Reseña de:
Lewis E. Hahn y Paul A. Schilpp (compiladores)
The Philosophy of W.V. Quine
La Salle (Illinois): Open Court, 1988
(3ª impresión: edición de 1986)
Pp. 705.
Arbor Nº 543 (marzo de 1991), pp. 135-8
ISSN 0210-1963
Era hora ya de que fuera (¡por fin!) publicado este volumen tan esperado dentro de la serie titulada Biblioteca de filósofos vivos, en la cual habían aparecido otros sobre Dewey, Moore, Russell, Carnap, Popper, Einstein, Sartre, Marcel etc. Desde luego que resulta problemático el criterio con el cual se seleccionan los filósofos escogidos, lo mismo que, en otros campos, los Premios Nobeles. El que venga publicado un volumen en esta serie no constituye más que un indicio de que está entre los más grandes el filósofo al que venga dedicado el volumen; indicio falible y, naturalmente, no único. (¿Pasarán a la historia como grandes filósofos Cassirer, Broad, C.I. Lewis, Blanshard, p.ej.?) Muchos pueden lamentar la ausencia en la colección de filósofos --muertos después del inicio de la serie, en 1939-- tan descollantes como Wittgenstein, Gödel, Gonseth, Gilson, Nicolai Hartmann o Heidegger.

Sea de ello como fuere, es el hecho de que pocos de entre los que sí se han visto favorecido por este galardón (a juicio del reseñante, ninguno de ellos, salvo Bertrand Russell) han merecido tanto como Quine el que venga con él coronada una fecundísima vida creativa e indagativa en el estudio filosófico. Quine es no sólo uno de los grandes de nuestro siglo sino uno de los pocos grandes filósofos de siempre. El prestigio no es inmerecido siempre --ni acaso las más veces.

Que buena parte del material recopilado en este volumen date --en su redacción al menos inicial-- de los años 70 podrán juzgarlo un defecto más que nada quienes están demasiado atentos a qué cosas nuevas se digan o so coreen en el pasado más inmediatamente próximo al futuro (el último mes o la última quincena), como si eso fuera a alterar radicalmente en qué paradigmas sea menester situarse para hacer buena filosofía. Ese afán de estar al día puede parecer desmedido, También es positivo dejar reposarse las aguas y sedimentarse lo que arrastran antes de ahecharlo. Cabría, así, deplorar que en las discusiones que en el volumen figuran, la teoría del conocimiento de Quine no venga interpelada desde perspectivas más recientes, para tratar de determinar en qué medida quepa conceptuarla como un externalismo o como un internalismo, como un coherentismo, o un confiabilismo o un fundacionalismo (probablemente, en todo caso, no lo último). (Un pequeño paso en esa dirección lo constituye la valiosa colaboración de Robert Nozick [pp. 339-63, con la respuesta de Quine, pp. 364ss].) Igualmente cabe quejarse de que nadie en el volumen lleve a cabo una discusión de la conciliabilidad o no de la lógica clásica con el tratamiento de una serie de cuestiones como asuntos de grado, pese al artículo de Quine de 1981 «What Price Bivalence?», pese al actual florecimiento de las lógicas y teorías de conjuntos difusas y multivalentes --que se están revelando pasmosamente fértiles en tantos campos científicos-- y también pese a las múltiples reiteraciones de Quine en sus respuestas en este volumen de que todos los problemas filosóficos, o los más de ellos, han de tratarse como cuestiones de grado (vide p.ej. pp. 335: grados de certeza; p. 365, p. 664 y passim: grados de observacionalidad; p. 620: grados de vulnerabilidad ante experiencia recalcitrante, y grados de intimidad de conexión; p. 565, p. 622: grados de indeterminación traduccional; implícitamente, pp. 566-7: grados de ser un asunto de hecho [a fact of the matter]; a propósito de esto último, cf. p. 430, donde dice Quine que es el criterio [the standard] --acerca del ser algo un asunto de hecho-- lo que, en su aplicación, se da por grados, lo que `pales progressively as we move upward and outward'.) Nótese que lo último conlleva grados de «factualidad» --sea ésta última lo que fuere-- y por ende de verdad o falsedad; por lo tanto, también grados de existencia (en virtud de la tesis de Quine, que, explotando un procedimiento de Ramsey, equipara cada verdad a un aserto expresable como una cuantificación existencial).

Sin embargo, campos de crítica y discusión son ésos en los que nos toca a los demás seguir brindando aportes, en debate con las siempre sugerentes y a menudo certeras ideas de Quine. Conque, si bien puede verse como un defecto del volumen la ausencia de colaboraciones que interpelen a Quine desde esas perspectivas surgidas o propagadas durante los últimos 15 años o así, no hay que exagerar ese defecto, que cuadra con el tono muy clásico de la antología (y acaso de la serie toda): en ella aparecen las posiciones filosóficas de Quine ventiladas más desde perspectivas como aquellas que a él le sirvieron de puntos de partida para sus reflexiones que desde otras que han brotado --en parte al menos-- como solución a los problemas de la propia filosofía de Quine, Dicho sea cum grano salis: hay más prequineanismo que postquineanismo en esta antología. Eso no le quita su gigantesco valor como un útil imprescindible para el estudio de diversas facetas del pensamiento de este gran filósofo.

El reseñante ha de reconocer, no obstante, que lo que más le ha interesado en este denso y voluminoso libro son las esparcidas respuestas de Quine, quien revela una vez más la penetración, fuerza y pujanza de sus consideraciones. No es que Quine me haya convencido siempre, ni mucho menos. Hay dificultades serias en varios puntos de su sistema, y --como todos los demás filósofos-- Quine trata de zafarse con algún subterfugio. (Eso y no otra cosa es el expediente de tildar de inmanente a su concepción de la verdad, como si ese mote permitiera escabullirse de la tensión que en su filosofía se da entre tendencias realistas y antirrealistas: vide p. 316, p. 367; cf. p. 155.)

A diferencia de otras antologías de índole teorética, no faltan en ésta algunas discusiones de tono subido. Si, por un lado, hace alarde Quine una vez más de su indulgente cortesía en su respuesta a U. Gähde y W. Stegmüller, pp. 137-9, por otro lado, ante la andanada polémica del autor polaco H. Skolimowski (quien, junto con otros muchos zambombazos de parecido tenor, dice --p. 474--: `Whom is Mr. Quine kidding? Are we supposed to be so obtuse that we do not see the sophistry of his statements?'), muéstrasenos un poco menos gentil (pp. 492-3). No se vaya a pensar, de todos modos, que ese escrito de Skolimowski carece de interés. Aunque él mismo reconoce (p. 476) lo ásperos e implacablemente críticos que son, o parecen, algunos de sus pronunciamientos, así y todo a quienes seguimos adictos al filosofar analítico oblíganos su desafío acuciante --con sus pullas y todo-- contra ese paradigma (que no es otro que el del racionalismo argumentativo y dilucidativo) a encontrar respuestas más convincentes que las que le da Quine. Skolimowski es uno de los que, obsesionados con la crisis social y de valores, han abandonado las pautas metafilosóficas de los fundadores del filosofar analítico, Frege y Russell. Pero, ¿no aportó el segundo --sin ruptura con su manera de filosofar, sino más bien en estilo de continuidad con ella-- reflexiones interesantes en torno a esos temas? Quine lo ha hecho muchísimo menos, pero eso no obsta a que, también en estilo de continuidad con un enfoque más o menos quineano, quepa decir cosas interesantes a propósito de esas crisis. Cuando Skolimowski critica (p. 481) la tesis interpretativa de R. Gibson de que la filosofía de Quine es sistemática, alegando que, lejos de serlo, la misma `shows adhocism (performed with a great bravado)', paréceme que incurre en un grave error: todos los filósofos sistemáticos han practicado el adhocismo, y se dan abundantes dosis de adhocidad en sus escritos. Aplícase eso a Platón (de quien muchos dudan que sea un filósofo sistemático), a Aristóteles, a Proclo, a Avicena, a Leibniz, a Hegel, Y es que cada filósofo sistemático ve orientadas sus reflexiones por unas pocas ideas y por un cúmulo de información; nunca por un principio único y tampoco nunca por información toda la cual se acople sin problemas a ese o esos principios. Hay grados de sistematicidad, o sea de organización de los diversos asertos en un corpus en el cual las diversas partes estén ligadas por trabazón argumentativa. En eso como en todo resulta catastrófico (y catastrofista) el desconocer los grados. La sistematicidad es una buena pauta, mas no tiene por qué ser la suprema o prevalente.

Terminaré enumerando las colaboraciones que más me parecen aportar en este volumen, fuera de las ya indicadas: la de Gibson (pp. 139ss) sobre indeterminación de la traducción versus subdeterminación de las teorías científicas; la de J.J.C. Smart (pp. 495ss) sobre la concepción quineana del espacio-tiempo; la de Joseph Ullian sobre las teorías de conjuntos de Quine (pp. 569ss); la de Hilary Putnam (pp. 405ss) sobre holismo significacional. Mencionaré también las colaboraciones de Hao Wang (pp. 623 --más o menos reproducida en un libro posterior de ese autor, que comentaré en otro lugar), de D. Føllesdal (pp. 97ss), de W. Alston (pp. 49ss), de Harman, de Hintikka, de Strawson, de Kaplan, etc.

En resumen, pese a sus carencias y lados flacos --algunos evitables, y otros menos--, es una obra que espero no pase por alto nadie que se interese por la filosofía.