Lorenzo Peña

El derecho de radicación y naturalización: Una perspectiva jusnaturalista


Pasando fronteras: El valor de la movilidad humana
coord. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín
México/Madrid: Plaza y Valdés
ISBN 9788416032419. Pp. 225-295


El derecho de radicación y naturalización: Una perspectiva jusnaturalista

por Lorenzo Peña y Gonzalo


Sumario

1. Bien común y derecho a incorporarse a una población extranjera. 2. Fundamentaciones alternativas del derecho de libre incorporación. 2.1: La dignidad; 2.2: La libertad; 2.3: La prosperidad; 2.4: El derecho de asociación. 3. El principio de indiferencia del nacimiento. 4. Las leyes de naturalización. 5. Derechos limitados de los inmigrantes todavía no incorporados a la población del país. 6. Es legítimo aligerar el peso para las arcas públicas. 7. Licitud jurídico-natural de la ayuda a los inmigrantes. 8. ¿Derecho de todos a inmigrar e incorporarse a la población del país o derecho de los ya inmigrados a un estatuto de ciudadanos no naturalizados? 9. Objeciones a las tesis defendidas en este ensayo. 10. Bibliografía.


§1.-- Bien común y derecho a incorporarse a una población extranjera

El fundamento de los derechos naturales del hombre es el vínculo de reciprocidad entre el individuo y la comunidad, en virtud del cual cada uno de nosotros es lo que es gracias a una comunidad humana en cuya prosperidad tiene derecho a participar y a la cual ha de contribuir con su actividad en la medida de lo posible.

Esa obligación sinalagmática funda las reclamaciones que el individuo puede formular respecto a la sociedad o comunidad, que son de dos tipos: las unas, de libertad, o derechos negativos, que consisten en reivindicar que le dejen hacer o no hacer según su voluntad; las otras, de bienestar, que reivindican una prestación ajena y que no comportan en quien reivindica un derecho a malgastar o desaprovechar tal prestación simplemente por un acto de decisión arbitrario.

Correlativamente el individuo viene obligado a hacer aportaciones al bien común de la sociedad para que ésta pueda prosperar y satisfacer así a sus miembros esos dos grupos o tipos de reivindicaciones.

La comunidad en cuestión --con relación a la cual se establece ese vínculo sinalagmático fundamental sustentador de los derechos y deberes individuales-- es, en primer lugar, el cuerpo político cercano constituido como Estado soberano o poseedor de títulos legítimos para reclamar esa condición. Sin embargo, más allá de ese cuerpo político concreto (Estado nacional o colectividad análoga), la comunidad de referencia es la humanidad, toda la cual constituye una familia unida por una multitud de nexos que cimentan su solidaridad.

De ahí que el individuo esté obligado a contribuir al bien común de la humanidad y, recíprocamente, tenga derecho a reclamar beneficiarse de ese bien común, a través de una doble serie de derechos concretos, los unos de libertad y los otros de bienestar.

En el marco de esta concepción sinalagmática y panhumanista de los deberes y derechos humanos, nos planteamos si el contenido de uno de esos derechos fundamentales del individuo es el de emigrar para incorporarse a una comunidad humana diversa de aquella donde uno nació, o sea: viajar del propio país a uno extranjero para fijar en él su residencia, para buscar allí una vida mejor para sí mismo y para los suyos y, al cabo de un proceso de incorporación, ser un miembro más de esa comunidad nueva (nueva para él); esa vida mejor la buscará a través del trabajo, o sea de la contribución remunerada al bien común de la sociedad de acogida, como parte que es de la amplia familia humana.

La tesis aquí defendida es que existe ese derecho. Pero siendo un derecho doble --a radicarse en un territorio extranjero y a incorporarse a su población-- es también un derecho de naturaleza dual: en su primera faceta, la de radicación, es, esencialmente, un derecho de libertad; en la de incorporación, es de bienestar; correlativamente, su primer componente impone a las sociedades de destino sólo un deber negativo de dejar hacer (de dejar inmigrar), aunque, en cambio, entraña para quien lo ejerce un deber positivo: el de buscar seriamente un trabajo que desempeñar en la sociedad de acogida para el bien común de la misma. En su segunda faceta, la de incorporación a la comunidad de habitantes preexistente, conlleva también obligaciones de hacer de los dirigentes y miembros de tal comunidad.

Ni en la filosofía aplicada ni en la teoría política han abundado las discusiones sobre si han de considerarse derechos fundamentales del individuo humano fijar su residencia en otro país de su elección y adquirir la nacionalidad de ese país de elección, o sea: si cada nación tiene el deber de constituir un cuerpo abierto que consienta a los extranjeros acceder e incorporarse a él voluntariamente. Tanto en esas disciplinas cuanto en las aledañas, la abrumadora mayoría de los autores dan por supuesta la negación de ese derecho fundamental, por mucho que exhorten a los Estados a adoptar algunas políticas de relativa apertura, con mayor o menor generosidad.

Aun los pocos que estiman esa acogida obligatoria (y no loable pero supererogatoria), únicamente entienden con ello que los Estados deben fijar cuotas de inmigración amplias (o no demasiado estrechas), de suerte que la acumulación de esas cuotas, aunque no consiga absorber totalmente la masa de aspirantes a la emigración provenientes de países pobres, sí sirva al menos para reducirla de manera significativa, aminorando así el número de emigrantes frustrados. De ningún modo se entiende con ello que a cada ser humano le asista el derecho a irse a residir a tal país concreto porque así lo desea, ni siquiera el derecho a que haya un país --de un nivel de bienestar comparable-- al cual se le permita migrar.NOTA 1

Desde luego esta generalización sufre unas poquísimas excepciones, como la de quienes redactaron la vigente constitución ecuatoriana (está por ver en qué medida se va a aplicar de veras a los inmigrantes haitianos en el Ecuador) y, sobre todo, la de un puñado de libertarios norteamericanos que fundamentan el derecho del individuo a escoger en qué país radicarse sobre la base del derecho a la máxima libertad y del Estado mínimo (aquel que mínimamente estorba o restringe la libre iniciativa de los individuos).NOTA 2

Ahora bien, aun esos escasísimos autores que respaldan la libertad inmigratoria se abstienen de dar el paso adicional de abrazar el derecho a la naturalización. Otorgan a la gente de otros países el derecho a venir y permanecer entre nosotros; no el derecho a incorporarse a ese «nosotros», el derecho a ingresar en la comunidad nacional (a pesar de que en la tradición jurídica norteamericana el derecho de inmigración ha estado vinculado al derecho de naturalización, a diferencia de países donde el jus sanguinis ha sido el principio rector de la ciudadanía).NOTA 3

Es propósito de este ensayo franquear ese paso que pocos se atreven a dar, proclamando que cada uno de los siete millones de millares de seres humanos que pueblan el planeta tiene, como uno de sus derechos naturales (meramente por pertenecer a la especie humana) el de, si así lo desea, ingresar en cualquier comunidad nacional en la que decida hacerlo, sin otra condición que la de --tras haber cumplido ciertos deberes para acreditar la seriedad, la firmeza y la viabilidad razonable de su solicitud-- asumir, al incorporarse, tanto los derechos cuanto los deberes inherentes a tal pertenencia. Por la correlatividad entre derechos y deberes, a ninguna comunidad nacional le es lícito excluir a ningún extranjero (salvo casos individualmente justificados de exclusión, cuyos motivos de legitimidad han de ponderarse con el principio de no discriminación). Dicho con otras palabras: de clubes privados sus integrantes pueden, lícitamente, excluir a los extraños, constituyendo así círculos cerrados (y aun esa potestad puede venir restringida por la ley en una gama de supuestos fácticos), pero de colectividades públicas no se puede lícitamente excluir a nadie que quiera incorporarse a ellas y de hecho lo haga --lo haga, eso sí, habiendo probado, con hechos, su compromiso con la sociedad en la que se va a integrar y ateniéndose a la regla de que, en la medida en que incumpla las normas vigentes en tal comunidad, sufrirá la sanción correspondiente.

Este trabajo alega que cualquier ser humano es titular de un derecho natural a --tras haber demostrado su fiabilidad, superando una prueba de permanencia meritoria-- ingresar en cualquier cuerpo político cumpliendo los deberes correspondientes, entre ellos el de ponerse en conformidad con las condiciones de ingreso. Aquí no voy a considerar el mero derecho a viajar y a quedarse en un territorio; es ése un derecho individual geográficamente formulable e hipotéticamente realizable por un hombre solo, un imaginario único poblador humano del planeta Tierra (Robinsón Crusoe terráqueo). Ese derecho de circulación y residencia es un derecho negativo que implica para las autoridades extranjeras sólo la obligación de dejar pasar y dejar quedarse.

El derecho de ingreso o incorporación a la población aquí defendido es una variedad de la libertad migratoria, cuestión que divide a cada uno de los sectores de la opinión en los ámbitos filosófico, político, socio-económico, religioso y cultural. Llamemos, para entendernos, «aperturistas» a quienes abogan por un derecho de los extranjeros de radicarse en nuestro territorio (no forzosamente incondicional ni menos absoluto) y «clausuristas» a quienes lo rechazan. Pues bien, hay aperturistas y clausuristas dentro de cada campo («izquierdas» y «derechas»; adeptos de tal religión, de tal otra o de ninguna; progresistas y conservadores; ecologistas y climato-escépticos; ricos y pobres; racionalistas e irracionalistas; filósofos analíticos y posmodernistas; materialistas y espiritualistas; optimistas y pesimistas).

Eso no significa, empero, que la proporción de los clausuristas sea la misma en todos los sectores de la opinión, pero la correspondencia funcional es aparentemente caótica, con inflexiones y sinuosidades (y no, p.ej., que cuanto más progresista se sea, también se será más aperturista). Hay, claro está, más aperturistas entre quienes profesan ideas redistributivas e igualitarias y menos entre los adeptos del libre mercado y de la no intervención estatal (por paradójico que pueda ser o parecer esto último). Pero, para ir más allá de esa banalidad, será menester un estudio sociológico muy minucioso, que no nos incumbe.


§2.-- Fundamentaciones alternativas del derecho de libre incorporación

El derecho de libre radicación viene subsumido en nuestro derecho de ingreso, aunque es, de suyo, mucho más circunscrito. Ninguno de los dos derechos --ni el más amplio ni siquiera el más reducido-- viene reconocido hoy como derecho fundamental por ningún texto jurídico vigente (si bien lo estuvo en varias constituciones hispanas del siglo XIX y comienzos del XX, como las de España, México y la Argentina). Sin embargo el autor de este ensayo no es pionero en su postulación.


2.1: La dignidad

Para algunos es una consecuencia lógico-jurídica de la dignidad de la persona humana. Todo ser humano sería digno y, por serlo, tendría derecho a que se reconozca y respete esa dignidad. Impedirle viajar y radicarse en un país atentaría contra esa dignidad.

Tal fundamentación es muy cuestionable. En primer lugar, si el ser humano es (inherentemente) digno, nada que se le haga mermará esa innata y consustancial dignidad. Por ende, es imposible irrespetar tal dignidad, privando de ella a un ser humano. De ser posible privarlo de dignidad, entonces ésta no sería un hecho. Podría entonces ser (el contenido de) un derecho. En esa enunciación alternativa, cada ser humano tendría derecho a ser digno y a que esa dignidad no se conculque.

Entender la dignidad como un derecho y no como un hecho mejora las cosas, pero surgen dos dificultades. La primera es si ese derecho es derivable o no de otros reconocidos por la filosofía jurídica y por las declaraciones de derechos desde el siglo XVIII para acá, como el derecho a la felicidad, a la hermandad, a la libertad, a la igualdad. ¿Añade algún contenido adicional la dignidad tal que alguien puede exigir dicho contenido adicional aunque vea satisfecha su libertad y su felicidad y sea tratado con fraternidad y sin discriminación injusta? Es dudoso.

La segunda dificultad es que, de existir ese contenido adicional, no se sabe qué es ni, por ende, en particular qué conductas podrían violarlo o impedirlo. En concreto, habría que probar que impedirle a un forastero franquear la frontera o arrojarlo del país violan su derecho a la dignidad. (Pero ¿no violan también su derecho a la felicidad, a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad?)


2.2: La libertad

Un segundo fundamento es el de algunos libertarios que aducen simplemente el derecho a la libertad, el derecho de cada ser humano a actuar según su voluntad en pos de su propio bien o de su propio mal; el Estado no debería estorbar ni impedir el ejercicio de ese derecho de libertad.

Esos pensadores libertarios entienden que ese derecho a la máxima libertad es inherente a la naturaleza humana e incoercible, de suerte que ningún estado tendría legitimidad para coartarlo.NOTA 4

Este segundo fundamento es muy sólido y el autor de este ensayo lo abrazó (con variantes) en sus precedentes escritos sobre la materia.NOTA 5 Pero peca de un serio defecto. Ciertamente la libertad es la posibilidad de hacer sólo todo lo que uno quiere; y, por lo tanto, comporta la facultad de ir y venir, quedarse o mudarse.

Por otro lado son también contenidos del derecho de libertad los de cada habitante nativo a recibir al extranjero y entablar con él relaciones asociativas, contractuales o afectivas. El no reconocimiento del derecho de libre migración también acarrea prohibiciones que cercenan la libertad de los propios nativos.

Pero la libertad tiene un triple límite: (1) los derechos e intereses legítimos de los demás; (2) los derechos del yo futuro; y (3) el bien público. El conflicto entre el derecho individual de libertad y esos tres límites sólo puede solucionarse mediante una ponderación.NOTA 6

Hay algunas libertades especiales que son prioritarias, como la de pensamiento y la de expresión. Pero la libertad de ir y venir sin limitaciones ¿prima sobre imperativos de bien público o los derechos de los demás habitantes del territorio (p.ej. a estar solos en él)? Eso hay que demostrarlo. El libertario no lo demuestra, no sólo porque alega que la carga de la prueba incumbe al clausurista, sino también porque lo que exige probar sería la existencia de razones perentorias e indiscutibles.

Sin duda cabe argumentar en el sentido de que el libre ejercicio del derecho de ir y venir (de quedarse o marcharse, de permanecer o sólo transitar) no colisiona con los derechos a la prosperidad de la población ya asentada en el territorio y que, por consiguiente, no hay motivos razonables --basados en los límites primero y tercero-- para restringir el ejercicio de tal derecho --ni, menos aún, para no reconocerlo.NOTA 7

Sin embargo, es dudoso que la libertad sea un fundamento suficiente para el derecho a ingresar en comunidades políticas foráneas, por cinco motivos.

En primer lugar, aunque he sostenido que, al ejercer ese derecho, el extranjero no causa ningún mal ni hay, por ende, razón válida para prohibirle o impedirle ese ingreso en la comunidad, me doy cuenta de que eso está precisamente en discusión. El clausurista puede aducir muchas razones para afirmar que el derecho no es inocuo. P.ej. puede sostener que viola el derecho que asiste a los ciudadanos del Estado a que no se integre en su comunidad alguien que ellos no han invitado; o que, en las condiciones del Estado del bienestar (por exiguo que sea, como lo es en España), el ingreso es perjudicial, porque agrega uno más con quien habrá que repartir; o que es negativo el balance de ventajas e inconvenientes de la llegada de nuevos inmigrantes --salvo acaso los del cupo legal, fijado por las autoridades; o que los inmigrantes, gentes de una cultura diversa, amenazan la cohesión social, a corto o largo plazo, o hacen peligrar la identidad nacional; o que con ellos aumentan los riesgos de delitos o de perturbaciones políticas o sociales; etc.

Aunque creo que cabe, punto por punto, refutar convincentemente todos esos temores, fundar el derecho a la libertad migratoria en la libertad a secas --a la espera de la refutación de las causas de miedo aducidas por los clausuristas-- difícilmente cabe fuera de una concepción libertaria, en la cual la prevalencia de la libertad sobre sus límites legítimos no es una mera presunción sino un cuasi-triunfo, o sea: para que fuera admisible una limitación de la libertad tendría que ser palmaria e inconcusa su absoluta necesidad.

El segundo motivo por el cual dudo que la libertad constituya un fundamento suficiente para justificar el derecho a ingresar en una comunidad política foránea es que también puede verse al que emigra como transgresor de un deber para con sus conciudadanos a quienes abandona a su suerte, deber de contribuir al bien común de cuantos pueblan la tierra que lo vio nacer; en ese caso, la libertad migratoria tendría que quedar cercenada por el cumplimiento de tal deber.

No faltan buenas razones para replicar a esa objeción, porque muchos de quienes emigran o desean emigrar se hallan desocupados en su país; otros, subempleados; otros van a aportarle al país mucho más con sus remesas desde lejos que con su permanencia; unos cuantos regresarán contribuyendo con su experiencia o sus ahorros al bien común de su población de origen. Y los casos restantes son muy minoritarios; además de que podrían establecerse medidas para compensar la fuga de cerebros. Pero todo eso ya nos saca de la simplicidad del argumento libertario, reacio a la ponderación utilitarista de ventajas e inconvenientes sociales.

El tercer motivo es que --contrariamente a lo que piensa el libertario-- la propia libertad tiene un fundamento. Como cualquier otro derecho natural del ser humano, la libertad se funda en el derecho de cada uno a participar en el bien común correlativamente al deber de contribuir al bien común. Está claro que, en la medida en que un ser humano carezca de libertad, queda restringido --o incluso anulado-- su disfrute del bien común. Pero ¿de qué bien común se trata? ¿No es el bien común de la propia comunidad política a la que ya se pertenece? De ser así, ¿cómo va a justificarse la decisión de abandonarla para incorporarse a otra? No por la libertad, si ésta se basa en la participación en el bien común de aquella comunidad a la que uno ya pertenece, salvo que se demuestre que, al emigrar, la beneficia; pero incluso en tal supuesto el derecho de libertad quedaría circunscrito al área geográfica de esa comunidad de partida, sin otorgar título alguno que imponga a otras comunidades abrirle las puertas.

El cuarto motivo para no asumir el fundamento libertario del derecho de libre inmigración es que difícilmente amparará a los menores de edad, especialmente cuando vienen traídos por sus padres u otros parientes, porque no están ejerciendo una migración voluntaria ni, menos aún, libre.

Pero el quinto motivo, el más fuerte, para no suscribir el fundamento libertario del derecho de incorporarse a otras comunidades es que no es un puro derecho de libertad, sino mixto: de libertad en parte, pero también de bienestar, ya que para respetarlo los demás tienen que hacer algo: acoger en el seno de su comunidad a los candidatos a la incorporación cuando hayan cumplido las condiciones razonablemente establecidas. Y eso significa no meras omisiones sino acciones: inscribirlos en los registros y atribuirles los mismos derechos positivos de los habitantes autóctonos.


2.3: La prosperidad

Si, como fundamento del derecho de libre inmigración, no nos convence la dignidad ni tampoco del todo la libertad, un tercer fundamento posible podemos buscarlo en el derecho a la felicidad o al bienestar; más precisamente: el derecho a prosperar. Creo que es un fundamento mucho más sólido y menos abstracto que los dos precedentes. Todo ser humano tiene derecho a conseguir, en la medida de lo posible, un mayor florecimiento de su vida, un más intenso desarrollo de su personalidad, una mayor eudaimonía somática y psíquica. Y, junto con ello, el derecho a alcanzar esa prosperidad no sólo para sí, sino también para los suyos, para los miembros de su familia --un cónyuge para con el otro y los padres para con los hijos.

El derecho a la prosperidad no implica --contrariamente al temor de Bentham-- un derecho a lograrla a cualquier precio. Mas sí es un derecho prioritario hasta el punto de que, para limitar la legitimidad de los medios a los que cabe acudir para ser feliz, es preciso demostrar que causan un deterioro desproporcionado al bienestar ajeno o al bien público.

No se trata de calcular casuísticamente cuánta prosperidad adicional obtiene un agente con su acción u omisión y cuánto disminuye, en consecuencia, la prosperidad de otros (utilitarismo de actos). Trátase de un canon de política legislativa: las normas jurídicas han de diseñarse de modo que tiendan a respetar un principio de proporcionalidad, a saber: no prohibibir a nadie un medio de adquirir su felicidad más que en tanto en cuanto el medio así prohibido causaría un mayor daño ajeno o perjuicio público.

El derecho a la prosperidad no es un mero derecho a la subsistencia; ni siquiera es un haz de los derechos sociales enumerados en la Declaración universal de los derechos humanos (junto con otros que faltan en ella): derecho al sustento, al agua, al aire, al cobijo, a un empleo, a la salud, a la seguridad social. Al ser humano le asiste un derecho a prosperar más allá de esa lista: un derecho a comer mejor, a un mejor empleo, a una mejor asistencia sanitaria, a un aire más limpio, a disfrutar de nuevos bienes de consumo; todo ello, claro, en la medida de lo posible y con respeto a los derechos ajenos y al bien común.

No hay diferencia entre el derecho a la prosperidad y el derecho a la vida, si éste es más que la mera libertad de vivir. El derecho a la vida es un derecho a una vida humana, al género de vida alcanzable en una sociedad humana del tiempo en que uno vive, no un derecho escuetamente a no-morir o subsistir en estado vegetativo o infrahumano.

El derecho a la vida, al florecimiento de la vida propia y de los suyos es, sin duda, un firme fundamento del derecho a incorporarse a otras comunidades políticas, siempre que existan motivos razonables para esperar que, de ese modo, uno va a conseguir más vida, una vida mejor para sí y los suyos.

Mas ese derecho a la vida se fundamenta en otro: el derecho a participar en el bien común. Después de la vida, los muertos ya no prosperan, pero siguen participando en el bien común y, por eso, tienen derechos. No les es posible disfrutar de tales derechos, no pueden saborearlos, pero sí pueden beneficiarse (objetivamente) de su respeto. Los muertos siguen siendo miembros de la comunidad, difuntos, inertes, inactivos; mas no han cesado de existir. Contribuyen al bien común en la medida en que han dejado de su vida un legado positivo. El derecho a participar en el bien común transciende, por lo tanto, la frontera entre vida y muerte. Es el fundamento último. Sólo que ¿de cuál comunidad se trata?

Ciertamente cada uno nace en una comunidad y (salvo casos excepcionales de apatridia) a ella pertenece mientras no emigre. El bien común al que está directamente vinculado es el de esa comunidad. Pero más allá, más hondamente, se trata del bien común de la humanidad, la gran comunidad tal que ninguna otra es más abarcadora (communitas qua amplior cogitari nequit, parafraseando a San Anselmo de Aosta).

Y es que las comunidades políticas diseminadas por la superficie terráquea son enjambres desgajados de la comunidad originaria, que siguen sujetos a obligaciones para con el resto de la comunidad humana, deberes de hermandad. El bien público nacional o estatal está, por ello, subordinado al bien común de la humanidad. El extranjero es, ante todo, un hermano de sangre.


2.4: El derecho de asociación

Un cuarto fundamento del derecho de cada ser humano a no sólo convertirse en habitante de un territorio diverso de aquel donde nació, sino hacerlo incorporándose a la población del mismo, estriba en el derecho de asociación. Todo ser humano tiene derecho natural a asociarse (porque asociarse es una de las facetas más naturales de la vida humana, la de una especie naturalmente social). Asociarse, claro, con quienes deseen asociarse con él. Pero, independientemente de que otros quieran o no, subsiste ese derecho a asociarse, como mínimo, perteneciendo a comunidades públicas; no forzosamente la de su nacimiento, pues se tiene derecho a cambiar de nacionalidad, no un mero derecho a que, si a uno se lo permiten, adopte otra nacionalidad, sino a escoger uno mismo esa otra nacionalidad.

No se discute que la actual raza humana proceda de una reducida subfamilia de la especie homo radicada en el África oriental; contando esa comunidad sólo unos miles (a lo sumo unas decenas de miles), unos centenares de ellos cruzaron el estrecho de Babel Mandeb --hará unas dos o tres mil generaciones-- para no regresar jamás. De ellos proviene el jirón no-africano de la familia humana, que, en milenios sucesivos, se extenderá, primero por Asia, y más adelante por Oceanía, Europa y, finalmente, América. Cada enjambre de humanos que se segregaban al viajar más lejos, dejando atrás a sus compañeros, no adquiría, al hacerlo, el derecho de excluirlos. Si le daba alcance alguno de los rezagados para unirse a su aventura, hacíalo con pleno derecho. Y lo sigue haciendo. El paso de cientos, miles o decenas de miles de años no borra nuestro vínculo de sangre, nuestro derecho a ir en pos de quienes se aventuraron a una tierra incógnita cuando nosotros (nuestros antepasados) nos quedamos atrás. Haberse adelantado a explorar y colonizar esas tierras no autorizaba a los exploradores a prohibir a otros unirse a ellos para el mismo fin.


§3.-- El principio de indiferencia del nacimiento

Aunque las dos pruebas por el derecho a la felicidad y a la prosperidad y por el derecho de asociación me parecen, ambas, convincentes, voy a explorar en este ensayo otra prueba alternativa a partir del derecho a la igualdad ante la ley, que concreto en el principio de indiferencia del nacimiento, PIN.

Es sabido que el principio de igualdad ante la ley y su corolario, la prohibición de discriminación, viene interpretado, en sede jurisdiccional, de tal modo que se permiten aquellas discriminaciones que, persiguiendo un fin constitucionalmente legítimo, sean proporcionales a tal fin. Ese patrón hermenéutico está erizado de dificultades, pero no entraré aquí en discutirlas. Lo que voy a limitarme a señalar es que:

(1º) Diga la constitución lo que diga, no es un fin legítimo del derecho natural amparar el derecho a la felicidad y a la fraternidad humana de unos sí y de otros no, sólo por diferencias de nacimiento; y

(2º) Según el derecho natural, a ningún fin legítimo es proporcionado excluir del disfrute de los derechos naturales a unos sí y a otros no sólo en virtud de diferencias de nacimiento.

El PIN se deduce de otro principio básico: el de igual titularidad de todos los seres humanos en lo tocante a los derechos naturales del hombre. La diferencia entre el principio de igual titularidad de los derechos humanos y su consecuencia, el derecho a no ser discriminado por el nacimiento, consiste en que el primero, en sí, no hace referencia a comparaciones entre unos y otros, sino que meramente vincula la pertenencia a la especie humana a una titularidad de los derechos del hombre excluyendo cualquier quantum.

Y es que es una tesis fundamental en la que descansa el reconocimiento de los derechos del hombre la de que la titularidad de los derechos no es cuantitativa.

En el derecho, como en la vida, muchas determinaciones (casi todas en verdad) son cuantitativas, o sea: graduables, susceptibles de más y de menos. El reconocimiento de los derechos humanos como principio fundamental y contenido esencial del derecho natural excluye, en cambio, toda cuantitativización de su titularidad.NOTA 8

En general es un axioma del derecho --de cualquier rama del derecho-- que, salvo que se demuestre lo contrario, cuando varios tienen derecho a algo lo tienen por igual, no unos más y otros menos. Así, el derecho de los condueños de un bien a usarlo y a beneficiarse de él (jus utendi et fruendi) se presume paritario puesto que la co-propiedad se presume a partes iguales.NOTA 9

De ese axioma se sigue que el reconocimiento de unos derechos fundamentales (o esenciales o naturales) del hombre, de cada hombre, de cada miembro de la familia humana sólo puede someterse a cuantitativización si se aduce una razón suficiente --una razón legítima que justifique una diferencia cuantitativa en la posesión de tales derechos. Será un axioma adicional del que parto en este ensayo que no existe tal razón aducible. La carga de la prueba de que sí existe incumbiría, en cada caso, a quien lo afirmara. Nadie hallará tal razón porque este axioma es normativo, no fáctico; es un principio del bien común de la colectividad (en este caso de la colectividad natural que constituye la familia humana) que ninguna razón será normativamente válida para introducir graduaciones en la titularidad del derecho de pertenencia a la comunidad humana --del cual son dimanantes todos los derechos fundamentales.

Todavía podríamos calar más fundando la igual titularidad de los derechos naturales del hombre en el principio de igual dignidad de los seres humanos. Como ese concepto de dignidad --principalmente de cuño kantiano-- es sumamente problemático y escurridizo, en su lugar (y atendiendo a cómo la Declaración universal de los derechos humanos viene a equiparar --contra Kant-- dignidad y valor), podríamos invocar un presunto principio de igual valor de todos los seres humanos.

Sin embargo, ese principio de igual valor es sumamente dudoso, debiendo afrontar serias objeciones. Resulta poco verosímil que el criminal y su víctima inocente sean seres del mismo valor; que tanto valor tengan los malvados que consagran su vida a hacer desdichados a otros como quienes dedican la suya a obras bienhechoras. Ni siquiera es obvio que se posea el mismo valor en todos los estadios de la vida. Tampoco es obviamente falso que, en caso de naufragio, es mejor salvar la vida de un individuo con recuerdos, planes de vida y familiares a su cargo que la de un recién nacido --lo cual sugiere que éste posee menos valor.

No me pronunciaré, pues, sobre el principio de igual valor (aunque confieso que sospecho que es falso). No lo necesitamos. Si la titularidad de los derechos naturales del hombre es una consecuencia de la pertenencia a la especie humana sin susceptibilidad alguna de un quantum, es irrelevante que unos titulares de tales derechos básicos tengan más valor que otros, porque ese mayor valor no acrecienta para nada su titularidad de los derechos naturales.NOTA 10

De ese principio de no cuantitatividad de la titularidad de los derechos humanos se infiere la conclusión --ya mencionada-- de que --so pena de transgredir una norma esencial del derecho natural-- el derecho positivo no está facultado para reconocer a unos más titularidad que a otros de los derechos esenciales del hombre.

Si todos los humanos son igualmente titulares de los derechos esenciales, se sigue que el derecho ha de ser ciego a las diferencias de nacimiento. Se me objetará que el derecho puede reconocer relevancia jurídica a diferencias de nacimiento siempre que no se trate de derechos fundamentales. P.ej., en virtud de diferencias de nacimiento unos tienen derecho a ostentar un cierto apellido y otros no; unos tienen derecho a recibir alimentos de ciertas personas y otros no; similarmente --puede objetarse-- unos tienen derecho a una nacionalidad y otros no.

Tal alegato es justamente lo que estoy rechazando; por ende, aducirlo significa incurrir en petición de principio. De admitirse que sólo por una diferencia de nacimiento unos tienen ciertos derechos y otros no (aunque no se trate de derechos fundamentales), el derecho estará reconociendo --sólo por diferencias de nacimiento-- a unos sí y a otros no un derecho a ser titular de determinados derechos. Y, para cualquier derecho no fundamental, el derecho a ser titular del mismo es un derecho fundamental.

P.ej. no es un derecho fundamental el de opositar a plazas de notario, pero sí lo es el de no estar excluido, por el nacimiento, de poder opositar. Para hacerlo hay que cumplir condiciones de capacitación previa. Todos tienen derecho a adquirir esa capacitación; si no lo hacen, no adquieren el derecho a opositar. Luego todos pueden poder opositar aunque no todos puedan opositar.NOTA 11

Igualmente está transgrediendo un principio jurídico-natural la ley que atribuye a unos sí y a otros no, por meras diferencias de nacimiento, no sólo el derecho a heredar los bienes de tal persona, sino también el derecho a tener ese derecho.

La aplicación consecuente del PIN debería llevar a una sustancial modificación del derecho de familia y sucesiones. La filiación no debería nunca establecerse sólo por el vínculo genético, sino que debería requerir una asunción voluntaria por el padre y la madre jurídicos, que pueden no ser los originadores de los gametos ni la gestante.

No vale decir que ése es un ámbito del derecho privado que no debería ser sensible a un principio de derecho público como el PIN, porque, si bien, en efecto, se trata de normas de derecho privado, es de derecho público el que tales normas estén vigentes en el ordenamiento jurídico y que se hagan respetar, cuando sea menester, coercitivamente.

Asimismo el derecho de sucesiones debería alterarse sustancialmente, no sólo en tanto en cuanto ello ya vendría implicado por una radical alteración del derecho de familia, sino también por la indefendibilidad de la regla de las legítimas de nuestro código civil,NOTA 12 propio de ancestrales ideas tribales de dominio del linaje, de una ideología reaccionaria de la fuerza de la sangre que pugna hoy con cualquier visión humanista y fraternalista de la vida humana.

Sea como fuere en lo tocante al derecho privado, en cualquier caso el derecho de la nacionalidad pertenece a la esfera del derecho público.

No deja de ser un escándalo que hasta ahora nadie se haya percatado de que vulnera el principio de igual titularidad de los derechos humanos de todos los humanos el que sólo diferencias de nacimiento permitan reconocerles plenamente a unos y rehusarles por completo a los demás el derecho a tal nacionalidad.

El PIN, si se abraza con seriedad y sinceridad, ha de entrañar este corolario: para cualquier nacionalidad (nigeriana, afgana, nicaragüense, polaca, canadiense etc), el reconocerles a unos sí y a otros no el derecho a poseer esa nacionalidad no puede lícitamente basarse sólo en diferencias de nacimiento.

Dicho con otras palabras: no todos tienen derecho a ser italianos; ni todos pueden reclamar válidamente ese derecho. Pero todos los seres humanos tienen derecho a tener derecho a ser italianos. A nadie, por su nacimiento, puede lícita y válidamente excluirlo de ese derecho el ordenamiento jurídico italiano. Cuando lo hace, viola el derecho natural.NOTA 13

La adquisición efectiva del derecho a ser italiano está condicionada al cumplimiento de determinados requisitos. Se entiende que ser hijo de un padre o una madre italianos --siendo una circunstancia del nacimiento-- sea una condición suficiente. También que, en concurrencia de otras circunstancias, lo sea haber nacido en la República Italiana. Nada de eso viola el PIN. Lo que sí viola el PIN es que esté prohibido a los demás adquirir el derecho a ser italianos.

Una extrema y grosera violación del PIN es estipular que los humanos de tal raza no podrán adquirir la nacionalidad del país. Eso pasaba en USA antes de la enmiendas 14 y 15 de la constitución federal, que se edictaron en el período de la Reconstrucción tras la derrota de los secesionistas en 1865; hasta entonces, el derecho norteamericano (un common law principalmente jurisprudencial y consuetudinario) excluía a los negros (en virtud de la sentencia Dred Scott v. Sandford de 1857-03-06 de la Corte Suprema, cuyo fallo establecía: «las personas de origen africano no pueden ser, ni, a tenor de la constitución, podrían nunca llegar a ser ciudadanos estadounidenses»).NOTA 14

Otras formas menos visibles de discriminación son las que excluyen del derecho a adquirir el derecho de naturalización en el país a los individuos enfermos, discapacitados o menos favorecidos física o mentalmente.

Como, para adquirir la nacionalidad de un país, primero hay que radicarse en él, tendrían que abrogarse todas las facultades de la administración para excluir del territorio nacional a los extranjeros por motivos de riesgo para la seguridad pública, el orden público o la salud pública, a menos que también se expulse del territorio nacional a los nacionales cuya presencia comporte uno de esos tres riesgos. Si la conducta del extranjero es penalmente reprochable, lo que procede es juzgarlo y condenarlo. El CP debería reformarse para hacer penalmente perseguibles en España delitos graves cometidos en el extranjero por extranjeros si ellos voluntariamente ingresan en territorio español y permanecen en él un cierto tiempo.

En lo tocante al peligro para la salud pública, bastaría aplicar reglamentos de cuarentena. Los enfermos de SIDA o drogadictos extranjeros sólo podrían ver denegada su inscripción registral si también los españoles en esas condiciones son privados de su nacionalidad y expulsados.

Tema aparte es si el derecho a la libertad ambulatoria del artículo 17.1 de la constitución española ha de ser incompatible con privaciones de libertad por motivos de salud pública o de seguridad pública. El internamiento forzoso de alienados mentales es una privación de ese tipo, no punitiva. Sería defendible imponer un internamiento transitorio, con trato humanitario y benigno, a ciertos enfermos contagiosos, en provecho de ellos mismos y de la sociedad.

De todos modos, lo dicho en los párrafos precedentes no excluye del todo que el derecho a la igualdad por el nacimiento pudiera sufrir alguna limitación por razones de riesgo para la salud pública, el orden público o la seguridad pública, porque ese derecho a la igualdad tampoco es absoluto. Ahora bien, tales límites han de ser mínimos, reservados a situaciones extremas, por motivos tasados y excepcionales, ponderables con consideraciones humanitarias y con un menguado margen de discrecionalidad (que, en la práctica, se suele convertir en arbitrariedad).


§4.-- Las leyes de naturalización

La mayoría de los ordenamientos jurídicos reconocen que los extranjeros tienen derecho a adquirir la propia nacionalidad con tal que cumplan determinadas condiciones. O sea, si bien no es un derecho fundamental del hombre el derecho a tal nacionalidad --sigamos poniendo como ejemplo la italiana--, sí lo es el derecho a adquirir ese derecho.

Para adquirir el derecho a ser italiano, cuando no se tiene por nacimiento, hay que merecerlo. Normalmente los Estados reconocen la facultad de llegar a ser titular de un derecho a la naturalización a quienes, siendo extranjeros, residan legalmente en el país durante un número de años y cumplan, además, otros requisitos, que se suelen enunciar como «integración en la sociedad».NOTA 15 Muy probablemente esos requisitos implican discriminación injusta, desproporcionada, especialmente cuando la duración de la estancia es excesiva (impidiendo así gozar de la nueva nacionalidad en una edad de la vida en que uno se encuentra con pleno vigor y energía) y cuando se establece esa exigencia de integración --mientras que a los nacionales se les permite estar desintegrados. También es abusivo exigir, para naturalizarse, un acto de adhesión, un juramento de lealtad, de todo lo cual están exentos los nacionales por nacimiento.

Más grave aún es que a quienes cumplen todos esos requisitos los poderes públicos tengan la potestad de rehusarles el reconocimiento de la nacionalidad que solicitan. Las leyes de naturalización, desgraciadamente, suelen dejar a las autoridades tal potestad, aunque la jurisprudencia la haya disciplinado, exigiendo que sólo se rehuse motivadamente. Ahora bien, ¿qué motivo válido puede haber que no sea la inobservancia de alguno de los requisitos legales? Siendo así, las leyes deberían cambiarse, haciendo automática la adquisición de la nueva nacionalidad deseada por el residente extranjero en el momento de cumplir los requisitos legales. La ulterior inscripción en un registro debería ser declarativa, ad solemnitatem, y no constitutiva. El visto bueno de la autoridad competente sería un acto obligatorio y de ningún modo potestativo.

Pero lo peor de todo, aquello en lo que me voy a centrar, es que --desde la I Guerra Mundial-- se viene condicionando el poder cumplir esos requisitos a la previa concesión graciosa de permiso de residencia por parte del propio Estado. Eso anula por completo el derecho a tener derecho a la nacionalidad.

Es como si el derecho a tener derecho a opositar para notario se condicionara a la previa concesión potestativa o discrecional de un permiso: quienes fueran agraciados tendrían derecho a esforzarse y capacitarse para así poder opositar; aquellos que no obtuvieran la venia graciosa de cierta autoridad ni siquiera tendrían ese derecho a capacitarse por sus propios esfuerzos.

Está claro que hay oficios cuyo desempeño exige unas condiciones físicas que dependen del nacimiento. El malvidente nato no puede aspirar a trabajar de centinela ni el mudo de locutor de radio ni el físicamente débil de guardián. Establécense, en aras del bien común, condiciones para esos oficios que, contingentemente, resultan fuera del alcance de algunos o de muchos por hechos relacionados por su nacimiento.NOTA 16

Pero son excepciones; y, como tales, han de interpretarse restrictivamente. En todo lo demás, el derecho a capacitarse para adquirir un derecho no puede lícitamente estar vinculado a una circunstancia del nacimiento ni sujetarse a autorización.

Hasta 1914 (un siglo antes de redactarse este ensayo) --con leves y escasas restricciones, en general transitorias-- los Estados reconocían a los extranjeros el derecho a venir a vivir en el propio territorio y así, al cabo de un período de permanencia y previa adquisición voluntaria de determinados méritos, el derecho a naturalizarse. Ese principio era entonces una norma de derecho internacional consuetudinario.NOTA 17

El desastre bélico de 1914-18 no sólo se llevó seis millones de vidas humanas, no sólo destruyó estructuras políticas multiseculares de convivencia pluri-étnica --como los imperios ruso y austro-húngaro (dejando, en su lugar, un caos, un semillero de enemistades, discriminaciones, reivindicaciones frustradas y futuras guerras)--, no sólo arruinó a los pueblos y no sólo desembocó en una paz inicua, que propiciará la todavía más espantosa II Guerra Mundial apenas cuatro lustros después, sino que, además de todo eso, deshizo la institucionalizada práctica --vigente hasta entonces-- que permitía viajar libremente y radicarse donde uno quisiera --incluso, en general, sin tener que exhibir pasaporte alguno--, fuera en Rusia, el Japón, Chile, Suecia o Francia.NOTA 18

Está claro que en 1914 el derecho de un no-italiano a radicarse en Italia no implicaba la adquisición de la nacionalidad italiana. Para obtenerla había de residir en el país un número de años y tener un comportamiento meritorio.NOTA 19 Pero nada de eso vulneraba el derecho de todos a llegar un día a ser italianos cumpliendo unos requisitos.

Si, en cambio, cumplir tales requisitos se condiciona al previo permiso gracioso del Estado italiano (entonces la monarquía de la Casa de Saboya), es palmario que no se reconoce el derecho fundamental a adquirir el derecho a la nacionalidad italiana.

Sólo se respeta, pues, la igualdad innata de los seres humanos permitiéndose a todos venir a residir en el país y, mediante el cumplimiento de determinados requisitos, quedar así capacitados para reclamar el derecho de naturalización, sin que pueda interponerse nunca la concesión o denegación graciosa de un permiso de residencia.


§5.-- Derechos limitados de los inmigrantes todavía no incorporados a la población del país

Los recién inmigrados ¿estarían amparados por la misma legislación que los demás? En cuanto a los derechos de libertad, sin ninguna duda --incluyendo el de cambiar de empleador y escoger libremente el oficio que deseen. En cuanto a los de bienestar o prestación, mi opinión es que no.NOTA 20

Sería incurrir en discriminación condenarlos perpetuamente a no disfrutar todos los derechos laborales adquiridos por los nacionales y residentes extranjeros de larga duración. Pero hay razones para que esos derechos no sean ejercibles por los recién llegados hasta que haya transcurrido un período de consolidación o carencia fijado por la ley.

A diferencia de los derechos de libertad, los de bienestar o prestación implican un gasto, sea para las arcas públicas, sea para determinados particulares. P.ej. el derecho del trabajador a unas vacaciones pagadas de cierta duración implica para el empresario un desembolso considerable, que puede hacer poco o nada rentable la contratación laboral.

Surge inmediatamente la objeción de que, si se admite la presencia en el territorio de trabajadores recién inmigrados carentes, durante un período transitorio, de todos los derechos laborales de los nacionales, entonces a éstos se les hace una competencia desleal.

Esa objeción es muy seria y digna de tenerse en cuenta, pero no decisiva. La empleabilidad de los recién inmigrados en condiciones desventajosas respecto de aquellas de que disfrutan los nacionales y residentes permanentes podría sujetarse a una serie de limitaciones: habría de tratarse de empresas que: (1º) iniciaran una nueva actividad, invirtiendo adecuadamente; (2º) demostraran la inviabilidad del negocio en caso de no acudir a esa excepción en la contratación de mano de obra foránea; (3º) compensaran ese trato de favor incrementando la contratación --para otros puestos-- de mano de obra ya asentada, la cual disfrutaría de entrada de todos los derechos laborales reconocidos en la legislación nacional; (4º) tuvieran planes de mejora voluntaria de las condiciones laborales de esa mano de obra transitoriamente menos protegida. De ese modo, la transitoria excepción de derechos de los recién inmigrados sería favorable al empleo nacional. Además de que está comprobado por la práctica que la expansión en un sector que emplee mano de obra foránea en condiciones laborales que rechaza la mano de obra nacional induce --en virtud del efecto multiplicador de Keynes--, de rebote, una ola de crecimiento económico que crea puestos de trabajo en otros sectores.

Asimismo, la adquisición por los recién inmigrados de los derechos de seguridad social y otros afines se haría tras un período de carencia, durante el cual estarían obligados a cotizar (en el caso de trabajar por cuenta propia o ajena), pero todavía no serían beneficiarios; la adquisición de esos beneficios sería paulatina, mejor que súbita.

Similarmente sucedería con relación a otros derechos sociales, como los de ayuda a la dependencia, acceso a viviendas de protección oficial, becas de comedor, guarderías públicas gratuitas y los demás servicios de maternidad así como, en general, todos los derechos de prestación, ya sean a cargo del Estado u otros entes públicos, ya sean a cargo a determinados particulares, como los empleadores.NOTA 21

Esa restricción de derechos de prestación es discriminatoria, pero es una discriminación justificada y relativamente leve.

Es relativamente leve porque el inmigrante que llega, con conocimiento de las condiciones que se le ofrecen, lo hace voluntariamente (exceptuando los niños traídos por mayores); así y todo inmigra porque sabe o cree que su suerte y la de los suyos mejorará con esa mudanza. Dejarlos venir para vivir aquí en condiciones transitoriamente menos ventajosas que las de los ya radicados en firme implica para ellos una discriminación infinitamente menos grave (más leve) que no dejarlos venir.

Y, además, está justificada porque atiende a razonables consideraciones de bien público y de legítimos intereses ajenos. Que los recién inmigrados disfruten de los derechos de prestación de los nacionales y residentes permanentes acarrea a su favor un gasto que costearán los habitantes del territorio, los cuales tienen un interés legítimo en no asumir tal desembolso, siendo ésa una razón por la cual hoy se está prohibiendo la inmigración (salvo las excepcionales autorizaciones administrativas).

Hay otra razón válida para esa restricción transitoria de derechos de prestación, que es garantizar que los recién inmigrados tienen seria y firme decisión de permanecer en el territorio como habitantes del mismo, y no de regresar en seguida a sus países de origen o la de trasladarse a otros países. Y es que los derechos de prestación son redistributivos, dando a unos lo que aportan otros. Tal redistribución corresponde a un pacto nacional de solidaridad entre todos los habitantes del territorio; no entran en ese pacto los transeúntes, los viajeros, los visitantes. El recién inmigrado ha de probar, con hechos, que su plan de vida es el de incorporarse de veras a la masa de habitantes del territorio para disfrutar de esos derechos a participar en la redistribución.

Por último, hay una razón poderosa de prudencia política: la restricción transitoria de derechos de prestación aminorará el rechazo de los nacionales --y de los extranjeros con residencia estable-- a la llegada de nuevos inmigrantes, siempre que se patentice que redunda en una expansión económica que beneficia indirectamente a la propia mano de obra nacional.


§6.-- Es legítimo aligerar el peso para las arcas públicas

Para incorporarse a una población extranjera, primero tiene uno que emigrar a su territorio y radicarse en él. No basta haber viajado; ni estamos hablando de viajes turísticos, de peregrinaciones o de visitas. Hablamos de viajes con el propósito de quedarse duraderamente en el territorio para buscar en él una vida mejor, trabajando.

Habría, como condición para permanecer en el territorio, que abonar a las arcas públicas una tasa, mediante la cual los inmigrantes se inscribirían en un registro oficial, obteniendo así una cédula de identidad que les permitiera, según su voluntad, instalarse por cuenta propia --o en cooperativas--, o ser laboralmente contratados (en cualquier sector, sin restricciones de ninguna clase --como no sean aquellas, dentro de la función pública, que implican ejercicio de autoridad).NOTA 22

Según ciertas variables, serían modulables no sólo esa tasa de inscripción como residente extranjero sino también la posterior tasa por naturalización --una vez transcurrido el plazo legalmente fijado sin haber incurrido en conducta reprochable--. Tales variables serían:

Es particularmente importante la variable de los acuerdos con el país de origen, pues la migración hay que pensarla como un discurrir en doble sentido.

Dados dos territorios cualesquiera, A y B, caben cuatro situaciones posibles: (1ª) no hay emigración ni de A a B ni viceversa; (2ª) hay sólo emigración de A a B; (3ª) hay sólo emigración de B a A; (4ª) hay emigración en ambas direcciones. La cuarta es una situación cada día más generalizana --aunque uno de los dos sentidos sea preponderante. Dentro de un mismo país, hay corrientes migratorias entre sus regiones, aunque no por ello deja de ser cierto que, en un período determinado, hay más desplazamientos en un sentido que en el opuesto. Igualmente sucede con las migraciones internacionales. Esto es especialmente relevante hoy en relación con la China, un gran país del cual provienen inmigrantes radicados, o provisionalmente instalados, en todas las partes del mundo, en niveles profesionales muy diversos, desde obreros hasta cuadros superiores y personal de alta dirección, a la vez que la propia China se convierte en tierra de acogida para nuevos inmigrantes africanos, asiáticos, europeos y de las tres Américas, también en niveles profesionales muy diferentes.NOTA 24

Si nos ceñimos al caso de España, para muchos jóvenes licenciados y técnicos que no encuentran colocación en su país puede resultar más beneficioso que ir a trabajar fregando platos en un bar de Berlín emigrar --con una utilidad recíproca-- para desempeñar su propio oficio en Lomé, Kinshasa, Bahía, Asunción o Tegucigalpa --destinos que representan, a la vez, la ventaja de la mismidad o afinidad lingüística. Ciertamente en esos países también es difícil encontrar empleo, pero justamente a veces, a causa de la fuga de cerebros, se ofrecen en ellos posibilidades profesionales en ámbitos como la enseñanza, la salud y la ingeniería.

Toda esa política legislativa implicará una revisión a fondo de los tratados internacionales hasta la fecha suscritos por el país que la adoptara. P.ej. acuerdos como el de Schengen y en general los de la Unión Europea entrañan otorgar derechos inmerecidos a los extranjeros que vienen de esos países y, por consiguiente, trato discriminatorio para los de otras procedencias, sin que ni siquiera el interés nacional esté justificando tal discriminación.NOTA 25

Por otro lado se plantea el problema de qué hacer con aquellos inmigrantes cuya conducta resulte reprochable. Está claro que el principio de justicia implica que la consecuencia jurídica de su conducta reprochable (anterior o posterior al ingreso en el país) debe ser proporcionada a esa reprochabilidad. Tener, p.ej., algún antecedente penal no debería ser un obstáculo redhibitorio; comoquiera que sea, habría de estudiarse, caso por caso, la existencia de garantías procesales en el país de origen y la homologación de su sistema penal con el nuestro.

La expulsión de extranjeros por mala conducta sólo es admisible si también se expulsa a los nacionales por esa misma mala conducta. Esto último lo prohíben algunos pactos internacionales suscritos por España en materia de derechos humanos (p.ej. el Pacto de 1966 sobre derechos civiles y políticos). Lo más justo sería denunciar tales pactos para hacer legalmente posible que en casos muy graves se aplique la pérdida de la nacionalidad --independientemente de que sea de origen o adquirida-- y la expulsión del territorio nacional. De considerarse inviable esa opción, el principio de no discriminación por nacimiento implica que los residentes extranjeros, una vez que residan en el territorio nacional, no podrán ser expulsados, hagan lo que hagan; deberán sufrir las penas de cárcel y subsidiarias aplicables a los delitos que hayan cometido y, una vez purgada la pena, tener, como los demás habitantes del territorio, la posibilidad de resocializarse. Ni siquiera debería permitírseles optar por abandonar el país antes de haber cumplido toda la condena, a menos que igual permiso se conceda a los españoles. Los derechos son siempre correlativos de los deberes.


§7.-- Licitud jurídico-natural de la ayuda a los inmigrantes

Un corolario que se sigue de las tesis arriba defendidas es que también es contrario al derecho natural prohibir a los nacionales que ayuden a los extranjeros a venir al territorio patrio o a permanecer en él o contratarlos laboralmente o comerciar con ellos. Tales interdicciones significan prohibir la ayuda a conductas lícitas, como lo son que esos extranjeros vengan, se radiquen aquí y ejerzan actividades lícitas, como trabajar y comerciar. Es un derecho natural del hombre (reconocido en la declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789) que el Estado no puede prohibir más que conductas nocivas. Pero ayudar a una conducta lícita nunca puede ser nocivo.

Cabe objetar que quien transporta a pasajeros indocumentados al territorio nacional sin cumplir los requisitos legales está transgrediendo una norma regulatoria del transporte, transgresión merecedora de una sanción. Respondo que tales normas sólo son exequibles si las propias autoridades no impiden la realización de la conducta lícita. Cuando lo hacen, ellas mismas fuerzan a que haya oferentes de servicios que atiendan a la necesidad de los demandantes sin poder ajustarse a la reglamentación legal, porque ésta lo impide.NOTA 26

Es eso comparable a lo que sucedería si una ley prohibiera beber agua (p.ej. para favorecer la venta de refrescos embotellados). Dada la necesidad humana, surgirían mercaderes que venderían agua de modo antirreglamentario. Estarían amparados por un derecho natural, el de satisfacer una necesidad igualmente natural del ser humano.NOTA 27

Por consiguiente, el derecho natural implica la licitud de las conductas de los transportistas que introducen en el territorio nacional a inmigrantes voluntarios, de los empleadores que les dan trabajo,NOTA 28 de los particulares o posaderos que los albergan, háganlo o no a cambio de remuneración, pues una actividad lícita no deja de serlo porque se haga con ánimo de lucro (igual que no es ilícito cuidar a enfermos o atender a viejos o niños por dinero, como tampoco vender fruta o pan). La gratuidad podrá ser loable, pero no es exigible. Como certeramente lo señalara Adam Smith, pasaríamos hambre si sólo por puro altruismo se permitiera atender una necesidad tan básica como la alimentación.

El ánimo de lucro puede ser un agravante de ciertos ilícitos, pero no puede nunca hacer que lo lícito se convierta en ilícito.NOTA 29

En todo caso, de mantenerse la ilicitud, concretamente penal, del auxilio a los inmigrantes sin permiso administrativo de residencia, debería penarse también la estancia misma, en lugar de tratarla como una mera infracción administrativa sancionable sin juicio. De hecho esa no penalización de la inmigración sin permiso gubernativo, a la vez que se trata como infracción administrativa (sancionada con privación de libertad y expulsión), lejos de beneficiar al inmigrante, le perjudica, privándolo de:

La suerte de quien está sujeto a sanciones administrativas es mucho peor. En realidad esa situación constituye una grave perversión del orden jurídico que viola el principio de que las conductas cuyas consecuencias jurídicas son más graves deben estar tipificadas en el CP, no las más livianas.


§8.-- ¿Derecho de todos a inmigrar e incorporarse a la población del país o derecho de los ya inmigrados a un estatuto de ciudadanos no naturalizados?

Hay un sector minoritario de la opinión que propugna actitudes de apertura a los inmigrantes; en realidad, más correctamente, a algunos inmigrantes, los ya inmigrados o, a lo sumo, una minoría adicional de quienes desean inmigrar. Dentro de ese sector, un ala --digamos, más generosa-- aboga por la idea de una «ciudadanía cosmopolita».NOTA 30 Según esa concepción, la condición de ciudadano de un país estaría ligada al jus soli, a la presencia en el territorio contribuyendo al bien común de los habitantes sin distinción de nacionalidad. El meollo y el sentido práctico de la propuesta estriba en conceder a los inmigrantes --o quizá sólo a los de larga duración-- el derecho de voto, desligándolo completamente de su naturalización. Los adeptos de esa ciudadanía cosmopolita alegan que la nacionalidad tiene que ver con una pertenencia histórico-cultural, vinculada al nacimiento y a la tradición familiar, mientras que un ciudadano de un país no tiene por qué ser un nacional, prefiriendo, por motivos sentimentales u otros, guardar exclusivamente la nacionalidad originaria.

Esa tesis de la ciudadanía cosmopolita no prejuzga a quiénes se va a otorgar el derecho a incorporarse a tal ciudadanía, o sea: si se van a abrir de par en par las puertas a la inmigración, si se van a cerrar a cal y canto o si se van a entornar. Lo único que postula es que a aquellos a quienes, de hecho, ya se les ha permitido y se les sigue permitiendo vivir en el país se les reconozca también el derecho a votar --por lo menos al cabo de un cierto período de estancia.

Para simplificar la nomenclatura, voy a llamar a los adeptos de esa tesis «los cosmopolitistas». Voy a refutar esa tesis con las siguientes objeciones.

1ª objeción. Con la mejor intención del mundo los cosmopolitistas defienden un derecho que a la abrumadora mayoría de los inmigrantes les trae sin cuidado. Quienes inmigran o quieren inmigrar a España (por poner el caso particular del país en el cual se escribe este ensayo) no lo hacen para participar en las votaciones políticas del país, sino para buscar aquí una vida mejor para sí y para los suyos. Una vez instalados, su meta es trabajar para alcanzar esa vida mejor. Muchos de ellos inicialmente piensan retornar a su país natal, pero frecuentemente tal intención se va desvaneciendo con el paso del tiempo (a menos que estalle una crisis económica como la actual, que fuerce el regreso por sufrir desempleo y caducidad de permiso de residencia). En todo caso, al ir abandonando esa intención, es casi seguro que, en su aplastante mayoría, lo que quieren es obtener un DNI español, y no precisamente para votar --lo cual es verosímil que se abstengan de hacer salvo una minoría políticamente motivada o perteneciente a la segunda generación--, sino para disfrutar de los derechos de nacionalidad, como son: inexpulsabilidad, poder viajar con pasaporte español y acceder a empleos de las administraciones públicas. Ofrecerles el sufragio tiene algo de paternalista, pues no es eso aquello a lo que aspiran.

2ª objeción. Es artificial esa diferencia entre ciudadanía y nacionalidad. La nación no es otra cosa que el cuerpo político, la comunidad soberana de habitantes de un territorio independiente (o, para mayor exactitud, de uno cuya población tiene títulos legítimos, transgeneracionalmente expresados y colectivamente asumidos, de erigirse en un cuerpo político independiente). Cualquier nación está unida por vínculos históricos que suelen conllevar lazos lingüístico-culturales. Puede ser la comunidad de una sola lengua, pero no necesariamente. Hay una comunidad nacional suiza unida por la disyunción de dos lenguas principales (el francés y el suizo alemánico), junto con otras dos en posición inferior (el romanche y el italiano). En mayor o menor medida la comunidad nacional se aglutina y estabiliza por compartir unas tradiciones, una herencia cultural, un modo colectivo de ser, unas costumbres. Pero no es obligatorio sentirse identificado por tales rasgos. Son hechos, nada más. Y hechos estadísticos. Hay autistas que no comulgan con tales rasgos. Hay nacionales que no hablan las lenguas oficiales del país.

Podríamos demostrar esto con muchos ejemplos. Pensemos en naciones como el Malí, Birmania, Suráfrica, Tanzania, la India, Tailandia, Irán, Mauritania o el Congo. Un enfoque de la llamada «cuestión nacional» en términos de cierta tradición marxista (enfoque no exclusivo de dicha tradición sino compartido por otros sectores) rehusará a los nueve países que he enumerado la calificación de naciones, aduciendo que son Estados multinacionales y que, p.ej., cada uno de los centenares de grupos étnicos del Congo es una nación diferente. Según ese criterio, Italia no es tampoco una nación --y menos aún la Italia de 1900, en la cual sólo una minoría de la población conocía el italiano. En similar situación estaba la Francia de comienzos de la III república (antes de la escolarización universal obligatoria y gratuita). Pocas son las naciones lingüísticamente homogéneas.

Aunque en ciertos países (como España) los nacionales del país tienen obligación de conocer el idioma oficial (o, en otros casos, alguno de los idiomas oficiales), no se sanciona el incumplimiento de tal obligación con la pérdida de la nacionalidad. Es facultativo sentirse identificado con las tradiciones y costumbres del país o su cultura. Muchos sentimos repugnancia por algunas de las tradiciones asociadas a nuestros respectivos países, aunque amemos y apreciemos otros aspectos de la cultura nacional.

Por consiguiente, no hay nada real que constituya la nación o nacionalidad allende la ciudadanía. Es un hecho que también los habitantes inmigrantes, en la mayoría de los casos, asumirán --al menos externamente-- comportamientos acordes con la cultura nacional, asimilándose al aprender el idioma.NOTA 31 La ciudadanía o nacionalidad española no impide a nadie sentir un vínculo afectivo con otro país, sea el suyo de origen o cualquier otro. Se puede ser español rusófilo, sinófilo, egiptófilo, francófilo etc; los sentimientos son libres.

3ª objeción. Otorgar un derecho de ciudadanía (sufragio) sin nacionalidad --en nuestro caso sin DNI-- sólo tiene el sentido de conceder un derecho sin deberes anejos. Y eso es injusto. Los españoles, según la constitución, tienen el deber de defender a España, estando sujetos a la conscripción si ésta se restablece por ley. No es justo que un extranjero pueda votar --y así influir en la adopción de una ley de conscripción-- pero esté exento de la obligación que tal ley acarrearía.

Sería como entrar en un club con los derechos y sin los deberes de los socios; o tal vez como obtener el carnet de membroide del club, con un ramillete selectivo de derechos y deberes. No vale. Hay que estar a las duras y a las maduras.

4ª objeción. La adopción de la ciudadanía del país puede legítimamente condicionarse a la renuncia a la de origen, pudiendo ser una de las obligaciones de los ciudadanos de un Estado carecer de otra ciudadanía. Los Estados son libres de permitir o no la doble (o triple) nacionalidad, en función de diversos criterios razonables. Si, en un caso concreto, la adquisición de la nacionalidad del país de acogida está condicionada a la renuncia a la de origen, ello no debe justificar la propuesta cosmopolitista a fin de permitir a los extranjeros ser ciudadanos de aquí sin renunciar a ser nacionales de allá, puesto que tal permiso implicaría una discriminación. A los ciudadanos de aquí por nacimiento no se les permitiría tener otra nacionalidad; pero a los nuevos ciudadanos, sí.

Con cuánta laxitud haya de permitirse la doble o múltiple nacionalidad es asunto que queda fuera del presente ensayo.NOTA 32 Lo que no queda fuera es aclarar que las reglas tienen que ser iguales para todos, sin discriminación por el nacimiento.

5ª objeción. Cabe incluso dudar que sea lícito pretender radicarse duraderamente en el territorio de una nación sin incorporarse a la misma, conservando de por vida una condición de extranjero. Hay en tal conducta algo chocante. Es como querer pertenecer a una asociación a título de aspirante o novicio perpetuo o de semi-miembro. Está claro que resulta difícil o perjudicial imponer coercitivamente la nacionalidad a quienes no la desean, pero al menos el Estado no debería facilitar la prolongación indefinida de un estatuto de ni-dentro-ni-fuera. El Estado no ha de discriminar a los nacidos fuera, pero éstos tampoco han de discriminar a los nativos rehusando compartir con ellos la nacionalidad del país.


§9.-- Objeciones a las tesis defendidas en este ensayo

1ª objeción. Según un principio de la lógica jurisprudencial, todos tienen derecho a hacer tal cosa, X, sólo si es lícito que todos hagan X.NOTA 33 Pues bien, si todos tienen derecho a tener derecho a ser italianos, entonces es lícito que todos los seres humanos tengan ese derecho, o sea, puedan legítimamente reclamar ser italianos. Pero el resultado es absurdo, porque la República Italiana no podría otorgar siete mil millones de cédulas de ciudadanía ni la península podría albergar a la humanidad allí congregada.

Respuesta. Todos tienen el derecho incondicional a tener el derecho de ser italianos cumpliendo ciertas condiciones. O sea, es incondicional el derecho a tener un derecho no incondicional a ser italianos. Tenemos aquí dos derechos: uno incrustado o interno y otro externo. El externo es incondicional pero el interno no lo es. En el externo, el operador de licitud --que es el modus deóntico-- tiene como contenido o dictum el derecho incrustado o interno, a saber: tener un derecho condicional a ser italiano. Como cada uno tiene el derecho externo, es lícito que todos juntos tengan el derecho interno. Y lo tienen. Pero, como ese derecho incrustado o interno es condicional, no se sigue que todos tengan derecho a ser italianos, sino que todos tienen derecho a, en el caso de cumplir ciertas condiciones, ser italianos. Una de esas condiciones es la residencia voluntaria en Italia. No siendo ésta posible para todos, no es posible que todos adquieran el derecho incondicional a ser italianos. Sin duda otra condición implícita que hay que cumplir es que el contenido del derecho interno sea realizable; rebasado un umbral, dejaría de serlo, porque la administración italiana no podría expedir un número suficiente de cédulas ni inscribir en sus registros a esa cantidad de nuevos nacionales.NOTA 34

Por otro lado, hablamos de una hipótesis absurda, la de que todos quisieran vivir en Italia y naturalizarse italianos. Es obvio que, al producirse un hacinamiento, por bella que sea Italia, dejaría de ser atractiva. O sea, en la práctica es irrealizable que todos quieran adquirir la nacionalidad italiana. Y cualquier derecho de libertad es un derecho, no a hacer X a secas, sino a hacer X si uno quiere hacerlo. Los que no sean de esa estructura son derechos-deberes; y éstos son sólo los derechos de bienestar. Conque el derecho a tener derecho a ser italiano hay que entenderlo así: el derecho de cada quien a, si quiere, tener derecho condicional a ser italiano. Pero en determinadas circunstancias --si se ha producido hacinamiento-- pocos querrán tener el derecho condicional a ser italianos.

El objetor, además, ha de aplicar su propio razonamiento a los derechos ya constitucionalmente reconocidos. Todos los italianos tienen derecho a irse a vivir en Sicilia. Pero esa hermosa isla, con una población de cinco millones de seres humanos, difícilmente podría, en las actuales circunstancias, albergar a los 60 millones que forman la población italiana. De nuevo para este supuesto habría que razonar de manera similar: rebasado un umbral de hacinamiento, pocos italianos querrían mudarse a Sicilia y, aunque lo quisieran, no podrían hacerlo. El derecho de libre circulación y residencia dentro del territorio nacional tiene, como casi todos, unos límites, entre otros el de la factibilidad. Lo que vulneraría ese derecho constitucional sería la exigencia de un permiso gracioso de la administración insular.

2ª objeción. Pero ¿qué pasaría si un país --pongamos de nuevo el ejemplo de Italia-- adopta la política legislativa aquí recomendada? ¿No sería inundado por un aluvión demográfico imposible de manejar administrativamente?NOTA 35

Respuesta. No pasaría eso, porque la autoridad moral que adquiriría ese país avergonzaría a los que no siguieran su loable ejemplo; la opinión pública se decantaría a su favor; poco a poco los demás darían pasos en la misma dirección.NOTA 36

Entre tanto, si de veras surgiera una situación inmanejable, sería un caso de emergencia legítima que impondría una suspensión temporal del ejercicio de los derechos aquí contemplados (igual que si, por hipótesis, la mitad de la población de Italia emigra de golpe a la provincia de Rímini).

Por otro lado, si tan frioleros son los políticos que temen siempre el peor escenario posible, hay una alternativa a la adopción legislativa unilateral: acordar su implementación convencional por la vía de tratados internacionales o resoluciones de organismos intergubernamentales competentes. Sería bueno empezar, p.ej., con su adopción mutua entre los Estados de una misma comunidad histórico-lingüística, como pueden serlo los países hispanos (aquellos que tuvieron diputados que los representaban en las Cortes de Cádiz que adoptaron la constitución de 1812). En un acuerdo así, todos ganarían. O podría extenderse a todos los países latinos, hijos o nietos de Roma.

3ª objeción. El aluvión migratorio arruina el Estado social, que necesita un cálculo anticipado de la población para fijar los servicios públicos de transporte, vivienda, socorro, prevención de riesgos, atención sanitaria, tráfico de vehículos, cultura, instrucción, abastecimiento, suministros, etc. Ese cálculo resulta imposible si, libremente, muchos habitantes de países extranjeros deciden venir a vivir en nuestro país, creando necesidades que desbordan las previsiones.

Respuesta. Aplícase, en primer lugar, de nuevo, la analogía con el derecho de residencia dentro del propio país. Las autoridades sicilianas hacen unos planes de servicio público en función del cómputo de la población y de la previsión de su crecimiento, que puede quedar frustrada si muchos sicilianos emigran o muchos continentales inmigran. Luego, si la objeción prueba algo, prueba demasiado. El objetor habría de proponer que se eliminara de las tablas de derechos fundamentales del hombre la de fijar libremente la residencia dentro del territorio nacional.

Aunque es incondicional el derecho de libre residencia dentro del territorio nacional, no por ello es ilimitado. Las autoridades pueden legítimamente restringir su ejercicio (no su titularidad) en determinados casos, p.ej. de congestión, desbordamiento de servicios públicos u otras situaciones de emergencia.

Lo propio sucedería si se reconociera el libre derecho de los extranjeros a poder venir a residir en nuestro país y naturalizarse en él. Aun siendo incondicional el derecho externo, no sólo no lo es el interno sino que, aunque también lo fuera, su ejercicio estaría sometido --como casi todos-- a límites, legítimamente impuestos por los poderes públicos en función de necesidades del bien común. En tales casos, sin embargo, sería menester que la legislación previera la declaración oficial de una situación de emergencia, por causas tasadas, según un determinado procedimiento y para un período transitorio con una terminación prefijada, sin incurrir en arbitrariedad ni en desproporción.

En segundo lugar, los movimientos migratorios --libres o no--, al igual que las demás prácticas colectivas humanas, tienden espontáneamente a ir adoptando unas pautas y unos ritmos, que hacen su evolución previsible a grandes rasgos --y con márgenes de error--. Conque, allí donde y cuando las condiciones del mercado laboral hagan previsible el aflujo continuado de inmigrantes, ese dato puede tenerse en cuenta para la planificación de los servicios públicos.

En tercer lugar, según el planteamiento defendido en este ensayo, los recién llegados no adquieren inmediatamente el derecho a beneficiarse de los servicios públicos, salvo casos excepcionales de emergencia. P.ej. está claro que el servicio de bomberos ha de extinguir un incendio aunque se produzca en chabolas de un arrabal levantadas sin autorización urbanística. Pero, de modo general, de adoptarse la política legislativa propuesta en este ensayo, el derecho a venir a vivir en nuestro país no otorgaría a esos extranjeros un derecho a beneficiarse de la asistencia sanitaria ni de la instrucción pública ni de las instituciones culturales de acceso gratuito ni de las facilidades de vivienda pública ni siquiera a reclamar acceso a los servicios de abastecimiento y suministro. A ellos les correspondería, cuando optaran por emprender ese viaje y mudarse a nuestro territorio, averiguar con qué facilidades irían a encontrarse probablemente, determinando --en función de ese y otros factores-- si les vale la pena el viaje o si otros parajes les resultan más atractivos.

Está claro que, si desborda ampliamente las previsiones el número de inmigrantes que, en el lapso de uno, dos o tres años, p.ej., se radiquen en Sicilia, las autoridades insulares no están obligadas a proporcionar a los recién llegados puestos escolares, camas en los sanatorios, facilidades de alojamiento ni los demás servicios públicos de ese tipo. Desde luego, por razones humanitarias habría que reclamar que se intentara atender esas necesidades, pero sólo en la medida de lo posible y siempre que no resultara excesivamente gravoso para las arcas públicas ni quedaran desatendidos o subequipados servicios y prestaciones de obligada satisfacción constitucional o legal.

[...]


El resto de este ensayo está omitido en la actual distribución digital en cumplimiento del contrato de edición entre el autor y la Editorial.

Podrá el lector acceder a la compra del libro Pasando Fronteras abriendo el URL:

http://www.plazayvaldes.es/libro/pasando-fronteras/1540/


§10.-- Bibliografía









































































































Notas
1

[Foot Note 1]

«El derecho a que para cualquier ser humano haya un país --de un nivel de bienestar comparable-- al cual se le permita migrar» significa que, para cada individuo humano, X, exista al menos un país, Z --de suficiente nivel de bienestar-- tal que a X le es lícito radicarse en Z.




2

[Nota 2]

Entre los autores libertarios que defienden la libertad migratoria figura Walter Block (Block, 1998), quien, si bien rechaza la existencia de un derecho de cada ser humano a inmigrar a nuestro país (en su caso a los EE.UU.), propugna el irrestricto derecho de los propietarios a dejar entrar en sus fincas a quienes les dé la gana, nacionales o extranjeros, y a contratar con ellos como quieran hacerlo, ya sea arrendándoles locales, ya sea dándoles empleo. Que el Estado coercitivamente prohíba cruzar la frontera a esos extranjeros vulnera el legítimo derecho de los propietarios residentes en el país.

Ésa es sólo una de las varias líneas de argumentación ofrecidas por diferentes filósofos políticos de orientación libertaria a favor de las fronteras abiertas. Más abajo me referiré a otras.




3

[Nota 3]

Entre los libertarios con cuyas posiciones más concuerdan las tesis del presente ensayo se encuentra Bryan Caplan (Caplan, 2012); pero ni siquiera él asume un pleno derecho de naturalización en condiciones de igualdad, estando dispuesto a admitir una residencia permanente con derechos perpetuamente restringidos, como sería la privación de por vida de los derechos de bienestar o un recargo, igualmente vitalicio, del impuesto a la renta; o sea: un estatuto de meteco, no transitorio, sino definitivo. Conste que no es que él proponga directamente tal estatuto, sino que meramente lo concibe como una alternativa más aceptable que la política de cierre de fronteras.

El artículo de Caplan ofrece razonamientos plenamente convincentes, alegando que la injusticia que se inflige a quienes, deseando inmigrar, ven prohibida su entrada no viene atenuada en absoluto por causas de utilidad social, puesto que, al revés, hay un consenso entre los economistas de que la apertura de fronteras duplicaría el producto bruto mundial --citando, en particular, los hallazgos de (Clemens, 2011). Además, incumbe al partidario del cierre de fronteras probar, no sólo que las barreras a la inmigración sirven para fines de pública utilidad, sino también que no hay medios menos dolorosos. Caplan --concediendo, por mor de la prueba, el erróneo supuesto de que se den tales fines-- demuestra, concluyentemente, que existirían medios menos crueles.




4

[Nota 4]

En (Huemer, 2010), Huemer --perteneciente al campo de los filósofos políticos libertarios-- sigue esta línea de razonamiento: los inmigrantes vienen a buscar una vida mejor porque les resulta insatisfactoria la que tienen hasta ahora. Impedirles por la fuerza ingresar en el país y entrar en el mercado laboral es comparable a impedir a quien está necesitado de comida que acceda al mercado para comprarla. No se trata de la diferencia entre acción y omisión, porque impedir es una acción. Si, por la fuerza, Sam bloquea el paso de Marvin, quien va a comprar alimentos porque los necesita, y, al no poder nutrirse, Marvin fallece, Sam no ha causado su muerte por inanición, pero sí es culpable de ella. La causa de la muerte es un proceso fisiológico que Sam no ha originado. Mas activamente impedir un remedio para un mal puede ser tan reprochable como causarlo. Similarmente, el gobierno de los EE.UU., al impedir entrar en el territorio norteamericano a los necesitados de buscar una vida mejor mediante su trabajo, no causa sus penalidades, pero les impide coercitivamente remediarlas. Huemer desarrolla su argumento probando que no hay razones proporcionales de pública utilidad que justifiquen tal impedimento.




5

[Nota 5]

V. (Peña, 1992), (Peña, 2002a) y (Peña, 2005).




6

[Nota 6]

El libertario no aceptará nunca el límite 2º y restringirá al máximo la aducibilidad de los límites 1º y 3º, reduciéndola a casos extremos y palmarios.




7

[Nota 7]

Más inverosímil aún es que quepa invocar el límite segundo.




8

[Nota 8]

Excluir todo quantum en la titularidad de los derechos naturales del hombre no implica afirmar que todos los seres humanos pertenezcan en la misma medida a la humanidad o realicen en el mismo grado la cualidad esencial de ser un hombre; no se excluyen, pues, grados de hominidad. Lo que se excluye es que las diferencias en los grados de hominidad autoricen a reconocerles a unos más título que a otros con relación al derecho fundamental: el de participación en el bien común --correlativo a la obligación de contribuir al bien común. La razón por la cual las diferencias graduales de hominidad no se traducen en escalonamiento alguno en la titularidad de los derechos naturales del hombre es el propio principio del bien común de la humanidad y de las sociedades humanas, el cual sería quebrantado si la titularidad de los derechos naturales se dosificara al compás de los grados en que cada uno realizara la esencia humana.




9

[Nota 9]

Sea con cuotas del mismo monto, en comunidad romana, sea --a mayor abundamiento-- sin cuotas en comunidad germánica.




10

[Nota 10]

Evidentemente lo que es igual es la titularidad del derecho natural fundamentalísimo, que es el de participar en el bien común, junto con los corolarios que de ahí se siguen, los cuales, empero, dependen de las situaciones histórico-sociales y, en su ejercitabilidad, varían también según las circunstancias personales. Así el derecho a la instrucción lo tienen todos por igual, pero no se sigue que tengan derecho a la misma instrucción: un discapacitado mental necesita una educación diferenciada. Las contingencias de la condición individual --a veces innatas, otras producidas por el entorno-- influyen en qué concreciones sean las adecuadas, en cada caso, para la satisfacción de los derechos individuales.




11

[Nota 11]

Evidentemente hay alguna restricción inesencial, p.ej. de edad. Aunque todos pueden poder opositar, cuando no lo han hecho y ya es demasiado tarde, ya no pueden ni siquiera poder opositar; al menos, sí pudieron poder opositar en el pasado.




12

[Nota 12]

Como es bien sabido, las legítimas son las porciones de la herencia que, por mandamiento de la ley, van a los hijos o descendientes y, a falta de ellos, a los padres o ascendientes, estándole prohibido al testador dejárselas a otras personas. En el derecho histórico castellano --retomado en el derecho civil de algunas repúblicas hispanoamericanas-- la legítima abarcaba los 3/4 del caudal relicto; en el código civil español de 1889 se redujo a los 2/3. En la mayoría de los ordenamientos jurídico-civiles anglosajones rige la libertad de testar, no existiendo, por lo tanto, legítimas.




13

[Nota 13]

El derecho externo es la licitud de un contenido o dictum, el cual consiste, a su vez, en otro derecho, el interno: adquirir la naturalización del país que uno escoja como suyo cumpliendo unas condiciones. Más rigurosamente: para cualquier ser humano viviente, X, y para cualquier ciudadanía estatal, Z, es lícito que, si X quiere y cumple determinadas condiciones, adquiera Z. Ahora bien, las condiciones dependen --al menos en parte-- de quién sea X y de qué vínculos guarde con Z. Por ello, aunque no hay quantum alguno en la titularidad del derecho genérico a adquirir una ciudadanía foránea, sí hay variaciones de grado en el derecho a llegar a ser ciudadano de tal país. Por principios jurídico-naturales --y digan las leyes edictadas lo que dijeren--, más derecho asiste a llegar un día a adquirir la nacionalidad francesa a quienes descienden de poblaciones que fueron sojuzgadas por el colonialismo francés, que fueron forzadas a adoptar las instituciones y la cultura político-jurídica de la metrópoli y a las que también se impuso la lengua imperial.

A este respecto cabe mencionar que en el Reino Unido vino edictada en 1914 el «British Nationality and Status of Aliens Act», que reconocía (con reservas) el estatuto de súbdito británico a los nacidos en los dominios y las colonias del Imperio Británico. Nueve años antes el rey Eduardo VII había sancionado y promulgado la «Aliens Act» que, por primera vez, controlaba --no prohibía-- el ingreso en el Reino de los no-súbditos de la Corona. El mucho más restrictivo precepto de 1914 fue seguido de otros, cada uno de los cuales cercenaba más el derecho de inmigración: 1919 y 1920. Hasta 1962 no se adopta, sin embargo, norma alguna que restrinja el derecho a radicarse en el Reino Unido de los habitantes de sus colonias, si bien ya desde 1950 el gobierno cavilaba al respecto, preocupado por la llegada de gente de color. V. (Miles, 1989).

Cualesquiera que sean los derechos de los ex-súbditos de Su Graciosa Majestad (o sus descendientes) y de los que fueron sometidos a la dominación francesa a naturalizarse en sus antiguas metrópolis, más indiscutible es el derecho de llegar a ser españoles que asiste a los habitantes de la España de ultramar, aquellos que hablan el mismo idioma, han recibido la misma tradición cultural, tienen apellidos hispanos y antepasados que emigraron de la Península Ibérica. Y es que la Constitución de 1812, que les era aplicable, les reconoció esa calidad, en igualdad total con los habitantes de la España peninsular e islas adyacentes. V. (Peña, 2002b).




14

[Nota 14]

Todas las leyes estadounidenses de extranjería y naturalización --desde la de 1790 hasta la adopción de la 15ª enmienda de la constitución federal el 30 de marzo de 1870 (en aquel año en que se consuma la unidad italiana --con la extinción de los Estados Pontificios--, se restaura la República en Francia y se consolida la democracia en España)-- excluían de la ciudadanía de la Unión a los aliens of African nativity or descent. V. (Johnson, 2003).




15

[Nota 15]

Esa «integración» --entendida como algo más fuerte que la mera incorporación-- tiene que ser facultativa. Entablar vínculos afectivos, amistades y relaciones sociales, pertenecer a clubes o asociaciones, tener trato asiduo con los vecinos, todo eso será saludable, pero es y tiene que ser libre. Es injusto castigar a los menos sociables o menos comunicativos con medidas sancionatorias, reprochándoles su falta de integración. Desde luego los nativos no tienen obligación legal alguna de estar integrados en ese sentido fuerte. ¿Por qué la van a tener los venidos de fuera?




16

[Nota 16]

Por más que se esfuerce, el ciego innato no verá.




17

[Nota 17]

Tenemos un ejemplo de la libertad migratoria --sólo restringido por causas excepcionales-- en el relato de Samuel Scheffler (Scheffler, 2007) del desembarco en Nueva York de su abuelo, a la sazón quinceañero, el 12 de enero de 1914. La formalidad de ingreso consistió en la presentación de un affidavit por el cual el capitán del navío declaraba que, hasta donde alcanzaba su saber, ningún pasajero estaba incurso en las causas de exclusión tasadas: enfermedad gravemente contagiosa, pasado criminal, incapacidad mental, mendicidad, poligamia, anarquismo, prostitución o precontratación laboral en USA (esto último, sin duda, para evitar situaciones de dependencia laboral no libre).




18

[Nota 18]

La libertad migratoria de que disfrutaban los seres humanos hasta la I Guerra Mundial se tradujo en migraciones masivas, la más espectacular de las cuales fue el ingreso en los EE.UU. de 25'8 millones de individuos entre 1881 y 1924; en ese país la entrada era libre hasta 1917. En 1920 se promulgó la ley de cuotas inmigrativas, que discriminaba a las poblaciones de origen no germánico. Tales datos los suministra G.J. Borjas en (Borjas, 1994).




19

[Nota 19]

La comisión de delitos, al menos graves, acarreaba la expulsión, frustrando así cualquier aspiración lícita a llegar a ser italiano.




20

[Nota 20]

En (Ruhs, 2013), Martin Ruhs sostiene que no son compatibles las reivindicaciones de políticas más liberales de inmigración laboral con más amplios derechos para los inmigrantes. Hay que escoger. Aboga por una mayor apertura a la inmigración, a trueque de restringir algunos derechos que generan costes netos para los países receptores. ¿Pueden las tesis de su libro considerarse convergentes con las del presente ensayo? En realidad, no. Lo que Ruhs propone es un estatuto de inmigrante temporal; aquello por lo que yo abogo es uno de inmigrante definitivo sólo que con una fase inicial de ejercicio restringido de los derechos de bienestar. No sólo está Ruhs a mil leguas de preconizar, como yo, la total libertad migratoria, sino que admite incluso que, al vencimiento del permiso de residencia temporal con derechos restringidos, los inmigrantes sean expulsados, no adquiriendo así ni el derecho de residencia permanente ni, menos aún, el de naturalización. Además, entre los derechos restringibles incluye el de escoger a su empleador: el inmigrante temporal queda así atado de pies y manos a su patrón, careciendo de libertad contractual (una situación de cuasi-semiservidumbre). Por el contrario, el estatuto que yo estoy defendiendo viene a ser como un noviciado, un ciclo preparatorio, una etapa de prueba con la garantía de que, al final de la misma, el extranjero obtendrá automáticamente el derecho de naturalización.




21

[Nota 21]

Es significativo que poquísimos de los juristas, moralistas y filósofos pro-inmigracionistas sean partidarios de políticas de fronteras abiertas; su pro-inmigracionismo no pasa de reivindicar derechos para quienes ya están, sin incluir el derecho a no ser privados de libertad ni coercitivamente deportados, cuando carecen de permiso administrativo de residencia. Otro tanto cabe decir de los órganos jurisdiccionales que han vetado medidas legislativas o administrativas lesivas para los recién llegados o sus familiares. Un ejemplo de ello es la sentencia de inconstitucionalidad de la Corte Suprema estadounidense que anuló la Proposición 187 de California --previamente adoptada plebiscitariamente--, que rehusaba enseñanza gratuita para los hijos de extranjeros ilegales (illegal aliens), alegando la enmienda 14ª de la constitución federal.

Es de lamentar, sin embargo, que tales juristas y órganos jurisdiccionales se preocupen más de la igualdad en la titularidad de derechos de prestación (en un país en el cual tales derechos carecen de reconocimiento constitucional) que en la del derecho a la libertad, ya que la Corte no ha declarado anticonstitucionales las leyes en ejecución de las cuales la policía arresta, interna y expulsa a inmigrantes carentes de estatuto legal («indocumentados»), por el mero hecho de serlo; entre las víctimas de tal política de fuerza se encuentran también sus niños. Es anticonstitucional, pues, no proporcionarles escuela gratis mientras estén pero es constitucional apresarlos, encerrarlos y arrojarlos por la fuerza. V. (Petronicolos & New, 1999).




22

[Nota 22]

Los inmigrantes saldrían ganando, porque esa tasa sería menos gravosa de lo que es hoy el pasaje clandestino --para no hablar ya de los riesgos que éste comporta, los cuales cesarían de existir con la política legislativa aquí propuesta.




23

[Nota 23]

En (Higgins, 2013), Peter Higgins defiende lo que llama «el PDP» (principio de protección de los desfavorecidos), con arreglo al cual son injustas las políticas de extranjería que perjudiquen a los sectores sociales ya desfavorecidos. Sin embargo para nada extrae de tal principio la conclusión de que los desfavorecidos del planeta Tierra tienen un derecho preferente de radicación en países donde aspiren a salir de su postración; sólo parece importarle la suerte de los desfavorecidos ya radicados en dichos países.




24

[Nota 24]

En (Joppke, 1998), Christian Joppke sugiere que es una consecuencia de su propio liberalismo el que los Estados liberales admitan, a regañadientes, una inmigración que no desean. Tal visión chata y de autoloa del sistema político occidentalista (infinitamente menos liberal de lo que pretende ser) desconoce que las migraciones masivas suceden en todos los continentes y afluyen a países con todo tipo de régimen político. El inmigrante viaja adonde espera alcanzar mayor prosperidad para sí y para los suyos, trayéndole sin cuidado el sistema político. Lo prueba que Marruecos, las autocracias del Golfo Pérsico y varios despotados africanos son imanes para una inmigración masiva, venida de cerca o de lejos.




25

[Nota 25]

En el caso de España el balance de la pertenencia a la unión europea es negativo y probablemente calamitoso.




26

[Nota 26]

Lejos de incurrir en lo que mendazmente se tilda de «trata de seres humanos», los transportistas dedicados a facilitar el viaje de pasajeros indocumentados están cumpliendo una misión de servicio meritorio, pues gracias a su labor les es posible a esos viajeros satisfacer su legítimo derecho a buscar una vida mejor en otro lugar. Es también perfectamente justo que presten tal servicio a cambio de remuneración, como lo es que en el precio se incluya un componente de seguro para el transportista --dados los graves riesgos que asume. Incúmbele, desde luego, proporcionar a los pasajeros las condiciones más favorables que estén a su alcance de seguridad y comodidad, pero ad impossibile nemo tenetur. Los riesgos y las penalidades del viaje no son imputables a los transportistas, sino a las autoridades que, con su ilegítima prohibición, impiden el pasaje no clandestino.




27

[Nota 27]

Aquí ni siquiera hay que remontarse a la ley seca, porque beber alcohol no es una necesidad del ser humano, sino un capricho.




28

[Nota 28]

Hay que recalcar que el empleador que contrata mano de obra inmigrante, con o sin papeles, actúa en el legítimo ejercicio de su profesión. Habrá casos de indebido aprovechamiento de la necesidad del inmigrante indocumentado, por el miedo de éste a ser descubierto, privado de libertad y expulsado. Pero aun en tales casos el responsable principal no es ese empleador abusivo, sino el gobierno, verdadero causante de esa explotación con su ilegítima prohibición y su sañuda persecución de trabajadores que sólo aspiran a ganarse honradamente la vida (contribuyendo así a la riqueza del país que los rechaza). Es más, en alguna medida es disculpable el abuso del empleador, en tanto en cuanto también él asume riesgos considerables, por lo cual descuenta del salario un margen de cobertura implícita de autoseguro.




29

[Nota 29]

Los presuntos contraejemplos --como determinadas conductas que atañen a la propiedad intelectual-- me abstengo de abordarlos en este lugar.




30

[Nota 30]

Entre sus adeptos podemos citar a Javier de Lucas, J.C. Velasco Arroyo (v. Velasco Arroyo, 2010) y Ángeles Solanes Corella; v. p.ej. (Solanes Corella, 2008) y (Solanes Corella, 2010).




31

[Nota 31]

Hablo de asimilación externa, en la esfera pública, no en la privada; en ésta también muchos españoles nativos se sienten inasimilados, marginándose de algunas costumbres del país.




32

[Nota 32]

Bauböck --en (Bauböck, 2003)-- aboga por un mantenimiento de los vínculos entre los emigrantes y sus países de origen, con una ciudadanía transnacional. Tal punto de vista concede demasiada importancia al origen (reflejando el biologismo implícito en la actual obsesión por las raíces genealógicas), o sea al jus sanguinis, muy en la línea germana. A mi juicio, en cambio, no sólo el Estado donde se haya radicado y naturalizado el inmigrante tiene la potestad de conceder o no la autorización de mantener la ciudadanía de origen, sino que existen fuertes motivos para ver con recelo esa doble nacionalidad, por las dificultades que acarrea. Es comprensible una política legislativa como la de la República Popular China, para la cual no hay chinos de ultramar sino extranjeros oriundos de China (a quienes no por ello se priva de conservar los lazos afectivos con el país de origen). Mi enfoque es opuesto al de Spiro, en (Spiro, 2010).




33

[Nota 33]

De no ser así, no se tendría un derecho incondicional a X, sino condicionado a que otros no se adelanten.




34

[Nota 34]

Y es que aquí no se trata de un derecho puro de libertad, sino de uno mixto, que abarca un componente de bienestar, al conllevar la reclamabilidad de ciertas acciones de los poderes públicos, como la inscripción registral, la expedición de un documento acreditativo y las consecuencias jurídicas prestacionales que acarrea el nuevo estatuto.




35

[Nota 35]

Esta objeción difiere de la precedente en que no se supone que todos decidan ejercer el derecho a venir e incorporarse a la población del país en cuestión, sino que lo deciden demasiados como para que puedan adaptarse los servicios públicos y pueda seguir funcionando la vida económica.




36

[Nota 36]

Bryan Caplan --en (Caplan, 2012)-- propone una alternativa: dar un primer paso de pequeña liberalización de la entrada de inmigrantes --pero tal que implique una mayor apertura que la practicada en los demás países; observar los resultados; si no se aprecian graves consecuencias, dar un prudente paso ulterior en la misma dirección; y así sucesivamente. Igual que tuvo que haber un primer país que aboliera la esclavitud (la Francia revolucionaria el 16 de pluvioso del año II, e.d. el 4 de febrero de 1794), tiene ahora que haber un primer país que abra sus puertas a los inmigrantes. El hacerlo poco a poco es subóptimo pero menos malo que aferrarse a la política actual.