Cristina Lafont & Lorenzo Peña
«La tradición humboldtiana
y el relativismo lingüístico
»
publ. en Filosofía del lenguaje II. Pragmática
ed. por Marcelo Dascal
(Volumen 18 de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía)
Madrid: Editorial Trotta, 1999
Pp. 191-218
ISBN 84-8164-333-5
Sumario
  1. Consideraciones introductorias
  2. Del «giro lingüístico» de Hamann a la interacción comunicativa de Habermas
  3. Del estructuralismo de Saussure al relativismo sociolingüístico
  4. Bibliografía


§0.-- Consideraciones introductorias

Si se tiene en cuenta la amplia influencia que el planteamiento de Humboldt ha tenido no sólo en el ámbito de la lingüística sino igualmente en el ámbito de la filosofía resulta difícil hablar de algo así como la tradición humboldtiana. (En relación con las múltiples tradiciones que, o bien confluyen en la obra de Humboldt, o bien se desarrollan a partir de ésta, véase Trabant (1990).) Tomando en consideración la problemática del relativismo lingüístico es posible destacar, sin embargo, dos líneas de influencia de la obra de Humboldt relativamente independientes entre sí. Desarróllase la primera de ellas --aquella que, siguiendo la expresión de Ch. Taylor (vid. Taylor (1985)), suele denominarse «la tradición de Hamann-Herder-Humboldt»-- en el marco de la filosofía del lenguaje alemana, tradición que tiene su origen en una determinada concepción del lenguaje, esbozada ya por autores como Hamann y Herder, y que, encontrando su máximo exponente en la obra de Humboldt, se ve radicalizada en la hermenéutica filosófica de Heidegger y Gadamer --llegando dicha influencia a autores contemporáneos como Apel y Habermas. La segunda es la que, a través de autores como Vossler, Saussure, Sapir y Whorf, ha marcado a toda la lingüística estructuralista; una rama particularmente relevante de esta última es la que --según veremos-- se articula en un sector influyente de la sociología lingüística.

Es, sin duda, la específica concepción del lenguaje subyacente a esta tradición la que trae consigo inevitablemente la problemática filosófica relacionada con el relativismo lingüístico (cf. Lafont (1993b)). Pues en ella las diversas lenguas, al ser analizadas exclusivamente en su función de apertura del mundo (Welterschließung), se convierten en instancias absolutamente determinantes de la experiencia intramundana y, por ello, no revisables en absoluto por ésta ni, por ende, conmensurables con otras aperturas lingüísticas del mundo. Por eso resulta imprescindible, a la hora de analizar el relativismo lingüístico, revisar los rasgos más salientes de esa concepción del lenguaje que caracteriza el específico «giro lingüístico» llevado a cabo por dicha tradición.

En el §1 de este trabajo estudiamos críticamente la tradición propiamente filosófica de esa orientación, de Hamann a Habermas. En el §2 examinamos la vertiente lingüística.


§1.-- Del «giro lingüístico» de Hamann a la interacción comunicativa de Habermas

El rasgo inconfundible que caracteriza el planteamiento de los diversos autores de esta tradición es, sin duda, la crítica a la concepción tradicional del lenguaje como mero instrumento para la designación de entidades extralingüísticas o para la comunicación de pensamientos igualmente prelingüísticos. Sólo tras la superación de esa comprensión del lenguaje, e.d. tras reconocer que al lenguaje le corresponde un papel constitutivo en nuestra relación con el mundo, puede hablarse en sentido estricto de un cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje.

Desde esta perspectiva --y visto retrospectivamente-- cabe considerar la crítica de Hamann a Kant como núcleo de un cambio de paradigma semejante (cf. Hamann (1781) y (1784); al respecto véase Simon (1979)). Hamann fue quien localizó en el lenguaje la raíz común de la sensibilidad y el entendimiento buscada por Kant, elevando a éste, con ello, al rango de una magnitud no sólo empírica sino al mismo tiempo transcendental. Ese paso es precisamente el que convierte al lenguaje en una instancia que compite con el «Yo transcendental» en la medida en que puede reclamar para sí la autoría de los rendimientos constitutivos de la experiencia (o del mundo) falsamente atribuidos a aquél.

Teniendo eso en cuenta, puede señalarse como rasgo fundamental de ese giro lingüístico el que, a consecuencia de la superación de la concepción tradicional del lenguaje como instrumento, éste venga considerado como una instancia constitutiva del pensar y el conocer --y, en esa medida, como condición de posibilidad tanto de la objetividad de la experiencia cuanto de la intersubjetividad de la comunicación. Pero, por otra parte también, el que precisamente esa superación de las premisas tradicionales de la filosofía transcendental traiga consigo necesariamente una destranscendentalización: los lenguajes históricos, dados, que ahora han de considerarse en su función constitutiva, no pueden ofrecer un equivalente del «Yo transcendental» por dos razones: en primer lugar, porque sólo aparecen en plural; y, en segundo lugar, en tanto que no permiten una división estricta entre lo transcendental y lo empírico, e.d. entre lo que en ellos es válido a priori (el «saber del lenguaje») y lo que es válido a posteriori (el «saber del mundo»).

Si es acertada esta descripción, puede considerarse que la transformación que trae consigo este cambio de paradigma estriba en que la constitución o perspectiva del mundo, subyacente a cada lenguaje natural dado, ha de verse ahora como --utilizando la fórmula de Hamann-- «a priori arbitraria e indiferente pero a posteriori necesaria e imprescindible» (Hamann 1784, 205) o, dicho en términos actuales, como irrebasable (unhintergehbar).

Ese peculiar cambio de paradigma conlleva, en lo que se refiere a la objetividad de la experiencia (es decir, en el eje lenguaje-mundo), una disolución de la unidad transcendental de la apercepción en una diversidad de perspectivas o aperturas del mundo inherentes a las lenguas históricas y, por ello, tan contingentes e históricamente cambiantes como éstas. Elimínase con esta disolución al mismo tiempo --como carente de sentido-- el supuesto de un mundo objetivo unitario de entidades extralingüísticas: dada la inconmensurabilidad de las perspectivas del mundo inherentes a los diversos lenguajes, conceptos como «referencia» y «verdad» se convierten en magnitudes inmanentes al lenguaje, quedando con ello relativizadas en su validez y alcance.

En segundo lugar, este tipo de giro lingüístico trae consigo, en lo que se refiere a la intersubjetividad de la comunicación (es decir, en el eje lenguaje-lenguaje) y debido igualmente a la inconmensurabilidad de las perspectivas del mundo inherentes a los diferentes lenguajes, una puesta en tela de juicio de la posibilidad de alcanzar un entendimiento sobre lo mismo desde diferentes lenguajes.

Esos planteamientos relativistas --que Hamann no llega a desarrollar explícitamente-- constituyen, sin embargo, el marco de referencia ineludible al abordar la tematización del lenguaje llevada a cabo por Humboldt.

Esa problemática del relativismo lingüístico está presente en una de las tesis centrales --y más polémicas-- del planteamiento de Humboldt, a saber, que «a cada lenguaje le subyace una perspectiva del mundo peculiar» (VI, 180). (Las citas de las obras de Humboldt están tomadas de Humboldt (1903-36), indicando en cada caso el volumen y la página correspondiente.) Hay que señalar, sin embargo, que esa tesis se debe menos a un talante relativista de Humboldt que a una consecuencia inevitable de los supuestos centrales de su concepción del lenguaje. Pues las lenguas, al ser consideradas en su función de apertura del mundo, se convierten en una instancia constitutiva y determinante de nuestra experiencia intramundana --al ser constitutivas del pensamiento o de los conceptos, lo son igualmente de los objetos a que éstos remiten; mas, siendo dichas lenguas irremediablemente plurales e históricamente cambiantes, igualmente tendrán que serlo las perspectivas del mundo (Weltansichten) subyacentes a ellas. La constitución de un mundo unitario, garante de la objetividad de la experiencia --que en los paradigmas anteriores podía obtenerse apelando a la unidad de un mundo en sí de entes accesibles con independencia del lenguaje-- tórnase en esta concepción un problema irresolubleNOTA 1.

Para analizar la inevitabilidad de este problema en el marco de la concepción humboldtiana del lenguaje en general hemos de remitirnos al núcleo de la misma, e.d. a su crítica a la concepción del lenguaje como instrumento. Esa crítica acierta al resaltar la unilateralidad peculiar a dicha concepción pero cae para ello --como veremos a continuación-- en una unilateralidad inversa a aquella, y que no encierra menos dificultades.

A la concepción tradicional del lenguaje --predominante de Platón a Kant--, según la cual el lenguaje es un instrumento para la designación de entidades extralingüísticas, se le ha reprochado el traer consigo una reducción de los rendimientos del lenguaje a su función designadora, reducción denunciada por P. T. Geach en su libro Reference and GeneralityNOTA 2 y achacada por él a lo que califica de confusión entre dos relaciones a su entender mutuamente irreducibles: la de ser un nombre de y la de ser un predicado de. Debido a esa supuesta confusión, dicha concepción del lenguaje se vería necesariamente confrontada con la cuestión de determinar qué es lo que designan en realidad los predicados. (Naturalmente, desde el punto de vista de un realismo metafísico --e incluso desde el de muchos nominalistas-- no se trata de confusión alguna, siendo perfectamente legítima esa cuestión --aunque la respuesta nominalista sea, a la postre, la de que o no designan nada o designan, de otro modo, un ente singular también designado por el sujeto de la oración.)

Esa concepción tradicional del lenguaje que Geach denomina la «teoría de los dos nombres» constituye el blanco de las críticas de Humboldt, dirigidas básicamente contra la reducción de las tareas del lenguaje a la función de designación. Expresado en terminología posterior podríamos decir que Humboldt, al articular dicha crítica, introduce, junto a la distinción tradicional entre nombre y objeto, la distinción entre sentido y referencia. Tal distinción puede considerarse el elemento esencial en su ruptura con la concepción del lenguaje como un instrumento mediador entre pensamientos prelingüísticos y objetos igualmente extralingüísticos --constituyendo, en esa medida, el rasgo inconfundible de todo giro lingüístico. Humboldt señala al respecto:

La palabra hace que el alma se represente el objeto que le está dado. Esa representación tiene que ser distinguida de los objetos; ... ésta tiene, junto a la parte objetiva que se refiere al objeto, una subjetiva que consiste en el modo de aprehensión... Pero no hace falta señalar que esa división se basa exclusivamente en una abstracción, que la palabra no puede tener otra morada que el pensar y el objeto del mismo menos todavía, si es inmaterial... Pero esto también es cierto en el caso de objetos sensibles, pues éstos nunca se presentan al alma directamente sino que en ella está presente exclusivamente aquella representación que la palabra ofrece de ellos. (V, 418, subr. nuestro).

Es importante tener en cuenta que, al introducir la distinción entre el referente de la palabra y su sentido --o, como él lo llama, el «modo de aprehensión» de la misma (a través del cual ésta se refiere a su objeto)--, Humboldt excluye al mismo tiempo toda posibilidad de una relación de pura designación entre nombre y objeto, es decir, de aquella relación que había servido de paradigma a la concepción del lenguaje tradicional para explicar el funcionamiento del mismo.

Consecuentemente con ello, Humboldt amplía esa distinción al caso de los nombres e incluso de los nombres propios. Sobre ello indica a continuación: «La palabra concibe todo concepto como universal, designa siempre, en sentido estricto, clases de la realidad, incluso cuando se trata de un nombre propio, puesto que éste incluye en sí todos los estados cambiantes en el tiempo y en el espacio de lo designado» (V, 419, subr. nuestro). Con ello Humboldt asimila implícitamente los nombres a los predicados --lo cual, visto desde la perspectiva de Geach, acarrea asimilar la relación de designación entre nombre y objeto a la relación de atribución entre un predicado y el objeto de la predicación.

Aunque no es evidente a primera vista la conexión entre esa asimilación y la defensa del relativismo lingüístico, resulta empero fácil de establecer: si se supone --como lo hace Humboldt-- que aun los nombres, en realidad, son conceptos generales (puesto que, en estricta analogía con los predicados, en lugar de designar un objeto, sólo se refieren a él de un modo mediato, e.d. en cuanto objeto que cae bajo un concepto) o, dicho de otro modo, si se da por sentado que son los sentidos o conceptos los que determinan a qué se refieran los signos lingüísticos, entonces, una de dos: o bien se adopta una concepción metafísicamente realista a cuyo tenor quepa admitir cierto tipo de correspondencia entre el lenguaje y la realidad (algo más o menos en la línea del atomismo lógico de Russell o de la filosofía del primer Wittgenstein, p.ej., o cualquier otra modalidad de realismo fuerte que apenque con hechos, propiedades y entidades de las que suelen repugnar al nominalista --p.ej. un realismo metafísico como el que hoy defiende David Lewis), completándola con una teoría acerca de cómo ese acceso a la realidad venga de algún modo mediado por el lenguaje; o, si no, resulta inevitable la consecuencia idealista que de dicha suposición extrae Humboldt, a saber: que «el hombre vive con los objetos exclusivamente tal y como el lenguaje se los presenta» (VII, 60, subr. nuestro).

Si el mundo al que nos referimos con nuestros términos sólo puede ser aquel que corresponde a nuestros conceptos --y si esa correspondencia no estriba, ni directa ni indirectamente, en un proceso por el cual nuestro pensamiento-lenguaje se ajuste al mundo tal y como éste es en sí mismo--, entonces resulta completamente inexplicable la posibilidad de referirse a un mismo mundo desde aperturas lingüísticas o esquemas conceptuales diferentes.

Esa concepción humboldtiana del lenguaje cae, así, en la unilateralidad contraria a la que ella reprochaba a la concepción tradicional: reduciendo las funciones del lenguaje en general a su función de apertura del mundo --en detrimento de la función designadora--, y rechazando a la vez el realismo metafísico que reconozca la existencia en lo real de todas las entidades correspondientes a las diversas expresiones del lenguaje, lleva a cabo una babelización del lenguaje, a consecuencia de la cual considérase que los diferentes lenguajes, debido a las perspectivas del mundo que les son inherentes, prejuzgan hasta tal punto nuestra experiencia intramundana que ya no puede defenderse la suposición de un mundo objetivo idéntico para todas las lenguas e independiente de éstas.

Heidegger, al considerar al lenguaje como la instancia que --en tanto que «casa del ser»-- determina a priori qué puede, en general, aparecer en el mundo abierto por él, extrae de forma más consecuente que Humboldt las consecuencias derivadas de absolutizar la función lingüística de apertura del mundo. (Las críticas explícitas de Heidegger a Humboldt se hallan en Heidegger (1951) y (1987).) Así, qué sean las cosas pasa a depender completamente de qué le venga «abierto» contingentemente a una comunidad lingüística por un lenguaje determinado. Con ello, esa apertura del mundo contingente se convierte en la última instancia de fundamentación y acreditación del conocimiento intramundano, el cual, debido a su dependencia respecto a esa instancia previa, de ningún modo puede servir de base para una revisión de la misma. Llégase por esa vía a la conocida tesis heideggeriana de que en el lenguaje tiene lugar un «acontecer del ser» contingente al que estamos arrojados como a un destino. (Cf. Lafont (1994).)

Para analizar los rasgos centrales de la concepción del lenguaje de Heidegger hemos de retrotraernos a las premisas fundamentales introducidas ya en la transformación hermenéutica de la fenomenología que lleva a cabo Heidegger en Ser y Tiempo. Permiten éstas descubrir una continuidad en el giro lingüístico que esa obra inicia de un modo bastante indeciso y que, tras la Kehre, vendrá desarrollado en todas sus consecuencias. (Al respecto véase Lafont (1993).)

Del factum que sirve de punto de partida a Ser y Tiempo, a saber, que «nos movemos siempre ya en una comprensión del ser» o, lo que es lo mismo, que nuestra relación con el mundo está simbólicamente mediada, Heidegger deduce la universalidad del comprender o --como lo llama él-- de la estructura del «algo como algo». Para defender esa tesis --que constituye el núcleo del giro hermenéutico realizado en esa obra-- Heidegger sigue paso por paso el camino que ya recorriera Humboldt en su crítica a la concepción del lenguaje como instrumento.

Al igual que éste, Heidegger presupone una teoría de la referencia que asimila la relación de designación propia del sujeto de la oración a la relación de atribución propia del predicado de la misma. La concepción de la referencia como una relación que sólo es posible a través del sentido o del significado, que ya encontramos en Humboldt, es la que subyace precisamente al «descubrimiento» de Heidegger según el cual la estructura del «algo como algo» no aparece por primera vez con la predicación sino que puede encontrarse ya en el puro referirse antepredicativamente a objetos por medio de nombres.

La idea central es que una interpretación no sólo tiene lugar cuando se predica una propiedad de un ente, sino que subyace ya al mero identificar al ente «como algo». En la medida en que tal identificación presupone conocer «como qué» es comprendido dicho ente, es ya en ese nivel donde --en opinión de Heidegger-- viene decidida de antemano la constitución del ser del ente. Por ello, toda designación es en realidad una atribución implícita, a saber, aquella que determina la esencia de lo designado.

Las consecuencias de ese punto de vista pueden verse con toda claridad en los escritos sobre el lenguaje posteriores a la Kehre. En ellos Heidegger defiende, al igual que Humboldt, la tesis de que el nombrar algo mediante una palabra no puede concebirse como una mera relación de designación óntica (entre «nombre» y «ente») sino que ha de considerarse en su dimensión de apertura del mundo. Para hacer plausible esa tesis apela Heidegger al caso de la poesía, señalando: «ese nombrar [de los poetas] no consiste en que algo conocido de antemano es revestido con un nombre, sino que ... sólo mediante ese nombrar queda establecido qué es ese ente. Vuélvese así conocible como ente» (Heidegger, 1989, 29-30).

De las dos premisas subyacentes a esa afirmación, a saber, que «tiene que abrirse el ser para que aparezca el ente» y que esa apertura tiene lugar «mediante la palabra y en ella», Heidegger va a sacar también la conclusión inversa, a saber, que --como lo expresa provocativamente mediante una frase de un poema de Stefan George-- «no hay ninguna cosa donde falta la palabra». Al respecto comenta Heidegger:

Sólo cuando se ha encontrado la palabra para la cosa, es ésta una cosa. Sólo entonces es... La palabra es la que proporciona el ser a la cosa» pues «algo es sólo cuando la palabra apropiada ... nombra algo como siendo, y de este modo funda el ente correspondiente en cuanto tal... El ser de todo aquello que es habita en la palabra. Por ello es válido el principio: el lenguaje es la casa del ser (Heidegger, 1987, 147-49, subr. nuestro).

Desde el supuesto de un rechazo implícito del realismo metafísico, esa explicación de la referencia, que convierte a la designación en una relación indirecta, sólo posible a través de un sentido que hace accesibles los entes intramundanos en cuanto tales --y, en esa medida, decide a priori qué sean éstos-- permite concebir al lenguaje como aquella instancia en la que tiene lugar una apertura del mundo que determina completamente como qué han de ser interpretados los entes posibles en dicho mundo; instancia que, dado su carácter constitutivo, se ve inmunizada absolutamente frente a la experiencia intramundana que sólo ella hace posible. Debido a ese carácter constitutivo y a la irrevisabilidad que del mismo se sigue, encuentra Heidegger justificado considerar las aperturas del mundo subyacentes a las diversas lenguas como una fundación (Stiftung) de la verdad.

De ese modo --según lo señalábamos al principio-- vuélvese ilusoria la transcendencia respecto de cualquier contexto o lenguaje particular que solemos atribuir tanto a la referencia de nuestros términos cuanto a la verdad de nuestros enunciados --transcendencia imprescindible para la defensa de la objetividad del conocimiento. Un modo posible de defender esa transcendencia es la adopción de una u otra versión del realismo metafísico; en tal caso, esté o no mediado el acceso referencial a las cosas por el lenguaje y por los «sentidos» o «conceptos» en él expresados, queda asegurada a la postre la correspondencia entre lenguaje y realidad. Alternativamente, pueden postularse unos supuestos normativos que, de una manera u otra, garanticen esa transcendencia. Ninguna de esas dos estrategias es posible desde los supuestos de la concepción aquí examinada: para Heidegger, pues, la cuestión de la referencia de los términos o de la verdad de los enunciados sólo puede plantearse en el interior de una determinada apertura lingüística del mundo, sólo pareciendo entonces viable la conmensuración de aperturas lingüísticas diferentes por la vía --a la que recurriera Humboldt-- de adoptar la perspectiva del «ojo de Dios» --dicho en términos de Putnam--, vía inconsecuente en el marco de una filosofía que se empeña en rehuir el realismo metafísico.

Un intento de evitar este dilema sin abandonar el ámbito de influencia de la tradición humboldtiana puede encontrarse en la teoría de la racionalidad comunicativa de J. Habermas. Aunque esta teoría se apoya en una concepción humboldtiana del lenguaje, posee dos características que no tienen equivalente en el planteamiento de Humboldt. Por una parte, en el plano metodológico, su «reconstrucción» de las presuposiciones pragmático-formales de la comunicación ofrece una tercera opción frente a la alternativa --a la que se enfrentara Humboldt-- entre un idealismo relativista y un realismo metafísico. Esa estrategia trata de integrar el supuesto realista de un mundo objetivo único al que apuntamos con nuestros enunciados sin admitir empero la tesis de la unidad del mundo en sí, aduciendo para ello su carácter de supuesto inevitable --pero meramente formal-- de la comunicación, procedente de la función designativa del lenguaje (o, más concretamente, de la capacidad reflexiva que adquiriríamos merced a la distinción entre el signo y lo designado que nos llevaría a discernir siempre entre la perspectiva del mundo y el orden mismo que le suponemos a éste).

En su examen de las «presuposiciones formales de comunidad o intersubjetividad» subyacentes a los procesos de entendimiento regulados por pretensiones de validez llega Habermas a esta conclusión: «Las pretensiones de validez resultan en principio susceptibles de crítica porque se apoyan en conceptos formales de mundo. Presuponen un mundo idéntico para todos los observadores posibles o un mundo intersubjetivamente compartido por todos los miembros de un grupo, y ello en forma abstracta, es decir, desligada de todos los contenidos concretos» (Habermas, 1987, 79, subr. nuestro).

Esos conceptos de mundo, de carácter formal, no descansan, pues, en la tesis metafísica de un mundo en sí. En su calidad de condición de posibilidad de la crítica, procederían más bien de la tesis falibilista de la revisabilidad de nuestro saber. (Que la revisabilidad de la apertura lingüística del mundo que no puede hacerse valer desde la perspectiva del relativismo lingüístico hácese patente en el planteamiento de Heidegger; al respecto véase Lafont (1994).) Como añade Habermas, tales conceptos no son sino el reverso de dicha tesis metafísica: «Los actores que plantean pretensiones de validez tienen que renunciar a prejuzgar, en lo que a contenido se refiere, la relación entre lenguaje y realidad, entre los medios de comunicación y aquello sobre lo que la comunicación versa. Bajo el presupuesto de conceptos formales de mundo y de pretensiones universales de validez, los contenidos de la imagen lingüística del mundo tienen que quedar desgajados del orden mismo que se supone al mundo» (Habermas, 1987, 79-80, subr. nuestro). La constitución de un concepto reflexivo de mundo, lejos de hacernos suponer el posible acceso a un mundo en sí, no mediado lingüísticamente, permitiría pensar la independencia de dicho mundo respecto a los medios lingüísticos con que nos referimos a él --o, por contraponerlo a la explicación de Humboldt y Heidegger, pondría de relieve que con nuestros términos no pretendemos referirnos a aquello que venga constituido o exhaustivamente circunscrito por nuestros conceptos o nuestro saber sino que nombramos, primeramente, aquello cuya existencia independiente suponemos y cuyas características han de determinarse por un saber siempre falible--, siendo, en esa medida, la condición de posibilidad de «acceso al mundo a través del medio que representan esfuerzos comunes de interpretación en el sentido de una negociación cooperativa de definiciones de la situación» (Habermas, 1987, 103).

El supuesto contrafáctico de un mundo objetivo idéntico para todos al que que nos referiríamos con nuestros términos --y que nos permitiría, en el caso de interpretaciones alternativas, sopesarlas, llegando a una interpretación común-- no implicaría, pues, negar que de facto nuestra relación con el mundo siempre está simbólicamente mediada, sino sólo reconocer la implausibilidad del supuesto implícito en el relativismo lingüístico, a saber, que --como se desprendía del planteamiento inconmensurabilista de Heidegger-- aquello que es «abierto» por el lenguaje tiene que ser identificado necesariamente, por los que comparten dicho lenguaje, con el orden mismo que se supone al mundo.

Ese enfoque de Habermas puede verse, pues, como una alternativa que permitiría evitar tanto el relativismo lingüístico cuanto el realismo metafísico. Sin embargo, los realistas metafísicos pueden alegar en contra de una «tercera opción» de esa índole que la misma encerraría enormes oscuridades y dificultades. Desde su punto de vista no se ve cómo sea posible una vigencia veritativa de los contrafácticos habermasianos a no ser que la misma radique o estribe en la existencia del mundo en sí --tesis metafísica no acorde con ese planteamiento. Para los realistas metafísicos lo que funda la corrección de la presuposición de un mundo objetivo común para todos es la realidad de dicho mundo; asimismo la diferenciación entre el signo y lo designado tiene para ellos como condición de verdad la distinción efectiva entre lo uno y lo otro, o sea que exista lo designado. Los realistas metafísicos consideran que reducir la objetividad del mundo a una idealidad contrafáctica constituida por presuposiciones formales intersubjetivas es otro modo de volver a la concepción idealista que relativiza el mundo al sujeto. Según ellos, además, es ilusoria la pretensión de erigir, en ese suelo de las pretensiones contrafácticas de la intersubjetividad constituyente, un mundo formalmente presupuesto como idéntico para todos los partícipes en el proceso de comunicación, ya que, sin el reconocimiento de la existencia del mundo real, que existe independientemente de nuestro lenguaje, sería gratuito sentar la pretensión de una instancia así; un mundo que sea aquello a lo que en última instancia nos remitiríamos en aras de zanjar nuestras divergencias sólo podría darse si efectivamente existe ahí, realmente --independientemente de que lo pensemos o no, y de que hablemos de él o no-- ese mismo mundo. Tampoco admiten los realista metafísicos que quepa admitir un mundo meramente formal, sin contenido; ni a su modo de ver serviría la postulación [inter]subjetiva de un mundo así para zanjar discrepancia alguna. Rechazan por otra parte que su propia posición esté abocada a fundacionalismo alguno; alegan que el reconocimiento de la existencia del mundo real independiente de nuestro lenguaje y de nuestro pensamiento no compromete ni mucho menos a abrazar infalibilismo alguno; sostienen que su realismo es perfectamente compatible con una epistemología que descarta la certeza [absoluta]: el mundo realmente existente puede verse como accesible a nuestra capacidad cognoscitiva sólo por tanteos siempre revisables y falibles. Asimismo aducen que su realismo no excluye el que a nosotros el mundo nunca nos esté dado sino por mediación del lenguaje, y que nuestras referencias lingüísticas siempre vengan mediadas por nuestras descripciones o «conceptos».NOTA 3


§2.-- Del estructuralismo de Saussure al relativismo sociolingüístico

Aunque suele verse al lingüista norteamericano Edward Sapir y a su discípulo B. Whorf como padres de la vertiente propiamente lingüística del relativismo, esa concepción tiene en verdad raíces mucho más hondas y remotas; posiblemente está presente en buena parte de la lingüística del siglo XIX, tal vez por influencia directa del humboldtismo filosófico.NOTA 4 No vamos a remontarnos tan lejos. Sea cual fuere la sucesión intelectual de las corrientes de la lingüística general anteriores a Saussure --y sin desconocer, desde luego, cuánto debe éste a sus predecesores y en qué gran medida es más un continuador de los mismos que un innovador--, es un hecho que, hasta el surgimiento de la lingüística chomskiana, prácticamente toda la ciencia lingüística de nuestro siglo ha seguido la línea estructuralista inaugurada por Ferdinand de Saussure. Ahora bien, Saussure es justamente uno de los adalides de la tesis de la relatividad lingüística. (Véase Saussure (1945), págªs 191 ss. y principalmente págª 203; cf. Benveniste (1966), págªs 49ss. Cf. también Martinet (1970).)

Para Saussure y la lingüística estructural en general, las lenguas someten la realidad a cortes artificiales que no preexisten a la organización del mundo por el lenguaje. (Cf. Bloomfield (1970) y Ullmann (1970), págª 59.)

Un ejemplo paradigmático para esos autores ofrécelo la nomenclatura de los colores: ninguna constante preside la división del espectro por los diversos idiomas. En tales o cuales casos las divisiones pueden achacarse a intereses prácticos, mas en otros se trata de cortes arbitrarios. Si creyéramos que a cada corte así, a cada agrupación de entidades bajo una denominación, le corresponde un cierto ente existente en la realidad, habríamos de abrazar una enorme inflación ontológica: imaginemos un idioma A que agrupa bajo una denominación, `tenyz', traducible como la de `color intenso,' a colores como el rojo y el azul, al paso que bajo la de `nyzet', traducible como `color pálido', agrupa a matices claros de rojo y de azul, careciendo de denominaciones [no perifrásticas] para decir `azul'; si tanto sus agrupaciones cuanto las nuestras estuvieran fundadas en cómo es la realidad, habría demasiadas propiedades de cosas que serían los colores: además del color azul y del rojo, el color nyzet y el tenyz, y así al infinito. Parece que, si hay colores, éstos tendrán una organización más simple y no serán infinitamente abundantes. Igualmente, las relaciones de parentesco pueden agruparse bajo un número infinito de denominaciones: cuando un idioma aplica una misma denominación al hermano del padre y al de la madre, otro aplica denominaciones distintas --careciendo de un término que se aplique a ambos. Aceptar que todos esos cortes y agrupaciones corresponden a sendos cortes y agrupaciones reales acarrearía una regresión infinita.NOTA 5

La mayor significación de esa profunda arbitrariedad de las divisiones practicadas por las lenguas se alcanza en el caso de las palabras gramaticalizadas, o sea aquellas que forman paradigmas finitos y en verdad pequeños, siendo obligatoria la presencia de un miembro del paradigma en determinados lugares de la cadena hablada. Así, un idioma gramaticaliza los tiempos de la acción y ello acarrea el constreñimiento de que cada verbo vaya unido a un morfema que exprese tiempo verbal: pasado, presente o futuro. Otro idioma gramaticaliza, en cambio, el aspecto, y obliga a cada verbo a aparecer unido a un morfema que exprese duración, puntualidad, incoatividad o terminalidad, p.ej. En este último idioma se dirá algo cuya traducción literal sería, p.ej., la de alguien «hacer-durativamente» esto o aquello, sin indicarse si ello es en el pasado o en el futuro. De nuevo tenemos que, si tanto nuestras divisiones del tiempo cuanto las de ese idioma correspondieran a la organización real de las cosas, las acciones tendrían por un lado esas facetas temporales que nosotros imaginamos, y por otro lado las facetas aspectuales; lo cual desencadenaría una nueva regresión infinita: en vez de que lo real estuviera dividido en ciertas categorías en número finito, cualquier división y agrupación imaginable correspondería a una división real y a una agrupación de objetos en el mundo.

Ahora bien, si en general esa arbitrariedad de las agrupaciones de cosas bajo denominaciones acuñadas por los idiomas conlleva una organización artificial y propia del mundo, la razón por la cual ello reviste mayor seriedad en el caso de los paradigmas gramaticales es que suele afectar a grandes «categorías» ontológicas --articulando una organización del tiempo, del espacio, de los tipos de entidades en el mundo; y, además, al ser obligatoria la presencia, en los mensajes hablados, de al menos un miembro del paradigma, constriñe al hablante del idioma a ajustarse a esa organización de lo real.

Así, si un idioma tiene números gramaticales que sean el singular, el dual, el trial y el plural, sus hablantes han de pensar las cosas como cayendo bajo una de esas «categorías», al paso que, si sólo se dispone en el idioma de singular y de plural, la organización es muy otra. Igualmente los idiomas que gramaticalizan las dimensiones temporales de pasado, presente y futuro ven la realidad de manera distinta de como la ven los que gramaticalizan aspectos: un hablante de uno de los idiomas de este segundo grupo no tendrá que ver una acción de amar, p.ej., como pasada o futura, sino como durativa, o incoativa, etc. En la realidad las acciones no pueden agruparse de todos esos modos; ni hay terreno neutral alguno desde el que quepa decir fundadamente que se agrupan según lo concibe tal idioma más que según lo concibe tal otro.

En la medida en que esas grandes agrupaciones de cosas condicionan una organización imaginaria de lo real, es verdad --para esos autores-- que cada lengua entraña una determinada visión intraducible del mundo. Pensemos en un idioma en el cual no haya números gramaticales, sino que un cierto mensaje `salabat agomón', p.ej., sea traducible indistintamente como `un niño juega', `los niños juegan', `varios niños juegan', etc; en ese idioma puede que haya otros procedimientos, perifrásticos, para hacer los distingos cuando se desee, mas lo interesante es que pueden formularse mensajes que no los hagan; `salabat agomón' será, pues, literalmente intraducible; porque de ese idioma a aquellos a los que estamos más acostumbrados podrá traducirse cualquiera de las desambiguaciones, mas no, tal cual, la oración cargada de --para nosotros-- ambigüedad. En un contexto puede que sepamos que lo que se quiere decir es esto, en otro aquello; mas pertenece al acervo de ese idioma la capacidad --de la que nosotros estamos privados-- de decir algo que será verdad si, y sólo si, un niño juega, o varios niños juegan, o todos lo hacen, etc.

Hasta aquí la exposición de los argumentos en que se basa la vertiente lingüística del relativismo. No entra en los límites de este trabajo considerar el enorme cúmulo de ejemplos aducidos en la voluminosísima literatura al respecto. Lo que deseamos es examinar la validez del argumento general subyacente. Parécenos que todos esos autores caen en un error al creer que, si la realidad está dividida así, no está dividida asá; o, dicho de otro modo, que, si existen conjuntos de cosas tales que uno abarca a x¹, x², ..., xn, y deja fuera a z¹, ..., zn, entonces no hay ningún conjunto que abarque, p.ej., a x², z², x³, ..., xj (j<n), z³, ..., ..., zj, mas deje fuera a los demás elementos de ambas series (la de los x y la de los z). El que las acciones sean o pasadas o presentes o futuras --si es que todas lo son, cosa desde luego discutible-- no acarrea que no sean también o durativas o puntuales o incoativas etc. Conque los llamados cortes que a la realidad le asesta una lengua puede que reflejen una parte de la organización de lo real en cúmulos o conjuntos; parte cuya existencia no tiene por qué excluir la de otras agrupaciones que tengan determinadas intersecciones con las reconocidas en esa lengua.

Por otro lado --y esta es nuestra segunda respuesta al argumento relativista que estamos considerando (y según lo han acabado poniendo de relieve los propios lingüistas estructurales)-- una lengua puede operar una agrupación de las cosas sin necesidad de tener un lexema ni, menos, un morfema gramatical para ello. El que en español tengamos como denominaciones principales de colores las de rojo, azul, etc, ni nos impide distinguir el rojo pálido del chillón ni obstaculiza el que entendamos otra agrupación de los colores: tenemos a nuestra disposición la disyunción, con la cual podemos decir, p.ej., `rojo o azul pálido' --y similarmente `hermano o hermana', para traducir `sibling'. Ahora bien --se objetará-- ¿no se pierde así algo? Sí, mas es estilístico y, por ende, pragmático, no semántico.

Pensemos en un idioma del extremo oriente, en el que no pueda decirse, para la primera persona, un mero `yo', sino una forma que denote el estatuto social del hablante y su relación con el del oyente (algo así como `vuestro humilde servidor' en unos casos, `vuestra benefactora', en otros, mas afectando ello incluso a las flexiones verbales). Traducir a ese idioma una prolación nuestra de `Tengo frío' habría de requerir, para vehicular lo que nosotros vehiculamos y nada más, una disyunción «extraña» o anómala de oraciones de ese idioma; y, si no se hace así, se da una interpretación, que será contextualmente la correcta, mas ya se añade información que de suyo la oración española no vehicula. Al revés, traducir como `Tengo frío' una prolación de ese idioma empobrece la información vehiculada.

(Sin ir tan lejos: del español de América Latina al de España hay diferencias, p.ej., en la forma de segunda persona de plural `Uds me han agradado mucho' vehicula información diversa a ambos lados del Atlántico; en la vertiente oriental del mismo conlleva que el hablante no tiene con los oyentes un trato de confianza.)

Eso es efectivamente así, mas ¿a qué afecta la pérdida? Sólo a lo estilístico. Para lograr una oración nuestra con toda la información de la oración de ese idioma hemos de acudir a una prolación que nos resulta rara y enrevesada. Y similarmente para traducir a ese idioma una oración nuestra. En el un caso es por exceso de información, en el otro por defecto, mas los resultados son, en ambos casos, perífrasis que parecen retorcidas. El traductor literario evita eso aun infringiendo la literalidad. Y de ahí surge el equivocación de lo intraducible. Mas no hay tal intraducibilidad: hay intraducibilidad elegante, o simple, o estilísticamente ajustada al original.

Por otro lado, el que un idioma en que uno se exprese gramaticalice ciertas divisiones del mundo (o --visto desde el otro extremo-- ciertas agrupaciones de cosas) no fuerza al hablante a ver al mundo de una manera que correspondería a tales divisiones y agrupaciones. En efecto: un hablante del español se expresa en un idioma que «categoriza» a los objetos como masculinos o femeninos. No se sigue de ahí que el hispanohablante se vea constreñido a concebir a cada objeto en el mundo como sexuado ni nada por el estilo. El hispanohablante no ve a las sillas como hembras ni aun en un sentido metafórico; ni a los sillones como machos; todo eso sería peregrino. Ni los latinoamericanos tienen una visión diferente de las cosas por llamar a las `computadoras' `computadoras', palabra femenina, y no `ordenadores', masculino. De hecho los propios lingüistas estructuralistas (o al menos Martinet) conceden que `el'/`la' son alomorfos en distribución complementaria, o sea que --en general-- no hay diferencia semántica pertinente. Como tampoco el hablante del latín adjudica una diferencia semántica a la pertenencia de un sustantivo a una de las declinaciones, aunque haya más femeninos en la primera, más masculinos en la segunda, y muchos neutros en la tercera. Ni, por las mismas, a ninguna concepción particular de las cosas está comprometido, por el mero hecho de serlo, el hablante de un idioma que «categorice» los objetos como largos y cortos, asignando no obstante la primera categoría (sintáctica o morfológica) a sustantivos que se apliquen a objetos no forzosamente largos.

Si, por consiguiente, fallan los argumentos en que se basa la tesis relativista, en su versión lingüística, hay un fuerte argumento en contra de tal tesis, a saber: si efectivamente el hablar una determinada lengua encerrara el comulgar con una visión del mundo, mal se explicaría que diversos hablantes de una misma lengua discrepen en lo tocante a sus respectivas visiones del mundo, mientras que una concepción del mundo puede ser compartida por hablantes de diferentes idiomas. Dentro de una comunidad lingüística hay, en efecto, personas y grupos que se adhieren a diferentes cosmoramas, sin que se vea ninguna coincidencia de opiniones que se derive del mero compartir un idioma. Por el contrario, hablantes de idiomas muy alejados entre sí --y hasta al parecer no emparentados-- pueden tener en común una concepción metafísica e ideológica.

Durante cierto tiempo los adeptos del relativismo lingüístico esgrimieron tesis como la de que la ontología aristotélica sólo fue posible porque el Estagirita se expresaba en griego; que hasta su esquema categorial era parasitario de las categorías sintácticas de ese idioma o de las lenguas indoeuropeas en general (ver Benveniste (1966), págªs 63ss); que un filósofo que se exprese en un idioma de otro tipo o de otra familia ni siquiera podrá plantearse los problemas en esos términos, sino que tiene una visión implícita de lo real que nosotros ni aun podemos enunciar.NOTA 6 De hecho, sin embargo, esos autores fueron capaces de decir qué es eso que, según ellos, no podría decirse en nuestros idiomas; o sea de traducir la dizque intraducible metafísica implícita de esos idiomas. Mas a esa refutación práctica se ha sumado otra y ha sido la creciente traducción de los textos filosóficos de la tradición griega a idiomas sin parentesco conocido con los indoeuropeos. En verdad no era de extrañar. Una serie de estudios revelan que la civilización helénica fue sólo una flor del árbol común de la cultura del Mediterráneo oriental, no exenta de raíces africanas. Y desde la alta edad media los textos griegos habían sido traducidos a las lenguas semíticas, cuyo [lejanísimo] parentesco con las indoeuropeas es dudoso. Que los japoneses puedan discutir, como lo hacen hoy, a Aristóteles, Platón, Leibniz, Hegel, Wittgenstein, Russell, asesta un golpe de gracia a esas tesis de intraducibilidad y de que cada lengua está encerrada en una visión del mundo propia y peculiar.

El auge de la concepción relativista puede asociarse al apogeo del nacionalismo de fines del pasado siglo y comienzos de éste. Parecía que cada idioma era a la vez un denominador común de los miembros de una nación y un patrimonio de los mismos. Ya había abundante evidencia en contra de esa tesis, mas todavía se podía ignorar. Se prestaba poca atención a las naciones del tercer mundo --salvo tal vez a las de Latinoamérica, cuya población era en gran parte de origen europeo; y, cuando se les concedía alguna, solía pensarse sólo en naciones que poseyeran sus propias características nacionales, incluidas las lingüísticas, arraigadas en una vieja y fuerte tradición plasmada también en el ámbito político --p.ej. China, Persia, etc. La emergencia de los nuevos países descolonizados tras la segunda guerra mundial ha arruinado ese esquema. El inglés es hoy lengua común en países tan dispares como Australia, Filipinas, Tanzania, Nigeria y Jamaica. Si antes se podía seguir pensando que había una metafísica del inglés que compartirían también los estadounidenses --de raigambre inglesa, al fin y al cabo--, hoy la tesis del vínculo entre lengua inglesa y una particular visión del mundo sólo puede defenderse mediante epiciclos como el de que los hablantes del inglés en esos países del tercer mundo sufren un desajuste entre sus respectivos cosmoramas y la lengua en que tienen que expresarlos; o como el de que han sido alienados espiritualmente y, a efectos de mentalidad o de metafísica, son ingleses; asertos todos ellos inverosímiles.

Sin embargo, hay otra manera de restituir un poco de credibilidad al relativismo lingüístico, y es desgajar lo que a sobrehaz aparece como una lengua en sendos dialectos sociales. Karl Vossler --cuya figura se halla a caballo entre la tradición propiamente filosófica y la lingüística-- se enfrentó ya a ese desgajamiento, porque él quería mantener la idea de que una lengua une a toda una nación y expresa su peculiar visión del mundo. De ahí que Vossler se opusiera con igual vigor tanto a la negación de las particularidades espirituales de un pueblo encarnadas en su lengua nacional cuanto al quebrantamiento de la unidad étnico-lingüística resultante de dividir la lengua nacional en lenguas de clase social, como empezaban a hacerlo algunos sociolingüistas.NOTA 7

Mas en otro panorama ideológico iba a producirse un interesante rebrote del relativismo lingüístico precisamente en esa dirección que podemos llamar social o clasista. En Rusia, al producirse la revolución de 1917, había una escuela lingüística original que encabezaba N. I. Marr, lingüista con una, a la sazón, ya avanzada carrera académica.NOTA 8 Inscribíanse sus teorías --que hoy suelen verse como un tanto extrañas-- en unas ideas generales de orientación evolucionista entonces ampliamente en boga con relación a las más diversas facetas de la cultura. Pensábase a menudo, o casi siempre, que había lenguas más o menos evolucionadas, que había un sentido del desarrollo o evolución de las lenguas. Marr elaboró ese punto de vista con una serie de matices y rasgos peculiares. En su tardía confluencia con el marxismo cobró significación la tesis de un vínculo entre las sucesivas fases de la experiencia socio-práctica de las sociedades humanas y los tipos lingüísticos.

Esa idea podía llevar a una justificación de carácter colonialista de la superioridad de los europeos, que hablaban «lenguas más evolucionadas». Naturalmente, en vez de ésa, Marr siguió otra dirección, que llevaba a rescatar y revalorar el aporte propio de las lenguas hasta entonces sometidas o marginadas. Ello fue de par con la orientación política de los soviets de rehabilitar y aun enaltecer a las lenguas nacionales que habían sufrido dominación o postergación bajo la monarquía de los zares. Sin embargo, el nacionalismo implícito en esas posturas no podía hacer muy buenas migas con la nueva ideología imperante, porque el marxismo no iba a admitir que todos los hablantes del mismo idioma fueran solidarios entre sí en cuanto a su visión del mundo («por encima de las clases») ni que, para los hablantes de un idioma, fuera ajeno lo que pudiera decirse en otro idioma (eso era incompatible con la pretensión de la propia ideología marxista al doble rango de saber universalmente reconocible y de lazo de unidad entre los trabajadores de todo el mundo).

Así que las ideas del lingüista Marr evolucionaron hacia una lingüística social. Lo que verdaderamente era propio, y expresivo de una visión implícita del mundo, no era la lengua como denominador común de toda la nación, sino el dialecto de clase. De ahí se siguió una concepción de la lengua como superestructura --en la terminología marxista que escinde los fenómenos sociales en dos grandes grupos: la base económica y ese «resto» que estaría formado por las «superestructuras» y que vendría determinado, en última instancia, por la base (concepción materialista de la historia).

Dentro de ese esquema básicamente dual --que no ha pretendido nunca negar las interacciones «dialécticas» entre los polos o extremos-- era difícil encajar al lenguaje. De ahí que y los fundadores de ese sistema, Marx y Engels, titubearan al respecto. Los discípulos rusos y soviéticos de Marr dieron un importante paso sistematizador al hacer de la lengua una superestructura. Ello acarreaba consecuencias serias. Según la lectura más natural de los textos fundacionales de Marx y Engels, las superestructuras surgen en sociedades de clase (aunque puede que también en otras) afectadas por una doble característica: cada superestructura «refleja» la situación de una clase social y, a su vez, cumple un papel histórico al servicio (objetivo) de esa misma clase social, y no de otra (aunque los marxistas han reconocido siempre que ese esquema sólo reproduce las grandes líneas de la compleja realidad histórico-social). De ahí que, al concebirse como superestructuras la filosofía, la religión, la política y la organización jurídica, resulten consecuencias como el carácter de clase de cada una de sus respectivas plasmaciones. Llevado a la ciencia y al arte, ese esquema acarrea resultados más claramente implausibles, que dieron lugar a disensiones entre los pensadores marxistas acerca de cómo solventar las dificultades.

Pues bien, ¿qué se hace el lenguaje en medio de ese esquema? Los discípulos de Marr entendieron que la lengua, a fuer de superestructura, tiene carácter de clase --en las sociedades divididas en clases-- igual que la filosofía o la política, y en ese mismo doble sentido: una lengua de clase refleja la situación de la clase --y por tanto emana de su actividad y viene adoptada por la clase--; y, a la vez, sirve a la clase social, es un arma en su lucha de clases.

Siendo ello así --y no habiendo en el terreno de las superestructuras «nada por encima de las clases»-- resultaba que, igual que no hay una filosofía común para burgueses y proletarios, ni una política común, no hay tampoco lengua común. Esa conclusión era difícil de aceptar. Esforzábanse, no obstante, los discípulos de Marr por reducir al mínimo cualquier denominador común entre las «lenguas» de las diversas clases sociales. Cuando los significantes coinciden, varían --según ellos-- los significados, porque cada significado se inserta en un campo semántico. Hay términos que pertenecen a la terminología burguesa, otros a la proletaria, y aquellos que están en ambas cobran sentidos diferentes. (Ese enfoque --que hoy puede parecer tan curioso-- no está sin embargo alejado de un punto de vista que nos resulta familiar hoy día: la tesis de la inconmensurabilidad de las teorías científicas, cada una de las cuales tendría su propio lenguaje --un problema con el que han lidiado, con mayor o menor éxito, no sólo Kuhn y compañía, sino también Quine.)

Mas al alcanzarse y difundirse esas consecuencias, la doctrina de los discípulos soviéticos de Marr no podía por menos de entrar en conflicto con el marxismo, al menos en su versión oficial. Fue Stalin quien, en 1950, se encargó de desarrollar una polémica contra esas tesis. (Ver Stalin (1984), págªs 183-232.)

¿Por qué? Stalin era el artífice de la política nacional de los soviets, desde los inicios de la revolución. Siempre había sostenido una línea que reivindicaba en lo «formal» la cultura nacional --o sea amparaba la expresión en las diversas lenguas soviéticas, aunque sin total pie de igualdad con el ruso-- inculcando, en el «contenido», una orientación socialista que transcendía los límites nacionales. Para él ambos lados eran igualmente válidos. La escisión de las lenguas nacionales en dialectos de clase iba en contra de la justificación básica de esa política y arruinaba incluso el distingo entre forma y contenido. Por otro lado, al pretender que las diversas clases sociales hablaban distintas lenguas y no constituían así un todo unido por una común pertenencia étnica, los discípulos de Marr abrazaban una concepción que Stalin había combatido ya en su juventud, y que subrayaba el aspecto del antagonismo o la escisión en detrimento del de la unidad de una sociedad; para él ambos iban unidos: la unidad no es tan absoluta que excluya el antagonismo ni viceversa. Sólo hay lucha de clases si las clases se relacionan entre sí; y para eso han menester de un medio de comunicación, la común lengua nacional.

La polémica iniciada por Stalin desencadenó un debate. Hasta hace poco solían decir los lingüistas que Stalin llevaba razón, y a menudo atribuían su iniciativa a los estudiosos de la lingüística desafectos a las ideas aberrantes de Marr. Sea de ello lo que fuere, hoy hay sociolingüistas (como Marcellesi) que han rehabilitado parcialmente las tesis de Marr y que critican las objeciones de Stalin. Según ellos, en ese debate Stalin no salió tan bien parado como pudiera creerse a primera vista, sino que fue dando marcha atrás, replegándose a una posición en que sólo lograba llevar razón definiendo `lengua' de una determinada manera --que era por lo demás esencialmente la de Saussure y los lingüistas occidentales. Esa segunda trinchera en la que tuvo que refugiarse fue la de mantener que la lengua es justamente lo común a las diversas clases, al paso que los dialectos de clase --en los cuales a veces los mismos términos vehiculan diferentes sentidos-- no estorban la unidad de la lengua, ni la mismidad de denotación de la mayor parte de las palabras.

Stalin saca de eso una conclusión atrevida: el lenguaje no es ni base ni superestructura. Hay, pues, fenómenos sociales que no entran en el esquema dual de los fundadores del marxismo. La lengua es patrimonio común de toda una sociedad y disfruta de una elevadísima dosis de estabilidad, no perdiendo su identidad ni aun con invasiones ni con fuertes influencias de otros idiomas. (En algunos de sus argumentos Stalin llega en este punto a adoptar una tesis un tanto extrema, que resulta difícil de conciliar con el surgimiento de las lenguas «creol», resultantes de mezclas y que no pueden incluirse en ninguna de las lenguas así mezcladas.)

Como en tantas disputas, cabe siempre la sospecha de que se quieran resolver los problemas con redefiniciones ad hoc. La tesis de los marrianos no es baladí. Inscríbese en toda la tradición lingüística de los campos semánticos, que no ha perdido pujanza ni siquiera hoy en ciertos círculos. Cada palabra tiene un valor --en terminología de Saussure-- por su pertenencia a un paradigma y su oposición en él a otras palabras, de uso alternativo. Hay palabras que emplean ciertas clases sociales y no otras; palabras que vehiculan diversas «connotaciones» para diferentes grupos sociales; así pues, aun los elementos del acervo común juegan diverso papel --semántico-- para diversas clases sociales. La visión del mundo peculiar de una clase hallaría, pues, su plasmación en una lengua de clase, cargándose los vocablos de una u otra significación.

La principal objeción de Stalin contra ese punto de vista es que no da cuenta de cómo se produce la comunicación y comprensión entre las clases sociales, por diversas y opuestas que sean. Sólo puede haber --dice-- lucha de clases si hay también un nexo de unión entre ellas. La lucha no es nunca tal que excluya por completo cierta colaboración, mientras dura la sociedad así dividida. Mas esa comunicación ha de ser lingüística. Y para eso tiene que tener lugar mediante la lengua que es común; no puede hacerse por intérpretes (aparte de que, si la lengua tuviera carácter de clase, sería imposible la labor de los intérpretes). Luego, si es verdad que los campos semánticos varían para las diversas clases, eso no puede ser óbice a la unidad de la lengua. Cuando un miembro de una clase habla a un miembro de una clase opuesta, si ambos tienen lenguas diversas, una de tres: o bien el primero usa la lengua del segundo --y entonces de suyo esa lengua no tiene carácter de clase, ni si uso conlleva compromiso alguno con la clase del destinatario del mensaje--; o bien habla su propia lengua, y entonces será el oyente quien esté usando, en su acto de recepción o comprensión, la lengua del hablante (mismo problema); o bien hay un tertium quid, que resulta incompatible con la doctrina de los discípulos de Marr.

Podemos ver en esa controversia un caso particularmente interesante del mismo problema general con que tratamos de habérnoslas en este trabajo. Haya o no dialectos sociales (y tengan o no un «carácter de clase» en el doble sentido que a esa locución atribuye el materialismo histórico, cosa que hoy seguramente muy pocos aceptarían), lo que dizque haría que un mensaje fuera expresable sólo en este «dialecto de clase» mas no en aquel sería la presencia sólo en el primero de otras palabras que estarían en una determinada oposición paradigmática con tal o cual expresión que forme parte del mensaje en cuestión. De nuevo encontramos el mismo error: creer que, porque una lengua --de clase o de nación o lo que sea-- establezca ciertas lexicalizaciones en vez de otras posibles, y más aún ciertas gramaticalizaciones, está descartando la existencia en la realidad de otras oposiciones o alternativas. Un miembro de la clase alta puede tener un vocabulario que exceda al de un miembro de la clase baja, y así una palabra en boca del segundo puede cubrir un campo más amplio. Mas eso no quiere decir por sí solo que los respectivos repertorios encasillen a quienes los usan a sendas visiones divergentes de las cosas, porque en general se puede acudir a las perífrasis.

Por otro lado, eso de las «connotaciones» vehiculadas por las palabras para diversas clases sociales suele ser más un fenómeno pragmático que semántico. Hay términos prohibidos por los constreñimientos comunicacionales de una clase o de un grupo social --p.ej. términos usados por una clase diversa u opuesta como expresiones denigrantes de la clase a la que pertenece el hablante; igual que hay expresiones racistas, sexistas, especistas, etc. Mas en general un término con una carga así no significa sino lo que significa otro término sin tal carga; sólo varía el estilo: un término se usa peyorativamente y el otro no. Y cuando se trata de disparidad genuinamente semántica, lo que sucede normalmente es que uno de los términos designa a una propiedad que en verdad no está ejemplificada; p.ej. palabras como, en cierta acepción, `judío', o `mujeril', denotan --en el uso aquí pertinente-- sendas propiedades no ejemplificadas (esas propiedades no existen o están vacías, igual que la de ser el santo Graal en pos del cual iban los caballeros de la tabla redonda).

Así pues, nuestra exploración de esa rama original del relativismo lingüístico dentro del campo de la sociolingüística corrobora nuestras conclusiones precedentes: no hay intraducibilidad; no habiéndola, no hay cosmoramas, ni nada por el estilo, propios de los diversos idiomas ni de los diversos dialectos sociales --sea o no acertado llamarlos `lenguas de clase'.

Antes de poner punto final a este examen crítico de los argumentos básicos de los relativistas lingüísticos hemos de comentar la objeción que a ese planteamiento han dirigido Michael Devitt y Kim Sterelny, en una de las discusiones recientes del problema que nos ocupa más merecedoras de mención. (Ver Devitt y Sterelny (1989), págªs 172ss.NOTA 9) Arguyen esos dos autores australianos que el pensamiento precede al lenguaje y que, por consiguiente, no está sujeto a constreñimientos impuestos por el idioma en que se exprese: el lenguaje sería, pues, un vehículo del pensamiento y presupondría la existencia de éste. Sin duda la verdad de ese aserto de la primacía del pensamiento respecto al lenguaje bastaría para refutar la hipótesis de Sapir, o sea el relativismo lingüístico. Mas, si es una condición suficiente para la falsedad de la hipótesis de Sapir, no es necesaria. Y de hecho la tesis de la primacía del pensamiento afronta dificultades tan grandes como las de la hipótesis de Sapir. Es muy dudoso que el pensamiento de seres como los humanos y otros emparentados con nosotros pueda existir sin formulación o enunciación lingüística; y, no pudiendo existir sin tal formulación, no ve uno cómo pueda tener primacía o anterioridad respecto a la enunciación lingüística.

Siempre resulta un tanto enigmático qué pueda ser un pensamiento sin expresión lingüística ni cuasi-lingüística, o sea sin plasmarse en ningún tipo de mensaje acuñado en uno u otro sistema de señalización. Tal vez sea posible, mas en verdad no sabemos muy bien qué queremos decir o imaginar o concebir al hablar de algo que pueda ser descrito de ese modo; no entendemos bien ni qué pueda ser descrito así. Mas, comoquiera que sea, no es menester acudir en el caso de los seres humanos a nada de ese estilo, ni para explicar el proceso de adquisición del lenguaje por los infantes ni para dar cuenta de la vida mental de los afásicos. En todos esos casos cabe conjeturar explicaciones que no opongan una fase absolutamente exenta de uso lingüístico a otra que conlleve dominio cabal del lenguaje; una mediación gradualista que muestre cómo se produce un fenómeno de incremento o de disminución de la formulación lingüística, en vez de una alternativa entre todo y nada.

Y, sea como fuere, no hace ninguna falta ese recurso a la anterioridad del pensamiento con respecto al lenguaje para hacer frente al relativismo lingüístico. Porque, según lo hemos visto, aunque sea verdad que todo pensamiento --al menos humano-- se expresa lingüísticamente, y por lo tanto en un lenguaje particular y determinado, que, en sus gramaticalizaciones y lexicalizaciones, opera ciertos cortes que no coinciden con los de otros idiomas, así y todo puede haber traducibilidad de un idioma a otro al precio de perder rasgos estilísticos propios del idioma original.

Para desmentir esa posibilidad de traducción habría que encontrar un idioma intraducible o uno al que no cupiera traducir lo dicho en otro idioma. Ahora bien, eso puede suceder sólo si en uno de los idiomas, A, haya expresiones sin ningún equivalente semántico en el idioma B, ni siquiera perifrástico. Mas un análisis de las alternativas en que se divide tal hipótesis sirve para descartarla del todo.

Cabe, ante todo, que una expresión en A vehicule una información «atómica» que no se exprese en B de ningún modo --como en latín no hay palabra para el automóvil ni para la computadora; mas los idiomas no son códigos cerrados, sino abiertos: las reglas de buena formación de un idioma natural no contienen ninguna cláusula de cierre por virtud de la cual cuanto no esté previsto en las otras reglas quede excluido, sino que al revés: de ninguna secuencia corta de fonemas que se ajuste a las reglas fonológicas del idioma puede decretarse definitivamente que no sea una expresión de ese idioma; conque no se pasa de un idioma a otro al añadir un nuevo vocablo a una lengua. Y, por otro lado, igual que la introducción en nuestros idiomas actualmente hablados de palabras como `automóvil' en fechas recientes ha sido posible mediante una explicación perifrástica de tales palabras, no se ve por qué esa explicación no va a ser posible en otros idiomas, aun los hablados por pueblos que se encontraran todavía en el paleolítico, si los hubiera.

En segundo lugar cabe que una expresión de A vehicule menos información que cualquier expresión de B sólo si en B no hay cómo formular expresiones perifrásticas que correspondan semánticamente a las de A. Mas eso parece posible más que si B carece de disyunción, y ningún idioma conocido carece de disyunción --ni nada así han logrado alegar como evidencia a su favor los relativistas lingüísticos.

Así pues, queda reivindicada la traducibilidad interlingüística y, con ella, la no relatividad del pensamiento respecto de la lengua particular que se hable sin ninguna necesidad de acudir a la idea de un pensamiento desnudo que precedería al lenguaje y luego sería arropado o vehiculado lingüísticamente.

Este debate viene a confirmar lo que ya apuntábamos en la primera parte de este trabajo: que los relativistas lingüísticos --adeptos de la hipótesis de Sapir en este caso-- desconocen la función referencial del lenguaje o le quitan importancia, al paso que sobrevaloran otras funciones que ellos no saben distinguir de la referencial (p.ej. la de vehicular «sentidos» intensionales --sean éstos lo que fueren--, o connotaciones estilísticas, pragmáticamente condicionadas). Una vez que se devuelve su papel preponderante a la función semántica referencial, queda debilitadísima la capacidad persuasiva de los argumentos relativistas.


§3.-- Bibliografía








[NOTA 1]

A este respecto, Humboldt se debate siempre entre la consecuencia con la que asumir las conclusiones relativistas a que le lleva su propia concepción del lenguaje y la inconsecuencia a que le conducen sus constantes intentos de defender una posición universalista que garantice la objetividad del conocimiento, aun teniendo que recurrir para ello al supuesto de un mundo en sí. Este dilema se pone de manifiesto en la siguiente argumentación de Humboldt: «la correspondencia originaria entre el mundo y el hombre, en la que se apoya la posibilidad de todo conocimiento de la verdad, es reconquistada progresivamente y paso a paso por la vía fenoménica. Pues lo objetivo permanece siempre como aquello a conquistar y, aunque el hombre se acerca a ello por la vía subjetiva de un lenguaje peculiar, es su segundo esfuerzo, de nuevo y aunque tan sólo sea mediante la substitución de una subjetividad del lenguaje por otra, aislar lo subjetivo y separar de ello al objeto lo más pulcramente posible». (IV, 28, subr. nuestro)


[NOTA 2]

Geach, P. T. (1962), Reference and Generality, Cornell Uni. Press, N.Y.


[NOTA 3]

Para una defensa de un realismo metafísico en esa línea falibilista, que reduce cualquier conocimiento a mera conjetura --mas articulado en el marco de un gradualismo general-- véase Peña (1992). Sería deshonesto que los autores del presente trabajo ocultaran al lector que, en este punto, divergen sus respectivos pareceres: Cristina Lafont opina que un enfoque como el de Habermas es una alternativa preferible a la del realismo metafísico --ya que, a su juicio, la idea de un mundo en sí es paradójica--, mientras que Lorenzo Peña estima que ese enfoque afronta dificultades redhibitorias y que sólo la adopción de un realismo metafísico fuerte puede ofrecer una salida convincente frente al relativismo lingüístico humboldtiano.


[NOTA 4]

El gran lingüista romanista rumano Iorgu Iordan ha estudiado con lujo de detalles (cf. Iordan (1967), págªs 182ss) la serie de influencias que ligan estrechamente a la tradición filosófica idealista alemana, de Humboldt a Cassirer, con un amplio sector de la lingüística y, en particular, con la teoría semántica de los campos --W. Porzig, Leo Weisgerber. En esa trayectoria juega un papel sobresaliente Karl Vossler, para quien una lengua es la expresión propia del alma de un pueblo. En sus notas a la traducción española de Iordan, Manuel Alvar pone de relieve cómo esa idea se encuentra --según es bien sabido-- también en Unamuno, procedente probablemente de Croce.


[NOTA 5]

Sobre todo este complejo asunto la lectura obligada es Mounin (1963). Lo curioso de ese libro --compilación magna de argumentos a favor del relativismo lingüístico y crítica titubeante de los mismos en su última parte-- es que, tras desplegar un apabullante cúmulo de casos que, interpretados según la ortodoxia estructuralista saussureana, apuntalarían la tesis de la intraducibilidad entre las diversas lenguas, acaba empeñándose (¿baldíamente?) en evitar tales conclusiones, al precio de flagrantes inconsecuencias.


[NOTA 6]

Whorf --siempre tan radical en su adhesión a la hipótesis neohumboldtiana de Sapir-- enuncia una tesis fortísima en este punto, a saber: «las necesidades de la lógica común ... sólo son necesidades en la base de los modelos gramaticales utilizados por la gramática aria occidental»: ver Whorf (1971), págª 301. Ésa es, ¡nada menos!, su conclusión final.


[NOTA 7]

Ver Vossler (1943), págªs 259ss. El blanco de la crítica de Vossler es un clásico o precursor francés de la sociolingüística, Raoul de la Grasserie, por un libro suyo de dialectología social, publicado en París en 1909. Como botón de muestra del «romanticismo» lingüístico de Vossler baste este pasaje sacado del penúltimo párrafo de su citado libro (págª 273): `Imposible realizar el propósito esperantista mientras no se tenga o no se logre producir una mentalidad esperantista. Esta mentalidad se llama pacifismo, internacionalismo, racionalismo, socialismo radical, igualitarismo absoluto, utilitarismo y tecnicismo. ... Hoy [1923] se da a los ferroviarios alemanes enseñanza gratuita de esperanto. La enseñanza de la mentalidad correspondiente se la han dado la guerra y la revolución ... pero no gratis, sino a costa de la patria alemana'.


[NOTA 8]

Las controversias que, someramente, rememoramos a continuación vienen expuestas y analizadas con pormenor en Marcellesi y Gardin (1978), donde explícitamente se vincula la orientación lingüística de Marr con la hipótesis de Sapir --la cual, para esos dos lingüistas franceses, adeptos del materialismo dialéctico e histórico, sería concorde con éste. Esos autores han rehabilitado a Marr con tal lujo argumentativo que no es hoy razonable tildar sin más de inactuales y de baladíes las doctrinas de Marr. Otra lectura de la hipótesis de Sapir y Whorf que la juzga acorde con el materialismo histórico es la de Adam Schaff en Schaff (1967). Sin embargo su versión de esa filosofía está claramente en contraposición al «realismo metafísico» que, en la corriente «ortodoxa» de la misma, había quedado oficializada como resultado de la famosa polémica de Lenin contra los discípulos rusos de Mach y Avenarius.


[NOTA 9]

La discusión de Devitt y Sterelny tiene muchos puntos positivos e interesantes en los que no podemos entrar aquí; p.ej. su asimilación de la tesis de la inconmensurabilidad de las diferentes teorías científicas (Kuhn, Feyerabend y compañía) a un «whorfismo científico»; algo semejante es lo que nosotros hemos venido sugiriendo en este trabajo, al recalcar justamente esa idea de inconmensurabilidad como central en toda la tradición humboldtiana. No cabe aquí comentar otras discusiones de la hipótesis de Sapir-Whorf. Baste citar de Max Black «La relatividad lingüística: las opiniones de B. L. Whorf» en Black (1966), págªs 239ss. Otra refutación interesante por Black está en «Some Troubles with Whorfism», en Hook (ed) (1969), págªs 30ss. Esa compilación contiene varios trabajos pertinentes para nuestro presente examen crítico. Huelga recordar que la tesis de los lingüistas chomskianos de que existen universales de lenguaje entraña la falsedad de la tesis de Sapir; mas no a la inversa; ver Greenberg (ed) (1963), passim.