Las Reglas del Juego: Consideraciones Críticas sobre Radical Hermeneutics de John Caputo

Lorenzo Peña

(Instituto de Filosofía del CSIC)


Pensamiento Nº 187 (Madrid: julio-sept. 1991), pp. 313-322

ISSN 0031-4749

Copyright © 1991 Lorenzo Peña


ABSTRACT:John Caputo has claimed that in limit situations playfulness breaks through as the abyssal ground of our being, thus showing reason to be what freely enacts any rules. As against such a view I argue that there are bound to be some rules any rational thought stands by. Now, we need ceaselessly to sift the entrenched beliefs about what is to count as a rational rule, since established standards and institutions quite often are nothing else but unduly stiff, narrow-minded constraints which, to that extent, depart from what alone is entitled to hold sway over rational thought in general.


¿Cómo se relaciona el juego con las reglas? Unas reglas son eso, reglas de un juego, dadas desde y por la decisión de jugar así; parece que hay una actividad o actitud más radical que la de obrar según las reglas, a saber: la de estipularlas; y ésta sería de naturaleza más honda y radicalmente lúdica que la que consistiera en jugar a tenor de las reglas estipuladas. La raíz de las cosas vendría descubierta, pues, sólo con una hermeneusis radical de esa actividad que, siendo juego puro, no obedece a ninguna regla, sino que es aquello de lo que emanan las reglas. Tal viene a ser --aunque con ciertas matizaciones-- la posición al respecto de John Caputo en este su tercer libro publicado, Radical Hermeneutics.NOTA 1

Caputo había producido previamente otros dos libros: The Mystical Element in Heidegger's Thought, en el cual relacionaba la filosofía de Heidegger con la de Eckhardt; y Heidegger and Aquinas: An Essay on Overcoming Metaphysics, que es una confrontación de los puntos de vista metafísicos de Heidegger y de Sto. Tomás. John Caputo --quien se doctoró en filosofía bajo la dirección de José Ferrater Mora, en 1968-- es profesor de filosofía de Villanova University y Presidente de la American Catholic Philosophical Association.

Inevitablemente reaparecen en el libro ahora comentado varias de las ideas ya anteriormente expuestas en los otros dos. Pero, a la vez, y según lo revela ya el título del libro, es propósito de éste el llegar a la raíz de la interpretación, restaurar la vida en su dificultad original. Llévase a cabo ese intento a través, primero, de una busca histórica en el proceso de repetición, que nos hace seguir sendas de Kierkegaard, de Husserl (repetición y constitución), y de Heidegger; después se examina la radicalización de la hermenéutica en su vínculo con la deconstrucción: Heidegger y Derrida ocupan ahí la escena en un mano a mano, o en una alternancia que parece tener más de complementación que de enfrentamiento; por último, la tercera parte viene consagrada al proyecto hermenéutico, siendo el colofón de la misma la apertura al misterio --brecha por donde lo extrafilosófico, más en particular lo religioso, puede irrumpir y otorgarle a la meditación hermenéutica un asidero sin el cual pareciera venir frustrado el proyecto de radicalización hermenéutica.

Como ese capítulo final sobre la apertura al misterio es el que resume el proyecto hermenéutico, tal como lo ve Caputo, y como también viene a ser la recapitulación de todo el estudio precedente de repetición y de deconstrucción, voy a centrar mi comentario en el mismo. Se ve ahí la influencia de Eckhart y el intento de leer a Heidegger desde el gran místico prerrenacentista (p. 268): `Cuanto más hable alguien sobre Dios, más rogará a Dios que lo libre de «Dios»'. Con ese género de posiciones, Eckhart es para Caputo one of the great masters of disruption, of thinking through and thinking against the grain of everyday conceptions' (ibid.). Y tal es el meollo del proyecto de radicalización hermenéutica: un pensar, no sin más prescindiendo de las concepciones cotidianas, pero tampoco encajándose en ellas, o aceptándolas, o tomándolas como algo dado, hecho, presupuesto, sino, al revés, un pensar que prorrumpe e irrumpe a través de ellas y abre así un nuevo paraje, o más bien hace divisar un más allá de los parajes, un fondo abisal y movedizo, un desajuste hondo que escapa a toda regla y que hace tambalearse la seriedad. Forman parte de la puesta en marcha de tal proyecto todas las situaciones intelectuales de conmoción, los puntos de ruptura, pero también los trabajos y los días en los cuales viene expuesto el fluir subterráneo, en los cuales tiembla la armazón que nos sustenta (p. 269-70):

Then we know we are in trouble: Ihe abyss, the play, the uncanny -- in short all hell -- breaks lose, and the card castíes of everydayness come trembling down (...) the constraints we impose upon things break down. (...) What breaks down in the breakthrough is the spell of conceptuality, the illusion we have somehow or another managed to cbose our fists around the nerve of things, that we have grasped the world round about, circumscribed and encompassed it. Breakthrough is the countermetaphorics to the metaphorics of the concept: be-greifen, con-capere, con-ceptus.

Lo misterioso, lo que irrumpe en esa quiebra de nuestro enseñoreamiento conceptivo, es un mundo crepuscular, sombrío, escurridizo, impalpable, inasible, elusivo; no cabe tratar de entenderlo o interpretarlo en la acepción de la hermenéutica clásica, con sus proyecciones interpretativas que apuntaban al hallazgo del sentido; no, lo que cabe es un construal que sea, no más, la manera particular con que le haya tocado a cada uno permanecer abierto al misterio y lanzarse a la aventura dentro del flujo, dentro del juego. De ese percatarse del flujo, de la precariedad e impermanencia, de cómo nuestras vidas son las de funambulantes sobre un precipicio de caos, despréndese, a juicio de nuestro autor, una ética que, abandonando las jerarquías habituales y consagradas, las subordinaciones, las marginalizaciones entrañadas por los esquemas conceptuales, nos aboca a una Gelassenheit generalizada, un dejar-ser y dejar-estar universal, una solidaridad con todos los seres, humanos o no, enfermos o sanos, masculinos o femeninos, dejándolos ser lo que son; es una ética de tolerancia, de liberación. La palabra final de esa actitud hermenéutico-ética es la (son)risa: no tomarse del todo en serio lo que uno ha emprendido, separarse uno de su empresa, de sí mismo, no a la manera de una duda razonable, o de una sospecha inquisitiva, sino de una autodesconfianza inspirada en la captación de lo lúdico como lo insondable subterráneo de las cosas --no un fondo propiamente dicho, no un cimiento, sino el abismo desfondado, pero subyacente. Abismo que es el de lo fluido, fluyente, el del sin porqué. Sólo el amor y el juego carecen de porqué --nos dice Caputo, citando a Eckhart. De ahí la importancia central en toda su consagración filosófica del juego: play, game. No un mero retozar voluptuoso y destructivo, no la deconstrucción como una broma pesada o de mal gusto, un sansonesco echar abajo el edificio, sino meramente eso: un suficiente alejamiento de si, de lo que uno hace o piensa, o maquina, para dejar irrumpir lo lúdico. De ahí la oposición de Caputo a toda ética escatológica: nada de anunciar el advenimiento de un nuevo esquema, de unas nuevas instituciones, ni los gritos de alarma ante situaciones desesperadas de las que habría que salir a toda costa, buscando una salvación, ni las nostalgias de futuro o de pasado: frente a todo eso, que en definitiva tiende sólo a la entronización de un nuevo orden a la postre inflexible, excluyente, intolerante, una moral postmetafísica de diseminación. Frente a los postmodernismos o antimodernismos (Mclrtyre o Heidegger), un dejar-estar; pero un dejar-estar no exclusivista, no el de dejar-estar a éstos y no a aquéllos, sino a todos, en su diferencia, en sus peculiaridades respectivas.

Similarmente, frente al antirracionalismo de Heidegger, propugna Caputo una razón más honda, la cual no se ciñe a lo conceptual (a lo circunscrito, delimitado), no obedece a reglas, no es sierva de normalidades, de normas, de prerrequisitos, no es ni manipulada ni manipuladora, sino que constituye el libre juego que sustenta y da vida a todas las reglas, regulaciones, reglamentaciones, a todas las institucionalizaciones y formalizaciones, pero sin agotarse en ninguna y, sobre todo, sin supeditarse ni ajustarse ella misma a ninguna traba, a ninguna prescripción, a ninguna fijación. Puro flujo. Actitud ésa que, sin embargo, no consiste en subvertir el orden de la racionalidad institucionalizada --ni en el quehacer científico o intelectual, ni en la vida política o ética--, sino en una doble postura de, por un lado, dejarla estar tal cual --ya que, en efecto, eso, además de cuadrar con la ética de la Gelassenheit, viene necesitado por el hecho de que no hay ni razón, ni pensamiento ni nada que pueda estar sin institucionalización de una u otra índole--, mas, por otro lado, verla con risueña desconfianza, absteniéndose de tomarla demasiado en serio. Y es que la hermeneusis radical lo que nos enseña es cuán relativas son cualesquiera dicotomías, cuánto hay que desconfiar de las fronteras; no es que vengan anuladas, sumiéndose todo en una homogeneidad, que haría trivialmente redundante la ética del dejar-estar a las cosas en sus diferencias (no habría diferencias), sino simplemente sucede que las fronteras mismas, sin anularse, sin siquiera venir desdibujadas o difusificadas, pasan a ser miradas con el rabillo de un ojo algo socarrón, juguetón. Nada de nuevas promesas. Sólo una dosis de buen humor que enseña la moderación y la tolerancia. Y que, a su modo, de ese modo, en esa medida, sin subvertir, socava el poder del establishment, conculca la prepotencia y el control policiales, pues desenmascara los intolerantes exclusivismos que sirven para legitimar ese control.

Hasta aquí el resumen de las ideas de Caputo expuestas en el libro. Mi comentario crítico será breve: encuentro fascinante mucho de lo que nos dice Caputo; su prosa es brillantísima, su inglés es centelleante, chisporroteante, jugoso, rayano en la prosa poética y, a fuer de tal, intraducible (por cierto que acaso podría constituir un mentís frente a quienes sostienen que el inglés, «lengua analítica» --quiera eso decir lo que quisiere--, está abocado a expresar un filosofar analítico y no «sintético»); aprecio mucho el acusado tono antiestablishment de no poco de lo que dice Caputo, sus glosas al respecto a las bien conocidas consideraciones de Derrida sobre la Universidad, p.ej.;NOTA 2 también concuerdo con su insistencia en la significación de los cuestionamientos revolucionarios que quebrantan los paradigmas establecidos, su acentuación del flujo, su desconfianza frente a las dicotomías (aunque la mía es de otra índole muy diversa: es una gradualización de todas las dualidades establecidas); juzgo muy interesantes las discusiones que hace Caputo de Gadamer, de Kuhn, de Mclntyre, y por supuesto de sus propios inspiradores.

Pero no logro ver qué sería una razón transregular, des(ar)reglada, no sujeta a nada, a ninguna pauta, o norma; no desconozco el problema de que, si la razón misma ha de obedecer a alguna norma, aparentemente entonces ésta es suprarracional; pero no creo que sea solución adecuada a tal dificultad el transformar a la razón en un fluir libremente lúdico, pues hasta el juego consistente en la estipulación de unas reglas de juego (y ¿qué duda cabe que también esa estipulación puede verse como un juego: juguemos a inventar juegos, o a cambiar los existentes?) habrá de ajustarse a reglas.

La propia escritura de Caputo presenta ese inconveniente. Las más de sus consideraciones no son argumentos, pues no se ajustan a patrones como aquellos sin ajuste a los cuales no cabe lícitamente razonar o argumentar; pero, eso sí, se ajustan a otros patrones: muchas de esas consideraciones son precisamente juegos de palabras, bonitos, sugerentes, pero difícilmente convincentes; convencer requiere eso, un ajuste a ciertas reglas (no a cualesquiera reglas, pues en este caso cualquier cadena de prolaciones podría constituir un razonamiento, un pensar racional o convincente).

Está bien el alertar contra las estrecheces de determinadas formalizaciones, contra el monopolio prepotente de una determinada lógica, con sus encallecidas durezas dicotómicas estrictas; pero eso no debe --a mi juicio-- ser motivo para rechazar la formalizabilidad del pensamiento racional. (¿No se está obedeciendo norma ninguna de racionalidad al efectuarse tal rechazo? Entonces, ¿por qué hacerlo? Claro, en lo lúdico no hay porqué --según Caputo--; mas, en ese caso, no hay tampoco por qué no efectuarlo; dueño es uno, pues, de no seguir ese camino; Caputo no puede, desde su punto de vista, ofrecer ningún argumento convincente a favor del rechazo que él propugna.)

En resumen, yo juzgo que la articulación correcta entre la actitud crítica de zapar y minar las rigideces, los patrones establecidos, los moldes consagrados, y la de aceptar algún tipo de moldes o pautas, no ha de consistir en la posición de Caputo de dejar estar a los primeros y, en cambio, emancipar de toda norma o regla a la corriente subyacente o subterránea del flujo del pensamiento. Porque, además, desde el punto de vista ético, esa moral del dejarlo estar todo sólo que con socarrona o irónica sospecha, sin entregarse, con una indulgente pero despegada tolerancia, podrá tener sus buenos lados, pero a mí me parece encerrar un peligro tremendo de conformismo, de resignación a las intolerancias, a los controles del establishment, a la perpetuación de las injusticias y de los desórdenes establecidos; si hay que dejar a cada uno ser y estar en lo que es y como es y está, también habrá que dejar que exista, que subsista, todo eso --por mucho que se sazone y salpique tal aceptación con un llamado a aceptar igualmente a los «otros» en su diferencia: diferencia que a menudo ellos, justamente ellos, querrían suprimir: los enfermos querían que se los ayudara a superar la diferencia que los separa de los sanos; los hambrientos, la que los separa de los saciados; los proletarios, la que los separan de los pudientes; en general, siempre va en interés del otro oprimido o marginado que se elimine alguna de las diferencias que lo separan del no oprimido, del no marginado, ¿no? (A mi juicio eso va también en interés bien entendido del opresor, pues es peor hacer una injusticia que padecerla.)

Tampoco me han convencido las objeciones de Caputo a la ética escatológica; al revés, desde la óptica de la moral social propia de una visión igualitaria y colectivista --moral desde luego ajena a las corrientes hoy en boga, las cuales, en un momento tan acusadamente conservador como éste en que estamos, son las favorecidas por el establishment, las que cuentan al menos con su venia, o su visto bueno-- me parece a mi que habría mucho de valioso en el antimodernismo de un Mclntyre: al fin y al cabo es justa su denuncia del liberalismo burgués y de la sociedad atomizada y egoísta en que vivimos; que sea un poco idílico el cuadro que Mclntyre puede hacerse de la ética social de otras épocas, eso es harina de otro costal. En cualquier caso no parece suficiente para librarnos de la mezquindad y del egoísmo imperantes en nuestra sociedad abrazar la actitud ética de diseminación propugnada por Caputo: ¿en qué actos o hábitos de solidaridad se traduciría eso, más allá de un mero dejar a cada uno estar en sus peculiaridades propias? Quizá sea caritativo dejar a los drogadictos ser drogadictos (yo seriamente lo dudo, es más: lo niego), o a los desajustados sociales seguir siendo lo que sean o quieran ser; pero en general la solidaridad requiere precisamente un esfuerzo por eliminar algunas de las diferencias --y, en no pocos casos, todas las diferencias socialmente relevantes en cuestión.

Mi última consideración va a versar sobre el problema central de la presente nota: la relación entre la razón y sus normas. Ya he dicho que no puede haber pensamiento, ni racional ni no racional, que no se atenga a alguna regla. En verdad --y según lo señaló Leibniz-- no puede haber ente alguno que en el despliegue de sus diversas facetas --actos, movimientos, partes, o lo que sea-- no despliegue alguna regularidad. Pero más interesante que eso es que la razón es el pensamiento en la medida en que se atiene a determinadas normas, a ciertos ideales regulativos y valorativos. ¿Tiene existencia real la razón? ¿O sólo existen pensamientos? Es un problema similar al que suscita en teoría lingüística la dualidad saussureana de lengua y habla. Cabe decir que sólo existe el habla, o que sólo existen actos de habla. No habría, más allá de ellos, un algo que fuera la lengua, el sistema, el código --esto último según Martinet, que lo opone a los mensajes. Mas frente a eso cabe alegar que un acto de habla es lo que es por referencia a un código o sistema, a (al menos) una lengua (no hay por qué excluir que un mismo acto de habla pertenezca a varias lenguas a la vez). La lengua puede entonces conceptuarse, no como un algo un tanto enigmático, en sí, más allá de sus realizaciones, los actos de habla, sino como un conjunto al que pertenecen o pertenecerían actos de habla en la medida en que se ajusten o ajustaran a las prescripciones sintácticas de esa misma lengua (y esas medidas pueden ser, y son, diversas, claro está; pues la buena formación sintáctica se da por grados, según cada vez más se está reconociendo hoy por hoy).

Similarmente pasa con la razón más allá del pensamiento, de los pensares. Pero un pensar es racional sólo en la medida en que se ajuste a ciertos ideales regulativos, a ciertas reglas. Y no sólo es verdad que en cada pensar racional están vigentes --en la medida en que ese pensar sea racional-- unas u otras reglas, sino que es verdad algo más fuerte: que alguna regla está presente en todo pensar racional. Rechazar eso nos llevaría a sostener que pudiera haber dos pensares racionales, igualmente racionales, sin nada regulativo en común entre ellos. Y es obvio que como mínimo estará en vigencia en ambos, en cada uno, una disyunción entre aquella regla que haga al uno racional y aquella otra que haga racional al otro; disyunción que es también una regla, un principio regulativo. (Si se quiere, tales principios serán metarreglas; pero prefiero aquí dejar de lado la puntualización consistente en diferenciar entre reglas y metarreglas.)

Ahora bien, si existe alguna norma o regla que tiene vigencia en todo pensar racional en la medida en que sea racional, ¿quiere eso decir que son inasaltables e inatacables las estipulaciones del establishment, los paradigmas o patrones de racionalidad institucionalizados en el entorno que nos rodee? ¿Significa eso, pues, que tenemos que acatar las prescripciones impuestas sobre qué sea y qué no sea racional, y que no caben discusiones sobre ello? No, no se sigue tal cosa. Como no se sigue que no quepa más que acatar las opiniones reinantes acerca del movimiento de los astros de la tesis de que existe algún principio general que rige cualesquiera movimientos de cualesquiera cuerpos; como tampoco se sigue la autoridad infalible de los biólogos de la tesis de que la vida, toda vida, está regida por alguna ley general. Ahora bien, no sólo es verdad que cualquier cuestionamiento de las normas establecidas --sean las normas de racionalidad o cualesquiera otras-- ha de hacerse desde alguna norma que comparta algo, algún principio regulativo, con las propias normas que se quiere criticar; no sólo es eso cierto, pues, sino que, además, toda revisión de unas reglas o normas establecidas mantiene --revélase a la postre que mantiene-- un lazo de continuidad con las normas desbancadas mayor de lo que podía parecer a primera vista. Caputo recalca, con Kuhn, los lados de discontinuidad. Pero esos lados esconden las continuidades profundas. Y es que las diferencias son de grado; no abismales. No hay abismo, no hay nada abismal. Eso no quita importancia a los cambios de paradigma, a las revoluciones, filosóficas, lógicas, científicas, sociales y políticas. Pero la revolución es siempre menos revolución de lo que se creía, de lo que podría parecer superficialmente.

Con todo, las revoluciones son imprescindibles. No son rupturas (no hay nunca ruptura), sino cambios graduales rápidos (aunque en el fondo no súbitos, ni menos instantáneos). Criticar las estrecheces de opiniones preconcebidas (y consagradas por la pereza y por conveniencias unilaterales teoréticas o valorativas) acerca de cuáles sean los principios regulativos de la racionalidad, eso es tarea desde luego insoslayable para hacer avanzar nuestra comprensión de la razón. (A lo cual, por cierto, se contribuye mejor, no poniendo en tela de juicio la necesidad para la razón de atenerse a alguna regla, sino mostrando lo insuficiente, o insatisfactorio, o equivocado, de ciertas normas imperantes cuando se las examina desde otra norma más alta cuya vigencia venga de algún modo reconocida hasta por (los que se adhieren a) las normas criticadas.)

Así, p.ej., el surgimiento de las lógicas multivalentes y de las lógicas paraconsistentes ha constituido un desafío a la idea (no sólo falsa sino además sofocante, como un grillete) de que la verdad no admite (en absoluto) grados y de que verdad y falsedad se excluyen siempre de manera total y absoluta. De lo cual resulta una norma de racionalidad diversa de como solía entenderse el metaprincipio de no-contradicción: solía vérselo como la prescripción de evitar a toda costa el surgir de una contradicción; pertrechados con los matices cuya articulación viene posibilitada por esas nuevas lógicas, ahora cabe reformular esa regla como la exclusión de sólo aquellas teorías que contengan supercontradicciones --o sea pares de asertos uno de los cuales sea la supernegación (negación fuerte) del otro, donde la supernegación se distingue de la mera negación, `no', por la presencia de una partícula reforzante `en absoluto'. Sin embargo, resulta claro que esa modificación deja a salvo un núcleo central de la vieja norma; el socavamiento de esa norma no es, pues, mero rechazo, sino antes bien la introducción de un pertinente distingo que había sido omitido o descuidado.

Antes de cerrar la discusión sobre esta cuestión de la supeditación de la razón a ciertas reglas, conviene hacer una importante puntualización. Sabido es que los adversarios de la formalización lógica la han equiparado a una sujeción a lo mecánico, lo decidible, aduciendo frente a ello que existe una actividad del pensamiento más noble, más creativa, que no se encasilla en ningún molde mecánico y, por ende, transciende el limitado marco de la decidibilidad. Frente a tales alegaciones, Stegmüller subrayóNOTA 3 que, no ya en las aplicaciones de la lógica, sino hasta en la propia teoría lógica, es muy poco decidible, toda vez que en el cálculo cuantificacional --incluso de primer orden-- son decidibles tan sólo teoremas de índoles bien circunscritas, mientras que no existe --ni puede existir, a tenor de una famosa prueba de Church-- ningún procedimiento general de decisión; dicho de otro modo, no puede existir ningún procedimiento general para, dada una fórmula cualquiera del cálculo cuantificacional (clásico), determinar con un número finito de pasos si tal fórmula es o no un teorema.

Con otras palabras: no es recursivo el conjunto de los teoremas de ese cálculo. (No pueden darse instrucciones a una computadora para que, dada una fórmula cualquiera, averigüe, en un tiempo finito, si es o no un teorema.)

Ahora bien, aun siendo correcto eso que aduce Stegmüller (que sin duda se aplica también a la mayor parte de los cálculos cuantificacionales no clásicos --quizá a todos, con la posible aunque a mi juicio muy dudosa excepción de ciertas lógicas relevantes como la de Routley--, queda en pie, no obstante, un hecho que de algún modo sí parece darles la razón a los estigmatizadores de la formalización, a saber: que sí es recursivo el conjunto de las pruebas, e.d. de los razonamientos formalizables: existe un procedimiento de decisión para, dada una secuencia de fórmulas, determinar en un número finito de pasos si es o no una prueba (correcta). En otros términos: aunque la clase de teoremas no es recursiva, sí es recursivamente numerable.

Pues bien, lo que yo deseo ahora puntualizar es que eso es así únicamente en un campo restringido de teorías y aplicaciones lógicas. No hay por qué excluir modos de razonamiento correctos que no sean así, e.d. que no constituyan clases decidibles, recursivas. Sólo que esos modos de razonamiento no dejarán de ajustarse a reglas --e incluso todos ellos se ajustarán a alguna regla general que compartan con los modos más clásicamente legitimados. Flexibilizar es una cosa: algo imprescindible para el avance de la teoría de la racionalidad, pues abre nuevos horizontes, nos hace descubrir cómo la razón se extiende por ámbitos más amplios y nos permite alcanzar muchos más resultados --y resultados mucho más interesantes-- que los únicos que parecían conseguibles gracias a ella cuando se la entendía sometida obligatoriamente a patrones demasiado restrictivos; pero otra cosa muy diversa sería abandonar el ajuste en general a reglas. Por lo demás --y con esta precisión pongo fin a la presente digresión--, los argumentos de Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas y la amplificación reciente de los mismos por Saul Kripke revelan que cada «jugada», es más cualquier número finito de «jugadas», es susceptible de producirse aplicando diversas reglas; con otras palabras: no viene unívocamente determinada una (sola) regla (de juego) por ningún conjunto finito de aplicaciones de la misma, sino que esas jugadas pueden siempre haber sido engendradas por alguna otra regla (afín, quizá, a la dada, pero no idéntica a ella) --a menos, claro, que se defina la regla en términos (demasiado) ad hoc. La razón opera por reglas y se ajusta ella misma a reglas. Pero la situación recién aludida hace imposible averiguar con plena seguridad cuáles reglas precisamente se estén aplicando en cada caso. (De nuevo trátase de una indeterminación puramente epistémica: una subdeterminación --según se dice en la jerga consagrada sobre tales temas.)NOTA 4

En resumen, una cosa es el estatuto ontológico de una regla --su fundamentación en una ley ontológica, en una verdad general acerca de las cosas-- y otra su estatuto epistémico. La precariedad que afecta a nuestros criterios de racionalidad es de este último orden: es meramente una consecuencia de la ausencia de fundamentación del conocimiento humano, o sea: una consecuencia de que todo nuestro conocer es un tantear, un conjeturar, sin garantía epistemológica, sin ningún asidero firme, incontrovertible o indubitable.

Es, pues, meramente un fruto de nuestra propia precariedad de cognoscentes finitos --y de seres finitos. La razón es una y tiene sus principios regulativos eternos; nuestras creencias sobre la misma están sujetas a vaivenes, vicisitudes y enmiendas, por los motivos ya apuntados. Si hay que favorecer, en teoría de la racionalidad --y más en particular en lógica--, un punto de vista pluralista de «¡Florezcan cien flores!» ello es porque, ante la inseguridad (al menos parcial y relativa) en que no podemos por menos de estar respecto a hasta dónde y en qué medida nuestros criterios reflejen las genuinas leyes objetivas de la racionalidad, impónese una actitud prudente, abierta, que alimente y acicatee rectificaciones autocríticas, cuandoquiera que estas se revelen aconsejables y conducentes a un mejor reflejo por nuestra parte de esas leyes objetivas.

Lo propio sucede con las normas de conducta. ¿Significa acaso el poner en tela de juicio las normas dictadas por el establishment que hemos de caer en un total relativismo normativo o en una actividad sin absolutamente ninguna norma (lo cual sería además supercontradictorio)? Pensemos en lo que sucede con esa norma de «comportarse académicamente», o, dicho más explícitamente, de atenerse a los patrones de conducta que requiere la inserción en la vida académica según está establecida. Derrida, denunciando el papel de la Universidad, indica cómo el marxismo se integra en la misma y sirve así para aportar una mayor densidad a la misión legitimante del orden vigente que cumple la Universidad. Pero luego él mismo aconseja una conducta que no puede consistir en otra cosa más que en eso mismo. Lo que él dice de los marxistas,¿no puede acaso decirse de los derrideanos? (¿Dónde hay tantos derrideanos como dentro de los recintos universitarios --si es que hay alguno fuera?) Bien, ¿dónde queda en todo esto la posición de Caputo? En esto (p. 235):

And so here is the answer to the question that I posed at the beginning... about the distinction between a confined, institutionalized reason and the free play of reason. It is not a question of choosing between thse alternatives. We cannot do without one or the other. (...) Nothing is innocent. And so it is a question of vigilance about that and, hence, of exercising a certain double agency, a critique exercised from within, of assuming the role of a treacherous and wily Hermes who subverts, who does an «inside job» on the institution. One needs to operate within the University, to prove oneself according to its standards, in order to expose it to its other, to the abyss, to keep its standards and its preconceived notions of rationality in play, to keep reason in play and to keep the play in reason.

Es mucho lo que, en esa postura, yo veo con buenos ojos. Sí, también yo comparto la idea de que, en cualquier institución en que esté uno, debe considerarse un infiltrado que esté haciendo doble juego, a saber el de reforzar la institución sólo hasta donde, y en la medida en que, esta sea vehículo o ejecutor de una obra valiosa, loable desde un punto de vista moral. Vindicar ese lado positivo, valioso, justificable de la traición es, sin duda, un tour de force.NOTA 5 Se está en el mundo sin ser del mundo. Las dos ciudades. Pero también en la ciudad o comunidad de los infiltrados es uno un infiltrado. Actitud de reserva frente al establishment en el antiestablishment, y así sucesivamente.

Mis discrepancias al respecto con Caputo son éstas dos: lª) eso sólo cabe hacerlo desde unos principios, unas reglas, que, equivocadamente o no, juzgue uno superiores (al menos en parte) a las establecidas en la institución; 2ª) el fin perseguido no puede ser dejar las cosas como están sólo que desconfiando de ellas --una especie de mera superposición de planos, sino una doble verdad, al menos sí una de doble normatividad-- sino que ha de ser una alteración de las instituciones, tanto si esa alteración deja en pie a la institución como si la reemplaza a la postre por otra; sólo que, por el principio de continuidad, hay que ser conscientes de que, aun en este último caso, la nueva se parecerá a la vieja en muchísimo más de lo que se hubiera creído o esperado inicialmente (lo cual no obsta para que la alteración pueda ser conveniente, así y todo).

Caputo ni reconoce a la razón criticante una norma propia y suprema desde la cual efectuar el enjuiciamiento crítico, ni aboga, ni puede abogar, por una alteración de las instituciones. En cambio desde la óptica alternativa que yo sugiero sí se debe de luchar por otra Universidad, libre de los males que denuncia Caputo (p.ej. la tecnocracia y, como resultado de la misma, el señorío del militarismo y el armamentismo).

A pesar de todas esas críticas --hechas desde la perspectiva de alguien que, fuera del mundo anglosajón, está filosóficamente muy próximo, metodológicamente, a los modos dominantes de hacer filosofía en ese mundo, modos que son los que rechaza John Caputo dentro de ese mismo mundo-- he de decirles a los lectores de la presente nota que espero disfruten mucho --como a mí me ha pasado-- zambulléndose en las espumosas, burbujeantes páginas de Radical Hermeneutics.








[NOTA 1]

John D. Caputo, Radical Hermeneutics: Repetition, Deconstruction, and the Hermeneutic Project. Bloomington & Indianápolis: Indiana University Press, 1987.


[NOTA 2]

En relación con eso, quizá valga la pena cotejar esa denuncia del señorío de las élites dominantes con la que yo mismo emprendí en «La censura del establishment en la sociedad capitalista», ponencia presentada en el II Encuentro de Política Cultural, Madrid, 21 de noviembre de 1987.


[NOTA 3]

Vide Wolfgang Stegmüller, Corrientes fundamentales de la filosofía actual. Trad. F. Saller. Buenos Aires: Editorial Nova, 1967, Pp. 288--9. (Figura esa declaración en la crítica de Stegmüller a Jaspers.)


[NOTA 4]

Para expresarlo con mayor precisión: una cosa es que un juego tenga reglas que den lugar a casos de indeterminación o sobredeterminación (como cuando las reglas, o no determinan nada en una situación, o, alternativamente, determinan resultados contrarios entre sí); otra cosa es que, dado un juego-muestra (como diferente de un juego-tipo) --o sea dada una serie de aplicaciones de las reglas de un juego que sea completa en el sentido pertinente--, esté subdeterminado (epistémicamente) de qué reglas de (qué) juego son sendas aplicaciones las jugadas que conformen el juego-muestra dado. Por otro lado, sin embargo, la introducción, en el planteamiento de la cuestión, de metarreglas, y así sucesivamente, daría lugar a una interesante combinación de ambos tipos de indeterminación. P.ej., normalmente aplicamos una metarregla que autoriza --u obliga según sea el caso-- a aplicar incondicionalmente las reglas de un juego; pero, ¿qué pasa si modificamos, no estas reglas, sino esa metarregla? ¿O si la metarregla es ambigua? Y así, al asistir a un juego-muestra, ¿cómo sabemos cuáles son las reglas? Será una conjetura u otra la que formemos según cómo pensemos que sea(n) la(s) metarregla(s). Mas toda esa actividad conjeturante es racional y se ajusta a reglas. Nuestra actividad de pensamiento encierra una infinidad de planos --regresiva o progresiva-- al menos implícitos.


[NOTA 5]

Por cierto, ese lado a lo mejor debería razonarse aduciendo la gradualidad de las determinaciones corrientes de las cosas: una institución, porque y en la medida en que sea algo bueno, merece que se esté en ella y se la sirva; porque, y en la medida en que no lo sea, en la medida en que sea mala, merece que uno, cuando esté dentro, trabaje contra ella. (Las cosas no siempre son o totalmente así o totalmente no así.) Por otro lado, el alegato de Caputo a favor --en cierto modo, en cierto grado, y en determinadas circunstancias-- de la traición (el único, he de decirlo, que he visto hasta ahora) ha de calibrarse desde el transfondo de cuán problemático es brindar una justificación moralmente válida de la fidelidad o lealtad: en la medida en que se profese algún principio de universalizabilidad de las normas morales, será cuestionable el ensalzar la lealtad (hacia alguien o hacia un grupo); porque para que sea lealtad ha de derivarse de una adhesión a la persona o el grupo de que se trate por encima de qué características universalizables posea; vide Philip Pettit, «The Paradox of Loyalty», American Philosophical Quarterly 25/2 (abril 1988), pp. 163ss. (Las consideraciones hilvanadas aquí al respecto no constituyen una exposición, ni siquiera sucinta, de mi propio parecer sobre esta espinosa cuestión de la fidelidad y la traición; la misma va a venir manifestada y argumentada en el cap. 5 de mi próximo libro Ontofántica: Hallazgos filosóficos.