Sección I
La relación entre existencia y ser-así en la tradición filosófica
CAPÍTULO 1º
DOS FORMAS DE ESENCIALISMO: ALÉTICO Y ÓNTICO
Entenderemos por `esencialismo' cualquier doctrina que emancipe el ser-así del existir (del ser a secas), e.d. que rechace la regla de inferencia que, de una oración del tipo «... es ---» (donde el `es' es, obviamente, copulativo) permite deducir «... existe». Hay dos géneros principales de esencialismo: el esencialismo desentitativizante (esencialismo alético) y el esencialismo meramente desexistencializante (esencialismo óntico). El esencialismo alético consiste en postular verdades que versan sobre no-entes, entendiendo por' no-entes' exactamente lo que la expresión dice: los no-entes ni serían reales ni poseerían sucedáneo alguno de la existencia real --no serían existentes irreales, ni entes inexistentes, ni algos o cosas carentes de entidad mas que poseyeran «aliquidad» o «coseidad»--; los no-entes (según el esencialismo alético) pura y simplemente no los hay; y, con todo, se darían verdades acerca de «ellos» (dejando de lado lo problemático del uso de un pronombre terciopersonal que, en ese caso, no podría apuntar a nada en absoluto). El «darse» de tales verdades no consistiría en la existencia o entidad de tales verdades, sino en un mero ser-verdaderas tales verdades. Las verdades mismas serían no-entes, aunque de «ellas» sería verdad el ser-verdaderas, el tener vigencia veritativa (alética). (Habría que entender el esencialismo alético en analogía con algunas de las doctrinas axiológicas --como la de Scheler--, para las cuales los valores valen, mas no son nada de nada). El esencialismo alético, como vamos a ver, fue inaugurado por Aristóteles y tendrá una próspera continuidad. Tal continuidad, empero, no cabe buscarla en el aristotelismo medieval, ya que la escolástica tenderá, o bien a postular --siguiendo a Avicena-- un esencialismo óntico, o también, y sin desmedro de esa otra solución, a reexistencializar los presuntos inexistentes adjudicándoles el estatuto de entes de razón, los cuales entes serían reales accidentes --en sentido aristotélico-- de determinadas mentes. Más bien habrán de encontrarse prolongaciones y desarrollos del esencialismo alético en la filosofía moderna, en Descartes, en Locke, en Hume, en Reid --en el propio Leibniz no faltarán expresiones que puedan interpretarse en sentido similar, pero, en él como en otros, no es siempre fácil demarcar los síntomas de esencialismo alético de los síntomas de esencialismo óntico, por lo demás uno y otro incompatibles con lo más hondo del pensamiento leibniziano--; y, asimismo, en Meinong y en diversos filósofos contemporáneos que iremos estudiando en otro libro (los adeptos de la lógica libre, como Leblanc, Lambert, Hintikka los meinongianos, como R Routley; los partidarios de la interpretación sustitucional del cuantificador).
Frente al esencialismo alético, se erigen muy diversas versiones del esencialismo óntico, o sea: doctrinas que postulan entes inexistentes --o existentes irreales, o cosas o algos desentitativizados, etc.--, pero entendiéndolos no por modo de una gradualidad contradictoria (e.e. no como entes que existen y no existen, e.d. que son hasta cierto punto reales y también hasta cierto punto irreales), sino como entes que sean, lisa y llanamente, inexistentes (o existentes que sean, lisa y llanamente, irreales, etc.).
La dificultad con esos enfoques esencialistas-ónticos es que parecen, a todas luces, ser meras estratagemas terminológicas(tal es el reproche que Quine les ha dirigido en [Q:00]). Porque tales enfoques postulan cosas, se comprometen ontológicamente a la existencia (o al «ser-ahí», o a la objetiva positividad) de esas cosas, y luego, al aseverar la oración `esas cosas no existen' parecen estar de acuerdo con quienes niegan que se den tales cosas; mas no están de acuerdo con ellos, porque quienes niegan el darse de tales cosas entienden `existir' en un sentido amplio que abarca a todo lo que goce de positividad u objetividad, que abarca a todos los algos sin excepción. Y, en cambio, los esencialistas ónticos entienden `existir' de un modo más restringido. Así, al emplearse las palabras en sentidos diversos, no habría efectivo acuerdo, sino mera apariencia ilusoria de acuerdo. En definitiva, el reproche que Quine dirige a los esencialistas ónticos, de una u otra laya, es que cambian arbitrariamente el sentido de la palabra `existir', y le asignan arbitrariamente algún sentido restringido; sería como si alguien decidiera llamar `existentes' sólo a los miembros de su familia. ¿Se habría ganado con tal rebautizamiento algún esclarecimiento filosófico?
La respuesta de los esencialistas ónticos es que el reproche mencionado es injustificado. Los esencialistas ónticos sostienen que ellos entienden por `existir' lo que entiende todo el mundo: el existir sería algo sólo intuible, indilucidable, inexplicable (como el sabor de la papaya, o el olor a amoníaco). No habría cómo describir qué sea lo de existir. Pero, según los esencialistas ónticos, más allá de los existentes hay otras cosas, otros algos, que son inexistentes (o irreales, según otro enfoque --el de Hartmann--).
Una puntualización importante es que no debe denominarse `existencialista' a cualquier filósofo que sea antiesencialista el existencialismo es la concepción que postula una primacía o prioridad --ya sea en general, o en algún ente particular, o ser-así (llegándose, en el existencialismo radical, a concebir a algún ente como un escueto y desnudo existir, sin talidad ni quididad alguna).
Así planteada la discusión, parece inzanjable. Ya veremos más tarde cómo se puede tratar de desbloquear el debate. De momento, y guiados por los esclarecimientos que preceden -- a grandes trazos, y limitándonos a unos cuantos jalones-- vamos a trazar un historial del planteamiento del problema. Veremos a Aristóteles inaugurar el esencialismo alético, y, a renglón seguido, a los estoicos inaugurar el esencialismo óntico.
CAPÍTULO 2º
PLATÓN
Acápite 1º. Los grados de existencia en la primera ontología platónica
El pensamiento ontológico de Platón no ha permanecido estático a lo largo de toda su obra. La etapa más interesante de su evolución se halla plasmada en el Parménides y el Sofista, que exponen lo que podemos llamar `la segunda ontología platónica'. En comentar algunos puntos salientes de ambos diálogos vamos a centrar este capítulo. La primera ontología platónica, expuesta en los diálogos del período medio, contiene como puntos capitales los siguientes:
1º Platón afirma con energía la teoría de los grados de verdad o de realidad. Lo más verdadero es lo más real, y viceversa (ἀληθέστερα = µᾶλλον ὄντα; cf. 511d; obsérvese que τα ὄντα λέγειν = τἀληθῆ λέγειν, en griego clásico). (También en castellano se da una equivalencia entre `lo real' y `lo verdadero' en muchos contextos; sobre los problemas lógico-ontológicos que conlleva esa equivalencia vid. [P:11].) La existencia, la verdad, es para Platón, desde la época de su primera ontología, algo susceptible de más y de menos, algo que se da por grados, y que comporta también un nivel superlativo (probablemente Platón piensa que en cada propiedad susceptible de graduación hay un grado superlativo poseído por un ente). Lo máximamente real es τέλεως ὄν, παντελῶς ὄν, ἐλικρiνῶς ὀν: lo perfecta, cabal y puramente real o existente (el uso del tercer vocablo muestra que, para Platón, con su doctrina participacionista, la limitación de grado va asociada a la impureza, corolario de la composición con algo ajeno o diverso). Las Formas o propiedades subsistentes son más reales (µᾶλλον ὄντα, Rep. 515d) que los individuos particulares del mundo sensible; éstos están ubicados entre lo puramente real y lo enteramente irreal (447a), porque son y no son (477a-478d).
2º Platón defiende, como hemos apuntado, el principio de participación: participar en, o de, una propiedad es ejemplificarla en medida limitada, en un grado inferior (y, por ello, absteniéndose también, hasta cierto punto, de ejemplificarla), lo cual está ligado a la ejemplificación de otras propiedades y, por ende, a la composición o mezcla.
3º Platón defiende el principio fuerte de tercio excluso, a saber: para cualquier «p», es verdad que o bien p, o bien es del todo falso que p. Así formulado, el principio platónico de tercio excluso difiere radicalmente del erróneo principio parmenídeo de exclusión de situaciones intermedias (PESI, para abreviar), a saber: para cualquier «p», o bien es del todo falso que p o bien es enteramente verdad que p. El principio platónico de tercio excluso lo que viene a decir es que cuanto no es del todo falso es verdadero; y, así, tiene la misma fuerza que la regla de apencamiento --acerca de la cual nos explayaremos más abajo--, que presupone que cuanto es, poco o mucho (e.e. en mayor o menor medida) real o verdadero es real o verdadero (a secas). Defender el principio platónico de tercio excluso equivale a rechazar la regla de maximalidad, según la cual lo totalmente verdadero tiene el monopolio de la verdad a secas: del mismo modo que, para ser romántico, no es preciso serlo totalmente (ser tan romántico que ya no quepa serlo más), sino que basta con ser romántico en uno u otro grado; del mismo modo, para que un hecho sea verdadero o real, a secas, no se requiere que posea el grado máximo de existencia o verdad, sino que basta con que posea verdad o realidad en algún grado.
Vale la pena comentar escuetamente esos tres puntos de la ontología platónica. La pluralidad de grados de verdad o existencia no debe tratar de obviarse (como lo ha hecho erróneamente Vlastos en [V:03]), «traduciendo» las afirmaciones platónicas de modo que los comparativos sólo se apliquen a propiedades diferentes de la existencia. Eso iría en contra del meollo de la doctrina ontológica de Platón. Porque, puesto que Platón identifica verdad con realidad o existencia, la mayor verdad, p.ej., de la avidez de Gesalico respecto de la de Amalarico equivale a la mayor realidad o existencia del hecho de que Gesalico es ávido respecto del hecho de que Amalarico es ávido. (Cierto es que, para ser consecuente, Platón debería introducir explícitamente en su ontología la postulación de hechos o estados-de-cosas, o de sucedáneos de éstos --como propiedades individuales, sobreañadidas a las propiedades subsistentes, cada una de las cuales consistiría en la participación que un ente individual tendría en una propiedad subsistente: así, la fecundidad de Lope de Vega consistiría en la participación por Lope de la Forma subsistente en la fecundidad--. En ése como en otros puntos, el pensamiento de Platón quedó sólo en embrión o en esbozo.)
Por otro lado, no cabe olvidar que, para Platón, cuanto más verdad es que una cosa es ella misma, tanto más real es dicha cosa. Los entes sensibles y movedizos, por ser cambiantes, son y no son ellos mismos; Platón aplica, para obtener tal conclusión contradictoria, la aludida regla de apencamiento: cada uno de esos entes, al no ser plenamente sí mismo, tiene menos realidad que, p.ej., las Formas subsistentes. (Bucéfalo tiene menos realidad que el caballo-en-sí --la equinidad subsistente--, porque es menos caballo; al serlo menos, es menos lo que es y, por ende, es menos sí-mismo que el caballo-en-sí; eso quiere decir que, en algún grado, Bucéfalo no es caballo, aun siendo también verdad que Bucéfalo es un caballo; de ahí que, en virtud de esa su contradictorialidad, de ese su, en algún grado, no-ser-si- mismo, Bucéfalo tenga algún grado de irrealidad o no-ser; de donde resulta que tiene no-ser, a secas, que es inexistente, pese a que también es, sin lugar a dudas, existente o real.)
No es correcto subjetivizar los grados platónicos de verdad o existencia. Lo más verdadero no se reduce a lo más seguro, a lo más evidente. Ciertamente hay, según Platón, una correlación entre el plano óntico y el noético; pero su gradualismo es, básicamente, ontológico. Si, de suyo, lo más real es más claro o evidente, no se sigue de ahí que lo sea forzosamente para nosotros, pues los hombres, encerrados en la caverna, a menudo son incapaces de ver nada que no sean esas sombras que constituyen los entes sensibles, menos reales (más irreales) que las Formas.
Tampoco hay que incurrir en el error de creer que, porque Platón usa la metáfora del sueño (476c-d. Tm. 52b-c), la pluralidad de grados de existencia, tomada en serio, llevaría a afirmar que las cosas sensibles no existen en absoluto. Platón no dice que los objetos de ensoñación no existan en absoluto, sino que existen aún menos que las cosas sensibles. Y, para Platón, de «x no existe» no se sigue «x no existe en absoluto»; al revés, Platón considera que basta con que algo no sea totalmente real para que sea irreal (irreal en algún grado y, por ende, irreal a secas), al igual que basta con que algo no sea enteramente inexistente para que sea verdadero o existente a secas.
Hemos visto que, para Platón, los entes sensibles son menos reales por ser menos lo que son, y eso sucede porque son contradictorios, porque ejemplifican propiedades mutuamente opuestas. Platón se basa en cinco fundamentos para concluir que las cosas sensibles son contradictorias. Supongamos una cosa sensible, x, y un par de propiedades complementarias, z y no-z, tales que se da alguna de las cinco situaciones siguientes:
1ª x es z en un rasgo o aspecto, no-z en otro;
2ª x es z en un momento, no-z en otro;
3ª x es z en relación o comparación con alguna cosa, no-z en relación o comparación con otra;
4ª x es z en un sitio, o desde un ángulo, no-z en otro sitio o desde otro ángulo;
5ª x es z para unos, no-z para otros (como la acción de enterrar a los antepasados, honrosa y deshonrosa, cf. Hp. Mayor 293b-c; el ejemplo es, empero, problemático, porque más bien parece referirse a un universal, a una Forma).
Se pasa de cada una de esas situaciones a la conclusión de que x ejemplifica, a la vez, z y n-z en virtud de la regla de cercenamiento, de la que luego hablaremos en detalle. (Intuitivamente, Platón apunta a que una oración como `Franco se entrevista con Hitler en Hendaya' sólo puede ser verdadera si también es verdadera ésta: `Franco se entrevista con Hitler'; e igualmente para los otros tipos de situaciones.)
Ahora bien, para cada uno de esos cinco tipos de situaciones, y para cada ente sensible, x, hay --piensa Platón-- alguna propiedad z tal que x ejemplifica, del modo correspondiente a este tipo de situación, tanto z como no-z. Por eso las cosas sensibles, por ser contradictorias, son irreales o inexistentes en uno u otro grado. En resumen: Platón admite, con Heráclito, la contradictorialidad y (relativa) no-autoidentidad de las cosas del mundo sensible; y, con Parménides, la (relativa) irrealidad de lo contradictorio. Por eso postula unas Formas que serían máximamente reales, por escapar a la contradicción.
De ahí que convenga no malentender la doctrina de Platón, pretendiendo que esos cinco fundamentos son cinco paráfrasis de una expresión, de suyo elíptica, y que, por serlo, parecería contradictoria. ¡No! ¡No es eso! Se trata de cinco razones a partir de las cuales, y mediante la regla de cercenamiento, se concluye que las cosas (sensibles) son contradictorias.
Un poco sí parece que conviene insistir en el tercer fundamento. Lo que Platón sostiene aquí es lo que llamaremos `Regla de Platón para los Comparativos' --RPC, para abreviar--, que tiene dos componentes, a saber:
1ºx es menos z que u├ x no es z.
2ºx es más z que v├ x es z
(se entiende: para cualquier x, z, u y y)
Por eso, si Froilán es más cruel que Mauregato y menos cruel que Bermudo, entonces Froilán es y no es cruel. Abundan los ejemplos en Platón: en Hp. Maj. se habla de una muchacha bella y fea; en Phaed. se alude a Simias, alto y bajo (por ser más alto que Sócrates, y más bajo que Fedón); en Theet. se dice que el número 6 es grande y pequeño (es más grande que 3, más pequeño que 12, p.ej.); cf. también Rep. 479b 9-10; 523e: un dado es grande y pequeño, blando y duro. Como puede demostrarse, RPC es un corolario del principio platónico fuerte de tercio excluso, o --lo que resulta equivalente al mismo sobre la base de principios y reglas de inferencia de mayor evidencia-- de la regla de apencamiento. Para que x sea menos z de lo que lo es u, hace falta que x no sea totalmente z (de ser totalmente z, nada podría ser más z que x); y eso quiere decir que x debe ser, poco o mucho, no-z; de donde, por la regla de apencamiento, resulta que x es no-z, y eso, normalmente, equivale a que x no sea z.
Indicamos ya que, según Platón, el grado de realidad de cada ente corre parejo con el grado en el que el ente es una sola cosa con respecto a sí mismo (o sea en que el ente es sí-mismo). (Eso conviene tenerlo en cuenta para apuntalar la interpretación que vamos a proponer en seguida de lo Uno platónico en el Parménides). Por ello, Gilson ([G:03], pp.27-40) y Owens ([0:01], p.243n.) interpretan la ontología platónica como un esencialismo desexistencializado, en el que la realidad, la existencia, es suplantada por la perfección quiditativa, la cual estriba en ese coincidir la cosa consigo misma, en ese su ser, tanto más o tanto menos, lo que ella es. Gilson reduce tal relación a la autoidentidad --que en Platón ambas se identifiquen es controvertible, pero secundario para nuestra discusión actual--. Dicho de otro modo: en vez de captar el acto de existir --que Gilson parece, en general aunque no siempre, entender como no susceptible de grados--, Platón no vería más que lo quiditativo, el sería cosa esto o lo otro, no su ser a secas; y, así, Platón no prestaría atención sino a los grados en que una cosa es lo que es, y en que, por lo tanto, es autoidéntica. Pero eso no rebasaría el plano de lo quiditativo, del qué-es-la-cosa y en qué medida lo sea.
Tal interpretación es tendenciosa, porque Platón ni elimina lo existencial, ni lo suplanta por determinaciones quiditativas, ni siquiera reduce lo existencial a algo no existencial, a algo quiditativo. Al revés: por su regla de cercenamiento, Platón es acaso el primero ---o el segundo, después de Parménides-- en abordar el problema de verdades existenciales formuladas con enunciados de la forma `x es'. Lo que sí hace Platón es postular una proporción entre el grado en que una cosa posee su determinación quiditativa más esencial, el grado en que la cosa es ella misma (es una con respecto a sí misma), y el grado en que existe. La perfección existencial (el mayor grado de realidad) está asociado a la perfección quiditativa. Eso es obvio. Pero eso no es incurrir en ningún esencialismo desexistencializado. Más bien sería incurrir en un existencialismo vulnerable y unilateral el pretender que la perfección existencial no tiene nada que ver con la perfección quiditativa. (Y Gilson no siempre parece inmune a un reproche semejante).
Por último, y antes de abordar el estudio de la segunda ontología platónica, conviene señalar, contra Vlastos ([V:03]. p.15), que no es una razón para no tomar al pie de la letra las afirmaciones platónicas de la contradictorialidad de las cosas sensibles el que Platón afirme también el principio de no-contradicción (p.ej. en Rep. 436e). Platón nunca dice que el principio de no-contradicción «No es verdad que: p y no-p» sea absolutamente verdadero para cualquier `~p»; si lo dijera, sustentaría el principio de exclusión de la contradicción, PEC (más fuerte que el principio de no-contradicción), a saber: «Es absolutamente falso que: p y no-p», para cualquier «p». Pero Platón no exige, para aceptar la verdad de algo, que ese algo sea entera o absolutamente verdadero; bástale con que sea verdadero a secas, o sea con que sea verdad en alguna medida. Y, para cualquier «p», es falsa, en una u otra medida, la conyunción de «p» con la negación de «p»; siendo ello así, como efectivamente lo es, puédese, lícitamente, aceptar, a la vez, tanto el principio de no-contradicción como la existencia de numerosas contradicciones verdaderas, e.d. de verdades mutuamente contradictorias.
La dificultad está, más bien, en que, si hay fundamentos para reconocer que las cosas sensibles son contradictorias, también parece haberlos para decir lo propio respecto de las Formas. Puesto que, p.ej., la Justicia ~ la Bondad, la Justicia será más justa que la Bondad, y entonces ésta, pese a que, sin duda, es justa, será también no-justa (en algún grado). De ahí la necesidad que experimenta Platón de modificar su ontología, introduciendo la contradictorialidad en el propio mundo de las Formas.
Acápite 2º. Consideración metodológica sobre las lecturas del Parménides y del Sofista
Lo que podríamos denominar `la segunda ontología de Platón' está expuesto, principalmente, en el Parménides y el Sofista. Esos dos diálogos han dado lugar a numerosas y encontradas lecturas. Las más de ellas han interpretado esos dos diálogos como ejercicios discursivos cuasi-lúdicos, llenos de sofismas, juegos de palabras, metonimias y metáforas que dizque materializarían toscamente relaciones inmateriales, como la de estar-en, cuyas denominaciones se tomaron del ámbito de lo corpóreo. Las más generosas interpretaciones ven en esos dos diálogos un despliegue heroico de dificultades, que Platón, o no se atreve a resolver, o prefiere dejar planteadas, guardándose la solución. Aun los más grandes intérpretes de esos diálogos han incurrido en interpretaciones semejantes. Pico de la Mirándola, en su De ente et uno, sostiene que el Parménides es un mero ejercicio, en el que nada se afirma categóricamente. Hasta el propio Hegel --a quien ciertamente no asustaba la contradicción-- interpretó el Parménides como dialéctica negativa, en el sentido que el filósofo de Stuttgart asigna a esa expresión: la dialéctica (negativa) disuelve las unilateralidades del entendimiento (del pensamiento dignoscitivo, el cual rechaza la contradictorialidad de lo real), pero no asume aún positivamente la contradicción, reservando esa tarea, más elevada, al pensamiento especulativo.
Por mi parte, la lectura que propongo es la más llana y menos rebuscada: lo que hace Platón en esos diálogos es exponer una serie de razonamientos que llevan a conclusiones contradictorias; esa contradictorialidad no es algo nuevo en su pensamiento; lo que es nuevo es percatarse de que la contradictorialidad afecta no sólo a los entes sensibles y movedizos, sino hasta a las mismas Formas, y a las más elevadas de ellas. Ciertamente, no todos esos razonamientos son irreprochables, ni seguramente piensa Platón que lo sean todos. Pero tienen todos, eso sí, a primera vista por lo menos, visos de plausibilidad. Y, por tal razón, si se quiere llegar a ver bajo qué versiones son incorrectos, hay que tomarlos en serio, e irlos siguiendo con detalle, sin querer zafarse en seguida alegando supuestos juegos de metáforas, metonimias o equívocos.
Es más: mi lectura e interpretación --formalizable lógicamente-- muestra que los más razonamientos contenidos en esos dos diálogos son correctos; y que las conclusiones principales alcanzadas son, asimismo, afirmables con verdad. Me parece infundada la acusación, dirigida contra los razonamientos platónicos, de que materializan relaciones como la de estar-en, sobre la base de la identidad de expresiones, sin tener en cuenta lo metafórico del uso derivado de la misma; porque Platón puede alegar, con toda razón, que, para que pueda usarse una expresión en un sentido traslaticio, debe haber en común entre el nuevo sentido y el sentido previamente dado un contenido mínimo, sin el cual no cabría, lícitamente, usar esa expresión para vehicular el nuevo sentido; y lo que hace Platón es poner de relieve ese contenido mínimo, sin el cual una relación de estar-en no podría, de ningún modo, ser denominada --informativamente-- de estar-en. El uso traslaticio de una expresión, y la polisemia a que tal uso da lugar, no deben reducirse a un caso de pura y simple homonimia.
Por otro lado, me parece que hay una dificultad metodológica en torno al procedimiento de desembarazarse, a bajo precio, de los argumentos platónicos alegando, con ligereza y hasta frivolidad, que en ellos hay equívocos, juegos de palabras, porque, o no tienen en cuenta que ciertas expresiones deben, en esos contextos, usarse en sentidos impropios o traslaticios, o, simplemente, ignoran una dualidad de significados de las expresiones en cuestión. Esa dificultad estriba en que tal procedimiento tiene elevadas dosis de arbitrariedad, y, cada vez que se emplea, se alarga la distancia entre la literalidad de lo usualmente dicho (pues no es tan sólo lo dicho por Platón) y el sentido vehiculado; con lo cual se erigen más obstáculos para la formalización lógica del discurso cotidiano. Por ello, parece preferible atenerse, hasta donde sea posible, a la literalidad del texto, tomando las palabras prout sonant, y ver si se puede dar un sentido admisible a las mismas de conformidad con algún sistema razonable de lógica --no forzosamente la lógica clásica--, en vez de postular gratuitamente, a troche y moche, dualidades de significados (a menudo inventadas por el intérprete, con la finalidad única de evitar la conclusión desagradable --a su juicio--, o, por lo menos, inconfirmables por el sentir del locutor medio o por algún otro procedimiento relativamente neutral). Sólo cuando y donde tales intentos han fracasado, cabe aplicar el principio de caridad, y tratar de entender el texto a interpretar en algún sentido aberrante, alejado de la expresión literal, o simplemente en vanos sentidos no diferenciados, siendo esa equivocidad lo que acarrearía las dificultades. Lo que pasa es que los pensadores dignoscitivos aferrados al RC y a la lógica clásica, aplican apresurada y desconsideradamente el principio de caridad en cuanto una teoría filosófica entraña contradicciones, sin pararse a pensar que acaso se trate de contradicciones verdaderas o, al menos, de contradicciones que el autor consideró verdaderas. Pero el resultado de esas interpretaciones caritativas suele ser mucho menos generoso y leal para con el autor que una interpretación llana y frontal.
Acápite 3º. El problema del ser y el no-ser en el Parménides
El problema del ser y del no-ser aparece perfilado en el Parménides a través de la figura de lo Uno. Difícil es dar una versión exacta y formalizable de qué entiende Platón por `lo Uno' (o, como suele traducirse `el Uno'). Lo Uno es la Forma subsistente de la unidad, e.d. aquella forma subsistente por participar en la cual una cosa dada cualquiera es una cosa. Podríamos dilucidar eso diciendo que lo Uno es aquella propiedad (subsistente, como cualquier otra propiedad, según Platón) tal que una cosa cualquiera, x, participa de esa propiedad en la medida en que la propiedad de ser x pertenece al número 1 (entendido éste al modo de Frege-Russell: el número 1 es la clase de todas las propiedades ejemplificadas --e.d. poseídas-- por sólo un ente). Ahora bien, esa definición es mucho menos precisa de lo que parece, por lo siguiente. Si queremos tratar de modo adecuado y, sobre todo, fiel a la ontología de Platón, nos es forzoso recurrir a una lógica difusa, que postule grados múltiples, y aun infinitos, de verdad o realidad. Mas en el marco de una lógica semejante, cada una de las expresiones usadas en la precedente definición de `lo Uno' es susceptible de varias versiones. Así, p.ej., ¿qué entendemos al decir que sólo una cosa pertenece a un conjunto, x (e.e. --por identificar conjunto con propiedad-- que sólo una cosa posee o ejemplifica la propiedad x)? Podemos entender: o bien que sólo una cosa es, poco o mucho, miembro de x; o bien que sólo una cosa es un tanto miembro de x; o bien que sólo una cosa es más bien miembro de x; y así sucesivamente. Asimismo, dentro de una lógica difusa caben muy diversas versiones de lo que, clásicamente, aparece como una sola clase o propiedad, para un elemento cualquiera, z, a saber: la propiedad de ser z, la z-idad. Clásicamente, ni siquiera se plantea una pluralidad concebible de versiones, porque la lógica clásica, en su basta y tosca frugalidad de expresiones, carece de vocabulario apropiado para expresar los matices de la gradualidad, matices cuya expresión es el motivo principal que ha empujado a la construcción de lógicas difusas. Desde el punto de vista de una lógica difusa, la z-idad (siendo z un elemento cualquiera) puede ser: o bien la propiedad de ser idéntico a z; o bien la propiedad de ser un existente idéntico a z (e.e. la propiedad de ser idéntico a z y existir); o bien la propiedad de un ente que, siendo idéntico a z, es un existente (e.e. la propiedad de ser un x tal que x existe y es, además, en uno u otro grado verdad que x es idéntico a z). Probablemente, una dilucidación profunda del Parménides debería manejar, alternativamente, un abanico de interpretaciones alternativas de esas diferentes expresiones, e ir viendo cuáles de los argumentos que formula Platón valen para cada una de las versiones. Esa tarea, llevada a cabo concienzudamente, sería empero excesivamente ardua y acaso un poco tediosa. Aquí me voy a limitar a una única interpretación (aun reconociendo que la justificación de la misma sólo sería patente una vez que se la contrastara con interpretaciones alternativamente concebibles).
Hemos dicho que lo Uno es la propiedad que un ente, x, cualquiera posee en la medida en que x es uno; por `x es uno' entenderemos: `Hay un ente, z, tal que z es x'; y por `z es x' entenderemos lo siguiente: `dándose el caso de que z es idéntico a x, existe z' (donde «dándose el caso de que p, q» --en notación simbólica «p&q»-- equivale, para cualesquiera «p» y «q», a: «Es, en uno u otro grado, verdad que p, y es verdad que q»; eso quiere decir que el valor de verdad de «p&q» será el mismo que el de «q» cuando «p» sea, por lo menos hasta cierto punto, verdadero).
Con arreglo a esa interpretación, lo Uno es lo mismo que el ser: cada ente ejemplifica lo uno, es un ente, en la medida en que es (en que existe). Lo que dice Platón en 143b no parece socavar esa hipótesis interpretativa, sino que tan sólo parece apuntar a que la autoidentidad de lo Uno, como la de cualquier otro ente, es tanto real o verdadera como, en alguna medida, irreal o falsa; o sea: que cada cosa tiene, hasta cierto punto por lo menos, aun respecto de sí misma, alguna alteridad o dualidad. Y es que la relación de identidad, por ser relación, supone alguna alteridad o dualidad, en algún grado, entre los «dos» entes que relacione en cada caso (cf. el Cármides 168a-169c); mas, para que un enunciado de identidad sea verdadero, esos «dos» entes, designados respectivamente por las dos expresiones situadas a la derecha y a la izquierda del signo de identidad, deben ser el mismo ente. Luego cada ente tiene alguna alteridad con respecto a sí mismo.
Por otro lado, la interpretación que hemos dado de las oraciones de la forma «x es z» --siendo tanto `x' como `z' nombres propios (y los llamados `sustantivos abstractos' son nombres propios)-- permite decir que, cuanto más real es un ente, x, más verdad es que x es x; y, cuanto menos real es x, menos verdad es que x es x; porque que x sea x es lo mismo que que x exista. (Y eso coincide con la doctrina sustentada por Platón desde su primera etapa, como ya hemos visto.) Cada cosa es sí misma en tanto en cuanto existe. A esa relación de una cosa consigo misma de ser-sí-misma la podríamos llamar uniexistencia de la cosa (consigo misma). Y Platón, desde la época anterior a la redacción del Parménides, es consciente de que cada ente es tanto más uniexistente cuanto mayor es su grado de realidad, el cual está en función de la perfección entitativa de la cosa (o, acaso más exactamente, es constitutivo de tal perfección, lo que daría un --para muchos sorprendente-- giro existencial a la ontología platónica). Las cosas del cambiante y movedizo mundo sensible son menos uniexistentes consigo mismas que las Formas. Y, dentro de éstas, hay una jerarquía de grados de realidad, e.d. de uniexistencia. Si nuestra interpretación es correcta, ahora, en el Parménides, ya no se ensalzará como Forma suprema a la del Bien o la Belleza, ubicada, según diálogos anteriores, ἐπἔκεινα τῆς οὐσίας (allende la existencia), lo cual da pábulo a las interpretaciones antiexistenciales del pensamiento platónico. Lo que ahora se sitúa en la cima del mundo de las Formas es lo Uno, o sea el Ser mismo.
Pasemos ahora a echar un vistazo a los principales argumentos del Parménides. Zenón había demostrado que la existencia de pluralidad acarrea contradicciones. Platón va ahora a demostrar que la postulación de una sola y única entidad también conduce a contradicciones. Como Platón acepta el principio de tercio excluso, ]a conclusión que se impone es que lo real es contradictorio en virtud de la metarregla siguiente: si es afirmable con verdad «p o q» --en notación simbólica «p∨q»-- y se tiene, a la vez, que tanto «p» como «q» acarrean, cada uno por su lado, una conclusión «r», entonces «r» es afirmable con verdad.
Platón empieza (131 a, ss.) por mostrar las contradicciones que conlleva la noción la noción de participación. Ahora bien, nunca ha abandonado Platón esa noción, ni en el momento de escribir el Parménides ni en los diálogos considerados por los eruditos como posteriores. Y tampoco ha refutado los argumentos que él mismo expone en el sentido de que la participación es contradictoria. Cabría figurarse que Platón se ha limitado aquí a exponer dificultades, sin pretender resolverlas. Pero, de ser así, ¿por qué se ha aferrado a la concepción participacionista sin haber efectuado ningún intento --que sepamos-- para resolver esas dizque dificultades? Lo verosímil, pues, es que Platón acepta la conclusión de que la participación acarrea contradicciones, sin por ello verse compelido a rechazar la noción de participación. (Siempre que tenemos p├q podemos: o bien rechazar «q» y, por consiguiente, también «p»; o bien aceptar «p» y, por consiguiente, también «q» --es lo que, ingeniosamente, ha formulado Wesley Salmon diciendo que el modus ponens de una persona es el modus tollens de otra. En un caso como el que nos ocupa tenemos que, si una tesis, filosófica o no, acarrea una conclusión contradictoria, cabe, o bien mantener la tesis y aceptar que hay verdades contradictorias, o bien rechazar la contradictorialidad de lo real y, con ella, la verdad de la tesis en cuestión.)
Los argumentos con los que Platón muestra que la participación acarrea contradicciones son ampliamente conocidos, y no hacen mucho al caso. Conviene, empero, no perder de vista esa conclusión, puesto que las conclusiones que más adelante va alcanzando el diálogo sobre la relación entre lo Uno y los múltiples vienen a constituir casos particulares de esa contradictorialidad de la relación de participación.
Otra premisa subyacente que se debe tener presente es el principio de maxiejemplificación, P.M. para abreviar: cada Forma es tal que nada participa de ella en medida superior a la de la propia autoposesión o autoejemplificación de la Forma. (Si a esa autoejemplificación cabe o no denominarla `autoparticipación' es otra cuestión; probablemente, Platón respondería negativamente.) En verdad, Platón afirma algo más fuerte que P.M., a saber: cada Forma es tal que ella se ejemplifica a sí misma en una medida mayor que aquella en que alguna otra cosa, cualquiera que sea, participa de ella. Sin embargo, la formulación que hemos dado de P.M. parece bastar para los propósitos, del diálogo que comentamos. Es más: cabría restringir, para tales propósitos, P.M. de modo que, en vez de referirse a cualesquiera Formas, se refiriera tan sólo a las Perfecciones. En la mayoría de las ocasiones, Platón habla de Formas aludiendo únicamente a Perfecciones, o sea: a Formas tales que es más perfecto --y, por consiguiente, caeteris paribus, más real-- un ente que participe de ellas en mayor grado que otro que participe de ella en menor grado. La concepción intuitiva de Platón es que nada es más bello que la belleza, ni más bueno que la bondad, ni más real que el ser, ni más uniexistente que lo Uno.
Acápite 4º. LAS HIPOTESIS del Parménides ACERCA DE LO UNO
La primera hipótesis que va a considerar Platón es la de que lo Uno es uno (137c,ss.). Si lo Uno es uno, si es cabal y plenamente uno, debe carecer de toda pluralidad; no debe, pues, poseer pluralidad de determinaciones, sino tan sólo una única determinación; de otro modo, sería múltiple con respecto a sus determinaciones y, por ende, múltiple. (Aquí como en todos sus diálogos aplica Platón la regla de cercenamiento: si p es una oración que se obtiene de «q» por expansión sintáctica del predicado, entonces p├ q, e.d. cabe lícitamente concluir «q» a partir de «p»; así, p.ej., de `El Cid vence a los almorávides en Cuarte' cabe, lícitamente, concluir `El Cid vence a los almorávides' y de ahí cabe, a su vez, inferir `El Cid vence'; mas no se está diciendo, en modo alguno, que, en cada uno de esos pasos deductivos el grado de verdad de la conclusión deba ser por lo menos tan grande como el de la premisa respectiva; en general, no es preciso, para que p├ q, que el grado de verdad de «q» sea igual o mayor que el de «p».)
Otra premisa implícita en el razonamiento de Platón es que ser-múltiple es una propiedad opuesta a la de ser-uno (a la uniexistencia), comoquiera que, por lo demás, se defina con precisión a esa expresión `ser-múltiple'. La conclusión que se derivaría de que lo Uno fuera múltiple sería, pues, la de que lo Uno no es uno. Mas Platón, al formular la hipótesis de que lo Uno es uno, está implícitamente pensando que lo Uno es totalmente uno; de ser, entonces, verdad que lo Uno no es uno, tendríamos, no ya una lisa y llana contradicción (eso no sería trágico, pues la realidad, como lo prueba Platón, está plagada de contradicciones), sino una supercontradicción, o sea: una fórmula del tipo «p» y es del todo falso que «p», puesto que tendríamos «lo Uno es totalmente uno y no es uno»; e.e. una fórmula de la forma «Es totalmente verdad que p, y también es verdad que no-p» equivale a una supercontradicción en virtud de que «no no p» equivale a «p», para cualquier «p» --involutividad de la negación-- y de que `Es totalmente verdad que no' equivale, obviamente, a `Es del todo falso que'.
De todo lo cual se infiere que la única determinación o propiedad que lo Uno posee absolutamente --e.e. plenamente en todos los aspectos-- es la de ser uno, e.e. uniexistente (que, interpretativamente, hemos identificado con la de existir). Platón extrae de ahí (137c) la conclusión de que lo Uno no es un todo --y, posiblemente, bajo la denominación de `todo' él engloba también a los conjuntos--; que ni está dentro de si ni fuera de sí (138a); que no puede sufrir alteración (139a); que ni es idéntico a sí mismo ni a otro, ni distinto de sí ni de otro (139e). Por último (141d), que lo Uno no es temporal; y que, si todo lo que es es temporal, entonces lo Uno no es (141e).
En las conclusiones de esos razonamientos, como en sus premisas, no hay que entender el `no', en general, como `no... en absoluto' (o sea `es del todo falso que'), sino como `no' a secas. Lo que Platón va probando no es que sea entera o totalmente falso que lo Uno es idéntico a sí mismo, o que lo Uno está en sí, o que lo Uno tiene con los múltiples la relación de distinción; lo que prueba Platón es que de cada una de esas determinaciones es, en alguna medida y en algún aspecto, falso que lo Uno la posea. Mas, a lo largo de toda su obra, Platón se atiene a la regla de apencamiento, R.A.: de «Es verdad, en uno u otro grado, que p» cabe, lícitamente, inferir «p», aunque la conclusión sea, en los más casos, menos verdadera que la premisa; la R.A. se funda en el principio de verdad según el cual lo que es más o menos verdadero (e.e. verdadero hasta cierto punto por lo menos) es verdadero.
Así pues, cada vez que Platón dice de algo que no es verdad, lo único que --según su propio planteamiento-- se requiere para que su afirmación sea correcta (correcta en algún grado, no necesariamente ciento por ciento correcta) es que el algo en cuestión sea, en una u otra medida, inexistente o falso; no hace falta que sea del todo falso; y su afirmación de que es falso (= de que no es verdadero) será correcta en la medida en que el algo en cuestión sea falso, ni más ni menos.
Con todo, la última de las conclusiones extraídas por Platón acerca de lo Uno en la primera hipótesis --a saber: que lo Uno no es-- es perturbadora; y lo es porque partíamos de la hipótesis de que lo Uno es absolutamente uno, o sea: que lo Uno existe absolutamente; y, entonces tendríamos la supercontradicción de que lo Uno, siendo absolutamente real, sería irreal. Ahora bien, en el razonamiento que a tan desastrosa conclusión conduce hay premisas sumamente discutibles. Primero, la de que lo que está inmerso en la temporalidad cambia. Habría que distinguir. Quizá lo que está inmerso en la temporalidad cambia sólo en cuanto a su posesión de otras propiedades, sin que con ello se haya demostrado que cambia existencialmente, o sea: que se altera su grado de realidad (el de lo Uno no puede alterarse porque es, intemporalmente y de una vez por todas, absoluto). Además, Platón usa, en el paso subsiguiente de su argumentación, la metarregla de contraposición: Si p├q entonces no-q ├ no-p. Como inferencia válida antecedente expone ésta: p ├ ahora p. Eso no excluye forzosamente que se dé un presente intemporal; lo único que quiere decir es que, siempre que una oración sea afirmable con verdad --acaso en un presente intemporal--, es también afirmable con verdad el resultado de prefijarle `ahora'; y que, por lo tanto, si algo es afirmable con verdad, entonces también resulta afirmable con verdad el que dicho algo tenga ahora, en el presente temporal, lugar o existencia. Semejante regla de temporalización parece correcta.
Mas la regla que parece incorrecta por completo es la que, de «No es ahora verdad que p» permite inferir «no-p», a secas, e.d. «Es afirmable con verdad que no-p». Y ello muestra que la metarregla de contraposición es incorrecta. (La que si es correcta es esta otra metarregla: Si p ├ q, entonces de «Es absolutamente falso que q» cabe, lícitamente, inferir «Es absolutamente falso que p»; es la metarregla matizada de contraposición.)
Pasemos ahora a la segunda hipótesis (142b, ss.): la de que lo Uno es (existe). (Claro está, según nuestra interpretación de que lo Uno es el ser, es equivalente esta segunda a la primera hipótesis; con todo, como verbalmente sí hay una diferencia, es útil para Platón explotarla para obtener, por otro camino, conclusiones interesantes): Platón constata (142b-c), entre lo Uno y el ser, una distinción, que es revelada por la diferencia de nombres. (Como ya apuntamos más arriba, esa distinción que Platón señala no prueba que sea errónea nuestra hipótesis de que lo Uno platónico es lo mismo que el ser; no lo prueba si estamos dispuestos a reconocer que una cosa puede ser distinta de sí misma, o sea: que la relación de identidad o mismidad entre una cosa y ella misma puede no ser totalmente real o verdadera; que puede haber algún grado de desdoblamiento de una cosa, consistente en alguna dualidad o alteridad con relación a sí misma; y, de hecho, eso es lo que parece sugerir Platón más tarde, cuando concluya que cada uno de los múltiples es, también, distinto --en algún grado, se entiende-- de si mismo; conclusión que va en la línea de la concepción platónica, ya aludida más arriba, acerca de las relaciones en general, como conllevando algún grado de dualidad o alteridad entre las «dos» cosas que relacionen.)
Esa cierta alteridad entre lo Uno y el ser --que, ¡insistamos!, no excluye por completo la identidad entre ambos-- hace aparecer, en lo Uno que es, una dualidad entre lo Uno y el ser de lo Uno; y, en cada uno de los «dos» polos de la división, vuelve a aparecer la misma dualidad o alteridad; y así al infinito (143a). Pero, de hecho, eso lleva a la conclusión de que lo Uno es múltiple, e.d.: lo Uno posee multiplicidad o diversidad. Desde nuestro propio enfoque interpretativo, tales conclusiones pueden ser aceptadas, mediante las puntualizaciones siguientes. Cada cosa es --según lo hemos visto ya, y según lo acepta Platón-- distinta de si misma, en algún grado; pues la relación de identidad, por ser relación, y suponer cierta alteridad o dualidad, nunca liga absolutamente a una cosa consigo misma --ni, menos aún, con otras cosas--. Dado, pues, un x cualquiera, hay entre x y x cierta alteridad; cabe, en un sentido muy atenuado, decir que son como «dos»; mas, por lo mismo, cabe decir que son como «tres» (x, x y x), y así sucesivamente al infinito.
Por otro lado, la conclusión de que lo Uno es múltiple (143a) acarrearía una nueva supercontradicción si aceptáramos que lo que es múltiple no es uno; pero ahora empieza a manifestarse el perfil originalísimo de lo Uno: entrañamientos que valen para otros entes, para los múltiples, no valen para lo Uno. Eso es lo que he defendido en varios trabajos (en particular [P:12]), a propósito de la existencia: a la existencia no le es aplicable el principio irrestricto de separación, en virtud del cual, si x (cualquiera que sea x) tiene, en una medida u, la propiedad de ser tal que p (cualquiera que sea la oración «p»), y si «p» implica «q», entonces x tiene, a lo menos en esa medida u, la propiedad de ser tal que q.
Volvamos al desarrollo de la argumentación (pero saltándonos prolijos e interesantes desarrollos). La segunda hipótesis concluye en una hipotética multiplicidad de lo Uno. Si lo Uno es múltiple, lo Uno --parecería-- no debiera ser uno; si no es uno, no existe, y nada es, pues una cosa no puede existir sin ser una (Cf. 144a; repite varias veces Platón la misma idea durante el diálogo, y con esas observaciones concluirá éste, novena hipótesis, 165e, ss). Dejando de lado dificultades en varios de esos pasos deductivos (dificultades que se deben al desconocimiento del perfil particularísimo de lo Uno, al que no cabe aplicar el principio irrestricto de separación), lo interesante, para nuestro propósito en este estudio, es que Platón enuncia aquí claramente el principio de que sólo lo que existe tiene propiedades y guarda relaciones con otras cosas.
Si lo Uno no existe (161e,ss), entonces es inexistente; si es inexistente, es, o sea: existe. Vemos cómo Platón aplica la regla de generalización existencial incluso a los enunciados existenciales negativos: de `x no existe' deduce Platón que existe algo, a saber x, que no existe; lo que conlleva que existe x. Lo inexistente es también existente, en uno u otro grado; de donde cabe concluir --por abducción-- que todo existe. Lo interesante es que, en este razonamiento, la ocurrencia de `lo Uno' es inesencial, y el razonamiento valdría para cualquier cosa de la que se diga que no existe: esa afirmación entraña la de que esa cosa a la vez existe y deja de existir. (Y de paso indica también Platón, en 162b 3-4, que τῷ τε ὄντι τοῦ µὴ εἶναι ... µέτεστι, e.d. que tiene participación en la inexistencia cualquier ente que exista; se concluye porque lo que existe no-es (deja-de-ser, se-abstiene-de-ser) inexistente, o sea: participa en el no-ser del no-ser, en el no-ser inexistente; y, por cercenamiento, eso quiere decir que participa del no-ser, a secas, o sea: de la inexistencia).
Si lo Uno no existe, no posee propiedad alguna (163b,ss.), pues, para ejemplificar alguna propiedad, para ser-algo, hay que ser. (Platón refuerza ese principio de generalización existencial con un argumento más (163e8): lo que participa de algo existente, participa de la existencia; Platón parece concebir a la participación como una relación en algún grado transitiva.) Si lo Uno no existe (164a,ss.), entonces no cabe ni hablar de ello, pues sólo de lo que es cabe hablar. Platón enuncia así la tesis del correlato: sólo cabe guardar la relación de pensar-en, o la de referirse-a, con un correlato, con un algo existente (a lo menos en ciertos aspectos, cabría tal vez suponer). Esa tesis se funda en el principio enérgicamente sustentado por Platón, de que sólo lo que existe tiene propiedades o guarda relaciones.
Platón va más lejos, y formula un nuevo argumento a favor de la tesis de que todo existe --si bien explícitamente sólo habla de lo Uno, pero se trata de un mero ejemplo--. Para cualquier x, x es x; y de ahí se desprende (por mediación de la regla de cercenamiento) que x es (esta aplicación concreta de la regla de cercenamiento conduce al mismo resultado al que se llegaría por medio de la regla de generalización existencial).
Por consiguiente, si lo Uno no es, entonces hay algo, y, por lo tanto, existe lo Uno. En virtud de la regla de abducción (si no-p ├ p, entonces es verdad que p), se concluye que lo Uno existe.
Aunque algunos de los razonamientos que preceden son marginales para la temática de nuestro actual estudio, sitúan bien el contexto en el que Platón sostiene la validez de la regla de generalización existencial y la tesis del correlato. Veamos algunos botones de muestra de su formulación y definición de ambas. En 142b dice: lo que existe, precisamente por no existir, no tiene nada suyo, y no hay nada que se le pueda achacar o atribuir. No posee, pues, ningún nombre, ni puede haber de él, o en tomo a él, ni hablar, ni saber, ni opinión.
En 164a: No es posible referirse a lo que no existe; no es posible aplicarle términos como `algo', `aquél' o `éste'; ni es posible tener de ello ni saber, ni opinión, ni sensación, ni definición, ni denominación.
En 166b: No se da ni opinión, ni siquiera ficción, acerca de algo que no exista; lo que no existe ni siquiera puede ser imaginado.
En 166c: Lo que no existe es tal que ni siquiera puede parecer que existe. (Veremos después cómo reaparecen, con la misma energía, esas tesis en El Sofista.)
Tales afirmaciones son menos inequívocas de lo que pudiera creerse, en virtud de la existencia de dos sentidos de la negación `no': uno, en el cual el `no' significa meramente `no', a secas; y otro, en el cual se sobreentiende el reforzativo `en absoluto'. Platón sostiene que muchas cosas, existentes, son inexistentes. Tal es el caso de los entes sensibles y movedizos. Pero también las Formas, salvo lo Uno, tienen limitada su realidad --eso es lo que se perfila en esta segunda etapa del pensamiento ontológico de Platón--. Mas todos esos existentes inexistentes tienen miles y miles de propiedades y de relaciones; ¿piensa Platón que cada ente que sea, en uno u otro grado o aspecto, inexistente es tal que no posee ninguna propiedad en grado absoluto? Posiblemente piense así (y en eso está errado). En todo caso, lo que, sin duda, sostiene Platón es que un «algo» que fuera absolutamente inexistente, que careciera, por entero y en todos los aspectos, de realidad, carecería también por completo de propiedades y de relaciones, pues, no siendo en modo alguno nada de nada, no podría tener o soportar nada en absoluto.
Que es esto último lo que más parece estar defendiendo Platón en el Parménides cabe también conjeturarlo por esta afirmación suya, a saber: cuanto existe, participa también de la inexistencia, del no-ser, puesto que no- es todo lo que deja de ser, todo lo que no es. Es más: lo que existe, por el mero hecho de existir, deja-de-ser inexistente, o sea: no-es inexistente; y lo que no-es algo (lo que guarda con alguna propiedad --en este caso la inexistencia-- la relación de no-ser --en el sentido de no-ejemplificación--) tiene no-ser, e.d. ejemplifica la inexistencia. Así, todo ente, incluso la existencia o lo Uno, participa del no-ser, en algún grado. (Platón concluye que todo, hasta las Formas, está inserto en algún género de devenir, puesto que todo ejemplifica, a la vez, al ser y al no-ser --en uno u otro grado--, y en ese entrecruzamiento del ser y del no-ser consiste el devenir.) Así pues, para Platón todo ente tiene inexistencia, en algún grado y aspecto. (En el caso de lo Uno se evita concluir de ahí que lo Uno, en algún grado, deje de tener existencia, porque el principio irrestricto de separación no se aplica a lo Uno, según lo arriba indicado.) Y, sin embargo, esos entes, pese a toda su inexistencia, poseen infinitas propiedades (aunque acaso piense Platón que ningún ente --salvo lo Uno-- posee propiedad alguna en un grado absoluto). Lo que, por consiguiente, excluye Platón por completo es que pudiera poseer propiedades un «algo» que careciera por completo de existencia, o un «algo» que fuera completamente inexistente. Nada es completamente inexistente. Pero todo posee, en algún grado o aspecto, inexistencia.
Acápite 5º. LA FALSEDAD Y EL NO-SER EN EL Sofista
En El Sofista aparece con mayor centralidad el problema de la inexistencia, a través de la falsedad. Lo falso es lo inexistente, y lo verdadero lo existente. Un enunciado es falso en la medida en que no expresa un hecho real. Pero, ¿cabe pensar, mentar, algo si no es real? La solución estriba en admitir la teoría platónica de los grados de realidad: un hecho puede ser tanto real como irreal, real en algunos aspectos y en algún grado, irreal también en algún aspecto y en algún grado. Algo que no existiera ni siquiera relativamente sena impensable. Porque ser-pensable conlleva ser (tanto por la regla de cercenamiento como por la de generalización existencial): ser-pensable es una propiedad, un algo que sólo le es dado tener a algo que exista; a un existente cabe pegarle o adosarle otro existente; a un «algo» absolutamente irreal no cabria adosarle nada, carecería por completo de propiedades.
Existe el error y la falsedad; existen, pues, ciertos correlatos de pensamiento que son, a la vez, reales (por ser algo, y algo han de ser para ser tales correlatos, para guardar relaciones) e irreales; pero irreales sólo hasta cierto punto, nunca absolutamente irreales.
Esos entes --correlatos en alguna medida irreales de pensamientos falsos-- por ser irreales o inexistentes participan de la existencia, del no-ser. Luego existe el no-ser (aceptación de la regla de generalización existencial). Por otro lado, la inexistencia es inexistente (eso lo considera Platón una tautología: cada Forma se ejemplifica a sí misma).
Además, un ente cualquiera no-es otros entes, se-abstiene-de-ser ciertas cosas; y eso es posible sólo si ejemplifica el abstenerse-de-ser. (El argumento platónico aplica la regla de cercenamiento: de `x guarda con z la relación u' se desprende `x ejemplifica u'; y también aplica esta otra regla: de `x no guarda con v la relación y' se desprende `x guarda con v la relación de no-y', donde `no-y' designa al complemento de y; de `Espronceda no es admirador de Moratín' se deduce `Espronceda es un no-admirador de Moratín', e.e. `Espronceda guarda con Moratín la relación de no admirarlo'.)
Muy difundida es la interpretación del Sofista de Platón según la cual Platón reduce el no-ser a la alteridad, a lo Otro. Mi interpretación, reconsiderada tras múltiples relecturas del texto griego y de varias traducciones, es opuesta: Platón analiza la alteridad como no-ser, reduce (en cierto sentido) la alteridad a no-ser (cf. 256e: actuando en todas las propiedades, la alteridad --literalmente `la naturaleza de lo otro'-- hace a cada una inexistente --porque la hace no-ser otra cosa--; y eso es lo que hace que hasta la existencia misma sea inexistente (257a)). Verdad es que, por otra parte, admite (257b-c) que el `no' no expresa una contrariedad u oposición diametral, una exclusión total, sino una alteridad con relación al ente designado por la expresión a la que se prefija dicha partícula negativa. Lo insípido y lo sabroso no se oponen absolutamente; su oposición no es una exclusión absoluta, pues los más alimentos son, a la vez, en uno u otro grado insípidos y en uno u otro grado sabrosos. Lo no-grande no es lo absolutamente pequeño (pues nada es absolutamente pequeño, por otro lado), siendo las más cosas grandes, hasta cierto punto, y pequeñas, hasta cierto punto también. Por eso dice Platón que el `no' expresa alteridad en vez de contrariedad: porque la contraposición no es absoluta, no es una incompatibilidad total como cree el pensamiento antidialéctico. De ahí (257b) que el no-ser, la inexistencia, no sea todo lo contrario de la existencia, sino algo distinto de la existencia; mas eso no significa que el no-ser sea lo mismo que lo Distinto a secas, que la inexistencia se reduzca a alteridad; pues es lo inverso lo que sucede: la alteridad, en virtud del razonamiento ya expuesto más arriba, conlleva inexistencia, razón por la cual todo ente ejemplifica la inexistencia, puesto que todo ente guarda alteridad con relación a los demás (y hasta, en algún grado, a si mismo, según lo vimos en su lugar, páginas atrás --hablando del Parménides--). Y, si Platón (258ab) llama a la inexistencia `una parte de la alteridad' --aquella parte que se contrapone a la existencia, e.e. alteridad con respecto a la existencia--, ello en modo alguno significa que identifique la inexistencia, el no-ser, con la alteridad a secas. (No cabe pasar por alto lo que dice Platón en 259a acerca de lo Otro, a saber que, puesto que es otro respecto del ser --o sea: lo diverso del ser-- es no-ser; si hay reducción ahí, es reducción de lo Otro al no-ser, a la inexistencia; pero no es preciso entender que se trate de una reducción identificatoria; más bien lo que dice Platón es que la alteridad es inexistencia en el sentido de que tiene su raíz en la inexistencia, se deriva de ella, la presupone.)
Las conclusiones del Sofista son, pues, las siguientes: todo existe; todo ente ejemplifica el existir; pero también todo ente ejemplifica la inexistencia o el no-ser; de. ahí que la existencia tenga no-ser, y que la inexistencia, por supuesto, exista; no puede haber, en el pensamiento, falsedad absoluta, aunque sí puede haber falsedad relativa o parcial: aquello a lo que se refiere un acto mental cualquiera debe existir y, así, ser verdadero, a lo menos relativamente. Pero también es verdad que hay cosas que, en uno u otro grado, se abstienen de ser, cosas, pues, que no existen. Pensar una de esas cosas es tener un pensamiento falso. Por eso es posible la falsedad, aunque nunca una falsedad absoluta.
Así, Platón ha estudiado la relación entre ser-así y ser, a secas, extrayendo conclusiones que cabe denominar `existenciales' --sorprendentemente para los que, deformadamente, presentan su filosofía como un esencialismo desexistencializado, en el que se reificaría y exaltaría una esfera de puro ser- así, allende el existir--. El pensamiento de Platón es existencial en el sentido de que, contrariamente al esencialismo aristotélico o al estoico, Platón no acepta que algo pueda tener propiedades o relaciones careciendo por completo de realidad o existencia.
Por otro lado, la filosofía de Platón es «inexistencial» en la medida en que acepta, no sólo la realidad del no-ser, de la inexistencia, sino --lo que es más, y mucho más discutible e interesante-- que todo ente posee inexistencia, en algún grado. Lo que no acepta Platón es que pueda haber alguna cosa absolutamente inexistente o irreal.
Curiosamente, sin embargo, la doctrina genuinamente platónica de los grados de verdad o realidad no juega un papel destacado en los dos diálogos que comentamos. Ciertamente, esa doctrina está implícita en la afirmación de la contradictorialidad, en el distingo, expreso o no, entre el mero οὐ y el παντάπασιν οὐ (`no' vs `no en absoluto') y en el empleo de la regla de apencamiento. Pero no encontramos en estos diálogos una tematización explícita y frontal de la pluralidad de grados de existencia. La realidad del no-ser se prueba, más que a través de los grados de realidad --y de lo que llamamos más arriba `R.P.C.'--, a través de la alteridad, del no-ser-esto o aquello.
Es más, resulta desconcertante que uno de los argumentos que esgrime Platón para probar la realidad de la inexistencia, como «parte» que es de la alteridad --pues es alteridad con respecto a la existencia-- se funda en la premisa de que la propiedad designada por el resultado de prefijar, a un nombre que designe una propiedad dada, el prefijo `no' (µη) tiene no menor realidad que la propiedad dada (cf. 257e-258a). De donde se deduce (258b) que la oposición entre la naturaleza del existir y la naturaleza de la parte de la alteridad que a esa naturaleza se opone (parte que no es sino la inexistencia, como sabemos) es tal que en ella la inexistencia, si es lícito decirlo así (εἰ θέµις εἰπεῖν), no es nada menor (οὐδὲν ἧττον), pues no es algo diametralmente contrario a la existencia, sino algo diverso de ella. (He reconstruido la frase, en la cual hay, a todas luces, un anacoluto.)
Obviamente, Platón parece pensar, en esos razonamientos, en una regla de equiparancia, según la cual es verdad que x existe y que z existe (para cualesquiera x y z) sólo si x tiene tanta existencia como z. Pero esa regla es implícitamente rechazada por Platón en toda su obra; y, si Platón hubiera cambiado de parecer al escribir esos diálogos, sería sin duda más explícito, como es más explícito, y se explaya más al sostener ahora que también las Formas están insertas en la contradictorialidad y en el devenir.
Por ello, es verosímil la conjetura de que el uso de esa regla es meramente reductivo: si la regla de equiparancia vale, entonces la inexistencia tiene tanta realidad como la existencia, y, por ende, tiene realidad (puesto que la existencia tiene realidad); pero eso no muestra que valga dicha regla; si no vale, es que hay grados de realidad; y, si hay grados de realidad, hay un existir-menos-que, o sea un-ser-hasta-cierto-punto-inexistente; de donde, por la regla de apencamiento, resulta que hay un ser-inexistente, que es el no-ser. (Este razonamiento presupone que, si una propiedad está ejemplificada, existe tal propiedad; ello en virtud de la regla de generalización existencial.) Así, el argumento de 257e-258b no rechaza la existencia de grados de realidad, pero presenta un argumento alternativo a favor de la realidad del no-ser, un argumento que parte de la hipótesis de que no se dé semejante pluralidad de grados de existencia o realidad.
En esa ontología dialéctica, existencial o inexistencial a la vez, la cúspide está ocupada por la existencia, que es lo más existente, lo único absolutamente real. Así pues, el componente existencial tiene neta primacía en el pensamiento platónico.
Lo que Platón no se planteó fue el problema de la identidad o diversidad entre el ser-así de un ente diferente del existir mismo y la existencia de tal ente. Si hemos de guiamos por la literalidad de sus expresiones, habla de un ente cualquiera como una `ousía'; y, en la pluma del discípulo de Sócrates, no hay que entender esa palabra en un sentido aristotélico, por supuesto, sino que suele traducirse como `existencia'. Mas, ¿llega Platón a identificar cada ente con la participación del mismo en el existir? No expresamente. Por otro lado, menos aún hay indicios de que diferencie a un ente de su participación en el existir. Ni tampoco identifica, ni diferencia, a la quididad de un ente --el conjunto de sus propiedades-- ya sea con el ente mismo, ya con su existencia. Todos esos problemas sólo muchos siglos después serán planteados.
CAPÍTULO 3º
ARISTÓTELES, FUNDADOR DEL ESENCIALISMO ALÉTICO
Acápite 1º. LO ORIGINAL EN LA METODOLOGíA ARISTOTÉLICA
Hemos visto en el capítulo anterior cómo, para Platón, la alteridad es un no-ser. Platón, mediante la regla de cercenamiento, extrae la conclusión de que el no-ser, a secas, se halla ejemplificado y, por ende, es algo. Aristóteles rechaza enérgicamente tales asertos; y, por consiguiente, se ve llevado a rechazar la regla de cercenamiento. En cierto modo, la empresa filosófica de Aristóteles es inversa a la de Platón: éste último utiliza con prodigalidad los principios lógicos de no-contradicción y tercio excluso, más diversas variantes de la regla de cercenamiento, para alcanzar conclusiones ontológicas contradictoriales. Aristóteles, en cambio, utiliza con parsimonia y tiento los principios ontológicos (que él sólo considera aplicables a instancias debidamente calificadas o matizadas por suficientes «en-cuantos»), y, lejos de recurrir a la regla de cercenamiento, recurre a la regla opuesta de aditamento; cuando parezca producirse una contradicción verdadera, hay que añadir los suficientes complementos circunstanciales a cada una de las dos oraciones mutuamente contradictorias, a fin de que la contradicción quede disipada. (Paradójicamente, pues, es la parquedad en la aplicación de los principios de no-contradicción y tercio excluso --junto con el abandono de la regla de cercenamiento, desde luego-- lo que permite evitar el surgimiento de contradicciones.)
Así pues, aunque Aristóteles admite que la alteridad respecto de algo es un no-ser-ese-algo, desbarata la aparición de la conclusión según la cual hay no-ser mediante los procedimientos aludidos (que cabe compendiar en el recurso a la regla de aditamento). Aristóteles reprocha, en efecto, a Platón esa postulación de no-ser, por mucho que --según vimos en el capítulo anterior- Platón haga del no-ser algo que no es diametralmente contrario al ser. Aristóteles responde que Platón no puede por menos de ver en el no-ser una negación (ἀπόφασις) del ser; y lo que es negación de otra cosa es contradictorio con respecto a ella. Añade el Estagirita que si el no-ser no es contradictorio respecto del ser, no es entonces tampoco negación del mismo; y, en ese caso, pertenecería al ser, no siendo no-ser (Met N2, 1089b7,20).
No es, pues, el no-ser lo que funda, a juicio de Aristóteles, el discurso negativo. Es, antes bien, éste último el que engendra, verbalmente, al no-ser (lo que quiere decir que engendra la expresión `no-ser', a la que no corresponde cosa alguna extramentalmente). No se da un no-ser rubio, sino sólo un ser-moreno-en-acto, acompañado de un ser-rubio-en potencia. El ser no puede, pues, dividirse gracias al no-ser, contrariamente a lo que había pensado Platón.
Pero ello vuelve a plantear el problema de la unicidad del ente, suscitado por Parménides. Platón había resuelto mediante la postulación del no-ser (que es ser en menor grado que el ser) la dificultad de Parménides: ¿cómo puede diferenciarse un ente de otro ente en su ser? Y, de no ser en el ser, sino en algo diverso del ser, ese «algo» será no-ser, y, por tanto, no será nada ni podrá diferenciar.
La solución de Platón es acudir a los grados de ser y al no-ser (la gradualidad acarrea el no-ser, mediante la regla de apencamiento; y el no-ser, al mezclarse con ser en una u otra proporción, es precisamente lo que da lugar a los grados de ser). Aristóteles irá por otro camino: acudirá a los modos de ser, a los tipos de ser, a los diversos sentidos de la palabra `ser'. Así quedan enfrentados, para siempre, dos planteamientos ontológicos: el gradualista contradictorial, que acepta la univocidad de `ser'; y el plurivocista, o analogista, que rechaza o desconoce --en la práctica-- los grados de ser, y obvia las contradicciones mediante la tesis de la plurivocidad de ser.
Las consideraciones metodológicas que preceden nos permiten ubicar, en su transfondo, el enfoque ontológico de Aristóteles.
Acápite 2º. SER Y VERDAD EN ARISTÓTELES
A fin de desbaratar el surgimiento de la contradictoria conclusión platónica según la cual existe lo inexistente, Aristóteles separa, en primer lugar, los destinos de las cosas y de los hechos o estados-de-cosas. Vimos cómo Platón no había dado el paso de reconocer explícitamente la existencia de hechos, la cual venía, empero, necesitada por su concepción del nexo entre la verdad y la existencia; pero Aristóteles va más lejos, y separa conscientemente aquello de lo que cabe preguntarse si existe o no --las cosas-- de aquello de lo que cabe preguntarse si es o no verdadero --los contenidos enunciables, que son los correlatos desontologizados de los hechos o estados-de-cosas--. Arrastrada por esa disociación está la discriminación entre nombres y enunciados. La significación de un nombre no es una enunciación porque hace abstracción de la existencia o inexistencia de la cosa significada (cf. De Int. caps. 1ss, 16a,ss). Por eso, mientras que Platón, aun sin llegar a identificar expresamente la verdad de una expresión lingüística con la existencia de algo designado por ella, se aproxima a tal identificación, y hasta se compromete, aunque no sea deliberadamente, a aceptarla (con lo cual hasta los nombres tendrían verdad o falsedad, en uno u otro grado), Aristóteles descarta enérgicamente (p.ej. en Cat.4,2a 4-10, y en De Int.1) cualquier atribución de verdad a nombres o sintagmas nominales. Verdad y existencia van cada una por su lado. Y, consecuentemente con ello, rechaza también Aristóteles (Met VI,4,1027b 25-6) que haya verdad o falsedad en las cosas: οὐ γαρ ἐστι τὸ ψεῦδος καὶ τὸ ἀληθὲς ἐν τοῖς πράγµασιν.
Así se logra desbaratar el argumento platónico, a saber: al decirse algo del capriciervo, se mienta al capriciervo, y ello quiere decir que, por más verdadera que sea nuestra afirmación, acarrea una conclusión falsa --que, para Platón, no era totalmente falsa, sino sólo parcialmente--: la de que existe el capriciervo. Eso venía de que el mero nombrar o mentar era ya, de algún modo, una enunciación, la cual quedaba explicitada con el mero añadido del verbo `es', el cual, propiamente, no parecía añadir nada, sino sólo permitir la gramaticalidad de la secuencia resultante. Pero ahora, al deslindarse lo dicho mediante un nombre --lo cual puede existir o no-- de lo dicho mediante un enunciado --lo cual no puede ni existir ni dejar de existir, sino sólo ser verdadero o falso--, se ciega ese camino simple a la conclusión contradictoria de la existencia de lo inexistente.
La verdad, y la falsedad, son tan sólo propiedades de enunciados (o acaso de contenidos enunciables, λέξεις aseveradas o negadas por ἀπόφανσεις, que son los enunciados; en De Int. c.4, parece Aristóteles reservar a éstos últimos la verdad o falsedad, pero no faltan lugares en los que se extienden tales propiedades a los contenidos enunciables, enunciados de hecho o no). Ahora bien, cada contenido enunciable es una combinación, la cual puede responder o no a la combinación real de las cosas. De ahí la célebre definición aristotélica de la verdad (Met Θ 10,105 1b3): tensar, de lo que está separado, que está separado; y, de lo que está unido, que está unido. La verdad no radica propiamente en lo simple (si bien Aristóteles es inconsecuente en este punto, como veremos).
Ahora bien, la combinación es algo que sólo existe en el pensamiento; es un πάθηµα τῆς ψυχβς. Aunque el De Int 1 (16a7) dice que esas pasiones son imitaciones de cosas reales, el mismo opúsculo corrige, focas páginas después, esa generalización, y afirma (16b22-3) que ni `ser' ni `no-ser~ son de cosa alguna real; la combinación, pues, es una afección del alma a la que no corresponde nada extramental, si bien sí sucede (pero no existe) extramentalmente un estar-combinadas ciertas cosas, que es fundamento --no correlato-- de tal combinación. No es, pues, que a una pasión semejante corresponda una unión o combinación existente en la realidad. En la realidad hay cosas combinadas, mas no combinaciones entre ellas. (Cf. 1027b30-1: combinación y división sólo se dan en el pensamiento, no en las cosas.) Están combinados, p.ej., Gabriel Miró y la melancolía; pero no es que exista una combinación de ambos, o un estado-de-cosas que sea la melancolía-de-Gabriel-Miró. Aristóteles parece aceptar --aunque muchos intérpretes lo discuten-- un accidente individual que es la melancolía de Gabriel Miró; mas no se trata de una combinación entre la melancolía y Gabriel Miró; ni juega ese accidente individual el papel de correlato extramental del enunciado `Gabriel Miró es melancólico').
Así inaugura Aristóteles un divorcio entre el orden lingüístico-mental y el orden real, dejando a la espalda la actitud aún ingenuamente realista de Platón al respecto. Porque la semejanza ya no es semejanza entre dos algos que existen, sino entre un algo lingüístico-mental y el que tenga lugar cierta combinación extramentalmente; mas ese tener lugar no es ningún algo, no es nada en absoluto. Así, cuando dice Aristóteles (en Met Θ) que se da una verdad en torno --o con respecto a (ἐπί)-- las cosas, que residiría en que éstas estén combinadas o separadas (τῳ συγκεῖσθαι ἢ διἕρέσθαι), cabe, seguramente, entender eso en el sentido de que la verdad, con respecto a las cosas, de los contenidos enunciables radica en que aquéllas se hallen combinadas o no; pero de ahí no se desprende que tal hallarse combinadas (o separadas) sea, a su vez, algo, un ente; nunca dice Aristóteles nada que sugiera tal cosa, y todo su denodado esfuerzo por disociar lo verdadero de lo existente apunta en la dirección opuesta.
Así pues, la verdad queda confinada a un orden extrarreal, que podríamos confundir con el lingüístico-mental. Con todo, ¡maticemos esa afirmación! Al inaugurar el esencialismo alético, Aristóteles parece conferir a lo verdadero un estatuto, no óntico, de validez, un valer-como-verdad, objetivamente o de suyo. No es que lo verdadero --o lo falso-- existan en ningún sentido para Aristóteles (ni, menos aún, que gocen de algún tipo, grado o aspecto de existencia los «objetos» sobre los que versan los enunciados verdaderos). ¡No! Pero un contenido verdadero parece tener de suyo una verdad objetiva, un valer-como-verdad. Y eso querría decir que el contenido enunciable es «algo» --del todo inexistente, eso si, mientras que los pensamientos y las palabras sí existen-- verdadero de suyo (su ser-algo se reduce a su ser-verdadero).
La verdad guarda un fundamento en las cosas; pero, si bien se da (en el sentido de que es-verdadera) verdad sobre, o en torno a, las cosas, no se da, propiamente, verdad en las cosas (cf. el ya citado pasaje de 1027b25-6).
En diversas ocasiones, sin embargo, habla Aristóteles de un sentido de `ser' y `no-ser' en que el primer término se equipara a `verdad' y el segundo a `falsedad'; p.ej., Met Δ 7, 1017a31-5; Met E 4; Met Θ 10. Y como las cosas mismas tienen ser, parecería que las cosas mismas son verdaderas. De ahí se ha derivado una noción que acuñarán los aristotélicos posteriores: la de verdad fundamental de un ente cualquiera, a saber: un algo extralingüístico y extramental que sería el fundamento de la verdad de la enunciación. Los escolásticos considerarán a tal verdad fundamental de un ente una propiedad transcendental de dicho ente; en qué consista tal propiedad es asunto que suscitó amplias controversias --principalmente en tomo a saber si es o no lo mismo que la existencia-- (vid. [P:13], Anejo nº 1).
Ahora bien, ese sentido de `verdad', al que podríamos llamar `verdad fundamental' y que coincide con cierto sentido del `ser' podríamos verlo: ya como idéntico a la existencia (y así habría una reducción de la verdad, en cierto sentido al menos, a la existencia); o como idéntico a la verdad misma de la enunciación (lo que acarrearía una reducción inversa); o, por último, como un tertium quid. La segunda hipótesis me parece verosímil, pero voy a explorar la tercera, que también reviste plausibilidad (en tanto que la primera me parece, por lo que voy a indicar, la que más dificultades encierra).
La ocasión en que más se explaya Aristóteles sobre el sentido de `ente' en que esa palabra significa lo verdadero es en el libro VI de la Metafísica 2-4,1026a34ss. Curiosamente, se colocan, lado a lado, en ese pasaje el citado sentido y aquel en el cual `ente' significa lo mismo que `ente per accidens' (τὸ κατὰ συµβεβηκός). Mi sugerencia es que no se trata de una mera yuxtaposición, sino que el ser-como-lo-verdadero es un ente per accidens. La verdad se da, en efecto, según Aristóteles, sólo en el enunciado, porque es éste el que expresa, mediante la cópula, una combinación (o separación --mediante cópula precedida de negación--) de cosas. Es más: insiste Aristóteles en el pasaje que pasamos ahora a comentar (1027b18-9) que en ese mismo sentido de `ente' y `no-ente' en que significan, respectivamente, verdadero y falso, se trata de composición y de división.
Hemos dicho ya (y lo recalca Aristóteles en este pasaje: 1027b30-1) que la combinación en cuestión no es nada real en la ontología aristotélica, ni siquiera una relación. Alternativamente, podríamos pensar que el fundamento o correlato extramental de la combinación es el ente singular mismo; p.ej., el correlato expresado por `Esopo es hombre' sería el propio Esopo, o acaso su forma sustancial individuada (su alma); el expresado por `Esopo es listo' es ese accidente individual que es la listeza de Esopo.
Sin embargo, no parece que sea así. Dejo, de momento, de lado el caso de la predicación esencial (ver al final de este capítulo), para centrarme en la accidental. Lo que se opone a considerar la listeza de Esopo, accidente individual, como el correlato de `Esopo es listo' --e.d. como la verdad fundamental expresada por esa oración-- es que Aristóteles parece concebir a lo expresado por `Esopo es listo' como compuesto, en tanto que el aludido accidente es un ente simple.
Ahora bien, los compuestos o σύνθετα son, para Aristóteles, o bien sustancias primeras compuestas de materia y forma (el σύνολον sustancial), o bien meros entes per accidens, como Esopo-listo; eso es lo que sugiere Aristóteles en el pasaje que comentamos de Met VI 2-4. Corisco-músico (cf. El.Soph. 22,179a1), Calias-blanco (1030b20), Clinias-ignorante, etc., son pseudoentes; pues un ente per accidens no es un ente, no es un algo real; no hay cosas así en la ontología aristotélica. Pues ni son sustancias ni accidentes; y fuera de las unas y de los otros, no reconoce ente alguno la ontología peripatética. Llamar, pues, a Clinias-ignorante un ente per accidens es un mero modo de hablar, para decir que se da (inexistencialmente) la verdad, contingente, de que Clinias es ignorante, verdad que se funda en el tener Clinias el accidente de ignorancia (en un momento dado). Y, cuando Aristóteles habla (p.ej., en Phys. I,8, o en Gen. et Cor. I,4) de un hombre músico como un compuesto de hombre y de músico, el cual compuesto accedería a la existencia --se engendraría-- al hacerse músico el hombre, y cesaría de existir al cesar de ser músico el hombre, o cuando habla de una identidad accidental entre Clinias ignorante y Clinias a secas, hay, probablemente, que entender, caritativamente, tales aserciones en sentidos impropios, reduciendo siempre el hablar de semejantes compuestos a un enunciar determinadas verdades accidentales acerca de sustancias reales. Porque, de suponer que tales compuestos son sustancias, tendríamos los siguientes resultados:
1º Multiplicar las sustancias, en un sentido que no parece compatible con la metodología aristotélica. Porque habría al menos dos sustancias en el lugar ocupado por Asurbanipal mientras es rey: Asurbanipal y Asurbanipal-rey. (Habría muchas más: Asurbanipal-sonriente --cuando sonría--, Asurbanipal-cruel, Asurbanipal-sedente --cuando esté sentado--, etc.). Mas el sentido, adusto y parsimonioso, de la ontología aristotélica parece, antes bien, prefigurar el machete de Occam, debiéndole, pues, repugnar esa proliferación de sustancias. (Cf. el argumento que Aristóteles esgrime contra la concepción realista de las entidades geométricas).
2º Hacer de determinaciones accidentales algo esencial de ciertas sustancias. Lo accidental se reduciría ahora sólo a la cópula que --siempre con un sentido de identidad, aunque en muchos casos identidad contingente-- vincularía a expresiones que designan a sustancias. Porque a Asurbanipal-sedente le sería esencial el estar-sentado. Se derrumbaría, pues, todo el castillo de naipes del armazón categorial aristotélico.
3º Como, para Aristóteles el `es' es algo puramente del pensamiento y del lenguaje humanos, sin correspondencia extramental, y como --según lo visto en la dificultad anterior-- la única diferencia entre una atribución esencial y una atribución accidental estribaría en que el `es' fuera tomado en el primer caso como `es esencial o necesariamente idéntico a', resultaría que el distingo entre lo esencial y lo accidental sería meramente de razón y no real.
Así pues, vale más rechazar la interpretación consistente en postular, junto a la sustancia como tal, otro ente que sea la sustancia-afectada-por-unaccidente, afirmando una identidad accidental entre la primera y la segunda, pese al apoyo que encuentra en pasajes del Estagirita --cuya mente no debe haber estado exenta de confusión y hasta vacilación al respecto--. Por ello, en Aristóteles hay dos tipos de ser-así: el esencial y el accidental; sólo el primero es idéntico al existir. Pero el segundo supone (y, por consiguiente, entraña) también el existir, ya que supone (y entraña, pues) a la esencia o sustancia.
Por otro lado está el problemático ser-así del accidente, el cual ser-así no puede ser ni esencial (pues esencia = sustancia, y los accidentes ni son ni, menos, tienen sustancia o esencia), ni tampoco accidental (Aristóteles no admite que haya accidentes de accidentes, pues ello conllevaría una progresión al infinito en el desnivelamiento categorial, progresión que le da vértigo --al revés de lo que le sucederá a Rusell--); Aristóteles parece haber presentido las dificultades que encierra el desnivelamiento categorial (y que no hacen más que agravarse al multiplicar el número de categorías que uno pro- pugna), a menos que el existir del accidente sea el propio accidente; pero --como veremos más abajo-- esto último parece excluirlo Aristóteles, porque la existencia de un ente debe ser un algo que pueda predicarse de dicho ente --por eso, sólo la forma individuada, no el compuesto sustancial como tal, se identifica con su esencia y con su existencia--; mas el accidente no puede predicarse de si mismo, sino tan sólo de la sustancia. De hecho, pues, el accidente debe, propiamente, carecer tanto de ser-así esencial como de ser-así accidental. Y, por lo tanto, de ser-así. ¿Tendrá, entonces, un mero existir, desnudo de ser-así? No parece tampoco ser ésta una solución aristotélica, pues, para el Estagirita, no cabe hablar de un puro existir diverso de un ser-así determinado. El problema parece insoluble, siendo tan sólo uno de los innumerables y a cual más urticantes abrojos de que está erizada toda la metafísica categorial peripatética.
Acápite 3º. NO-SER Y POTENCIALIDAD
Vimos, en el capítulo anterior, el enfoque platónico del problema de los inexistentes. Aristóteles ubica esa problemática en un nuevo terreno. Por un lado, continuaría sosteniendo que nada puede tener propiedades si no es (si no existe). De lo que no es, nadie puede saber qué sea; ni siquiera cabe indagar la naturaleza de algo cuando aún no se sabe si existe tal algo (An.Post. 11,1 ,89b); lo inexistente puede recibir denominación, pero no tiene ninguna naturaleza (An.Post. II, 7); lo único que se puede saber, pues, al respecto es qué significa la palabra en cuestión (aquélla que presuntamente lo miente). No se puede saber qué sea un tragélafo (un capriciervo).
El no-ente es, para Aristóteles, un mero pseudoente, un ente de razón. Contrariamente a la opinión de Aubenque --uno de los estudiosos contemporáneos de Aristóteles-- (cf. [A:01], p.183), las categorías del ser no son las mismas --aunque sí sean las contrapartes-- de las del no-ser, porque las del ser son reales, mientras que las del no-ser son irreales o meramente mentales. En De Gen. et Cor. (318a 16-7) dice Aristóteles: `lo que no existe ni es cosa alguna, ni posee cualidad alguna, ni ocupa lugar'.
Cabe, empero, reconocer que el problema del no-ente en Aristóteles es algo más complicado. Aristóteles distingue el no-ente a secas del no-ente-así (o, más exactamente: aquello que fuera negación del ente de aquello que fuera negación de un determinado ente-así). Las categorías no se aplican al no-ente a secas, porque el no-ente a secas es negación de todas y cada una de las categorías. Tal es el caso del tragélafo o capriciervo, que no es nada de nada. No-ente a secas no lo hay, para Aristóteles, en ningún sentido. Verdad es --como veremos-- que hay verdades que, en cierto sentido impropio, pueden ser consideradas como «sobre» el no-ente a secas (p.ej. sobre el capriciervo). Pero no hay (no se dan) en ningún sentido, en ningún aspecto ni grado, «algos» sobre los que versen o a los que se refieran esas verdades, pese a que, impropiamente, sí puede decirse que las mismas versan acerca de no-entes a secas.
En cambio, el no-ente-así sí se da en algún sentido, porque lo que es no- ente-así es, a la vez, ente-así en potencia. Tal parece ser la opinión de Aristóteles (cf. 1069b y 1089a).
Así, Aristóteles parece dar solución a uno de los más espinosos problemas filosóficos: el de las carencias o ausencias o faltas. No basta, en efecto, para refutar la opinión de quienes estimaban contradictorio cualquier cambio el decir que en el cambio hay el ente que va a advenir, la ausencia o falta de ese ente y el sustrato --ése es, precisamente, el análisis aristotélico--. Porque automáticamente se suscita la pregunta: y ¿qué es esa falta, ese no ser de algo en algo? Aristóteles es, en este punto, más perspicaz que muchos aristotélicos medievales, que entenderán aun ese no-ser (el no-ser determinado, e.e. la carencia o ausencia de algo) como mero ente de razón. Aristóteles parece comprender que un mero ente de razón no daría explicación de nada que realmente suceda en la realidad. Y, por ello, va a reconocer una cierta entidad positiva a la carencia (στέρησις) que, justamente, él define (101 1b20) como ἀπόφασις ἀπὸ τινος ὡρισµένου γένους (negación de algo de un género determinado). Pero las negaciones de algo de un determinado género son (cf. 1069b & 1089a) negación de tal o cual esencia o sustancia, de tal o cual cualidad, de tal o cual cantidad, de tal o cual ubicación y así sucesivamente; p.ej. el no-ser-animal, no-ser-veloz, .etc. Mas no hay, según Aristóteles, ningún no-ser de un determinado género que sea un liso y llano no ser-lo; se trata siempre tan sólo de un no serlo en acto, siéndolo en potencia. Sólo así se concede, a trancas o barrancas, una entidad positiva a las carencias en la metafísica aristotélica: la carencia de algo es algo porque es ser-ese-algo-en-potencia.
Con todo, esa salvación de la positividad extramental de las carencias --del no-ser determinado-- y, por lo tanto, de su papel explicativo en el cambio conlleva un grave inconveniente. Cada cosa que no sea otra será esa otra en potencia. Dejemos, por el momento, de lado lo escabroso y hasta incomprensible de la noción aristotélica de potencia (sobre lo cual volveremos más abajo) como un modo radicalmente sui géneris e irreducible, pero indescifrable e indilucidable, de ser algo (que, contrariamente a una deformación vulgar, no se limita a un mero poder (llegar a) ser, sino que estriba en un estar siendo ya de un modo inesclareciblemente particular). Aun al margen de todas esas dificultades, asoma otra más pertinente: como la Giralda no es Aristóteles, tiene carencia de ser-Aristóteles; luego es-Aristóteles-en-potencia. Mas, según Aristóteles, sólo tiene potencia de ser otra sustancia la materia prima (que es todo en potencia y nada en acto --por lo cual ni siquiera existe en acto nunca, ya que, al ser actualizada por una forma, debería dejar de ser materia prima, puesto que deja de ser pura potencia); una sustancia prima completa no tiene --según el Estagirita-- ninguna potencia de llegar a ser otra sustancia, salvo en sentido impropio. (La estatua broncínea de Hermes no tiene potencia de llegar, ella, a ser estatua broncínea de Deméter, sino que la materia prima que «hay» (salvadas las dificultades apuntadas) en la primera está en potencia de recibir la forma de la segunda y, en ese sentido, convertirse en la segunda.) Por lo demás, la hipótesis de que una sustancia primera determinada esté en potencia de llegar a ser otra sustancia primera determinada --máxime en un ejemplo como el indicado líneas más arriba-- está rodeada de muchas otras dificultades suplementarias y el propio Aristóteles la habría rechazado como algo absurdo.
(Aristóteles podría, eso sí, alegar en contra de nuestra objeción que una sustancia individual no puede ser, ni en acto ni en potencia, ni ella misma ni, menos aún, otra; porque en la predicación el predicado ha de ser, siempre, o un accidente o una sustancia segunda. Con todo, Aristóteles reconoce un uso de la cópula `es' en que ésta expresa identidad, como en `Esquilo no es Sófocles'; cierto que el Estagirita no aceptaría el concebir a la identidad o a la diferencia como relaciones, pero, sean lo que sean, algo deben ser, y un algo legítimamente expresado por las ocurrencias respectivas de la cópula `es'. Sea de ello lo que fuere, lo indudable es que la Giralda no es Aristóteles, y, si hemos de reducir el no-ser-en-acto esto o aquello (por lo menos cuando el sujeto de ese no-ser-esto-o-aquello en acto es un ente actual o potencial) a serlo en potencia, entonces se da un ser-Aristóteles-en-potencia de la Giralda, lo cual es, desde luego, inverosímil de lo más. Y, por otro lado, el propio Aristóteles sugiere que no todo lo que carece de ser en acto tiene ser en potencia; cf. 1047b1: τῶν γὰρ µὴ ὄντων ἔνια δυνάµει ἐστίν. Ello suscita la cuestión de en qué consista, positiva y extramentalmente, el no-ser de las demás cosas que no son.)
Y es que, como vamos a ver enseguida --y como se desprende de lo dicho sobre los no-entes a secas-- no cabe reducir a potencialidad ni los inexistentes que carecen de causa actual, ni su ser inexistente. Aristóteles propondrá, para ese no-ser radical, un tratamiento consistente en la postulación de las verdades puras sin contenido real.
Mas, en la medida en que rechacemos la reducción de cada no-ser determinado al correspondiente ser (determinado) en potencia, habremos vuelto a sumir el no-ser determinado en el liso y llano no-ser, en puro no-ser, que no es, para Aristóteles, nada de nada extramentalmente. Y, en ese caso, el no- ser determinado será tan pseudo-ente como el no-ser a secas. (Por otro lado, si --cerrando los ojos ante las dificultades encontradas-- persistimos en interpretar el no-ser determinado como algo positivamente entitativo --a saber: como el correspondiente ser-en-potencia--, entonces también habrá que decir que las categorías del no-ser --determinado, claro-- son diferentes de las del ser, aunque ciertamente son sus contrapartes; porque las del ser, por antonomasia, son las del ser en acto.)
Tras esta digresión sobre el no-ser determinado, volvamos al no-ser a secas.
Lo que no es, en absoluto, nada de nada no puede ni siquiera ser posible o poder llegar a ser. Lo que llegará a ser ya es-en-potencia. Si se le preguntara a Aristóteles si ese ente en potencia es o no ente, a secas, respondería, por un lado, que el principio de tercio excluso sólo se aplica a oraciones en las que ya se han explicitado determinaciones suficientemente circunstanciadas. Porque lo curioso es que --como lo indicamos líneas más arriba--, para el Estagirita, campeón por antonomasia de la validez absoluta --e.d. de la verdad total en todos los aspectos-- de los principios de no-contradicción y de tercio excluso, esos principios, sin embargo, sólo son correctamente aplicables cuando se toma como instancias de los mismos a oraciones que contengan las suficientes puntualizaciones circunstanciales. ¿Cuáles y cuántas son? Aristóteles no nos lo dice, ni da pauta ninguna. De hecho, por más puntualizaciones circunstanciales que se hayan explicitado en una oración, siempre puede (¿y debe?) subsistir la sospecha de que aún no se trate de una enunciación propiamente dicha, o sea: de algo que posea un valor veritativo; y que, por ende, no pueda aplicársele ninguno de los dos principios aludidos. Mas con semejante posición aristotélica se corre el riesgo de una regresión al infinito. Observemos que tal engorro --con sus efectos paralizantes-- viene de querer que los principios ontológicos, como los de no contradicción y tercio excluso, sean totalmente verdaderos; o sea, viene del rechazo de la gradualidad de la verdad, del rechazo de lo difuso, e.d. del rechazo de la contradicción. En cambio, si aceptamos que hay grados de verdad y que, por lo tanto, un principio ontológico puede ser verdadero sin tener forzosamente que ser 100 % verdadero, sino pudiendo ser también falso (falso en alguna medida sólo, para ser, a la vez, verdadero), entonces el principio mismo de no-contradicción podrá ser considerado, simultáneamente, como verdadero y, en alguna medida, como falso --como falso en aquella medida en la que haya contradicciones verdaderas--. No será, pues, menester, para salvaguardar la verdad del principio de no-contradicción, el desembarazarse de las contradicciones verdaderas --si lo era cuando lo que se buscaba era la verdad total e irrestricta de dicho principio--. Ni será, pues, necesario rehusar todo valor de verdad a los enunciados que figuraban en esas contradicciones al menos aparentemente verdaderas, con lo que estaba uno obligado --como lo está Aristóteles-- a dejar de poderles aplicar los principios (onto)lógicos.
La segunda respuesta que Aristóteles brindaría a la pregunta de si el ente-en-potencia es, o no, ente, a secas, sería que lo que es, en potencia, ente-así, es, a secas --o sea: en acto--, este-asá (si bien esa respuesta choca con dificultades en el caso de que el ente-así en potencia de que se trate sea, a su vez, un ente que exista sólo potencialmente; sobre tales casos volveremos en seguida). Cuando Amadeo de Saboya está siendo, en potencia, rey, está entonces siendo, en acto, vasallo (de otro rey, su padre). Pero tal respuesta no da satisfacción, puesto que lo que está en candelero es el estatuto óntico de su ser-rey. Aristóteles piensa que el ser-rey (o el ser cualquier cosa) se divide en serlo a secas (en acto, pues) y serlo en potencia; mas de lo que posee en potencia una determinación o propiedad no cabe negar de manera simplemente absoluta que posea dicha determinación (aunque sí cabría negar que, con todo rigor, sea afirmable su poseer la determinación en cuestión); tampoco cabria, por supuesto, afirmarlo; ni cabría afirmar la disyunción de la afirmación y la negación. Lisa y llanamente, se trata de un caso --entre muchísimos-- al que no es aplicable, sin más, el principio de tercio excluso.
Acápite 4º. LA ESFERA DE VERDADES DESEXISTENCIALIZADAS REFERIDAS A INEXISTENTES
Así pues, hemos visto la primera fibra del pensamiento aristotélico respecto de lo inexistente. Pero, al lado de ella, hay otra fibra. Aristóteles no quiere aceptar que la verdad de cada afirmación en que figure un sintagma nominal acarree la verdad de un enunciado formado por ese sintagma nominal seguido del verbo `existe'. Y, sin embargo, si lo irreal carece de propiedades, entonces, como, al hacer una afirmación sobre algo, se le está atribuyendo alguna propiedad a ese algo, resulta que ese algo --supuesta la verdad de la afirmación-- debe tener propiedades y, por consiguiente, debe existir. Pero supongamos la afirmación verdadera `El capriciervo es inexistente'. (Es el ejemplo de Aristóteles, y se trata de una descripción definida, pero se podría adaptar sustituyéndola por un nombre propio.) Resultaría, del razonamiento precedente, que el capriciervo es (existe) y que, por lo tanto, a la vez existe y no existe. Aristóteles, naturalmente, no está dispuesto a aceptar tal conclusión, como cerril e implacable enemigo que es de cualquier contradicción.
Su solución es que, si bien el capriciervo no tiene propiedades, parece como que se puede usar la palabra `capriciervo', hablándose entonces de la significación de la misma (cf. Anal. Post. II 7,92b6). Con ese salto abre Aristóteles la esclusa al fragoroso torbellino de una esfera de mera significación desentativizada, e.d. a un ámbito de mero ser-así sin ser a secas, ámbito en el cual son verdaderas las afirmaciones de «esto-es-así», pero «tomadas como» (o sea «en cuanto») referidas a meras significaciones y no a cosas.
En otros lugares (p.ej. El. Soph. 5,166b37ss), distingue Aristóteles entre el ser en sentido propio (ἁπλῶς, κυρίως) y el ser προς τὶ (o también π&942;, ἐν µέρει), rechazando la indiferencia que, de «en cierto modo (πῃ) p» extrae la conclusión «p». Y dice que el no-ente es en cierto modo, puesto que, p.ej., es objeto de opinión. Pero que no es. (Y el `no', en Aristóteles --a diferencia de Platón-- equivale a `no en absoluto'; e.e. a `de ningún modo' o a `es del todo falso que'). De nuevo esto significaría que «se daría» (inexistencialmente) una esfera de mero ser-así, tal que, de los no-entes que la forman, lo más que cabría decir es que gozan-en-cierto-modo-de-ser. Mas, rechazando Aristóteles de plano la regla de cercenamiento, prohíbe concluir que esos no-entes son, a secas.
Por ello, del capriciervo cabrá decir que tiene rasgos de cabra y otros de ciervo; pero no se hablará, al hacerse tal afirmación, del capriciervo, que, por no ser nada en absoluto, carecerá de propiedades; se hablará de significaciones puras. Sería, sin lugar a dudas, equivocado el interpretar ontologizada o entativizadamente esas significaciones puras. Para el Estagirita esas significaciones son significaciones sin ser a secas. (Claro, a los adeptos de la regla de generalización existencial nos es dificilísimo reprimir nuestra tendencia a ver en lo-que-es-así-o-asá un algo, un ente, algo que es, que tiene entidad u objetiva positividad, que tiene, pues, un estar-ahí, en el mundo. Debemos, para --metiéndonos un poco en la piel de nuestros adversarios esencialistas-- lograr entenderlos, forzamos a no razonar del modo que nos resulta más espontáneo y casi invencible).
Hemos visto que, para Aristóteles, los inexistentes carecen de propiedades. Pero eso no excluye que «se den» (en el mero, y desexistencializado, sentido de que son verdaderas) verdades respecto de ellos. Tales verdades son de dos órdenes. De un lado, explicitaciones de los sentidos de las palabras con que se los nombra; en tales enunciados, la cópula `es' tiene un sentido impropio (en sentido propio no es verdad que el capriciervo sea un animal con unos rasgos de cabra y otros de ciervo; pero eso es verdad en un sentido impropio de la palabra `es' o `sea', en el cual sólo se conectan significaciones, sin que tenga entonces que darse, para fundar la verdad, meramente nominal, de lo enunciado, una combinación de cosas --un darse que, de todos modos, es inexistencial incluso cuando sí es requerido por la índole real, y no nominal, de la cópula `es', o sea: de la enunciación efectuada mediante el empleo de la misma--). De otro lado, hay enunciados verdaderos sobre inexistentes; (tales verdades constituyen esa esfera del ser secundum quid (πρὸς τι) a que hacíamos alusión líneas más arriba; esfera de verdad, no de ser; pues ser (esto o lo otro) «de algún modo» no conlleva en absoluto el serlo a secas). Tales enunciados verdaderos son, p.ej., los que contienen términos que, hoy día, se llamarían «intencionales» (cf. Met 10 Θ, 1047a33-34). Alguien puede desear montar a Pegaso, o a Rocinante, o pensar en ellos. Pero Aristóteles no se toma la molestia ni de hacer un recuento de esas atribuciones (κατηγορίαι, palabra que en este contexto no emplea Aristóteles en sentido técnico) que pueden hacerse para con inexistentes, ni siquiera de indicar las características que deben tener en común. Tampoco detecta Aristóteles ningún indicio por el que se pueda saber si, en un enunciado, la cópula `es' se usa propiamente --con sentido real-- o impropiamente --con sentido meramente nominal--. (Algunos filósofos analíticos contemporáneos no tendrían dificultad en acudir a algún procedimiento útil para tal fin --una artificialización del lenguaje natural, en definitiva--, como distinguir un `es1' de un `es2', o un `Es' de un `es', o un `es' de un `es*', etc. Tales procedimientos tienen, empero, el inconveniente de que no dan pauta alguna para saber cuándo el `es' del lenguaje natural ha de ser traducido de un modo, y cuándo ha de serlo del otro modo.) Lo que sí dice, en cambio, Aristóteles es que de un inexistente es verdad cualquier negación --siempre que, en ella, se tome el verbo como expresando una predicación en sentido propio, o sea con contenido real, y no meramente significacional--. A ese respecto dice en Cat. 10, sub fine (13b) que si Sócrates no existe, es verdad que Sócrates no está enfermo; y sugiere, por el contexto, que también es verdad --en ese supuesto-- que Sócrates no está sano. Luego, en sentido propio, es verdad que Euclión no es, en absoluto, un avaro, ni siquiera un hombre.
Hemos dicho que Aristóteles parece privilegiar a los verbos «intencionales» para desempeñar el papel de verbos susceptibles de figurar en enunciados verdaderos sobre los inexistentes. En un discutido pasaje del final del cap.11 del De Int., dice Aristóteles que de `Homero es poeta' no cabe inferir `Homero existe'. Ahora bien, Dancy interpreta eso ([D:00], p.154), diciendo que debemos, caritativamente, suponer que Aristóteles está diciendo que no cabe inferir `Homero existe' de `Homero es poeta' por mera cancelación del predicado `poeta', aunque la inferencia sería válida por otras razones. No me parece correcta esa interpretación. En efecto: al decir de Homero que es poeta el `es' se le atribuye accidentalmente (κατὰ συµβεβηκός), no en cuanto tal (καθ'αὐτό) (21a26-8); y poquitas líneas más abajo (21a32-3) aclara Aristóteles lo que precede diciendo: τὸ δὲ µὴ ὄν, ὅτι δόξαστον, οὐκ ἀληθὲς εἰπεῖν ὂν τι δόξα γὰρ αὐτοῦ οΔκ ἔστιν ὅτι ἔστιν, ἀλλ'ὄτ οὐκ ἔστιν de lo inexistente no cabe decir con verdad, porque sea objeto de opinión, que es un ente; pues la opinión que respecto de ello se tiene no es que exista, sino que no existe. Eso parece querer decir que `es poeta', al aplicársele a Homero, se funda en el hecho de que se opina que Homero es poeta. Podríamos interpretar eso de dos modos: o bien diciendo que, con respecto a un inexistente, la cópula `es' debe parafrasearse como `es concebido como'; o bien diciendo que el `es', respecto de un inexistente, remite a una verdad significacional sin contenido real (la segunda interpretación ampliaría considerablemente la esfera de verdades significacionales respecto de inexistentes, dándole una amplitud insólita). De aceptarse la primera hipótesis, tendríamos que cada enunciado no visiblemente intencional encerraría una dualidad de sentidos: el uno idóneamente vehiculado por la expresión superficial; el otro, que requeriría --para ser idóneamente vehiculado-- una paráfrasis de tal expresión superficial. Pero no habría indicio alguno que nos permitiera saber cuándo se precisa tal paráfrasis. La segunda hipótesis, por su parte, encierra tres dificultades. La primera dificultad es ésta: ¿qué decir, no ya de `Homero es existente' (verdad real, según se piensa hoy día), sino de `Medea es existente', que debiera ser una verdad significacional puesto que Medea es concebida, por lo menos en la creencia popular de la Grecia antigua, como existente? Si una verdad meramente significacional puede consistir en una atribución de existencia, ¿no se derrumba la frontera entre el reino del ser y el de la significación? La segunda dificultad es la siguiente: ¿es significacional respecto de Eneas su ser hijo de Venus? La tercera y última dificultad es que, con respecto a algunos objetos, hay o bien una opinión autocontradictoria, o bien --más comúnmente-- varias opiniones contradictorias entre sí; de aplicarse el tratamiento que sugiere la segunda hipótesis, aparecerían contradicciones; pero ¿estaría dispuesto Aristóteles a aceptar contradicciones verdaderas siquiera en la esfera de la verdad significacional?
Cerremos esta discusión precisando que la primera hipótesis anexiona las verdades sobre los entes de ficción --como la expresada por el enunciado `Orfeo es hijo de Calíope'-- a una esfera de verdad extrarreal, extraentitativa, que no es, sin embargo, la misma que la verdad significacional, sino que es la esfera del ser ποος τι, del ser-con-respecto-a-algo; en tanto que la segunda hipótesis anexiona resueltamente esas verdades a la esfera de la verdad significacional.
Acápite 5º. NEXO ENTRE AMBOS ENFOQUES
Hemos visto que Aristóteles brinda dos análisis de los enunciados verdaderos sobre inexistentes: por un lado, confina sus contenidos a una esfera de pura verdad significacional extrarreal. Por otro lado, trata de reducir el no-ser a la potencialidad. ¿Cómo se vinculan o se relacionan ambos análisis? ¿Son independientes, siendo cada uno de ellos aplicable a determinado ámbito? Los inexistentes son, para Aristóteles, absolutamente inexistentes, pues, en el enfoque peripatético, tanto la negación `no' como cualquier prefijo negativo connotan una negación total y absoluta --no hay, para Aristóteles, grados en la negación--; el no-ser es, pues, no-ser-en-absoluto. Del no-ser (determinado) nos dice Aristóteles que se reduce al ser-en-potencia. Ahora bien, por un lado, Aristóteles no formula el alcance ni los límites de tal reducción; y, por otro lado --como vamos a ver--, esa reducción no carece de dificultades. Cabe reducir un accidente (individual) inexistente de una sustancia singular existente en acto a ese accidente en potencia --o sea: al respectivo accidente-en- potencia; así la inexistente legitimidad de Enrique II sería lo mismo que la legitimidad potencial del fundador de la casa de Trastámara. Sin embargo, no siempre es posible reducir las sustancias inexistentes a su existir en potencia. Porque una sustancia existente puede tener-en-potencia un accidente; ciertamente no es que el accidente sea, en ese caso, actual siendo potencial tan sólo su inherencia en la sustancia (por lo demás, el estatuto óntico de tal inherencia, que de ningún modo puede ser una relación --en el marco del categorialismo aristotélico-- es sumamente dudoso, como lo pondrán de relieve los esfuerzos de los peripatéticos medievales por dilucidar tan sombrío y confuso asunto); todo el accidente es potencial, lo mismo que su inherencia en la sustancia de que se trate; mas esta última es actual, y, de ese modo, queda salvaguardado el principio aristotélico de que lo potencial es posterior a lo actual y radica en ello. También podría alegarse que una sustancia individual aún no existente tuviera su ser-en-potencia en sus causas, incluso en el caso de que, de hecho, nunca llegara a existir en acto. (Como el futuro está, a juicio de Aristóteles, aléticamente indeterminado --volveremos en seguida sobre ese asunto--, de la sustancia no existente en un momento pero tal que hay, en ese momento, causas que puedan producirla no es --en ese momento-- verdad que existirá ni tampoco que no existirá). Así, p.ej., quizá no sea --aristotélicamente-- extravagante decir que, en 1497, existía-en- potencia una sustancia individual humana a ser procreada por el príncipe Juan de Trastámara y por Margarita de Austria. No obstante, como la relación de causación es extrínseca a la esencia o sustancia, no se ve bien cómo es que esa sustancia potencial guarda, a secas --y, por tanto, en acto--, con la citada pareja principesca, la relación de ser causada o engendrada por. Más aun, cabría preguntarse si una sustancia potencial, como ésa, tendría --en potencia, por supuesto-- accidentes o no; de hecho, Aristóteles no diría, probablemente, que tal sustancia era masculina ni femenina, sino que era potencialmente lo uno y también potencialmente lo otro, que potencialmente era rey, o reina, y potencialmente era vasallo, y así sucesivamente. Tal concepción de las sustancias posibles si que está sujeta a los conocidos reparos esgrimidos por Quine, en [Q:05], contra los entes meramente posibles: ¿cuántos hijos posibles tuvo el citado príncipe? ¿Cabría decir que uno solo, el cual, por tener en potencia cualquier accidente, equivale a un montón de hijos posibles, diferentes entre si? La respuesta de Aristóteles sena, seguramente, que esas preguntas no tienen respuesta determinada posible, pues, siendo potencial la sustancia en cuestión, no puede adjudicársele, simpliciter, accidente alguno; sólo podría atribuírsele un accidente en potencia, y también en potencia cualquier otro accidente opuesto a él; lo meramente potencial no podría, por no tener cantidad en acto, ser numerado, salvo con numeración-posible tal vez. Pero, si esa respuesta es internamente defendible --dentro del mareo de la ontología aristotélica-- muestra hasta que extremos se ve llevado en tal ontología el embotamiento, de hecho, del principio de tercio excluso, reducido a un papel meramente decorativo. Aristóteles identifica incluso lo potencial con lo indeterminado, o sea: con aquello a lo que no se aplica el principio de tercio excluso (cf. Met. IV, 4, 1007b28-9); en numerosos lugares recalca Aristóteles que la potencia se extiende siempre a determinaciones contrarias entre sí, y, por consiguiente, tanto a un sí como a su respectivo no; de ahí que la potencia desborde al acto, no ya a lo actualizado en el presente, sino también a lo que se actualizaría en el futuro --si bien esto está indeterminado en el presente--. (Con todo, Aristóteles va demasiado lejos al identificar potencialidad e indeterminación; la potencialidad debe ser, en el mareo de su filosofía, un modo radicalmente original, inanalizable, inesclarecible, irreducible, de ser-algo; ser-algo-en-potencia conlleva indeterminación, en efecto, porque --siempre en el mareo del aristotelismo-- sólo cabe tenerlo si se tiene, a la vez, un ser-en-potencia otro algo que sea contrario al primer algo; pero hay --para Aristóteles-- otra fuente de indeterminación (e.d. de inaplicabilidad del principio de tercio excluso), a saber: la omisión de suficientes «en-cuantos» o precisiones circunstanciales. Lo que si es verdad es que sólo en potencia puede una cosa --según Aristóteles-- poseer en el mismo momento, y bajo las mismas circunstancias y «en-cuantos», dos propiedades mutuamente opuestas. En todo caso, el ser holgazán en potencia de un hombre potencial es un ente-en-potencia, accidental, que no se reduce a, ni radica en, ningún ente accidental en acto, sino que tan sólo tiene raíces remotas en algo actual, pero de otra categoría --en sustancias--.)
En cambio, lo que no parece viable, en el marco aristotélico, es concebir a Pantagruel como una sustancia existente en potencia que se daría, potencialmente, en su causa engendrante Gargantúa, pues ésta, a su vez, debería darse, potencialmente, en otra. Hay que rechazar tal hipótesis por dos razones. La primera es que Aristóteles rechaza cualquier cadena de potencialidades (e.e. cualquier potencialidad de otro orden que el primero) --y, por ello, seguramente, no cabría hablar del nieto-en-potencia de Carlos II, pese a que, no obstante, sí deberíase poder hablar del tener-en-potencia el potencial hijo de Carlos II la relación de paternidad--. La segunda es que no habría, en casos así, ni siquiera un primer eslabón en acto en el que radicara la potencialidad.
Como se ve, el tratamiento del no-ser como potencialidad radicada en entes existentes en acto tropieza con las mayores dificultades, si es que se quiere que ese tratamiento nos brinde una comprensión, o una dilucidación, de las verdades --o de los enunciados comúnmente considerados como verdades-- acerca de inexistentes, como, p.ej., `Pantagruel es un gigante'. Por lo cual hemos de concluir que la reducción del no-ser a la potencialidad no la extiende Aristóteles a esos inexistentes puros, que no son entes potenciales.
Con respecto a los hoy llamados entes de ficción, al igual que con respecto a su ejemplo el capriciervo, no le queda, pues, a Aristóteles sino una reducción de las verdades correspondientes a meras explicitaciones significacionales, que expresan verdades objetivas de la ya aludida esfera de verdad extrarreal. El enunciado verdadero `Ulises cae en poder de Polifemo' es una explicitación significacional --en el marco de la interpretación que estamos proponiendo del enfoque aristotélico-- en el sentido de que es una verdad sin contenido real, una verdad desexistencializada; lo que sugiere Aristóteles es que tal verdad tiene sólo un contenido significacional, o sea: que es, ella misma, un puro significado oracional verdadero, sin referencia real ni entitativa de ningún género.
Por consiguiente, Aristóteles reduce el no-ser al ser-potencial sólo con respecto a accidentes inexistentes de sustancias en acto, y también a inexistentes sustancias primeras que (¿por definición, tal vez?) sean causables por sustancias primeras existentes en acto; más problemático es el tratamiento que pueda dar de accidentes, forzosamente potenciales, de esas sustancias potenciales. Pero, con respecto a los hoy llamados entes de ficción, no puede Aristóteles brindar para ellos ningún tratamiento que explote el recurso a la potencialidad, sino que las verdades acerca de ellos las confinaría a la esfera de pura verdad significacional extrarreal.
Por último, en lo tocante a la esfera de la verdad, cabe distinguir dos tipos de casos: 1º las verdades con respecto a entes existentes en potencia o en acto: esas verdades, aunque de suyo no son nada existente ni propiedades de cosa alguna existente, ni en acto ni en potencia, tienen un fundamento en lo existente; 2.0 las verdades con respecto a entes de ficción: éstas no tienen --salvo, tal vez, en el caso de verdades con contenido intencional-- fundamento alguno en la realidad, ni siquiera en algo existente en potencia.
Acápite 6º. IDENTIDAD ENTRE ESENCIA Y EXISTENCIA EN ARISTÓTELES
Dedicaré el resto de este capítulo al problema de la identidad, o la diferencia, entre el ser-así, o esencia, y el existir de las cosas existentes, principalmente de las sustancias.
Aristóteles identifica, en cierto sentido, a cada sustancia individual con su propia esencia. Ello se debe a que, de estipularse una diferencia entre ellas, sena menester estipular que la esencia de la sustancia es un algo extramentalmente en acto, diverso de la sustancia misma. Y eso sería el realismo de los universales, que Aristóteles rechaza.
Con todo, la posición de Aristóteles al respecto no es ni nominalista ni conceptualista estricta, sino una modalidad peculiar de semirrealismo. El universal existe extramentalmente, para Aristóteles, pero tan sólo en potencia; es actualizado en la mente. (Por supuesto, al decir eso no cierro los ojos ante las dificultades sin cuento que conlleva ya la mera noción de «potencia», y, aún más visiblemente, su aplicabilidad a este caso.) La forma es, de suyo, universal; pero, extramentalmente, sólo existe en acto informando a una materia, que la constriñe --a ella, de suyo ente potencial y universal-- a existir, en acto, como un ente singular o individual. Pero la forma, que es οὐσία ἄνευ ὕλης --sustancia sin materia-- y que, por ello, se identifica con la esencia como quididad --con el τὸ τι ἦν εἶναι-- se da (ella misma y no algo vicarial) en la mente, tanto en el acto de conocer como en el proyectar; eso explica que, en este último acto, la forma se transmita, por la acción subsiguiente, al efecto (la causa eficiente siempre comunica la forma al efecto, el cual es asi formalmente idéntico a la causa --volveré en seguida sobre esa noción de identidad formal--; cf. Met. Z 7, 1O32b1Oss.). Insisto en que tal punto de vista es, con toda probabilidad, incoherente: ¿cómo lo que es de suyo --para ser eso que es en vez de ser otra cosa-- de un modo determinado va a poder estar siendo de otro modo tal que el ser de ese otro modo implica no ser en absoluto del primer modo? Aristóteles respondería, sin duda, con «en-cuantos», o sea: aplicando su regla de aditamento, y proscribiendo la de cercenamiento; diría que, si bien la forma es «en cuanto tal» --e.e.: de suyo-- universal y potencial, es, en cambio, singular y actual «en cuanto informante de materia prima», del mismo modo que la materia prima, de suyo --o sea, «en cuanto tal», καθ'αὑτὴν-- pura potencia, indeterminación total, ni ésta ni aquélla (cf. Met. XII 3, De An. II 1), un mero οὐτε τι οὐτε ποσόν οὐτε ἂλλο οὐδέν (1029a24-5): ni qué, ni cuánto, ni ninguna otra cosa --Aristóteles la llama incluso un «no-ser», porque, en cuanto tal, no es en acto nada determinado--, puede, en cuanto actualizada por una determinada forma sustancial, estar existiendo en acto, estar siendo ésta o aquélla --o sea, estar teniendo individualización y, por lo tanto, determinación--, estar siendo buitre o collar de perlas, estar siendo de tal tamaño, de tal cualidad, etc. La mayor dificultad estriba, sin embargo, en como puede la materia prima dar, a la forma y al compuesto resultante, individuación, cuando ella misma no la posee en absoluto --por ser, de suyo, totalmente indeterminada--, y en cómo puede la forma sustancial dar, a la materia y al compuesto resultante, existencia en acto, cuando ella, de suyo, no la posee en absoluto, puesto que, de suyo, es meramente potencial, por ser universal.
Dentro de la esencia hay, pues, dos coprincipios sustanciales: materia prima y forma sustancial. Pero únicamente el segundo es inteligible; únicamente el segundo pasa a informar a la mente. Sólo que la mente no es informada materialmente, sino, precisamente, inmaterialmente, por las formas sustanciales; por ello, no las individúa, sino que es en la mente donde alcanzan existencia en acto. Mas la forma sustancial que, inmaterialmente, informa al alma y la que, material y extramentalmente, informa a la materia para formar un τόδε τι son la misma forma (no con una mismidad que sea identidad singular, pues no se trata de un ente individual, sino universal «en cuanto tal»). Así pues, cuando mentamos a una sustancia individual, lo único que entendemos de ella es su forma sustancial; su individualidad, por ser material, la captamos por los sentidos, y sólo de un modo impropio y derivado puede el intelecto constatarla, como un «esto», sin tener de ella ninguna representación intelectual clara. De ahí que, al mentar a Lisandro, lo único que, intelectualmente, aprehendemos con propiedad sea su forma sustancial de hombre. Que sólo la forma sustancial sea lo inteligible de la esencia o sustancia individual se explica porque es ella la que da ser, es ella la que, al informar a la materia, la actualiza y la determina a ser esto o lo otro. Por eso, en un sentido estricto, la esencia es la forma, y, por tal motivo, es universal. La esencia de Epaminondas --tomada en sentido estricto-- no es el mismo Epaminondas, ese compuesto sustancial hilemórfico humano, sino tan sólo la hominidad, la forma sustancial de hombre.
La cópula `es' puede, según Aristóteles, o bien servir para atribuir algo a algo (τι κατά τινος), y así sucede en la predicación accidental; o bien expresar una identidad formal, que es lo que ocurre en el caso de que lo expresado por el predicado sea una sustancia segunda, e.d. una forma sustancial. `Epaminondas es soldado' es un ejemplo de predicación accidental, mientras que `Epaminondas es hombre' lo es de predicación esencial --de predicación del segundo tipo--.
Los términos que expresan sustancias segundas significan lo mismo que los que expresan sustancias primeras o individuales. Lo significado por `hombre' es, en un contexto, Epaminondas; en otro contexto, D. Alvaro de Luna; y así sucesivamente. No obstante, esos términos significan también --o «expresan», podríamos decir-- a la especie en cuestión. (Y lo mismo ocurre cuando expresan no toda la forma sustancial, sino algo que es «parte» de ella, un género o una diferencia específica, como `animal' o `racional', si bien la diferencia entre esas «partes» de la forma sustancial parece concebirla Aristóteles como meramente de razón --aunque también cabe otra interpretación--.) Así, el significado de `hombre', además de ser, en cada contexto, un hombre particular, es, siempre, τὸ ἀνθρώπῳ εἶναι (1006a32); pero eso no quiere decir que el significado de la palabra `hombre' se agote en una unidad significacional extrarreal, pues no significar una cosa sería no significar nada en absoluto (1006b7); lo que sucede es que entre la forma sustancial humana (el το τί ἐστι de cada hombre) y un hombre en particular, p.ej. Pisístrato, hay una identidad no singular, sino formal; en ese sentido `hombre' significa una cosa: el hombre, el ser-hombre, que es cualquier hombre, uno u otro ser humano según los casos. (En Aristóteles se dan las raíces de la teoría de la relatividad de la identidad, que será desarrollada, no por el superaristotélico Tomás de Aquino, sino por Buenaventura y Duns Escoto; pero esas raíces son lo suficientemente imprecisas como para dar lugar también a la interpretación tomística, que, en vez de hablar de identidad formal, hablaría de una identidad real con distinción de razón, mediante el recurso a un «en-cuanto», que sería una connotación meramente mental o conceptual, si bien cum fundamento in re.)
Las consideraciones precedentes nos llevan a entender mejor la concepción aristotélica de la identidad entre la sustancia singular y su esencia. Únicamente entendida en sentido pleno, es ésta última, con identidad numéricamente singular, lo mismo que la sustancia primera de que se trate; entendida, en cambio, en sentido estricto, como quididad, es la forma sustancial, sólo formalmente idéntica a la sustancia primera. Por eso dice Aristóteles en Met. Z 9 (1034a7-8) que Calias y Sócrates son ἕτερον µὲν διὰ τὴν ὕλνν (ἑτέρα γαρ), τἀυτὸ φὲ τῳ εἴδει (ἄτοµον γὰρ το εἴδος): son diferentes en cuanto a la materia, que es diversa, y lo mismo en cuanto a la forma, que es indivisible. Y en Met. Z 7, 1032a24, acuña, para expresar la identidad formal, el adjetivo ὁµοειδ&942;ς, `similiforme'. (Aristóteles va más lejos aún, y, en los capítulos 10.0 y 11.0 de ese mismo libro 7º de la Metafísica llama `sustancia primera' a la forma pero, al parecer --ésa es mi interpretación a partir de aserciones un tanto oscuras, hay que reconocerlo--, «en cuanto individuada», en cuanto está informando a «una» materia (no olvidemos la dificultad entrañada por esa concepción, ya que --recordémoslo--, de suyo, la materia no es «una» ni otra, ésta ni aquélla, sino pura indeterminación potencial); de ahí que --cf. 1037b1-- la quididad --o esencia-- y cada cosa singular son lo mismo con respecto a algunas cosas, como con respecto a las sustancias primeras; lo que, probablemente, quiere decir que «en cuanto» siendo de tal especie o forma, la substancia singular es lo mismo que la forma o quididad.)
Así, Aristóteles dice (1035b15) que el alma es la sustancia en cuanto al concepto», y la quididad, y la forma de tal cuerpo, y que es la sustancia, a secas, de un animal. Según mi interpretación, el alma no es sino el individuo animal en cuanto animal (o, mejor, en cuanto animal de tal especie particular). Pues bien, Aristóteles añade (1035b36-7) que τὸ ψυχῇ εἶναι και ψυχὴ ταὐτο [ἐστι]: el ser del alma (o el ser-alma) es lo mismo que el alma. Pero el alma es la forma sustancial animal individuada, o sea: es el individuo considerado bajo el aspecto de la forma y no de la materia. (Por supuesto, esa doctrina aristotélica está irreparablemente enzarzada en los «en-cuantos», por lo cual es irremediablemente reacia al esclarecimiento lógico, puesto que los «en-cuantos» son meras pantallas ideales para impedir o estorbar la aplicación de los principios y de las reglas de inferencia lógicos, y para, de tal modo, difuminar y oscurecer el perfil lógico de las tesis por ellos afectadas.)
Estas consideraciones nos permiten ahora matizar debidamente la afirmación de que Aristóteles identifica a cada sustancia primera con su respectiva esencia. Como hemos visto, al aseverar Aristóteles tal identidad (p.ej., en Met. VII, 11, 1037a33-b5), precisa que la identidad entre la quididad y la cosa en cuestión se da sólo con respecto a las sustancias primeras; pero añade que por sustancia primera entiende `la que no implica la inmanencia de una cosa en otra ni en un sujeto que sirva de materia' (según la traducción de V. García Yebra), excluyendo expresamente de tal denominación, en ese contexto, a las cosas materiales o que contienen materia. Pareciera que Aristóteles excluye: con la primera cláusula, a la forma sustancial --que es inherente a un sujeto o sustrato, la materia prima--; y, con la segunda cláusula, al compuesto o sustancia singular total. Pero nuestro precedente análisis del pensamiento de Aristóteles en ese libro de la Metafísica nos lleva a la conclusión de que Aristóteles está llamando `sustancia primera' a la forma sustancial en cuanto individuada; es ella, y sólo ella, la que se identifica, sin residuo, con su quididad, no sucediendo lo propio en lo tocante a la sustancia singular compuesta como tal.
Visto todo lo anterior, examinemos ahora la relación entre la esencia, la existencia y el ente existente.
Aristóteles identifica el existir de un ente cualquiera con su respectiva esencia o quididad. Así (en De An. II,4) Aristóteles identifica el existir de un ser viviente con su vivir. Y también cabe suponer que Aristóteles identifica el vivir de una lagartija con su ser-lagartija, y el de un hombre con su ser-hombre. En general, el existir de una sustancia es lo mismo que su esencia. Esto Aristóteles lo dice menos explícitamente que lo da implícitamente por sobreentendido. (En ese sentido tiene razón Dancy al decir que, para Aristóteles, el `es' seguido de interrupción o fin de enunciado es elíptico, debiendo añadirse un predicado que exprese la esencia del ente de que se trate.)
Como las sustancias primeras en cuanto entes de tal especie (e.e., las formas sustanciales respectivas en cuanto individuadas) son idénticas, sin residuo, a sus respectivas esencias, son también idénticas, sin residuo, a sus respectivas existencias.
En cambio, el compuesto sustancial como tal, ente hilemórfico, no se identifica más que formalmente a su esencia o quididad; y, por lo mismo, sólo formalmente se identifica a su existencia. La existencia de Andrómaca no es Andrómaca; ni es su ser-Andrómaca (para Aristóteles una sustancia primera como tal no puede ser predicada de sí misma); es su ser animal racional.
En An. Post. II 7 (92b,10) distingue Aristóteles el hecho de que el hombre existe de lo que es la naturaleza humana: το δὲ τί ἐστιν ἄνθρωπος καὶ το εἶναι ἄνθρωπον ἄλλο. Esto pone de relieve una dificultad con respecto a la lectura que estoy proponiendo: ¿qué es el ser-hombre de Licurgo? ¿Es la quididad humana misma? ¿Es el propio Licurgo? Yo creo que Aristóteles respondería que es la quididad o forma sustancial humana, pero en cuanto individuada en una materia para formar Licurgo. Y eso, que es, a la vez, el ser-hombre de Licurgo y el existir de Licurgo, es algo diverso de «lo que es la naturaleza humana» como tal.
Hablé, páginas más arriba, de la problemática reducción de la verdad al ser, o a la inversa; vimos que Aristóteles parece sugerir, más bien, una reducción del ser relativo --relativizado por «en-cuantos»-- de los inexistentes a la verdad proposicional acerca de «ellos». Vimos también que con respecto a los compuestos de sustancia y accidente, la verdad fundamental acerca de ellos, su propio ser, es un mero ente per accidens, lo que es otro modo de decir que, óntica o entitativamente, no se da nada que sea reflejado por los enunciados verdaderos en cuestión, y que éstos expresan verdades sin contenido óntico propiamente dicho, aunque sí tengan un cierto fundamento en la realidad. En cambio, con respecto a los existentes simples, Aristóteles sí admite una reducción de la verdad fundamental a la existencia. En tal sentido cabría interpretar el curioso, y difícil, pasaje que se encuentra en Met. IX,10 (1051b17-1052a4), en el que se alude a una verdad de los entes simples, de los ἀσύνθετα, los cuales --viene a sugerir Aristóteles-- son las sustancias incompuestas o quididades; aparentemente, lo que dice Aristóteles es que la verdad con respecto a tales sustancias se expresa en la mera «dicción», φάσις, de las mismas --o sea: habría una verdad conceptual o nominal, prejudicativa, como lo entenderán los escolásticos--; y tal verdad se funda en la existencia de tales sustancias, siempre en acto, pues son incorruptibles. Está claro que Aristóteles se está refiriendo, no a la sustancia individual compuesta «en cuanto tal», sino a la sola forma, pero «en cuanto individuada», pues, en caso contrario, no estaría en acto (y la forma o quididad en cuanto individuada es lo mismo que la sustancia primera en cuanto sustancia primera de tal forma o especie). En ese único caso, la verdad fundamental sí es la existencia; y la existencia es la esencia o quididad; y ésta es el ente mismo.
Mi lectura de ese pasaje es muy diferente de la que propone Dancy en [D:00], pp.128-9. Dancy juzga --a mi parecer, equivocadamente-- que Aristóteles está considerando incompuestas a las esencias individuadas (pero sin el aditamento de «en cuanto pertenecientes a determinada especie»): y, como --para Aristóteles-- que exista Licurgo es lo mismo que el que Licurgo sea hombre, tendríamos que, supuesto --según la interpretación de Dancy-- que la verdad fundamental respecto de Licurgo es el propio Licurgo --a quien, según Dancy, Aristóteles identificaría con la existencia de Licurgo--, tendríamos que, puesto que la verdad fundamental de que Licurgo existe es la misma que la de que Licurgo es hombre, ambas serían lo mismo que el hombre Licurgo, e.e. Licurgo, sin más. Lo que impide a Aristóteles inclinarse por una concepción así es que, para él, la oración `Licurgo es hombre' atribuye la forma sustancial o quididad humana a la materia prima, que es el sujeto último de predicación o atribución, pero no como tal, sino únicamente en cuanto informada por la forma sustancial humana de tal modo que --enigmáticamente, eso sí-- surja la sustancia singular de Licurgo. Así pues, lo expresado por `Licurgo es hombre', el ser hombre de Licurgo --que es su vivir y su existir-- no es lo mismo que Licurgo, sino que es Licurgo en cuanto hombre, que es algo diverso de Licurgo en cuanto Licurgo.
Las reflexiones precedentes podrían sugerir que, después de todo, Aristóteles sí se planteó el problema de si el existir de algo es lo mismo que su ser lo que es; y que aportó una solución afirmativa al respecto, a lo menos para el caso de las sustancias segundas en cuanto individuadas. Pero tal impresión sería inexacta. Aristóteles no da señales de haberse planteado --por lo menos de modo claramente explícito-- el problema; y las respuestas que apuntan en su obra, acá o acullá, son destellos, como presentimientos que sólo cabe tratar de esclarecer y de «leer» en uno u otro sentido desde el transfondo de un planteamiento explícito de ese problema.
CONCLUSIÓN
La mayor dificultad que encierra el enfoque aristotélico del problema del ser y del no-ser es, como ya lo hemos señalado, el recurso a los incercenables «en-cuantos» a que se ve condenada para obviar la contradicción; y sin el logro de esa meta, no se justificarían las inventadas dicotomías aristotélicas de: materia y forma; esencia o sustancia y accidentes; potencia y acto; ser a secas (ἁπλῶς, simpliciter) y ser por accidente (κατὰ συµβεβηκός) frente a ser en cierto modo (πῃ) --el ser en cierto modo es lo que constituye la esfera de vigencia veritativa desexistencializada carente incluso del fundamento en la realidad que poseen, aun sin denotar cosa alguna real, las verdades referentes a existentes actuales o potenciales. Esos «en cuantos» tienen, entre otros, los siguientes inconvenientes: 1º son artificiales y carecen de presistemática plausibilidad; 2º son engorrosos y dificultan la expresión y el tratamiento riguroso; 3º impiden inferencias lógicas casi obvias, pues su cometido es, precisamente, el de frustrar los resultados de tales inferencias; 4º carecen de dilucidación semántica (nadie ha propuesto una semántica inteligible para esas expresiones --si bien podría diseñarse una utilizando algunas ideas de Kripke, en [K:06]; sólo que tal semántica sería no-realista, debería recurrir a un cuantificador sustitucional y a distinciones de razón; sobre esos problemas, vid, la Secc.II de esta obra, y, sobre las distinciones de razón, vid. [P:13], Anejo nº 3--).
Otras dificultades gravísimas que afectan a la solución dicotómica y anticontradictorial de Aristóteles son: lo oscuras y hasta ininteligibles --a más de lógicamente intratables-- que resultan las nociones de materia pura, de potencia; lo frágil y problemático de la barrera categorial entre esencia y accidentes --y la inaplicabilidad de los criterios aristotélicos al respecto, como el de la predicación--; los resultados catastróficos del abandono de la univocidad del verbo `existir' --consecuencia del desnivelamiento categorial--, a saber: que la teoría que perpetra ese abandono no puede ni siquiera exponerse sin incurrir en enunciados que, según la teoría misma, serían absolutos sin-sentidos; lo cuestionable, inverosímil y hasta difícilmente comprensible que resulta esa esfera de pura vigencia veritativa, desentativizada; la ausencia de todo criterio para saber cuándo una oración ha de entenderse en sentido real --e.d. como conteniendo una cópula, u otro verbo, con sentido real, y que permita aplicar la regla de generalización existencial-- y cuándo no ha de ser así en absoluto; lo tenue que resulta ese vínculo entre la realidad y los enunciados verdaderos que constituye o funda la verdad de éstos últimos, al radicar la verdad sólo en combinaciones --o separaciones-- y al no ser tales combinaciones nada real extramental --con lo cual deja de ser cierto que un enunciado es verdadero en la medida en que existe algo que ese enunciado dice, y falso en la medida en que lo dicho por el enunciado no existe, no es real (e.d., deja de ser cierto que un enunciado es verdadero en virtud de, y en la medida en, que existe algo que lo hace verdadero, a saber: lo dicho, o mentado, o denotado, por el enunciado); lo difícil de aceptar que es la pérdida de la identidad entre cada ente singular (al menos «en cuanto tal») y su existencia; lo discutibilísima que resulta la identificación entre el ser-de-tal- especie de una sustancia singular y su existir (identificación que, además de tener muchos otros inconvenientes, impide un tratamiento satisfactorio de los llamados entes de ficción, que aun siendo más bien inexistentes, deben también ser --para ser algo-- algo existentes, por poco que sea: el grado, p.ej., en que Jasón es un hombre debe ser mucho mayor que aquél en el cual es existente --si bien, para ser hombre, debe Jasón, como cualquier otro hombre, existir en uno u otro grado).
La conclusión que yo sacaría del estudio del planteamiento aristotélico del problema del no-ser, realizado en este capítulo, es que se ve abocada al fracaso esa tentativa de reemplazar el enfoque gradualista contradictorial de Platón --el cual admitía la realidad, aunque no absoluta, de los inexistentes, y la tesis del correlato, a saber: que siempre existe el correlato de cualquier acto de referencia, lingüístico o mental. El fracaso parece deber afectar a toda tentativa similar a la aristotélica, a todo intento de sustituir una metafísica de grados de ser por otra de tipos y modos de ser. Las dicotomías de tipos y modos de ser inventadas con ese fin sólo desplazan la aparición de contradicciones; mas, como carecen de cualquier atractivo salvo el de, presuntamente, servir para obviar la contradicción --fin deseable, por otra parte, tan sólo para los adeptos del RC--, y como son impotentes para lograr tal fin, lo mejor es prescindir de ellas. Porque el cometido al que se destinaban únicamente pueden alcanzarlo adjuntándoles ese parapeto aristotélico de «en-cuantos» y la proscripción de reglas de cercenamiento presistemáticamente plausibles; ahora bien, ese parapeto serviría para salvar a cualquier teoría. Por ello mismo, el expediente es metodológicamente insatisfactorio.