«La paradoja de la prohibición de prohibir y el sueño libertario de 1968»
por Lorenzo Peña
(CCHS, CSIC, Madrid)

Persona y derecho: Revista de fundamentación de las Instituciones Jurídicas y de Derechos Humanos
Nº 58, 2008, pp. 377-416. ISSN 0211-4526


© 2008 Lorenzo Peña
Sumario
  1. Introducción
  2. El ansia de libertad en las luchas contestatarias de 1968
  3. El carácter paradójico de la prohibición de prohibir
  4. Exploración lógico-jurídica de la prohibición de prohibir
  5. El canon de la máxima libertad
  6. El valor de la libertad
  7. La regla de libertad frente a las lagunas jurídicas

§0.-- Introducción

La explosión de descontento de 1968 tuvo como uno de sus motivos la reclamación genérica de libertad --o, más bien, un rechazo a las prohibiciones. Cuarenta años después vale la pena hacer una exploración lógico-jurídica para ver si podría existir un ordenamiento normativo en el que se introdujera una genérica prohibición de todas las prohibiciones --según rezaba literalmente una de las reivindicaciones de entonces.

Esa indagación nos conduce a comprender las razones puramente lógico-jurídicas por las cuales eso no es posible y a buscar, a partir de ahí, principios regulativos del ordenamiento en aras de establecer el mayor margen de libertad.

Mi conclusión será bastante modesta: ni siquiera podemos aceptar --por motivos lógico-jurídicos-- un canon de realización de la máxima libertad posible. En lugar de eso, lo que nos toca proponer es que el valor de la libertad no se subordine a ningún otro y que cualquier restricción a la libertad tenga que estar satisfactoriamente justificada.

La articulación de esa pauta meta-jurídica viene dada con el juego de dos reglas o principios de la lógica jurídica: la presunción de licitud de las conductas cuya prohibición no se pueda demostrar y la obligación de no perturbar ni impedir aquellas acciones ajenas que estén permitidas por el ordenamiento jurídico.

§1. El ansia de libertad en las luchas contestatarias de 1968

Ocupadas las facultades universitarias parisinas por los estudiantes en mayo de 1968, proliferaron diversas fantasías que han pasado al anecdotario de la historia. Raymond Aron vio en todo ese tumulto una algarada absurda que no pasaba de ser una explosión de desahogo de una masa juvenil desorientada.

Hoy se ha desarrollado entre nuestros vecinos del norte una crítica a la pensée 68 que proviene de las animadversiones de R. Aron.NOTA 1 Esa nueva línea anti-68 insiste, más que en la desorientación o el disparate del caos soixantehuitard, en que aquel movimiento masivo estuvo orientado, pero mal orientado, porque abrazó unos valores que lo distanciaban de los que habían sido propugnados incluso por el anticapitalismo tradicional.

Concretamente se ha señalado que, mientras ese anticapitalismo anterior a mayo de 1968 había reconocido y enaltecido los valores del trabajo, el esfuerzo --individual y colectivo--, la disciplina, y la rectitud de conducta --a tenor de unas pautas éticas--, el pensamiento 68 optó por los (pseudo)valores de la indolencia, la molicie, el relajo, la licencia, la indisciplina y el todo vale. Ese pensamiento 68 estaría así en la raíz de una evolución socio-política ulterior en la que, habiéndose primado el tiempo de ocio, los jóvenes y menos jóvenes se han entregado al hedonismo, han perdido el sentido de la responsabilidad y el de la solidaridad, que implica un esfuerzo y hasta un sacrificio.

Tal avalancha de críticas ha venido orquestada en Francia por la nueva presidencia de la República, a la cual ha servido de plataforma ideológica. Frente a ella se han alzado las voces de quienes, a pesar de todo, reivindican la herencia crítica y contestataria de aquel fermento que fue el movimiento de masas de 1968, sin por ello asumir todos sus múltiples avatares. Se ha alegado que, en medio de tanta dispersión de objetivos y acciones --que salían a borbotones como sin ton ni son--, el movimiento respondió a una situación previa en la que no habían recibido suficiente implementación o respeto una serie de derechos fundamentales --tanto de libertad cuanto de bienestar--; y que aquellas luchas, aun desordenadas, propiciaron cambios positivos en tres esferas:

  1. mayor libertad --especialmente para los jóvenes-- en la conducción de la vida privada, con menos regulaciones arbitrarias;
  2. mayor justicia social, con un mejor trato a los sectores socialmente desfavorecidos;
  3. una incipiente atención al medio ambiente en lugar de la preocupación unilateral por el crecimiento económico.NOTA 2

Seguramente ambos bandos llevan razón en lo que dicen, al menos con relación a una parte de aquel movimiento difuso y abigarrado. Por otro lado, lo que he reflejado en los párrafos precedentes tendría aplicación (desde dos ópticas opuestas) al mayo francés; pero el movimiento de 1968 fue planetario; de él forman parte las fases finales de la revolución cultural china, la manifestación de los estudiantes mexicanos en la plaza de Tlatelolco, las grandes acciones estudiantiles en los campus universitarios de USA contra la guerra de Vietnam, las luchas en España, y un elevado número de acciones --generalmente juveniles-- en muchos otros países, así como los movimientos de protesta en Europa oriental, particularmente la primavera de Praga.

¿Cabe hallar un denominador común de todo aquello? Tal vez hayamos de contentarnos con reconocer un cierto aire de familia, o sea: que, cualesquiera dos series de acciones subsumibles en esa gran oleada de explosiones de descontento comparten algún rasgo en común --sin que de ahí se siga que hay un rasgo que compartan todas ellas.

Aunque no sea una característica uniforme de todo aquello, hay una línea anti-autoritaria que creo que sí serviría como denominador común, no del torbellino en su totalidad, pero sí de bastantes de sus componentes.

Dudo que, en aquel gran torrente, el rechazo del trabajo o del esfuerzo ocupara tanto lugar como hoy pretenden los detractores. Eso no quita para que, efectivamente, el valor del trabajo (que tanto habíamos abrazado los de antes de 1968) empezara a mostrar, hacia esas fechas, sus primeros síntomas de desgaste, que luego han llevado a una exaltación de la cultura del ocio y a cifrar la calidad de vida en el tiempo libre --de todo lo cual en 1968 sólo había atisbos o amagos.NOTA 3

En cambio me parece que muchas acciones de contestación subsumibles en el movimiento de 1968 obedecieron a una protesta anti-autoritaria, a un rechazo de muchas prohibiciones, hasta ese momento aceptadas (aunque fuera a regañadientes) pero que, casi súbitamente, amplias masas decidieron desafiar. Podríamos --acudiendo a un vocablo tal vez poco amable-- decir que aquella contestación involucraba un ansia de libertinaje, de una libertad sin freno.

Claro que tal caracterización posiblemente desatienda la orientación socialmente reivindicativa de muchas de aquellas luchas, enderezadas a la obtención de mejoras en el nivel de vida de las masas desfavorecidas (p.ej. el salario mínimo), toda vez que el prodigioso crecimiento económico de los tres lustros precedentes no se había traducido aún en una redistribución de la riqueza como aquella a la que aspiraba la conciencia pública. A salvo de tal reserva, pienso que es válida la caracterización que he formulado en el párrafo precedente.NOTA 4

§2. El carácter paradójico de la prohibición de prohibir

Nada sintetiza mejor esa orientación antiautoritaria de la contestación sesentayochesca que el célebre letrero exhibido en la École Normale Supérieure de la rue d'Ulm durante aquellas jornadas: «Défense d'interdire!», que podríamos traducir (perdiendo el hábil efecto estilístico de la dualidad de vocablos) como «¡Prohibido prohibir!» o --tal vez mejor-- como «No se puede prohibir» («puede» en sentido deóntico de «es lícito»). Llamaremos a ese peculiar precepto «la regla Ulm».

El diseñador de tal letrero no pretendía arrogarse la autoridad para emitir esa prohibición. Lo que buscaba era, sencillamente, vehicular su hartazgo por la abundancia de prohibiciones (fuera tal abundancia real o imaginaria) y su rechazo a tales restricciones a la libertad de acción. En suma lanzaba un grito equivalente a «¡Basta de prohibir!».

Nos interesa analizar, desde la lógica jurídica, esa aspiración a una sociedad en la que esté vigente la prohibición generalizada de prohibir.

La regla Ulm es paradójica. Es ella misma una prohibición (un mandato de no-hacer). Asigna el signo deóntico de lo ilícito a cualquier acción que consista en prohibir y a cualquier resultado de tal acción (o sea a cualquier situación jurídica consistente en que algo esté prohibido). Por lo tanto asigna ese mismo signo a la propia promulgación de esa misma prescripción y a su resultado. Si está, en general, prohibido prohibir, esa misma prohibición de prohibir está prohibida, y así al infinito.

Una paradoja típica es la del embustero,NOTA 5 que afecta a la frase «Esta frase es falsa». Si esa frase es verdadera, es cierto lo que dice, a saber: que ella misma es falsa; luego, si es verdadera, es falsa. Por consiguiente, es falsa.NOTA 6 Pero, si es falsa, es falso lo que dice; y lo que dice es que es falsa; luego es falso que sea falsa; luego es verdadera.NOTA 7 Ahí estriba la paradoja.

En el orden deóntico una paradoja similar a la del embustero la tendríamos con el siguiente precepto: sea la Pragmática Sanción Nº 5, que consta de un solo artículo, a saber: «Art. 1: Es nulo y sin fuerza de obligar el art. 1 de la Pragmática Sanción Nº 5». Tanto la hipótesis de que es válido ese precepto como la de que es nulo o inválido conducen a un resultado contradictorio: si es válido, es inválido; y, si es inválido, es válido (porque consigue su efecto de producir una situación jurídica de invalidez de ese mismo precepto, o sea: su contenido queda validado por su propia nulidad).

En el caso de la prohibición de prohibir --la regla Ulm-- no afrontamos tal dilema; por ello no tenemos una paradoja en sentido estricto. Podemos contemplar dos hipótesis: la de que es válida y la de que es inválida.

Si es válida, entonces cualquier prohibición es ilícita, incluyendo la prohibición de prohibir en general. Por consiguiente, si es válida, entonces será ilícita la situación jurídica que ella crea (la prohibición de cualquier prohibición). Una prohibición que entraña su propia prohibición tiene que ser inválida, porque está prohibiéndose a sí misma (aunque está prohibiendo también muchos otros actos de prohibición).

Podemos compararla a una orden emanada por una cierta autoridad que declara canceladas o anuladas todas las órdenes emanadas de esa misma autoridad: si la orden es válida, todas esas órdenes pasan a ser inválidas, incluyendo la propia orden de marras.

Por consiguiente, la prohibición de prohibir en general es inválida. Tenemos entonces que desentrañar las consecuencias lógico-jurídicas que se siguen de su invalidez. ¿Acaso de la hipótesis de invalidez se sigue la validez? ¡No! De que sea falso que, en general, esté prohibido prohibir no se sigue sino que algunas prohibiciones son lícitas. No se sigue que sea lícita, en concreto, la prohibición de prohibir.

Lo que concluimos es, pues, que --en virtud del razonamiento lógico-jurídico-- no puede haber ningún sistema normativo en el que esté prohibido que haya prohibiciones. Por eso no estamos ante una verdadera paradoja, o sea una aporía en la que tanto la hipótesis afirmativa como la negativa entrañan consecuencias inaceptables. Aquí sólo es la hipótesis afirmativa la que queda lógicamente refutada.

§3. Exploración lógico-jurídica de la prohibición de prohibir

No me voy a contentar con esa sencilla demostración de invalidez de la regla Ulm, sino que voy a hacer una exploración lógico-jurídica más profunda. Vamos a imaginar que --a pesar de lo que hemos visto en el apartado precedente-- la regla Ulm se incorpora a un ordenamiento jurídico. ¿Qué sucederá?

La regla Ulm declara que es ilícita cualquier ilicitud. O sea, declara que, para cualquier contenido enunciativo A, es obligatorio que A sea lícito.

¿Entraña la regla Ulm que el legislador se está comprometiendo a calificar como lícita cualquier conducta o situación? Para extraer esa conclusión hace falta acudir a la regla de involutividad jurídica; es una regla de inferencia lógico-jurídica según la cual lo que tiene que ser lícito es efectivamente lícito. O --lo que equivale a lo mismo por modus tollens--: aquello que está prohibido está lícitamente prohibido.

Podemos --para aclarar el significado de esta regla de involutividad deóntica-- buscar formulaciones alternativas; p.ej. la de que está prohibida una conducta sólo si es lícito que lo esté. O bien ésta otra: lo obligatorio es lícitamente obligatorio; o, dicho de otro modo, una obligación que no debe existir no existe.

Según dicha regla, por consiguiente, cuando en un sistema normativo haya una norma que prohíba la existencia de una cierta obligación, en ese sistema normativo tal obligación no existirá.

Lamentablemente algunas de las formulaciones que acabo de brindar de la regla de involutividad deóntica son peligrosamente inexactas, porque no tienen en cuenta la posibilidad de sistemas normativos contradictorios, en los cuales una situación jurídica venga simultáneamente calificada como lícita y, a la vez, prohibida. Para tener en cuenta esa posibilidad tendríamos que proponer esta otra fórmula: en la medida en que, con relación a una situación, A, esté prohibido que A esté prohibida, en ese medida A es lícita. O, similarmente: en la medida en que una conducta sea ilícita, su ilicitud será lícita (o sea: no puede ser mayor el grado de la ilicitud de una conducta que el grado en que esa ilicitud sea, a su vez, un hecho lícito).NOTA 8

Podría pasar desapercibido el impacto práctico de la regla de involutividad deóntica. Voy a intentar aclararlo en los párrafos que siguen. Hay situaciones fácticas. Hay situaciones jurídicas, cada una de las cuales estriba en que una situación (fáctica o jurídica) esté afectada por un operador jurídico, que puede ser de prohibición, de licitud o de ilicitud. Puesto que una situación jurídica es una situación, el que una situación jurídica venga afectada por un operador jurídico es, a su vez, una situación jurídica.NOTA 9 Que una situación jurídica esté, a su vez, revestida de una calificación jurídica va asociado, evidentemente, al comportamiento promulgatorio del legislador. Cuando el legislador autoriza una situación, ésta es lícita (al menos de manera general);NOTA 10 mas la situación así autorizada o permitida puede ser, ella misma, una situación jurídica.

En la práctica el modo de plasmarse la obligatoriedad de una situación jurídica es sometiendo al legislador al deber de promulgar un precepto por el que se establezca esa situación jurídica. El modo de plasmarse la prohibición de una situación jurídica es, similarmente, someter al legislador a la prohibición de establecer por ley tal situación.NOTA 11

De suyo la afectación de una situación jurídica por un operador deóntico de obligación, prohibición o licitud no es lo mismo que la sujeción del legislador (y de los poderes públicos en general) a la obligación, la prohibición o la autorización para crear tal situación jurídica. Mas, aunque en teoría hay diferencia, en la práctica no la hay.

Cuando un mandato constitucional --como sucede en varias enmiendas de la Constitución de los EE.UU.A-- impone al legislador abstenerse de promulgar ciertas prohibiciones, ese mandato está calificando las situaciones correspondientes de lícitamente lícitas; está revistiendo tales situaciones o conductas de una calificación jurídica de segundo orden, a saber: su ilicitud o prohibición no estará permitida.NOTA 12

De que esté prohibida la prohibición de una conducta (p.ej. una práctica religiosa) ¿se sigue que tal conducta es lícita? Eso es lo que nos dice la regla de involutividad deóntica. O sea --dadas las consideraciones de los párrafos precedentes-- la regla de involutividad deóntica establece que, si al legislador, y a los poderes públicos, les está vedado prohibir una conducta, entonces esa conducta está efectivamente autorizada en el ordenamiento jurídico.

Ahora bien, la regla de involutividad deóntica ha tenido escasísima presencia en la lógica deóntica contemporánea.NOTA 13 Hay varias razones por las que los lógicos deónticos en general han rehuido esa regla (o su correspondiente principio; no entraré aquí en el distingo entre reglas y principios). Una razón debe ser que la regla de involutividad deóntica impone a los sistemas normativos un canon que constituye un constreñimiento axiológico o normativo, en lugar de ser una pauta puramente formal. En la visión formalista de la lógica (incluida la lógica deóntica), el trabajo lógico consiste meramente en dilucidar en las conclusiones lo que estaba ya dicho en las premisas implícitamente.

Esa visión formalista de la lógica conduce a resultados bastante insatisfactorios y, en todo caso, sólo sería defendible a la postre si uno adoptara algún sistema de lógica particularmente restrictivo --como alguna de las lógicas conexivistas o relevantistas. Discrepando radicalmente del enfoque formalista pienso que la lógica deóntica es una lógica material. La verdadera tarea del lógico deóntico es sacar a la luz unas reglas que, reconocidamente o no, estaban subyacentes a todos los sistemas normativos; unas reglas que se aplican a todos ellos porque, cuando no se puedan aplicar, lo que se tendrá enfrente no será un sistema normativo.

Es verdad que la regla de involutividad deóntica introduce un canon que no es puramente formal. Es verdad que podemos imaginar colecciones o conjuntos de situaciones normativas sin tal regla de involutividad deóntica. Lo que tenemos que preguntarnos es qué estaría pasando en tales conjuntos; si un conjunto así merecería la calificación de sistema normativo.

Y es que un sistema normativo no es cualquier conjunto de reglas de conducta, cualquier conjunto de calificaciones deónticas de sendas situaciones --calificaciones que consisten en afectarlas con los operadores de obligatoriedad, licitud o ilicitud--. Un sistema normativo es un conjunto de reglas de conducta que efectivamente sirva para regular las relaciones entre los miembros de una sociedad.NOTA 14 Y no cualquier amasijo o conjunto de reglas sirve para tales propósitos.

La lógica deóntica va buscando (en parte inductiva y en parte deductivamente) cuáles son los requisitos que tiene que reunir un conjunto de reglas para poder regular las relaciones sociales. Es una investigación mixta, en la que interviene la experiencia y en la que también entra en juego el trabajo conceptual. De manera general, para que hablemos de una sociedad regulada o regulable según un sistema o conjunto armónico de reglas de conducta (no forzosamente exento de contradicciones) es menester que esa sociedad sea una pluralidad de individuos dotados de entendimiento y voluntad; o, si no, por lo menos de alguna facultad cognoscitiva afín al conocimiento y de alguna facultad apetitiva afín a la voluntad.NOTA 15

Naturalmente, si lo que buscamos es desentrañar la lógica deóntica de sistemas normativos susceptibles de regular las relaciones humanas, habrá que añadir consideraciones antropológicas, porque, si no, lo que se haría sería una teoría lógico-deóntica divorciada de la realidad y que vulneraría el principio de respetar la naturaleza de la cosa (Natur der Sache).NOTA 16

Sentadas tales consideraciones generales, volvemos al problema de saber si es válida la regla de involutividad deóntica. Creo que sí lo es porque un conjunto de reglas de conducta en el que no se aplicara dicha regla lógico-deóntica no podría funcionar en la práctica, dado que causaría una perplejidad que paralizaría las relaciones entre los miembros de la sociedad.

La inaplicabilidad de la regla de involutividad deóntica acarrearía una laguna jurídica. Sea una conducta, A. Supongamos, por hipótesis, que al legislador le está constitucionalmente vedado prohibir A, pero que, sin embargo, de ahí no se sigue, en ese presunto sistema de normas, que la conducta A esté permitida por la ley. Las personas interesadas en la realización de esa conducta A no podrían saber que la conducta es lícita (ni siquiera si tuvieran una capacidad infinita de inferencia lógico-deóntica); no podrían saber que su realización está amparada por la ley; no podrían saberlo porque --por hipótesis-- no sería verdad, aunque a nadie le estuviera permitido prohibirla.

No siendo lícita, en ese presunto sistema, la conducta A, su realización no estará tutelada por la ley. La tutela legal estriba en otro principio de lógica deóntica, a saber: que, con respecto a cualquier conducta lícita, está prohibido a los demás impedirla. Es el principio de protección, al que también podemos dar otras denominaciones: principio de no-impedimento, principio de no-vulneración o interdictio prohibendi. Sólo ese principio asegura que, correlativamente a nuestros derechos, haya deberes ajenos de respeto.NOTA 17

Ciertamente el principio de protección necesita matizaciones para poder afrontar algunas dificultades; la principal de ellas es que el concepto pertinente de impedir tiene connotaciones normativas; no es un concepto puramente naturalista o fáctico; la ley y los valores socialmente aceptados van fijando los contornos de lo que constituye un impedimento en el sentido del principio de protección.NOTA 18 De todos modos hay un núcleo pre-normativo de ese concepto de impedimento, que es el de ejercer una fuerza que, coercitivamente, prive al titular de un derecho, contra su voluntad, de la posibilidad efectiva de ejercerlo o satisfacerlo.NOTA 19

Aclarado esto, resulta que lo que nos permite exigir el respeto ajeno es que seamos titulares de un derecho, o sea: que sea lícita una cierta conducta en la que estemos involucrados, activa o pasivamente. Para que sepamos que disfrutamos de la tutela de la ley y del amparo de la justicia contra quienes nos impidan --contra nuestra voluntad-- realizar una conducta necesitamos saber que esa conducta es lícita.

Si sabemos que los poderes públicos no pueden prohibírnosla mas de ahí no podemos inferir que es lícita, entonces no nos sirve de nada ese mandato constitucional dado al legislador de no prohibirnos la conducta en cuestión. Sería un caos el conglomerado de reglas de conducta vigentes en una sociedad así. La prohibición de prohibir tales conductas no serviría de nada ni el sistema de normas imperante ofrecería a los individuos una guía a la que atenerse en sus relaciones unos con otros.

Por lo cual la regla de involutividad deóntica es un requerimiento necesario en todo conjunto de reglas que merezca la calificación de «sistema normativo».

Si ahora combinamos la regla Ulm con la regla de involutividad deóntica, lo que obtenemos es que cualquier conducta es lícita; o sea la apódosis de Karamazof. El espíritu libertario de la regla Ulm era justamente ése.NOTA 20

Lo que tendríamos en una sociedad donde estuviera vigente la regla Ulm sería que cualquier conducta sería lícita. Un estado de naturaleza como el de Hobbes: a cada uno le sería lícito todo lo que fácticamente le resultara posible.NOTA 21

Podría objetarse que, como lo que ahí se tendría no sería una sociedad, sino un conglomerado de individuos dispersos no vinculados por obligaciones, no tendría por qué haber (quizá ni siquiera podría haber) sistema normativo alguno. No habiéndolo, no tendría por qué valer la regla de involutividad deóntica. De resultas de lo cual, aunque en ese agregado de individuos co-existentes (más que convivientes) cualquier prohibición estuviera prohibida, no por ello sería verdad que toda conducta sería lícita.

La objeción desconoce, sin embargo, lo que tiene nuestra argumentación de reducción al absurdo. Ponemos entre paréntesis la inviabilidad de una sociedad en la que tuviera vigencia la regla Ulm. Imaginamos que pudiera existir tal sociedad; para ser una sociedad, tendría que regirse según algún sistema de reglas de conducta, según algún ordenamiento normativo; por lo tanto, éste tendría que cumplir los constreñimientos que impone la lógica deóntica, incluyendo la validez de la regla de involutividad deóntica.

Pues bien, de tales hipótesis se sigue que esa sociedad sería, en la práctica, como el estado de naturaleza de Hobbes; sería un agregado de individuos en el que cada uno estaría autorizado a hacer lo que quisiera.

Desde luego es verdad que, de ese modo, quedarían disueltos todos los lazos de obligación y, por lo tanto, la sociedad sería imposible. El ideal libertario que se plasmaba en la regla Ulm conducía a eso: a una no-sociedad anárquica en la cual todo está permitido.

Ahora bien, hay una razón por la cual el agregado de individuos que así resultara no viviría tampoco en un estado puro de naturaleza tal como Hobbes lo imaginó. Por el principio lógico-jurídico de protección, cuando una conducta está permitida, a los demás les está vedado impedirla. Puesto que en una (pseudo)sociedad anárquico-libertaria cualquier conducta sería lícita, estaría prohibida cualquier obstaculización coercitiva de un hacer ajeno. Mas una obstaculización es una conducta; y, por serlo, sería lícita. Tales obstaculizaciones estarían, pues, afectadas de ambos operadores deónticos: licitud e ilicitud. A su vez las obstaculizaciones ajenas tendentes a impedir o frustrar esas obstaculizaciones (las acciones de policía, p.ej.) estarían, por igual razón, doblemente afectadas de licitud e ilicitud. Y así sucesivamente al infinito.

Razonando por modus tollens tendríamos que en esa sociedad ninguna conducta sería lícita. Si una conducta fuera lícita, entonces estaría prohibido impedirla (por la regla lógico-deóntica de protección). Mas ninguna actuación consistente en impedir una conducta ajena estará prohibida (ya que suponemos la vigencia de la regla Ulm). Luego ninguna conducta será lícita.

Así desembocamos en este resultado funesto: en tal sociedad no es ya que habrá algunas contradicciones deónticas sino que sucederá algo infinitamente más grave: valdrán todas las contradicciones deónticas imaginables, porque cualesquiera comportamientos serán, a la vez, lícitos e ilícitos.NOTA 22

Ante tales resultados, sin duda valdría más imaginar un estado hobbesiano de naturaleza, una no-sociedad en la cual a cada uno le sería lícito hacer lo que le diera la gana pero no tendrían vigencia los principios de la lógica deóntica; ni falta que haría: no habiendo sociedad, no habría convivencia que regular. Lo que pasa es que en tal hipótesis la noción misma de licitud carece de sentido.

Todavía hemos de acudir a otra regla de lógica deóntica para aclarar lo que significa la licitud, en el marco de un sistema de normas. Un sistema normativo es un conjunto de reglas de conducta que, además de ajustarse a los constreñimientos ya enumerados más arriba,NOTA 23 se ajusta también a la regla de libertad --o regla de permisión fuerte--, a saber: cuando no se pueda demostrar en el sistema que una conducta está prohibida, tal conducta se reputará lícita (actio præsumitur licita, como lo formula Leibniz). Es una regla de presunción, pero de una presunción irrefragable, de una presunción iuris et de iure.

¿Qué prueba su validez?NOTA 24 El hecho de que un conglomerado de individuos en cuyo sistema de normas o reglas de conducta no valiera esta regla estaría incapacitado para vivir armónicamente, pues habría muchas conductas cuya prohibición no se podría demostrar, pero que tampoco podrían calificarse de lícitas.NOTA 25 Sin la regla de libertad los individuos se sumen en la perplejidad; lo peor es que, al no poderse decidir si muchas conductas son lícitas o ilícitas,NOTA 26 esas conductas tampoco estarían tuteladas por la ley; no gozarían de los efectos de la regla de protección. De nuevo lo que tendríamos sería un caos.

Es la regla de libertad lo que confiere su verdadero sentido al operador deóntico de licitud. La regla de libertad es un principio fuerte de permisión; nos habilita a concluir que lo no prohibido está permitido; genuinamente permitido. Eso es lo que determina que el principio de permisión (así interpretado) no sea tautológico.

Donde no haya sistema normativo aplicable cualquier conducta estará no-prohibida, evidentemente. Sólo en el marco de un sistema normativo habrá conductas lícitas. La licitud --o permisión o autorización-- es, pues, una calificación deóntica que sólo cobra sentido en el marco de unas relaciones sociales y como correlativa de unas obligaciones ajenas. Sin ese entramado y sin su papel socialmente regulativo lo que quedaría de la noción de licitud sería una mera ausencia de prohibición; no la ausencia de prohibición tal como se da en un sistema jurídico --o sea: como una no-prohibición que entraña permisión (en virtud de la regla de libertad)--, sino como inaplicabilidad de prohibición por ausencia --en ese estado de cosas imaginario-- de reglas de conducta que rijan las relaciones entre los individuos.

En definitiva, lo que queda así probado es que una sociedad libertaria es imposible. Sería una yuxtaposición de individuos; no sería sociedad; no estaría regida por un sistema de normas o reglas de conducta.

§4. El canon de la máxima libertad

En el apartado precedente he demostrado la inviabilidad social de un estado de cosas en el que tenga vigencia la regla Ulm, la prohibición de toda prohibición. Ésta no implica una paradoja deóntica auto-cancelatoria, propiamente hablando, mas sí acarrea unas consecuencias lógico-jurídicas absolutamente deletéreas. Es imposible, pues, la existencia de un orden social (justo o injusto) en el que, a la vez, se tenga un sistema normativo y una prescripción como la regla Ulm.

Si la regla Ulm, en su inmodesta pretensión libertaria, no lleva a nada viable --al ser incompatible con la naturaleza misma de las relaciones sociales--, ello no tiene por qué impedir que busquemos algún sucedáneo razonable. Podríamos intentar enunciarlo así: en la medida de lo posible está prohibido prohibir. Llamemos a esta fórmula la regla Ulm restringida.

La dificultad con la regla Ulm restringida es que resulta indeterminada. Impone al legislador plasmar en sus promulgamientos la máxima libertad posible; le impone, en la máxima medida posible, abstenerse de fijar prohibiciones. Sin embargo tal máxima medida posible no existe.

Y es que hay infinitas maneras de realizar una sociedad con un amplio margen de libertades de actuación individuales; y son incompatibles entre sí.

La libertad siempre es un no estar sometido a prohibiciones ni impedimentos. En una sociedad regulada por un ordenamiento jurídico alguien está exonerado de prohibiciones si, y sólo si, también está libre de impedimentos --ya que un ordenamiento jurídico merece ese nombre sólo si incorpora una regla como el principio de protección.NOTA 27

La no-sujeción a prohibiciones ni impedimentos afecta no sólo al hacer sino también al estar. Tan significativo y esencial es en la vida humana el hacer como el estar. E incluso el estar puede ser más vital todavía. El derecho a estar significa el derecho a permanecer en un estado que uno ha escogido; al paso que el derecho a hacer significa el de realizar una acción, la cual es un cambio con respecto a la situación inmediatamente anterior.

Es erróneo pensar en la libertad sólo como un derecho a hacer, no como un derecho a estar. Ese derecho a estar no implica sólo no verse forzado a actuar uno mismo modificando la situación preexistente, sino también un derecho a permanecer en la situación en la que hemos escogido estar --que, por la regla de no-impedimento, implica un derecho a que otros no nos hagan ciertas cosas.

La propiedad privada es uno de los instrumentos con los que se ha querido proteger la libertad individual. El propietario escoge estar solitario en su predio; y la ley le otorga un amparo excluyendo a los demás del derecho de entrar en ese predio sin su consentimiento. El derecho de propiedad maximiza la libertad del dueño a expensas de la libertad de los no-dueños.

No es la propiedad el único modo de asegurar a alguien el disfrute de su libertad de permanecer en un estado que ha escogido. El espectador que está sentado en una butaca contemplando el espectáculo se ve amparado en su pretensión de seguir contemplándolo (pasivamente) sin ser molestado. No necesita ser dueño de la butaca.NOTA 28 Evidentemente atentaría contra su libertad acosarlo o perturbar su contemplación del espectáculo.

Mas cada protección que se brinda a alguien para permanecer tranquilamente en su situación coarta y cercena unas libertades ajenas de hacer. Para maximizar la libertad del dueño de estar solitaria y tranquilamente en su predio se prohíbe que otros puedan transitar por él, aunque tengan motivos para hacerlo. Para salvaguardar la libertad del espectador se restringe o cercena la del alborotador o bullanguero. En suma, la libertad de hacer y la libertad de estar colisionan constantemente.

Otro ejemplo de eso mismo: a quienes escogen una vida de retiro campestre les impide llevarla la autorización que se otorga a otros para expandir las áreas urbanas a esa misma zona rural o a sus aledaños, o la de trazar nuevas vías de comunicación. Para tutelar la libertad de los primeros hay que restringir la de los segundos y viceversa.

Si la libertad de estar así de los unos colisiona con la libertad de obrar asá de los otros,NOTA 29 se producen otros conflictos en los que se enfrentan dos libertades de obrar. P.ej. en lo tocante a la libertad de expresión. Maximizando tal libertad hasta sus últimos extremos autorizaremos comportamientos de excitación a la violencia.NOTA 30 Tales comportamientos tienen que estar prohibidos, en virtud de otros principios de la lógica jurídica: el ya mencionado de la interdictio prohibendi más el de la causa ilícita, que prohíbe la realización de conductas cuyo efecto causal esté prohibido.NOTA 31

Ninguna sociedad puede permitirse entender la libertad de expresión en la acepción máxima de que esté autorizado cualquier comportamiento verbal en cualesquiera circunstancias.NOTA 32 La dificultad estriba, empero, en que no existe ninguna raya que deslinde cuáles prolaciones son susceptibles de prohibición en virtud de los mencionados principios lógico-jurídicos (más la existencia de otros derechos tutelados por la ley) y cuáles no.

Los ejemplos recién aducidos de colisión de libertades involucran decisiones y acciones en las que hay --por cada uno de los dos lados en mutuo conflicto-- un solo decisor que es también el agente. Ahora bien, vivir según la propia decisión en la mayor medida posible implica determinar uno mismo su propio futuro; tal determinación estriba en decisiones que habrán de llevarse a la práctica mediante acciones. Tanto la decisión como la acción son, en unos casos, individuales, pero en muchos otros consisten en participaciones en sendas decisiones y acciones mancomunadas o colectivas. El único modo posible de que se realicen decisiones y acciones mancomunadas o colectivas es que se contraigan compromisos. La libertad individual implica, pues, libertad para concertar pactos, para comprometerse.

Comprometerse implica sujetarse a obligaciones y prohibiciones, voluntariamente asumidas, que sólo se originan cuando el ordenamiento normativo bajo el que uno vive concede fuerza a tales compromisos.NOTA 33

Un ordenamiento jurídico que se ajuste al canon de maximizar la libertad se ve, así, impelido a reconocer al máximo la fuerza de obligar de los compromisos voluntariamente asumidos. Sin embargo, aquí surge un dilema:

La fijación del margen jurídicamente admisible de libre compromiso entre los individuos conduce así a alternativas espinosas. Tolerar o establecer la máxima libertad posible --el máximo derecho de los individuos para sujetarse voluntariamente a compromisos-- ¿implica autorizar la esclavización consentida?NOTA 34 Si sí se permite, es evidente que el resultado acarreará unas restricciones a la libertad futura de los promitentes (quien, habiendo perdido la apuesta, queda esclavizado ya no es libre). Si no se permite, se están marcando límites a la libertad de suscribir compromisos.

Aun en el supuesto de que se autorice, p.ej., la guerra privada, ¿se hará sin sujetarla ni a un ius ad bellum ni a un ius in bello? Llegar a ese extremo implica destrozar la sociedad. Mas cualesquiera reglas que se tracen estarán en una zona intermedia; ninguna de tales reglas podrá jactarse de establecer en ese campo la máxima libertad posible.

Aun quedándonos alejados de situaciones tan dramáticas, hemos de ver a qué dificultades se enfrenta el canon de maximizar la libertad en el campo de las relaciones mercantiles y de las contractuales en general. Tiene que haber límites legales (si es que va a haber una sociedad con un mínimo de orden o armonía) que quiten validez a compromisos que hayamos suscrito en condiciones socialmente inadmisibles; p.ej. bajo coerción y, en ciertos casos, bajo engaño o con ignorancia, e incluso cuando una de las partes abusa de su superioridad o del estado de necesidad de la otra parte.

Permitir la estafa, la defraudación o la falsedad mercantil implicaría otorgar validez a los contratos entre particulares aunque se hayan contraído mediando fraude. Otorgar esa libertad al contratante fuerte, mañoso o maligno, implica privar al otro de la libertad de desligarse de ese contrato artero o leonino. La libertad del uno colisiona con la libertad del otro.

Toda esta discusión nos lleva al ortigal del consentimiento.NOTA 35 Todos admiten que --bajo ciertas condiciones y para una amplia gama de hechos-- el consentimiento de los individuos afectados es jurídicamente relevante, volviendo lícitos los hechos para los que se ha otorgado. Rechazar ese aserto implicaría negar la libertad (o reducirla a aquellos hechos de los que el decisor libre pueda ser, a la vez, el ejecutante, lo cual expulsaría del ámbito de la libertad todas las acciones mancomunadas y colectivas, que forman, con mucho, la mayor parte de nuestra conducta).

Con relación a la validez del consentimiento el Derecho se mueve siempre en ese dilema: ampliar la esfera en la que el consentimiento es aceptable conduce a cercenar la libertad futura de los actualmente consentientes; estrechar demasiado tal esfera conduce a restringir su libertad presente.

El dilema no se refiere sólo a los compromisos (acciones presentes con consecuencias normativas futuras), sino también a acciones presentes que tengan consecuencias causales futuras; p.ej. consentir en sufrir amputaciones o en someterse a lavados de cerebro, tatuajes o cualesquiera otras acciones que dejen un efecto indeleble o irreversible. En una sociedad razonable algunas de esas acciones, si son libremente consentidas, serán lícitas; pero no todas. Maximizar la libertad presente para realizar tales acciones, mediando consentimiento, implica restringir el campo de la libre opción futura de los afectados.

Si ese dilema con relación a la validez del consentimiento surge simplemente aduciendo un solo y único valor, el de la libertad, con mayor fuerza todavía irrumpe cuando consideramos otros valores, p.ej. el bienestar. Nadie desea una sociedad tan paternalista que los individuos carezcan de la potestad para determinar, en buena medida, su futuro con sus propias decisiones individuales, mancomunadas y colectivas. Pero tampoco solemos desear una sociedad en la que esa potestad sea omnímoda.NOTA 36

Igual que no nos es lícito hacerles mal a otros (salvo --en ciertos casos y dentro de ciertos límites-- con su consentimiento), tampoco está claro que nos haya de ser lícito hacerle cualquier mal a nuestro propio yo futuro; porque entre el yo presente y el futuro media una distancia que se aproxima a una dualidad óntica; o, dicho de otro modo, la mismidad o identidad no es total.NOTA 37

Está siempre sujeto a controversia dónde haya que trazar la línea de demarcación entre las acciones lícitas y las ilícitas de entre aquellas que pueden afectar irreversible y negativamente a nuestro yo futuro. Algunas tiene que haber. Todas no se pueden admitir.NOTA 38

§5. El valor de la libertad

Aun como pauta o principio de valor orientativo, carece de realizabilidad concreta el canon de la máxima libertad posible. En lugar del mismo podemos proponer un canon más modesto, a saber: que las restricciones a la libertad tienen que estar: (1) tasadas; y (2) suficientemente justificadas.

Así desembocamos en algo que está hoy perfectamente asumido en nuestros ordenamientos: las decisiones legislativas han de ponderar todos los valores jurídicamente reconocidos; entre ellos siempre ha de figurar la libertad; tal ponderación ha de ser debida y oportunamente aducida por el legislador cuando establezca restricciones a la libertad.

Eso quiere decir que cualquier restricción a la libertad --a la libertad en general, a alguna libertad-- tiene que estar debidamente justificada y venir entendida restrictivamente (al paso que los derechos o facultades individuales han de entenderse extensivamente). La presunción es a favor del derecho, no del deber.

¿Qué puede justificar una restricción a la libertad? Para justificar una medida legislativa, el legislador tiene que aplicar las reglas de la razón práctica: esa medida ha de venir presentada como un medio conducente a un fin valioso, a la vez que sus previsibles efectos negativos han de ser proporcionalmente menores que los beneficios que se puedan, razonablemente, esperar de su puesta en práctica. De todo ese justificativo, lo que me interesa aquí destacar es que el fin que se pretende alcanzar no puede ser cualquier objetivo que al legislador le parezca apetecible, sino uno que sea subsumible bajo uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico.

Reducida la aspiración libertaria que se expresaba en la regla Ulm a ese núcleo razonable que es la exigencia de justificación suficiente de cualquier restricción legislativa a la libertad, creo que se disipan las dificultades. Ese reconocimiento nos da una pauta valiosa para ir desgranando una serie de libertades concretas y específicas.

En una Constitución en la que se impone al legislador la carga de justificar suficientemente cualquier restricción a la libertad, es razonable ir desglosando libertades concretas; actualmente desgranaríamos las siguientes:

¿Por qué esas libertades y no otras? ¿Hay algún principio que subyace a la postulación de cada una de ellas? Mejor que postular, para cada una de tales libertades específicas, un valor tutelar propio,NOTA 45 es preferible concebir que una Constitución que vaya desgranando esas libertades enumeradas (y tal vez otras) lo hará porque --desde la conciencia pública de una época, desde la situación histórica en que vive una sociedad en un período determinado, incluso desde las posibilidades económicas y técnicas de la praxis de los individuos en esa sociedad-- el valor de la libertad se puede plasmar y realizar reconociéndose y amparándose, en la mayor medida posible, esas libertades concretas --sin caer en la ingenuidad de creer que tal lista sea la única posible, válida forzosamente siempre y de la misma manera.

Por consiguiente, a la pregunta de por qué postulamos esas libertades en concreto y no otras respondo que la razón es que la conciencia pública del tiempo en que vivimos --tomando en cuenta las posibilidades prácticas de la vida civilizada en nuestras sociedades modernas-- nos enseña esa lista de aspiraciones de vivir en libertad como aspiraciones realizables porque la experiencia histórica parece confirmar que son compatibles con la aplicación de políticas públicas encaminadas al bienestar colectivo, o bien común.NOTA 46

¿Quiere eso decir que todo lo enumerado en esa lista es puramente contingente? ¿O habrá un núcleo duro de aspiraciones libertarias al que reconoceremos validez (aunque sea retrospectiva o contrafáctica) para cualesquiera sociedades humanas reales o posibles? Yo no me aventuraría a atribuir esa calidad más que al derecho a no ser injustamente castigado --que es, ciertamente, un derecho de libertad. Me parece problemático, en cambio, sostener que los asediados de Numancia hubieran debido reconocer a cada individuo su libertad de expresión, su derecho de libre asociación o la libertad de circulación.NOTA 47

Tampoco tiene que haber una única manera posible de jerarquizar razonablemente esas libertades o de entender la ponderabilidad de unas con otras. Existe, p.ej, un claro conflicto entre el respeto a la libertad de expresión y el que merece la presunción de inocencia; unas sociedades acuden a una ponderación; otras, a otra.

Junto con la libertad, un ordenamiento jurídico que aspire a poder funcionar armónicamente habrá de reconocer otros valores jurídicos, y más concretamente éstos cinco: solidaridad, concordia,NOTA 48 justicia, seguridad y bienestar. La sociedad sólo existe para la felicidad individual y colectiva, o sea para el bienestar; y ese bienestar es irrealizable sin una buena dosis de seguridad, concordia, solidaridad y, desde luego, justicia.

Las pretensiones reduccionistas de derivar los demás valores de uno solo de ellos suelen acudir a inferencias alambicadas y poco convincentes. Sobre todo, ese reduccionismo es inútil. Quizá el ideal reduccionista se debe a una visión monista o a un sofisma (la falacia del cuantificador): el que salta de la premisa de que todos los objetivos, individuales o colectivos, se fundamentan en algún valor a la conclusión de que hay un valor en el que se fundamentan todos los objetivos individuales o colectivos.

Puede haber derivaciones correctas de unos valores a partir de otros; se puede alegar que la seguridad es un medio para la libertad, o ésta para la felicidad o la prosperidad.NOTA 49

Por esa vía podemos desembocar en justificaciones circulares, pero no será eso lo que yo reproche a tales reflexiones. Lo que quiero recalcar es que, cualquiera que sea la validez o la razonabilidad de esas u otras reducciones, en general constituyen una tarea algo ingrata y tal vez innecesaria, en la medida en que podemos conformarnos con una pluralidad de valores. Sean o no mutuamente reducibles,NOTA 50 no pasa nada porque tengamos que habérnoslas con varios valores en lugar de uno solo.

La libertad no necesita ser el valor supremo, pero tampoco la felicidad ni la seguridad ni la concordia ni siquiera la justicia. Igual que no necesitamos subordinarlo todo al amor, ni a la ciencia, ni al arte, ni al ocio, ni al trabajo, ni a la familia, ni a la Patria, ni a la humanidad, ni a las generaciones futuras. La vida humana, cada vida humana individual y colectiva, es un itinerario guiado por varios valores y que busca un equilibrio razonable y ponderado entre ellos. Uno de esos valores eternos es siempre la libertad --la posibilidad de hacer lo que queremos y de no hacer lo que no queremos.

§6. La regla de libertad frente a las lagunas jurídicas

La regla de libertad --que he propuesto hacia el final del apartado 3-- no ha sido (hasta donde yo sé) objeto de discusiones en la doctrina filosófico-jurídica; pero el rechazo a la misma puede colegirse de los intentos de introducir distingos para rehuir un principio conexo con esa regla (aunque en su formulación usual más inocuo y hasta tautológico), a saber el de permisión, a cuyo tenor lo que no está prohibido está permitido.

Podemos llamar «antipermisivistas» a los adversarios del principio de permisión, atribuyendo la calificación de «permisivistas» a quienes lo profesamos.NOTA 51

Los antipermisivistas diferencian entre permisión débil o externa de un hecho (que es mera falta de prohibición jurídica) y la permisión fuerte o interna de ese hecho (que es la demostrabilidad en el sistema jurídico dado de la licitud del mismo).

La razón principal que aducen es que un sistema normativo es un cúmulo de enunciados que puede ser incompleto.NOTA 52 Dada esa incompletitud, piensan que hay que diferenciar la situación jurídica de que sea (positivamente) no-obligatorio que A de la que consiste en la mera ausencia de obligación de que A. Los antipermisivistas admiten que la autoridad puede promulgar tanto la obligatoriedad de un hecho cuanto su no-obligatoriedad. Mas aducen que de esa no-obligatoriedad promulgada --incluyendo la que se deduce, por válidas reglas lógico-jurídicas, de lo efectivamente promulgado-- hay que distinguir la mera ausencia de obligatoriedad, o sea el estado de aquello cuya obligatoriedad no está explícitamente promulgada ni se deduce, por válidas reglas lógico-jurídicas, de lo explícitamente promulgado. Los antipermisivistas creen, por consiguiente, que hay lagunas jurídicas. Los permisivistas creemos que no las hay.NOTA 53

Es tal vez irónico que la disputa acerca de la existencia o no de lagunas se suscitara en la segunda mitad del pasado XIX, principalmente en la filosofía del Derecho alemana, en términos que asociaban la negación de las lagunas al positivismo legalista de la jurisprudencia de conceptos; su aceptación, a las escuelas que tendían a rechazar el positivismo legalista, como la escuela del derecho libre, la jurisprudencia de intereses, etc.

El positivismo legalista tendía a rechazar cualquier fuente del Derecho que no fuera la ley explícitamente promulgada por la autoridad establecida --junto con lo que se dedujera de ella según válidas reglas lógico-jurídicas. Su visión del DerechoNOTA 54 era la de un sistema cerrado, completo y exento de contradicciones. La Ley, debidamente interpretada, concebida con sujeción al principio de jerarquía normativa, era un sistema en el que no quedaba vacío alguno ni se infiltraba ninguna contradicción. Hoy, en cambio, el positivismo legalista más riguroso cree en la existencia de lagunas jurídicas, acudiendo a ese distingo entre permisión fuerte y débil.NOTA 55

Vale la pena recordar cómo el gran jurista alemán Ernst Zitelmann argumentó contra la existencia de lagunas.NOTA 56 Supongamos --dice-- que haya una laguna, o sea: que, con relación a una acción, ni su licitud ni su ilicitud estén prescritas por la ley. Llévese el caso a los tribunales. En cualquier juicio civil la justicia está obligada a zanjar, no pudiendo el juez inhibirse de fallar so pretexto de carencia u oscuridad de la ley. Mas tampoco puede el juez suplantar la ley. Eso quiere decir que el juez hallará en la ley una solución; no en esta ley o en aquella, sino en el Derecho vigente tomado en su totalidad. Alternativamente, ¡imagínese que el juez no la encontrará por más que busque! Entonces el caso no puede ser uno de aquellos que el juez estaba obligado a resolver, sino que tiene que ser uno que no entre en el ámbito de aplicabilidad de la ley; tiene que ser, por lo tanto, una materia extrajurídica que no acarrea ninguna laguna en la ley.

¿Por qué no resulta satisfactorio el argumento de Zitelmann? Le faltan dos piezas lógico-jurídicas para poder ofrecer un razonamiento concluyente: la regla de libertad y el principio de protección (el que prohíbe impedir las conductas ajenas lícitas). Imaginemos un pleito en el que una parte sostiene que obraba en su derecho al realizar una acción A y la parte contraria sostiene que obraba en su derecho al intentar realizar una acción B; pero supongamos que A impide B.NOTA 57 Con la sola ayuda del argumento de Zitelmann resulta difícil saber si lo que hemos de concluir es que ese asunto --lo que se ventila entre las acciones hipotéticas A y B-- es extrajurídico; o, si no, cómo zanjarlo.

Supongamos que, del corpus legislativo vigente no se sigue (no se sigue aplicando la lógica jurídica) ni la prohibición de A ni la de B, mas que tampoco hemos podido probar ni que A sea lícita ni que lo sea B. Entonces para un antipermisivista tanto A como B son no-prohibidas, mas ninguna de las dos acciones es lícita. El ordenamiento jurídico se inhibe; hay una laguna. Zitelmann lo rechaza mas no nos indica concretamente cómo zanjar.

Creo que el modo de zanjar es aplicando la regla de libertad más el principio de protección. Por la regla de libertad, si no se ha podido demostrar la prohibición de B, B habrá de presumirse una conducta lícita.NOTA 58 Por el principio de protección, si A impide B, siendo B lícita, A está prohibida. Luego concluimos que el juez tiene que zanjar en el sentido de que la parte que reclamaba su derecho a poder realizar B es la que lleva razón.

Podríamos oponer a ese razonamiento que, puesto que, en principio, no podíamos tampoco inferir del corpus legislativo la prohibición de A, la regla de libertad llevaría igualmente a su licitud. Mas hay aquí un sofisma. Para que la regla de libertad nos permita afirmar la licitud de una conducta no basta que su prohibición no se pueda inferir del corpus de leyes; sería así si todo el Derecho fuera la ley. Lo que necesitamos en el antecedente es que la prohibición de la conducta no se pueda deducir del conjunto de las situaciones jurídicas y no-jurídicas existentes. Y una vez que nos percatamos de que B no está prohibida, y por lo tanto es lícita, y de que A impide o impediría a B, concluimos que A sí está prohibida (aunque no haya sido declarada ilegal en ningún texto legislativo).NOTA 59

En resumen, el argumento de Zitelmann es válido siempre que lo completemos con dos instrumentos de lógica jurídica adecuados. No es la ley escueta lo que nos salva de las lagunas; es el Derecho, un Derecho que contiene, junto a las normas promulgadas, otras no promulgadas, sin cuya vigencia el corpus de preceptos legislativos no funcionará como un verdadero sistema normativo capaz de regular la convivencia.

Conviene aclarar que la inexistencia de lagunas jurídicas no excluye, sin embargo, que pueda haber un vacío legal, que es lo que sucede cuando, por principios de equidad u otros principios jurídicos, una materia necesita un nuevo cuerpo legal que, estableciendo prohibiciones y autorizaciones claras, venga a deslindar los derechos de unos y de otros. Un vacío legal, en ese sentido, no implica una laguna. Puede estar jurídicamente determinado, dada una acción cualquiera, si es lícita o no, aunque esa determinación no corresponda bien a la naturaleza de las cosas en cuestión ni tenga en cuenta las particularidades específicas del asunto, porque, al redactarse la ley, no se tuvieron presentes (tal vez ni siquiera existían asuntos así entonces).

Así, se ha hablado de vacío legal con relación a medios electrónicos de comunicación y de difusión de información antes de las recientes actualizaciones legislativas sobre esas materias. El vacío se daba, porque no se habían regulado. Mas eso no significa que hubiera lagunas. Dada una acción concreta, podía determinarse si era lícita o no, mas no de manera ajustada a reglas específicamente diseñadas, sino acudiendo a otras reglas lógico-jurídicamente válidas, con lo cual la solución acaso vulneraba intereses legítimos o principios de equidad (produciendo situaciones de agravio comparativo).

La regla de libertad forma un tandem lógico-jurídico perfectamente adecuado con el principio de protección para conseguir un orden normativo racionalmente correcto. La regla de libertad maximiza la permisividad del ordenamiento; éste está hecho para el bien común, y el bien común implica el de los individuos que lo componen, un bien que, a su vez, abarca el bien de la libertad, la facultad de hacer lo que uno quiere y no hacer lo que no quiere. Por otro lado, el principio de protección limita el ámbito de la libertad para salvaguardar el libre ejercicio de los derechos ajenos.NOTA 60

Esa panoplia de recursos lógico-jurídicos espero que pueda ofrecer un instrumento certero para conceptualizar el ideal de un ordenamiento normativo que no sacrifique el valor de la libertad sino que lo conjugue satisfactoriamente con el respeto no sólo a la libertad ajena, sino, más en general, a los derechos de los demás, como lo dice nuestra Constitución.NOTA 61








[NOTA 1]

V. Raymond Aron, La Révolution introuvable. Réflexions sur les événements de mai, Paris: Fayard, 1968. A ese politólogo hay que reconocerle el mérito de haberse opuesto a la pensée 68 en el mismo momento en que ésta estaba en auge, cuando muchos nadaban a favor de la corriente, como han seguido haciéndolo en su trayectoria posterior --aunque la corriente haya cambiado. V. sobre aquel capítulo de la historia intelectual y política de nuestros vecinos del norte el artículo de Nicolas Baverez «Raymond Aron face à Mai 68: l'effort pour comprendre, la passion d'agir», Le Figaro, 14 de mayo 1998; y del mismo autor el libro Raymond Aron: un moraliste au temps des idéologies, París: Flammarion, 1993.


[NOTA 2]

Aunque la preocupación ecológica no tuvo protagonismo en las luchas de 1968, ya en ellas asomaron motivos que, poco después, suscitaron la demanda de respeto al equilibrio natural --eso sí, con la ambivalencia propia del ecologismo, en cuyo fondo no falta nunca una tendencia neomaltusiana y antihumanista, un naturalismo retrógrado; no es casual que el Club de Roma, fundado precisamente el 8 de abril de 1968, lanzara al público el bombazo del Informe Meadows (Donnela & Dennis Meadows, J. Randers & W. Behrens, Limits to Growth, Universe Books, 1972), que sentó la base doctrinal de la cruzada anti-crecimiento económico que posteriormente ha ido a más y a más, bajo una pluralidad de revestimientos. De algún modo en esos planteamientos está subyacente la idea de que hay un derecho colectivo de la humanidad a que no se vean satisfechos los derechos humanos individuales (los de bienestar, desde luego, pero incluso algunos de libertad); o un derecho de las generaciones futuras frente a los de las generaciones actuales; todo lo cual abre nuevas aporías nomológicas en las que no puedo entrar aquí. Vale notar que algunos de los derrotados del mayo francés iniciaron --para escaparse de la «sociedad alienada» o «sociedad de consumo»-- una migración al campo y a tierras remotas, presuntamente más en armonía con el mítico equilibrio natural.


[NOTA 3]

Hoy la desvalorización del trabajo tiende más bien a enfatizar que lo verdaderamente valioso de la vida es lo que no estriba en la actividad laboral ni se alcanza forzosamente a través de ella. Tales consideraciones --de las cuales discrepo absolutamente-- quedan al margen del asunto de este artículo.


[NOTA 4]

Insisto que no como caracterización única ni forzosamente aplicable a todo aquel variopinto cúmulo de acciones.


[NOTA 5]

V. Jon Barwise & John Etchemendy, The Liar. An Essay on Truth and Circularity, Oxford U.P, 1987.


[NOTA 6]

Porque --en virtud de la regla de Clavius-- una hipótesis que implica su propia falsedad es falsa.


[NOTA 7]

En virtud, nuevamente, de la regla de Clavius.


[NOTA 8]

Mucho se ha discutido sobre la admisibilidad o no de iteraciones deónticas (o sea de que haya ocurrencias de operadores deónticos cuyo alcance o dictum se exprese con un operador deóntico). Para Alchourrón y Bulygin la iteración sólo tiene interés jurídico cuando los operadores están indizados pero con índices diversos; de ahí infieren la regla R1: «Los operadores prescriptivos no pueden ser reiterados» (Análisis lógico y Derecho, Madrid: Centro de estudios constitucionales, 1991, p. 99). Creo que esa regla es errónea. Tiene perfecto sentido que un Soberano se obligue a sí mismo a mandar algo; o que un dúo de contratantes se obliguen a obligarse a una conducta, a una contraprestación mutua; y, desde luego, que el poder constituyente acuerde principios vinculantes incluso a la hora de fijar (posteriormente) el clausulado concreto de las obligaciones y los derechos establecidos en la Constitución que se esté redactando. Aparte de que, de manera más general, la autonomía estriba en la capacidad de dictarse imperativos a uno mismo, de promulgar preceptos o máximas de la propia conducta que uno se obliga a sí mismo a cumplir.


[NOTA 9]

Así, el art. 954.3 de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 (vigente según lo dispuesto en la disposición derogatoria única de la Ley 1/2000) preceptúa que, de modo general, las ejecutorias judiciales tendrán fuerza en España siempre que --entre otras condiciones-- «la obligación para cuyo cumplimiento se haya procedido sea lícita en España».


[NOTA 10]

Digo que es así en general porque habrá casos en los que una conducta tenga una calificación jurídica ya establecida por el ordenamiento jurídico, diga el legislador lo que diga. Si no todo el Derecho está en la ley, no todo lo que está en la ley es Derecho.


[NOTA 11]

Habría de extenderse tal prohibición también a los demás operadores públicos o privados capaces de crear esa situación jurídica.


[NOTA 12]

La Enmienda 1ª de la Constitución norteamericana formula la libertad de las prácticas religiosas como una prohibición al Congreso de promulgar ley alguna que las prohíba («Congress shall make no law [...] prohibiting the free exercice» [of religion]). De modo más general, la concepción jurídico-constitucional del federalismo estadounidense mira las potestades legislativas del poder central como tasadas por la concesión explícita o implícitamente contenida en la Constitución, lo cual implica que al legislativo federal se le prohíbe prohibir una conducta cuando no esté más o menos expresamente habilitado a hacerlo. Sin embargo esas limitaciones no se aplican a los legislativos de los Estados. (Sobre la doctrina de los «implied powers», v. J. Mabry Mathews & C.A. Berdahl, Documents and Readings in American Government, Nueva York: Macmillan, 1947 [ed. rev.], pp. 69ss.) (V. infra, notas 30 y 32.)


[NOTA 13]

Hasta donde yo sé, únicamente ha venido defendida por el autor de este artículo en el sistema de lógica juridicial presentado en «La obligación de aplicar las normas jurídicas vigentes», Isegoría Nº 35, 2006, pp. 221-44.


[NOTA 14]

Naturalmente, voluntad no es lo mismo que libre albedrío. Para nuestro propósito es indiferente que la voluntad sea libre en el sentido de causalmente indeterminada o que no lo sea.


[NOTA 15]

Según la mayoría de las teorías del Derecho un ordenamiento jurídico existe sólo si tiene eficacia, tomado en su conjunto, al menos en algún trozo de espacio-tiempo. Eminentes autores han introducido al respecto útiles taxonomías que sirven para aclarar los conceptos. Aquí entiendo por «sistema normativo» uno que tenga posibilidad (al menos abstracta) de llegar a ser un ordenamiento jurídico vigente y eficaz.


[NOTA 16]

La doctrina de la naturaleza de las cosas (o de los hechos) fue desarrollada por Gustavo Radbruch, Helmut Coing y otros autores. V. E. García Máynez, Filosofía del Derecho, México: Porrúa, 1974, pp. 321ss y, del mismo autor, Introducción al estudio del Derecho, Porrúa, 1995, pp. 345ss. V. asimismo Guido Fassó, Historia de la filosofía del Derecho, trad. esp., Madrid: Eudema, 1970, t. 3, pp. 271ss; J.M. Rodríguez Paniagua, Historia del pensamiento jurídico, t. II, Universidad Complutense de Madrid, 1997 (8ª ed.), pp. 627ss.


[NOTA 17]

Ese principio se refleja en el art. 172 del vigente Código Penal español. A la objeción de que la vigencia de ese precepto no prueba que sea un postulado necesario de los sistemas normativos (sino que su promulgamiento emanaría de la escueta voluntad del legislador, la cual podría no haberse dado) respondo que, si bien es contingente considerar las coacciones como delito y sujetarlas a penas, la prohibición de las coacciones no lo es. No hay ordenamiento jurídico donde no exista alguna prohibición explícita o implícita de las coacciones. El concepto de violencia (constitutiva del delito de coacción) lo extiende la jurisprudencia a la fuerza en las cosas (SS 2-3-1989, 26-2 y 26-5-1992 y STS 15-4-1993). Así el corte de suministro eléctrico es, en ciertos casos, una coacción tipificada por el art. 172 CP (STS 18-10-1990); idem el corte de suministro de agua. Ciertas omisiones pueden, por consiguiente, ser impedimentos prohibidos al disfrute de la libertad ajena. (V. infra nota 19.)


[NOTA 18]

He analizado más en detalle esa dificultad que afecta al principio de protección en «La fundamentación jurídico-filosófica de los derechos de bienestar», en Los derechos positivos: Las demandas justas de acciones y prestaciones, ed. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín. México/Madrid: Plaza y Valdés, 2006, pp. 163-386.


[NOTA 19]

Tal vez sea inapropiado el adverbio «coercitivamente», sugiriendo que sólo son impedimentos las acciones violentas o las amenazas de violencia. No es así. También constituyen impedimentos u obstaculizaciones claramente inaceptables algunas conductas que, sin ser, en sentido estricto, violentas, implican, no obstante, coerción --como, p.ej, las que se hagan con fuerza en las cosas, o las agresiones sensoriales (sonoras, ópticas, olfactivas). También algunas omisiones pueden considerarse, fundadamente, impedimentos inadmisibles, si bien hay que establecer una lista muy estricta de condiciones para que sea justo calificar a una omisión como un impedimento ilícito. Es la ley la que ajusta tales condiciones mas no se sigue de ahí que impedimento es lo que diga la ley, porque la ley lo que hace es perfilar el contorno jurídico de una relación originariamente naturalista decantada y refinada por la conciencia social. (V. supra nota 17.)


[NOTA 20]

Dudo que su impracticabilidad se les haya ocultado ni un segundo a quienes la profirieron --seguramente medio en broma, medio en serio.


[NOTA 21]

Siempre hay que volver al gran Leviathan, su obra maestra, de la cual está disponible una edición de bolsillo en Pelikan Classics, precisamente de 1968.


[NOTA 22]

En este razonamiento no he introducido la noción de grados de licitud y de ilicitud. Sin embargo, generalizando el argumento seguramente concluiríamos que en tal «sociedad» toda conducta sería, a la vez, plenamente lícita y totalmente ilícita.


[NOTA 23]

Y a otros cuyo estudio cae fuera del ámbito del presente artículo.


[NOTA 24]

Justificaré más en detalle esta regla en el apartado 6.


[NOTA 25]

Salvo si, caso por caso, el legislador fuera dictando su licitud, lo cual es irrealizable en sociedades de seres con capacidad intelectual y volitiva finita.


[NOTA 26]

Por hipótesis su estatuto deóntico estaría indeterminado.


[NOTA 27]

Claro está que pueden surgir impedimentos ilícitos, transgresiones de la ley. La vigencia de la ley no garantiza su cumplimiento. Sin embargo sabemos que ese divorcio entre lo normativo y lo fáctico ha de tener un límite --como lo reconoció incluso Kelsen, para quien la ineficacia del ordenamiento conlleva su cancelación. A mi juicio el vínculo entre normas y hechos es muchísimo más fuerte de lo que creyó Kelsen; las leyes son abrogadas por desuso o inaplicación sistemática --a pesar de la opinión en contra de la doctrina mayoritaria. Una ley que es papel mojado no es ley. (Así la costumbre se venga de la expurgación doctrinal que quiso expulsarla del ordenamiento o rebajarla a un lugar ínfimo.) Evidentemente es ésta una idea que debemos a Joaquín Costa.


[NOTA 28]

Ni siquiera tiene que haber pagado entrada; puede tratarse de un espectáculo gratuito.


[NOTA 29]

Más genéricamente estamos ante el conflicto entre las aspiraciones a la quietud y a la exteriorización de sentimientos, la cual suele acarrear bullicio y alboroto, sea por motivos de ideología o religión, sea por fines reivindicativos, sea por ejercicio del derecho a divertirse. Rozando un terreno colindante --en el cual ya no estamos ante un conflicto de dos libertades, sino uno entre libertad y seguridad-- está la colisión entre la aspiración a vivir tranquilo y la realización ajena de actividades que ponen en peligro la vida, la integridad física o la salud, aparte de las perturbaciones efectivas que ocasionen --p.ej. las derivadas del transporte automovilístico y del aéreo. El canon de la máxima libertad no da ninguna pista para resolver ninguno de esos conflictos.


[NOTA 30]

La libertad (irrestricta) de expresar opiniones permitiría declaraciones que causan (o pueden causar) actos de violencia, los cuales impiden a otros realizar ejercer sus derechos (p.ej. manifestar en la vía pública sus reivindicaciones, o llevar los signos distintivos de su ideología). Son dos libertades de obrar que entran, por consiguiente, en conflicto. Un juez del Consejo Privado inglés formuló paradójicamente la contradicción jurídica en que está ubicada la libertad de expresión: «Free speech does not mean free speech [...] it means freedom governed by law» (cit. por Patricia Kinder-Gest, Manuel de droit anglais, v. 1, París: LGDJ, 1997, 3ª ed., p. 108). En los EE.UU. ha tendido a prevalecer una lectura literal de la Enmienda 1ª en la que se establece la libertad de palabra e imprenta. (V. supra, nota 12 e infra nota 32.)


[NOTA 31]

Este principio de la causa ilícita es el que determina que esté prohibido todo hecho que cause un resultado prohibido. Se ha objetado que tiene que enfrentarse a contraejemplos, como lo sería éste: si bien está prohibido que un ser humano sea herido por una colisión, y esa colisión está a menudo causada por una conducción automovilística, tal conducción puede ser lícita. El art. 1902 del Código Civil sólo prohibe aquellas acciones que causen daño a otro mediando culpa o negligencia. Entre las varias respuestas razonables a esa objeción está la de pergeñar un concepto normativo de causa, que venga a refinar el concepto puramente natural o fisicalista. Personalmente prefiero otra solución; pero ese tema desborda los límites del presente artículo.


[NOTA 32]

V. de Sidney Hook Paradoxes of Freedom, Buffalo: Prometheus Books, 1987. Critica Hook (pp. 14ss.) la jurisprudencia de la Corte Suprema de los EE.UU, la cual se deja llevar frecuentemente a interpretaciones a rajatabla («absolutistas» según lo dice Hook), al pie de la letra, de los asertos de la Enmienda 1ª a la Constitución, que establecen los derechos fundamentales reconocidos en ese ordenamiento. En la práctica ni siquiera ese tribunal lleva el literalismo a sus últimas consecuencias. Notemos que ese literalismo está enraizado en el canon hermenéutico originalista (la busca de las intenciones de los «Founding Fathers»), que tan chocante resulta en otros horizontes jurídico-culturales y que tiene mucho que ver con una visión protestante del Texto y de su autoridad fundacional. (V. supra. notas 12 y 30.)


[NOTA 33]

Ese aserto merecería matizarse y tal vez someterse a ciertas condiciones; pero podemos prescindir aquí de tales complicaciones.


[NOTA 34]

En lugar de la esclavización, podemos hablar de cualesquiera otras prácticas violentas: guerra privada; tratos sádicos; apuestas mutuas que comporten para el perdedor sevicias o amputaciones; ordalías; duelos. También entran en este ámbito cuestiones biojurídicas; p.ej. la venta de órganos y el sometimiento voluntario a experimentos médico-farmacéuticos o químicos con alto riesgo de efectos nocivos. Con relación a todos esos problemas el canon de la máxima libertad nos deja perplejos, porque puede lo mismo proporcionar un argumento para legalizar tales prácticas que para prohibirlas.


[NOTA 35]

V. de Lorenzo Peña y Txetxu Ausín, «El principio de autonomía y los límites del consentimiento», Actas del III congreso de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (ed. por J.J. Acero et alii), Granada, 2001, pp. 249-55. ISBN 84-699-6803-3.


[NOTA 36]

V. mi artículo «Anthropoid Rights and Paternalism», Etica & Animali, vol 8 (1996), pp 155-177.


[NOTA 37]

El Derecho reconoce implícitamente la relativa alteridad entre el yo presente y el futuro; lo hace (además de imponiendo ciertas obligaciones del yo presente para con el futuro, como las mencionadas más arriba) por cuatro procedimientos:

Los dispositivos (1), (2) y (3) tienen hoy una aplicación especialmente polémica en los asuntos de la biojurídica y el derecho sanitario.


[NOTA 38]

Por eso no se permite a los niños y jóvenes sustraerse a la instrucción; ni se nos permite consentir en que nos inflijan mutilaciones caprichosas; ni está admitida la esclavitud voluntariamente contraída. Y así sucesivamente.


[NOTA 39]

Está reconocida y garantizada por el art. 16.1 de la Constitución española.


[NOTA 40]

Tales derechos vienen garantizados en varios artículos de la CE, especialmente en el 9.3. Superpónense, en parte, y en parte colisionan el valor de la libertad y el de la seguridad. Ser libre, poder hacer sólo todo lo que uno quiere, implica estar seguro, o sea a salvo de perturbaciones o agresiones, vengan éstas de nuestros conciudadanos o de los poderes públicos; es esta última faceta --la seguridad respecto de intervenciones lesivas de los poderes públicos-- la que viene amparada por esta libertad. Sin embargo hay motivos para no subsumir totalmente la seguridad en la libertad ni viceversa, en tanto en cuanto uno puede llevar una vida libre mas insegura (rodeada de peligros que, por casualidad, no se realizan); a la inversa uno puede vivir en una seguridad sin libertad. Claro que las amenazas atentan contra la libertad y no sólo contra la seguridad, en tanto en cuanto coartan nuestra esfera de libre acción; y, en algún sentido, cualquier peligro es una amenaza. Pero no conviene llevar demasiado lejos una línea argumentativa que tiende a fusionar libertad y seguridad, desconociendo su dualidad y el frecuente choque entre ellas. Tal vez a nuestro Constituyente le faltó un análisis más hondo de estos conceptos: en el Preámbulo se distinguen tres objetivos o metas, que son la justicia, la libertad y la seguridad --junto con un cuarto objetivo, el bien, aunque sólo de los integrantes de la nación española--; el art. 1 señala como valores superiores de nuestro ordenamiento: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político; la seguridad se ha esfumado --reapareciendo como principio en el ya citado art. 9.3, si bien limitada ahí a la seguridad jurídica. Finalmente, no se reconoce un derecho genérico a la libertad, sino (art. 17.1) un derecho a la libertad y a la seguridad. Pienso que la libertad individual, más que en ese art. 17.1, viene amparada: (1) por el art. 9.2 (a cada individuo y a cada grupo les asiste un derecho a que los poderes públicos promuevan las condiciones para que se realicen efectivamente su libertad y su igualdad; enunciación un poco retorcida, pero cuyo sentido esencial no resulta muy oscuro); y (2) por el art. 16.1 --en tanto en cuanto la libertad ideológica, o libertad de pensamiento, es la libertad individual y colectiva más importante.


[NOTA 41]

Art. 20 de la Constitución española.


[NOTA 42]

Arts. 16.1, 21, 22, 6, 7 y 32 CE. Nuestra carta magna no ha ofrecido, desgraciadamente, una visión sintética y unificada de esta libertad.


[NOTA 43]

Art. 19 CE.


[NOTA 44]

Art. 35.1 CE.


[NOTA 45]

Notemos, sin embargo, que es perfectamente posible derivar tales libertades, no de un favorecimiento general de la libertad, sino de sendas necesidades específicas de la vida humana y, por lo tanto, en definitiva del derecho de cada hombre y mujer a una vida humana. Igual que sostengo la pluralidad axiológica, me adhiero a una pluralidad de fundamentaciones racionales de los derechos humanos. Lejos de compartir el escepticismo de Norberto Bobbio hacia tales fundamentaciones, creo que hay diversas fundamentaciones racionales, aunque ninguna sea absolutamente inobjetable.


[NOTA 46]

Aunque en su articulación concreta tengan que venir delimitadas y circunscritas, para amortiguar las colisiones que se producen entre ellas, unas con otras, y entre ellas, por un lado, y otros valores jurídicamente reconocidos, por otro.


[NOTA 47]

Hay que traer a colación la polémica entre una visión casuística y una visión conceptualista de los derechos. Para ésta última cada derecho viene definido por un ámbito conceptualmente acotado, por unos límites externos; mas existen acciones que, aunque entren en ese ámbito, resultan ilícitas porque su realización impide el ejercicio o disfrute de un derecho ajeno; así, hay que reconocer límites internos. Sólo están plenamente amparadas por el derecho de que se trate aquellas acciones ubicadas en el círculo interior, por dentro no sólo de los límites externos sino también de los internos. Las acciones que se encuentran entre ambas circunferencias constituyen abusos del derecho (unas en mayor medida que otras). (El Código Civil español --en su versión actual-- prohibe, en su art. 7.2, el abuso del derecho y en su art. 71. los ejercicios de un derecho propio que no sean conformes con las exigencias de la buena fe.) Para el enfoque casuístico la correcta formulación de un derecho incorporaría las condiciones que aseguren que no se incurre en tal abuso. (V. el art. «¿Cabe un abuso de los derechos positivos?», en Los derechos positivos: Las demandas justas de acciones y prestaciones, ed. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín, México/Madrid: Plaza y Valdés, 2006, pp. 387-401.) El enfoque casuístico excluye los conflictos de derechos. Podríamos echar mano de uno u otro enfoque para proponer una solución al dilema numantino diferente de la que estoy sugiriendo. Pienso que mi solución es más sincera y menos rebuscada; consiste en reconocer que, a diferencia de la libertad como valor, las libertades como derechos concretos son reclamaciones justas sólo en determinadas condiciones histórico-sociales y que van evolucionando.


[NOTA 48]

Por «concordia» entiendo la paz, pero una paz que no estribe sólo en ausencia de guerra, sino en una convivencia apaciguada en la que los conflictos hallen vías de suavización.


[NOTA 49]

Así resulta bastante convincente aducir que lo que vuelve valiosa la libertad es que la falta de libertad nos hace desgraciados; que el poder hace lo que queremos y poder abstenernos de hacer lo que no queremos es, cæteris paribus, un factor de bienestar o de dicha.


[NOTA 50]

A salvo, naturalmente, de explorar todas las reducciones propuestas y de inventar otras nuevas, cual corresponde a nuestra sana curiosidad intelectual.


[NOTA 51]

Los grandes apóstoles del antipermisivismo son los lógicos Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin, quienes han argumentado a favor de su distingo en su libro más arriba citado (v. supra, nota 8.)


[NOTA 52]

Aunque este tema desborda, con mucho, el ámbito del presente artículo, hay que decir que los adeptos de ese distingo entre permisión fuerte o interna y débil o externa suelen ser a la vez partidarios de una concepción lingüística de las normas. (V. mi artículo «Imperativos, preceptos y normas», Logos, vol. 39 (2006), pp. 111-142.) Ahora bien, un corpus de enunciados (normativos o de cualquier índole) tiene necesariamente que ser incompleto si se expresa en un lenguaje suficientemente complejo, en virtud del segundo teorema de Gödel. Ya se sabe que one man's modus ponens is another man's modus tollens. Yo prefiero deducir de ahí que las normas no son enunciados (aunque se expresen a veces en enunciados, los preceptos), sino situaciones jurídicas.


[NOTA 53]

Para evitar las lagunas se podría, alternativamente, profesar una regla de inferencia lógico-jurídica simétricamente inversa a la de libertad: todo hecho del que no se pueda demostrar que es lícito se presumirá prohibido. Es la regla de opresión, a la que posiblemente hayan tendido algunos régulos y déspotas.


[NOTA 54]

Al menos en la construcción de la jurisprudencia de conceptos, vigente en el mundo germánico hasta fines del XIX.


[NOTA 55]

Tal es la posición sin concesiones de Victoria Iturralde en «Consideración crítica del principio de permisión según el cual `lo no prohibido está permitido'», Anuario de Filosofía del Derecho, Nº 15, 1998, pp. 187-218. Para esa autora en un estado de Derecho nada puede estar por encima de la ley; el principio de permisión introduciría un resorte por el cual se colaría en el ordenamiento jurídico una instancia supralegal: el mero no legislar prohibiendo una conducta comprometería al legislador a ampararla como jurídicamente lícita. Justamente ese compromiso es el que, a mi juicio, contrae el legislador con los legislados por el mero hecho de asumir su poder legislativo; ese compromiso sinalagmático está, efectivamente, por encima de la ley (de la ley promulgada). Una de las consecuencias de la concepción dualista de los derechos (el artificial distingo entre lo meramente no-prohibido y lo genuinamente autorizado por la ley) --cuyos campeones han sido Bulygin y Alchourrón-- es el abandono de la ley de Bentham o de subalternación deóntica (v. de esos dos autores el libro citado más arriba [en la nota 8], p. 150), o sea la que dice que lo obligatorio es (a fortiori) lícito. Para nuestros interlocutores una acción puede ser obligatoria en un sistema sin ser en él ni fuerte ni débilmente lícita o permitida; si el sistema normatuivo es contradictorio, la acción obligatoria puede estar, a la vez, prohibida (careciendo así de licitud débil); y nada asegura que lo obligatorio posea licitud fuerte (que requiere una expresa autorización por el legislador). Se pregunta uno si una lógica deóntica así sirve para algo, cuando ni siquiera habilita a un justiciable a inferir de un mandato legal que tiene derecho a realizar la acción que la ley le impone imperativamente; no podremos saber si nos es lícito hacer la declaración de la renta cuando estamos legalmente obligados a hacerla.


[NOTA 56]

En su celebérrimo discurso de toma de posesión como Rector de la Universidad de Bonn en 1903.


[NOTA 57]

En el sentido pertinente de obstaculizar coercitivamente contra la voluntad del sujeto que intenta o intentaría realizar esa acción B.


[NOTA 58]

Notemos que, para poder aplicar la regla de libertad, hace falta que la prohibición de una conducta no se siga del conjunto de las situaciones jurídicas existentes, y no meramente que no se siga del corpus legislativo vigente.


[NOTA 59]

Podría darse un caso más espinoso: que A y B se impidieran recíprocamente, lo cual podría desencadenar una argumentación paradójica; la hipótesis de licitud de cada una de las dos conductas implica la ilicitud de la otra; a falta de otro criterio concluimos que ambas acciones son ilícitas. Mas entonces impedirlas no es ilícito (o, de serlo, lo será por otro motivo, no en virtud del principio de protección). Luego cualquiera de las dos podría ser lícita. A falta de criterio, suponemos que ambas lo son. Y vuelta a empezar. Una solución puede estribar en deshacer esa simetría entre A y B; algún rasgo de la una o de la otra puede otorgar a su realización más justificación, mejor derecho. A falta de rasgos así, lo que tendríamos no sería una laguna sino una contradicción jurídica (como se dice en inglés: un glut, no un gap).


[NOTA 60]

Ése es el principio que recoge el art. 10.1 CE al establecer que uno de los fundamentos del orden político y de la paz social es el respeto a la ley y a los derechos de los demás. (La Constitución colombiana de 1991 afirma que los ciudadanos de esa República hermana tienen la obligación de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios.) Nuevamente podríamos debatir hasta qué punto el carácter de conductas ajenas lícitas cuyo impedimento se prohíbe en virtud del principio de protección podría extenderse para considerar ajenas ciertas conductas del yo futuro. Llevarlo a su extremo conduciría a un paternalismo desbordante. Excluir totalmente esa extensión desprotegería gravemente al yo futuro, otorgando al yo presente una potestad despótica. En el término medio está seguramente la virtud --pero es un término fluctuante y difícil de precisar.


[NOTA 61]

La redacción de este artículo es fruto de un trabajo de investigación que se inscribe en el Proyecto: «Una fundamentación de los derechos humanos desde la lógica del razonamiento jurídico» [HUM2006-03669/FISO] del Ministerio de Educación y Ciencia, 2006-2009.



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mantenido por:
Lorenzo Peña
Laurentius@jurilog.net