Una fundamentación jusnaturalista de los derechos humanos

A Natural-Law Foundation of Human Rights

por Lorenzo Peña y Gonzalo

Instituto de Filosofía del CSIC

http://lorenzopena.es


Bajo Palabra
II Época, Nº 8, pp. 47-84
ISSN 1576-3935
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sumario
  1. Introducción
  2. El histórico vínculo entre la ley natural y los derechos naturales del hombre
  3. De la Declaración de 1789 a la abolición de la esclavitud
  4. El itinerario de los derechos humanos a partir de 1848
  5. Ley natural y derechos del hombre en la tradición católica
  6. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)
  7. ¿Es la dignidad humana el fundamento de los derechos del hombre?
  8. La Declaración y su influjo posterior
  9. ¿Aportó algo a esa evolución el positivismo jurídico?
  10. ¿Qué son los derechos humanos?
  11. El positivismo jurídico es incompatible con la fundamentación de los derechos humanos
  12. El principio jusnaturalista del bien común, fundamento de los derechos del hombre
  13. Aclaraciones: el Derecho natural y el principio de vivir según la naturaleza

Resumen

Este artículo demuestra que, a menos que se reconozcan unas normas de Derecho natural, no existe ningún fundamento para los derechos humanos, lo cual significa que el jurista no podrá demostrar una razón válida para incorporarlos a la legislación positiva donde no lo estén. Una norma de Derecho natural es aquella que se deduce, por una correcta regla de inferencia lógico-deóntica, de cualquier norma positiva y, por lo tanto, existe en todos los ordenamientos jurídicos, aunque no esté formulada. Este estudio se lleva a cabo por dos vías: la historia conceptual de la noción de derechos humanos y el análisis lógico-conceptual de los mismos.

Palabras-clave

Derecho natural, derechos humanos, derechos del hombre, ley natural, fundamento, lógica deóntica, jusnaturalismo, Declaración universal de 1948.


Abstract

This paper proves that, unless certain Natural-Law norms are recognized, Human Rights lack any foundation, which means that no lawyer will be able to show any compelling reason for them to be incorporated into positive law wherever they have not been legally sanctioned yet. A Natural-Law norm is one which, in virtue valid deontic-logic inference rules, can be deduced from any positive norm and hence exists in every legal system, even if not formally enacted. Our study is pursued by two ways: a conceptual-history account of the notion of Human Rights and a logical and conceptual analysis thereof.

Key-words

Natural-Law, Human Rights, rights of man, foundation, deontic logic, legal positivism, 1948 Universal Declaration.


 





§0. Introducción[*]

¿Tienen vigencia jurídica los derechos humanos, o derechos fundamentales del hombre? ¿Desde cuándo? ¿Sólo donde y cuando hayan sido positivizados al incorporarse a leyes efectivamente promulgadas? Y, si poseen valor jurídico independientemente de tales promulgamientos, ¿en virtud de qué?

Sólo podemos contestar a estas preguntas a través de un doble acercamiento. Primero mediante un estudio de historia conceptual, que desentrañe la matriz jusnaturalista de esos derechos. Y, a partir de ahí, mediante un análisis lógico-conceptual, el cual nos mostrará cómo, sin el reconocimiento de un Derecho natural, los derechos del hombre carecen de fundamento, aunque no por ello forzosamente de motivación.


§1. El histórico vínculo entre la ley natural y los derechos naturales del hombre

Aunque, en su enunciación literal, la noción de derechos humanos, o derechos del hombre, se pone en circulación con la Declaración francesa del 26 de agosto de 1789, nadie desconoce que existe una génesis de la misma en siglos precedentes --cuya dilucidación ha dado lugar a apasionadas controversias-- así como un desarrollo conceptual posterior, hasta el punto de que nuestra noción actual de los derechos del hombre --sin dejar de ser deudora, principalmente, de la citada declaración revolucionaria francesa-- es un concepto de tal riqueza y complejidad que difícilmente podrían reconocerla como obra indirectamente suya los asambleístas de aquel verano versallés.

Han abundado en la historia de las ideas jurídicas quienes han rastreado anticipaciones de la Declaración de 1789 (en disputa mutua, según lo he recordado ya), pero tampoco han escaseado quienes, no sin serios motivos, han preferido ver en esa solemne proclamación una novedad radical, un corte abrupto que --pese a las afinidades parciales con los precursores-- rompe, en cierto sentido, la continuidad.

Para que nos inclinemos por la visión continuista o por la discontinuista, lo que tenemos que preguntarnos es cuál es el meollo de la Declaración de 1789.

Si ese meollo es el concreto haz de libertades individuales (si bien se mira extremadamente parco), independientemente del ámbito subjetivo de su titularidad, entonces el texto en cuestión aparece muy en la línea de varios documentos pertenecientes al pronunciamiento secesionista de las colonias inglesas de Norteamérica, a su vez inspiradas en la tradición whig británica. Desde esa óptica hay similitudes notorias entre la Declaración francesa y el Bill of rights norteamericano, que es el conjunto de las diez primeras enmiendas a la Constitución federal de los Estados Unidos de América. Ese Bill fue propuesto al congreso a la vez que los Estados Generales del reino de Francia emprendían su labor revolucionaria y fue adoptado en primera instancia por la Cámara de Representantes exactamente cinco días antes que el texto versallés --si bien, a causa de los mecanismos federales, sólo entrarán en vigor el 15 de diciembre de 1791, cuando ya los franceses se encaminaban a una segunda, y más profunda, revolución, que se consumará en 1792 al derribar la monarquía e instaurar una república de orientación social e igualitaria, antagónica, en buena medida, respecto de los valores que perdurablemente arraigaron en las instituciones estadounidenses.

Aun desde ese punto de vista, fue un error historiográfico omitir otros muchos antecedentes, incluida la corriente de opinión jurídica antidespótica que nunca se había extinguido en Francia y que se había originado en su propia tradición tardo-medieval, reavivada en las revoluciones populares de la Liga, en el siglo XVI, y de la Fronda, en el XVII, y soterradamente conservada (en cierto sentido) por algunas instituciones jurisdiccionales --en particular, los Parlements, a pesar de su conservadurismo--. Tal corriente influyó mucho, sin lugar a dudas, en Montesquieu, indirectamente en Condorcet, y (aunque ya sufriendo una dramática metaformosis) en el origen mismo de las ideas de 1789. Porque varias de las reclamaciones de 1789 había quedado ya, bajo formulaciones dispares, un poco prefiguradas en esa tradición gala --igual que en otras similares en España (principalmente en los reinos orientales de la misma), en algunos Estados germanos y en algunas municipalidades libres italianas--.

La novedad del texto versallés no estriba, sin embargo, en proclamar un haz de libertades individuales. Más significativa y característica es su adopción de un enfoque legicentrista (abrazando el dogma rousseauniano de que la ley es la expresión de la voluntad general).NOTA 1 Tal enfoque está totalmente ausente de las declaraciones norteamericanas, ancladas en la common law, en la cual el Derecho es principalmente consuetudinario y jurisprudencial.

Pero tampoco es eso lo más relevante de la Declaración de 1789. Lo es, en cambio, que se proclamen derechos del hombre, de todo ser humano, y ello por vez primera en un texto que quiere tener vigencia jurídica (y que acabará adquiriéndola cuando --a regañadientes y forzado por el motín del pueblo parisino-- Luis XVI se resigne a sancionarla y promulgarla el 5 de octubre del mismo año).

Podemos cuestionar tal novedad si leemos literalmente la Declaración norteamericana de independencia de 1776 (cuyas fuentes de inspiración son muy variadas y no se circunscriben a la tradición whig inglesa), pues en ella se sostiene que todos los hombres nacen dotados por el Creador por tres derechos: a la vida, a la libertad y a la busca de la felicidad. Pero esa Declaración no es, ni aspira a ser, más que un preámbulo. Su único contenido jurídico es la proclamación de la secesión; lo demás es, a lo sumo, una exposición de motivos --aunque en rigor ni siquiera eso, sino más bien un manifiesto filosófico para que la decisión secesionista halle eco favorable en la opinión ilustrada de Europa.

Es menos importante saber qué derechos o libertades se atribuyen al hombre, a cada hombre, que atribuirles a todos --de manera innata, por Derecho natural y a título de derechos naturales-- una titularidad radical de derechos, sin que, en ese ámbito, exista discriminación alguna entre súbditos y no súbditos de aquel Estado particular que enuncie y promulgue la Declaración. La gran aportación de la revolución francesa es su humanismo naturalista, al radicar los derechos esenciales en la propia naturaleza humana, como atributos a ella inherentes y de ella inseparables.

Ese aspecto es, filosóficamente, el más destacado y, políticamente, el más novedoso de la revolución francesa de 1789-1799. En eso marca un hito en la historia universal. Hay un antes y un después. Antes, los Estados y, dentro de ellos, los órganos de poder de los mismos otorgaban a sus súbditos unos derechos y les rehusaban otros (al edictar prohibiciones); pero ningún derecho se otorgaba a los no súbditos (o no-ciudadanos, según diríamos hoy --en terminología de la época se diría los «no regnícolas») salvo por tolerancia, condescendencia, costumbre o --en el mejor de los casos-- por venir a ello comprometidos por tratados internacionales.

Desde la más remota antigüedad existió en verdad un entramado jurídico que puede considerarse precursor de los modernos Institutos del Derecho público y del Derecho privado internacionales, eso que el genio romano va a denominar ius gentium. Ese complejo ius gentium rige las relaciones entre los hombres de diversas naciones y, sólo por vía indirecta, también las relaciones entre Estados. Para los jurisconsultos romanos y para los jusfilósofos medievales el ius gentium es un cuasi-derecho natural, en el sentido de que, si bien proviene de los requerimientos de la invariable y constante naturaleza humana --una vez, eso sí, distribuida en una pluralidad de naciones y pueblos--, fluctúa en su contenido, en los derechos y obligaciones recíprocos que comporta, modulándose al compás de las costumbres, las conveniencias del intercambio y las situaciones de hecho provocadas por la acción de unas u otras gentes.NOTA 2

A pesar de la enorme veneración (en teoría) por el ius gentium --que pocos monarcas se atrevieron a tildar de nulo y no-vinculante, aunque en la práctica solieran hacer caso omiso--, podemos afirmar (quizá generalizando) que nunca existió ninguna asunción legislativa de respetarlo en el Derecho interno de los Estados. Por otro lado los derechos individuales que se reconocían a los hombres de otras naciones en ese ius cogens se referían únicamente a relaciones de extranjería, a relaciones entre ellos y los nacionales. El ius cogens carecía, por ello, de cláusula alguna que contuviera (bajo la forma que fuera) una atribución universal de ciertos derechos a todos los seres humanos.

Pero si, en el plano de las normas jurídicas, la Declaración del 26 de agosto de 1789 irrumpe --en este aspecto-- como una atrevidísima y revolucionaria novedad, en el plano del pensamiento filosófico-jurídico tenemos un claro reconocimiento de una titularidad natural de derechos por cualquier ser humano, en virtud del mero hecho de serlo, desde la filosofía estoica --que influyó en las grandes escuelas de jurisconsultos romanos de los siglos II y III--, que sería retomada (sin muchas novedades de contenido, aunque sí de fundamentación) por el pensamiento cristiano a partir del siglo IV y que se transmitirá a la doctrina jusfilosófica posterior hasta desembocar en el jusnaturalismo de la Ilustración, verdadera fuente de inspiración directa de la Declaración de 1789.

Podemos, pues, afirmar, sin temor a la duda, que la noción de derechos humanos es, en la cultura mediterránea, al menos tan vieja como la filosofía estoica de la antigüedad clásica.NOTA 3

La conclusión de los párrafos precedentes es, por consiguiente, la de que efectivamente podemos hablar de un surgimiento revolucionario de los derechos humanos en la Declaración versallesa de 1789 por ser el primer texto jurídico que reconoce a todo ser humano --viva donde viva, cualquiera que sea su cuna, cualesquiera que sean sus progenitores, cualesquiera que sean su clase social, su sexo y su edad-- unos derechos naturalmente inherentes, irrenunciables, imprescriptibles e inalienables (a fuer de corolarios de la propia naturaleza humana), jurídicamente válidos y oponibles erga omnes, en el Derecho interno de sus respectivas naciones al igual que en el Derecho Internacional público y privado. Pero la novedad de 1789 no va más allá. Juridifica --o, mejor dicho, positiviza-- por vez primera el reconocimiento de la existencia de unos derechos naturales del hombre, de todo hombre; no inventa esa noción, que se había transmitido en el pensamiento jusfilosófico desde Zenón de Citio (h. el año 300 a.C.).

Un reproche se ha dirigido, con razón, a los estoicos y a los jurisconsultos y jusfilósofos que, a partir de ellos, van a presuponer, asumir, fundamentar y desarrollar la idea de que todo ser humano es titular de unos derechos por el mero hecho de serlo, en virtud de su pertenencia natural a nuestra gran familia humana, a la humanitas.

¿Cuál era el catálogo de tales derechos? No iba mucho más lejos del derecho a, siendo reconocido como un ser humano, venir tratado con justicia y benevolencia; en los más audaces --como Séneca-- se reconoce que todos, aun los esclavos, han de ser destinatarios de un genérico amor fraterno. No se les reconoce, empero, el derecho a ser emancipados (si bien es cierto que los jurisconsultos de inspiración estoica introducirán el principio extralegal del fauor libertatis, o presunción de libertad); ni siquiera se reclama, en su nombre, el derecho oponible a no ser maltratados; menos todavía se reivindican otros derechos de la época moderna, como la libertad de pensamiento y de palabra o el derecho a la intimidad.

Sin embargo, ¿qué hemos de pensar sobre esa inconsecuencia? A lo largo del (si bien se mira) breve lapso de 420 lustros que van de Zenón de Citio a 1789 se perfila el reconocimiento de unos derechos naturales del hombre (los ya citados de derecho a la justicia y a la benevolencia) sin extraerse --más que tardía y paulatinamente-- la conclusión lógico-deóntica de un derecho universal a la libertad.

En primer lugar, lo que puede parecer una eternidad es un período corto en la historia de la humanidad, que se remonta a un millón de años (o, si arbitrariamente excluimos de la humanidad a las razas pre-Cromagnon, a unos ochenta o cien mil años). Ninguno de nosotros saca, al día siguiente de haber aceptado un principio, todas las consecuencias del mismo.NOTA 4 Pensar, deducir, se lleva tiempo. ¿Cuánto tiempo? Depende. Para asuntos de enorme complejidad, el avance puede durar años, decenios, siglos o milenios. Cada generación hereda el haber acumulado de las anteriores y, con ese utillaje conceptual, sigue adelante.

En segundo lugar, a lo largo de esos 420 lustros se van dando muchísimos pequeños pasos. Ya he aludido a la doctrina jurisprudencial de la presunción de libertad, defendida por Gayo, Ulpiano y demás lumbreras del pensamiento jurídico del alto imperio. Fruto de sus concepciones fue la constitución antonina del emperador Caracalla que en el año 212 extendió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio. En siglos posteriores se sufren retrocesos --principalmente por el azote de las tribus germánicas invasoras, que sumieron en la barbarie buena parte de la alta edad media. Ulteriormente habrá una paulatina recuperación (sobre todo con el redescubrimiento del Derecho romano en Bolonia a comienzos del siglo XII).

Paso a paso va abriéndose camino la idea de libertad. En las cartas y los fueros tardomedievales se reclaman derechos concretos de libertad, aunque inicialmente restringidos a los habitantes de un lugar no nacidos en la servidumbre ni manumitidos. La ampliación será un proceso lento, gradual. Entre los siglos finales de la Edad Media y los primeros de la Edad Moderna, se extinguen, en la casi totalidad de Europa occidental y en la mayor parte de la central, la servidumbre rural y urbana. No desaparece, en verdad, la esclavitud, --que, al revés, ve ampliarse su ámbito subjetivo con la llegada involuntaria de cautivos de África (de las dos Áfricas, del norte y del sur del Sahara). Más adelante, se confina esa institución a los territorios ultramarinos.

¿Cuándo empieza una reivindicación moderna de derechos humanos universales que, aunque sea imperfectamente, podamos entender como anticipativa de la Declaración de 1789? No hay fecha ninguna. Un hito lo marcan las leyes ya mencionadas encaminadas a la paulatina manumisión de los siervos (que se aceleró a raíz de las jacqueries de los siglos XIV y XV); en ellas se recuerda el aserto bíblico de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, en lo cual se basan su valor y su merecimiento, que lo acreditan para ser generalmente libre.

Los jusfilósofos escolásticos repiten que el Derecho natural no establece ni, en principio, permite la propiedad ni la servidumbre (dos instituciones que entonces estaban estrechamente emparentadas y que eran solidarias entre sí); sólo que las había ido introduciendo el ius gentium --como efecto de los pecados y las debilidades humanas--; y, una vez introducidas, sería injusto eliminarlas, por las peores consecuencias que de ello se seguirían.

Poquito a poco se fue erosionando ese argumento pragmático a favor de las injusticias establecidas. Quienes lo adoptaban reconocían las dos premisas siguientes. (1ª) Todo hombre tiene un derecho natural a ser tratado con justicia; y (2ª) La propiedad privada (desigualdad de bienes) y la esclavitud o servidumbre (desigualdad de condición social) implican injusticia porque sólo pudieron instituirse, en violación de las normas de justicia, creando así una situación de hecho contraria al Derecho natural. La segunda premisa parece implicar que quien tenga derecho a ser tratado con justicia tiene derecho a no sufrir esa doble institución injusta. De ahí, por la premisa 1ª, se deduce que todo hombre tiene derecho a vivir en una sociedad sin propiedad privada ni desnivelamientos de condición social. Un corolario inmediato es que todo hombre tiene derecho a ser libre.NOTA 5

De Vitoria y Tomás Moro a Mariana, Campanella y Grocio,NOTA 6 de éstos --pasando por Ralph Cudworth, Richard Cumberland, François Fénelon, G.W. Leibniz, Christian Wolff, Emeric de Vattel y Jean-Jacques Burlamaqui-- a Mably, Diderot, Morelly y Rousseau, toda la evolución del racionalismo ilustrado de la Edad Moderna expresa un creciente rechazo de las inconsecuencias y las cobardías del pensamiento acomodaticio, que sin dejar, entre tanto, de ser mayoritario, iba perdiendo terreno entre los círculos esclarecidos --los cuales, más tarde, acabarán determinando un cambio de opinión de las masas populares.

No hubo, pues, --según la errónea lectura de Michel Villey--NOTA 7 ruptura alguna entre el Derecho natural de los antiguos y medievales y los derechos del hombre de la época contemporánea. Como tampoco hay ninguna dualidad conceptual entre «ley natural» y «Derecho natural»;NOTA 8 ni es verdad --cual lo imaginan algunos neoescolásticos-- que el dizque hipertrofiado Derecho natural «racionalista» de los modernos se aparte de un mucho más austero Derecho natural de la philosophia perennis, el cual, sabiamente, se habría abstenido de erigir, sobre los básicos principios jurídico-naturales, toda una construcción sistemática. La presunta dicotomía viene fácilmente desmentida por cualquier estudio de los textos de la Escuela de Salamanca --y las otras afines en la España del siglo de oro--, donde hallamos esa misma construcción, incluso con mucho mayor detalle que en sus epígonos ilustrados de allende los Pirineos en los siglos XVII y XVIII.

Menos aún cabe hablar --cual lo ha pretendido una sesgada historiografía-- de una «escuela del Derecho natural» inaugurada (o prohijada) por Grocio, pero cuyo principal representante sería Pufendorf, la cual, habiendo roto con la escolástica, compartiría con Locke y otros pensadores británicos de la tradición whig el exclusivo mérito de generar la idea de los derechos naturales del hombre. La figura de Pufendorf jugó un papel equívoco y, a la postre, de menor calado que el de la corriente principal, intelectualista o racionalista, algunos de cuyos adalides se han citado en el párrafo anterior.

Y es que el Derecho natural de Pufendorf se basa en una doctrina voluntarista (y, por eso, se acopla bien a la adhesión de ese jusfilósofo al absolutismo de la dinastía sueca), a diferencia del intelectualismo de la tradición tomista, continuado por la leibniziana.NOTA 9 El voluntarismo se encuentra con una insalvable dificultad para cimentar los deberes y los derechos en la naturaleza, puesto que, siendo, a su juicio, asunto de decisión, podrían ser otros aunque la naturaleza del hombre fuera la misma.


§2. De la Declaración de 1789 a la abolición de la esclavitud

De todo lo anterior se desprende que los revolucionarios franceses de 1789 fueron audaces pero también receptores de una milenaria tradición reivindicativa de la fraternidad humana, de una justicia basada en ese nexo de hermandad natural, una justicia que comportaba deberes y derechos de cualquier ser humano con relación a cualquier otro.NOTA 10

La Constitución del reino de Francia de 1791, al incorporar en su texto la Declaración versallesa, constitucionaliza los derechos naturales del hombre, aunque escatimados con parca enumeración.

Muchísimo más generosa va a ser la Constitución jacobina del 24 de junio de 1793,NOTA 11 que de nuevo se fundamenta explícitamente en el Derecho natural. Su preámbulo reitera un principio de 1789: «El pueblo francés, convencido de que el olvido y el desprecio de los derechos naturales del hombre son las únicas causas de las desgracias del mundo, ha resuelto exponer, en una Declaración solemne, esos sagrados e inalienables derechos [...] para que el pueblo tenga siempre ante sus ojos las bases de su libertad y su felicidad, el magistrado la regla de sus deberes y el legislador el objeto de su misión. En consecuencia, proclama, en presencia del Ser Supremo, la siguiente declaración de los derechos del hombre y del ciudadano».

Pero el articulado que sigue, al quedar así incorporado al propio texto constitucional, tiene un carácter directamente normativo e inmediatamente exequible. Es un amplio catálogo de derechos, no sólo de no maleficencia (de libertad), sino también de beneficencia (de bienestar). El art. 1 afirma que el fin de la sociedad es la felicidad común y que el gobierno se instituye para garantizar al hombre sus derechos naturales e imprescriptibles. El art. 2 enumera tales derechos: la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad, quedando así la igualdad en primer lugar. De conformidad con esa preeminencia de la igualdad, el art. 3 sostiene que todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley. El art. 4 declara nulas las leyes que ordenen una conducta que no sea justa y útil para la sociedad o prohíban una que no sea socialmente perjudicial. Ya hemos visto que, en la Declaración jacobina, el derecho de propiedad viene relegado al cuarto y último lugar; pero es que, además y sobre todo, su enunciación en el art. 16 afirma que son bienes de propiedad privada de alguien los frutos de su trabajo y de su industria --aunque expresamente no niega que puedan serlo otros ni asume la propuesta de Robespierre de definir la propiedad como el disfrute de aquello que la ley otorgue a cada uno (con lo cual el respeto al derecho de propiedad privada nunca podría constreñir al legislador).

La Declaración constitucional de 1793 enumera, a renglón seguido, una serie de derechos sociales: el derecho a la subsistencia, al trabajo y, cuando éste falte, a unos socorros públicos que la aseguren (prestación por desempleo, en nuestra terminología actual); derecho a la instrucción. Agréganse, por último, derechos colectivos del pueblo soberano (imposibles de ejercer a menos que la soberanía sea, como lo proclama esa Constitución, una e indivisible): derecho a dotarse de una nueva constitución, sin tener que conformarse a la establecida por una generación precedente, y derecho a la insurrección si el gobierno llegara a violar los derechos del pueblo.

Consecuente con ese jusnaturalismo que hace titular a todo ser humano de unos derechos esenciales --entre ellos la libertad personal--, la Convención Nacional (dominada por los jacobinos) va a decretar el 4 de febrero de 1794 (16 de pluvioso del año II) la abolición de la esclavitud en los territorios ultramarinos de la República. En esa abolición encontramos la realización efectiva del viejo principio estoico de la hermandad universal entre los hombres.

Esa fecha del 4 de febrero de 1794 es el más decisivo jalón en la marcha milenaria de la humanidad a su reconciliación fraterna consigo misma, sobre la base de los derechos naturales del hombre. Cuando el verdugo de la revolución, Napoleón Bonaparte, pretenda restablecer la esclavitud (a raíz del Tratado de Amiens con los ingleses, de 1802), se producirá, como resistencia, la segunda gran revolución, la del pueblo negro de Santo Domingo, que pronto va a derrotar a las tropas francesas, instaurando la primera república emancipada del yugo colonial --por lo cual cabría, tal vez legítimamente, ver en esa revolución haitiana un capítulo aún más importante de la historia universal que la propia revolución francesa.

Volviendo a las controversias que se habían desarrollado en la Convención Nacional de la I República francesa, nos percatamos de que la oposición entre jacobinos y girondinos tenía algo que ver con la cuestión de los derechos naturales del hombre. Para los moderados o girondinos el Derecho natural, por sí solo, no tiene fuerza suficiente para fundamentar los derechos individuales, que han de sustentarse, más bien, en el pacto social y, por lo tanto, en la concordante voluntad general de los habitantes de un territorio erigido en estado independiente. Por eso la configuración y el alcance de tales derechos están --según ellos-- sujetos al convenio entre conciudadanos, variable y contingente, al albur, en parte, de las tradiciones, la historia y las conveniencias sociales.NOTA 12

Los jacobinos, en cambio, consideraban que todas esas circunstancias pueden constituir inevitables constreñimientos para el ejercicio de los derechos, pero nunca alterar su existencia ni su titularidad.

Se ha dicho --no sin cierta base-- que el pensamiento girondino acabaría prevaleciendo. Veremos en seguida cómo hay que matizar ese aserto.


§3. El itinerario de los derechos humanos a partir de 1848

Si bien la Constitución de la II República francesa, del 4 de noviembre de 1848, ya no mencionará el Derecho natural ni adoptará la locución de «derechos naturales del hombre», es manifiesta su inspiración jusnaturalista.

Ya su Preámbulo proclama «en presencia de Dios y en nombre del pueblo francés», su obediencia a unos valores que, con meridiana claridad, se reconocen como cánones supraconstitucionales --y no como resultados de un pacto o una decisión: la equidad, el bienestar de todos, la moralidad, la ilustración. El art. III de dicho Preámbulo, además, afirma tajantemente: la República «reconoce deberes y derechos anteriores y superiores a las leyes positivas».

¿Qué mayor jusnaturalismo puede haber? Unos deberes y unos derechos anteriores y superiores a la legislación positiva son, por definición, deberes y derechos de la Ley Natural. Esa Constitución es la primera en renunciar a la guerra de conquista. Reitera los derechos sociales de 1793, enunciándolos como el derecho a la asistencia fraternal de los conciudadanos. Por otro lado, instaura nuevas libertades, como la de reunión y asociación. En el orden social, establece el derecho del obrero a relaciones equitativas con el patrón y el de los trabajadores en general a que la República emprenda obras públicas que empleen a los desocupados, además de instituir seguros que amparen a los enfermos, desvalidos y viejos.

Así pues, en vez de basar los derechos fundamentales del individuo en la voluntad general, ésta sólo aparece válida en tanto en cuanto se ajuste al reconocimiento y respeto de los derechos del hombre, detallados --según lo hemos visto-- con un enfoque igualitario y fraternalista que va más lejos que el de los jacobinos de 1793.

Verdad es que tales referencias serán abandonadas en las constituciones posteriores de la República francesa. La III, la de 1871, nunca se dotará, en rigor, de una constitución, sino de un ramillete de leyes constitucionales adoptadas por puro pragmatismo. En ellas estaban ausentes los derechos naturales del hombre porque también lo estaban los derechos fundamentales del individuo, cuya única tutela jurídica quedaba --a lo largo de los 14 lustros de aquel régimen burgués-- a la merced de la legislación ordinaria, de los actos administrativos y de una jurisprudencia maniatada por el omnímodo legalismo de la doctrina jurídica que por entonces alcanza la hegemonía: el positivismo jurídico (que en esas postrimerías del siglo XIX estaba ya dejando de ser la extravagancia de un puñado de juristas, en su mayoría anglosajones).

Ya en el último tercio del siglo XIX se va a constitucionalizar, esta vez en España, un amplio catálogo de derechos, aunque ni uno solo de bienestar. Se lleva a cabo en la Constitución de 1869, cuya inspiración jusnaturalista es patente. Fueron interesantísimos, apasionados y corteses los debates de aquella magna asamblea, que congregó a obispos y tribunos ateos, a profesores panteístas y abogados moderantistas, a hombres de diversas clases, convicciones, trayectorias y esperanzas para su Patria. En tales controversias un tema pareció perfilarse: el de que los derechos esenciales del hombre son ilegislables. Por ser supralegales, supraconstitucionales --o sea, normas de Derecho natural--, la ley ni siquiera estaría habilitada para regular su ejercicio. Evidentemente tal exaltación comportaba una visión muy idealista, desconocedora de los conflictos entre derechos.

Más explícita todavía es la Constitución de la I República (no promulgada pero sí adoptada por las Cortes constituyentes el 17 de julio de 1873) al afirmar en su Título preliminar: «Toda persona encuentra asegurados en la República, sin que ningún poder tenga facultades para cohibirlos, ni ley ninguna autoridad para mermarlos, todos los derechos naturales». Tras enumerar ocho derechos fundamentales --tildados de «derechos naturales de la persona»--, el citado Título concluye así: «Estos derechos son anteriores y superiores a toda legislación positiva». Es, sin lugar a dudas, la expresión más rotunda de jusnaturalismo que se haya formulado en un texto constitucional.

El articulado de la nonnata Constitución de 1873 reiterará, ampliará y detallará esos ocho derechos esenciales del Título preliminar; es innegable que en la mente del constituyente de 1873 ese desarrollo no hace sino explicitar lo ya implícito en la enumeración del exordio. Hay que notar que se trata de derechos de toda persona, español o extranjero, aunque en un caso el articulado, en su tenor literal --desmentido por el contexto-- sólo parezca regular algunos de tales derechos para los españoles. Ese humanismo del texto republicano de 1873 explica que en el mismo se reconozca el derecho de inmigración: «Art. 27º. Todo extranjero podrá establecerse libremente en territorio español, ejercer en él su industria o dedicarse a cualquier profesión para cuyo desempeño no exijan las leyes títulos de aptitud expedidos por las autoridades españolas».

He señalado que en ese momento (1869) todos aceptan la existencia del Derecho natural y todos coinciden en fundar en él los derechos fundamentales del individuo.NOTA 13

Ahora bien, nos topamos en ese momento con un menor énfasis en la defensa del Derecho natural fundante de los derechos individuales entre el sector progresista (predominantemente krausista) y con alguna reticencia del pensamiento católico conservador, que no rechaza en absoluto la existencia de un Derecho natural, pero que sí piensa que éste es deficiente y precario cuando no viene iluminado por la fe; y, en la medida en que recibe esa luz, deja de ser puro Derecho natural. La fe es, en efecto, una iluminación sobrenatural.


§4. Ley natural y derechos del hombre en la tradición católica

Tengo que remontarme aquí a la larga y sinuosa aceptación del Derecho natural en la tradición católica.

Ya hemos visto que habían sido los filósofos estoicos quienes sentaron los cimientos del Derecho natural. Ulpiano define el Derecho natural como aquello que la naturaleza prescribe a todos los animales, entre ellos el hombre. Los emperadores cristianos Teodosio y Justiniano, en sus compilaciones legislativas, recogen y asumen esa definición.

Más tarde, sin embargo, S. Isidoro de Sevilla reservará la ley natural al ser humano, basándola, no en los imperativos de la naturaleza, sino en la razón, que sería patrimonio exclusivo del ser humano. Para distanciar aún más la ley natural, propia del hombre, ser espiritual, de las exigencias de la naturaleza, que constreñirían a los animales no humanos, S. Isidoro va a identificar la ley natural con la divina, sin quedar muy claro el distingo entre ley divina natural y ley divina positiva.NOTA 14

Simultáneamente toda la alta Edad Media va a darle mil vueltas --lo mismo en tierra cristiana que en tierra musulmana-- a las complicadas relaciones entre fe y razón, con fórmulas sugerentes pero de significado ambiguo, como la anselmiana de fides quaerens intellectum.

Va a ser necesaria la aportación de los escolásticos tardíos --de Abelardo a comienzos del siglo XII a Santo Tomás en la segunda mitad del XIII-- para ir despejando dudas, delimitando los terrenos de la fe y de la razón. El Derecho natural es alcanzable por la sola luz de la razón, sin necesitar para nada la guía de la fe y sin mezclarse con ningún dato sobrenatural. Su estudio pertenece a la filosofía y a la ciencia jurídica, ninguna de las cuales ha de acometerse mirando a los contenidos de la fe, puesto que las verdades filosóficas y las de Derecho natural están perfectamente al alcance de un pagano y de un infiel.

Mas esa postura intelectualista y naturalista siempre se topó con cierta resistencia en algunos sectores, como los agustinianos y los franciscanos, por motivos diversos. Para los seguidores de San Agustín el pecado original había dañado, corrompido y degradado profundamente la naturaleza humana, incluyendo su aptitud intelectual, por lo cual ni siquiera nos son bien cognoscibles, sin el auxilio de la fe, las verdades que, de suyo, son racionalmente accesibles (y lo eran efectivamente para Adán y Eva antes de la caída). Así pues, los principios del Derecho natural tampoco nos son --en ese enfoque-- claramente evidentes, a menos que nos dejemos iluminar por la revelación sobrenatural.

Por su lado, la escuela franciscana tiende al voluntarismo, que rechaza, por lo tanto, que los preceptos de Derecho natural los instituya Dios porque tiene necesariamente que instituirlos, porque son justos, porque su entendimiento infinito se lo manifiesta así y, porque, siendo un ser perfectamente benevolente, tiene, en sus actos de voluntad, que seguir el dictamen infalible de su entendimiento. Esa necesidad la abraza Santo Tomás y cuatro siglos después la desarrollará Leibniz. Pero el voluntarismo lo ve de otro modo: es preceptivo no matar porque Dios así lo ha decidido; sería, incluso por Derecho natural, preceptivo matar si tal hubiera sido su decisión.

Fideísmo y voluntarismo se dan la mano, en dosis mayores o menores, en una gama de pensadores y predicadores. En esa doble tradición se ubica Martín Lutero. El primer protestantismo, sin rechazar del todo el Derecho natural, será muy desconfiado hacia él, justamente por la depravación del hombre tras el pecado que le impide hacer nada bueno sin el auxilio de la gracia sobrenatural.

La enseñanza oficial de la Iglesia Católica va a abrazar la doctrina de Santo Tomás de Aquino, pero va a fluctuar ante las crisis y los movimientos novedosos que cuestionen su autoridad en nombre de la naturaleza. Así, ya en el Renacimiento tenemos entre muchos humanistas una exaltación del homo naturalis, que radica en la humana naturaleza una aptitud para la verdad y el bien que parece entrar en conflicto con el pecado original. Y, ante eso, hay repliegues y fijaciones fideístas. Todavía más resurge una fuerte tendencia, más o menos abiertamente fideísta, en el magisterio eclesiástico frente a la insolencia del racionalismo naturalista del siglo XVIII y su vástago, el liberalismo del XIX. Los Sumos Pontífices Gregorio XVI y Pío IX, en sucesivas encíclicas, van a condenar la tesis metodológica de que a un católico le es lícito estudiar filosofía sin atender a los contenidos de la fe.

Particularmente explícita es la famosa Encíclica Quanta cura de Pío Nono (1864),NOTA 15 que condena (reiterando la postura de sus predecesores) la libertad de conciencia. No puede haber libertad para el mal ni para el error. Por lo tanto el pensamiento no puede desarrollarse sin atender a las verdades reveladas. Es cierto que la pura luz natural de la razón es capaz, en principio, de llegar a la verdad, pero, dada la fragilidad de la naturaleza caída del hombre, hay una gran propensión al error. Del mismo modo, sería tener una idea excesivamente optimista de la naturaleza humana confiar en unos principios de Derecho natural que el ser humano pudiera comprender sólo por la razón, desconociendo que ésta es, hoy, una naturaleza contaminada por el pecado, que propende al mal. El apartado III de la Encíclica estigmatiza el naturalismo, a saber: la doctrina de que «la mejor constitución de la sociedad [...] requiere [que] [...] sea conducida y gobernada sin atender a la religión, como si no existiera, o, al menos, sin hacer distingo entre la religión verdadera y las falsas». Y el apartado IV precisa que, una vez que se descarte la religión de la vida política y se deje de lado la revelación, la sociedad quedará sin otro fin que amasar riquezas, los hombres sólo perseguirán su placer y su interés. El pensamiento del soberano pontífice está bien claro: hay, sin duda, un Derecho natural pero éste, sin el auxilio de la fe, sin la guía de la revelación sobrenatural, es incapaz de regular justamente la sociedad. Una sociedad que no profese públicamente la verdadera religión está condenada a la injusticia y al desorden. Por consiguiente, aunque hay Derecho natural, es casi como si no lo hubiera.

El Anejo de dicha Encíclica papal, el Syllabus errorum, enumera una serie de yerros que los católicos tienen obligatoriamente que evitar. Uno de ellos es el naturalismo, según el cual (punto III) «La razón humana es el único juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal [...] y le bastan sus solas fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos». También se condena (punto XIV) esta tesis: «La filosofía debe tratarse sin mirar a la sobrenatural revelación».

A finales del siglo XIX, con el pontificado de León XIII, se esboza una tímida revisión de esas enseñanzas. Reintrodúcese la oficialidad de la doctrina filosófica de Santo Tomás.NOTA 16 Si, desde enfoques hostiles a la Iglesia, esa imposición se ha visto (no sin motivos) como una intromisión indebida de la autoridad, hay que reconocer, empero, que, con la restitución del tomismo, se venía también --discretamente-- a superar esa tendencia fideísta que tanto había desacreditado al catolicismo oficial a lo largo de varios pontificados. Los pasos decisivos en el abandono del fideísmo, en la reconciliación con la razón y en la rehabilitación del Derecho natural los va a dar el breve pero fructífero pontificado del insigne y bondadoso jurista Jaime della Chiesa, que reinó como Benito XV (1914-22).

Pero volvamos al reconocimiento de los derechos naturales en las constituciones. Si en 1873 nuestra abortada Constitución republicana asume, en su máximo esplendor, el enfoque jusnaturalista, la restauración borbónica de diciembre de 1874 y la Constitución canovista de 1876 serán simultáneas con el auge del juspositivismo, aunque éste tardará todavía varios lustros más en hacerse prevalente en las Facultades de Derecho.

En España todavía en esos años predomina la escuela krausista, que fue la que reintrodujo en la Universidad española las cátedras de Derecho natural.NOTA 17

Remontándonos ligeramente hacia atrás, hay que recordar que ya en el medio siglo largo que transcurre entre el congreso de Viena (1815) y la liberalización de las monarquías absolutas de Europa central (años sesenta), el liberalismo doctrinario o moderado había, no digamos que abiertamente renegado del Derecho natural, pero sí puesto sordina a su invocación, propicia a reclamar demasiados derechos o derechos excesivamente amplios para todos los seres humanos, cuando los moderados sólo querían pocos derechos para pocos hombres (entre otras razones porque defendieron, hasta el último momento, la persistencia de la esclavitud --que en España sólo será abolida por el Pacto de Zanjón en 1880; la República la había abolido en la provincia de Puerto Rico, pero no había tenido tiempo de hacerlo en la isla de Cuba).

Todavía no podemos hablar en aquel tiempo, a mediados del siglo XIX, de juspositivismo (como no sea en el estrecho círculo de la jurisprudencia analítica inglesa, inaugurada por John Austin, el discípulo de Bentham). Pero ya hay una desconfianza hacia el Derecho natural, por su potencial emancipador y revolucionario. Hemos visto que esa desconfianza es común a todos los sectores conservadores, liberales y absolutistas.

Las constituciones del siglo XX prescindirán, en cambio, del fundamento de los derechos naturales, al menos en su tenor literal. El avance de los derechos humanos en absoluto queda fielmente reflejado en el ilusorio esquema de las tres o cuatro presuntas generaciones sucesivas de derechos humanos (tan caros a los constructores de moldes superpuestos según pautas artificiales).

Lo que sí es verdad es que los derechos de bienestar, ya reconocidos (en la terminología de la época) por las constituciones republicanas francesas de 1793 y de 1848, hallarán un incipiente registro en la Constitución mexicana de 1917, en la alemana de dos años después, en la de la república soviética rusa de 1918 (con una enunciación que desafía los usuales modelos jurídicos) así como en la republicana española de 1931.

El verdadero avance lo darán: en 1936 la Constitución de la URSS y al año siguiente la de la nueva república irlandesa (de inspiración católica).NOTA 18 Avances que, en parte, vinieron posteriormente incorporados a las grandes constituciones democrático-republicanas de la segunda posguerra mundial (como la francesa de 1946 --principalmente en su primera versión, que fracasó, como en seguida vamos a ver-- y la italiana del año siguiente).

En Francia la asamblea constituyente aprobó un proyecto de Constitución progresista el 19 de abril de 1946. Sin usar la locución «Derecho natural», está clarísima su inspiración jusnaturalista, al proclamar en su Preámbulo «que todo ser humano posee derechos inalienables y sagrados que ninguna ley puede vulnerar»; teniendo en cuenta que en la doctrina constitucionalista francesa siempre se ha entendido que la Constitución es una ley, eso significa que ese texto se está inclinando ante normas supraconstitucionales y, por ende, de Derecho natural. A renglón seguido afirma que, como consecuencia de lo recién enunciado, «decide, como en 1793, 1795 y 1848, inscribirlos [tales derechos supraconstitucionales] en el encabezamiento de su Constitución».

Ninguna Constitución anterior y poquísimas posteriores van a regular con la generosidad y el detalle de ese magnífico proyecto constitucional francés de abril de 1946 los derechos de libertad y los de bienestar. La propiedad recibe una definición que se inspira en la de Robespierre: según el art. 38, es el derecho de usar, disfrutar y disponer de aquellos bienes que a cada quien le garantice la ley. Nuevamente tenemos que el legislador no queda sujeto al respeto de una propiedad privada supralegislativa. Además el art. 36 limita el ejercicio del derecho de propiedad a la utilidad social, reservando a la colectividad la propiedad común de los servicios públicos y empresas en situación de monopolio. Correlativamente a esos derechos, todos están obligados «por el deber de contribuir al bien común y a la fraterna ayuda mutua» (art. 39).

Desgraciadamente, el plebiscito del 5 de mayo de 1946 arrojó un resultado negativo, con un 53% de noes. La nueva asamblea constituyente va a elaborar un proyecto muchísimo más conservador, cuyo Preámbulo --si bien se reconoce vagamente que todo ser humano posee derechos inalienables y sagrados (una manera tenue de mantener un vestigio jusnaturalista, aunque descafeinado)-- instituye como canon de los derechos humanos la tabla versallesa de 1789, aunque (a título, aparentemente, programático más que normativo) agrega algunos principios sociales a favor de los trabajadores. En el articulado de la nueva Constitución están ausentes los derechos humanos.

Escarmentados por la amarga derrota del mes de mayo, los sectores progresistas tragaron con todas esas concesiones, que dejaban en agua de borrajas lo que había querido ser una ambiciosa carta humanista y garantista. Así y todo, el nuevo plebiscito del 13 de octubre se saldó con una mayoría de nueve millones de síes frente a ocho de noes y siete de abstenciones y votos blancos. O sea, sólo un 36% del cuerpo electoral se pronunció a favor del nuevo texto. La inmediata posguerra no empezaba muy bien para los derechos humanos. Felizmente la Constitución italiana de 1947 va a suponer una enorme mejora.

Dada la doctrina jurídica predominante en la época, los redactores de las constituciones de este período se cuidan mucho de invocar el Derecho natural o de calificar a los derechos fundamentales que reconocen como derechos naturales del individuo humano. Pero una cosa es lo que dicen y otra lo que hacen. Y lo que hacen, en la medida en que constitucionalizan tales derechos, es --comoquiera que se formule en cada caso-- expresar su reverencia por tales derechos. En ningún momento, y bajo ningún aspecto, abordan la cuestión de si se va a estipular o no que haya derechos de libertad y de bienestar como se decide si la república va a ser unitaria o federal, si el parlamento será unicameral o bicameral o si el mandato presidencial durará 4, 5, 6 ó 7 años.

En tales asuntos, los poderes constituyentes desarrollan un discurso en el que se remiten a la conveniencia práctica o a la voluntad general, cuando no a la pura decisión arbitraria de la asamblea constituyente. En cambio, al incorporar la constitucionalización de los derechos individuales, lo hacen en términos que indican que el poder constituyente está obligado a tal incorporación por principios vinculantes supraconstitucionales. No es la voluntad del legislador constituyente la que funda los derechos de la persona; es el reconocimiento de tales derechos, su incorporación al texto constitucional, lo que otorga a éste su legitimidad; una legitimidad por el contenido, no por el mero hecho contingente de la voluntad mayoritaria (pues ya la amarga experiencia alemana había demostrado que ésta podía avalar también el establecimiento de un régimen ilegítimo).


§5. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)

Llegamos así a 1948.NOTA 19 El 10 de diciembre de ese año la Asamblea General de las Naciones Unidas --reunida en el Palacio Chaillot, en París-- aprueba la Resolución 217 (III) A, cuyo contenido es la Declaración Universal de Derechos Humanos, DUDH, la cual unifica y pone en el mismo plano los de libertad y los de bienestar.

La Declaración no brotaba de la nada. Ya la Carta de las Naciones Unidas (junio de 1945) «reafirma su fe en los derechos humanos fundamentales y en la dignidad y el valor de la persona humana», encomendando a los Estados miembros la tarea de promover «el respeto y la observancia universales de los derechos humanos y de las libertades fundamentales de todos, sin distingo de raza, sexo, idioma o religión».

Para plasmar ese compromiso genérico en un texto más preciso se había pensado inicialmente en una Carta de Derechos (un Bill of rights internacional), que habría tenido fuerza vinculante de ius cogens. Era prematuro. Sólo en 1966 se realizará esa aspiración (imperfectísimamente) con dos Tratados que tardarán aún diez años más en alcanzar vigencia (relativa a los países que los han ratificado, a menudo con numerosas reservas).NOTA 20

Múltiples eran las dificultades a que se enfrentaba el proyecto de una Carta internacional de derechos. Semejante Carta habría instituido unas obligaciones convencionales; por el principio lógico-deóntico de la correlación entre derechos y deberes, tales obligaciones implicarían unos derechos correlativos, que serían los derechos fundamentales del hombre. Pero, así concebidos, tales derechos serían sólo facultades de los súbditos de los Estados signatarios --o, en el mejor de los casos, de cualesquiera seres humanos sólo con relación a esos Estados, fundados en esas obligaciones voluntariamente asumidas por los mismos. No serían, pues, derechos inherentes a la persona humana anteriores y superiores a tales compromisos estatales o interestatales.

De plasmarse en una Carta con valor de ius cogens, los derechos valdrían lo que valieran los artículos concretos en que se enunciarían, en lugar de valer principalmente por el espíritu del conjunto. Tal documento habría sentado que, desde su adopción en adelante, los seres humanos tendrían ciertos derechos fundamentales o esenciales. No era eso lo que se buscaba. Antes bien, queríase un reconocimiento universal de que, por su común pertenencia a la familia que todos formamos, los seres humanos estamos ligados, los unos con los otros, por un vínculo recíproco de hermandad, del cual se deduce que cada uno es titular de unos derechos exigibles frente a todos (erga omnes) y que, correlativamente, pesa sobre él un deber de respetar y satisfacer iguales derechos de los demás.NOTA 21

Conque de la idea de una Carta se pasó a la de una Declaración. De su redacción se encargó una Comisión de Derechos Humanos (CHR), presidida por la ex-primera dama estadounidense, Dª Leonora Roosevelt,NOTA 22 e integrada por ciudadanos de tres reinos --Inglaterra, Canadá y Australia (las dos últimas, sendos dominios británicos)-- y de cinco repúblicas: Chile, Líbano, China, Francia y Bielorrusia.

En esa Comisión redactora brillaron, por su destacada participación: el vicepresidente, el filósofo y dramaturgo Dr. Chang Peng-Chun --representante de la China nacionalista del Kuo Mintang--; el relator, un cristiano maronita libanés (filósofo y teólogo, adepto de Santo Tomás de Aquino), Charles Habib Malik; el abogado canadiense John Humphrey; y el jurista francés René Cassin --presidente vitalicio de la Alianza Israelita Universal--.NOTA 23 De cada uno de ellos se ha dicho que fue el principal redactor del texto. Sin duda, todos hicieron aportaciones destacadas.

Inclínome a pensar que sobresalieron las consideraciones de R. Cassin, destacado pensador y político francés, quien aportó a los trabajos de la comisión, no sólo la tradición de las Declaraciones francesas (y el espíritu del fracasado proyecto constitucional galo de la primavera de 1946), sino también otras contribuciones, como la del solidarismo francés (tan caro al republicanismo radical del Norte de los Pirineos).

No cabe desconocer que los trabajos de la comisión redactora fueron precedidos y acompañados por amplias consultas, en las cuales se tomó nota del parecer de personalidades de varias partes del mundo: de Francia (Jacques Maritain, el filósofo neotomista que --bajo el rótulo de «personalismo»--NOTA 24 había propuesto una síntesis de la doctrina católica con el legado de las Luces y de la revolución, agregando una dimensión social y comunitaria, en ruptura con el individualismo);NOTA 25 de Inglaterra (Aldous Huxley), de China, de la India (el Mahatma Gandhi), del Oriente Próximo, del bloque soviético, de América Latina.

Es de señalar el jusnaturalismo al que, por lógica jurídica, se vieron llevadas las propuestas de algunos de los partícipes en la deliberación, que, sobre el papel, profesaban empero, oficialmente, alguna versión del positivismo jurídico.NOTA 26

En la coincidente perspectiva de varias de las influencias que se manifestaron en la comisión --concretamente el confucianismo del Dr. Chang, el tomismo de Charles Malik y Jacques Maritain y el solidarismo de Cassin--, deberes y derechos son recíprocos, basándose la titularidad de unos derechos esenciales del individuo humano en la común pertenencia a la familia humana, en el deber de fraternidad recíproca dimanante de esa pertenencia, y no en la mera clasificabilidad del individuo bajo un determinado concepto específico, o en su separada posesión de la abstracta forma sustancial homo. De donde se sigue que no habría derechos humanos si no hubiera humanidad. (Un individuo humano que fuera el único miembro de la especie en un universo sin ningún semejante ¿sería titular de derechos humanos?)

Ni siquiera se funda dicha titularidad en los rasgos enaltecedores típicamente poseídos por los animales de tal especie, que la Declaración va a recoger en su artículo 1, a saber la razón y la conciencia. (Esa conciencia --una adición propuesta por el Dr. Chang-- tiene el sentido, no del inglés awareness, sino de la conciencia ética, de la empatía, compasión o benevolencia.) Esos dos rasgos se enuncian en ese artículo como motivos para que los seres humanos cumplan su deber de conducta mutuamente fraterna, cuyo detalle estriba en el respeto y la satisfacción de los derechos humanos. Mas una cosa es que constituyan el motivo y otra que sirvan de fundamento. Los individuos de la familia humana, por tener razón y empatía, han de percatarse del fundamento de los derechos, actuando en consecuencia, con un comportamiento fraterno.

El fundamento es el haz de valores cuya solemne proclamación inaugura el Preámbulo: la libertad, la justicia, la paz, el reconocimiento del valor intrínseco y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. Dejando de lado la circularidad de la redacción (probablemente retórica), parece verosímil interpretar ese aserto en el sentido de que lo que funda los derechos es el cúmulo de los valores de paz, justicia, igual valor (dignidad) de todos y, principalmente, la co-pertenencia a la familia humana. A ello se agregan, en el párrafo siguiente, otros valores --posiblemente concreciones de algunos de los anteriores--, como el vivir libres del temor y de la miseria y la libertad de palabra y de creencias.

Los debates de la comisión pusieron de manifiesto que --según perspicaces palabras de Maritain--NOTA 27 era más difícil ponerse de acuerdo sobre el fundamento de los derechos que sobre los derechos mismos. Sin embargo eso no era del todo exacto. Por un lado, no se logró un pleno acuerdo sobre la lista de los derechos. En seguida me voy a referir a las ocho abstenciones.NOTA 28

Un riguroso análisis jusfilosófico pondría de relieve numerosos contenidos dudosos en el articulado de la Declaración. Si ésta, globalmente tomada, va a constituir, sin duda, un avance para la lucha por los derechos del hombre, tal valoración sólo es correcta cuando prescindimos del detalle de su catálogo, de sus vacíos y silencios, de sus vaguedades y de sus ocasionales excesos.

Y si, con relación al contenido, distó de haber unanimidad, en cambio sí se alcanzó, acerca de los fundamentos, más acuerdo del que sugiere Maritain. Vamos a examinarlo.


§6. ¿Es la dignidad humana el fundamento de los derechos del hombre?

Según lo he constatado unos párrafos más atrás, en lo tocante al fundamento se alcanzó un amplio consenso al basar la Declaración en la vigencia supralegislativa de ciertos valores supremos de la humanidad, el principal de los cuales era el valor del propio ser humano --que en el texto de la Declaración enuncia con el vocablo de «dignidad humana».

En el Preámbulo se emplea --en su versión inglesa-- la hendíadis «the dignity and worth of the human person». Juzgo perfectamente verosímil que con tal hendíadis se esté queriendo precisar que, al hablar de «dignidad», la Declaración desliga esa palabra de sus connotaciones histórico-semánticas de rango, de excelsitud, de elevación en una jerarquía o de honrabilidad o reverenciabilidad, para entenderla como lo valioso del ser humano. Así entendida, la dignidad (o sea: el valor-y-dignidad) del ser humano se toma como un hecho, no como un derecho ni como un deber.

No es que el ser humano deba ser digno ni que tenga derecho a serlo, sino que lo es; lo es, en el sentido de tener ese valor-y-dignidad, e.d. en el sentido de que es un ente valioso. Doblemente valioso, de manera absoluta y relativa. Absoluta, en tanto en cuanto un mundo sin humanidad es peor que uno con humanidad. Relativa en el sentido de que para un ser humano otro ser humano es un ser valioso, por el nexo de hermandad que los une.

No está de más aquí una digresión sobre esa incorporación de la dignidad a la DUDH,NOTA 29 cuando ese concepto estaba ausente de las declaraciones francesas de 1789, 1793, 1795, 1848, 1946 (proyecto constitucional frustrado), de las declaraciones americanas y de casi todas las demás declaraciones de derechos humanos.NOTA 30

De Pico della Mirandola a fines del siglo XV a Kant, trescientos años después, la dignidad ha estado prácticamente ausente --exceptuando su papel en Pufendorf--,NOTA 31 igual que había estado ausente de toda la reflexión ética y jurídica de toda la multifacética tradición prekantiana y seguirá ausente hasta 1948.NOTA 32

Si bien en la teología católica del último tercio del siglo XX, tras el Vaticano II, se ha tematizado la dignidad como un concepto esencial, basado en la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, esa creación, en el pasado, no se había conceptualizado en tales términos, pues no se había usado la locución hominis dignitas; mucho habrá que hurgar en las obras de los doctores de la Iglesia o en los textos preconciliares del magisterio eclesiástico para hallar un sintagma de ese tenor.

Se ha querido ver en esa súbita irrupción de la dignidad en la Declaración de 1948 una manifestación de influencia filosófica de Kant. Me resulta inverosímil tal influencia, porque ni entre los redactores ni entre los pensadores consultados había simpatizantes de la filosofía kantiana; más bien todo lo contrario. Los tomistas --y Maritain en particular-- eran, por entonces, acerbos críticos de todo lo que fuera kantismo. No parece nada probable que los pocos juristas integrantes de la comisión redactora fueran lectores de los Fundamentos de la metafísica de las costumbres o que estuvieran familiarizados con la noción kantiana de Würde.

Es más, si estudiamos esa noción, descubrimos hondas discrepancias entre la misma y lo que aparece en la DUDH como «el valor y dignidad del hombre». Kant explícitamente rechaza asociar la dignidad (Würde) del hombre con el valor; antes bien, opone radicalmente ambos conceptos. Para Kant todo valor es relativo: algo vale en tanto en cuanto un determinado observador así lo aprecia; aquello, en cambio, que no es relativo, aquello que es un fin en sí mismo, excede cualquier valor por ser inapreciable, no-evaluable; y eso, sólo eso, tiene dignidad. En suma, lo que tiene dignidad carece de valor y lo que tiene valor carece de dignidad.

Para Kant, además, no es tanto el ser humano el que tiene dignidad sino el libre albedrío y la moralidad (dos conceptos que él vincula indisolublemente). El hombre es digno por ser la sede del libre albedrío y de la moralidad; digamos, pues, que es derivativamente digno.NOTA 33

Mi conjetura hermenéutica privilegia el influjo axiológico, frente al formalismo kantiano.NOTA 34 Un valor es una cualidad que merece objetivamente ser apreciada o estimada, haciendo, por consiguiente, apreciables a los entes que de ella participen. En el texto de la Declaración, son valores los ya mencionados de paz, justicia, libertad y fraternidad. Pero también la humanidad misma es un valor. Es un valor porque, en tanto en cuanto un ente participe de la humanidad, en tanto en cuanto sea un ser humano, será un ente valioso. Igual que toda conducta justa es valiosa y que lo es toda actitud fraternal, también todo ser humano es valioso, por el mero hecho de ser un humano; su presencia en el mundo agrega a éste un valor adicional. La Declaración exhorta a los hombres a reconocer ese valor del ser humano, ajustando su conducta (activa y omisiva) a tal reconocimiento.

El tenor de la Declaración dice, a las claras, que esos derechos no los decretan, no los instituyen los declarantes --la asamblea general en nombre de la organización de la cual constituye uno de los órganos de gobierno, la ONU, que a su vez aspira a representar a toda la humanidad. En lugar de que la Declaración sea un acto de decisión, un mandamiento, un convenio o pacto, es un texto que afirma unas verdades axiológicas y deónticas, es una obra de entendimiento, no de voluntad. La asamblea entiende, asevera y proclama que todos los hombres tienen esos derechos esenciales, en virtud de su valor y de su co-pertenencia a la familia humana.


§7. La Declaración y su influjo posterior

Una vez estudiados los debates de la fundamentación y redacción, paso a examinar someramente la votación. Expresáronse 48 votos a favor, ninguno en contra, con sólo ocho abstenciones.NOTA 35 De éstas, podemos descontar las de dos reinos, la racista Unión Surafricana (todavía entonces un dominio británico) y Arabia Saudita. Ambos se oponían, frontal y radicalmente, a los valores, principios y contenidos humanistas de la Declaración.

Los otros seis abstencionistas eran los países eslavos: Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia.NOTA 36

Doña Leonora Roosevelt opinó que la parcial disconformidad del bloque oriental provenía del artículo 13, que reconoce a todos el derecho a abandonar su país natal (un derecho rehusado en el bloque oriental). Otros estudios apuntan en una dirección bien distinta: esas seis abstenciones fueron causadas por haberse rechazado la propuesta rusa de considerar como uno de los derechos esenciales del hombre el que asiste a un pueblo oprimido de levantarse contra un poder injusto,NOTA 37 al igual que su enmienda al artículo 17: los eslavos concebían que el derecho a tener propiedad se entendiera con una disyunción --individual o colectiva--, mientras que la intransigencia del bloque atlántico impuso, en su lugar, una conyunción,NOTA 38 con lo cual quedaba reconocido como un derecho esencial del individuo el de tener propiedad privada.NOTA 39

Para apreciar la posición de los rusos y sus aliados, es menester considerar lo que supuso su adhesión a la ideología de los derechos humanos, teniendo en cuenta su trayectoria previa. Hasta poco antes, imbuidos de la ideología marxista-leninista, habían sostenido que el Derecho es una superestructura dependiente de la base económica de la sociedad, variable en función de las modificaciones de tal base o estructura socio-económica, determinada, en última instancia, por el estadio de crecimiento de las fuerzas productivas. Según esa teoría, el Derecho no es una institución humana perpetua, sino un sistema de reglas que sólo surge allí donde hay un poder estatal; y el poder estatal es un aparato que sólo aparece en las sociedades escindidas en clases antagónicas, siendo el instrumento de la clase dominante para aplastar a la clase dominada. De ese modo, no hay ni puede haber Derecho natural, porque en el Derecho no hay absolutamente nada natural, ya que el Estado no es natural. La sociedad humana primitiva careció de estado (era el estadio del comunismo primitivo) y la futura volverá a estar libre de estado; en ambos extremos de la cadena histórica hubo y habrá una sociedad anárquica, sin coerción alguna. Con el Estado surge el Derecho; pero, igual que hay un salto del Estado esclavista al feudal, otro de éste al burgués, otro de éste al proletario, surgen sendos sistemas jurídicos que --aunque utilicen instrumentos conceptuales acarreados del período precedente-- son, en rigor, nuevos por su contenido de clase.NOTA 40

Tenemos así una versión muy radical del positivismo jurídico, una especie de superpositivismo, en el cual lo único que funda un sistema de normas es la fuerza de la clase que se ha hecho por el poder, imponiéndose dictatorialmente a las clases adversas. (No me detendré aquí en considerar la similitud entre esa concepción y la de Trasímaco en La República de Platón sobre la justicia como la conveniencia del más fuerte.)

De esa fuerza prevalente brotan los actos de voluntad colectiva que establecen un ordenamiento jurídico favorable a los intereses de la clase victoriosa. Para Marx era errónea, infundada y hasta nociva cualquier invocación de unos valores o principios éticos o jurídicos anteriores o superiores a los intereses de clase, cualquier noción de unos derechos naturales del hombre. En rigor no habría nada políticamente pertinente común a todos los hombres, a los explotadores y los explotados. Los llamados «derechos del hombre» eran sólo los derechos del burgués, interesado, para afianzar su dominación, en una formal «igualdad ante la ley» que ocultaba la diferencia radical de condición, que imposibilitaba a los explotados a gozar en la práctica de la tutela de esa ley presuntamente neutral.

Tales posiciones fueron, y siguieron siendo, dogma común no sólo de los partidos comunistas, sino también de los socialistas y socialdemócratas --al menos sobre el papel-- hasta la segunda mitad del siglo XX.

Mucho camino había hecho falta para que, sin abjurar de tales creencias, los rusos modelaran, empero, su propio sistema jurídico según parámetros en el fondo jusnaturalistas, que impregnan ya la propia Constitución soviética de diciembre de 1936, salvando algunos detalles y quitando escasas huellas --quizá más aparentes que reales-- de la concepción bolchevique de 1917.

Un nuevo trecho hubieron de recorrer para, de tales planteamientos originarios, pasar a sus argumentaciones de 1948, como su defensa del derecho natural de los pueblos a la insurrección contra un poder injusto y opresor. Es difícil imaginar una tesis más alejada del marxismo. Para Marx los oprimidos no tienen derecho alguno a resistir al opresor, porque, mientras están bajo su poder, el Derecho lo define el opresor; una vez que la han derribado (por mera cuestión de hecho y gracias a una cambiante correlación de fuerzas), el nuevo poder instituye la prohibición de que se subleve la clase derrotada --que ahora está destinada a sufrir necesariamente opresión para evitar que recupere su anterior supremacía.

Tenemos, pues, que sólo una común aceptación de valores y principios de Derecho natural pudo hacer confluir, bajo la presidencia de Dª Leonora Roosevelt, a hombres y mujeres de orígenes ideológicamente tan discrepantes como el liberalismo laico, la escolástica católica, el confucianismo, el marxismo-leninismo y el solidarismo republicano.

Sin embargo, la Declaración --en parte por sus defectos pero también en parte por sus cualidades-- disgustó a muchos juristas. Son conocidas, en particular, las reticencias expresadas, ya en 1949, por Joseph L. Kunz, exiliado austríaco que había sido discípulo de Hans Kelsen: la invocación del Derecho natural no había salvado a nadie ni estaba salvando a nadie de los nuevos horrores de guerras y otras crueldades. Ni siquiera los Estados democráticos se ajustaban a los cánones de la Declaración.

Podría objetársele que, desde el punto de vista normativista kelseniano, una ley privada de eficacia (incumplida) no deja de ser ley; la ineficacia sobrevenida del conjunto de las normas de un sistema jurídico sí determina, en cambio, que éste deje de ser derecho vigente. Pero, en el fondo, dados sus supuestos juspositivistas está claro que lo que está objetando es que se aspire a instituir un nuevo derecho internacional que se remita a principios jusnaturalistas, que se funde en valores y no se plasme en reglas precisas, basadas exclusivamente en la voluntad coincidente de las partes contratantes, que así quedarían sujetas a un estricto cumplimiento.

Parecidas objeciones fueron también formuladas por el eminente internacionalista Hersch Lauterpacht en su monografía International Law and Human Rights (1950). Lauterpacht era asimismo originariamente austríaco y, por ello, fue descartado como representante del Reino Unido en la comisión redactora del texto de 1948. Como es de esperar, dada su obediencia juspositivista, Lauterpacht hubiera preferido un tratado, un precepto de ius cogens internacional exento de cualquier connotación jusnaturalista. Lauterpacht rechaza implícitamente que haya grados de juridicidad, no concibiendo como jurídico más que un precepto que sea ius cogens en sentido fuerte y pleno.

Contra la Declaración argumenta que, al no ser un texto jurídico, sólo puede tener valor moral; pero el valor moral de un texto depende de la sinceridad de sus signatarios, que justamente quedaba desmentida por la conducta real de los gobiernos. Otra crítica (mucho más acertada) la dirige al alcance desmesurado del artículo 29, que limita el ejercicio legítimo de los derechos reconocidos a los «justos requerimientos de la moralidad, el orden público y el bienestar general en una sociedad democrática». Es ésa una cuestión relativa a los conflictos entre derechos (y a la parcial condicionalidad de la facultad de ejercer los derechos al cumplimiento de los deberes de fraternidad y contribución al bien común). La hoy ampliamente admitida noción de ponderación era claramente contraria a los supuestos doctrinales que emanaban del normativismo.

Tales reacciones, que procedían de un ambiente jurídico del máximo prestigio, alentaron el ulterior descrédito de la Declaración. No hay que olvidar que en 1947 casi la mitad de la humanidad vivía aún bajo el yugo colonial. Un año después, gracias a la independencia del Hindostán británico (al principio poco más que nominal), la proporción había bajado, pero todavía la población de extensísimas zonas del sur de Asia y casi toda África estaba formada por «nativos» o «indígenas» cuya existencia se desarrollaba bajo una opresión cruel y degradante (incluidos los trabajos forzados), que mantenía, por la fuerza, una miseria forzosa. Por otro lado el principio de no discriminación racial era absolutamente contrario a arraigadas prácticas institucionales prevalentes en los Estados Unidos hasta los años 1960.NOTA 41 Tampoco se querían aún sacar los colores al régimen surafricano del Apartheid, buen aliado de Occidente en la guerra fría.

Los derechos socio-económicos afirmados en la Declaración se veían en el Mundo Libre como retóricos, o incluso como obstáculos al libre mercado, a la libertad de empresa y, por lo tanto, a la libertad a secas. Los occidentales se arrepentían de haber cedido al consentir en tales derechos, que diluían en un magma lleno de colisiones lo que debía ser la genuina tabla de derechos, a saber: los decimonónicos de libertad, y nada más.

Va a consumar ese paso atrás el primer tratado vinculante de derechos humanos posterior a la Declaración --el convenio de Roma de salvaguardia de los derechos del hombre (1950), ratificado por los Estados miembros del Consejo de Europa--. Si, de un lado, contiene y agrava (en su art. 17) la cláusula restrictiva y condicionalizadora del artículo 30 de la DUDH,NOTA 42 por otro excluye totalmente los derechos de bienestar o de prestación, retornando al individualista siglo XIX (y a un siglo XIX en el que estuviera ausente una Constitución como la francesa de 1848).

Tras los procesos de descolonización tendrá lugar un nuevo cambio de opinión, que conducirá a la firma de los dos convenios internacionales de derechos humanos de 1966; sólo que ahora, los de libertad van por un lado, en un pacto propio, y los de bienestar en otro pacto. Hoy tenemos que China ha ratificado el segundo, no el primero, y USA ha hecho lo inverso.

La Declaración de 1948 había yuxtapuesto los derechos positivos (de bienestar, de beneficencia, de prestación) y los derechos negativos (de libertad, de no-maleficencia, de no-obstaculización ajena). En la guerra fría los del bloque oriental se jactaron de sus realizaciones con relación a los segundos, justificando las violaciones de los primeros en el principio de limitación o condicionalidad del art. 29 de la DUDH. Por el contrario, los occidentales se ufanaron de la efectiva vigencia en sus países de los derechos de libertad, al paso que se esforzaron por rebajar los de bienestar a meras pautas programáticas no justiciables y, por lo tanto, carentes de valor exequible.

A pesar de todas esas críticas y de esos problemas políticos, la DUDH vuelve a brillar, sin haber quedado en absoluto eclipsada por los pactos de 1966. Sólo ella encarna ese espíritu jusnaturalista, esa íntima unión de unos derechos con otros, esa mutua referencia de derechos y deberes humanos, ese fundamento fraternalista que hace radical la titularidad de los derechos en la pertenencia a la familia humana, en el vínculo de hermandad --y, por ende, de solidaridad-- que nos une a todos los que compartimos la humana naturaleza.NOTA 43

Terminada la guerra fría --durante la cual la DUDH fue alternativamente esgrimida, en todo o en parte, por los unos o por los otros--, se ha tendido a superar la escisión entre los derechos positivos y los negativos que acarreó la dualidad de los pactos de 1966, con una visión unificada. Se ha formulado el principio de indivisibilidad: Declaración de Bangkok de 1993 y de Viena del mismo año; en ésta se afirma «Todos los derechos humanos son universales, indivisibles, interdependientes e interrelacionados. La comunidad internacional ha de tratar los derechos humanos globalmente, de manera justa y equitativa, en el mismo plano y con el mismo énfasis. Si bien han de tenerse en cuenta las particularidades nacionales y regionales y la variedad de contextos históricos, culturales y religiosos, todos los Estados deben promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales, sean cuales fueren sus respectivos sistemas políticos, económicos y culturales».

Lamentablemente tal afirmación es un mero desideratum, que desconoce la existencia de contradicciones en el contenido de los derechos humanos.NOTA 44 Es un tema que cae fuera del ámbito del presente artículo. Pero sí he de mencionarlo. El espíritu de ese texto es perfectamente asumible, pero su tenor literal es claramente falso. No pueden maximizarse todos los derechos porque chocan entre sí. Lo que sí se puede es agregar un deber adicional: el de tender, en la medida de lo posible, a armonizar y compatibilizar todos los derechos fundamentales del hombre y a aplicarlos proporcionadamente, previa ponderación racional.


§8. ¿Aportó algo a esa evolución el positivismo jurídico?

La conclusión de los siete apartados precedentes --que han constituido una aproximación histórico-conceptual del paulatino y progresivo reconocimiento jurídico de los derechos del hombre-- es que ha sido la creencia en un Derecho Natural la que ha parido ese concepto, lo ha ido perfilando y ha servido para, paso a paso, ir acreditándolo ante la opinión pública para acabar imponiendo su juridificación positiva.

Así ha sido desde los remotos tiempos en que tales reivindicaciones se enunciaban en términos muy diversos hasta las revoluciones liberal-constitucionalistas que van de fines del siglo XVIII a comienzos del XX, hasta las nuevas oleadas de los derechos positivos o de bienestar y, en concreto, la Declaración de 1948, así como sus ulteriores desarrollos, principalmente en las constituciones iberoamericanas posteriores a 1990, inspiradas en una axiología de matriz jusnaturalista.

Sin embargo, el recorrido, para ser completo, debería haber abordado una cuestión adicional. Además del reconocido influjo jusnaturalista, ¿ha habido también alguna contribución juspositivista significativa a esa marcha hacia adelante, siquiera en el siglo XX?

Las reflexiones que voy a hilvanar en este apartado no excluyen las aportaciones individuales que muchos juspositivistas han podido hacer a la constitucionalización de unos u otros derechos humanos fundamentales. Pero una cosa es tal aportación personal y otra, absolutamente dispar, que sea el juspositivismo que profesaban lo que haya determinado su aportación o que tal juspositivismo haya podido servir de inspiración colectiva para que las asambleas legislativas asumieran la tarea de positivizar los derechos del hombre, cual lo ha realizado, a lo largo de la historia, una y otra vez, la influencia jusnaturalista.

Como prueba adicional de mi tesis --por si no bastara el recorrido histórico de las páginas precedentes-- aduzco ésta: ni una sola asamblea de las que han redactado las nuevas --y ambiciosas, a veces desmesuradas-- declaraciones de derechos fundamentales ha venido motivada, para hacerlo, por una influencia juspositivista. No hallamos ni un solo texto de un tenor parecido a éste: «Esta asamblea, en el libre ejercicio de una voluntad soberana que no se rige por ningún canon ni principio supraconstitucional, con plenitud de potestad creativa, escoge y decreta la siguiente tabla de derechos de los ciudadanos del Estado».

Difícil es, no obstante, demostrar lo afirmado dos párrafos más atrás --más en general, la ausencia de influjo juspositivista. Suele ser tarea imposible probar la inexistencia de algo. Voy a limitarme a considerar dos presuntos influjos de juspositivistas de la máxima relevancia a quienes --desde la vertiente opuesta a la del presente artículo-- se atribuye una contribución digna de mención a la juridificación (positiva) de los derechos del hombre: los de Hans Kelsen y Norberto Bobbio.

Uno de los malentendidos acerca de la relación entre juspositivismo e implementación de los derechos del hombre es la difundida creencia de que fue la innovación de Kelsen de instituir un tribunal constitucional como legislador negativo lo que (salvo en USA, donde ya estaba en vigor un sistema de revisión judicial de las leyes) elevó los derechos proclamados en las constituciones al rango de genuinas normas, por hacerse así justiciables y garantizados. En esa errónea creencia confluyen diversas confusiones, cuyo análisis detallado excede los límites de este artículo.

Baste aquí señalar unas pocas consideraciones. En primer lugar, ese enfoque equivocado es deudor de una teoría del derecho como la de Kelsen, que hace depender la juridicidad de una norma de la existencia de una sanción por su incumplimiento. Según eso, las constituciones decimonónicas carecerían por completo, en muchos de sus artículos, de valor normativo y seguiría sucediendo lo propio en no pocas constituciones de nuestro tiempo. Es más, en los sistemas con un tribunal constitucional, éste no estaría sujeto a deber alguno, puesto que sus decisiones no son fiscalizables ni rinde cuentas ante nadie.

En segundo lugar, la idea de un tribunal constitucional --o de una institución similar-- fue ya contemplada en los comienzos mismos del liberalismo, a ambas orillas del Atlántico, como una garantía de los derechos naturales del hombre. En Francia fue Sieyès quien se encargó de formular esa propuesta, que desgraciadamente no prosperó por la prevalencia de la concepción de la ley como voluntad general, debida a Rousseau.

En tercer lugar, la propuesta de Kelsen --que tomó la idea de su maestro Jellinek-- no era la de instituir un tribunal garantizador de los derechos individuales, sino todo lo contrario: un cuerpo político (aunque jurídicamente competente) que vetara las leyes aprobadas por el Parlamento cuando se hubieran adoptado de manera irregular o rebasaran el ámbito competencial de esa cámara (ultra vires).

Kelsen no pretendía que el tribunal constitucional fuera un protector de las minorías contra la mayoría, sino al revés: un garante del principio de la mayoría, a fin de que ésta no viniera frustrada por vicios de procedimiento.

A favor de mi interpretación podría aducir numerosos textos y lecturas concordantes. Me atendré a unos pocos apuntes. En su Teoría General del Estado y del DerechoNOTA 45 nos recuerda Kelsen que para él la constitución en sentido material --que es lo que ha de salvaguardar un tribunal constitucional-- «está constituida por los preceptos que regulan la creación de normas jurídicas generales y, especialmente, la creación de leyes».NOTA 46 Cuando no existe tal legislador negativo, la constitución (ibid., p. 186) está facultando al legislador a legislar, sea según lo preceptuado en la propia constitución, sea de cualquier otro modo. Es más: el papel del legislador negativo kelseniano se reduce a abrogar una ley irregularmente adoptada; ésta no es nula ab initio, sino que su anulación por el tribunal constitucional surte meramente efecto ex nunc, no ex tunc (ibid., p. 186).NOTA 47

Kelsen prefiere su propuesta de un control concentrado de constitucionalidad al sistema estadounidense de control difuso porque éste vulnera el principio de división de poderes, cosa que no sucede con el control concentrado, puesto que el tribunal constitucional es un órgano político, no forense, que forma parte del poder legislativo. (Ibid., p. 333.) Por añadidura, evítase así el error de que los derechos individuales tengan que ser protegidos por el poder judicial, ya que el tribunal constitucional ni forma parte de tal poder ni tiene por misión tutelar tales derechos.

Más contundentemente, Kelsen sostiene (ibid., p. 335) que cualquier control jurisdiccional de la función legislativa «sólo puede explicarse por razones históricas, pero no justificarse por razones específicamente democráticas». Tan perentoria proclamación parece incluso aplicable a la institución del propio tribunal constitucional kelseniano, que, si bien no es un órgano judicial, sí se concibe como cuasi-jurisdiccional y como freno a las asambleas de elección popular. Todo parece indicar que, aun con los estrechos límites que le prescribe Kelsen, un tribunal constitucional es una institución válida en situaciones históricas particulares, especialmente en sistemas federales, o recién salidos de la monarquía.

En su libro Esencia y valor de la democraciaNOTA 48 muestra Kelsen que es el funcionamiento de los órganos democráticos el que garantiza los derechos de las minorías, con el tautológico argumento de que, de no hacerlo, socavaría el principio mismo de la mayoría. No parece tener cabida en una democracia que funcione correctamente ningún control de constitucionalidad.

Por si lo anterior no bastara, hay que considerar el texto de la constitución austríaca de 1920, cuyo principal redactor fue el propio Kelsen y cuyos artículos 137 y siguientes están dedicados al tribunal constitucional (Verfassungsgerichthof). La misión esencial de ese tribunal es arbitrar las relaciones entre la Federación austríaca y los Länder (países) que la integran, así como zanjar otros conflictos jurisdiccionales. La farragosísima redacción de esos artículos y de todo el texto (de un soporífico tenor reglamentista) hace difícil excluir que, en alguna de sus disposiciones (p.ej. el art. 140.1) prevea alguna tutela de derechos constitucionales de los ciudadanos, pero, de ser así, sería indirecta e incidentalmente; en todo caso, parece claro que esa protección sólo es posible si el órgano legislativo ha incurrido en irregularidades de procedimiento.NOTA 49

Pero es que, sea como fuere, dicha constitución sólo reconoce un único derecho individual, en su art. 7: «Todos los ciudadanos federales son iguales ante la Ley». Como miembro que fue durante varios años del así creado tribunal constitucional, Kelsen se opuso a que ese principio de igualdad se invocara como razón de inconstitucionalidad de una ley, porque eso expandiría indefinidamente la potestad de bloqueo del tribunal, confiriéndole indirectamente un poder de legislador positivo.NOTA 50

En pos de esa cerrada oposición de Kelsen a que el tribunal constitucional se erija en protector de los derechos individuales --y más aún de los derechos sociales, los cuales no tienen absolutamente ninguna cabida en su planteamiento-- T. CampbellNOTA 51 se alarma ante la presencia de un bill of rights en el texto constitucional que faculte a un tribunal a aplicarlo: «El riesgo de que una mayoría no respete los derechos de las minorías se convierte ahora en el riesgo de que una minoría (los miembros de dichos órganos [jurisdiccionales]) no respete la voluntad de la mayoría».

En un enfoque así, plenamente kelseniano, no será la protección de los derechos individuales lo que resguarde la democracia, sino al revés: será el funcionamiento de la democracia mayoritaria lo que asegure esos derechos. Desvanécese así la presunta aportación de Kelsen a la protección de los derechos del hombre.

¡Pasemos a Norberto Bobbio! No parece que quepa ver en sus ideas una excepción a la tesis --enunciada al comienzo de este apartado-- de la falta de aportación del juspositivismo a la juridificación positiva de los derechos del hombre. La figura de Bobbio es el eje de un mito que asocia humanismo, progresismo y juspositivismo. En realidad, las cosas son mucho más complejas. Desde su juvenil y ferviente adhesión al partido fascista y su entusiasmo por Mussolini --gracias al cual escaló, temprana y fulgurantemente, los peldaños de su brillante carrera académica-- hasta, en su vejez, su desempeño como senador vitalicio por nombramiento presidencial y su apoyo a las guerras capitaneadas por USA en 1991 y 1999, la sinuosa trayectoria del maestro italiano desmiente la leyenda.

También en lo tocante a la opción entre jusnaturalismo y juspositivismo produjéronse cambios en su posición. Y el período en el que más parece haber defendido un planteamiento progresista --de cuño social-liberal--, el que siguió inmediatamente a la II guerra mundial, cuando militaba en el efímero y minúsculo Partito d'azione, Bobbio parece haber estado más cercano al jusnaturalismo.NOTA 52 Presentó entonces su candidatura como diputado a la asamblea constituyente, mas no salió elegido. Desconocemos cuál hubiera podido ser su participación en la redacción de la carta de derechos constitucionales de la República Italiana.

Por lo demás la única aportación que conozco de N. Bobbio a la fundamentación de los derechos del hombre es su famoso argumento contra todo fundamento absoluto. No rechaza un fundamento relativo; pero ¿qué quiere eso decir y cuál es ese fundamento relativo? La imposibilidad de un fundamento absoluto significa que no hay ningún motivo racionalmente vinculante cuyo reconocimiento intelectual lleve a la conclusión de que hay que adherirse a los derechos del hombre. Un fundamento relativo es uno que, en el derecho positivo vigente, se remite a un contingente supuesto jurídico-positivo. En su caso ese supuesto es la propia Declaración de la ONU de 1948 junto con la posterior costumbre internacional que ha ratificado ese acuerdo.NOTA 53

Conviene tener en cuenta que ese fundamento no-absoluto que nos propone Bobbio no sólo es una simple norma de derecho positivo, sino que ni siquiera es ius cogens. Sobre todo, como fundamento vale sólo en tanto en cuanto ese convenio no se altere; al igual que cualquier otro, está sujeto a vicisitudes y mutaciones. Las costumbres internacionales varían con el tiempo. Por añadidura, en su propia Patria ese enfoque no podía recibirse con beneplácito, pues en la doctrina italiana del derecho internacional público prevalece avasalladoramente el punto de vista dualista, que considera que el orden jurídico interno y el internacional son dispares y potencialmente en mutuo conflicto. Por lo cual difícilmente se va a preconizar para el reconocimiento jurídico interno de los derechos del hombre en un Estado cualquiera un precepto --suponiendo que lo fuera-- de derecho internacional.NOTA 54

Parafraseando la célebre undécima tesis sobre Feuerbach de Carlos Marx, podríamos decir que, a juicio de Bobbio, los filósofos se han limitado hasta ahora a fundamentar los derechos humanos de diversos modos; en adelante, se trata de luchar por ellos. Muy loable postura ideológica, pero que en nada contribuye a una fundamentación o justificación jurídicamente relevante.

En su pensamiento maduro, radicalmente juspositivista, Bobbio sostiene que no hay ningún argumento jurídico para exigir que el derecho sea justo: «es una exigencia o, si queremos, un ideal que nadie puede desconocer que el derecho corresponda a la justicia, pero no una realidad de hecho. Ahora bien, cuando nos planteamos el problema de saber qué es el derecho en una determinada situación histórica, nos preguntamos qué es de hecho el derecho [...] en la realidad vale como derecho también el derecho injusto».NOTA 55

Dejemos de lado el único argumento que aduce Bobbio, a saber: que la justicia no es una verdad evidente o, por lo menos, demostrable como una verdad matemática. Hoy sabemos (gracias al teorema de Gödel) que infinitas verdades matemáticas son indemostrables en cualquier sistema recursivamente axiomatizable. No por ello renunciamos a la noción de verdad matemática. Tampoco los desacuerdos sobre el origen del hombre nos hacen abandonar la creencia en una verdad sobre dicho origen, pues una cosa es la verdad y otra nuestro conocimiento de la misma. Los desacuerdos entre partidarios de diversos sistemas de lógica no arruinan el reconocimiento de la existencia de verdades lógicas, aunque podamos discutir cuáles lo sean.

Sea como fuere, si el derecho puede ser plena y absolutamente injusto, de una injusticia pura, sin mezcla alguna de justicia, está claro que no habrá en ese derecho ninguna palanca para, apoyándonos en ella, reivindicar el reconocimiento de los derechos del hombre. Tal reivindicación emanaría de un «ideal» de la conciencia subjetiva, de una aspiración moral sin ningún valor jurídico.NOTA 56


§9. ¿Qué son los derechos humanos?

El recorrido histórico nos ha servido, porque escaso sentido tendría abordar un tema como el de los derechos humanos sin situarlo en su contexto histórico-conceptual. La Begriffsgeschichte de Reinhart Koselleck nos hace comprender que los conceptos sufren y acarrean una evolución histórica, por lo cual hemos de estudiar reflexivamente no sólo los conceptos con que (según nosotros lo entendemos y describimos) actuaron en la historia los agentes que nos han precedido, sino también aquellos que nos han legado.NOTA 57 Sin historia conceptual no hay análisis jusfilosófico válido.

Ha llegado la hora de pasar a este análisis. Para abordar esta parte final, empiezo definiendo qué entiendo por «derechos humanos» (o «derechos esenciales del hombre») y qué por «fundamento».

Los derechos humanos son reivindicaciones esenciales para la vida humana que al individuo le es lícito reclamar --o que a otros les es lícito reclamar en su nombre y beneficio-- y que a la sociedad le es ilícito rehusar; o sea, que sólo pueden ser denegados o quedar insatisfechos incurriendo en injusticia.NOTA 58

Por ser reivindicaciones o reclamaciones, son contenidos, situaciones, que el titular o beneficiario puede exigir que se respeten o se satisfagan. Cuando se trate de derechos positivos, lo que se exige es una acción o prestación ajena. Cuando sean negativos, se exigen abstenciones ajenas de obstaculizar o impedir. Como no siempre el titular está en condiciones de presentar la reivindicación, el derecho se define por la reclamabilidad lícita a su favor, ya sea hecha por él mismo o por otro.

No basta empero, para tratarse de un derecho humano, de una reivindicación lícita. Es lícito reclamar lo que constituye un interés legítimo, que a la postre puede que no sea un derecho. Ha de ser además ilícito no satisfacer tal reclamación. En otros términos: el contenido de un derecho humano es una conducta o situación incondicionalmente lícita y tal que --por lógica jurídica-- está prohibido impedir (por acción u omisión).

No todo derecho es un derecho humano, sino que hace falta la nota de la esencialidad. Su contenido ha de ser una situación necesaria para una vida humana satisfactoria. Desde luego, qué sea una vida humana que valga la pena, o satisfactoria, es muy variable de unas sociedades a otras y de unos períodos históricos a otros. Si enumeramos, p.ej., el derecho a una vivienda entre los derechos humanos, su realización no puede ser la misma en el paleolítico superior, en la sociedad medieval y en el siglo XXI, ni la misma en tiempo de guerra y en tiempo de paz. Ni la libertad de expresión tiene el mismo alcance antes de Gutenberg, en la sociedad del libro impreso y en la del ciberespacio.

De la definición no se sigue cuál sea la lista concreta de tales derechos. Posiblemente haya unos pocos incontrovertibles, como el derecho a comer, a beber agua, a respirar, a ser libre, a no sufrir tortura ni castigos injustos. Hoy hay una amplia tendencia a ampliar más y más la lista de los derechos humanos, con peligro de diluir la noción y de esencializar lo accidental. No es, sin embargo, una cuestión que vaya a abordarse en este artículo.

Paso a definir la otra noción: por «fundamento» de un aserto entiendo un cúmulo de premisas de las cuales se sigue tal aserto, en virtud de reglas de inferencia correctas --o tales que no cabe rechazarlas razonablemente--. Por extensión, fundamentarán unas situaciones deónticas (unos deberes o unos derechos) aquellas situaciones dadas tales que del reconocimiento de la existencia de esas situaciones se infiere el de los deberes o derechos en cuestión.


§10. El positivismo jurídico es incompatible con la fundamentación de los derechos humanos

Mi tesis es que el positivismo jurídico no puede en absoluto fundar los derechos humanos.NOTA 59 Por positivismo jurídico entiendo una doctrina que afirme que no existe Derecho natural.NOTA 60 Y por «Derecho natural» entiendo un sistema de normas de conducta que fijen comportamientos lícitos e ilícitos sin necesidad de haber sido promulgadas por ningún legislador humano. Con otras palabras: son normas de Derecho natural aquellas situaciones jurídicas generales cuya vigencia jurídica no procede de la decisión contingente de las autoridades ni de las de la población en su conjunto.

Para el positivismo jurídico nada funda una situación jurídica (un deber o un derecho) salvo el mandamiento del legislador.

Tal legislador puede ser un soberano, una junta, una asamblea, la masa de la población que se pronuncie plebiscitariamente, o esa misma masa por la vía de la adopción consuetudinaria. Ateniéndonos a la versión de Hart (no la única pero sí la más persuasiva),NOTA 61 un sistema jurídico está formado por reglas primarias, que determinan conductas lícitas o ilícitas, y unas reglas secundarias, que fijan cómo se establecen, en la sociedad en cuestión, las reglas primarias. Esas reglas secundarias son reglas de reconocimiento, de cambio y de adjudicación de las reglas primarias.

Para Hart la existencia de reglas secundarias es asunto de observación. Mirando cómo es y actúa una sociedad, nos percatamos de cómo se establecen en ellas las reglas de conducta generalmente seguidas o, al menos, generalmente consideradas merecedoras de seguirse. Así, en definitiva, qué derechos y qué deberes hay en una sociedad es un mero asunto de hecho, que emana plena y exclusivamente de las contingencias, a saber: cómo se les ha ocurrido a los integrantes de esa sociedad instituir reglas de conducta y cuáles sean éstas.

Dadas unas reglas, podrán seguirse de ellas otras por alguna lógica jurídica válida (aunque eso no lo estudia Hart). Hart ni siquiera concuerda con la postulación de Kelsen de una norma suprema,NOTA 62 que para Kelsen no es una ley constitucional, sino una hipótesis ideal. Mas en ambos sistemas tenemos el mismo resultado: no podemos fundamentar las normas jurídicas positivas más que en hechos sociológicamente estudiables (Hart) o en una norma hipotética, cuyo contenido se infiere del sistema de normas de conducta (Kelsen).

Tanto Hart como Kelsen --y con ellos todos los juspositivistas-- admiten que un sistema jurídico puede ser total, radical, extremadamente injusto. También puede ser justo.NOTA 63

Pues bien, si un sistema de derecho, un ordenamiento jurídico, tiene todo y sólo lo que decida el legislador (sea ese legislador un individuo, un grupo, la masa de los habitantes, y sea cual fuere el método de la decisión), entonces en aquellos sistemas jurídicos donde se hayan constitucionalizado los derechos humanos no hará falta invocar éstos, bastando con invocar las cláusulas de la Constitución. Y en aquellos sistemas jurídicos donde no se reconozcan, no habrá nada de donde inferir la obligatoria aceptación de tales derechos.

Imaginemos casos concretos, como las monarquías autocráticas de Arabia Saudita y Brunei. Son Estados donde ni siquiera se reconocen sobre el papel los derechos humanos. ¿Qué podemos oponer a sus monarcas, en nombre de qué motivaciones podríamos dirigirnos a ellos para reclamar que modifiquen sus leyes e introduzcan la vigencia de los derechos humanos?

Según los juspositivistas, el jurista no puede tildar nunca la ley de injusta. Esa calificación sale fuera de la ciencia del Derecho. Su competencia como científico del Derecho empieza y termina conociendo y aclarando los contenidos de las normas vigentes. Igual que al biólogo, cuando hace biología, no le incumbe hacer juicios de valor sobre las especies, tampoco es competencia del jurista tildar a las leyes de buenas o malas.

Ahora bien, todos los positivistas admiten de buena gana que al ciudadano que también es jurista le es legítimo (moral, no jurídicamente legítimo) pronunciarse sobre las leyes de su país (o de cualquier otro). Lo único que quieren señalar es que, al hacer eso, ha dejado de hacer ciencia o filosofía jurídicas, para estar haciendo otra cosa. Así un jurista puede tener una conciencia moral, en nombre de la cual, a título de moralista, predique por la abolición de ciertas leyes. Tal actividad no debe, empero, interferir con su pulcra tarea de jurista. Aunque la ley sea injusta y todas las leyes lo sean y aunque no haya ni una sola ley con un poquito de justicia, el Derecho es el Derecho.NOTA 64

Si eso es así, los derechos humanos carecen de fundamento. No hay de dónde inferirlos. Podremos, sí, invocando nuestra conciencia moral, increpar al déspota que los rehúsa y conculca. El problema de la conciencia moral es que es una cuestión de cosmovisión personal o, a lo sumo, de grupo; en suma, un asunto privado. ¿Con qué derecho puedo yo exigir a un poder establecido que ajuste el contenido de su legislación a mis convicciones morales? Ciertamente puedo afirmar que a ello me autorizan mis propias convicciones. Pero esa autorización es moral, no jurídica. Y, sobre todo, es personal e íntima. Para nada tiene por qué ser vinculante para el legislador.

En una asamblea constituyente es posible que las separadas conciencias morales de la mayoría de los asambleístas --de suyo, cada una de ellas aislada-- concuerden en constitucionalizar los derechos humanos. Es un asunto de contingencia fortuita. ¿Qué pasa si no se da tal acuerdo mayoritario? ¿Qué podría invocar la minoría? ¿Qué canon socialmente vinculante podría aducir para convencer a la mayoría?NOTA 65

Si lo lícito y lo ilícito dependen exclusivamente de la voluntad, no hay ningún argumento posible que quepa esgrimir a favor de los derechos humanos ni contra ellos ante un poder constituyente. Ni, por lo tanto, podrá emitirse juicio alguno de valor jurídico sobre la obra de ese poder constituyente. Sólo podrá valorarse moralmente, según los parámetros de la conciencia subjetiva del censor.


§11. El principio jusnaturalista del bien común, fundamento de los derechos del hombre

Que haya normas de Derecho natural significa que hay situaciones jurídicas generales (cuya enunciación comporta un cuantificador universal) que existen en el ordenamiento jurídico independientemente de que los legisladores lo quieran o no.

O bien creemos que sólo son reglas jurídicamente vigentes las que explícitamente haya promulgado el legislador (caso del último Kelsen), o bien, más plausiblemente, admitimos que de ciertas reglas promulgadas se siguen otras, en virtud de una lógica deóntica correcta.

P.ej, si el legislador ha otorgado un (incondicional) derecho a A y también un (incondicional) derecho a B, se sigue que hay un derecho a A-y-B. Similarmente, si ha decretado que, obligatoriamente, todo aquel que gane más de mil euros pagará un tributo y si resulta que el ciudadano X gana más de mil euros, se sigue que, en ese sistema jurídico, está vigente la regla de que X pague un tributo.

Sin una lógica deóntica correcta el Derecho es imposible, porque entonces el legislador tendría que legislar caso por caso, siempre ad hoc. (Tal fue, como he dicho, la tesis del último Kelsen, desengañado de poder hallar una lógica deóntica por la existencia de antinomias jurídicas; lo que desconoció fue la posibilidad de afrontarlas con una lógica paraconsistente.)

Diremos que una situación jurídica (la obligatoriedad, la prohibición o la licitud de un hecho) es una consecuencia jurídica de ciertas premisas cuando se deduce de ellas por una lógica deóntica correcta. Esas premisas pueden ser situaciones fácticas y jurídicas. Las normas son situaciones jurídicas.NOTA 66

Cuando una consecuencia jurídica se deduce de supuestos de hecho efectivamente realizados más ciertas normas, diremos que es una consecuencia jurídica a secas. Toda consecuencia jurídica, a secas, es una situación jurídica (incondicional).

Que haya Derecho natural significa que hay ciertas normas que se infieren, por lógica jurídica, de cualesquiera premisas normativas, del mismo modo que las verdades lógicas se deducen lógicamente de cualesquiera premisas, necesarias o contingentes.

El profano en lógica puede encontrar curioso que sea así. Hay unos lógicos heterodoxos (los lógicos relevantistas) que rechazan que las verdades lógicas se deduzcan lógicamente de cualesquiera verdades.NOTA 67 Tal (por ellos rechazada) deducibilidad la han calificado con la engañosa locución de «paradoja de la implicación material». Se basa en una tautología que vale, no sólo en las lógicas aristotélicas (lógicas binarias donde sólo se aceptan el totalmente-sí y el totalmente-no), sino en muchísimas otras lógicas, muy desviadas de la lógica clásica o aristotélica: lógicas intuicionistas (donde no vale el principio del tercio excluso), lógicas multivalentes de Lukasiewicz --y, en su séquito, todas las lógicas de la familia fuzzy--, lógicas cuánticas, etc.

Dicha tautología podemos enunciarla informalmente así: «Si es verdad que p, entonces, si es verdad que q, es verdad que p». De manera más incisiva --y para que no parezca un trabalenguas--, podríamos, tal vez, brindar esta otra enunciación, acaso más clara: «Cuando existe un hecho, A, entonces es verdad que A existe si B existe». (Notemos que, en la apódosis de esta última fórmula, no se dice «A existe sólo si B existe».) Y es que, existiendo el hecho A, A existe, suceda o no suceda que B.

Por eso, de ser V una verdad lógica, será también verdad que, si A, V (para cualquier A). No sólo será verdad, sino que será una verdad lógicamente demostrable. Por eso, V se seguirá de A (y de B y de C ...).

Pues eso mismo pasa con las normas de Derecho natural, si es que existen. Sólo es de Derecho natural una norma, N, que, por lógica deóntica, se sigue de cualquier cúmulo de premisas, unas fácticas y otras deónticas. Lo cual significa que una norma de Derecho natural es una que está presente en cualquier ordenamiento normativo.NOTA 68

Así concebido, el Derecho natural no es, primariamente, un conjunto de cánones metajurídicos que constriñan el contenido de las normas jurídicas promulgables por el legislador; no es un cernedor que separe el grano de las normas válidas (por conformidad material con las metanormas jusnaturales) de las inválidas (aquellas que no pasan con éxito tal examen).

Es posible que, secundariamente, la presencia en el sistema jurídico de ciertas normas jusnaturales pueda producir, en parte, ese efecto de filtro.NOTA 69 Pero de suyo para reconocer el Derecho natural no hace falta afirmar dicho efecto. Un jusnaturalista puede admitir insolubles contradicciones lógicas en el contenido de un sistema jurídico, algunas de ellas derivadas del choque entre insoslayables y necesarias normas de Derecho natural --que no pueden, de ningún modo, quedar ausentes ni ser derogadas por una autoridad carente de potestad para promulgarlas-- y ciertas normas contingentemente edictadas por el legislador, aunque tengan un contenido contrario al de dichas normas jusnaturales.

¿Cuáles pueden ser las normas básicas jusnaturales? Para Santo Tomás de Aquino la regla jusnatural suprema es el principio de sindéresis, a saber: hay que hacer el bien y evitar el mal.NOTA 70 El defecto del principio de sindéresis es que, siendo tautológico, difícilmente puede resultar fecundo para deducir de él consecuencias jurídicamente relevantes. Paréceme más interesante, como norma jusnatural suprema, otro principio, también presente en la obra del Doctor Angélico, que es el del bien común. Santo Tomás concibe la ley como una ordenación racional para el bien común edictada por quien tiene legítima autoridad para hacerlo. El sistema jurídico es un sistema de leyes; un sistema cuyas piezas se definen por esa función de instrumentos racionales para el bien común; y, por consiguiente, un complejo cuyo sentido de conjunto es el mismo: el servicio al bien común. Ese servicio es, pues, la norma suprema del Derecho natural.

Además, moralmente al principio de sindéresis podrá otorgársele un valor u otro, pero jurídicamente, en la medida en que no sea vacuo, es, o puede ser, perjudicial. Para que una conducta esté jurídicamente prohibida no basta que sea mala: tiene que ser atentatoria al bien común. Para que una conducta sea obligatoria no basta que sea buena: tiene que ser necesaria para el bien común. El bien particular de los individuos es jurídicamente pertinente sólo en tanto en cuanto se integre en el bien común.NOTA 71

Si, más concretamente, sostenemos que es un precepto de Derecho natural que todos tienen derecho a participar del bien común y obligación de contribuir al mismo --principio del bien común--, eso se seguirá de cualquier premisa normativa. Por lo tanto, en cualquier sistema normativo estará en vigor esa norma, háyalo reconocido el legislador o no.

Admitamos que está vigente, por Derecho natural, el principio del bien común (u otro de parecido tenor). ¿Es posible inferir de ahí la vigencia jurídica de los derechos humanos? Sin lugar a dudas. Si cada uno tiene derecho a participar del bien común, tiene derecho a que sean satisfechas las reclamaciones esenciales para su vida en sociedad, puesto que, en tanto en cuanto no sea así, se impide su participación en el bien común. Tiene ese derecho en el doble sentido de que le es lícito hacer esas reclamaciones (o les es lícito a otros hacerlas en su nombre y a su favor) y es injusto que se le denieguen.

Por otro lado, si cada cual tiene la obligación de contribuir al bien común, debe respetar los derechos humanos de los demás, puesto que, en tanto en cuanto los viole, está atentando contra el bien común. Y es que el bien común de una colectividad es un bienestar (o bien-ser) que tiene dos facetas: la una colectiva, la otra distributiva. No es la mera suma de los bienes particulares, pero tampoco es el bien de la mera colectividad que no redunde en bien para sus miembros. Así, no tendrá un gran bien común una cooperativa riquísima, pero de cuya riqueza no puedan beneficiarse para nada los cooperantes.

Notemos que el bien común puede ser tangible o intangible. El bien común de una asociación puede ser el renombre o la riqueza espiritual, un haber de buenas acciones, que, en este caso, redunda en el bienestar espiritual de los afiliados al saber que concurren a esa obra colectiva. En el caso de una cooperativa --que, por serlo, no reparte dividendos-- el bien material de los cooperativistas estriba en su posibilidad de enajenar su participación respectiva en caso de necesidad y en el agrandamiento de su patrimonio entre tanto, al ser condueño de los bienes de la cooperativa.

En una familia hay bien común en tanto en cuanto a la familia le va bien. Puede irles bien a los miembros sin que le vaya bien a la familia (cada uno por su lado se busca la vida, pero no se comparte ninguna ganancia). Mas no puede irle bien a la familia yéndoles mal a sus miembros. Si la familia se enriquece pero sus miembros --o algunos de ellos-- no pueden sacar beneficio alguno de ese enriquecimiento, entonces les es ajeno y no tenemos un bien común, sino privativo de aquel que pueda beneficiarse. Así, el patrimonio de una fiducia (trust) o de una fundación no es un bien común de los fiduciarios o integrantes del patronato de la fundación (salvo que queramos hablar del bien moral intangible, como puede ser la reputación o el solaz).

Si el principio del bien común es una regla jurídica --y de Derecho natural, en el sentido ya explicado-- se sigue que el legislador tiene que legislar para el bien común, porque, de no hacerlo, viola su deber de contribuir al mismo. Así volvemos a la definición tomista de la ley como ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada por quien tiene a su cuidado la comunidad. Ahora bien, legislar para el bien común implica legislar de tal modo que cada habitante del territorio pueda participar del bien común y que todos tengan el deber de contribuir al mismo. Y en eso estriban los derechos humanos.


§12. Aclaraciones: el Derecho natural y el principio de vivir según la naturaleza

¿Qué tiene que ver el Derecho natural con la regla de vivir según la naturaleza? Los estoicos adoptaron esa regla, igual que en otras culturas lo hicieron otras filosofías (p.ej. el taoísmo en China). Hay una valoración positiva de la naturaleza. Por ello los jurisconsultos romanos, como Ulpiano, bajo influencia estoica, concibieron el Derecho natural como el que rige al hombre en tanto en cuanto es un ser más de la naturaleza, al igual que los demás animales, con los cuales comparte muchas pautas de conducta y algunas de organización (p.ej. la familia).NOTA 72

En los recientes debates sobre temas de bioética, organización familiar, relaciones sexuales, procreación. Nacimiento y muerte se ha invocado a menudo, por los adeptos de determinados puntos de vista, la tesis de que sus recomendaciones se basan en lo que se ajusta a la naturaleza (se entiende que la humana), mientras que las de sus respectivos oponentes serían contra naturam. Muy a menudo tales alegaciones parecen ir siempre en un sentido que podemos caracterizar como generalmente conservador (tendente a mantener las pautas de comportamiento, los modos de organización y las técnicas heredadas de un período precedente, evitando las novedades).

Tales debates de suyo nada tienen que ver con la cuestión del Derecho natural. Un juspositivista puede preconizar «vivir según la naturaleza» en ese sentido y en esas facetas de la conducta humana, sencillamente porque juzgue que hacerlo así es más valioso, o más socialmente útil o que su personal conciencia moral le dicta predicar esas opciones. Por su lado, un jusnaturalista, aunque abrace ese precepto de vivir según la naturaleza, puede no profesarlo en ese sentido conservador y con relación a esos temas.

Ni los estoicos ni los jurisconsultos ilustrados romanos entendieron que la regla de vivir según la naturaleza nos obligara a una vida silvestre, salvaje, prescindiendo de los adelantos y las comodidades acumuladas por la sociedad humana en su evolución histórica. Al menos no fue ésa la línea principal de su argumentación, aunque pudieran a veces recomendar la vida rústica, más sencilla y próxima a la naturaleza, o la frugalidad. Puede haber en el planteamiento de algunos estoicos precedentes de las tesis de Rousseau en su famosa polémica contra los enciclopedistas sobre lo superfluo (el lujo). Y de nuevo en nuestro tiempo encontramos un resurgir de tales enfoques en el ecologismo.

El Derecho natural no es, de suyo, ni ecologista ni antiecologista; ni pone ni quita el lujo. No recomienda vivir en casas de una planta --y no de 101 pisos--, ni prescribe abstenerse de la contracepción o del parto sin dolor, ni cuestiona la procreación médicamente asistida ni prohíbe la sedación. De seguir ese tipo de pautas, es difícil saber por qué no habría que renunciar al dominio del fuego, a la construcción de viviendas, la fabricación de vasijas, fármacos, vestidos, tabletos electrónicos, arados, barcos o barcas, lápices, peines, cucharas, tintes, zapatos, aparatos ortopédicos, marcapasos, pulseras, audífonos, etc.

Pero ¿es más antinatural para el hombre vivir fabricando y usando todos esos medios artificiales que para un castor levantar diques, para las hormigas construir sus madrigueras, para las aves sus nidos, para las abejas sus colmenas?

La naturaleza ha dotado a los seres de todas las especies sociales de un instinto social, de una tendencia a seguir unas reglas de coordinación y subordinación que hagan posible la vida social.

En las especies de animales superiores --dotados de inteligencia y voluntad--, como los mamíferos sociales, la vida social sólo es posible si se establecen jerarquías y si los miembros de la sociedad ajustan su conducta a la regla de obedecer la autoridad establecida, en tanto en cuanto ello favorezca el bien común.

Es ésa la única regla de Derecho natural. Es, a la vez, un imperativo ético-jurídico (axiológico) y un hecho, porque en todas las especies sociales existe el instinto innato de seguir esa regla. Tal instinto no siempre prevalece, ni mucho menos, toda vez que, tratándose de animales inteligentes y voluntariosos, ocurren desviaciones de la regla instintiva. Pero la ley natural de adaptación al medio determina que tales desviaciones sean rechazadas y combatidas; cuando no suceda así, el grupo social irá camino de periclitar y perecer.

Vivir según la naturaleza --si es que ha de adoptarse tal principio como un componente del Derecho natural-- sólo puede significar: vivir en sociedad usando la inteligencia --don de la madre naturaleza-- en beneficio común, dotándose de autoridades que establezcan racionalmente reglas para el bien común y obedeciéndolas. Absolutamente nada más.

¿Quiere eso decir que un jusnaturalista, oficiando de tal, no tendrá argumentos que ofrecer sobre si la organización familiar ha de ser monogámica o poligámica, sobre si las células de la sociedad han de ser dúos, tríos o cuartetos, sobre si ha de permitirse la clonación, y así sucesivamente? Un jusnaturalista puede, desde luego, ofrecer sus argumentos en todos esos temas y cualesquiera otros, ya sea tratando de convencernos de que lo que propone se deduce del principio del bien común, ya sea, menos ambiciosamente, sosteniendo que es compatible con ese principio.

Habrá jusnaturalistas que digan una cosa y jusnaturalistas que digan lo contrario. Ser jusnaturalista no otorga una credencial de infalibilidad deductiva. Nada es más fácil que equivocarse haciendo deducciones. Basta un error en uno de los eslabones de la cadena deductiva para que ésta resulte incorrecta y falaz.

Si un jusnaturalista alega --y los hubo que así lo alegaron-- que por Derecho natural no ha de haber matrimonio ni pareja estable, sino promiscuidad generalizada --ya sea de «amor libre», ya de apareamiento exclusivamente según los mandamientos de la autoridad competente--, sus alegaciones serán tan merecedoras de atención como cualesquiera otras, pero no le faltarán contradictores que también se proclamen jusnaturalistas.

Así pues, es gratuito alinear automáticamente a todos los jusnaturalistas en un lado de cualquier controversia contemporánea sobre cuestiones bioéticas o de relaciones familiares --como igualmente lo es alinear a todos los juspositivistas en el lado opuesto. Cada cuestión habrá de debatirse caso por caso, con argumentos racionales y oportunos, sin que en absoluto haya de encasillarse a los jusnaturalistas en el grupo que tienda siempre a lo más «natural», entendido como lo más cercano a la vida de los hombres del pasado --de un pasado que cada quien puede retrotraer a cuando le parezca bien, sea el año 1999, 999, -999, -1999, etc.

Estas reflexiones nos bastan para puntualizar nuestra posición en lo tocante a la cuestión --suscitada en el nuevo jusnaturalismo de Germain Grisez y John Finnis-- de si el Derecho natural se deduce de la naturaleza humana (según la concepción de los viejos tomistas) o si, lejos de deducirse de ella, sólo se infiere de unos bienes básicos --que son plurales--, por reglas de racionalidad práctica, que prescindirían de la metafísica.NOTA 73

Creo que en ese debate llevan razón los viejos tomistas. En primer lugar, es un rasgo inherente a la naturaleza humana el instinto de vivir socialmente, lo cual requiere vivir propiciando el bien común y participando del mismo, bajo una autoridad que establezca reglas con esa función. En segundo lugar, los bienes plurales de la nueva escuela jusnaturalista --estén bien o mal escogidos--, en la medida en que sean bienes para el hombre, lo son por una adecuación a la naturaleza humana, por la realización de una potencialidad natural del hombre, que tiende innata e instintivamente a más vida --igual que todos los seres vivos. Sean o no sea deducibles unos de otros o reducibles unos a otros, el juego --o el esparcimiento--, el saber, la comodidad, la salud, la longevidad, el amor, la amistad, el cobijo, la alimentación, la armonía, todos esos bienes y muchos otros son bienes para el hombre porque satisfacen necesidades humanas; necesidades de diversos tipos.

Imaginemos una sociedad de seres que no sean animales --de seres que no pasen por las fases del nacimiento, el crecimiento, la reproducción y la muerte--; seres incorpóreos, sin importarnos si son ángeles, duendes, gnomos, ninfas, genios o demonios. ¿Qué sería para ellos el bien común? Dependería de su naturaleza. No pudiendo enfermar, la salud carecería de sentido, siendo ociosa o redundante. Tal vez serían juguetones, tal vez seres espirituales incapaces de distraerse. ¿Habría amor o amistad entre ellos? ¿Habría odios? ¿Se echaría alguna vez en falta la armonía social?

Dejo a otros estudiar esas sociedades angélicas o diabólicas. En todo caso está claro que en las sociedades animales --y la nuestra es una de ellas--, lo conforme a la naturaleza es el bien común idóneo para la especie de que se trate. Para las sociedades de elefantes, para las manadas de babuinos, para las colonias de aves migratorias serán buenas ciertas cosas. Sin lugar a dudas compartimos con esos cercanos parientes nuestros muchas inclinaciones. Igual que para ellos, son buenos para nosotros estar resguardados, nutrirnos, reproducirnos, estar unidos, socorrernos, evitar los peligros que nos acechan, descansar, conocer nuestro entorno, ejercitar nuestro cuerpo. Otros bienes son específicos, aunque frecuentemente nos percatamos de que nuestra singularidad es menor de lo que creíamos (pues hasta la veneración de los muertos parece compartida con especies afines).

En resumen y en conclusión: hay un sentido perfectamente válido en el cual el jusnaturalismo defiende el principio de vivir según la humana naturaleza y también un sentido correcto en el cual el jusnaturalismo se deduce de un acertado conocimiento de esa naturaleza humana.










































NOTAS



[NOTA 1]

No obstante, ese legalismo de los revolucionarios franceses, por debajo de la ideología tomada de Rousseau, continúa una vieja aspiración del poder central francés de instaurar la primacía del mandamiento del legislador único, bajo la inspiración de dos valores: seguridad jurídica y no-anquilosamiento del sistema de normas.


[NOTA 2]

Así el ius gentium no acarrea los mismos deberes hacia pueblos pacíficos que hacia pueblos entregados a la guerra de agresión y rapiña.


[NOTA 3]

Dejo aquí de lado la exploración de ideas similares en otras tradiciones --algunas en parte solapadas y otras desconectadas--, como las de Persia, China, la India y el mundo islámico.


[NOTA 4]

Sobre todo si se interponen prejuicios o intereses que obstaculizan la inferencia.


[NOTA 5]

En su sabio tratado Ethica (contenido en el libro Philosophiae Scholasticae Summa, t. III, Madrid: BAC, 1958) el P. Ireneo González, S.J., despliega un amplio arsenal de argumentos lógicos e históricos para sostener la afirmación de que no sólo la existencia de propiedad privada es una institución de Derecho natural, sino, además, que tal ha sido la doctrina de los Padres de la Iglesia y de los doctores escolásticos, los modernos igual que los medievales. Sobre la discusión histórica, v. ibid., pp. 674-681. No cabe en este artículo abordar sus interesantes disquisiciones --en absoluto compartidas por quien esto escribe. Su principal instrumento hermenéutico es la delimitación entre derecho civil, derecho de gentes y derecho natural, una tripartición cuyos confines fueron oscilantes. Los medievales sostuvieron mayoritariamente que la propiedad y la servidumbre existían por ius gentium, pero el P. González entiende que ese ius gentium era, en rigor, una parte del ius naturae --aunque reconoce que algunos intérpretes lo conciben como derecho positivo. Sin embargo, de ser correcta la lectura que brinda el P. González, habría que concluir que para los medievales la servidumbre o esclavitud era, asimismo, una institución de Derecho natural. Y es que hasta el siglo XIX no se produce la separación entre el estatuto jurídico de propiedad y el de servidumbre. Otro autor jesuita ha sostenido la tesis opuesta a la de Ireneo González: Rubianes, Eduardo, S.J., El dominio privado de los bienes según la doctrina de la Iglesia, Quito: Ediciones de la Universidad Católica, 1975.

También Antonio Truyol y Serra, en su Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado (Madrid: Alianza, 1995, 12ª ed.) interpreta a la mayoría de los Padres de la Iglesia y a la generalidad de los filósofos escolásticos medievales en el sentido de que para ellos la propiedad privada era, per se, contraria al Derecho natural --aunque fuera, per accidens, compatible con él en el estado actual de las cosas, tras la caída subsiguiente al pecado original y como castigo. V. ibid., t. I, pp. 256-257, donde se afirma: «De algunos [Padres de la Iglesia] puede decirse que consideraron la comunidad de bienes como el estado originario y natural de la humanidad», enumerando a los Capadocios (S. Gregorio de Nacianzo y S. Basilio), S. Juan Crisóstomo y S. Ambrosio. Resume la visión de todos ellos así: «Los bienes de este mundo son para el aprovechamiento común del linaje humano. El régimen de propiedad privada es, en último término, una desviación con respecto a la intención primera del Creador y es consecuencia del pecado, del deseo inmoderado de lucro, del impulso de los vicios». Va más lejos, atribuyendo a S. Juan Crisóstomo y a S. Basilio el propósito de «restablecer en lo posible la comunidad primitiva mediante una especie de contribución forzosa de los ricos». En el t. II de la misma obra, Truyol afirma (p. 29): «El pensamiento cristiano medieval había considerado la propiedad privada como una institución de derecho de gentes».


[NOTA 6]

Sobre cómo se generó en la escolástica española del Siglo de Oro --particularmente a partir de los desarrollos de Vitoria y Las Casas-- el concepto de iura naturalia y cómo ese pensamiento jusnaturalista hispano influyó en Grocio, v. Pérez Luño, Antonio Enrique, Los derechos fundamentales, Madrid: Tecnos, 1998 (7ª ed.), p. 31. Para este destacado jusfilósofo (ibid., p. 115) «La Constitución del 78 se inserta abiertamente en una orientación iusnaturalistata, en particular de la tradición objetivista cristiana que considera los derechos de la persona como exigencias previas a su determinación jurídico-positiva y legitimadoras del orden jurídico y político en su conjunto». (El autor de este artículo no está tan convencido de la inspiración jusnaturalista de nuestra vigente Constitución.)


[NOTA 7]

Un comentario a la tesis de Villey --que opone, de la manera más absoluta, el Derecho natural a los derechos naturales del hombre-- lo ofrece Xavier Dijon, en Droit naturel, Vol. 1: Les questions du droit, París: PUF, 1998, pp. 89-91.


[NOTA 8]

Entre quienes se han adherido a esa presunta dicotomía podemos citar a Blandine Barret-Kriegel. Sólo que en sentido opuesto a la doctrina mayoritaria. Su libro Les droits de l'homme et le droit naturel (París: PUF, 1989) contiene certeras consideraciones, al fijarse en cómo los derechos del hombre provienen de una cierta concepción de la humanidad que se encuentra en la Escuela de Salamanca. (Como me lo ha señalado Juan Cruz, el membrete «Escuela de Salamanca» opera hoy en los medios académicos internacionales con una denotación extendida, pues de hecho abarca a toda la escolástica española [incluyendo la portuguesa] del Siglo de Oro.)


[NOTA 9]

Sobre las vivísimas controversias que suscitó la doctrina de Pufendorf y sobre la extendida reprobación de su voluntarismo, v. Fassò, Guido, Historia de la filosofía del Derecho, t. 2, La Edad Moderna (trad. J.F. Lorca Navarrete), Madrid: Pirámide, 1982, pp. 130-131; y Rodríguez Paniagua, José María, Historia del pensamiento jurídico, t. I, Madrid: Universidad Complutense, 1996 (8ª ed.), pp. 155-161.


[NOTA 10]

Sobre los orígenes de la Declaración de 1789, v. González Amuchastegui, Jesús, Orígenes de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Madrid: Editora Nacional, 1984 (con textos de Jellinek, Boutmy, Doumergue y Posada).


[NOTA 11]

Todos los datos que figuran en este artículo sobre las sucesivas constituciones francesas y sus vicisitudes provienen de Godechot, Jacques, Les constitutions de la France depuis 1789, París: Garnier-Flammarion, 1995.


[NOTA 12]

De ahí que rechazaran la abolición de la esclavitud, dejándola para algún siglo posterior.


[NOTA 13]

Todos salvo aquellos carlistas que se han retraído de participar en la asamblea y salvo los incipientes grupos de inspiración proudhoniana --más tarde bakuninista-- que rechazan todos esos conceptos, porque en una sociedad sin estado no habrá necesidad alguna de derechos del hombre y en una con estado son imposibles.


[NOTA 14]

V. Crowe, Michael B., Natural Law, Leiden: Brill, 1977, pp. 70-71.


[NOTA 15]

V. http://www.papalencyclicals.net/Pious09/p9quanta.htm, consultada en 2013-05-28.


[NOTA 16]

En la Encíclica Aeterni Patris, 1879. V. www.papalencyclicals.net/Leo13/l13cph.htm, cons. en 2013-05-28


[NOTA 17]

La primera cátedra de Derecho Natural y de Gentes se había establecido, en los Reales Estudios de S. Isidro, en Madrid, en 1770. Bajo el reinado de Carlos IV se suprimieron tales cátedras, por temor justamente a lo subversivo de la enseñanza del Derecho natural. Se restablecerán en el reinado de Isabel II, por obra de la revolución liberal y por la incipiente influencia krausista.


[NOTA 18]

Las aportaciones de esas dos constituciones --de inspiración tan distinta y aun opuesta, pero, sin embargo, coincidentes en incorporar decisivamente los derechos sociales-- se estudian en Peña, Lorenzo, «La fundamentación jurídico-filosófica de los derechos de bienestar», en Los derechos positivos: Las demandas justas de acciones y prestaciones, ed. por Peña, Lorenzo y Ausín, Txetxu. México/Madrid: Plaza y Valdés, 2006. ISBN 978-84-934395-5-2.


[NOTA 19]

Sobre esa Declaración y la historia de la noción de jusnatural, v. Ishay, Micheline R., The History of Human Rights: From Ancient Times to the Globalization Era, University of California Press, 2008, ISBN 9780520256415.


[NOTA 20]

Un escueto e interesante resumen de la gestación de la Declaración lo ofrece Juan Antonio Carrillo Salcedo en Dignidad frente a barbarie: La Declaración Universal de Derechos Humanos cincuenta años después, Madrid: Trotta, 1999, pp. 47 y ss.


[NOTA 21]

Una interesante, aunque escueta, descripción de todo el complicado proceso que condujo a la redacción y a la aprobación de la DUDH se encuentra en Oraá, Jaime y Gómez Isa, Felipe, La Declaración Universal de los Derechos Humanos, Bilbao: Universidad de Deusto, 1997, pp. 43 y ss.


[NOTA 22]

Sobre el destacado papel de Dª Leonora, v. Glendon, Mary Ann, A world made new: Eleanor Roosevelt and the Universal Declaration of Human Rights, Nueva York: Random House, 2001. ISBN 978-0-679-46310-8.


[NOTA 23]

Inglaterra estuvo representada por Charles Dukes; Chile por Hernán Santa Cruz (de quien hablaré más abajo); Bielorrusia por Alejandro Bogomolof; Australia por William Hodgson.


[NOTA 24]

Rótulo popularizado por Emmanuel Mounier con una orientación algo distinta. V. Coutel, Charles & Rota, Olivier (eds), Deux personnalistes en prise avec la modernité: Jacques Maritain et Emmanuel Mounier, Arras: Presses Université, 2013.


[NOTA 25]

Maritain siempre fue un pensador muy sui generis, desde sus comienzos, con un itinerario vital e intelectual extremadamente singular. Estuvo, en 1936-39, entre las poco abundantes personalidades católicas que se alinearon a favor de la República Española. A partir de esa experiencia --que lo enfrentará a algunos amigos suyos, como el R.P. Garrigou-Lagrange, O.P.-- irá sentando las bases de una doctrina democristiana, un humanismo católico abierto a los tiempos modernos. Dejando aquí de lado su enorme producción en otras disciplinas filosóficas, y limitándonos a la filosofía político-jurídica, cabe citar: Humanisme intégral (1936), De la justice politique (1940), Les droits de l'homme et la loi naturelle (1942), Christianisme et démocratie (1943), Principes d'une politique humaniste (1944), La personne et le bien commun (1947) y la obra póstuma La loi naturelle ou loi non-écrite. Sus adversarios se cebaron en las enormes coincidencias entre las doctrinas de Maritain y las que un siglo antes había defendido otro gran pensador francés, el P. Félicité de Lamennais, que fue condenado y excomulgado por el Papa Gregorio XVI y que inspiró la obra de Giovanni Mazzini I doveri dell'uomo. Claro que esa polémica tenía lugar antes del Concilio Vaticano II.


[NOTA 26]

El jusnaturalismo que inspira el texto de la DUDH ha sido puesto de relieve por Antonio Cassese, Los derechos humanos en el mundo contemporáneo, trad. A. Pentimalli y B. Ribera, Barcelona: Ariel, 1993, pp. 49-50: «La matriz jusnaturalista, inspirada sobre todo por Occidente, aparece en el Preámbulo [...] el derecho a rebelarse contra la tiranía, propio de toda concepción jusnaturalista [...] está bastante diluido [...] Tal como se ha dicho antes, mientras que los países socialistas querían que este derecho se proclamara abiertamente, los occidentales se oponían por temor a legitimar la insurrección. La solución de compromiso consistió en [un] reconocimiento edulcorado [...]». Si eso es así, no resulta nada claro que Cassese lleve razón al atribuir principalmente a los occidentales la inspiración jusnaturalista.


[NOTA 27]

V. Killough, Patrick, «Jacques Maritain: Ideological foes can cooperate». http://www.patrickkillough.com/philosophy/jacques_maritain.html, consultada en 2013 00:14:04-05-02.


[NOTA 28]

Quien esto escribe opina que estaban cargados de razón seis de ellos en un punto esencial, que era el de la propiedad privada o pública.


[NOTA 29]

V. Malpas, J.E, & Lickiss, Norelle (eds), Perspectives on Human Dignity: A Conversation, Springer Verlag, 2007, ISBN 9781402062810.


[NOTA 30]

Sólo aparece en el Título Preliminar, art. 1, de la no-promulgada Constitución republicana española de 1873, que reclama para todos los hombres «el derecho a la vida y a la seguridad y a la dignidad de la vida». Ahí la dignidad es un derecho: el derecho a vivir dignamente. No es un hecho que fundamente los derechos.


[NOTA 31]

V. Saastamoinen, Kari, «Pufendorf on Natural Equality, Human Dignity, and Self-Esteem», Journal of the History of Ideas, 71/1, 2010, pp. 39-62.


[NOTA 32]

El auge del concepto de dignidad en una amplísima gama de concepciones jusfilosóficas en los últimos decenios ha llevado a sus más entusiastas paladines --con vistas a mostrar sus hondas raíces-- a rastrearlo en la historia del pensamiento filosófico y jurídico, acudiendo a procedimientos hermenéuticos discutibles. Así Gregorio Peces-Barba --en La dignidad de la persona desde la filosofía del Derecho, Madrid: Dykinson, 2003 (2ª ed)-- se complace en aducir, como exponentes de la idea de dignidad humana, a cuantos pronunciaron juicios laudatorios del ser humano, alabando sus excelentes cualidades y aptitudes o defendiendo una visión antropocéntrica del cosmos. El inconveniente de ese método interpretativo es que demuestra demasiado, pues, con tal criterio, pocos habrá habido que no creyeran en la dignidad humana (tal vez los agustinianos --incluyendo a los protestantes y jansenistas--, por su visión pesimista del hombre tras la caída). El máximo campeón de la dignidad humana será Descartes, quien lleva al extremo la elevación del hombre por sobre los demás animales al reducirlos a puras máquinas.


[NOTA 33]

V. Sensen, Oliver, «Kant's Conception of Human Dignity», Kant-Studien, 100/3, Sept. 2009 pp. 309-331, ISSN (Online) 1613-1134, ISSN (Print) 0022-8877, DOI: 10.1515/KANT.2009.018.


[NOTA 34]

Parece corroborada por lo que, al respecto, aseveró el representante chileno, Hernán Santa Cruz: «Percibí claramente que estaba participando en un acontecimiento histórico verdaderamente significativo, en el cual se había alcanzado el acuerdo sobre el supremo valor de la persona humana, un valor que no brotaba de la decisión de un poder político, sino del mero hecho de la existencia --que daba lugar al inalienable derecho a vivir libre de la privación y de la opresión y a un pleno desarrollo de la propia personalidad. En la Gran Sala [...] había una atmósfera de genuina solidaridad y hermandad entre hombres y mujeres de todas las latitudes, como no la he vuelto a ver jamás en ningún encuentro internacional». V. http://www.un.org/en/documents/udhr/history.shtml, consultada en 2013-05-24.


[NOTA 35]

Además, el reino de Yemen y la República de Honduras se ausentaron de la votación.


[NOTA 36]

Yugoslavia no adoptó su decisión por seguir la batuta rusa, puesto que ya había sido excomulgada, al venir expulsada del Cominform el 28 de junio de 1948. Notemos que, en cambio, el único país no eslavo con un gobierno comunista, Rumania, votó a favor de la Declaración. Ello me lleva a preguntar si, más allá de la obediencia política, no había una motivación cultural. En efecto: Rumania ya estaba totalmente incorporada a la esfera de influencia soviética, a raíz de la abdicación forzada del rey Miguel, último monarca reinante de la casa de Hohenzollern-Sigmaringen, el 30 de diciembre de 1947. El 13 de abril de 1948 se proclama la República Popular Rumana, con una constitución calcada de la de la URSS. El gobierno estaba, ya entonces, totalmente dominado por el partido comunista, que en seguida completará la nacionalización del 90% de la industria.


[NOTA 37]

V. Antonio Cassese, op.cit,, pp. 42 y ss. y especialmente p. 50.


[NOTA 38]

Esa inflexibilidad occidental en exigir ese presunto derecho a la propiedad privada (que --según lo hemos visto-- había sido considerada contraria al Derecho natural por la mayoría de los jusfilósofos escolásticos) contrasta con la laxitud en reconocer (art. 16) el derecho al matrimonio como uno que asiste a «los hombres y las mujeres que hayan alcanzado la edad adulta». ¡Pintoresca enunciación (amañada para autorizar la poligamia)! Su tenor literal se presta a las lecturas más disparatadas y grotescas, mientras que, de hecho, no protege en absoluto el derecho a formar una pareja de vida conyugal, con los derechos y deberes inherentes.


[NOTA 39]

También parece que los rusos objetaron la redacción del 2º párrafo del art. 2 --un asunto de tecnicidad jurídica en el que no vamos a entrar aquí.


[NOTA 40]

Sobre la evolución de la doctrina legal soviética y sus raíces en la teoría marxista de la superestructura jurídica, v. McCoubrey, H., The development of naturalist legal theory, Londres: Croom Helm, 1987, capítulo 6, pp. 105-129, y Conde Salgado, Remigio, Pashukanis y la teoría marxista del Derecho, Madrid: Centro de estudios constitucionales, 1989.


[NOTA 41]

A la larga, sin embargo, se producirá, bajo las presidencias de Eisenhower, Kennedy y Johnson, un cúmulo de reformas legislativas antidiscriminatorias, siendo muy dudoso que se hubieran adoptado de no ser por la fuerza atractiva de la Declaración de 1948 y su utilización argumental en la confrontación entre los dos bloques.


[NOTA 42]

Es difícil comprender cómo, en su momento, suscitó tanta disconformidad en un sector de la doctrina internacionalista el art. 29 de la DUDH, cuando muchísimo más grave es el 30, que, si se toma a rajatabla, excluye del ámbito de protección del derecho de libre expresión a cuantos, p.ej., propongan abolir la institución del matrimonio. Sobre cómo esa cláusula liberticida fue todavía agravada en el Convenio de Roma de 1950 y en documentos europeos posteriores, v. Peña, Lorenzo, «La doble escala valorativa del proyecto constitucional europeo», en Valores e historia en la Europa del siglo XXI, 2006, ed. por Rodríguez Aramayo, Roberto y Ausín, Txetxu, México-Barcelona: Plaza y Valdés, pp. 357-415. ISBN 978-84-934935-4-5.


[NOTA 43]

Sobre toda esa evolución, v. Bernstorff, Jochen von, «The Changing Fortunes of the Universal Declaration of Human Rights: Genesis and Symbolic Dimensions of the Turn to Rights in International Law», European Journal of International Law, Vol. 19 Nº 5, 2008, pp. 903-924.


[NOTA 44]

Esa enfática proclamación de interdependencia de los derechos de ambos géneros ha sido vehementemente censurada por A. Cassese, op.cit., p. 72, tildándola de «cómodo eslogan que sirve para aplacar la discusión dejando las cosas como estaban» y como una mera solución verbal.


[NOTA 45]

Trad. E. García Máynez, México, UNAM, 1858, 2ª ed., p. 147.


[NOTA 46]

En el citado libro, pp. 317-318, Kelsen especifica más la función del tribunal constitucional como legislador negativo.


[NOTA 47]

Tales ideas las desarrolla Kelsen en su artículo «Judicial Review of Legislation: A Comparative Study of the Austrian and the American Constitution», Journal of Politics, 4 (1942), pp. 183-200.


[NOTA 48]

Trad. L. Luengo y L. Legaz, Barcelona, Labor, 1977.


[NOTA 49]

El papel personalmente desempeñado por Kelsen en la redacción de la constitución austríaca de 1920 y en el subsiguiente tribunal constitucional creado por ella lo estudia Mario Patrono en «The protection of fundamental rights by constitutional courts: A comparative perspective», Victoria University Wellington Law Review, 31 (2000), pp. 401-426. El autor señala: «Kelsen recommended that a constitutional court should avoid accepting, within the given parameters of the constitutional legitimacy of laws, general formulae such as `justice', `public welfare' and `equity', even when they were positively inserted in the constitution. According to Kelsen to do so would amount `to conferring on the constitutional court of justice an intolerable plenitude of absolute powers'», p. 303. Ese minimalismo del control de constitucionalidad llevó a Kelsen --en su desempeño como miembro del tribunal-- (ibid., p. 404) a interpretar las reglas constitucionales al pie de la letra según la intención originaria del legislador constituyente. Patrono agrega (ibid., p. 408) que el modelo kelseniano «is limited fundamentally by the purpose which that court serves: to ensure the smooth running of the constitutional process of government». V. también Sara Lagi, «Hans Kelsen and the Austrian Constitutional Court», revista Co-herencia, vol. 9, Nº 16 (2012), pp. 273-295, ISSN 1794-5887.


[NOTA 50]

Como lo señala Alec Stone Sweet, «The politics of constitutional review in France and Europe», International Journal of Constitutional Law 5/1, 2007, pp. 69-92, «Kelsen focused explicitly on the dangers of putting rights in constitutions. He equated rights with `natural law' and warned that rights adjudication would inevitably obliterate of the distinction between the negative and the positive legislator. In their quest to discover the content and determine the scope of rights, constitutional judges would, in effect, become omnipotent superlegislators» --ibid., p. 84--. El autor cita, en particular, un artículo de Kelsen en francés: «La garantie juridictionnelle de la Constitution», Revue de droit public, 44 (1928).


[NOTA 51]

Citado por Pedro Rivas Palá, El retorno a los orígenes de la tradición positivista, Madrid, Civitas-Thomson, 2007, pp. 109-111.


[NOTA 52]

V. Alfonso Ruiz Miguel, Filosofía y Derecho en Norberto Bobbio, Madrid, CEC, 1983, pp. 332-333 y 390-391.


[NOTA 53]

V. Michele Zeza «Il fondamento dei diritti umani nel pensiero di Norberto Bobbio», Dialettica e filosofia, ISSN 1974-417X, www.dialetticaefilosofia.it, cons. el 2013-06-27. Conviene asimismo leer el capítulo «Sul fondamento del diritti dell'uomo» en Bobbio, L'età del diritti, Turín, Einaudi, 1990, pp. 5-16.


[NOTA 54]

V. Francesco Salerno, «Bobbio, i diritti umani e la dottrina internazionalista italiana», Diritti umani e diritto internazionale, vol 3 (2009), DOI: 10.3280/DUDI2009-003003.


[NOTA 55]

Teoría general del Derecho, trad. E. Rozo, Madrid, Debate, 1991, p. 41.


[NOTA 56]

Sobre la concepción de Bobbio acerca de los derechos del hombre v. Luca Baccelli, «Una rivoluzione copernicana: Norberto Bobbio e i diritti», Jura Gentium, vol. 6 (2009), pp, 7-25, ISSN 1826-8269.


[NOTA 57]

V. Koselleck, Reinhart, Begriffsgeschichten. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 2006.


[NOTA 58]

Una definición alternativa, mucho más sustanciosa, la brinda A.E. Pérez Luño en su importantísimo libro Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, Madrid: Tecnos, 1986 (2ª ed.), p. 48: «facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional». Dejo al lector el ejercicio de analizar las coincidencias y las diferencias entre mi definición y la del Prof. Pérez Luño. Ambos profesamos sendas versiones del jusnaturalismo, como es obvio. Ese jusnaturalismo es críticamente comentado por Javier Muguerza en «La alternativa del disenso (En torno a la fundamentación ética de los derechos humanos)», en Muguerza, Javier, y otros, El Fundamento de los derechos humanos (ed. de Gregorio Peces-Barba), Madrid: Debate, 1989, pp. 20 y ss.


[NOTA 59]

En los debates entre jusnaturalistas y juspositivistas es más frecuente entender la primera posición como la que afirma que sólo son válidas aquellas normas promulgadas según los procedimientos jurídico-positivos que, además, son justas (o alguna variante). (También se formula a menudo la controversia como relativa a la relación entre Derecho y moral; se sobreentiende que es la moral la que dice qué sea justo o injusto.) V. Hierro, Liborio, «¿Por qué ser positivista?», Doxa, vol. 25 (2002), pp. 263-302. En la definición que propongo yo, el jusnaturalista puede admitir, en cambio, que cualquier norma válidamente promulgada por el legislador es válida y vigente. Eso sí, cuando colisione con una norma de Derecho natural, surgirá un conflicto. Mi definición no contiene el aserto adicional de que, ante tal conflicto, la norma jusnaturalista posee superior jerarquía o exequibilidad. No obstante, yo gustosamente incorporaría ese aserto a mi propuesta. Por otro lado, existan o no existan normas de Derecho natural, hay razones de lógica jurídica para dudar que cualesquiera normas válidamente promulgadas sean válidas.


[NOTA 60]

Cualquier lector apreciará que, en este artículo, doy por supuesto que --por el principio de tercio excluso--, o bien se es jusnaturalista o bien se es juspositivista; o bien se afirma que existe un Derecho natural (unas normas necesariamente vigentes en todo ordenamiento, quiéralo o no el legislador), o bien se niega. No desconozco los esfuerzos de corrientes como el neoconstitucionalismo (representado principalmente en España por Manuel Atienza) por superar esa dualidad con planteamientos que aspiran (con éxito o sin él) a ser nuevos. Mención especial merece aquí la aportación de Alfonso García Figueroa en Criaturas de la moralidad: Una aproximación al Derecho a través de los derechos, Madrid: Trotta, 2009. En la p. 99 afirma: «Más bien los errores del positivismo ponen de manifiesto que tanto positivismo como jusnaturalismo conforman una dialéctica basada en unos presupuestos comunes que son discutibles».


[NOTA 61]

V. Hart, H.L.A., The Concept of Law, Oxford: Clarendon, 1961. V. también de Páramo, Juan Ramón, H.L.A. Hart y la teoría analítica del Derecho, Madrid: Centro de estudios constitucionales, 1987.


[NOTA 62]

V. García Amado, Juan Antonio, Hans Kelsen y la norma fundamental, Madrid: Marcial Pons, 1996.


[NOTA 63]

Para los positivistas inclusivos, un sistema jurídico puede --si así lo estipulan sus fundadores-- instituir una regla de reconocimiento que excluya las reglas de conducta gravemente injustas. Pero dejaría se ser un positivista quien dijera que una estipulación de ese tenor, o cualquiera que se le parezca, tiene que estar contenida en un ordenamiento normativo para que éste sea un sistema jurídico.


[NOTA 64]

Diferencio, pues, fundamento de motivo. El fundamento es objetivo, implicando lógicamente lo en él fundado. El motivo es subjetivo. Un agente que decide una acción X por un motivo M no tiene por qué estar presuponiendo ninguna regla de inferencia según la cual M implique X. Unos motivos pueden ser confesables y otros no. Pero aun los más loables pueden distar de constituir fundamentos.

Por otro lado, nado a contracorriente al desligar mi defensa del jusnaturalismo de la actual tendencia a recuperar un íntimo vínculo entre Derecho y moral (recuperación en que se basan los nuevos críticos del juspositivismo. V M.J. Detmold, The Unity of Law and Morality: A Refutation of Legal Positivism, Londres: Routledge and K.P, 1984. Ya Lon Fuller había enunciado su propuesta de un jusnaturalismo formal bajo el rótulo expresado en el título de su libro de 1964 The Morality of Law).


[NOTA 65]

A los juspositivistas se les plantea el problema de saber si una asamblea que ejerza el poder constituyente está sujeta o no a alguna norma jurídica. Hay varias opciones. Una es decir que no, respuesta erizada de dificultades. Otra es decir que, mientras delibera y decide, está sujeta al ordenamiento jurídico precedente; la dificultad aquí es que tal sujeción anula e invalida la adopción de una nueva constitución. Parece que la única salida es que la asamblea esté congregada bajo normas de Derecho natural y que su función constituyente venga constreñida y reglada por tales normas. Por otro lado la constitución así adoptada ¿tiene algún fundamento jurídico? Si no, es arbitraria. Si sí, no puede ser otro que el Derecho natural.


[NOTA 66]

En aras a la brevedad, podemos indistintamente hablar de las normas como preceptos y viceversa. En rigor, sin embargo, hay que diferenciar. Una norma es un estado de cosas consistente en que su contenido --otro estado de cosas-- esté afectado por un operador de obligación, licitud o prohibición. Un precepto es un enunciado que expresa una norma. Las relaciones de deducción o de inferencia se establecen, con propiedad, entre enunciados, pero, en un sentido lato, por extensión, podemos decir que de unos hechos o estados de cosas se infieren otros, cuando de los enunciados que expresan los primeros se infieren aquellos que expresan los últimos. Con relación a la pregunta de qué sea un estado de cosas, quedará fuera de la presente indagación.


[NOTA 67]

V. Routley, Richard, y otros, Relevant Logics and Their Rivals. Part 1. The Basic Philosophical and Semantical Theory. Atascadero (California): Ridgeview Publ. Co, 1982.


[NOTA 68]

Una definición alternativa --demostrablemente equivalente-- es ésta: por definición es una norma jurídico-natural cualquier norma N tal que, para quizá otro norma M, si N implica a M en virtud de una correcta regla de inferencia lógico-deóntica, M es una norma de cualquier ordenamiento jurídico.


[NOTA 69]

Así será si adoptamos el principio adicional --ya aludido más arriba, pero que, de suyo, no se sigue de la mera aceptación de un Derecho natural, según lo hemos definido-- de que las normas de Derecho natural son superiores o, al menos, de prevalente exequibilidad.


[NOTA 70]

Summa Theologica 1, q. 79, a. 12-13; 1-11, q. 94, a. 1.


[NOTA 71]

La salvación de las almas o la perfección moral o la rectitud de las conciencias son asuntos ajenos al bien común y, por ende, tales que sobre ellos no puede haber ni prohibiciones ni obligaciones; lo cual se aplica tanto al Derecho positivo como al Derecho natural.


[NOTA 72]

A lo largo de la Edad Media la definición de Ulpiano del Derecho natural como aquello que la naturaleza prescribe (docet, no bien traducido, en este contexto, como «enseña») a todos los animales --a cada uno según sus específicas características-- fue aceptada por unos y rechazada por otros, que entendían que eso rebajaba al hombre, desligando el Derecho natural de la racionalidad y la espiritualidad exclusivas del hombre. V. Beuchot, Mauricio, Derechos Humanos: Iuspositivismo y iusnaturalismo, México: UNAM, 1995, pp. 67 y ss.


[NOTA 73]

El iniciador de ese nuevo enfoque fue Germain Grisez (v. su obra Christian Moral Principles, Chicago: Franciscan Herald Press, 1983); quien lo ha llevado al esplendor y al escenario académico es John Finnis con su célebre libro Natural Law and Natural Rights, Oxford: Clarendon, 1980. Es de señalar que ese NNL (New Natural Law), de raigambre tomista, ha suscitado una viva oposición de buena parte de los jusfilósofos que siguen a Santo Tomás, surgiendo así una polémica que constituye una de las más apasionadas y apasionantes controversias en torno al resurgimiento del Derecho natural. V. Veatch, Henry & Rautenberg, Joseph, «Does the Grisez-Finnis-Boyle Moral Philosophy Rest on a Mistake?», The Review of Metaphysics, 44/4 (1991), pp. 807-830; Lisska, A. J., Aquinas's Theory of Natural Law: An Analytic Reconstruction, Oxford: Clarendon Press, 1996; V. Kainz, Howard P., Natural Law: An Introduction and a Reexamination, Chicago: Open Court Publ., 2004; y de este mismo autor, una breve nota muy aclarativa: «Natural Law without Nature? Aquinas to the Rescue», en http://www.catholicity.com/commentary/kainz/08699.html, cons. en 2013-05-28. Se debate si la postura de Finnis se basa en el presupuesto --comúnmente atribuido a Hume (a pesar de algunas reinterpretaciones recientes)-- de que de juicios de así es no cabe nunca inferir así debe ser, o sea el debe jamás se deduce válidamente del es. Finnis estaría así proponiendo una deóntica sin metafísica, un Derecho natural no radicado en la naturaleza humana.









[*]

El presente trabajo se inscribe en las tareas de realización del proyecto «Los límites del principio de precaución en la praxis ético-jurídica contemporánea» [FFI2011-24414], Plan Nacional de I+D+i. (IP: Txetxu Ausín.)