La Doble Escala Valorativa del Proyecto Constitucional Europeo
[*] por Lorenzo Peña


publ. en Valores e historia en la Europa del siglo XXI
ed. por Roberto Rodríguez Aramayo y Txetxu Ausín
México-Barcelona: Plaza y Valdés, 2006, pp. 357-415
ISBN 84-934395-4-1 y 978-84-934935-4-5

Índice

  1. Propósito de este artículo
  2. Constitución = Ley Fundamental de una Nación
  3. Una Constitución no es un pacto constitutivo
  4. Constitución y soberanía nacional
  5. Constitución Europea
  6. Valores de la Unión
  7. Ámbito de vigencia de los valores de la Carta
  8. Solidaridad
  9. La Dignidad, Valor Supremo
  10. Actuaciones exteriores en pro de la Dignidad Humana
  11. Los límites a la libertad
  12. Igualdad
  13. Justicia
  14. Restricciones preocupantes a la libertad
  15. No puede haber libertad sólo para los amigos de la libertad
  16. Democracia
  17. La política exterior de la Unión Europea
  18. Conclusión
  19. Bibliografía

§00.-- Propósito de este artículo

En este artículo se examina la tabla de valores que figuran en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (que ha venido textualmente incorporada, como Parte II, al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa); analízase también su contraste con otra tabla de valores que igualmente figura en el texto del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa.

Uno de los dos elencos axiológicos se perfila como motivador y justificador de una ambiciosa innovación incluida en el Tratado, la nueva política exterior encaminada (al menos en parte) a empujar a un número de ex-colonias europeas a adoptar una gobernación conforme con las valoraciones de la U.E.

Veremos que los dos elencos valorativos aludidos suscitan dificultades, tanto por la compatibilidad entre sí cuanto por la apreciación que merecen de constitutione ferenda.

Caen fuera del ámbito del presente artículo muchas otras cuestiones importantísimas en los campos jurídico-constitucional y jurídico-internacional, si bien mi exploración del problema de los valores de la Carta (y en el texto de la Constitución Europea) me hará (inevitablemente) desbordar un poco la estricta delimitación temática inicial para adentrarme (mesuradamente) en algunas otras cuestiones, siempre relativas al texto del Tratado --e, indirectamente, por lo tanto, al papel que pueda jugar la Carta en el mismo.

Uno de los problemas que caen fuera del tema de este artículo es determinar en qué medida los escollos que atraviesa el proceso de ratificación del Tratado obstaculicen la vigencia de la Carta.NOTA 1 Al respecto hay que señalar que, si bien la Carta no ha cobrado plena vinculatoriedad jurídica,NOTA 2 no obstante su proclamación en Niza ha hecho de ella una norma con algún grado de vigencia jurídica, que ya ha sido tenida en cuenta jurisprudencialmente incluso por el Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas y por algún tribunal constitucional, como el español.NOTA 3


§01.-- Constitución = Ley Fundamental de una Nación

Una Constitución es la Ley Fundamental de un estado. La ley fundamental es aquella que cumple dos condiciones:

  1. su validez no se supedita a la de ninguna otra ley (aunque veremos que eso tiene limitaciones);
  2. las demás leyes tienen una validez supeditada a la de la ley fundamental.

No todo estado tiene que tener una ley fundamental, o constitución. Inglaterra no la tiene. Hasta fines del siglo XVIII ningún estado la tuvo. Las monarquías absolutas suelen no tenerla (y la España franquista no la tenía, aunque sí una colección abigarrada de leyes fundamentales).

En el mundo moderno, desde la revolución francesa (1789) para acá, la vigencia de una Constitución está unida a la idea de la soberanía nacional: la soberanía es el poder político que no se supedita a ningún otro mientras que a él se subordinan los demás poderes (las demás funciones de autoridad pública). En esa concepción es un pueblo, una nación, quien posee y ejerce la soberanía, a través de unos representantes elegidos para ese ejercicio, cuya misión --como poder constituyente-- empieza y termina con la redacción y promulgación de la Carta constitucional de la nación.

Para que sean posibles la soberanía popular y su ejercicio (real o incluso imaginario) es menester que pre-exista el pueblo, un pueblo-nación, o sea una comunidad difusa de seres humanos que estén unidos por una serie de vínculos de convivencia tales como: compartir una lengua --o varias lenguas emparentadas y afines entre sí, con un cierto grado de mutua comprensibilidad o al menos fácil aprendibilidad--; compartir un territorio, o varios relativamente contiguos o cercanos --o que, al menos, la mayoría de esa población se sitúe en tal territorio; compartir una cierta tradición política común y una cultura; convivir en un entramado de actividad económica; y en general cualesquiera vínculos preexistentes que no se cifren en suscribir el nuevo pacto político, sino que lo precedan, que tengan raíces más hondas en la vida real de las masas, y que vengan de más atrás en la historia.

Esa noción de soberanía está hoy en crisis; mas, con crisis o sin ella, la soberanía es difícilmente desligable de un pueblo --por matizada que sea la noción de pueblo--, una masa congregada que adopta, aunque sea indirectamente, una decisión básica de unidad y poder político, con un gran pacto nacional o código fundamental que es la nueva Constitución.


§02.-- Una Constitución no es un pacto constitutivo

La idea del patriotismo constitucional de Jürgen Habermas es la más atractiva de entre las que se han brindado frente a esa concepción tradicional del ejercicio del poder constituyente como emanación de la soberanía de un pueblo, identificado como una comunidad transgeneracional de individuos unidos por vínculos tradicionales de convivencia, que suelen incluir una cierta comunidad lingüística.

Justamente la propuesta de Habermas se ha extendido desde el ámbito estatal al de una mancomunidad europea. No voy a entrar aquí en un pormenorizado debate de esa interesante idea. Mas sí mencionaré los motivos por los que no me sumo a tal propuesta, sino que sigo defendiendo el enfoque tradicional.

En la concepción tradicional del poder constituyente como emanación de la soberanía de un pueblo, éste preexiste a la adopción de la Constitución. Aunque suene paradójico, una Constitución no es ni puede ser nunca el pacto constitutivo de una comunidad política, sino un pacto regulativo supremo.

La diferencia entre ambos tipos de normas --las constitutivas y las regulativas-- fue ampliamente elaborada por Amedeo Conte, sobre la base de ideas de Wittgenstein. Una norma institucional regulativa disciplina el funcionamiento de una organización preexistente, a la que, al entrar en vigor, viene a sujetar a un nuevo elenco de reglas que determinan deberes y derechos de sus miembros y de terceros.

Por el contrario, una norma constitutiva crea una nueva persona jurídica, a la vez que también la somete a una regulación. Esa persona jurídica no preexiste a la norma de creación.

Desde luego, en la vida jurídica real las cosas suelen ser más complicadas, puesto que muchas veces una reorganización normativa, o un estatuto de nueva planta, alteran de tal modo la capacidad y la vida organizativa de una persona jurídica que es muy relativo seguir diciendo que ésta preexistía a la reorganización.

En cualquier caso, para que (en virtud de unos estatutos fundacionales) se constituya una nueva persona jurídica, ello ha de hacerse en el marco de un ordenamiento jurídico, y por lo tanto en el seno de una comunidad más amplia.

Incluso así sucede con la formación de un nuevo estado (por secesión o escisión de uno preexistente, o por fusión de varios, o por acceso a la independencia de un territorio previamente sujeto a la dominación ajena). En tales casos se presupone un orden jurídico-internacional, en el que viene a integrarse un nuevo sujeto jurídico-internacional. Puede ocurrir que, al acceder a la soberanía, el nuevo estado se dote a la vez de una Constitución. Y puede hacer ambas cosas en un solo documento. Sin embargo, desde el punto de vista lógico-jurídico, éste es desglosable en dos perfectamente diferenciados; y de hecho una ulterior abrogación o enmienda de las disposiciones constitucionales no tienen por qué acarrear una supresión de la personalidad jurídico-internacional del estado.

Por regla general, una Constitución no erige ni produce un estado, ni una entidad política híbrida, sino que meramente re-constituye uno preexistente, que está presupuesto.

Ahora bien, ese estado preexistente sólo puede alcanzar un nivel de reconstitucionalización mediante el ejercicio soberano del poder constituyente si la población del estado es un pueblo con un cierto grado de identidad estatal capaz de ejercer esa soberanía, de elegir una representación estatal encargada de redactar y promulgar una norma suprema. (Sé que también hay constituciones otorgadas, y casos mixtos --incluso el de la transición española de 1975-78, cuyo análisis excede los límites de nuestro presente estudio--. Mas idealmente ése es el horizonte de cualquier proceso constituyente.)

Tiene, pues, que darse una unidad del pueblo sin la cual éste no puede estar ya preexistiendo como sujeto colectivo para, en ejercicio de su soberanía, establecer una nueva Constitución. Esa unidad es la de una comunidad de seres humanos digna de ser un pueblo, una sociedad ligada por lazos naturales (nación).

Los vínculos sociales son siempre culturales (siempre susceptibles de cambio por adopción de otras ideas, de otros valores); pero la cultura tiene su propia naturaleza. De entre los lazos culturales son más naturales, o menos artificiales: los que emanan más de la vida espontánea de las masas, del estar objetivamente las cosas antes de cualquier plan deliberado o decisión de un grupo dirigente; los que vienen de abajo y de atrás; los que, en suma, han de ser abordados por los diseñadores de cambios o de nuevos rumbos como situaciones objetivas estables que oponen a las alteraciones la fuerza de la inercia, del peso, de la masa, del arraigo. O sea, aquellos que --igual que pasa con la naturaleza-- pueden desafiarse o modificarse sólo con la prudencia que impone la regla natura parendo uincitur.


§03.-- Constitución y soberanía nacional

Las naciones son esos grandes conglomerados de seres humanos unidos por una pluralidad de vínculos cuasi-naturales, principalmente de lengua y territorio, que generalmente acaban propiciando lazos de parentesco (por la ley demográfica de la propagación genética). Son uniones estables transgeneracionales, que tienen su memoria colectiva, sus recuerdos históricos, buenos o malos, honrosos o vergonzosos --igual que los recuerdos de la vida de un individuo.

Tienen también sus afanes, sus valores transmitidos de unas generaciones a otras, aunque no inamovibles. Una generación no puede imponer sus valoraciones ni sus mandatos a las futuras, pero la vida colectiva de las nuevas generaciones carece de sentido sin el recuerdo de los afanes de las precedentes y sin continuar algunos de esos afanes --en tanto en cuanto sea compatible con los nuevos valores--.

Nótese que ese difuso vínculo nacional es esencialmente lingüístico-geográfico y de vida económico-social; accesoriamente es a menudo cultural e histórico-político, perteneciente a la psicología social o al imaginal religioso o étnico.

Sin embargo, la unidad lingüístico-territorial puede ser laxa o estricta. Todo lo que hace falta es que esa gran comunidad de seres humanos esté:

a) suficientemente diferenciada de las que la rodeen (una parte propia de una nación no es una nación);

b) internamente unida por algunos de tales lazos.

La unidad lingüística pertinente nunca es perfecta. Siempre hay una pluralidad de usos y variedades comarcales o regionales, o de dialectos. Puede tratarse de varias lenguas próximas (como el catalán y el español; o la lengua de oil y la lengua de oc; o el esloveno y el serbo-croata; o el búlgaro y el macedonio; o el italiano y el napolitano).

Hay también naciones plurilingües, en las que unas pocas lenguas constituyen un patrimonio lingüístico común (no hablado por todos los habitantes del territorio, pero sí sentido por doquier como común). Tal fue el caso en el Imperio Romano-Bizantino con el griego y el latín durante varios siglos; tal ha sido el caso de Suiza con el francés y el alemán. La mera existencia de más de una lengua, por sí sola, no marca una diferenciación nacional.

Desde luego todo eso es susceptible de gradaciones. Si puede haber una nación, como la suiza, que sea bilingüe (como lo ha sido históricamente, ya que el papel de las otras 2 lenguas romances era marginal o residual), ¿por qué no puede haber una trilingüe y así sucesivamente?

No hay ninguna regla escrita al respecto. Y la voluntad colectiva de millones de seres humanos pasa por encima de cualesquiera reglas. Sin embargo, hay que matizar. La libertad colectiva --lo mismo que la individual-- encuentra sus límites en los derechos de terceros y en la regla de no hacer daño a otros. E incluso hay otro límite (aunque de operatividad mucho más restringida) que son los deberes para con uno mismo, que en el caso de las colectividades son restricciones a decisiones potencialmente irreversibles que perjudicarían a generaciones futuras.

Esos límites determinan que, si bien --en principio-- las muchedumbres son libres de pasar por encima de cualesquiera situaciones de la naturaleza histórica --configurándose en naciones allí donde la observación historiográfica y sociológica encuentre difícil ver un fundamento objetivo--, desde el punto de vista jurídico esa libertad tiene muchas limitaciones para salvaguardar derechos adquiridos de terceros, derechos de las minorías (y de las minorías dentro de otras minorías), derechos individuales, derechos de generaciones futuras, derechos futuros de las generaciones presentes, y hasta derechos de las generaciones pasadas (las cuales, insisto, no pueden imponer su voluntad a las venideras pero sí han de ser tenidas en cuenta).

Eso es lo que da un peso decisivo a las naciones en el sentido tradicional de grandes cuerpos territorialmente establecidos y vinculados por lazos lingüísticos, histórico-políticos, económicos y culturales así como diferenciados de sus vecinos principalmente por disparidades del mismo tipo.

Eso no impide de manera absoluta procesos de fusión estatal y nacional ni procesos de división. En particular no impediría un proyecto cosmopolita de fusión de todos los estados del mundo en una república planetaria, sobre todo porque, en tal caso, estaría claro el vínculo de unión: la común humanidad (la relación de hermandad racial que aúna a todos los miembros de la única familia de homínidos que ha sobrevivido), junto con la también común civilización universal y los nexos de colaboración que trae consigo la globalización.

Ni tienen las consideraciones precedentes por qué oponerse a otros proyectos intermedios, a favor o en contra de los cuales se podrían decir muchas otras cosas.

Lo único que se desprende de nuestra reflexión precedente es que el proceso de formación de una comunidad humana como sujeto histórico-social y jurídico-internacional no es el mismo que el de promulgación de una Constitución política determinada.

Los miembros de una comunidad nacional lo han sido y siguen siéndolo con independencia de cuál sea la Constitución vigente en cada momento (salvo casos excepcionales). Ni está un nacional obligado a suscribir la Constitución o adherirse a sus valores, por excelentes que éstos sean y por intachablemente democrático que haya sido el proceso constitucional.

Si, por el contrario, una Constitución fuera un pacto que creara una sociedad (en lugar de modificar su organización política y de configurar una tabla fundamental de derechos y deberes), entonces la condición de ciudadano se adquiriría por adhesión a esa Constitución, lo cual dejaría fuera a quienes no prestaran esa adhesión. Además, en tal supuesto la adhesión al nuevo pacto --y, por ende, la ciudadanía en la nueva entidad política-- habrían de estar abiertas a todos los seres humanos dispuestos a suscribir dicho pacto. Para el futuro ello acarrearía que un cambio radical de constitución entrañaría una destrucción de la sociedad y la creación de otra nueva. Los nuevos disidentes pasarían a ser apátridas.

Por otro lado, para que un pueblo --ya existente como sujeto histórico-social y jurídico-internacional-- se dote de una nueva Constitución, es menester que ese ejercicio se efectúe según unas pautas. El proceso constituyente estará sometido a reglas y principios que han de regir la forma de adopción y, en parte, también el contenido del nuevo código, y sin cuya vigencia el propio código sería inválido. Reglas supraconstitucionales que emanan de principios y valores jurídicos vigentes en la comunidad nacional, que tienen en rigor primacía sobre la propia Constitución, y gracias a los cuales es, además, posible pasar del ordenamiento constitucional precedente al nuevo. Siendo eso así, el rango supremo de la Constitución como Ley Fundamental lo es sólo en el delimitado terreno de la ley formal o escrita, de la lex data o promulgada.

Eso prueba que la Constitución no puede establecer un nuevo corpus político ex nouo, sino que lo presupone, ya que presupone la vigencia de unos principios y valores jurídicos que justamente sólo pueden tener validez por la adhesión popular, lo cual indica que ya existe ese pueblo o esa comunidad que se va a dotar de una nueva ley fundamental.

Todo lo cual, aplicado al problema del que se ocupa este artículo (una Constitución para Europa) nos lleva a concluir que, para que el proyecto debatido merezca un título parecido al de `Constitución,' será menester concebir la existencia del pueblo europeo, de la Nación-Europa de que hablaba José Ortega y Gasset, de una masa soberana preexistente, a pesar de las diferencias, aglutinada en una unidad de pueblo, con unos rasgos particulares diferenciadores del resto de la humanidad; será menester que eso esté sucediendo así ya consuetudinariamente, y con algún peso en la vida de la gente.

Los redactores del proyecto constitucional europeo no creen en ese demos (v. infra §04). Por eso lo que proponen no es una Constitución de Europa, sino para Europa. Proponen la creación de una nueva persona jurídico-internacional (que subsuma en sí las instituciones procedentes del Mercado común y sus avatares) probablemente basándose en concepciones afines al patriotismo constitucional, que definiría la ciudadanía europea esencialmente por la adhesión al pacto político constitutivo, o a los valores de la Unión, más que por vínculos naturales, o nacionales (con las dificultades que eso entraña, según lo he visto unos pocos párrafos más atrás).

Al margen de mis desacuerdos con esas concepciones (que ya han quedado claros), esa pretensión innovadora nos lleva a escudriñar con la máxima atención el elenco de valores a los que se quiere que nos adhiramos para disfrutar de esa ciudadanía europea.


§04.-- Constitución Europea

Una organización internacional puede tener una ley análoga a una Constitución; mas, justamente por pertenecer al ámbito del derecho internacional, nunca podrá ser una Constitución propiamente dicha.

Si varias naciones se fusionan en una, se saldrá del derecho internacional. Si un día se formara una República Europea y hubiera un colectivo que asumiera una soberanía, que fuera el pueblo europeo, podríamos entonces tener una Constitución. Mientras no se esté en eso, habrá un híbrido, pero nunca el ejercicio de una soberanía popular europea, porque --con los matices que se quiera-- el orden jurídico euro-comunitario es del ámbito del derecho internacional.

El Tratado constitucional que establece una Constitución para Europa es eso: un Tratado internacional, suscrito por Su Majestad el Rey de los Belgas y los otros 24 jefes de Estado de los países eurocomunitarios, aunque haya venido preparado por un cuerpo heteróclito, la Convención presidida por Valéry Giscard d'Estaing, ex-presidente de Francia.

De hecho el pueblo europeo no existe para el texto aquí comentado. Existen los ciudadanos europeos, plurales y dispersos, junto a los Estados europeos. La Convención presidida por Monsieur Giscard, según lo quiere el preámbulo, elaboró el proyecto en nombre de esos ciudadanos y esos Estados, aunque no había sido elegida por tales ciudadanos. En ningún lugar se refiere el texto aquí comentado al pueblo europeo, a la masa congregada de los europeos, ni le atribuye soberanía ni nada similar. La soberanía sigue siendo de cada Estado y de cada pueblo; lo único que sucede es que, en tanto en cuanto un Estado no se haya retirado de la Unión, ciertas facetas del ejercicio de su soberanía vienen delegadas en los órganos de gobierno de la Unión, a los cuales se supeditan los órganos de gobierno nacional-estatales. Cada pueblo puede, en un acto de soberanía, separarse de la Unión.NOTA 4

El art. 1 del texto asevera que la Constitución nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa de construir un futuro común. Son S.M. el Rey de los Belgas y los otros 24 jefes de Estado quienes aseveran eso; y lo hacen por la legitimidad que ellos asumen en nombre de sus pueblos, en un acto colectivo de voluntad que --por definición-- se presume coincidente con la de los dispersos millones de ciudadanos.


§05.-- Valores de la Unión

En una Constitución de veras los valores juegan un papel jurídico vinculante y esencial. Es cierto que resulta reciente la introducción del término `valores', la cual sólo se ha ido generalizando después de la segunda guerra mundial. No obstante, los valores jurídico-constitucionales han sido siempre una pieza clave de cualquier ley fundamental.

Y es que un código fundamental no puede ser, ni es, demasiado detallado. Por ser una ley suprema no subordinada a ninguna y a la cual están subordinadas las demás, normalmente será relativamente rígida, o sea: pondrá obstáculos para su modificación legislativa (pues, si no, o donde no suceda, cualquier ley dará al traste con esa dizque constitución, y ésta no tendrá carácter fundamental).

Llevaría a callejones sin salida un código fundamental de difícil reforma pero que, entrando en detalles, regulara muchas cosas. Una Constitución está destinada a durar (no para toda la eternidad, pero sí para un lapso prolongado). Los detalles regulativos van y vienen según las coyunturas, los intereses, las circunstancias, las corrientes en boga. Y por ello, la Constitución --salvo en unas cuantas reglas básicas de funcionamiento del poder-- lo que establece son esencialmente grandes lineamientos, que son principios o valores, susceptibles de una diversidad de formulaciones o plasmaciones legislativas.

La diferencia entre un principio y un valor es que el principio tiene un carácter menos abstracto. Al valor de la igualdad le corresponden principios como el de la no-discriminación arbitraria. Los principios suelen tener una función vertebradora de las normas, al paso que un valor es más bien una fuente de inspiración. Los principios se articulan, se ensamblan, se entrecruzan. Los valores están por encima incluso de los principios, y son sólo como estrellas polares, orientaciones, pero a la vez no susceptibles de acomodación (y sólo limitables por otros valores con los que puedan entrar en conflicto en casos concretos).

Una Constitución vale lo que valgan sus valores y principios jurídicos básicos (y, en la práctica, lo que los poderes públicos acaten en su actuación esos principios y valores).

Una Constitución es, así, un pacto nacional para la vida común en el cual se consagran unos valores y principios jurídicos fundamentales, encomendándose a unos poderes públicos la tutela de esos valores y su plasmación en preceptos concretos. Los valores son los bienes públicamente protegibles que la comunidad asume, garantiza y promueve.

Por ello es esencial en el presente texto constitucional atender al catálogo de valores. El Tratado Constitucional no nos da una sola lista, sino dos, en parte discordantes: la del art. 2 y la del Preámbulo de la Parte II.NOTA 5

Según el art. 2, los valores de la Unión son seis: dignidad, libertad, democracia, igualdad, juridicidad (Estado de Derecho --en la terminología del texto) y respeto a los derechos humanos, incluidos los de las minorías.NOTA 6

El orden en que aparecen enumerados no es, no puede ser, irrelevante. Nunca lo es. Está claro que hay una jerarquía: primero, dignidad; luego --y dentro del respeto a la dignidad-- libertad; luego --y dentro de lo permitido por el preeminente respeto a la dignidad y a la libertad-- democracia; luego --dentro de lo compatible con la dignidad, la libertad y la democracia-- igualdad; luego juridicidad; luego derechos humanos, pero recalcando entre éstos los de las minorías (o sea los colectivos culturales caracterizados por un idioma, o una religión o cualquier otro hábito de vida diferenciador de la mayoría).

Pasemos a ver el Preámbulo de la Parte II (la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión). Ahora se nos presenta otra lista de valores: dignidad, libertad, igualdad y solidaridad. La democracia y la juridicidad quedan aquí rebajadas a principios (o sea a reglas de menor fuerza vinculante y con un menor papel de estructuración del corpus de normas).

Como pauta hermenéutica para desentrañar esa dicotomía axiológica, mi propuesta exegética estriba en sostener que, en aquello en que sean discordantes ambas tablas de valores, la del art. II del Tratado tiene una vinculatoriedad general (ad intra y ad extra), al paso que la de la Carta de los Derechos Fundamentales (parte II del Tratado) sólo es vinculante ad intra. O sea, aquellos valores (y los derechos subsumibles bajo los mismos) que únicamente figuren sólo en la Carta, y no (como tales valores) en el art. II del Tratado, tienen un campo de validez circunscrito al territorio de la Unión Europea y un ámbito de titularidad y de protección limitado a los habitantes de ese territorio.NOTA 7 A favor de mi interpretación formulo los siguientes argumentos.


§06.-- Ámbito de vigencia de los valores de la Carta

Que los valores, principios y derechos establecidos o reconocidos en la Carta de los Derechos Fundamentales (Parte II del Tratado Constitucional) son --en tanto en cuanto no vengan ratificados como tales valores en el art. II del Tratado-- únicamente vinculantes ad intra y no ad extra --al paso que los valores y objetivos de la Parte I (arts. 2 y 3 respectivamente) son vinculantes ad intra y ad extra-- es algo que se hace patente cuando se examina la autolimitación de vinculatoriedad que se impone la Carta a sí misma, y que ha sido reforzada al incorporarse ésta al Tratado. Tales autolimitaciones están expuestas en los arts 111ss del Tratado (los que forman el Título VII de la Carta).

El art. 111.1 establece que los preceptos de la Carta están dirigidos a las instituciones, órganos y organismos de la Unión, dentro del respeto al principio de subsidiaridad, así como a los Estados miembros cuando apliquen el Derecho de la Unión. Por consiguiente --añade esa disposición--, respetarán los derechos, observarán los principios y promoverán su aplicación con arreglo a sus respectivas competencias y dentro de los límites de las competencias que se atribuyen a la Unión en las demás Partes de la Constitución.

Así pues, los valores invocados y profesados en esa Parte II (la Carta) son vinculantes para las autoridades de la Unión y de los Estados miembros con arreglo a las dos siguientes reglas:

  1. subsidiaridad; quiere decirse que la Unión sólo puede asumir una tarea al respecto cuando no sea competencia de los Estados y en la medida en que éstos no la asuman.
  2. competencia; quiere decirse que la Unión está vinculada por esos valores sólo en el campo de sus competencias y en tanto en cuanto esa vinculatoriedad se restrinja a dicho campo.

De esas reglas --que se explicitan más en detalle en el art. 112-- se sigue que ninguna autoridad euro-comunitaria puede invocar alguno de los valores de la Carta en ningún sentido que conllevara una aplicación no meramente subsidiaria o que, directa o indirectamente, implícita o explícitamente, extendiera alguna competencia de la Unión.

Pues bien, ¿qué sucede con la solidaridad, un valor enfatizado como tal en el Preámbulo de la Carta y que no figura en el elenco de valores del art. 2 del Tratado? ¿Podrá servir para que ésta emprenda políticas de solidaridad para con el Tercer Mundo? ¿Podrá hacerse valer como uno de los valores cuya promoción es uno de los objetivos de la Unión (art. 3.1), incluso por la vía de la vigorosa política exterior y militar que se pergeña laboriosamente en diversas disposiciones del Tratado?

No es posible. Si la solidaridad, reconocida como valor jurídico en la Parte II, pudiera ser invocada para una política exterior de solidaridad hacia los pueblos del Tercer Mundo (independientemente de que éstos hayan sufrido en el pasado el yugo colonial europeo o no), entonces ello comportaría una notable extensión de la actividad de ayuda y socorro externo de la U.E., y tal vez una política de acogida de inmigrantes (que, en definitiva, es la única política eficaz de solidaridad con el Tercer Mundo). Y esa actividad ampliaría el campo de las competencias de la Unión. Además, conculcaría el principio de subsidiaridad en tanto en cuanto las políticas de ayuda a las ex-colonias son consideradas por varios Estados miembros (principalmente Francia, Bélgica y Holanda) como un coto privativo, un campo específico de acción nacional.NOTA 8

Tampoco es posible que la Unión invoque en sus empresas político-militares en el exterior el valor de la solidaridad, o condicione su cooperación al desarrollo al grado de aplicación del valor de solidaridad, porque la promoción de los valores de la Unión en esa política exterior (diplomatie musclée, eventualmente respaldada por el uso de la fuerza) ha de ajustarse al precepto que la regula, que es el art. 3.1, en el cual sus valores, los valores de la Unión, son los que se acaban de enumerar en el art. inmediatamente anterior, el 2, sin que la solidaridad aparezca ahí como un valor.

Además, suponiendo incluso que fuera erróneo ese razonamiento y que la Unión pudiera llevar a cabo una política exterior (y militar) para promover la solidaridad ¿entre quién y quién sería esa solidaridad? No entre los pueblos de la Unión y los del Tercer Mundo, puesto que --como hemos visto-- la política exterior de la Unión hacia el Tercer Mundo no puede regirse por la solidaridad. Habría de ser una solidaridad interna en el país en el que se interviniera, o una solidaridad entre varios pueblos --p.ej. los de una misma zona geográfica, o pertenecientes a alguna comunidad interestatal. Sin embargo, absolutamente nada en el Tratado otorga la menor base a esa conjetura de que la U.E. asuma la tarea de hacer a los habitantes de un país tercero solidarios entre sí o la de hacer a varios pueblos terceros solidarios entre sí.

La introducción del valor solidaridad en las relaciones internacionales socavaría totalmente el modelo puramente mercantilista que impregna e inspira todo el texto del Tratado. Significaría, implícitamente, un reconocimiento de que existe un Bien Común de la Humanidad o una riqueza global del género humano que habría que repartir con espíritu solidario, o sea: compartiendo prosperidad y escasez, bienestar y malestar, pobreza y riqueza. Y eso desarticularía completamente los lineamientos de la política exterior euro-comunitaria.

Es objetivo de la Unión (art. 3.1) promover el bienestar de sus pueblos, no el bienestar de la humanidad ni el de los pueblos que han estado en un pasado reciente bajo dominación europea, ni el de los pueblos que más necesitan incrementar su bienestar.

No es óbice a lo que acabo de argumentar el hecho de que el Tratado prevea en los arts. 316ss unas acciones de ayuda al desarrollo y de ayuda humanitaria. Son acciones puntuales, regidas por el principio de subsidiaridad. En ningún momento se enuncian como una obligación que vincule a las autoridades euro-comunitarias a emprender tales políticas, ni menos aún a hacerlo según un criterio o un canon determinado --como podría ser el de las necesidades de las poblaciones, el de la deuda histórica de los europeos con respecto a otros pueblos que fueron sojuzgados por ellos, o cualquier otro. Es verdad que se dice (art. 316) que el objetivo de la Unión será, en ese ámbito de la cooperación para el desarrollo, la reducción y finalmente la erradicación de la pobreza. Pero justamente esa meta lejana no se establece como obligación jurídica, ni se vincula en absoluto al valor de la solidaridad, ni se articula en ningún deber general de ayuda, sino que único que se está estableciendo en ese artículo y los siguientes es una habilitación a las autoridades de la Unión para llevar a cabo políticas puntuales de ayuda al desarrollo, si lo consideran oportuno, ajustadas al principio de subsidiaridad y no sujetas a ningún plan vinculante ni a ningún criterio universalizable.

No creo que a lo anterior se oponga tampoco el aserto del art. 321.2 de que «las acciones de ayuda humanitaria se llevarán a cabo conforme a los principios de imparcialidad, neutralidad y no discriminación». Esos principios juntos no implican un principio de solidaridad, una pauta de prestar ayuda humanitaria solidariamente o bajo el impulso de un motivo de solidaridad. Sólo implican que aquellas acciones de ayuda humanitaria que decidan llevar a cabo las autoridades eurocomunitarias --en cada caso por el motivo que sea, y globalmente para promover los valores e intereses de la Unión y el bienestar particular de sus propios pueblos-- se ajustarán, cada una de ellas por separado, a esos principios; o sea: una vez fijado (por un criterio que no se determina, sino que se deja al arbitrio de las autoridades euro-comunitarias) el ámbito de actuación de una acción de ayuda, no podrá llevarse a cabo ésta incurriendo, dentro de ese ámbito, en discriminaciones, segregaciones o favorecimientos de unas partes de la población frente a otras; de la población --claro está-- de ese ámbito de actuación --no de la población mundial ni de la población de grandes zonas del Planeta, ni ninguna otra cuya determinación sea previa a la fijación específica de la acción concreta de que se trate.

En resumen, no hay absolutamente nada en el Tratado que denote la menor creencia en que los pueblos han de ser solidarios entre sí, o en que la política exterior de la Unión haya de guiarse por un principio o un valor de solidaridad (ni muchísimo menos de hermandad).

Toda esa argumentación viene reforzada si examinamos en detalle los derechos y deberes concretos de solidaridad de la Carta (arts. 87ss del Tratado) --que voy a analizar en detalle en el apartado siguiente--; el derecho a la información y consulta de los trabajadores en la empresa; el derecho a la negociación y la acción colectiva (huelga); el acceso a un servicio de colocación; protección en caso de despido injustificado; condiciones de trabajo justas; prohibición de trabajo infantil y regulación del juvenil; protección de la vida familiar; prestaciones de seguridad social según estén establecidas en las legislaciones y prácticas nacionales; cuidado a la salud (idem) y otros aún más vagos.

Está absolutamente claro que nada de todo esoNOTA 9 se entiende, en este contexto, como aplicable fuera de la Unión o como merecedor de promoción en un plano mundial. Si algo de todo eso pudiera ser invocado en la política exterior sería, a lo sumo, la prohibición del trabajo infantil (independientemente de los problemas y las dificultades a las que se enfrenta tal prohibición); pero ni hay indicio alguno de que el Tratado obligue a la Unión a asumir una tarea de erradicación del trabajo infantil en el mundo ni sería justificable esa tarea aislada sin una política de solidaridad con los pueblos en los que más se acude a dicho trabajo.

Por consiguiente, la solidaridad es un valor únicamente ad intra (y aun así muy limitado).

Podríamos plantear de otro modo la cuestión de si el valor de la solidaridadNOTA 10 es un valor vinculante ad extra o sólo ad intra. Ese modo alternativo de plantear la cuestión es el del ámbito subjetivo de los derechos de solidaridad que se desglosan en los arts. 87ss.

Lo que aquí se plantea no es el problema de si ese ámbito de titularidad subjetiva desborda al de la ciudadanía europea; sin duda la respuesta a esa pregunta sería que sí: los inmigrantes plenamente legales en los Estados miembros deberán beneficiarse de los mismos derechos de solidaridad que los nacionales, al menos en tanto en cuanto ello sea concorde con las legislaciones y las prácticas de cada Estado miembro.NOTA 11

Lo que, en cambio, está claro es que el ámbito subjetivo de titularidad está circunscrito geográficamente, y se ciñe al territorio de la U.E. Sólo pueden invocar la solidaridad los habitantes legales de la U.E. (De todos modos el deber de no discriminación por razón de nacionalidad que formula el art. 81 no acarrea una prohibición total y general de todas las diferencias de estatuto jurídico ni la extensión de todos los derechos de ciudadanía europea a todos los inmigrantes con residencia legal en un Estado miembro; de hecho el art. 105.2 establece con claridad que podrá concederse libertad de circulación a los nacionales de terceros países que residan legalmente en un Estado miembro, pero incluso esa previsión meramente facultativa se sujeta a la restricción de que sea «de conformidad con lo dispuesto en la Constitución» (lo cual abre incógnitas sobre el auténtico alcance de tal precepto).

A los seres humanos que carecen de residencia legal en el territorio de la U.E., la Carta no los incluye absolutamente para nada en el ámbito subjetivo de titularidad, ni cabe extender ese ámbito a partir de ninguna previsión o cláusula contenida en el Tratado; por el contrario --y aunque tampoco se diga rotundamente-- el contexto permite colegir que los derechos dimanantes de los valores jurídicos del art. 2 del Tratado sí se entienden como teniendo un ámbito de titularidad subjetiva que engloba a todos los seres humanos.NOTA 12


§07.-- Solidaridad

La solidaridad no estaba ausente del art. 2. Hallámosla mencionada en él, pero no como valor de la Unión sino como un carácter de las sociedades europeas, constatándose que los seis valores europeos son comunes a esas sociedades caracterizadas por seis rasgos (caracteres), a saber: pluralismo, no-discriminación, tolerancia, justicia, solidaridad e igualdad entre hombres y mujeres.

En el art. 2, la Unión no asume esos seis caracteres ni dice que los toma como norte o canon de su actuación, sino sólo que toma nota de que están ahí operando en las 25 sociedades europeas, aunque con una clara complacencia (todos esos seis rasgos son generalmente mirados como cosas buenas).

El art. 3 estatuye que el objetivo de la Unión es promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos. Mas ni la paz ni el bienestar de los pueblos europeos son valores de la Unión, aunque sí sea un objetivo de ésta promoverlos. Y ello no es baladí. Un valor es un canon de enorme fuerza vinculante, no un simple desideratum. No es una meta, un horizonte, sino un elemento jurídico, inconcreto, eso sí, modulable de diversos modos, pero férreamente imperativo. A la finalidad se tiende. El valor se cumple, se respeta, se acata, se plasma en preceptos y en actos concretos; y eso desde el momento mismo en que se reconoce.

Rebajar la paz y el bienestar de los pueblos europeos a meras finalidades es una clara degradación de esas nociones, a las que se despoja de fuerza jurídica propiamente dicha. Lo mismo pasa con otras finalidades que se agolpan en el número 3 del art. 3: desarrollo sostenible de Europa, basado en el crecimiento económico y en la estabilidad de precios, en la economía de mercado, tendente al pleno empleo y al progreso social (no definido) y otra serie de metas asociadas. También el número 4 expone metas hacia afuera. Ese mismo número empieza sentando que, en sus relaciones con el resto del mundo, la Unión afirmará y promoverá sus valores e intereses. Luego vienen otras metas (como el comercio libre y justo y la paz). Está claro que los seis (o los 4) valores son lo decisivo, la regla inviolable y suprema, junto con los intereses de la Unión, y que cualquier otra meta es un mero desideratum o tiene un alcance de pauta política más que de exigencia normativa estricta.

La Unión no incluye entre sus valores muchos que, no obstante, son compartidos por la abrumadora mayoría de sus habitantes: el bien, la belleza, el amor, la vida (no sólo la dignidad de la vida, sino la vida misma), la calidad de vida, la humanidad, la convivencia, la felicidad, el bienestar, el placer, la justicia, la equidad, el trabajo, la verdad, el conocimiento, la información, la cultura, la paz, la armonía, la concordia, la hermandad o fraternidad, la piedad, la compasión, la comunidad de destino, el progreso, el bien común, la ayuda mutua. De todo eso, con reservas y restricciones, tal o cual elemento aparece fugazmente aquí o allá en el texto comentado, pero nunca con la fuerza vinculante de los seis valores.

Verdad es que la lista del Preámbulo de la Parte II recoge el valor de la solidaridad, que en el art. 2 era un carácter de las 25 sociedades europeas. Ese contexto permite entender que lo que se erige en valor en el Preámbulo es lo mismo que constituye un carácter de las sociedades europeas según el art. 2, o sea: es un nexo interno de cada sociedad europea entre sus integrantes que tal vez el preámbulo de la Parte II extiende para unir a todos los habitantes de Europa.

Es lícito sospechar, no obstante, que esa inclusión de la solidaridad pueda ser, en parte, retórica. Esa Carta de los Derechos Fundamentales de la U.E. que constituye la Parte II del Tratado desglosa luego tales derechos en una serie de rubros. El Tít. IV lleva el rótulo de `solidaridad' y se ciñe a establecer estos derechos:

  1. el de los representantes laborales a la información en la empresa;
  2. el de negociación colectiva;
  3. el acceso a un servicio gratuito de colocación;
  4. la protección en caso de despido injustificado;
  5. unas condiciones de trabajo justas y equitativas;
  6. prohibición del trabajo infantil y protección laboral de los jóvenes;
  7. conciliación de la vida familiar y laboral;
  8. respeto a la seguridad social que haya establecido cada Estado miembro;
  9. acceso a documentos;
  10. derecho de petición; y
  11. derecho de libre circulación (dentro de la Unión).

Esos son los 11 derechos de solidaridad (aunque en rigor algunos de ellos poco tienen que ver con la solidaridad). La solidaridad, así entendida, excluye aspectos que normalmente sí se considerarían englobados en la misma, como son: un derecho a participar de la riqueza colectiva; un deber de compartir prosperidad y estrechez, ventura y desventura. ¡Eso es solidaridad!

Es difícil, sin embargo, imaginar que la solidaridad europea no incluya ningún derecho positivo: derecho a una vivienda, a un puesto de trabajo, a comer, a la adquisición de cultura, al vestido, a medios de movilidad, a la salud (aunque --según el texto del proyecto constitucional-- ésta sí ha de ser respetada en el trabajo).

El texto constitucional no omite mencionar alguno de esos derechos; pero siempre de manera que se excluya cualquier noción de solidaridad europea así como de un derecho fundamental exigible de la persona humana a la obtención del bien en cuestión.

Así el art. 94.3 `reconoce y respeta el derecho a una ayuda social y a una ayuda de vivienda para garantizar una existencia digna a todos aquellos que no dispongan de recursos suficientes, según las modalidades establecidas por el Derecho de la Unión y por las legislaciones y prácticas nacionales'. Está claro: es una dádiva de beneficencia para los más parias que --cuando y donde haya sido establecida por un Estado miembro-- será respetada por la Unión, en el sentido de que ésta no la prohibirá.

Ahora bien, eso que no se prohíbe --así en esos términos-- sí viene dificultado indirectamente al imponerse unos constreñimientos mercantiles, financieros y militares que:

  1. Fuerzan a que actúen en régimen de libre competencia (que no de servicio público estatalmente regulado) las empresas proveedoras de edificios, material médico, quirúrgico y farmacéutico, libros, instrumentos y medios de aprendizaje y cultura, alimentos, ropa, medios de movilidad social, etc;
  2. Impiden a los Estados atender a esos propósitos caritativos, por la exigencia imperativa e innegociable de equilibrio presupuestario --art. 184-- y la prerrogativa paneuropea de establecer unas reglas tributarias unificadas (art. 171); y
  3. Someten a los Estados al deber de incrementar sus gastos militares, en general, y armamentísticos en particular: art. 41.3: `Los Estados miembros se comprometen a mejorar progresivamente sus capacidades militares'; el mismo artículo y numeral obliga a los Estados miembros a `pon[er] ... a disposición de la Unión, a efectos de la aplicación de la política común de seguridad y defensa, capacidades civiles y militares para contribuir a los objetivos definidos por el Consejo'. O sea, el incremento vinculante del gasto militar viene por partida doble: conjunta y separadamente.

Por otro lado, no parece transcender las fronteras exteriores de la Unión esa ya menguada solidaridad que titubeantemente incluyen entre los valores europeos los autores del Tratado. Ni se establece una solidaridad para con los futuros recién llegados (en rigor la Unión seguramente desea que no los haya nunca más; v. art. 267).

En realidad, hay ahí una clave para entender la contradicción entre el art. 2 y siguientes (que excluyen la solidaridad de entre los valores europeos) y la Parte II (donde sí se admite la solidaridad como un valor europeo). La solidaridad es sólo hacia adentro, no hacia afuera. Los seis valores del art. 2, los de la Parte I, fundamentan la política general de la Unión, dentro y fuera, lo que incluye la justificación para las futuras empresas armadas que presumiblemente vienen sugeridas en algunos pasajes del texto (v. infra, §16). Esas intervenciones se harán para favorecer los intereses y valores generales de la Unión, que son seis y entre los que no figura la solidaridad; ésta no podrá venir invocada nunca para intervenciones en el exterior, sino que su vigencia es meramente interna, y aun eso --según hemos visto-- de un modo casi residual, pues estrictamente la solidaridad es un valor cuya eficacia queda circunscrita al interior de cada Estado, y eso dentro de los tres constreñimientos recién señalados.


§08.-- La Dignidad, Valor Supremo

Para los autores del Tratado, la dignidad es el valor descollante, el que se sitúa en la cúspide y al cual están subordinados los demás.NOTA 13 A pesar de las vacilaciones en cuanto a la tabla de valores, el trío dignidad-libertad-igualdad --en ese orden-- es constante en ambas tablas (la del art. 2 y la del Preámbulo de la Parte II, o sea de la Carta de los Derechos Fundamentales). Por encima de todo, la dignidad. Luego la libertad. Luego la igualdad.

Así, el terceto de la revolución francesa, «libertad, igualdad y fraternidad», viene reemplazado con éste nuevo, en el que se ha evaporado la fraternidad y en el que, por delante de la libertad, asoma la advenediza dignidad.

En todo el Tratado no aparece nunca ninguna palabra de la familia `fraterna' ni de la familia `hermano', ni como sustantivo ni como adjetivo ni como verbo ni como adverbio. No parece, pues, haber concitado receptividad alguna --ni en el redactor equipo giscardiano ni entre los 25 Jefes de Estado signatarios-- la doctrina del fraternalismo, la idea de la hermandad humana.NOTA 14

Eliminada, pues, la fraternidad e izada al máximo rango la recién llegada dignidad, hemos de indagar en qué consista ésta.

La dignidad aparece tardíamente en los textos constitucionales y en los documentos legislativos de derechos fundamentales. Está ausente de las tablas de principios, valores y derechos de toda la tradición liberal del siglo XIX y también en las de la tradición social del siglo XX. Menciónase en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Preámbulo y art. 1), pero de un modo que claramente hace de esa palabra --en tal contexto-- una simple proclama del valor del hombre, de todo hombre (o sea de todo ser humano); y, por ende, la base de la igualdad, o tal vez meramente otra manera de expresar esa igualdad.

Ese uso tiene raigambre en la tradición cultural. En el siglo XV hubo dos filósofos florentinos --Gianozzo Manetti y Juan Pico de la Mirándola-- que escribieron sendos discursos sobre la dignidad del hombre; en la siguiente centuria lo hará el español Fermín Pérez de Oliva («Diálogo de la dignidad del hombre»). A los tres los movía un propósito de defender un rango básicamente igualitario de todos los miembros de la humana familia así como la estima de la plenitud del ser humano, frente al desprecio por el cuerpo que había caracterizado a buena parte de la previa tradición espiritualista, para la cual lo único valioso del hombre es su alma.NOTA 15

Pero, volviendo a nuestra época, hay que decir que, pese a ese tenor de la declaración de la ONU de 1948, la dignidad siguió siendo ignorada en muchas Constituciones. La irrupción de la dignidad se produce en el art. 1 de la Constitución de la República Federal de Alemania de 1949.

Posteriormente, el Pacto internacional de 1966 sobre los derechos económicos, sociales y culturales retomó el tema de `la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y sus derechos iguales e inalienables'. Pero, de nuevo, en ese contexto, `dignidad' es meramente un compendio del derecho a la igualdad de y entre los miembros de la humana familia; así entendida, la dignidad no es sino el derecho-deber de fraternidad igualitaria de cada ser humano para con los demás.

La Constitución española de 1978 --muchos de cuyos redactores seguían las doctrinas germanas-- no fue la única en recoger la dignidad de la persona humana como un fundamento del orden político (art. 10.1), a pesar de que tampoco esa Constitución menciona a la dignidad entre los valores superiores del ordenamiento jurídico (art. 1).

En la legislación de algunos países se ha ido introduciendo en estos últimos lustros la noción de dignidad como un valor incorporado, aunque un sector doctrinal vea en esa incorporación un mero cambio terminológico.

Cabe sospechar que no sea así. En los recientes textos legislativos y doctrinales suele revestir un contenido nuevo e irreducible esa recién llegada --ahora aupada al escalón axiológico supremo en este Tratado--. La dignidad vendrá a ser un rango del individuo humano que habrá que entender a la usanza de las dignidades o los rangos del mundo feudal, como una condición de nobleza, un sitial, un escalón en la jerarquía de los seres, que acarrearía deberes y derechos; una honra que impondrá respeto y que se habrá de guardar lo mismo por quien la ostenta que por los demás.

Tal vez sea incorrecta mi interpretación. Mas, de ser correcta, lejos de ser un patrimonio en manos de su titular (el ser humano individual), la dignidad será un designio que se le imponga independientemente de que, en cada caso, ello redunde en su perjuicio o en su beneficio.

Más concretamente: hay un sentido especial que cobra la dignidad, en la reciente doctrina y en los textos legislativos de estos últimos tiempos (que es cuando irrumpe esa noción en la vida jurídica). Trátase de su nexo con los problemas de la bioética. La dignidad se erige en una intocabilidad o sacralidad de la vida humana y de la transmisión de la vida o reproducción.

La dignidad sería el rango de ser hombre que conlleva derecho a vivir y deber de vivir; derecho a haber nacido y deber de haber nacido; derecho a procrear como siempre se hizo y deber de no procrear de otra manera.

Si para los pensadores renacentistas la dignidad iba asociada a la reivindicación del cuerpo, para este nuevo dignitarismo parece, más bien, estar ligada al alma. El ser humano --por su dignidad de ser dotado de alma-- no habría de abordar los problemas de su vida corporal como si fueran los de un ser del mundo material.

A tenor de esa pauta hermenéutica (que se basa en los mencionados fundamentos), cabe leer las declaraciones del Tratado y éstas adquieren un sentido claro, o menos oscuro.

En efecto: el título I de la Parte II del Tratado se consagra a la dignidad. Empieza ese título con el art. 61, el cual proclama que la dignidad humana es inviolable.

Aún no se dice que esa dignidad estribe en la vida; sin embargo, inmediatamente asoma ésta, en el art. 62, como un derecho (de manera que obviamente se está explicitando el valor de la dignidad proclamado en el artículo inmediatamente predecesor, el 61).

¿Mero derecho o derecho-deber? El contexto del art. 63 da claramente a entender que el respeto a la dignidad implica la prohibición de las prácticas eugenésicas, en particular las que tienen como finalidad la selección de las personas, la prohibición de la clonación reproductiva y la prohibición de utilización lucrativa del cuerpo humano o de partes del mismo.

En esas prohibiciones se perfila una concepción del ser humano como un alma que tiene un cuerpo; cuerpo que ha de someterse al alma. Por encima del cuerpo, de su comodidad, de su utilidad, de su placer, está el rango anímico-espiritual.

Ese rango, esa dignidad, excluye la reproducción técnicamente asistida --o al menos aquellas modalidades que hoy no se estén practicando todavía--. También excluye la eutanasia: aunque no se diga expresamente, el derecho a la vida del art. 62.1 no se enuncia como un bien de libertad (¡recuérdese, en efecto, que no hemos llegado a la libertad, que estamos por encima de ella, en el valor dignidad!).NOTA 16

Parece que la vida corporal es un derecho-deber que viene impuesto al hombre por su dignidad anímico-espiritual, la cual lo constriñe a aguantar padecimientos. En particular esa dignidad excluye el derecho a no haber nacido que podría aducirse por (o en nombre de) un grave discapacitado al que se ha forzado a nacer pudiendo evitarse.NOTA 17

En efecto: la dignidad anímico-espiritual del hombre --en esa concepción-- excluye la selección reproductiva (art. 63.2.b). Y son también selecciones reproductivas las que tienen uno de estos fines: evitar la transmisión de enfermedades congénitas como la drepanocitosis; equilibrar los sexos en la familia; ayudar a un hijo con especiales necesidades terapéuticas.

¿Qué pasa con la interrupción del embarazo? En diversos medios franceses se ha debatido si la proclamada dignidad es compatible o no con el aborto en supuesto alguno. Hasta cabe conjeturar si, entendida radicalmente, la dignidad excluiría también la contracepción, que es una violación de una vida potencial (impidiendo que llegue a existir).

Son temas escabrosos, difíciles, debatibles, erizados de enigmas, incertidumbres, dilemas y colisiones axiológicas. Su tratamiento sería razonable dejarlo al legislador futuro en función de los nuevos conocimientos, de las nuevas actitudes.

La posición de principio de la Carta de los Derechos Fundamentales de la U.E. --incorporada el Tratado-- encierra el peligro de hacer de esa visión anímico-espiritualista, o dignitarista, la regla suprema a la que se subordinan el bienestar y la libertad individual.

Como veremos después (en §13), la Carta de los Derechos Fundamentales de la U.E. excluye de su ámbito de protección cualquier expresión de opiniones favorables a un ordenamiento jurídico libre de esas imposiciones dignitaristas. Prohíbe manifestar convicciones a favor del derecho a no haber nacido, o a la clonación reproductiva, o a una reproducción asistida que seleccione los embriones para evitar el nacimiento de individuos con grave discapacidad. La libertad autorizada por el Tratado se circunscribe a una libertad en el marco del pleno respeto a los valores del texto (v. el art. 112.1).


§09.-- Actuaciones exteriores en pro de la Dignidad Humana

La nueva Unión Europea, según se perfila en el Tratado Constitucional, aspira a que otros Estados (seguramente del tercer mundo) asuman también los valores europeos; ello se presenta como una justificación de las intervenciones que emprenderán la Unión europea y los Estados miembros de la misma, en aplicación del Tratado.

Así el art. 41 programa, en su número 1, `misiones fuera de la Unión que tengan por objetivo garantizar el mantenimiento de la paz, la prevención de conflictos y el reforzamiento de la seguridad internacional' (o sea expediciones preventivas, o envíos de tropas para terciar con relación a un movimiento insurreccional, en virtud de la seguridad de los intereses europeos).

El número 4 del mismo artículo prevé que el Consejo [de ministros de la Unión] adopte `las decisiones europeas relativas a la política común de seguridad y defensa, incluidas las relativas al inicio de una misión contemplada en el presente artículo'. Y el número 5 autoriza al Consejo a encomendar la realización de una misión, en el marco de la Unión, a un grupo de Estados miembros, a fin de defender los valores y favorecer los intereses de la Unión.NOTA 18

Nada de todo eso se refiere a acciones de autodefensa contra agresiones venidas de fuera, que son previstas en el número 7, sino a expediciones para defender los valores de la Unión, o tal vez para favorecer sus intereses.

De momento, lo que nos interesa es lo de los valores. Del rango axiológico supremo de la dignidad se deduce que la Unión podría llevar a cabo intervenciones en Estados cuya legislación autorice hechos que pugnen con el valor de la dignidad humana según la doctrina de la Unión; hechos como pueden ser: la fecundación in vitro con la decisión de no implantar embriones con altas probabilidades de discapacidad; o la eutanasia; o el reconocimiento de un derecho de compensación por quien ha sido forzado a nacer en condiciones que hacían improbable o imposible su consentimiento retroactivo (cf. nuevamente el arrêt Perruche en Francia); o la maternidad subrogada (gestación de embrión ajeno) mediante remuneración; o la compensación económica por donación de sangre; o la gestación in vitro --si ésta llegara a ser posible--.

Eso sí, ese recurso al uso de la fuerza para hacer prevalecer la doctrina axiológica de la Unión sólo se autoriza en Estados que no formen parte de la Unión. Los Estados miembros quedan eximidos de esa posibilidad.NOTA 19


§10.-- Los límites a la libertad

La libertad es el segundo valor de la Unión, dentro del margen que consienta la doctrina dignitarista del hombre.

A la libertad se dedica el título II de la la Carta de los Derechos Fundamentales de la U.E. (arts. 66 y siguientes del Tratado). Las libertades amparadas por el Tratado son éstas: libertad-y-seguridad (o sea: una libertad-seguridad que sería una de entre las libertades y cuya concreción se deja a la jurisprudencia) --art. 66--; privacidad --art. 67--; protección de datos --art. 68--; derecho matrimonial --art. 69--; libertad de conciencia, pensamiento y religión --art. 70--; libertad de expresión --art. 71--; libertad de reunión y asociación; libertad artística y científica --art. 73--; derecho a la educación --art. 74--, que incluye (n. 3) el derecho (prestacional) de los padres a que sean educados sus respectivos hijos según las convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas de esos mismos padres;NOTA 20 libertad de trabajar en lo que uno quiera (que no es derecho a encontrar un puesto de trabajo) --art. 75--; libertad de empresa --art. 76--; propiedad privada: derecho a disfrutar de la propiedad de los bienes que haya adquirido uno legalmente, usarlos, disponer de ellos y legarlos (ius utendi et abutendi), prohibiéndose cualquier expropiación sin pronta y suficiente indemnización --art. 77--; derecho de asilo --art. 78-- y a no ser expulsado o extraditado en ciertas circunstancias --art. 79--.

Salta a la vista que está faltando una libertad de hacer lo que uno quiera y abstenerse de hacer lo que uno no quiera hacer, dentro del respeto al bien ajeno. Pero justamente, según un punto de vista filosófico, eso es libertad. ¿A eso se está refiriendo el art. 66? No parece que así sea. Nunca formula el Tratado el derecho del hombre de hacer sólo todo lo que quiera mientras no perjudique a los demás. Más bien la libertad-seguridad del art. 66 parece ser la seguridad, el estar a salvo de amenazas o coacciones ajenas o atentados contra la propia hacienda. Sabido es que para elevar el nivel de seguridad hay que restringir la libertad. (Estoy más a salvo en mi finca si se prohíbe a los demás circular en una legua a la redonda.)

No parece una tesis asumida por los autores del Tratado la de que la Libertad es libertad de andar o no-andar, de comer o no comer, de cuidarse o no cuidarse, de aprender o no aprender, de trabajar o no trabajar, de amar u odiar, de casarse o quedarse soltero, de leer o no leer, de engordar o adelgazar, de ser culto o ignorante, de vivir o no-vivir.

Quienes defendemos ese planteamiento filosófico de la libertad reconocemos, claro, que ésta tiene límites, en aras de la convivencia. Y hasta tiene otro límite en aras de la protección del yo futuro de la persona libre, o sea en virtud de los deberes que uno tiene para consigo mismo (para con su yo futuro).

Mas ese límite tiene un límite. Uno tiene obligaciones para con los demás y para con la sociedad que llevan a un deber de trabajar, aprender, amar --o comportarse sin odio-- etc. Son límites a la libertad. En un régimen de libertad cada una de tales restricciones ha de estar justificada, motivada, tasada y ponderada, porque colisiona con el valor de la libertad.

A ese argumento cabe objetar que tampoco la Constitución Española de 1978 incluye un derecho genérico a la libertad, sino únicamente (además de determinadas libertades específicamente enumeradas en la Sección 1ª del cap. 2º del Título I) justamente un derecho «a la libertad y la seguridad». O sea, de ser válida mi crítica a la Carta de los Derechos Fundamentales de la U.E. (y, por extensión, al Tratado Constitucional que la ha incluido como Parte II del mismo), la misma crítica, y por el mismo motivo, se aplicaría a la Constitución Española y a muchas otras; aunque queda a salvo de la crítica la Constitución francesa de 1958 --y la anterior de 1946-- en tanto en cuanto, al incorporar una prolamación de la vigencia vinculante de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789-- constitucionalizan el vigor jurídico de los derechos proclamados en 1789.NOTA 21

A tal objeción respondo que, efectivamente, puede ser un defecto común a varias Constituciones modernas el haber olvidado un poco el derecho genérico a la libertad, el derecho de hacer o no hacer siempre que no se perjudique a otros; que otros textos constitucionales compartan ese defecto no sirve de excusa a la Carta, y ello por varias razones.

Una de ellas es que los redactores de la Carta tenían a la vista los códigos fundamentales de los Estados miembros y les competía hacer una síntesis en la que se recogiera lo mejor, no lo peor.

Otra razón es que la construcción técnica de la Carta rigurosamente elaborada, excluye el recurso a una interpretación caritativa o analógica, al revés de lo que sucede con la Constitución española, redactada en circunstancias dramáticas y hasta de angustiosa zozobra (peligro inminente de golpe de Estado --que acabó estallando a los 26 meses de la promulgación de la Constitución; masiva presencia en el poder constituyente de los poderosos del régimen dictatorial; tensiones derivadas de la guerra civil y la más terrible posguerra).

Una tercera razón para no equiparar el silencio de la Carta acerca del derecho genérico de libertad a la insuficiencia, en ese aspecto, de la Constitución española --y de otras-- es que, al menos, la segunda incluye una proclamación de la libertad como el primer y prioritario valor superior del ordenamiento jurídico, al paso que en la Carta de los Derechos Fundamentales la libertad está subordinada a la dignidad.

Además, el art. 10.2 de la Constitución Española determina --según la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional-- una constitucionalización de los derechos y las libertades establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en los tratados internacionales sobre esa materia suscritos por España, lo cual no es el caso en la Carta de los Derechos Fundamentales de la U.E. Eso significa que los artículos de nuestra Constitución (al menos los del cap. 2º del Título I) que tengan un contenido similar a un precepto contenido en la DUDH, a uno de los Pactos de 1966, al Convenio de Roma,NOTA 22 habrán de interpretarse como incorporando toda la protección que otorguen esos instrumentos de Derecho Internacional Público. Una laguna sobre el derecho genérico de libertad puede tal vez colmarse así.NOTA 23

En cambio, tiene un alcance muchísimo más limitado la remisión que, en los arts. 52 y 53 de la Carta, se hace al Convenio de Roma; y en cualquier caso tal remisión no se refiere para nada a la DUDH ni a los Pactos internacionales de 1966.

Así pues, en el sistema diseñado por el Tratado constitucional no se configura una Libertad genérica y suprema, sino 13 libertades específicas y tasadas,NOTA 24 que se suceden en una secuencia de prioridades: primero, la seguridad (estar a salvo de potenciales delincuentes); en segundo lugar, la privacidad y el secreto de los datos (o sea un deber ajeno de no averiguar hechos de la vida propia); luego el matrimonio; luego la libertad mental y de observancia religiosa; sólo ahora vienen --ya muy por debajo en la escala-- las libertades de expresión, de reunión y de asociación; y luego vienen otras entre las que figuran la libre empresa y el derecho de propiedad privada (que nunca se ha concebido por nadie como un derecho [positivo] a tener alguna propiedad privada, sino el derecho a mantener la propiedad privada que tenga uno).

Así, el valor de la libertad realzado por el Tratado se descompone en 13 libertades concretas que incluyen el respeto a la propiedad privada y a la libre empresa, así como la potestad paterna de que se inculquen a los hijos las concepciones propias.

Cualquier medida legislativa que colisionara con esa potestad o con la libre empresa o con la propiedad privada podría ser considerada como un atentado al valor libertad. Cualquier expresión de ideas a favor de restringir esa potestad paterna o la empresa privada o la propiedad particular tenderá a limitar alguna de las 13 libertades del Tratado más de lo que éste las limita. Tal expresión de ideas no está autorizada por el Tratado (art. 114) --v. infra §13.

Hay que recalcar que la libre expresión y la libre asociación quedan encasilladas: prioritarias sobre ellas son la seguridad, la privacidad, el secreto o deber de discreción (en aras, claro, de la honra ajena), la vida privada y la práctica religiosa. Cediendo el paso a esas pretensiones prioritarias, la libertad de expresión y de asociación se ve seguida por otras pretensiones a las que el Tratado dota de legitimidad, entre las que están: la potestad paterna, la libre empresa y el respeto a la propiedad privada.

La secuencia puede al menos permitir que estos tres últimos derechos se subordinen a las libertades de expresión y de asociación; mas, dada la subordinación de estas dos libertades a los derechos individuales preeminentes de los arts. 67-70 (seguridad, privacidad, público desconocimiento, vida íntima y observancia religiosa) --estando varios de ellos muy unidos a la potestad paterna, a la propiedad privada y a la libre empresa--, parece que, por las dos bandas, hay que otorgar un papel destacado a estas tres pretensiones (la paternal, la empresarial y la propietaria).


§11.-- Igualdad

La igualdad es el tercer valor de la Unión según la Parte II del Tratado (y el cuarto según el art. 2). El título III de la Parte II se consagra a dilucidar ese valor de la igualdad. El art. 81 prohíbe discriminaciones indebidas, a las que no llama `injustificadas', tal vez porque los autores entienden que discriminación sólo es la que sea injustificada. (No habría discriminación en conceder ayudas para aparatos ortopédicos sólo a discapacitados que las necesiten.)

No vamos a discutir de palabras. En cualquier caso, esa igualdad, la mera no discriminación indebida o injustificada, es igualdad negativa, no igualdad positiva. No supone ningún derecho a alcanzar un grado de bienestar, felicidad, desarrollo humano, plenitud o calidad de vida comparable al que alcancen otros. Y es que esa igualdad es formal, externa, procedimental.

No es la igualdad de contenido, la igualdad sustancial cuyo sentimiento nos lleva a ver como injusto, como inicuo, que unos vivan bien y otros mal, que unos sean ricos y otros pobres, que unos disfruten de la vida y otros padezcan.

No estoy defendiendo una igualdad a machamartillo. No abogo por un igualitarismo radical y total. ¡Lejos de eso!

Por lo tanto, una sociedad fraternal en la que se profese el valor de la igualdad --con un significado sustantivo y no meramente formal-- no tratará de abolir todas las desigualdades, porque eso la llevaría a estrellarse contra un muro que levanta la propia naturaleza y a una conculcación de otros valores; pero sí tratará de mitigar la distancia entre cuotas de felicidad resultante de disparidades de nacimiento, edad, salud, aptitud física, fortuna, suerte, e incluso de un previo acierto o mérito personal.NOTA 25

Absteniéndose de profesar cualquier fraternalismo, el Tratado constitucional no considera absolutamente para nada esa igualdad de contenido, esa igualdad de calidad de vida, esa igualdad de disfrute de la vida. La única igualdad es la de trato procedimental.

En ese sentido, la Constitución española es más humana, más sensible, más fraterna, al estipular en su art. 9.2 la obligación de los poderes públicos de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social (aunque sólo de los ciudadanos, no de los inmigrantes). En la Constitución Europea no hay nada de ese tenor. No hay ninguna obligación de los poderes públicos de tender a una igualación del bienestar.

Tras haber explicitado el valor de la igualdad en el principio de no discriminación del art. 81, el texto comentado enumera otros principios en que se plasma ese valor de la igualdad: respeto a la diversidad cultural, religiosa y lingüística (o sea: la igualdad como intangibilidad de la desigualdad existente en esos campos) --art. 82--; igualdad entre hombres y mujeres, que incluye otorgar ventajas positivas al sexo `menos representado' --art. 83--; derechos del niño --art. 84-- y de las personas mayores (de éstas a una vida digna, pero no se dice que a trabajar) --art. 85--; y, por último, integración de los discapacitados (su `derecho ... a beneficiarse de medidas' favorables, lo que nada dice sobre una obligación de los poderes públicos de dictar tales medidas).

Tal es la igualdad del Tratado constitucional. Con la incorporación de la acción afirmativa pro-femenina, de los derechos del niño y de esa poco comprometedora tutela de los discapacitados, estamos en una igualdad como la de 1789 (y no en absoluto en la igualdad fraternal republicana que es una protesta contra lo injusto de que unos se aprovechen de la vida y otros no, o mucho menos).


§12.-- Justicia

Sabemos que la justicia no es un valor europeo ni según el elenco del art. 2 ni según el del Preámbulo de la Parte II.

Sí es, en cambio, un objetivo de la Unión (art. 3) `ofrecer[...] a sus ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores'. La justicia que asume el Tratado es una justicia que forma bloque con la libertad-seguridad y que constituye un espacio intraeuropeo. Es el dicasterio paneuropeo de vigilancia y represión de prácticas antieuropeas.

La justicia así entendida ni es un valor superior del ordenamiento jurídico paneuropeo ni, menos todavía, es un valor universal de entre los que la Unión se siente autorizada a imponer a los países exteriores a la alianza atlántica.

El art. 42 regula ese espacio europeo `de libertad, seguridad y justicia'. Las metas son 3:

  1. Aproximar las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros en los ámbitos contemplados en la Parte III (entre ellas la coordinación policial contra fuerzas políticas hostiles a las ideas paneuropeas);
  2. Implantar el reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales y extrajudiciales en esas mismas materias;
  3. Obligar a las autoridades de los Estados miembros a cooperar operativamente (¿hay una cooperación no co-operativa?) en esas materias de represión y detección de infracciones o de conductas antieuropeas.

El espacio de justicia, libertad y seguridad fundamenta, en el art. 42.3, un `ámbito de cooperación policial y judicial en materia penal'. A continuación se destaca, de entre las conductas perseguidas, la del terrorismo (art. 43), sin proporcionarse definición alguna.

Por cierto, en este punto el Tratado estipula un `espíritu de solidaridad si un Estado miembro es objeto de un ataque terrorista o víctima de una catástrofe natural o de origen humano'. No se prevé solidaridad alguna si un Estado miembro es víctima de una situación gravemente desventajosa no coyuntural (p.ej. como consecuencia de haber sufrido pasadas agresiones o intervenciones de otros Estados miembros, o como resultado de lo que sea, siempre que no se trate de una irrupción súbita y catastrófica). Ya sabemos que la igualdad sustantiva y la hermandad solidaria no son valores europeos ni siquiera para adentro.

Al margen de esa consideración, en este capítulo de la seguridad-justicia hay que destacar que (art. 43.1), la `Unión movilizará todos los instrumentos de que disponga, incluidos los medios militares' para `proteger las instituciones democráticas [...] de posibles ataques terroristas'. Habilítase así una intervención paneuropea a favor de las instituciones políticas de un Estado miembro contra una posibilidad de ataque terrorista, o sea contra terroristas potenciales. Si ya es difícil saber qué es y qué no es terrorismo, determinar qué sea una posibilidad de ataque terrorista es aún más problemático.

En cualquier caso, se pregunta uno si serviría de algo una intervención militar para hacer frente a lo que de veras es comúnmente reconocido como terrorismo (delitos de estragos o derramamiento de sangre con intención política). ¿Qué eficacia puede tener el envío de un ejército contra las acciones de ETA, o las de los fanáticos islamistas, o las de grupos violentos corsos, o las del IRA-real u otros similares (Tirol del Sur, bretones, etc)? Sin duda las fuerzas policiales de cada país hacen lo que pueden contra esa lacra, cuya extirpación no parece depender, en absoluto, del potencial militar.

No queda claro qué se está diseñando aquí, mas la vaguedad que envuelve esas previsiones hace dudar si, amparándose en ese precepto, podría planearse una eventual intervención a favor de ciertas autoridades de un Estado miembro si surgieran desavenencias entre varios órganos políticos del mismo y a uno de ellos (aquel contra el cual se intervendría) lo tachara el otro --con razón o sin ella-- de acarrear una amenaza potencial de terrorismo (o de favorecer, directa o indirectamente, al terrorismo). Porque, si no, no ve uno muy bien cómo el envío de tropas pueda proteger contra el terrorismo a las instituciones democráticas, cuando los desmanes terroristas son impotentes para derrocar institución alguna (democrática o no) y quienes han menester de protección frente a ellos son las personas (tanto las que ostentan cargos políticos como las que no) y los bienes públicos y privados; para lo cual no sirven de nada los ejércitos (si bien la inteligencia militar puede desempeñar un papel eficaz).

Cerremos ese paréntesis y retomemos el tema que nos ocupa: la justicia. El art. 107 viene a articularla en términos que dicen bastante que, para los autores del texto, la justicia es principalmente la represión de las transgresiones, el castigo de conductas antijurídicas. Ese artículo y los siguientes hablan de la justicia punitiva, y más concretamente de la penal. No parece contemplarse en esos párrafos la justicia distributiva ni la conmutativa, ni la civil ni la mercantil ni la tributaria ni la laboral ni la administrativa. Sólo la sancionatoria; y, dentro de la sancionatoria, la penal.

Es muy parco el elenco de principios penales que establece el Tratado en esos artículos.

No hallamos, en efecto, recogido el principio básico del derecho penal de que éste constituye el último recurso (la ultima ratio) y de que, por consiguiente, los problemas sociales han de tratar de solventarse, en todo lo posible, sin acudir a la vía punitiva (justamente por la superioridad del valor de la libertad). No hay en el Tratado prohibición de los abusos del ius puniendi por parte de los Estados.

No hay tampoco exigencia de tipicidad del delito. (Y no es lo mismo la tipicidad que la mera estipulación de que la acción u omisión penada haya de constituir `una infracción según el Derecho interno o el Derecho internacional'. La tipicidad es más que eso: es una configuración legal expresa, tajante, perfectamente nítida y exenta de toda vaguedad, por lo cual se veda en ese campo acudir al razonamiento analógico.)

Tampoco establece el Tratado el principio de acusatoriedad, según el cual nadie puede ser condenado sin estar legalmente acusado (lo cual impide que alguien llamado como testigo pueda salir condenado como reo); ese principio implica la existencia de una regulación legal expresa de la condición de acusado que detalle los derechos y las garantías que lo asisten.

No hay tampoco distinción entre dolo y culpabilidad; por lo tanto no se sienta el principio de que nadie puede ser penalmente castigado si no es culpable.

Tampoco hay mención alguna de que sólo serán castigadas aquellas conductas que, además de estar tipificadas como faltas o delitos, sean concretamente antijurídicas; y es que no hay mención alguna de las eximentes o causas de justificación, como tampoco de atenuantes y de agravantes, ni de causas de inimputabilidad ni de excusas absolutorias, ni del principio de necesidad o legalidad persecutoria (frente a la discrecionalidad de la represión).

Tampoco se sienta, como principio de una justa administración de justicia, el derecho a la prueba. Es sintomático que la presunción de inocencia se formule así (art. 108): el `acusado se presume inocente mientras su culpabilidad no haya sido declarada legalmente'. No se exige que la culpabilidad haya sido demostrada, sino sólo declarada. No se obliga a los tribunales a no declarar nada que no se haya probado racionalmente.

Tampoco se obliga a que las resoluciones judiciales sean motivadas ni se reconoce el derecho a la práctica de las pruebas pertinentes (salvo que se aduzca que eso se sobreentiende absorbido en `el respeto a los derechos de la defensa' del art. 108.2). Ni siquiera se establece la libre exposición de alegaciones o argumentos (de nuevo salvo que se subsuma en la vaguedad del art. 108.2). El Tratado no reconoce un derecho de las partes a que el juez razone con lógica. Ni hay una prohibición de pruebas ilícitas (conculcatorias de derechos fundamentales del hombre).

Ni explicita el Tratado que el derecho a la presunción de inocencia acarrea un derecho a la libertad de los acusados, salvo en aquellos casos tasados en que la prisión provisional sea imprescindible para asegurar la celebración del juicio (y aun eso con fuertes restricciones, dada la superioridad del valor de la libertad incluso por encima del de la seguridad).

Ni reconoce tampoco el Tratado el derecho a no ser víctima de errores forenses o del mal funcionamiento judicial, percibiendo eventualmente una plena indemnización por cualesquiera daños y perjuicios sufridos. (Da la impresión de que a los autores del Tratado les preocupa la indemnización por expropiación de un fundo más que la indemnización por haber sido injustamente privada una persona de varios años de su vida y de su situación familiar y laboral.)

Ni hay un derecho al proceso; el art. 107 sólo otorga un derecho a la audición, lo cual es diferente del derecho al proceso; éste implica una secuencia reglada de fases según un canon procesal establecido --que requiere, entre otras cosas, deslindar los papeles del instructor, el acusador, el juzgador y el defensor--; secuencia que tiende a maximizar las garantías de las partes y alcanzar la mejor demostración racional disponible. Ni hay en el Tratado exigencia alguna de varios escalones y de sistemas de recursos.NOTA 26

Tampoco asoma nada sobre el papel de la pena, ni siquiera en los términos de la vigente Constitución española. V. el art. 25.2 de ésta: las penas `estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados'. La vigente Constitución española no adopta una determinada visión filosófica de la pena, y deja campo al retributivismo --que algunos defendemos--. Sólo excluye un retributivismo puro y duro que descarte cualquier función humanizadora de la pena. En cambio el texto del Tratado constitucional permite una práctica penitenciaria exclusivamente retributiva (dar al reo lo que merece) alejada de toda visión correccionalista.


§13.-- Restricciones preocupantes a la libertad

Si no nos satisface plenamente la lectura de los títulos I a VI de la «Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión» --incorporada como Parte II del Tratado--, hallamos un motivo de inquietud especial en el título VII, cuyo papel es el de acotar las libertades y los derechos recién otorgados.

Tómanse precauciones (art. 112) para que en ningún caso los derechos admitidos en esta carta puedan aducirse en el interior de un Estado salvo en la medida en que esté involucrada la aplicación del derecho paneuropeo; y (art. 113) para que las disposiciones de la Carta no reciban una lectura lesiva de derechos jurídicamente fundamentales.

El problema está en que no se define qué sean derechos fundamentales, ni se dice que la Carta no podrá interpretarse como lesiva de un derecho reconocido en la Constitución de un Estado miembro. Conque, si se produce colisión entre una disposición del Tratado y un derecho reconocido en la Constitución de un Estado miembro, siempre cabe alegar que, según la doctrina del Tratado, no se trata de un derecho fundamental (aunque así lo denomine la Constitución de ese Estado). P.ej., derechos como los que reconoce la vigente Constitución española: a que toda propiedad privada se subordine al bien público y cumpla una función social; a que se promueva la igualdad (sustantiva) de los ciudadanos; a que la contribución a las cargas públicas se haga en un sistema fiscal justo y progresivo; al trabajo, la vivienda, la salud.

Pueden surgir contradicciones entre el derecho de propiedad privada (sin función social) que la Constitución Europea subsume en la libertad y el derecho positivo a vivienda, trabajo, salud, cultura, justicia fiscal. En tales contradicciones, la doctrina del Tratado podría entenderse como la de que esos derechos que colisionen con los reconocidos en el Tratado no son derechos fundamentales.

Mas, aparte de esos dos artículos, de importancia menor, lo esencial está en los artículos 112 y, principalmente, 114.

El art. 112 prevé limitaciones legislativas a los derechos y libertades de la Carta. Exígese que las limitaciones se hagan por ley, que respeten el contenido esencial de los derechos y que sean proporcionadamente necesarias para objetivos de interés general o para la protección de derechos ajenos. No se dice que los derechos ajenos a proteger hayan de ser fundamentales. Pese al tenor garantista, esas formulaciones son de una preocupante vaguedad y permiten abusos. En primer lugar, porque las leyes europeas no son leyes emanadas del parlamento, el cual tiene a lo sumo un poder co-legislativo (junto con el Consejo de ministros y en ciertos casos la Comisión). En segundo lugar, no se establece que sólo podrán cercenarse libertades de la Carta para la salvaguarda de otros derechos fundamentales de la misma carta; al revés, se prevé coartarlos en aras de objetivos de interés general de la Unión --como pueden ser: la defensa de sus intereses, la estabilidad de precios, el equilibrio presupuestario, la libre competencia, el reforzamiento del vínculo transatlántico, etc. Ni se establece explícitamente una jerarquía entre los derechos para determinar cuáles hayan de prevalecer en caso de colisión. Ni se tacha de inconstitucional cualquier ley que limite indebidamente las libertades reconocidas en la Carta.

Más seria es la limitación general de las libertades que impone el art. 114, bajo el rótulo de `prohibición del abuso del derecho'. Si de eso se tratara de veras, bastaría con sentar el principio jurídico del no-abuso del derecho, p.ej. en la fórmula de que nadie puede aducir un derecho reconocido en el Tratado para realizar actos que causen a otros un daño desproporcionado al beneficio propio (o cualquier otra enunciación de ese principio jurídico).

Lo que prevé el art. 114 es otra cosa. Reza así:

Ninguna de las disposiciones de la presente Carta podrá ser interpretada en el sentido de que implique un derecho cualquiera a dedicarse a una actividad o a realizar un acto tendente a la destrucción de los derechos o libertades reconocidos en la presente Carta o a limitaciones más amplias de estos derechos y libertades que las previstas en la presente Carta.

Eso significa claramente que ninguna de las libertades admitidas en la Carta (como p.ej. la de expresión o la de asociación) permite a nadie dedicarse a una actividad o realizar un acto tendente a destruir ese sistema de derechos o libertades o a limitar alguno de ellos más de lo previsto en la Carta.

Así, tomemos una asociación dedicada a promocionar la idea de que toda propiedad privada ha de cumplir una función social. Llamémosla `AFUS'. Si esa asociación tuviera éxito, si prosperasen y arraigasen sus ideas, se llegaría a una opinión pública que exigiría, y podría acabar logrando, una enmienda de la Constitución Europea que limitara uno de los derechos fundamentales contenidos en la Carta, a saber el de propiedad privada, más de lo que lo limita la propia carta (que no le impone esa función social).

Ésa es (por hipótesis) la finalidad de AFUS. No tiene otra. Aquello a lo que tiende es esa limitación de un determinado derecho de la Carta en una medida mayor que la establecida en la propia carta. Cualquier acto de la AFUS tiende a eso y a eso tiende toda la actividad de la AFUS. Luego el art. 114 excluye que la AFUS pueda acogerse --para llevar a cabo esa actividad, esos actos de propaganda-- a los derechos de expresión y de asociación que reconocen los arts. 71 y 72 del Tratado.

Tomemos otro ejemplo. Imaginemos uns agrupación política española consagrada a luchar por la restauración de la Constitución de 1931. Llamémosla la ARDeT. La ARDeT sólo se dedica a la lucha pacífica y legal por esa restauración, con manifestaciones, difusión de folletos, y, si puede, presentación de candidaturas. Eso de que su actividad es legal puede cuestionarse con la nueva Constitución Europea; y es que en realidad la ARDeT se dedica a una actividad tendente a limitar algunos de los derechos o libertades reconocidos en la Carta europea más de lo previsto en la misma. Esa mayor limitación afecta a estos puntos:

  1. El derecho de propiedad privada. Es uno de los derechos de libertad entronizados en la Carta, en su art. 77. La Carta europea no establece otros límites que la posibilidad de `regularse por ley en la medida en que resulte necesario para el interés general' (y no todo lo útil o conveniente es necesario) y la posibilidad de expropiación `por causa de utilidad pública, en los casos y condiciones previstos en la ley y a cambio, en un tiempo razonable, de una justa indemnización por su pérdida'. Cualquier otra limitación excede las limitaciones de la Carta y, por lo tanto, queda desautorizada por ésta en el art. 114. La Constitución republicana española de 1931 preveía en su art. 44 la expropiación sin indemnización cuando ello fuera de utilidad social (no forzosamente de necesidad social) y así lo hubiera previsto una ley aprobada por la mayoría absoluta de las Cortes. Además, dicha Constitución estipulaba (art. 44): `toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional y afecta al sostenimiento de las cargas públicas, con arreglo a la Constitución y a las Leyes'. También es ésa una limitación del derecho de propiedad que, con mucho, excede las previstas en la Carta europea. Así pues, abogar por esa Constitución es realizar una actividad tendente a limitar uno de los derechos de la Carta europea más de lo que ésta lo limita.

  2. La Constitución española de 1931 restringía la libertad religiosa más de lo que la restringe la Carta europea; para ésta la libertad religiosa, reconocida en el art. 70, pasa por delante de las libertades de expresión, reunión, asociación, de la libertad científica y artística, y del derecho a la educación. En cambio, la Constitución española de 1931, en el art. 27, restringía la libertad de práctica religiosa por `el respeto debido a las exigencias de la moral pública'. El mismo artículo estipulaba que los cementerios estarían sometidos exclusivamente a la pública jurisdicción, prohibiendo separación de recintos por motivos religiosos. La libertad de culto sólo se reconocía en el ámbito privado, mientras que para actos de culto en público se requería autorización gubernativa en cada caso. Además, el art. 26 de la Constitución española de 1931 restringía el derecho a asociación religiosa más de lo que lo hace la presente Carta europea (la cual otorga a ese derecho una gran preeminencia en sus arts. 70 y 72 sin establecer limitación alguna). Abogar por la Constitución española de 1931 es un acto no autorizado según el tenor del art. 114 de la nueva Constitución Europea.

  3. La libertad de empresa es establecida en la Carta europea en su art. 76 `de conformidad con el Derecho de la Unión y con las legislaciones y prácticas nacionales'. Si se restaurase la Constitución española de 1931 se tendría una limitación de la libertad de empresa mayor que la contemplada en la Carta europea, porque sería una limitación más fuerte que la que hoy se da en los países de la Unión Europea según `el derecho de la Unión y las legislaciones y prácticas nacionales'; y es que las legislaciones y prácticas nacionales ahí consideradas son sólo aquellas que tienen vigencia y que suceden en el momento de promulgarse la Carta. (Si no, en Eslovenia, Chequia, Polonia, Letonia y otros países de Europa oriental la práctica sería la de anulación de esa libertad empresarial.) Que la Constitución española de 1931 limitaba seriamente esa libertad de empresa se ve leyendo sus arts. 44, 45, 46, 49 (que prácticamente prohibía las Universidades privadas).

  4. La Carta europea establece una irrestricta libertad de enseñanza (art. 74.3: `la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto de los principios democráticos') junto con (ibid.) un ilimitado derecho paterno de que haya instituciones docentes libremente seleccionables por los padres donde se inculquen a sus respectivos hijos las ideas de sus progenitores. La Constitución española de 1931 negaba esos derechos al estatuir (art. 48) la escuela pública unificada y laica, basada `en ideales de solidaridad humana' a cargo exclusivamente de profesores y maestros que serían, todos, funcionarios públicos y que ejercerían su magisterio con libertad de cátedra; en cambio las iglesias sólo podrían enseñar sus respectivas doctrinas en el marco de sus propios establecimientos al margen del sistema educativo, que sería monopolio público. Abogar hoy por la Constitución republicana de 1931 es un acto no autorizado según el art. 114 de la Carta europea incorporada al tratado constitucional.

Pasemos a un tercer ejemplo. Puesto que la Carta europea enfatiza la Dignidad (que hemos interpretado como expresión de una concepción espiritualista del ser humano) valor supremo y máximo derecho (aunque --según nuestra lectura-- en realidad como un derecho-deber), el art. 114 desautoriza todo acto y toda actividad tendente a limitar ese derecho-deber de Dignidad más de lo que lo limita la propia Carta en sus arts. 63 y siguientes. P.ej., toda propaganda a favor de la eutanasia, o todo artículo de opinión favorable a la remuneración por la donación de sangre, o favorable a la aplicabilidad de terapias no consentidas en casos determinados (en detrimento de la prohibición del art. 63.2.a) o a favor de labores obligatorias en casos de calamidad natural para salvar vidas (en pugna con el art. 65.2).

Otro ejemplo más: el art. 68 de la Carta europea otorga a cada ciudadano de la Unión el derecho irrestricto a la protección de datos personales. Cualquier precepto que regule una utilización ajena de esos datos más de lo previsto en el citado artículo implica limitar ese derecho a la protección de datos más de lo que lo hace la Carta europea. Así, supongamos que en un Estado de la Unión hay una asociación de periodistas que abogan por un derecho a publicar cualesquiera datos verídicos sobre personas investidas de pública autoridad o aspirantes a su desempeño. Podrían alegar que el pueblo tiene derecho a conocer esos datos y sólo la gente puede decidir si son relevantes o no. Esa publicidad de datos de tales personas (no de cualesquiera otras) no respetaría las pautas del art. 68.2 del Tratado: no sería leal (leal para con los afectados, al menos en un sentido llano de la palabra) ni sería para un objetivo concreto (sino para el abstracto objetivo de que el público estuviera enterado de todo lo concerniente a esos personajes). Está claro que la actividad de esa asociación está no-autorizada por el art. 114 de la Carta europea.

Más evidente es que quedan desautorizadas por el art. 114 las propagandas tendentes a establecer regímenes autoritarios, o a vedar ciertos cultos religiosos. Es inabarcable la gama de las múltiples tendencias así desautorizadas.

Hay que preguntarse si el art. 114 desautoriza también cualquier campaña de opinión encaminada a abrogar ese mismo art. 114. Imaginemos una publicación, Vida Libre, dedicada a tal campaña; supongamos que tiene éxito: de resultas de su actividad, reúnense los 25 jefes de Estado y de gobierno y abrogan el art. 114. Tal abrogación abre la vía a la licitud de propagandas encaminadas a limitar alguno de los derechos reconocidos en la Carta más de lo que ésta lo limita; y así, indirectamente, se propicia un cambio de la opinión pública que termina desembocando --al cabo de un cierto tiempo-- en esa mayor limitación, que era el fin que, a la postre, se proponían alcanzar algunos redactores de Vida Libre. Por consiguiente, rechazar el art. 114 significa atacar la valla que impide las campañas de opinión a favor de limitar alguno de los derechos reconocidos en la Carta más de lo que lo limita la propia Carta. Luego, de rebote --y en un ejercicio de autofortificación--, el art. 114 desautoriza cualquier emisión de opiniones en contra de ese mismo artículo 114.

Para cerrar esta Sección, he de contestar a una objeción. Se puede alegar que el art. 114 no prohíbe nada, sino que sólo excluye del ámbito de protección a ciertas conductas; o sea: que no considera que tales conductas constituyan un ejercicio legítimo de los derechos reconocidos en la Constitución Europea. Mas --continuaría aduciendo el objetor-- que el ámbito objetivo de protección de una norma permisiva no abarque a una conducta no significa ni implica que tal norma esté prohibiendo esa conducta. De hecho la promulgación de la Constitución Europea no abrogaría ni derogaría las constituciones estatales en vigor; si éstas otorgan una libertad de expresión más amplia que la reconocida por el Tratado Constitucional europeo, éste no introduce restricción alguna. Es más, el art. 113 excluye cualquier interpretación en ese sentido:

Ninguna de las disposiciones de la presente Carta podrá interpretarse como limitativa o lesiva de los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos, en su respectivo ámbito de aplicación, por el Derecho de la Unión [...] así como por las Constituciones de los Estados miembros.

Respondo que, efectivamente, el art. 114 no modifica las disposiciones de las Constituciones estatales en materia de derechos fundamentales; pero no deja de tener un posible efecto deletéreo, en virtud de la primacía del Derecho paneuropeo respecto de los derechos estatales (una primacía, o aplicación preferente, que el propio texto del Tratado se encarga de recalcar).NOTA 27

Ello hace razonable la hipótesis de que, una vez promulgada la Constitución Europea (y una vez asentada una jurisprudencia en el sentido de que los derechos fundamentales en ella otorgados no incluyen ninguna libertad de expresión ni de asociación a favor de medidas legislativas que --en el espíritu de la Constitución Europea-- serían consideradas como políticamente incorrectas), las propias normas nacionales sobre derechos fundamentales podrían verse interpretadas en ese mismo sentido restrictivo; ya que es la propia Constitución Europea (en su art. I-9.3) la que afirma que hay unas tradiciones constitucionales comunes; si son comunes, son compartidas, y por ende la plasmación de esa común tradición en el texto constitucional europeo sería una pauta hermenéutica válida para interpretar cada una de las Constituciones, tanto más cuanto que la Constitución Europea expresamente reclama su primacía en el art. I-6.

Así pues (y a pesar del tenor del art. 113), el art. 114 puede tener el efecto de extender subrepticiamente a los Estados miembros cuyas Constituciones carecen de esa cláusula restrictiva la regla de cierre originariamente inscrita en la Constitución alemana y ajena por completo a las tradiciones constitucionales de Inglaterra, Francia y España.

Por eso he utilizado deliberadamente el verbo `desautorizar' para describir la situación en que la Constitución Europea coloca a las conductas políticamente incorrectas a las que excluye de su ámbito de protección, sin expresamente prohibirlas.


§14.-- No puede haber libertad sólo para los amigos de la libertad

Aunque los ejemplos considerados en la precedente sección revelan los efectos problemáticos de una cláusula de cierre como el art. 114 (redactado con la mejor intención de tutelar la libertad), el meollo del asunto es éste: mientras que la tiranía y la autocracia sólo protegen a sus adeptos y seguidores (a los respectivos partidarios del régimen autocrático particular que se dé en cada caso), lo opuesto sucede en un régimen de libertad. La libertad protege, ha de proteger y amparar, por igual a sus partidarios y a sus adversarios, a los liberales y a quienes no lo son.

Bajo el absolutismo sólo tenían cabida, sólo podían expresarse públicamente, los partidarios de ese absolutismo. Bajo los regímenes liberales españoles (1812-14, 1820-23, y sucesivos) podrían expresarse (y organizarse) tanto los partidarios de la libertad cuanto sus enemigos. Una de las glorias del liberalismo español es que permitió el partido carlista, pese a ser un partido cuyo triunfo habría acarreado la pérdida de todas las libertades.

Es ésa la gloria de un régimen de libertad, que sus adversarios nunca pueden emular. Un régimen de libertad no es un despotado de los liberales. Ningún genuino liberal quiso nunca ese despotado.

Ninguna Constitución española ha tenido nunca nada comparable al art. 114 de la Carta europea: ni siquiera la napoleónica de 1808 (cuyo carácter de liberal es muy relativo); ni la de 1812, ni la de 1837, ni la de 1845, ni la de 1869, ni la de 1876, ni la de 1931, ni la de 1978.

Verdad es que ese artículo no se lo han inventado de su propia cosecha los redactores de la Convención Europea.NOTA 28 Esa cláusula de cierre se toma casi literalmente del art. 5.1 del Pacto de los Derechos Civiles y Políticos de 1966 y del art. 17 del Convenio Europeo de Roma de 1950 sobre los Derechos del Hombre. A su vez esas cláusulas se derivaban del art. 30 (el último) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948.

Sin embargo, entre la Declaración de 1948 y el Convenio Europeo de Roma hubo un cambio significativo y transcendental. El art. 30 de la Declaración de 1948 decía esto:

Ninguna disposición de la presente Declaración puede interpretarse como implicando, para un Estado, un grupo o un individuo, un derecho a entregarse a una actividad o efectuar un acto encaminado a la destrucción de los derechos y las libertades en ella enunciados.

Lo único prohibido en ese artículo es una actividad encaminada a destruir los derechos reconocidos en la Declaración. Hay que notar que `destruir' puede entenderse como: derruir, arrasar, destrozar, hacer añicos; lo cual significa una eliminación total, explosiva y violenta; y que la actividad prohibida es sólo la que tienda a la destrucción de los derechos y las libertades, o sea del conjunto de esos derechos y de esas libertades.

Aun así, el art. 30 de la Declaración era muy preocupante. Era antiliberal. Fue seguramente una concesión arrancada por la delegación soviética.NOTA 29 Una cláusula similar fue inscrita en las constituciones de diversos Estados del bloque del Este.NOTA 30

En la concepción soviética el pacto social vincula a los miembros de la sociedad en una relación contractual por la cual cada uno obtiene de la colectividad una protección que le otorga un derecho positivo a un puesto de trabajo, al sustento, a la salud, a la instrucción y la cultura, al alojamiento, así como unos limitados derechos de libertad, y a cambio cada ciudadano se compromete a no ejercer ninguno de esos derechos en detrimento del pacto social, o sea: optando por alternativas que impliquen la ruina de ese pacto o de las condiciones organizativas que lo hacen posible, como la propiedad colectiva de los medios de producción. Así pues, en la práctica eso excluía la libertad de abogar por el restablecimiento de la propiedad privada de tales medios, la libertad de preconizar un sistema capitalista.

Algunos occidentales, habiendo asumido en 1948 esa cláusula, la retomaron y, ampliándola, la estamparon --en esa nueva formulación aumentada-- en el Convenio de Roma de 1950 y en el Pacto de 1966.

Y es que, entre la Declaración de 1948 y el Convenio de Roma de 1950, se interpone la Constitución de la República Federal de Alemania de 1949; su art. 18 constituye la verdadera prefiguración de la prohibición de los disidentes del régimen. Según ese artículo, hácese indigno de los derechos fundamentales quien abuse de alguno de ellos para combatir el orden fundamental democrático-liberal (die freiheitliche demokratische Grundordnung). En tales casos, el Tribunal Constitucional Federal decidirá sobre la privación de los mismos y su alcance.

Ese artículo sirvió durante la guerra fría para prohibir partidos, asociaciones y tendencias de signo comunista o similar.

Hay una concepción subyacente al art. 18 de la Constitución de la Bundesrepublik alemana, y a los arts. 5.1 del Pacto de 1966 y 17 del Convenio de Roma de 1950. Es la de que cabe: dentro del sistema democrático, todo; contra ese sistema, nada. Sin embargo --como sucede a menudo con las medidas de precaución--, es de temer que, al introducir ese principio, se esté socavando de algún modo el sistema democrático. Un sistema liberal (democrático o no) sólo lo hay cuando y donde hay libertad para los partidarios del sistema de libertad y para sus adversarios, por igual. Por igual porque, en efecto, las obligaciones son las mismas: las de actuar pacíficamente y con respeto a las leyes, proponiendo (en una democracia) sus respectivas opciones para que los electores elijan.

Es dudoso que haya libertad o democracia donde ésta se imponga impidiendo a la gente votar en contra de la misma.

Desde luego no estoy sosteniendo que haya de acreditarse cualquier candidatura. Hay individuos y grupos a los que la ley puede prohibir la participación electoral, sobre la base de responsabilidades específicas, de conductas ilegales o de vinculaciones precisas, documentadas y concretas con grupos que subviertan violentamente la convivencia pública. Lo que ningún régimen liberal puede hacer (sin ir en contra de sí mismo) es prohibir la expresión de opiniones o la asociación política tendente a establecer un régimen no-liberal. Menos aún prohibir la expresión de opiniones tendentes a introducir alguna restricción a alguna de las libertades otorgadas por la norma fundamental.

Para cerrar esta sección, conviene tener en cuenta un elemento más. Una cláusula de cierre como la del art. 114 de la Carta europea es tanto más atentatoria a la libertad que quiere amparar cuanto mayor sea el catálogo de libertades así tuteladas; porque, a más libertades así protegidas, menor margen de disenso autorizado habrá. En ese sentido es de destacar que la Carta europea incorpora al catálogo así protegido la dignidad (con sus corolarios como la prohibición de la clonación reproductiva), la libertad de empresa, la propiedad privada, la libertad de enseñanza de las iglesias y la potestad paterna de selección de la educación de los hijos. Ésta última ya figuraba en el Pacto de 1966 (art. 18.4), aunque con otra formulación. Asistimos en la Carta a una inflación de libertades, principalmente las de carácter económico-privatista; inflación que redunda, por obra del art. 114, en la desautorización de una gama mucho más amplia de opciones políticas y sociales, a saber: cuantas aboguen por unas mayores restricciones de esos derechos de propiedad privada y de libre empresa.


§15.-- Democracia

Para el art. 2 del Tratado, la democracia es el tercer valor europeo, por delante de la igualdad. Según lo vimos más arriba --en el §05--, el Preámbulo de la Parte II del Tratado rebaja la democracia al rango de principio, reduciendo el número de valores a cuatro. Puesto que los valores que la Unión se autoriza a exportar son (aparentemente) los de la Parte I (mientras que los de la Parte II --que incluye la solidaridad-- son ad intra), podemos colegir que las futuras intervenciones de la Unión podrán tener, entre sus objetivos, el de implantar la democracia (por ser un valor de la Parte I), si bien el Tratado no suministra criterio alguno con arreglo al cual quepa determinar en qué casos será legítima tal imposición y en cuáles no.

Resultaría más convincente su propósito de abanderar la democracia y de inscribirla entre sus valores enarbolables ad extra si la propia Unión Europea fuera más democrática en su propio funcionamiento.

Es siempre problemático que haya democracia europea sin haber un demos europeo. Los redactores del Tratado no creen en tal pueblo. No lo mencionan ni una sola vez en su texto.

El Preámbulo del Tratado habla, de pasada, de los pueblos de Europa. El art. 3 señala como uno de los objetivos de la Unión el bienestar de sus pueblos. Más tarde, se establecen las funciones del defensor del pueblo europeo; está claro que en esa expresión el adjetivo `europeo' se refiere a la locución nominal `defensor del pueblo', no al sustantivo `pueblo'; no es el defensor del pueblo-europeo, sino el defensor-del-pueblo europeo. De nuevo el preámbulo de la Parte II vuelve a hablar de los pueblos de Europa. En su articulado, esa parte retoma las competencias del defensor del pueblo europeo. Finalmente, reaparece la locución `los pueblos europeos' en la Parte III (concretamente en el art. 280.2.a sobre asuntos culturales); y en esa parte vuelve a hablarse profusamente (sobre todo en el art. 335) del nombramiento y de las tareas del defensor del pueblo.

La vida democrática de la Unión viene regulada en el título VI de la Parte I del Tratado. Y el capítulo I del título VI de la Parte III desarrolla los detalles del funcionamiento de las instituciones paneuropeas. En esos pasajes hemos de buscar la democracia establecida en el Tratado.

Uno de los rasgos comunes a cualesquiera Estados de los que se consideran democráticos es que tiene vigencia en ellos un principio de división de poderes. No es menester abrazar el dogma de la separación de poderes, cuya insostenibilidad ha sido analizada por la doctrina. No hace falta comulgar con las ideas o los argumentos de Montesquieu en su obra clásica L'esprit des lois. El principio de división de poderes no depende de una teoría particular como la del genial pensador francés, ni de unos mecanismos determinados, ni compromete a un esquema rígido que imponga un canon inaplicable de separación a ultranza. La idea básica --que articularon las repúblicas antiguas, como la ateniense y la romana-- consiste en que haya una pluralidad de órganos políticos de gobierno, con funciones deslindadas y con mecanismos diferentes para su provisión, de suerte que ninguno concentre en sus manos un poder excesivo.

En los Estados modernos, esa división de poderes se materializa en la demarcación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial --pudiendo añadirse otros como el moderador, el de control y el garantizador. Interésanos aquí el deslindamiento de los poderes ejecutivo y legislativo.

Es verdad que esa división está erosionada en la práctica legislativa, a menudo abusivamente violatoria del espíritu de los códigos constitucionales. Mas al menos en principio sí se da.

En cambio, el Tratado constitucional europeo elimina esa división de poderes. La única institución democrática de la Unión, el Parlamento, tiene únicamente una competencia co-legislativa. Comparte el poder legislativo y el presupuestario con el Consejo [de ministros].

Es más, también adquiere poderes legislativos con el Tratado la Comisión de Bruselas --que ni es elegida por los pueblos europeos ni está integrada por gobernantes elegidos--. Esa Comisión se regula en el art. 26 (y muchos otros pasajes del texto) con una enorme amplitud de poderes. El art. 34.1 le asigna el monopolio de la iniciativa legislativa europea. El art. 36 le atribuye un poder legislativo delegado. A ello se unen los poderes ejecutivos del Consejo Europeo (de jefes de Estado y de gobierno), del Consejo [de ministros] y de la Comisión de Bruselas.

También está el Banco Central europeo --cuya misión es velar porque la vida económica se ajuste a los imperativos de la moneda y a su estabilidad (art. 30.1 y art. 185). Pues bien, al Banco se le confieren también atribuciones de iniciativa legislativa (art. 34.3).

Me parece que queda demasiado reducida la vida democrática de la Unión, pues la única institución de elección popular, el Parlamento, sólo tiene un papel legislativo y otras funciones, pero no la capacidad de dictar leyes europeas por sí solo.NOTA 31

Los demás artículos con que los redactores del Tratado desean fomentar la vida democrática de la Unión (45 y siguientes) corroboran esas insuficiencias.

Por último, hay que señalar cómo --con excelente intención-- los redactores del Tratado Constitucional Europeo han introducido elementos de democracia participativa, otorgando una presencia paneuropea a asociaciones privadas a las que se juzga encarnaciones de la sociedad civil, especialmente a los interlocutores sociales.NOTA 32 Siendo de alabar ese propósito, lo embarga a uno la duda de si tales correctivos participatorios a una democracia puramente electoral no son fuente de mayores distorsiones; porque en definitiva se está así concediendo un cierto rango público a asociaciones que quizá no representen mucho más que a sus respectivos miembros (generalmente poco numerosos), olvidando que la sociedad civil es, ante todo, una masa de individuos y que las personas jurídicas no han de suplantar a las personas físicas.


§16.-- La política exterior de la Unión Europea

Las concepciones axiológicas plasmadas en el texto constitucional son muy significativas para el diseño de la nueva política exterior común. Ya vimos en §09 cómo la Constitución Europea delinea un programa de acciones en el extranjero, que en parte vienen justificadas con el motivo de hacer respetar los valores europeos. Vamos ahora a verlo con mayor detalle.

El título V de la Parte III del Tratado se consagra a planear los grandes lineamientos de la política exterior de la Unión. En este texto tiene la novedad terminológica de llamar `política exterior' a una política hacia afuera que incluye lo militar, y `ministro de asuntos exteriores' a un ministro con competencias para el uso de la fuerza en el exterior.

Una lectura atenta y reiterada de los pasajes donde figuran esas locuciones permite atestiguar que eso es así.

El art. 292 enuncia y anuncia las futuras acciones de la Unión para fomentar la democracia y (según lo vimos en §09) para hacer respetar la dignidad humana. Hay una referencia a la Carta de las Naciones Unidas, mas la política internacional de los últimos años hace dudar de cuán laxamente pueden interpretar la Carta de la ONU las cinco potencias titulares del derecho de veto (dos de ellas miembros de la U.E.).

La Unión quiere promover acciones coordinadas, que signifiquen `soluciones multilaterales a los problemas comunes' (art. 292.1).

El art. 292.2 dice a las claras que la Unión ejecutará acciones con el fin de: (a) defender sus valores, sus intereses fundamentales y su seguridad; (b) establecer la democracia; (c) prevenir conflictos; (d) hacer sostenible el desarrollo (dudando uno si eso significaría moderarlo cuando un Estado no miembro aspirase a una tasa excesiva de crecimiento económico, en perjuicio del equilibrio ecológico); (e) suprimir obstáculos al comercio internacional (lo cual podría llevar a intervenir frente a un Estado que limitara las exportaciones de cierto metal juzgado indispensable por la Unión); (f) introducir medidas de gestión sostenible de los recursos naturales mundiales (de nuevo eso puede afectar a los Estados cuya gestión de sus propios recursos naturales no sea conforme con el canon europeo de sostenibilidad); (g) ayudar a poblaciones víctimas de catástrofes; y (h) promover una buena gobernación mundial.

El art. 293 establece que --basándose en los principios y objetivos enumerados en el art. 292 (que acabo de sintetizar)-- el Consejo Europeo (o sea: la junta de jefes de Estado y de gobierno) determinará los objetivos estratégicos de la Unión. Por si el término `estratégico' no fuera bastante explícito, añade ese artículo que, al definir esa estrategia, las decisiones del Consejo Europeo `tratarán de la política exterior y de seguridad' y `definirán su duración y los medios que deberán facilitar la Unión y los Estados miembros'.

El art. 294 obliga a los Estados miembros a apoyar `activamente y sin reservas la política exterior y de seguridad común', precisando: `la Unión llevará a cabo la política exterior y de seguridad común [...] adoptando decisiones europeas por las que se establezcan [...] las acciones que va a realizar la Unión'. Y, como todavía no se ha pronunciado la palabra, ésta cae en el art. 295: `también respecto a los asuntos que tengan repercusiones en el ámbito de la defensa', puntualizándose: `Si un acontecimiento internacional así lo exige, el presidente del Consejo Europeo convocará una reunión extraordinaria del Consejo Europeo para definir las líneas estratégicas de la política de la Unión ante dicho acontecimiento'.

El acontecimiento que suscitaría tales alarmas y líneas estratégicas no va a ser una epidemia de peste aviar en Indochina, claro, ni la estrategia es el envío de vacunas o la apertura de una línea de crédito. Estamos en otro contexto. El art. 296.1 encomienda al ministro de asuntos exteriores contribuir a ejecutar esas decisiones; el art. 297.1 precisa que se está hablando de una situación que exija una acción operativa de la Unión, ante la cual el ConsejoNOTA 33 adoptará las decisiones europeas necesarias fijando `los objetivos, el alcance y los medios que haya que facilitar a la Unión', decisiones que (art. 297.2) serán vinculantes para los Estados miembros. También se prevé que la intervención pueda ser unilateralmente iniciada por un Estado miembro con carácter de urgencia (art. 297.4), eximiéndose, en casos excepcionales, de contribuir al esfuerzo militar a un Estado miembro (art. 297.5) que tenga dificultades importantes para aplicar una de tales decisiones de intervención europea (p.ej. por una viva oposición de la opinión pública). El art. 299 prevé las intervenciones rápidas.

El art. 300.4 --en relación con varios detalles de procedimiento referentes a todo este plan-- aclara que algunas reglas de procedimiento `no se aplicarán a las decisiones que tengan repercusiones militares o en el ámbito de la defensa'. Ulteriores artículos hablan de `la dirección estratégica de las operaciones' (art. 307.2) y profiere con rotundidad (art. 309.1):

Las misiones contempladas en el apartado 1 del art. 41, en las que la Unión podrá recurrir a medios civiles y militares, abarcarán las actuaciones conjuntas en materia de desarme, [...] las misiones de prevención de conflictos, [...] las misiones en las que intervengan fuerzas de combate para la gestión de crisis, incluidas las misiones de restablecimiento de la paz y las operaciones de estabilización [...]. Todas estas misiones podrán contribuir a la lucha contra el terrorismo...

Los redactores del Tratado insisten (art. 309.2) en que el ministro de asuntos exteriores de la Unión se hará cargo de la coordinación de los aspectos civiles y militares de dichas misiones.

Algunas de tales misiones podrán confiarse a un determinado grupo de Estados (art. 310). No se dice que hayan de ser todos ellos Estados miembros. Pueden ser otros aliados que compartan los mismos intereses.

Para posibilitar esas misiones se crea (art. 311) la Agencia Europea de Defensa, a fin de desarrollar el armamento que se utilizará en las intervenciones. La agencia identificará los objetivos de capacidades militares (art. 311.1.a) y las necesidades operativas (311.1.b), establecerá los proyectos multilaterales para cumplir los objetivos de capacidades militares (art. 311.1.d) y mejorará la eficacia de los gastos militares (art. 311.1.e). Ciertos Estados miembros vienen obligados (art. 312.1) a asumir compromisos en materia de capacidades militares.

Hay, empero, compromisos militares que asumen todos los Estados signatarios de este Tratado. El art. 40 (volvemos a la Parte I) estipula (anticipando los detalles que acabamos de ver en los párrafos precedentes): `La Unión europea llevará a cabo una política exterior y de seguridad común basada en el desarrollo de la solidaridad política mutua de los Estados miembros, en la identificación de los asuntos que presenten un interés general'; para lo cual el Consejo Europeo `determinará los intereses estratégicos de la Unión y fijará los objetivos de política exterior y de seguridad común'; sobre esa base el Consejo de ministros elaborará esa política de intervenciones `en el marco de las líneas estratégicas establecidas por el Consejo Europeo y conforme a lo dispuesto en la Parte III' (que es lo que hemos visto en los párrafos precedentes).

Tiene mucha importancia el mandato del art. 40.5 que constriñe a los Estados a concertarse `sobre todo asunto de política exterior y de seguridad que presente un interés general con vistas a establecer un esquema común'. Y se añade:

Antes de emprender cualquier actuación en la escena internacional o de asumir cualquier compromiso que pueda afectar a los intereses de la Unión, cada Estado miembro consultará a los demás en el seno del Consejo Europeo o del Consejo. Los Estados miembros garantizarán, mediante la convergencia de su actuación, que la Unión pueda defender sus intereses y valores en la escena internacional. Los Estados miembros serán solidarios entre sí.

Las «actuaciones» por emprender y que requieren tanta consulta y concertación no son el envío de ambulancias de la Cruz Roja, ni el de buques de exploración. Está claro que la estipulación del art. 40.5 obliga a los Estados miembros a ser solidarios entre sí en las empresas que involucren el uso de la fuerza en el exterior. Para más explicitud, el art. 41 recalca que habrá de articularse una `política común de seguridad y defensa' con `una capacidad operativa basada en medios civiles y militares', precisando: `La Unión podrá recurrir a dichos medios en misiones fuera de la Unión que tengan por objetivo garantizar el mantenimiento de la paz, la prevención de conflictos y el fortalecimiento de la seguridad internacional'.

Para disipar las sospechas de una aplicación abusiva de tales previsiones, hubiera sido de desear que el texto del Tratado:

NOTA 36

Para que la existencia de una política militar de la Unión europea no desligue a ésta de la Alianza Atlántica, el art. 41.2 constitucionaliza el vínculo transatlántico: `La política de la Unión [de seguridad y defensa] con arreglo al presente artículo no afectará al carácter específico de la política de seguridad y defensa de determinados Estados miembros [léase: Inglaterra], respetará las obligaciones derivadas del Tratado del Atlántico Norte para determinados Estados miembros que consideran que su defensa común se realiza en el marco de la organización del Tratado del Atlántico norte y será compatible con la política común de seguridad y defensa en dicho marco'.

Eso nos recuerda lo que sucedió con el Estatuto de Bayona, redactado por Napoleón en 1808 y enunciado formalmente como una Constitución otorgada por su hermano, rey nominal de España bajo el título de `José I'. Ese Estatuto disponía en su art. 124: `Habrá una alianza defensiva y ofensiva perpetuamente, tanto por tierra como por mar, entre Francia y España'. España quedaba así constitucionalmente atada a Francia; Francia no quedaba constitucionalmente atada a España, ni siquiera sobre el papel.

Por esta Constitución Europea, Europa queda constitucionalmente atada a la NATO, y por lo tanto a los EE.UU de América. Los EE.UU de América no están constitucionalmente ligados a Europa.

Esas disposiciones vinculan también a los Estados de la Unión políticamente neutrales (Finlandia, Irlanda, Austria, Suecia), pues el art. 41.3 obliga a todos los Estados miembros a poner `a disposición de la Unión, a efectos de la aplicación de la política común de seguridad y defensa, capacidades civiles y militares'. `Los Estados miembros se comprometen a mejorar progresivamente sus capacidades militares', y la agencia europea de defensa, sostenida por los impuestos de todos los habitantes de la Unión, velará por aumentar el armamento y mejorar las capacidades militares.

Algunas de esas acciones exteriores podrá no emprenderlas formalmente la Unión. En efecto, el art. 41.3 establece: `El Consejo podrá encomendar la realización de una misión, en el marco de la Unión, a un grupo de Estados miembros a fin de defender los valores y favorecer los intereses de la Unión'. Pero habrá (art. 41.6) Estados miembros `que cumplan criterios más elevados de capacidades militares y que hayan suscrito compromisos más vinculantes en la materia para realizar las misiones más exigentes'; ellos `establecerán una cooperación estructurada permanente en el marco de la Unión'.


§17.-- Conclusión

Hay en la Carta de los Derechos Fundamentales --y en todo el Tratado Constitucional-- cosas positivas y alentadoras, mas también hallamos un cierto déficit axiológico. Encontramos dos elencos diferentes de valores (ad extra y ad intra), ambos diseñados con determinados criterios que no todos compartimos. Esas carencias vienen intensificadas por el privilegio otorgado al valor supremo de la dignidad. También merece destacarse (y no lo ha sido suficientemente en los debates) el ambicioso plan estratégico de actuar (incluso con la fuerza) al servicio de los intereses de Europa y de los valores profesados por la Unión, máxime dado el elenco axiológico no unánimemente compartido.

Cualesquiera que sean las vicisitudes futuras de esta u otras propuestas constitucionales, sus diseñadores ganarían en credibilidad si, sometiendo a un re-examen su visión axiológica, tuvieran más en cuenta las escalas valorativas de otros sectores de las opiniones públicas de la U.E., no siempre coincidentes con las que parecen haber inspirado la redacción de este texto.

Un proyecto futuro sería más convincente si otorgara mayor primacía al valor de la libertad y si introdujera el de la hermandad humana.

Tales son, en suma, mis opiniones, que de buena gana someto a otras mejor fundadas.


§18.-- Bibliografía








[NOTA 1]
La Carta fue solemnemente proclamada en Niza el 7 de diciembre de 2000, conjuntamente por el Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión. Está publicada en el Official Journal of the European Communities, 2000-12-18. A falta de promulgación (para lo cual estaba destinada su incorporación al Tratado Constitucional), esa proclamación hace de la Carta algo así como soft law. Sin embargo, a pesar de las ilustres opiniones que llevan a mirar con recelo la soft law, mi parecer es que soft law is law. Un derecho con menor grado de vinculatoriedad, pero no nulo.


[NOTA 2]
La vía que se siguió para alcanzarla, si incorporación textual al Tratado Constitucional, ha quedado frustrada, al fracasar el plebiscito ratificatorio en Francia y Holanda.


[NOTA 3]
V. Araceli Mangas, [M2], p. 185. Un estudio muy detallado del uso que de la Carta se ha hecho en las jurisdicciones europeas de Luxemburgo (el Tribunal de primera Instancia y el Tribunal de las Comunidades) se halla en [M6].


[NOTA 4]
Es ése uno de los preceptos más encomiables de este Tratado, cuya novedad ha sido bien percibida por algunos estudiosos. V. Araceli Mangas, [M2], p. 53. En la práctica, sin embargo, el efecto Monet haría muy difícil a un Estado retirarse de la Unión, porque acarrearía gravísimas consecuencias económicas. Por otro lado el artículo 60 reglamenta la retirada de la Unión en términos sumamente prolijos y hasta casuísticos, en un despliegue de ingenuidad legislativa, ya que, de surgir un hecho así, se estaría ante una situación de crisis, que difícilmente podría encauzarse por las complicadas sendas de ese artículo.


[NOTA 5]
La Parte II del Tratado incorpora textualmente la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea proclamada en Niza el 7 de diciembre de 2000. Sobre cómo esa inserción (o incrustación) se ha producido en términos que --en virtud del art. 112-- reducen a muy poco el alcance jurídico de las normas contenidas en la Carta, v. el artículo de Pedro Cruz Villalón, [C3].


[NOTA 6]
La mención es enfatizadora, y parece claro que para los redactores el `incluidos' juega un papel semántico fuerte, como un `especialmente'. La Unión se erige en adalid de las minorías, o sea de ciertos derechos colectivos. Por otro lado, sin embargo, no se dice que también habrán de protegerse los derechos de las minorías dentro de esas minorías, ni que esos derechos de las minorías han de tener sus límites en los derechos de los individuos y las familias, en derechos adquiridos de terceros y en los deberes de solidaridad nacional.


[NOTA 7]
Tal vez extendido a los ciudadanos de la Unión residentes fuera de él.


[NOTA 8]
Hasta el punto de que Bélgica, p.ej., mira con ceño cualquier ayuda al Congo ex-Belga que no venga de la propia Bélgica y sea susceptible de introducir otra influencia en su esfera propia.


[NOTA 9]
Cuya vinculatoriedad interna en la U.E. se restringe por la subsidiaridad y por el ajuste a las legislaciones y prácticas nacionales.


[NOTA 10]
Ya de suyo achatado y hasta (en su articulación en derechos) reducido a una mera sombra de sí mismo en los arts 87ss del Tratado.


[NOTA 11]
Cláusula reiteradamente introducida como coletilla en casi todos los derechos sociales que reconoce la Carta.


[NOTA 12]
A toda la anterior argumentación cabe añadir que el art. 112.7 del Tratado (el antepenúltimo de la Carta según se ha incorporado a la Constitución Europea) sienta como hermenéuticamente vinculantes «las explicaciones elaboradas para guiar en la interpretación de la Carta de los Derechos Fundamentales» que habrán de tenerse en cuenta por los órganos jurisdiccionales de la Unión y de los Estados miembros. (V. al respecto los agudos comentarios del Profesor Pedro Cruz Villalón en [C2], pp., 195-6). Aunque esas explicaciones no están accesibles al común de los mortales (o, de estarlo, sería tal vez previa iniciación en los recursos telemáticos idóneos, que el autor de esta monografía no ha logrado averiguar), es dudoso que pudiera haber ahí tampoco la menor indicación que permitiera extender al ámbito de la política exterior de la Unión el valor de la solidaridad. (V. también sobre esas «explicaciones» lo que dice Araceli Mangas en [M2], p. 198.)


[NOTA 13]
Un estudio pormenorizado e interesantísimo del valor de la dignidad humana en la Constitución Europea lo ofrece el Prof. Pedro Serna, [S1]. Mi propia apreciación axiológica es diferente de la del Profesor Serna.


[NOTA 14]
Incluso el tema del bienestar animal --art. 121-- viene abordado sin mencionar tampoco el vínculo de familia que nos une con los que tradicionalmente se denominaron `nuestros hermanos inferiores'.


[NOTA 15]
Desde luego, no parecen haber sido esos precedentes renacentistas los que han inspirado la puesta en circulación del valor jurídico de la dignidad en los textos legislativos de la segunda mitad del siglo XX, sino más bien la filosofía de Kant, que, a través de eslabones intermedios, ha impregnado a buena parte del pensamiento alemán contemporáneo.


[NOTA 16]
Sobre la relación entre la eutanasia y el derecho--deber de vivir dispuesto por el art. 2 de la Carta (art. 62 del Tratado), v. [E1], pp. 31ss. Sin embargo, esa doctrina se refiere --a propósito de la Carta ciertamente-- a la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, el cual ha rechazado (sentencia del 29 de abril 2002) que el derecho a vivir del art. 2 del Convenio de Roma garantice un derecho a optar por vivir o dejar de vivir, o sea el derecho a morir. V. ibid otras referencias al respecto. Sin embargo, no aborda el tema crucial de si el dignitarismo que inspira el art. 2 de la Carta implica la prohibición de la eutanasia, a pesar de que es hoy una de las principales controversias sociales en Europa y en muchas otras partes del mundo.


[NOTA 17]
Cf. la jurisprudencia sobre el caso Perruche. V.: Lorenzo Peña y Txetxu Ausín, «Libertad de vivir», Isegoría, Nº 27 (Madrid, 2002), pp. 131-149. ISSN 1130-2097.


[NOTA 18]
Sobre la PESC (política exterior y de seguridad común) delineada en los arts. 40 ss de la Constitución Europea, v. el artículo de Molina del Pozo, [M5], pp. 424 ss. V. también ibid, pp. 432 ss, sobre la relación entre esos preceptos y los del Título V de la Parte II, con la previsión de acciones ad extra, eventualmente armadas. Notemos, de pasada, que, entre las materias de esa política común de seguridad, figura la regulación de la inmigración, lo cual puede en el futuro plantear problemas a Portugal y España, cuyas relaciones migratorias con las naciones iberoamericanas podrían sujetarse al control paneuropeo, desde horizontes en los que la sensibilidad es diferente.


[NOTA 19]
En §16 volveré más en detalle sobre cómo diseña la Constitución Europea planes de expediciones de la Unión.


[NOTA 20]
Es verdad, sin embargo, que ese derecho paterno --que tiene implicaciones jurídicas a las que aludiré más abajo-- se enuncia en el art. 74.3 del Tratado Constitucional con una formulación cauta. `Se respetan, de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio, [...] el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas'. No se trata meramente de que los padres puedan decidir el tipo de educación de sus hijos, sino de que se garantice que los hijos recibirán una educación conforme con las convicciones paternas. De ahí que nos permitamos parafrasear tal derecho como el de inculcación paterna; y es que, si bien, en un plano puramente abstracto, esa conformidad podría no ser identidad, en la práctica todo el mundo entiende por `educación conforme a tales convicciones' una educación en la que se inculquen esas convicciones.


[NOTA 21]
Y lo hacen hasta el punto de que el Conseil Constitutionnel puede anular una ley aprobada por el Parlamento aduciendo que vulnera la libertad --libertad a secas, libertad como derecho a hacer cuanto no perjudique a otros.


[NOTA 22]
O a la propia Carta de Derechos Fundamentales de la U.E., si el Tratado Constitucional llegara a entrar en vigor.


[NOTA 23]
Hay que reconocer que esa técnica puede ser peligrosamente restrictiva cuando los instrumentos sean menos protectores de derechos individuales, que es lo que sucede precisamente en esta Carta, que quedaría constitucionalizada en España si el Tratado entrara en vigor.


[NOTA 24]
El Preámbulo del texto inglés de la Carta usa, para mencionar el valor de la Libertad, no la palabra `Liberty', sino `Freedom', que tiene un matiz de menor abstracción, una connotación de habilitación o facultad ceñida a determinado aspecto. Y el capítulo III no se titula `Freedom', sino `Freedoms', en plural (al paso que los capítulos I, III, IV y VI llevan títulos en singular, referidos a la dignidad, la igualdad, la solidaridad y la justicia); lo cual vehicula la idea de varias libertades acotadas. La `liberty' es, en unión copulativa con la seguridad, la primera libertad de la persona, consignada en el art. 6, y cuyo contenido es la libertad ambulatoria y el estar a salvo de acciones delictivas ajenas.


[NOTA 25]
El hermano comparte con sus hermanos también cuando éstos lo pasan mal por errores que cometieron alguna vez en su vida. De hecho un rasgo característico del trato fraterno es la indulgencia como dulcificadora de la responsabilidad: perdonar setenta veces siete.


[NOTA 26]
Aunque el Tratado omite todo eso, no poco de ello estaba en las constituciones de muchos Estados miembros.


[NOTA 27]
Araceli Mangas, en [M2], cap. 8, pp. 165 ss., analiza esa primacía autoproclamada de la Constitución Europea (art. I-6), que la misma extiende también a todo el Derecho paneuropeo que de ella se derive por sobre el Derecho de los Estados miembros --incluidas, pues, las Constituciones nacionales. Relaciona ese problema con la necesidad o no de revisar las Constituciones nacionales --y, en nuestro caso, la española--, así como la doctrina jurisprudencial de nuestro Tribunal Constitucional sobre el lugar que el Derecho comunitario europeo ocupa en nuestro sistema de fuentes y, por lo tanto, sobre el papel que corresponde al alto Tribunal en lo tocante a hacer respetar el Derecho de la Unión. Tales temas caen fuera de los límites de la presente monografía.


[NOTA 28]
La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea --ahora incorporada como Parte II del Tratado Constitucional-- había sido redactada por una primera Convención, la de 1999-2000. La segunda Convención --que es la que redactó el texto del Tratado Constitucional (2002-2003)-- recibió del Consejo Europeo celebrado en Laeken la encomienda de asumir esa Carta en el Tratado, para darle fuerza vinculante.


[NOTA 29]
Que el art. 30 de la DUDH resultó de las propuestas soviéticas --y de otros países del bloque euro-oriental-- se ve por la descripción que ofrece de la gestación de la Declaración Antonio Cassese en [C1], p. 45. Expone así Cassese el punto de vista soviético. «En consecuencia, los derechos de asociación, de libre manifestación del pensamiento, de prensa, de participación en la vida cultural de la comunidad han de tener un límite insuperable en la necesidad de salvaguardar a las sociedades democráticas contra el `fascismo'. No es exacto el concepto occidental de que todos, incluso quienes quieren destruirla, han de usufructuar la libertad. Para los socialistas esto es simplemente un absurdo o una herejía». (Ibid, p.45). Las propuestas rusas fueron rechazadas por la Asamblea General, pero el art. 30 es un trasunto atenuado de tales nociones. Evidentemente la vida da muchos tumbos. Hoy no abundan quienes sustentan el punto de vista liberal --que profesa el autor de esta monografía--, a saber: que la libertad ha de amparar por igual a quienes aspiramos a mantenerla y ampliarla que a quienes aspiran a destruirla (siempre que sus medios de acción sean pacíficos). Igual que no se acepta que la libertad de pensamiento es, no sólo libertad para escoger el bien, sino también para escoger el mal; como no se suele aceptar que la libertad democrática de asociación ha de ser, no sólo el derecho a asociarse democráticamente, sino también el de asociarse autoritaria o carismáticamente. No se acepta que la asunción de la libertad ha de ser libre. Se olvida que la libertad forzosa no es libertad.


[NOTA 30]
No deja de ser paradójico que la Constitución soviética de 1936 no contuviera tal cláusula; únicamente se establecía como contrapartida de los derechos individuales reconocidos la obligación de acatar la ley y cumplir las obligaciones sociales: art. 130.


[NOTA 31]
Otro problema para la democraticidad es el lugar reservado a los tratados internacionales suscritos entre la Unión y otros estados o conjuntos de estados. V. Araceli Mangas, [M2], p. 163. Si ya en el Derecho español la preeminencia de los tratados internacionales suscita dificultades en el sistema de fuentes (coartando la libre decisión parlamentaria y, así, el juego de las mayorías), un tratado suscrito por representantes de la Unión europea, válido desde el punto de vista del Derecho internacional, puede cercenar aún más lo decidible por las instancias que emanan directamente de la elección popular y que son sensibles a la opinión pública (una opinión pública que es, en cada caso, nacional, porque difícilmente puede ser supranacional, en virtud de su propia naturaleza). Podría eso alcanzar a materias de seguridad y defensa u otras de aquellas en las que en el Tratado (en sus arts. 15, 16, 17 entre otros) se afianzan (y de hecho se amplían, pese al aserto del art. 111.2) las competencias de la Unión. Es de temer una ulterior reducción de la soberanía popular.


[NOTA 32]
V. Molina del Pozo, [M5], pp. 428-429.


[NOTA 33]
Parece que no es el Consejo Europeo, sino el Consejo, o sea el Consejo de ministros.


[NOTA 34]
Propuesta de Josep Borrell, no retenida.


[NOTA 35]
Es cierto que sí se ha formulado una promesa --menos concreta-- en el art. 321.2 para las acciones de ayuda humanitaria, pero no así para las misiones «más exigentes» previstas en el Tratado.


[NOTA 36]
No figura en el Tratado ninguna palabra de la familia `colonia'. La memoria histórica es selectiva.





[*]
El trabajo de investigación que ha dado como resultado la redacción de este artículo forma parte del Proyecto: «Un estudio lógico-gradualístico de los conflictos normativos» [BJU2001-1042] del Ministerio de Ciencia y Tecnología.

Este trabajo ha sido reescrito cuatro veces bajo sendos títulos, manteniendo siempre el contenido esencial. La versión aquí presentada no coincidide ya exactamente con la que figuraba en el volumen colectivo Valores e historia en la Europa del siglo XXI, ed. por Roberto Rodríguez Aramayo y Txetxu Ausín, México-Barcelona: Plaza y Valdés, 2006, pp. 357-415. ISBN 84-934395-4-1 y 978-84-934935-4-5, si bien el título del ensayo sí es el mismo. (Una primera versión se había llamado «El EuroBodrio: Análisis Crítico de la Constitución Europea» [ http://jurid.net/soc/eurobodr.htm]; la difundí como contribución al debate que precedió a la votación popular del domingo 20 de febrero de 2005.)