho extranjero

Ya hemos dicho que, por motivos prácticos y humanitarios, la evolución legislativa y, más aún, jurisprudencial en España y en todos los demás países que conocemos un poco tiende, cada vez más, a obligar a los jueces a averiguar tanto la aplicabilidad de uno u otro ordenamiento jurídico a un supuesto de hecho y a un contencioso dados cuanto, sobre todo, el contenido normativo de ese ordenamiento

Y es que, a menudo, probar el contenido del derecho extranjero aplicable es una tarea difícilmente asumible por las partes y más aún, en caso de conflicto, por la parte débil. Pensemos en una mujer de un país del Oriente Medio en la que el estatuto personal no viene determinado por la nacionalidad. Es ésa una tendencia a la «libanización» cada vez más generalizada y que la influencia occidental --subsiguiente a la reciente abundancia de intervenciones armadas--, lejos de haber reducido, ha ampliado y agravado, presuntamente en aras del apaciguamiento comunitario (si bien el efecto real ha sido todo lo contrario, como lo demuestra la tragedia de los cristianos de Irak). Para esa persona puede resultar casi imposible probar cuál es su ley nacional --que no se deduce, en tal supuesto, automáticamente de cuál sea su pasaporte, si es que lo tiene-- y qué disposiciones la amparan en esa ley nacional.

Asistimos a la proliferación de tales supuestos: consorcios entre individuos de la misma cultura, mas diferente ciudadanía, o de la misma ciudadanía pero diferente estatuto personal (por el mencionado avance del comunitarismo y el multiculturalismo), a menudo residentes en terceros países; litigios internacionales en materia de filiación; volatilidad del concepto de domicilio en sociedades donde una especie de neo-nomadismo pasa a ser un modo habitual de vida.

No se crea que tales dificultades se suscitan sólo en casos pintorescos o para individuos provenientes de países exóticos --como pueden ser Etiopía, Tanzania, Irán, Indonesia o el Japón. Un conflicto de pareja en España entre un inglés y una escocesa puede ya suscitar una cuestión de derecho conyugal al surgir la duda acerca de si están o no casados --y, por lo tanto, si es posible tramitar un divorcio--, dada la disparidad de legislaciones al norte y al sur del Border en la cuestión de la validez de un «common law marriage», o matrimonio consensual (que sigue siendo rehusado por los tribunales en Inglaterra y Gales, pero es válido en Escocia y está ganando creciente reconocimiento en varios de los Estados Unidos).

El diferente estatuto personal no afecta sólo a países como el Líbano u otros de Oriente, sino también a países occidentales, como el Canadá. Imaginemos el problema de determinar quién es el heredero de un inuita canadiense muerto en España: si su hijo adoptivo, según la práctica de adopción consuetudinaria inuita --no reconocida en la ley canadiense pero intermitentemente admitida jurisprudencialmente en ese país--, o, por el contrario, sus padres.

En todos esos supuestos, hacen falta pruebas. ¿Qué pruebas? ¿Cuál es el campo de las presunciones (de cuyo carácter como pruebas nos ocupamos en un artículo anterior)? Y, cuando no valga acudir a presunciones, ¿qué medios hay de demostración?

Estamos ante pruebas científicas, sólo que no pertenecen al campo de las ciencias naturales sino al de las ciencias sociales y jurídicas. Los tribunales españoles habrán de acudir, para resolver esos problemas, cada vez más a la cooperación jurídica internacional y a dotarse de recursos adecuados para la prueba documental y pericial oportuna.

La evolución de esa tendencia puede hacer converger el conocimiento de la ley extranjera con el de la ley española, difuminando así el estatuto procesal del jus y de una parte del factum, a saber: aquella que se refiere al jus alienum.


4. ¿Son intraducibles los textos extranjeros?

De todos los problemas científicos involucrados en esa evolución, uno de los más importantes y difíciles es el de la traducción. No podemos aquí dejar de tener en cuenta todas las investigaciones lingüísticas y filosóficas sobre los problemas de la traducción. Hemos de señalar aquí principalmente dos vertientes diferenciadas:

1ª) Vertiente A: la de los estudios de los científicos del lenguaje que han negado la superposición entre las clasificaciones conceptuales de los diferentes idiomas;

2ª) Vertiente B: los problemas, aún más espinosos, de la indeterminación de la traducción señalados por Quine (1960).

Si bien son dificultades parecidas, y relacionadas entre sí, de suyo son diversas y hasta opuestas. La vertiente A implica, en casos difíciles, una imposibilidad de la traducción exacta, o a veces incluso aproximada.

La vertiente B nos indica la imposibilidad de probar la verdad o corrección del manual de traducción que hayamos escogido --y hasta va más allá, sosteniendo que un manual de traducción sólo puede tener una verdad o corrección relativas a un canon explícita o implícitamente adoptado --y así sucesivamente--, sin que nada en el mundo de los hechos o de la evidencia transsubjetiva determine unívocamente que un manual u otro sea correcto o que unos cánones de corrección sean certeros, válidos, necesarios o fundados en cómo son las cosas, al paso que otros cánones serían infundados o erróneos.

Para deslindar bien las dos dificultades, la lingüística (estudiada por la semántica estructural) y la filosófica, hay que entender que, para quienes esgrimen la vertiente A lo que sucede es que cada idioma comporta una red de campos semánticos o, dicho de otro modo, un esquema conceptual. Al revés, los filósofos que sostienen la segunda dificultad --vertiente B-- consideran que atribuir uno u otro esquema conceptual a unos hablantes es relativo a cómo se decide traducir sus asertos, o sea a qué manual de traducción se escoge. Por consiguiente, una cosa es la imposibilidad de traducción exacta proclamada por los lingüistas y otra la indeterminación proclamada por los lógicos y filósofos.

Empezamos por tratar de dilucidar los problemas de la vertiente A, porque las nociones que vamos a tratar de aclarar nos servirán para la discusión de la vertiente B.

Conviene precisar qué es un concepto; y qué es, por lo tanto, un esquema conceptual. Decimos que alguien usa un concepto cuando emplea alguna locución, más o menos breve (no forzosamente un vocablo) para significar una clase de entes de tal manera que haya unas reglas de inferencia, más o menos comúnmente adoptadas, en virtud de las cuales calificar a un ente con ese concepto (aplicarle esa locución o denominación) implique, por vía de consecuencia, ciertas afirmaciones a título de conclusión, explícita o implícita. Puede tratarse de un racimo difuso de conclusiones; pueden ser conclusiones que se siguen de la calificación sin un rigor deductivo propiamente dicho (siendo, en tal caso, las reglas de inferencia aludidas reglas de cuasi-deducción, o reglas de inferencia meramente verosímil).

También, a la inversa, un concepto es una clasificación tal que sólo a los entes así clasificados se les van a atribuir o reconocer ciertas propiedades.

Únicamente cabe hablar de un concepto cuando el uso de la locución que lo expresa compromete a quien lo hace a atribuir un conjunto de ciertas cualidades a los entes así clasificados o conceptuados y sólo a ellos. (Tal compromiso no tiene por qué ser absoluto e irrevocable; su mayor o menor revisabilidad está en función del grado de analiticidad de esa atribución de cualidades.) O sea, un concepto tiene que estar acompañado por algo que se parezca o acerque a un cúmulo de condiciones necesarias y suficientes.

Tal caracterización puede que sea demasiado rígida y merezca flexibilización. Hay conceptos parcialmente indeterminados, semi-abiertos, provisionales, inestables, elásticos. Pero esa indeterminación o elasticidad tienen que tener unos límites, o ya no estaremos hablando de un concepto.

Lo que los semánticos estructuralistas han señalado es que un idioma comporta, entre otros elementos, un vocabulario, el cual implica un sistema de clasificaciones, o sea de conceptos (Greimas, 1966; Coseriu, 1977). Traducir, pasar de un idioma a otro, conlleva transponer los conceptos del uno a conceptos cercanos del otro; cercanía e identidad son distintas.

Esto podemos verlo mejor --para el caso que aquí nos ocupa-- con ejemplos de conceptos jurídicos. Surgen frecuentemente enigmas y perplejidades a la hora de hacer corresponder calificaciones jurídicas de un sistema con las de otro; así, entre diversos sistemas jurídicos varían conceptos como los de propiedad, posesión, servidumbre, contrato, venta, permuta, fiducia, usufructo, reserva de dominio, pacto de rescate, fideicomiso, préstamo, depósito, mandato, prenda, para no hablar ya de otros tan especiales como la anticresis o la enfiteusis; todo lo cual afecta a las sucesiones (art. 9.8 CC), pues determina cuál sea el caudal relicto del causante. Evidentemente también varían, de unas culturas a otras, conceptos extranormativos, como los de juventud, vejez, enfermedad, casa, viaje, vestido, adorno, desnudez, molestia, bullicio, perfume, música, siembra, etc. Varían los conceptos de color y de sabor, las clasificaciones de la flora y la fauna, las de los tipos humanos y muchas más.

Lo que acabamos de indicar nos enseña también algo más profundo y significativo: que, si bien se mira, ese problema semántico de la traducción no afecta sólo al paso de un idioma a otro, sino también al tránsito de un esquema conceptual a otro que puede estar expresado por las mismas palabras. Es el problema de la traducción homofónica --que ha sido analizado más en detalle por los filósofos que han abordado la segunda dificultad, la de la indeterminación--. Y es que, si hemos dicho --un par de párrafos más atrás-- que el empleo de un idioma implica un esquema conceptual, eso es inexacto, pues viene desmentido por la coexistencia de diversos esquemas conceptuales dentro de lo que --superficialmente al menos-- es el mismo idioma.

No nos importa aquí si hablamos de una pluralidad de dialectos o idiolectos; da igual cómo lo caractericemos. Lo que cuenta es esa diversa realidad conceptual bajo el ropaje de los mismos significantes.

Esas reflexiones han llevado a un número de lingüistas a abrazar el relativismo lingüístico, la hipótesis neo-humboldtiana de Sapir y Whorf --o alguna tesis más o menos afín--; según tal enfoque, los diversos idiomas (o incluso dialectos o idiolectos) son intraducibles entre sí, de suerte que cualquier traducción es meramente ilusoria o, a lo sumo, una burda aproximación (Gumperz y Levinson, 1996).

Mas no han faltado los especialistas que han elaborado argumentos sólidos para combatir tales tesis, mostrando las enormes virtualidades de la traducción, la posibilidad de los lenguajes humanos para evolucionar, para enriquecerse con nuevos conceptos, el uso fecundo de las paráfrasis; con todo lo cual, a la postre, la intraducibilidad es, casi siempre, sólo estilística: al pasar de un idioma a otro, o de un dialecto a otro, perdemos rasgos de estilo, hemos de acudir a paráfrasis que suenan un poco retorcidas, hemos de auxiliarnos con notas a pie de página (p.ej para explicar al lector qué es el trust de la common law o qué era en Roma el pacto clientelar). Pero el contenido sustancial puede pasar de un idioma al otro. Mal que bien logramos entender los clásicos chinos y sánscritos, las leyendas viquingas, las plegarias coptas y las detalladas reglas del Deuteronomio.

Podemos concluir, pues, que quienes aducen la primera dificultad --o vertiente A--, la disparidad de esquemas conceptuales subyacentes, alegan, en verdad, razones válidas para no tener una fe dogmática en la traducción, pero tampoco han conseguido destruir la confianza sensata en la viabilidad misma de la traducción. Nuestra esperanza en la racionalidad (imperfecta) de los seres humanos y su comunidad de especie y de inteligencia nos llevan, antes bien, a creer que tales dificultades, reales, pueden, mal que bien, irse solucionando --aunque sea sólo parcialmente-- y que, a trancas y barrancas, conseguimos entendernos unos a otros, captando nuestros respectivos esquemas conceptuales, lo cual implica trasplantar, de algún modo, los esquemas ajenos a esquemas propios.


5. La tesis de la indeterminación de la traducción

Pasamos así a la vertiente B: el problema de la indeterminación traduccional apuntado por Quine. Esta dificultad asedia, asimismo, tanto a las traducciones de un idioma a otro cuanto a las homofónicas, o sea al paso de un discurso ajeno a otro propio bajo la apariencia de una mismidad de significantes.

Para resumir el fondo de esta dificultad recordaremos que estriba, esencialmente, en cuestionar en qué nos basamos para afirmar que tal frase de un idioma ajeno se traduce por tal otra del nuestro. Hay dos posibilidades: o que estemos ante una traducción originaria, radical, o que nos alimentemos de manuales de traducción previamente elaborados y en cuya autoridad confiamos. En última instancia hemos de retrotraernos siempre a la traducción originaria. Y ésta sólo puede partir de constataciones empíricas o inductivamente ganadas: los hábitos conductuales de los hablantes; hábitos tanto de comportamiento verbal cuanto de praxis extralingüística, para ir estableciendo correlaciones.

Ahora bien, a lo largo de ese camino, no hay soluciones unívocas, sino que surgen encrucijadas, con posibilidades de opciones alternativas, todas ellas compatibles con tales hábitos y tales disposiciones conductuales.

Los adeptos de ese enfoque, más que considerarlo escéptico o de hablar de una elección arbitraria, insisten en la relatividad. No niegan que, en cada una de tales encrucijadas, nos guiamos por algunos criterios (o nos ajustamos a algunos constreñimientos), explícitos o implícitos; esos criterios forman conjuntos aceptables. Pero su aceptabilidad --nos dicen-- es relativa a otros meta-criterios y así sucesivamente. Estamos, pues, ante una regresión infinita; un caso de genuina relatividad.

Al igual que con la dificultad evocada en la vertiente A, también con ésta creemos que --sin desatender la fuerza de los argumentos relativistas-- cabe esbozar soluciones que eviten esa regresión. Tal vez un supuesto implícito de toda esa argumentación es que nada hay en el lenguaje que no sea empíricamente verificable.

Hay que objetar a tal supuesto que cuán probable es que exista una disposición previa --genética o culturalmente heredada-- por la cual los seres humanos --en virtud de nuestra co-pertenencia a una misma familia biológica de parientes próximos (anatómica y fisiológicamente muy cercanos unos a otros)-- seamos también muy similares y dotados de esquemas conceptuales subyacentes bastante parecidos. Lo sugiere asimismo la corta duración de la separación histórica entre los diferentes grupos humanos actuales, desgajados todos de un tronco común que emigró de África hace unas pocas decenas de miles de años --o sea un segundo en la historia del Planeta.

Tal disposición o pre-esquema conceptual comúnmente heredado (cualquiera que sea el mecanismo de la transmisión), si es que efectivamente existe (se trata, evidentemente, de una hipótesis), sería un elemento de la configuración y del aprendizaje lingüísticos que transcendería lo puramente empírico, lo individualmente adquirible por la experiencia sensorial de cada uno.

De ser así, se explicaría por qué suenan tan artificiales y rebuscados los ejemplos construidos por los seguidores de Quine a favor de la tesis de la indeterminación de la traducción --o, lo que es lo mismo, su relatividad infinita. Las hipótesis traductivas que se tejen en tales elaboraciones teóricas tienen, todas, un aspecto de devaneos o elucubraciones imaginativas. Siendo difícil objetar racionalmente a semejantes ocurrencias --diciendo en qué y por qué hemos de descartarlas--, está ahí, no obstante, el hecho de que los hombres se han encontrado en muchísimas ocasiones a través de mares y desiertos, habiendo permanecido previamente en estado de mutuo desconocimiento, aprendiendo a comunicarse, logrando así entenderse y traducirse (no sin haber tenido que superar dificultades). (Sería, en cambio, dudoso que pudiéramos un día entendernos con seres inteligentes de otros planetas, aunque los hubiera.)

Pensamos, así pues, que las dificultades de la traducción realmente existen, pero que hemos de mirar confiadamente las posibilidades de superarlas --como efectivamente se constata en las relaciones humanas.

En el terreno de los estudios jurídicos, precisamente, una rama especialmente interesante se refiere al aprendizaje de sistemas normativos foráneos y distantes, cuya comprensión nos ayuda a entender mejor los nuestros --en sus particularidades, en sus similitudes y diferencias. Una intraducibilidad o una indeterminación traduccional imposibilitarían de raíz ese estudio de Derecho comparado.


6. Aproximación a las dificultades con una lógica fuzzy o gradualista

Pensamos que muchos de los problemas abordados a lo largo de los apartados precedentes de esta comunicación pueden enfocarse fructíferamente con una lógica gradualista como aquella que hemos propuesto en trabajos precedentes de carácter técnico (Peña y Ausín, 1995; Ausín y Peña, 2000a).

Así, p.ej, la realización de situaciones fácticas que motivan el nacimiento de las correspondientes situaciones jurídicas --y la aplicabilidad escalonada de los diversos puntos de conexión-- podemos verla, frecuentemente, no como una alternativa entre todo y nada, sino como una cuestión de grado. De esas variaciones de grado resultaría la conveniencia de entender esa sucesión de puntos de conexión como una mayor o menor aplicabilidad de una u otra legislación, en lugar de concebirla como la total adecuación o pertinencia de la aplicación de tal punto de conexión o la total inadecuación o impertinencia de los demás, en las circunstancias dadas del caso. Porque tales circunstancias, generalmente, son asunto de más o de menos. Una formulación más correcta de las normas de Derecho internacional privado reemplazaría, pues, las partículas condicionales usuales («si», «cuando», «en el caso de que») por una conectiva sensible a los grados, «en la medida en que».

Tomemos un solo ejemplo. El domicilio de los cónyuges es una de las circunstancias contempladas como supuesto de hecho para la determinación del punto de conexión. Unas veces es el domicilio habitual; otras el domicilio actual; otras aquel que siguió al nacimiento del vínculo matrimonial. Pues bien, la noción de «vivir en» es una noción con variaciones de grado. Hay grados de sedentariedad. En el mundo de hoy, más que en ninguna época pasada, esa noción sufre muchas diferencias de intensidad entre unos individuos y otros. Las duraciones de la residencia son también muy dispares.

Si, por consiguiente, los supuestos de hecho de la aplicabilidad de uno u otro punto de conexión son susceptibles de variaciones de grado, también lo es esa misma aplicabilidad. En vez de que hayamos de considerar que tal aplicación es completamente válida y las demás absolutamente inválidas, podemos, más fructíferamente, ver en eso una escala (no un mero escalonamiento). La escala indica que, en un supuesto dado, la aplicación de tal ley nacional puede ser más correcta, y la de otra ley nacional menos, sin que por ello la opción del juez por la segunda haya de verse como una total incorrección. Las oscilaciones jurisdiccionales se basan, así, muy a menudo en la escala de las variaciones de grado de aplicabilidad de unas normas o de otras.

Similarmente, la traducción, en vez de concebirse como un asunto de todo o nada, podemos verla como susceptible de graduaciones. La correspondencia de tales conceptos foráneos a tales conceptos propios puede ser parcial, aproximada, mayor o menor según los casos. La asimilabilidad de los supuestos de hecho de la norma extranjera aplicable a supuestos de hecho calificables en nuestro ordenamiento de una manera determinada también puede verse como susceptible de una pluralidad de grados; unas veces son supuestos más asimilables, otras menos. De ahí que la solución jurisdiccional a que se llegue será unas veces más nomológicamente correcta, otras menos, sin que esto último tenga que implicar su total incorrección, o sea una violación de la ley por parte del juez.

Si hay, pues, variaciones de grado en la asimilabilidad de las calificaciones jurídicas, también la hay en la de los conceptos jurídicos propiamente dichos. Si, en tal legislación extranjera aplicable, es correcto determinar en tales supuestos de hecho dados que ha de cancelarse un contrato --¡digámoslo así!--, entonces habrá que ver si tal cancelación podemos traducirla a términos jurídicos nuestros, pronunciando una anulación o una rescisión, p.ej.

La inclusión de los grados acarrea unas consecuencias muy fuertes, porque a ella habrá que acomodar toda la lógica jurídica, todo el mecanismo inferencial que lleva del reconocimiento de unos supuestos de hecho al pronunciamiento de unas consecuencias jurídicas. Ni los supuestos ni las consecuencias pueden verse, realistamente, como asuntos de todo o nada. De ahí que frecuentemente estemos ante antinomias, situaciones jurídicas que en parte se dan pero en parte también no se dan. Las oscilaciones jurisprudenciales son, no pocas veces, resultado inevitable de esas variaciones de grado. (No estamos diciendo que ésa sea la causa de todas las oscilaciones jurisprudenciales, ni de la mayoría.)

La lógica gradualista es, ¡reconozcámoslo!, más difícil y ardua de aprender que la lógica bivalente clásica, la de la dicotomía simple entre el sí y el no, entre verdad pura y pura falsedad (Peña, 1993; Trillas, Alsina y Terricabras, 1995). Al juez que, en sus inferencias, se valga de la lógica gradualista se le exige un esfuerzo considerablemente mayor en su apreciación de los hechos y en su razonamiento, así como en las conclusiones jurídicas a las que le incumba llegar.

Creemos que ese esfuerzo suplementario vale la pena para acercar el Derecho a una realidad que efectivamente está sujeta a la pluralidad de grados.


7. La aplicabilidad de una buena lógica deóntica

Si, de lo anterior, se deduce que la lógica jurídica adecuada ha de ser una lógica gradualista --o, por lo menos, alguna lógica de la familia fuzzy--, ese rasgo no es el único que, a nuestro entender, ha de caracterizar a una lógica fecunda para la solución de los problemas jurídicos.

La necesidad y hasta la posibilidad de una lógica deóntica han sido muy cuestionadas en la doctrina. Desborda los límites de este trabajo entrar a fondo en esa discusión.

Sin pretender, por lo tanto, profundizar aquí en el asunto, hagamos unas pocas consideraciones sobre lo que se consigue con una lógica deóntica que no se consigue sin ella.

Usualmente, teniendo la premisa «Es preceptivo que, en la medida en que se dé el supuesto de hecho X, se realice la consecuencia Z», inferimos de ella la siguiente conclusión: que, en la medida en que se dé ese supuesto de hecho, X, sea preceptivo realizar la consecuencia Z.

Extraer tal conclusión sólo es posible con una lógica deóntica; más concretamente, con una de las lógicas deónticas que los autores del presente trabajo han desarrollado en ensayos anteriores (porque las demás que conocemos son impotentes para hacer esa sencilla inferencia), a la cual hemos denominado «lógica juridicial». Ni la lógica estándar no deóntica ni la lógica deóntica estándar nos habilitan a dar ese simplicísimo paso deductivo (Ausín y Peña, 2000b).

Asimismo, de la premisa de que tal conducta es obligatoria o preceptiva, inferimos usualmente que es, a fortiori, una conducta lícita. Es lo que suele llamarse principio de Bentham. De nuevo es una de las deducciones más elementales en cualquier cadena de razonamientos jurídicos. P.ej, trátese de apreciar si un hecho se ha realizado en legítima defensa para repeler una agresión; hemos de reparar en una condición: siempre que tal agresión sea ilícita; si, en una situación dada, es una agresión obligatoria (cumplimiento de un deber), entonces es lícita (así lo concluimos aplicando el principio de Bentham; y, tan convencidos estamos de su validez, tan automáticamente lo aplicamos, que ni siquiera nos sentimos en necesidad de decirlo, por lo obvio que resulta). Siendo una agresión lícita, su rechazo no es una acción de legítima defensa. Tan elemental razonamiento sólo es posible con una lógica en la que existan los operadores de lo preceptivo u obligatorio y lo lícito, ausentes en la lógica estándar no-deóntica.

Hay otras inferencias deónticas más cuestionadas, pero que también, a nuestro juicio, se requieren en la praxis jurídica y que no podrían efectuarse sin el auxilio de una lógica deóntica. P.ej la que, de la licitud separada de dos conductas, infiere su licitud conjunta. Si, en tal situación concreta, a tal individuo le es lícita la conducta A y, en esa misma situación concreta (no en general o en abstracto) le está permitida la conducta B, entonces, concluimos, le es lícita la conducta A-y-B.

O, por modus tollens: en la medida en que a alguien, en una situación concreta, le esté prohibida la conducta conjunta A-y-B, es que le está prohibida una de las dos, o bien A o bien B. Llamamos a esta regla de inferencia «el principio de co-licitud». Trátase de un principio sólo abrazado por nuestra lógica juridicial y por ninguna otra.

Podemos también plantear esa misma necesidad deductiva si, en lugar de un único agente, imaginamos dos. Si está prohibido que X haga A y Z haga B, entonces es que, en esas circunstancias concretas, o bien la acción A de X es ilícita, o bien lo es la acción B de Z. Si no, ya no estamos ante una licitud pura, incondicional, llanamente expresable, sino ante un permiso o derecho condicional (si X se abstiene de hacer A, entonces, sólo entonces, a Z le es lícito hacer B).

De nuevo estamos aquí ante un género de razonamiento que es imposible hacer sin una lógica deóntica. Los recursos conceptuales de la lógica estándar no-deóntica son insuficientes para esa sencilla inferencia.

Por otro lado, las lógicas deónticas estándar --de las cuales disentimos por los motivos que hemos expuesto en anteriores trabajos-- sostienen la validez de inferencias inversas a la que autoriza el principio de co-licitud. Según sus proponentes, cuando es lícito A-y-B, también es lícito A, aunque B no se realice (ya sea porque no se quiere o porque no se puede realizar).

En estudios precedentes hemos analizado las consecuencias lamentables de semejante regla de inferencia, en virtud de la cual el cónyuge supérstite autorizado a guardar para sí la herencia y dar una limosna anual a una institución de caridad está autorizado a guardar la herencia, aun en el supuesto de que no dé la limosna.

Tales discusiones internas del gremio de los lógicos deónticos ni siquiera son posibles ni tienen sentido alguno sin el utillaje conceptual lógico-deóntico. Podemos debatir sobre qué lógica deóntica es correcta, pero alguna necesitamos de todas todas.

De la panoplia de reglas de inferencia que, juntas, constituyen la lógica juridicial, vamos a recordar aquí otras dos: el principio de causa lícita --las consecuencias causales de hechos lícitos son lícitas-- y la de no impedimento o no vulneración: en la medida en que una acción de un agente es lícita, está prohibido a los demás impedírsela (entendiendo esa noción de impedimento como el uso de medios coercitivos, físicos, que, contra la voluntad del agente, coartan o anulan su posibilidad de realizar la acción de que se trate --aunque no sean forzosamente de violencia contra las personas).

Esos dos principios lógico-jurídicos requieren el uso de conectivas como las de causación e impedimento que están ausentes de las lógicas deónticas estándar.

Para cerrar ya esta reflexión sobre la lógica deóntica, señalaremos que su campo de aplicación es el de las situaciones jurídicas. Justamente es ésa otra de sus particularidades. Las lógicas deónticas estándar (como en el ámbito de habla hispana las de Alchourrón y Bulygin) fueron concebidas para capturar --con éxito o, según nuestra opinión, sin él-- la armazón inferencial del ordenamiento jurídico en sí mismo, al paso que nuestra lógica juridicial aspira a trazar un mapa de aquellas inferencias válidas que llevan de premisas que expresan determinadas situaciones jurídicas a conclusiones que asimismo significan situaciones jurídicas. Nuestra ambición es elaborar una lógica que nos diga, dadas tales y cuales situaciones jurídicas --y dado, por consiguiente, un ordenamiento o sistema normativo subyacente--, qué otras situaciones jurídicas podemos afirmar por vía de consecuencia lógica.

Por eso la lógica juridicial se aplica, no sólo al corpus legislativo y jurisprudencial integrado en el ordenamiento jurídico interno, sino a cualesquiera fuentes de obligaciones y de derechos, incluyendo las fuentes privadas (contratos, testamentos, incluso hechos jurídicos) y las de Derecho extranjero cuando sean aplicables.

Entre las premisas deónticas o normativas en los razonamientos jurídicos cuya configuración lógica tratamos de reflejar y estilizar en nuestro sistema de lógica juridicial hay que incluir, por consiguiente, cualesquiera que se deriven de fuentes diversas del propio ordenamiento jurídico, como las mencionadas en el párrafo anterior, públicas o privadas.

De nuevo el juez, para hacer esa averiguación, necesita una prueba pericial (si bien pensamos que una capacitación en lógicas deónticas tendría que formar parte necesariamente de la preparación para la carrera judicial y en general para el ejercicio de cualquier profesión forense, incluyendo la abogacía). Leer una traducción de las normas jurídicas extranjeras y decidir que son aplicables al caso todavía no agota, en este campo, la tarea del juez, que, además, tiene que efectuar las inferencias lógico-jurídicas que hagan falta para llegar a determinar qué situaciones jurídicas le incumbe declarar o constituir.


8. Conclusión

Las cuestiones abordadas en los dos últimos apartados --la variación o escala de grados fácticos y jurídicos y la necesidad de una buena lógica deóntica-- están estrechamente vinculadas entre sí, porque precisamente una de las singularidades de las lógicas deónticas que hemos propuesto --no la única, ni mucho menos-- es ser una lógica de los grados (Ausín y Peña, 2012).

Creemos que esos instrumentos conceptuales son oportunos al tratar las cuestiones abordadas en los apartados iniciales de este trabajo, o sea los temas del Derecho internacional privado y de la valoración de las pruebas pertinentes en foro judicial sobre tales asuntos.

Las reflexiones hilvanadas en los diversos apartados de este trabajo podían ser ignoradas por el Derecho y dejadas a la especulación lingüística y filosófica cuando jurídicamente se vivía, en lo esencial, endogámicamente (aunque del todo nunca ha sido así). Entonces podía albergarse la ilusión de que problemas como el de la traducción eran jurídicamente irrelevantes o marginales.

Hoy la proliferación de las situaciones transnacionales lleva a interesarse, en la propia praxis jurídica, por esas cuestiones. Para abordarlas, hacen falta instrumentos lógicos y conceptuales adecuados. Creemos que, a tal efecto, son útiles los tres que hemos propuesto en este trabajo: (1) una visión matizada y flexible de la traducción --que la enfoca con una confianza no-ciega--; (2) la admisión de grados de verdad y de licitud; y (3) la adopción de una lógica deóntica ajustada a la praxis jurídica.


9. Bibliografía

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