Estudios Republicanos:
Contribución a la filosofía política y jurídica
por Lorenzo Peña
Publicador: Plaza y Valdés
ISBN: 978-84-96780-53-8

Capítulo 4.-- La memoria republicana como elemento de la conciencia nacional


Sumario

  1. ¿Es defendible la existencia de una memoria histórica universal?
  2. Recuperar la memoria colectiva frente a la amnesia de la Transición
  3. Las razones del desapego al pasado en las nuevas generciones
  4. El recuerdo colectivo de la nación española
  5. Análisis del concepto de memoria colectiva
  6. La presencia del pasado
  7. Memoria histórica y responsabilidad histórica
  8. Bibliografía selecta


§5.-- Análisis del concepto de memoria colectiva

Si queremos ahondar más, filosóficamente, en las cuestiones planteadas en el §1 de este capítulo, tenemos que analizar ese concepto, examinando las notas conceptuales que lo constituyen y ver si puede responder a una realidad, o si es puramente ficticio o incluso imposible.

Para tratarse de memoria tiene que ser un recuerdo. Un recuerdo es una creencia de que tales cosas han sucedido cuando efectivamente han sucedido y hemos sido testigos de ese suceso, o sea hemos percibido el suceso por alguno de nuestros sentidos. Para que haya recuerdo se requiere, pues, que la creencia sea verídica, que sea pasada y que entre el hecho recordado y el sujeto que lo recuerda se haya dado una relación perceptiva. Tal vez podamos añadir un requisito causal, a saber que esa percepción sea la causa de la creencia, o sea que no se trate de mera coincidencia causal ni de rememoración.

Probablemente otro requisito sea que el hecho ahora recordado no sólo haya sido, en su momento, percibido por nosotros sino que haya dejado en nosotros (en nuestra mente, en nuestro cerebro) algún tipo de huella, rastro, grabación. La existencia de tal rastro es lo que sirve de enlace causal, porque sin él no se ve cómo el haber sucedido algo en el pasado y el haber sido entonces percibido por nosotros podría estar ahora causando una creencia nuestra a distancia temporal.

Es verdad que complica las cosas introducir esos dos requisitos adicionales: el nexo causal y su elemento portador, la existencia del rastro mental o neuronal. Muchos de nuestros recuerdos son, al menos en parte, rememoraciones: fuimos testigos, percibimos los hechos, pero lo que causa nuestra creencia de que tuvieron lugar es, más que el rastro, el que otros nos los recuerden, o el que se refresquen nuestros recuerdos por la percepción actual de otros rastros --imágenes, símbolos. Sin duda muchas veces creemos recordar y no recordamos, sino que hemos olvidado; sabemos que sucedió tal hecho porque nos lo han venido contando; sucedió, y allí estuvimos, y lo percibimos, mas el rastro que en nosotros quedó se desvaneció sin causar nuestra creencia actual.

Siendo todo eso cuestión de grado, la mayor parte de nuestros recuerdos son semi-reconstrucciones posteriores, resultado parcial de inferencias inconscientes más que la mera actualización del rastro mental aislado, el cual, además, difícilmente podríamos ubicar en un momento temporal sin la mediación de esas elaboraciones, debidas en buena medida a influencias ajenas y a hitos y mojones colectivamente configurados.

He hablado de cómo recordamos. ¿Qué sujeto es aquel al que se apunta con ese «nosotros»? ¿Cada uno por separado? Es éste el meollo del problema.

Es sabido que Maurice Halbwachs desarrolló (en la línea de la sociología de Durkheim) una teoría de la memoria colectiva.NOTA 15 Halbwachs muestra cómo el recuerdo se reelabora por la mediación del auxilio y la colaboración de los demás y se construye como un producto, ciertamente depositado en la mente de cada individuo de un grupo, mas sólo a través de la tracción común, vehiculada por el intercambio de experiencias, en la mutua actuación como apuntadores uno de otro, en la acumulación así de un acervo de transmisión de la conciencia de lo que pasó.

El recuerdo individual pasa por ese recuerdo colectivo y se reelabora. Sin esa mediación tal vez podemos volver a sentir, al sufrir un dolor, otro dolor igual que ya nos acaeció en el pasado; y ese volver a sentir, o el reflejo condicionado concomitante, puede calificarse de un acto psíquico de memoria, en cierto sentido. Sin embargo, aun para tener propiamente un recuerdo en un sentido menos rudimentario, aun para recordar algo tan simple como el primer beso que dimos o las últimas palabras que oímos pronunciar a alguien, o el color de nuestro traje de bodas, o cualquier otra cosa por el estilo, es menester recomponer esa especie de imágenes mentales (si es que existen) que tales acontecimientos pueden haber grabado en nuestro ánimo o en nuestro sistema nervioso, pasándolas por los filtros mediadores de una red de puntos de referencia sociales y temporales, todo lo cual es producto de una elaboración intelectual que transciende al individuo para ser una tarea colectiva.

Siendo ello así, no hay inconveniente alguno en hablar de una memoria colectiva. En rigor es, en parte, colectiva --o tiene un ingrediente y una causación parcialmente colectivos-- toda memoria individual, propiamente dicha (que vaya más allá de un mero re-experimentar una sensación pasada, sin situarla en ningún período).NOTA 16

Como lo señalaba el maestro Giner de los Ríos,NOTA 17 la persona social surge del hecho de que varios estén aunados por una relación de proximidad, colaboración, conjuntamiento de algún tipo y tendiendo juntamente a alguna finalidad. Para Giner lo que constituye la persona social es originarse en ese hecho de la colaboración y producir, como consecuencia causal de la misma, una conciencia colectiva. Nadie desconoce que tal conciencia colectiva estriba en conciencias individuales de los miembros; estribando en ellas, la conciencia colectiva es más que una serie de conciencias individuales, igual que la conciencia de un individuo humano es más que una serie de estados de las neuronas que integran su sistema nervioso, más que la suma de procesos cerebrales de los lóbulos y hemisferios de su encéfalo.

Cada uno de nosotros es uno y, sin embargo, múltiple. No sólo múltiple por estar integrado por muchas partes, sino porque mentalmente es también múltiple, con una gama de sub-personalidades, abrazando una pluralidad de finalidades contrarias entre sí, que nos empujan en direcciones contrapuestas; con creencias asimismo contradictorias. Nadie es de una pieza. Sin embargo, decimos con razón que recordamos tales hechos, no que una parte de nuestro yo recuerda tales hechos. (A veces dudamos: de un lado me parece recordarlo, de otro me parece que no; resultado de esa pluralidad de sub-personalidades en que está dividida nuestra mente.)

Siendo ello así en un individuo, no es menester para que alguien recuerde algo que todos esos componentes divergentes que integran su mente estén de acuerdo entre sí en tal recordación. Recordamos muchas cosas sin recordarlas con todo nuestro ser. En verdad posiblemente no se dé muy a menudo una impregnación de nuestro ánimo completa, sin fisuras y tal que en virtud de ella el recuerdo brote al unísono de todas esas facetas dispersas de nuestra mente que suelen pugnar entre sí. Tal vez uno de los resultados de ese autodesgarramiento de nuestro recuerdo es que, no sólo sufrimos dudas, sino que en la misma recordación hay muchos grados. Un menor grado de recordación no significa mayor duda. Son cosas distintas. Un menor grado de recuerdo significa menos viveza, menos presencia mental actual del hecho, mayor difuminación.

Igual que uno recuerda hechos aunque parte de sí mismo tenga mentalmente grabado el suceso y otra parte no, un colectivo recuerda algo aunque el recuerdo sólo lo tengan, directamente, algunos de sus miembros. Es el recuerdo colectivo que, entre todos, se tiene de unos hechos de los que sólo algunos fueron testigos.

Pero el tiempo transcurre. Los testigos presenciales pueden morir y, sin embargo, el recuerdo colectivo permanece, porque es una rememoración basada en el rastro perceptivo que los hechos dejaron en unos testigos presenciales (o en partícipes) y que éstos han ido transmitiendo a otros miembros de una colectividad.

Es difícil saber hasta dónde se extiende eso. P.ej. ¿recuerda la humanidad sus experiencias de la edad de piedra o algunas de ellas?

Sea verdad o no, y sin necesidad de tratar de delimitar ese recuerdo colectivo hacia el pasado, lo que es seguro es que los recuerdos compartidos forman un elemento de la personalidad colectiva igual que la memoria individual es un elemento de la identidad personal. No lo será de la individuación metafísica,NOTA 18 pero ésa tiene un interés menor de lo que se cree. Si, p.ej., a un hombre se le olvida todo su pasado, todo lo que ha aprendido, absolutamente todo, y pasa a vivir en otro sitio, entre otras gentes, que le aportan un bagaje intelectual y valorativo enteramente diverso, ¿sigue siendo el mismo, cuando nada le permite conectar sus experiencias actuales con las pasadas?

Naturalmente esta cuestión está íntimamente relacionada con la objeción del comunitarista Sandel al atomismo individualista de Rawls: cuando se despoja al individuo de toda su vinculación social, de todo el contenido cultural que lo liga a unas sociedades, a unos grupos, a un pasado y a un futuro, ¿qué queda? Un sustrato mondo y lirondo, individuado por una escueta heceidad, por un ser-éste y no aquél, mas un ser-éste designable por un simple deíctico, no por una descripción, un ser-éste que no estribe ni consista en nada salvo el mero ser-éste --en lo cual, claro, es igual que cualquier otro. Que exista o no tal sustrato metafísico, tal hipóstasis desnuda, es algo que no nos interesa aquí. No es ésa, en todo caso, la identidad individual que nos afecta, sino que nuestra preocupación siempre va dirigida a la persistencia de una persona que mantenga con nuestro yo presente una continuidad psíquica. Eso no excluye que el yo futuro pueda llegar a erigirse frente al yo actual como un ser de algún modo diferente, con otros intereses, otros valores, otras señas de identidad, otras adscripciones o adhesiones, otras amistades. Mas, en medio de todas esas mudanzas, ha de persistir una continuidad del recuerdo, de la autoidentificación, aunque sea cambiante, o, si no, el ser resultante de tales mutaciones ya sería otro que no nos concierne. Sin memoria no hay identidad personal. Y, como genialmente lo puso de relieve Derek Parfit, si persistiera la memoria, incluso la identidad metafísica sería secundaria.NOTA 19

Existe un recuerdo colectivo que es constitutivo de la personalidad colectiva igual que el recuerdo individual lo es de la personalidad individual; y ambos están íntimamente ligados, ya que la personalidad individual es la que es, en cada caso, por la conciencia de pertenecer a diversas colectividades, partícipe de su memoria colectiva, de su cultura compartida y de sus planes conjuntos. Por otro lado, el recuerdo colectivo no tiene por qué ser unánime, sino que se forma por memorias individuales o particulares generalmente discrepantes. Una pareja recuerda los acontecimientos de su pasado, aunque la versión de cada uno de los cónyuges difiera de la del otro. Claro que algo tiene que haber en común, porque, si no, no hay memoria compartida o recuerdo colectivo.

Un equipo deportivo tiene un recuerdo colectivo de sus hazañas, de sus sinsabores, de sus penas y alegrías, aunque la memoria particular que puedan conservar unos u otros integrantes del equipo esté en desacuerdo con la de otros integrantes.

Así, una clase social puede tener una conciencia (difusa, naturalmente) de las peripecias de su pasado más o menos reciente, sus tradiciones, sus hitos temporales, aunque todo eso se configure en la mente de cada individuo de un modo particular.

Es eso lo que hace que una nación (en nuestro caso la nación española) pueda y deba tener una memoria colectiva de su pasado en un lapso pertinente para sus tareas de futuro, el lapso, digamos, de los últimos 5 siglos --tal vez más--, aunque diversos sectores de la nación asuman versiones muy diferentes y contradictorias entre sí.

La amnesia es psicológicamente destructiva. Un individuo que ha olvidado su pasado difícilmente puede tener un proyecto de futuro. Conviértese en un conglomerado de células amontonadas que dejan de formar una personalidad individual.

Una sociedad sin recuerdo colectivo también está en descomposición y carece de posibilidad de colaborar para el bien común.

Sin un recuerdo de lo bueno y de lo malo (no forzosamente de cada episodio), carece de sentido un plan para el futuro, que siempre va encaminado a mejorar nuestra vida y a situar los hechos venideros de nuestro ser con relación a los del pasado. Toda actuación de una persona, individual o colectiva, implica una valoración positiva de su propia existencia. Tal existencia es contingente; la persona habría podido no existir; la valoración positiva de sí misma es también contingente. Si existe, y cuando existe, la persona tiene que creer en la positividad axiológica de su ser (o, si no, encaminarse a perecer o a extinguirse). Y esa auto-valoración positiva es inseparable de una memoria de su pasado, de sus experiencias, de lo bueno y lo malo (lo bueno y lo malo que le ha sucedido y lo bueno y lo malo que ella misma ha hecho).

Ese transfondo es lo que determina que, para que hoy siga teniendo sentido que los españoles existamos como nación --y existimos como nación hasta que decidamos el suicidio colectivo de esa comunidad con sus siglos de convivencia--, tenemos que valorar positivamente nuestro ser colectivo; ser presente, ser pasado, ser futuro. Hubiéramos podido no estar aquí, o no estar juntos (como las circunstancias de la vida hubieran podido determinar que dos que forman una pareja no la hubieran formado, sino que cada uno hubiera ido por su lado). Mas, ya que estamos, mientras estamos, vale la pena que valoremos nuestro estar-juntos, y eso es imposible sin una visión del pasado y del futuro.

Visión colectiva no quiere decir visión impuesta a sus miembros. Cada uno es libre de tener su propia visión. La visión compartida se propone, no se impone. Al abogar por una valoración positiva de cuanto facilite la memoria colectiva, el recuerdo conjunto de los hechos de nuestro pasado común (institucionalizándolo con las ceremonias de un culto público al legado de nuestros antepasados), no me estoy pronunciando a favor a leyes memoriales, como las tristemente célebres que se han promulgado en Francia en estos últimos años,NOTA 20 que conllevan tres disparates:

  1. manejar el instrumento de la promulgación legislativa para declarar una verdad fáctica (que, en algunos casos, lo declarado sea falso no es lo esencial; lo esencial es que la ley no es un instrumento jurídicamente correcto para declarar verdades, y menos aún en su articulado);
  2. prohibir que se manifieste en público una discrepancia respecto de la versión así oficializada de determinados hechos históricos;
  3. obligar a los enseñantes a ajustarse a esa misma versión oficial sin desviarse de ella.

Si el primero de esos tres disparates es un abuso del poder legislativo, los otros dos violan la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y la libertad de cátedra. Es ilusorio y contraproducente querer cultivar la memoria común por las imposiciones ideológicas. La memoria colectiva ha de prosperar por los argumentos, las pruebas, los datos, rescatando del olvido los testimonios relevantes, no prohibiendo opiniones discrepantes, sean razonables o absurdas.

La amnesia que la transición quiso producir, como bálsamo a nuestras heridas colectivas, sólo ha contribuido a una disgregación de memorias, a una desmemoria de nuestro pasado común, de nuestras vicisitudes compartidas. Por eso es necesaria hoy la memoria republicana, el recuerdo de lo que, en la historia de España, ha sido ese heroico episodio de una hermosa República consagrada a grandes valores de paz, justicia, libertad y hermandad universal, que se vio truncada por intereses creados --en unos casos ajenos y opuestos a los de la nación, y en otros de carácter particular, contrarios al interés general de la nación española.

Esa memoria histórica no ha de ser --como ahora suele entenderse equivocadamente--, sólo o en primer lugar, una memoria de lo trágico, del dolor, de la derrota, de los sufrimientos masivos. La memoria histórica no es memoria de fusilamientos, torturas, campos de concentración, cárceles, memoria del hambre, de las penalidades, de las víctimas, de los llantos, de las crueldades padecidas.NOTA 21

Todos esos hechos forman parte del pasado y hay que ser consciente de ellos, pero de mucho más relieve es el recuerdo de lo bueno: el de una República de trabajadores que se organiza en régimen de libertad y justicia, que renuncia a la guerra y reconoce el derecho de emigración e inmigración; el del voto femenino y la igualdad de derechos de la mujer en todas las esferas de la vida (en el mundo de entonces, tremendamente falocrático); el de la reforma agraria y demás avances progresivos; el de los derechos sociales y laborales; la de los avances educativos; el de una exuberante producción intelectual de nuestros poetas, juristas, científicos, filósofos, oradores y dramaturgos; el de nuestros titanes que --derrochando prodigios de heroísmo, de iniciativa, de inteligencia, de capacidad organizativa-- levantaron de la nada un formidable ejército popular que preservó tres años más, en una parte del territorio nacional, unas instituciones republicanas, aunque ya maltrechas; el de un Estado republicano cuyo presidente --en medio de tan cruenta guerra fratricida-- formula como programa el de las tres ®Ps»: paz, piedad y perdón;NOTA 22 el de un pueblo que atrajo la solidaridad de millones de trabajadores del mundo y de intelectuales de muy diversas ideologías, de Aragon a Bernanos y Maritain; el que inspiró, con su gesta, tantas obras de arte (poemas, películas, cuadros, canciones); el que resistió ya vencido y transmitió la evocación de sus anhelos, de sus desengaños, de sus amarguras sin desesperanza, de sus ilusiones; el de los guerrilleros que trataron en vano de mantener viva la llamarada de una lucha perdida; el de los militantes indoblegables que quisieron seguir luchando contra los molinos de viento. No la España de las plañideras, del luto, del viernes santo, de las sepulturas, sino la España de la rabia y de la idea, la que saca recursos de donde no parecía haberlos, la que es genial en la desdicha, la que no renuncia a grandes ideales, a grandes valores.









[NOTA 15]

V. Maurice Halbwachs, La mémoire collective, París: PUF, 1968.


[NOTA 16]

J. Aróstegui (op.cit., pp. 32ss) señala, con Halbwachs, que la memoria colectiva difiere de la memoria social. La primera sería plural, desperdigada, heterogénea; las memorias colectivas son hechos históricos que evolucionan y se alteran como elementos de una conciencia colectiva en devenir, que se construye preservando o marginando hechos pasados. Señala el ilustre historiador que una memoria colectiva no es la suma de las memorias de los individuos que integran el colectivo, sino «remembranzas de acontecimientos fundadores comunes, que tienen su sentido y lugar en el origen de la trayectoria misma que constituye al grupo como tal frente a otros». Aróstegui clasifica esas memorias colectivas o grupales, forzosamente diferenciadoras, en hagiográficas, identitarias y traumáticas. En cuanto al primer rasgo, indica que no hay grupo sin memoria y glorificación de sus héroes; en cuanto al segundo, la memoria colectiva cumple una función de deslinde respecto de otros grupos (y ahí se insertan las tendencias que han alimentado el sentimiento nacionalista); en cuanto al tercero, surge el deber de testimonio y de verdad, con dimensiones construidas. No tengo nada esencial que objetar, salvo que la memoria de una sociedad entera es perfectamente posible sin excluir las memorias de los grupos y clases, porque la memoria colectiva es contradictoria, englobando recuerdos de los unos en conflicto con los de los otros (igual que, dentro de una tribu, hay clanes, con sus memorias particulares, con diverso grado de diferenciación). Puesto que Aróstegui reconoce las memorias colectivas que sustentan el nacionalismo, habrá de admitir que, dentro de ellas, vienen contradictoriamente subsumidas las memorias, en pugna mutua, de diferentes clases y sectores. Ninguna memoria colectiva es uniforme o monolítica, porque ninguna está fijada o codificada.


[NOTA 17]

V. infra, cp. 8, §1 de este libro.


[NOTA 18]

V. Derek Parfit, Reasons and Persons, Oxford U.P, 1986.


[NOTA 19]

Si --por un procedimiento quirúrgico, químico o cualquier otro-- se pudieran transmitir a otro sujeto todas nuestras experiencias, nuestra configuración psíquica, nuestros recuerdos, nuestros planes de vida, con exclusión de cualesquiera otros, el resultado sería que, para nuestros afanes, nuestros desvelos, nuestras esperanzas, ese ser --que continuaría nuestra vida mental, aunque fuera metafísicamente un sustrato diverso-- nos importaría como nos importa nuestro yo futuro; en realidad, para nuestros propósitos ése sería nuestro yo futuro; al paso que sentimos como personalmente ajeno un sujeto anatómicamente idéntico al individuo que uno es, pero que, por la razón que fuere, perdiera la continuidad psíquica, se despojara de la memoria; aunque se tratara metafísicamente del mismo ser que nosotros.


[NOTA 20]

Una de ellas, la del 23 de febrero de 2005, no sólo proclama una verdad oficial (que en realidad es una falsedad) favorable al colonialismo, sino que obliga a los profesores a enseñar a sus alumnos esa versión de los hechos. (Este último precepto ha acabado siendo derogado.)


[NOTA 21]

El deformado concepto de la memoria histórica como memoria de los sufrimientos es lo que más polémicas ha suscitado y lo que, concretamente, ha erizado a la jerarquía eclesiástica, muy sensible ante el recuerdo de su incondicional respaldo al alzamiento militar y a la cruzada y su posterior exaltación de la Victoria del Caudillo, al que los prelados lisonjearon hasta extremos jamás antes alcanzados por ningún soberano. Esos hechos explican lo apologético de las versiones jerárquicas, incluso las mejor intencionadas, como la de S.E.R D. Fernando Sebastián Aguilar, arzobispo de Pamplona («Aportaciones de la Iglesia Católica a una Transición reconciliadora», en J. Aróstegui (ed.), España en la memoria de tres generaciones, Madrid: Ed. Complutense, 2007, pp. 132-7): «La Iglesia española se había visto sometida [durante la II República] a una terrible persecución. Estos atropellos hacían previsible la guerra civil y fratricida. Pero la Iglesia de España no la ha querido ni la ha provocado. Hasta última hora la Iglesia acató y apoyó el sistema político legítimamente establecido. Sin embargo, ante la falta de garantías y de seguridad padecida por la población, los Obispos justificaron la sublevación, si bien manifestaron dudas y temores acerca de la posible evolución del nuevo régimen nacional» (ibid., p. 137). Con mi máximo respeto a la autorizada opinión de Monseñor Sebastián, discrepo de ella. La Iglesia no había sufrido persecución alguna. Es verdad que --según lo he expuesto más arriba, en el §15 del cp. 2-- la Constitución había pecado de inflexible e innecesario laicismo y que hubiera sido razonable conservar --durante algún tiempo-- los privilegios de la Iglesia e incluso mantener la confesionalidad católica de la República española, lo cual podía molestar a los librepensadores pero no hacía daño a nadie. También es verdad que la disolución (nominal) de la compañía de Jesús (que la propia Iglesia había realizado en el siglo XVIII) era una medida ofensiva e inútil. Y asimismo es cierto que hubo actos de fuerza de una turbamulta irracional (quemas de templos). Pero antes del 18 de julio de 1936 todo eso era de poca monta. Comparemos las posibilidades legales de la Iglesia católica española en julio de 1936 con aquellas de que dispondrán sus enemigos entre 1939 y 1978 (e incluso con las de algunas iglesias disidentes todavía hoy, en 2008; v. infra §19 del cp. 8). ¿Hay proporción? Tampoco es verosímil que la alta jerarquía no propiciara la sublevación --aunque Mola decidiera los detalles de la maquinación sin consultar a sus fautores--. (V. Hilari Raguer, La pólvora y el incienso: La Iglesia y la guerra civil española (1936-1939), Barcelona: Península, 2001, p. 85.) De todos modos, ¿no se habría evitado el frenesí antirreligioso en la zona republicana si el 18 de julio de 1936 la jerarquía hubiera condenado la sublevación? ¿No se habría atajado si lo hubiera hecho unos días después, unas semanas después? ¿No es cierto que un destacado sector de la Iglesia Católica venía exhortando a la sublevación desde la publicación en 1934 del libro del P. Castro Albarrán, citado más arriba --§14 del cp. 2? Y, por último, ¿desconoce Monseñor Sebastián la labor de aquellas fuerzas políticas adictas a la República que, contra viento y marea, lucharon por restablecer el orden, poner fin a los desmanes y proteger la libertad religiosa?


[NOTA 22]

Discurso del Presidente Manuel Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, durante la batalla del Ebro.

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Estudios Republicanos:

Contribución a la filosofía política y jurídica

por Lorenzo Peña
ISBN: 978-84-96780-53-8
México/Madrid: Mayo de 2009
Plaza y Valdés