Visión lógica del derecho:
Una defensa del racionalismo jurídico
por Lorenzo Peña y Gonzalo
ISBN 978-84-17121-06-8
Madrid: Noviembre de 2017



Consideraciones sobre la libertad y la democracia
16.1.-- Restricciones injustificadas de la libertad

Puesto que que son inevitables las contradicciones entre unos derechos de bienestar y otros, entre unas libertades y otras y entre los derechos de bienestar y los de libertad, hay que aceptar restricciones a la libertad. Esta, sin estar subordinada al bienestar, legítimamente puede sufrir, en su ejercicio, limitaciones necesarias, ponderadas y tasadas en aras del bien común.a210

¿Quiere eso decir que el racionalismo jurídico que estoy proponiendo carece de mordiente al proclamar que la libertad no es un valor subordinado? De ninguna manera. Al revés, desde ese aserto, es dable defender una multitud de libertades que hoy se hallan abusivamente coartadas y que, en ciertos casos, se nos rehúsan del todo, sin que tales cercenamientos de nuestro derecho a ser y vivir libres vengan en absoluto justificados por imperativos o exigencias del bien común. Mencionaré las diecinueve siguientes (no juzgando que la lista sea exclusiva):



4ª Dificultad.-- El Derecho es un instrumento de dominación

El tratamiento aquí brindado prescinde de que el Derecho es un instrumento de dominación, que responde a un orden social autoritario; es más, implícitamente lo niega, puesto que ofrece una imagen del Derecho como institución teleológicamente encaminada al bien común y no al afianzamiento de la dominación de los poderosos. La insensibilidad por ese elemento del Derecho llama la atención en un autor en cuya trayectoria hubo un período marxista.

Solución.--

Si de mi marxismo juvenil mantengo, todavía hoy, algunas tesis (en buena medida metamorfoseadas por el cambio de paradigma filosófico),b31 rechazo todos los demás componentes de la teoría marxista, como los cuatro siguientes:

[...] si quien enuncie esta dificultad la toma en serio, difícilmente podrá --para ser coherente-- argüir a favor del acatamiento al Derecho legislativo que éste ha de obedecerse por poseer algún rasgo intrínseco o extrínseco que lo aureole o le otorgue alguna particular dignidad; v.g., que emana de un legislador democrático.

Salvo en Suiza --único país democrático del mundo-- es escasa la democraticidad de la legislación; pero, en todo caso, lo que determina un deber jurídico de obediencia al Derecho no es la legitimidad del legislador, sino, al revés: es la legitimidad del sistema político-jurídico la que legitima al legislador; y el grado de esa legitimidad depende de en qué medida tal sistema sirve al bien común.b32













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No es válido contra este aserto el argumento de Dworkin, según el cual la libertad sólo existe legítimamente para fines legítimos y medios igualmente legítimos, de suerte que sólo puede haber libertad para realizar lo que permitan la Constitución y las leyes, o sea: únicamente somos libres para llevar a cabo conductas que no colisionen con otros bienes jurídicamente protegidos. (V. su obra Justice for Hedgehogs, Harvard University Press, 2011, ISBN 9780674046719.)

El planteamiento de Dworkin --acorde con su integralismo jurídico-- es el de la tradición casuística: no tenemos --en general o a secas-- libertad ambulatoria, sino que, en el enunciado completo de tal libertad, hay que agregar cláusulas restrictivas y condicionales, como la de no estar sufriendo condena, no circular en las zonas administrativamente delimitadas por una decisión de policía, caminar al ritmo que prescriban las ordenanzas y con la frecuencia autorizada, etc. En suma, el contenido de cada derecho es aquel que se armoniza y compagina perfectamente con la totalidad de las normas vigentes y, por lo tanto, ni entra ni puede entrar en contradicción con otros derechos.

Concluyo de tal enfoque que: (1) libertad la hay sólo para lo que nos permita la autoridad (lo cual desvirtúa considerablemente la fuerza de las declaraciones de derechos fundamentales); y (2) el genuino contenido de un derecho de libertad requeriría enunciarse en una frase que, con sus numerosísimas y pormenorizadas cláusulas condicionales, quizá se extendería por decenas de miles de páginas, tendiendo potencialmente al infinito.

Con esa teoría no cabe ponderación alguna, lo cual puede ser llamativo en el jusfilósofo que introdujo el distingo entre principios y reglas. Pero, a la postre, un principio viene a ser un mero desideratum, mientras que lo único que tiene genuina vigencia jurídica es la regla; pero una regla tan prolija y exhaustivamente enunciada que no deja resquicio alguno para la antinomia.

Frente a ese monismo extremo, confieso mi adhesión a un matizado pluralismo. Verdad es que el único valor del ordenamiento jurídico es el bien común, pero éste se desglosa en una pluralidad de valores que chocan entre sí. Dworkin no ha logrado refutar los convincentes argumentos de Isaiah Berlin al criticar «the conviction that all the positive values in which men have believed must, in the end, be compatible [...] It is a commonplace that neither political equality nor efficient organization nor social justice is compatible with more than a modicum of individual liberty, and certainly not with unrestricted laissez-faire. [...] The world that we encounter in ordinary experience is one in which we are faced with choices between ends equally ultimate, and claims equally absolute, the realization of some of which must inevitably involve the sacrifice of others». (El texto de I. Berlin, de su escrito «Two Concepts of Liberty», 1958, está disponible en http://www.cooperative-individualism.org/berlin-isaiah_positive-versus-negative-liberty-1958.htm, acc. 2016-05-01.)


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V. (Peña, 2015b).


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En Francia el «discurso de odio» racial no se introdujo como restricción a la libertad de prensa hasta 1939, justo en vísperas de la II guerra mundial --por motivos coyunturalmente justificados, dado que el racismo antisemita servía de quinta columna al inminente enemigo bélico. Se ha generalizado después esa restricción de ciscunstancias. La verdad es que odiar es lícito, y por lo tanto, no hay razón válida para que sea ilícito expresar ese odio. Es más, dígase lo que se diga, los medios de comunicación de masas están llenos a rebosar de discursos de odio. Ahora, v.g., se profiere hasta la histeria el odio a los yihadistas, pero, por extensión, hacia el «Islam radical», o sea cualquier manifestación de la religión mahometana a menos que agache mucho la cabeza, dando fehacientes y obsequiosas pruebas de sumisión a los «valores del occidente». Discurso de odio es toda la leyenda negra que rodea la experiencia comunista del siglo XX, que se difunde a raudales --repitiéndose usque ad nauseam, en machacón y estruendoso griterío, muchas veces sin venir a cuento--. En cambio hay que dar pasos como quien pisa sobre huevos a la hora de vilipendiar la vida suntuaria de los oligarcas financieros, sus cuentas en Panamá, la fuga de capitales, sus concomitancias políticas, etc. ¿Por qué va a ser ilícito expresar el odio que uno siente a conductas que reprueba la propia conciencia moral y, por extensión, a quienes dedican su vida a tales conductas?

Peor que eso es que determinados hechos históricos se califiquen de dogmas de fe, tipificándose como delito negarlos, lo cual ha llevado al encarcelamiento de un historiador como David Irving. Al autor de estas páginas --quien, huelga decirlo, no simpatiza para nada con el Sr. Irving ni comparte sus tesis-- tal persecución le huele a chamusquina. En Francia, con la Ley Gayssot de 1990-07-1 --a la cual han seguido otras que han ampliado aún más las prohibiciones penales de opiniones históricas minoritarias--, es punible con privación de libertad cualquier aserto en público que contradiga las sentencias del Tribunal aliado de Nürnberg de 1946. (Esa ley liberticida fue la invocada para perseguir con saña a uno de los filósofos franceses más descollantes del siglo XX, Roger Garaudy, un veterano de la lucha antinazi, que había estado preso en uno de los campos de concentración alemanes.) ¿Desde cuándo las sentencias son incriticables hasta el punto de que merezca el encarcelamiento cualquier discrepancia con sus fundamentos jurídicos o fácticos? La verdad histórica no necesita al juez penal para brillar, sino que ha de resplandecer por el argumento, por la evidencia documental, expuestas en discusión libre y respetuosa de los disidentes.

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Como ejemplo de imposiciones vestimentarias que atentan contra la libertad cito la ley francesa Loi 2010-1192, de 2010-10-11, cuyo título es «Loi interdisant la dissimulation du visage dans l'espace public», vigente desde 2011. Prohíbe andar por la calle o esperar en la cola de un autobús --aunque la temperatura esté bajo cero y azote un impetuoso cierzo o aquilón-- con parte de la cara cubierta por un embozo o una balaclava. Los diputados y senadores que hicieron la ley y el presidente Níkolas Sárközy que la promulgó nunca esperan en la cola de un autobús; ellos van en coche.

El Tribunal de Estrasburgo bendijo esa ley liberticida el 1 de julio de 2014, desmintiendo así, una vez más, su inmerecida fama de tutelador de los derechos de libertad. (Lamentablemente también había fallado en su misión el Consejo constitucional francés, al rehusar declarar inconstitucional esa norma. Notemos que la ley había sido aprobada por todos los diputados menos uno, o sea por 576 a favor y uno en contra; izquierda y derecha se unen condenando a los pobres a la pulmonía.)

Es cierto que el art. 2.II exonera de la prohibición casos en los que «la tenue est prescrite ou autorisée par des dispositions législatives ou réglementaires, si elle est justifiée pour des raisons de santé ou des motifs professionnels ou si elle s'inscrit dans le cadre de pratiques sportives, de fêtes ou des manifestations artistiques ou traditionnelles». Tal exención es bastante vaga. ¿Justifícase el embozo en tiempo glacial cuando quien lo lleva es una persona de edad propensa a enfermedades de las vías respiratorias? ¿Tendrá que exhibir un certificado médico que lo acredite ante el agente armado que lo detenga por su osadía vestimentaria?

(No deja de ser curioso que esa ley liberticida llevara, en su refrendo, la firma de la ministra Michèle Alliot-Marie, la cual en 1972 había padecido una prohibición vestimentaria discriminaoria --según lo hemos visto más arriba, en una nota del §14 de este mismo capítulo II.)


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V. Esteban Hernández, «Así funciona la censura: El control ideológico en la Universidad española», El confidencial, 2016-09-25. Céntrase el artículo en la economía, donde, desde los años 80, la escuela neoclásica se ha ido adueñando de los comités de las revistas, las cátedras, los tribunales de acceso a las plazas, las acreditaciones y los proyectos de I+D, condenando al ostracismo a los discrepantes. Un partidario de alguna de las escuelas hoy tildadas de heterodoxas (marxista, keynesiana u otra), si ya está ocupando una plaza de funcionario docente, podrá seguir en ella hasta su jubilación, mas no conseguirá ningún sexenio ni podrá formar parte de tribunales ni publicar en las revistas indexadas. Cuantos accedan en adelante serán discípulos de los ases del área, o sea adeptos de la escuela neoclásica. Un número de disidentes residuales, por miedo a quedar arrinconados, se unirán al carro vencedor.

La economía es muy ideológica y politizada. En otros campos no existe tanta presión del dinero o de intereses creados, mas sí se da una imposición de los paradigmas encastillados. Incumbe a la investigación psico-social saber por qué se adoptan ciertos modelos, con tendencia a la unanimidad, sin que lo justifiquen motivos racionales (lo cual constituye una prueba adicional de que el ser humano, animal racional, no lo es del todo, ni mucho menos).

El hecho es que el efecto aplanador del establecimiento de un paradigma y la expulsión de las ideas disidentes viene exponencialmente acrecentado por los mecanismos actuales: evaluaciones; acreditaciones, obligación de publicar en revistas «de impacto» monopolizables por el paradigma en ascenso; ninguneo de quienes no lo consigan en cantidad suficiente; concesión de proyectos de I+D gracias al informe positivo de evaluadores anónimos, nombrados a dedo y en secreto. ¡Adiós oposiciones, adiós concursos de cara al público! (V. mi escrito de 2014 «Por un levantamiento del velo en el ámbito académico», http://lorenzopena.es/Minerva/, disponible en formatos PDF y HTML.) Esos mecanismos dificultan extraordinariamente la posibilidad de un estudio sociológico que revele el acaparamiento de cada área de conocimiento por una tendencia hegemónica o, a lo sumo, por unas pocas en régimen de oligopolio.


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No es España el único país donde a los menores se les rehúsa la libertad de pensar como quieran e incluso la de abstenerse de tener opinión. En Francia existe la asignatura de «educación moral y cívica» (que ahora se llama «enseñanza moral y cívica» para disimular un poco su finalidad adoctrinante). En el programa de 2008 se le asignaba este fin: «L'objectif est de former un citoyen autonome, responsable de ses choix, ouvert à l'altérité, pour assurer les conditions d'une vie en commun qui refuse la violence, pour résoudre les tensions et les conflits inévitables dans une démocratie. Ce sont les attitudes de respect de soi et des autres, de responsabilité et de solidarité qui sont mises en évidence à tous les niveaux de ces programmes». Se reconoce que con ese lavado de cerebro se trata de inculcar en el alumno, quiera o no quiera, los valores socialmente aceptados de «respeto de sí y de los demás, responsabilidad y solidaridad». Ya no se trata de obligaciones de hacer, sino de obligaciones de pensar. La propia locución «formar a un ciudadano» evoca el moldeo de una masa. Si ya el título general marca esa pauta, su desarrollo irá más lejos, forzando al disidente o al silencioso a agachar la cabeza, dando su brazo a torcer, sumándose a lo que prescribe el funcionario, al cual el poder público ha encomendado esa tarea de inculcación doctrinal.

La norma de 2015 toma precauciones: «Loin de l'imposition de dogmes ou de modèles de comportements, l'enseignement moral et civique vise à l'acquisition d'une culture morale et d'un esprit critique qui ont pour finalité le développement de dispositions permettant aux élèves de devenir progressivement conscients de leurs responsabilités dans leur vie personnelle et sociale [...] Développer les dispositions morales et civiques, c'est développer une disposition à raisonner, à prendre en compte le point de vue de l'autre et à agir. L'EMC est par excellence un enseignement qui met les élèves en activité individuellement et collectivement».

Suena muy bonito, pero, si se analiza, ¿en qué consisten esas «disposiciones morales y cívicas»? ¿Qué es esa «cultura moral»? ¿Qué pasa si un alumno rehúsa el contenido de tal cultura moral, si no se pliega a esas «actividades individuales y colectivas», si no le interesan los puntos de vista ajenos, si no se plantea hacerse progresivamente responsable en su vida personal --en el sentido en que lo entienda el enseñante-inculcador-- o si, sencillamente, se obstina en guardarse su opinión sobre todo eso, porque presiente que está en minoría? ¿Qué hace de malo para que se sancione con un suspenso o --peor-- con el hostigamiento y el acoso?

Tras los recientes acontecimientos lúgubres en el país vecino, los profesores de educación moral y cívica han recibido la consigna de inculcar a sus alumnos que los medios de comunicación de masas son fidedignos, que no ocultan nada, que sólo hay una versión permitida, que es la transmitida por la prensa y la TV.

Se ha argumentado que en democracia no se puede tolerar que haya quienes discrepen de las versiones oficiales, porque entonces no es posible el debate democrático. Yo pienso lo contrario: sólo tiene sentido el debate si algunos están en desacuerdo, por razones buenas o malas; si son malas, basta argumentar; pero argumentar sin apabullar, sin estigmatizar al discrepante, sin incitar a los condiscípulos a avergonzarlo por sus opiniones. Y todo eso se hace.

Como un sector de la juventud desconfía de los medios de comunicación, se va a imponer, dentro de esa educación moral y cívica, una subdisciplina. Tomo de la página oficial del ministerio francés esta explicación de su contenido (http://eduscol.education.fr/cid72525/l-emi-et-la-strategie-du-numerique.html, acc. 2016-09-24):

L'éducation aux médias, et notamment à la presse écrite, des jeunes est un enjeu démocratique, citoyen et éducatif majeur. La presse est en effet indispensable à la compréhension du monde et sa lecture contribue au développement de la citoyenneté chez les jeunes. La ministre de la culture et de la communication en a fait un des axes majeurs de sa politique à destination de la jeunesse, aux côtés de l'éducation artistique et culturelle.

Muchísimos jóvenes, y menos jóvenes, piensan que no es así, que la prensa escrita es inservible, porque la mitad de lo que cuenta es falso o medio-falso y la mitad del resto inexacto, habiendo, en cambio, abundantes medios de información, útiles siempre que se crucen y se lean o escuchen críticamente. Pues bien, se los va a forzar a que cambien de opinión si no quieren ser suspendidos.

Acerca de cómo todo ese adoctrinamiento redunda en una opresión, v. el artículo de B. Girard «Éducation morale et civique: les collégiens sous surveillance», en una bitácora de Mediapart, https://blogs.mediapart.fr/b-girard/blog/040716/education-morale-et-civique-les-collegiens-sous-surveillance, acc. 2016-09-24. El autor afirma:

Invariablement, d'une année sur l'autre, l'éducation civique des collégiens se conclut ainsi par une ode infantilisante à la république dans laquelle on chercherait en vain les marques d' «esprit critique» [...]: l'EMC, sous ses diverses appellations, apparaît plutôt comme un instrument de propagande politique destiné à étouffer toute contestation, toute interrogation, tout regard critique sur un régime considéré comme intouchable, quelles que soient sa nature et son évolution. Pourtant, tout spécialement dans le contexte actuel de brutalisation de la société officiellement menée au nom de la défense des intérêts supérieurs de la république, est-il illégitime que des élèves de 15 ans s'interrogent sur la conformité de la république avec sa devise proclamée? [...] la promotion forcenée des prétendues «valeurs de la république» et de ses symboles (drapeau, hymne national) s'est imposée comme une religion officielle dans les prescriptions et les pratiques de l'EN, faisant de la soumission à un ordre politique et social considéré comme indiscutable [...] la finalité ultime de l'éducation, une sorte d'exigence qui transcenderait toutes les autres.

Se queda corto B. Girard. Aunque no hubiera motivos legítimos para discrepar de los relatos oficiales, persistiría el derecho a discrepar y, todavía más, a no tener opinión o reservársela.

(Que la educación cívica es un trato aflictivo que se impone --y no un servicio que se presta [y, por consiguiente, es una actividad que no redunda en provecho del sometido a tal adoctrinamiento]-- pruébalo que, además de forzarse a soportarlo a los alumnos de la enseñanza pública y privada, sea también un castigo que se inflige a quienes incumplan ciertas prohibiciones, como v.g. quienes desafíen la ley 2010-1192 llevando un embozo o una balaclava, aunque la temperatura sea glacial.)



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V. a este respecto el capítulo 8º de (Peña, 2009a).



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V. el mismo capítulo de (Peña, 2009a). Nótese que la Constitución actual de España se promulgó en 1978. Su art. 53.1 autoriza al poder legislativo a regular el ejercicio de las libertades y los derechos fundamentales; leído sistemáticamente, no es una mera potestad lo que confiere, sino una encomienda, porque, si una libertad no está legalmente regulada, la ausencia de regulación da pie a que venga conculcada, al interpretarse arbitrariamente su ámbito, especialmente cuando colisiona con otros derechos. Ocho lustros después de promulgarse la Constitución, no ha habido ninguna ley de libertad ideológica; de hecho invocar tal libertad del art. 16.1 no sirve para nada, careciendo de amparo legal.

Íntimamente relacionado con la libertad ideológica está el derecho a la objeción de conciencia, según la STC 15/1982, de 23 de abril, FJ 6º: «la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica, que nuestra Constitución reconoce en el art. 16 [por lo cual] [...] puede afirmarse que la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español, sin que contra la argumentación expuesta tenga valor alguno el hecho de que el art. 30.2 emplee la expresión `la Ley regulará', la cual no significa otra cosa que la necesidad de la interpositio legislatoris no para reconocer, sino, como las propias palabras indican, para `regular' el derecho en términos que permitan su plena aplicabilidad y eficacia».

En la STC 145/2015 el Tribunal reitera esa doctrina, mas no sin graves ambigüedades, titubeos y confusiones, que, en su voto particular, analiza el Magistrado Andrés Ollero Tassara, lamentando la jurisprudencia embrollada y zigzagueante del TC en este asunto. Ollero afirma:

Ciertamente, aun siendo la objeción de conciencia un derecho fundamental, no lo es con un alcance ilimitado. Es preciso ponderarlo con otros bienes o derechos constitucionalmente protegidos. Será el legislador en principio el encargado de hacerlo, sin perjuicio de que tal labor la lleve en caso contrario a cabo el órgano judicial competente.

Sufrimos --38 años después de edictarse la Constitución-- un déficit de libertad al no existir una Ley Orgánica reguladora del ejercicio de la objeción de conciencia (inseparable de una ley orgánica de libertad ideológica) que siente sus fundamentos jurídicos, establezca con claridad sus ámbitos subjetivo y objetivo, marque las obligaciones que recaerán sobre el objetor (prestaciones sustitutorias u otras cargas), preceptúe los requisitos para poder legítimamente invocar la objeción y ponga a salvo los intereses del público y de la sociedad, evitando ejercicios abusivos.

Por ser un derecho fundamental (en virtud de la íntima conexión entre el derecho a la objeción de conciencia del art. 30.2 y la libertad ideológica del art. 16 --según esa la doctrina del FJ 6º de la STC 15/1982) incumbe la materia al legislador español, que tiene el deber de hacer una Ley orgánica, la cual luego se desarrollará reglamentariamente para las diversas actividades y circunstancias.

Aquello en lo que discrepo de Andrés Ollero es lo atinente al contenido de la objeción de conciencia. Para mí es el derecho que otorga el ordenamiento jurídico a incumplir una obligación jurídica de hacer cuando ésta colisiona con un deber moral según la conciencia del objetor; que así es lo prueba su incardinación en la libertad ideológica, la cual es libertad de vivir según los dictados de la propia cosmovisión --o sea, de la propia moral-- (dentro de límites y parámetros necesarios para el bien común). Ollero, en cambio, piensa que la moral no tiene nada que ver, pues entonces se trataría de tolerancia y no de justicia. Ollero denuncia:

la tendencia a identificar conciencia con moral, con lo que la objeción expresaría un conflicto entre moral y Derecho que se pretendería fallar en beneficio de la primera. En realidad el conflicto se da entre la delimitación legal del mínimo ético característico del Derecho, fruto de un respaldo mayoritario, y la discrepante concepción de ese mínimo ético jurídico suscrita por un ciudadano en minoría. No nos encontramos pues ante un conflicto entre el mínimo ético que da sentido a lo jurídico y maximalismos morales que puedan repercutir sobre la conciencia individual.

Quedaría en muy poco la objeción de conciencia si únicamente amparase incumplimientos de obligaciones legales cuando el motivo aducido por el objetor no fuera su código moral sino exclusivamente un entendimiento distinto del «mínimo ético característico del Derecho». Sobre todo, de ser así no se vería el sentido de su incardinación en la libertad ideológica, que no se ciñe, en absoluto, a ese «mínimo ético jurídico». Una sociedad liberal es la que tolera precisamente un incumplimiento de obligaciones legales, siempre que el incumplidor: (1º) demuestre tener poderosísimas razones morales para ello según su cosmovisión y sus valores; (2º) pruebe ser coherente en su vida con los motivos morales que aduzca; (3º) no cause con su desobediencia ningún perjuicio desproporcionado ni a la sociedad ni a terceros; y (4º) cumpla una prestación sustitutoria u otra obligación subsidiaria.

Creo, justamente, que se trata de tolerancia. Una sociedad liberal se permite ser tolerante o deferente para no violentar la conciencia moral de sus miembros; pero, a cambio de esa tolerancia --que, al fin y al cabo, es un permiso de desobedecer el Derecho--, tiene que establecer cautelas y compensaciones para salvaguardar el bien común; cautelas que se entenderían mal si sólo se tratara de una divergencia de apreciación en el «mínimo ético jurídico».



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V. mi escrito «Lo injusto del descuento de jornal a los empleados de la Administración Pública», 2002, acc. http://lorenzopena.es/soc/huelga.htm. Notemos que está también en juego la libertad de realizar las actividades normales de la vida --como acudir al propio empleo--, por estar indeterminada la regulación de la huelga (con una ley preconstitucional de la cual no se sabe exactamente qué artículos siguen vigentes), de suerte que --por no entrar en conflicto con los sindicatos-- las autoridades toleran huelgas dañinas para los más desfavorecidos --que no tienen nada que ver en la disputa--, los usuarios pobres que dependen vitalmente del transporte público. Teóricamente son libres de acudir o no a su propio trabajo o al médico, pero en la práctica quedan encerrados en sus domicilios o aparcados a medio camino.

En lo que atañe al ejercicio de la huelga, mi referido escrito prueba que, en realidad, según las normas vigentes, no se permite más que sufriendo sanciones --sólo que éstas no llegan al despido; eso significa que realmente ese derecho no viene tratado como un genuino derecho fundamental. En lugar de que la ley delimite el ámbito objetivo de ese derecho pero permita, dentro de tal ámbito, ejercerlo sin sanciones, lo que se hace es consentir o tolerar cualquier cese colectivo del trabajo pero sancionando a los huelguistas (e incluso a quienes, sin serlo, no cumplan un requisito ad hoc equivalente, de facto, a declarar que repudian la huelga); los colectivos privilegiados acuden entonces a las huelgas encubiertas, que causan un perjuicio tremendo a los más vulnerables.



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La democracia no es un invento humano. En muchas sociedades animales, a la hora de optar por un camino en una encrucijada, se toma la decisión por mayoría, expresada en actos, no en palabras: el colectivo irá por aquel sendero en cuyo arranque se hayan congregado más miembros.



Se ha argumentado que en democracia no se puede tolerar que haya quienes discrepen de las versiones oficiales, porque entonces no es posible el debate democrático. Yo pienso lo contrario: sólo tiene sentido el debate si algunos están en desacuerdo, por razones buenas o malas; si son malas, basta argumentar; pero argumentar sin apabullar, sin estigmatizar al discrepante, sin incitar a los condiscípulos a avergonzarlo por sus opiniones. Y todo eso se hace.



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Esa licencia de legislar arbitrariamente no sólo se la arrogan los regímenes autocráticos, sino que es también un dogma de los democráticos, en los cuales la filosofía política dominante concede a los miembros electos de las asambleas legisladoras patente de corso para edictar lo que les dé la gana, sin tener que justificar nada, so pretexto de que gozan de la confianza del electorado y que ya rendirán cuentas ante éste al presentarse a los siguientes comicios, equis años después. Por su parte los electores tampoco tienen que motivar su voto, pudiendo escoger, porque sí, la papeleta que les plazca. Muy otro es el modelo de la democracia justificativa que he propuesto en (Peña, 2009a).

En particular la corriente central del positivismo ha combatido y combate encarnizadamente contra las pretensiones de la jurisdicción a emanciparse de una sumisión absoluta a la ley. Esas aspiraciones al renacimiento de un Derecho de creación jurisdiccional (y a considerar la jurisprudencia como fuente del Derecho) a veces están amparadas en invocaciones vagas o perifrásticas del Derecho Natural, aunque no siempre es así (esta cuestión la estudio en el capítulo IX). La hostilidad que suele experimentar el positivista a esas pretensiones jurisdiccionales no se deriva sólo de su rechazo de las invocaciones del Derecho Natural (tantas veces crípticas, cifradas y subyacentes), sino de dos motivos por los cuales considera que el positivismo es la opción correcta: (1º) el principio de seguridad jurídica; y (2º) el principio de deferencia a la única fuente legítima --que sería el legislador democráticamente electo--.

El precio que paga el positivismo legalista es que, al adoptar esa postura (más ideológica que científica), traiciona su razón de ser, que es el principio metodológico de estudiar el Derecho que es y no el que debiera ser. El Derecho que es, el Derecho que realmente existe y funciona, no es aquel con que sueña el legalista. Lo que él propone es reemplazar el Derecho que es (en buena medida de creación jurisdiccional y de inspiración doctrinal) por aquel que, según su ideología política, debería ser.