Monarcomaquia del siglo XXI:
El republicanismo republicano de Lorenzo Peña

Olalla González Chércoles


Las Torres de Lucca
Nº 3 (enero-junio de 2014), pp. 7-36
ISSN 2255-3827
www.lastorresdelucca.org

Resumen

Analizamos críticamente la propuesta de Lorenzo Peña de un republicanismo público, que plantea, como una cuestión central de la filosofía política, la alternativa entre Monarquía y República, a la vez que concibe el sistema republicano como inclinado en sí al ensanchamiento de lo público, proponiendo a la vez una división del trabajo entre la tarea de esa esfera pública, ocuparse del bien común, y la acción de los particulares, a quienes se asignan esencialmente deberes de la esfera privada.

Términos-clave

republicanismo, monarquía, república, esfera pública, democracia, constitucionalismo, poder moderador

Abstract

Lorenzo Peña's proposal of a public republicanism is critically analysed. It raises the alternative between Monarchy and Republic to a main issue in political philosophy, while looking upon the republican system as inherently prone to a broadening of the public sphere and yet promoting a division of labour between the task of public powers, namely to deal with the common good, and the action of private citizens, upon which chiefly private duties are incumbent.

Key-words

republicanism, monarchy, republica, public sphere, democracy, constitucionalism, moderating power.


Sumario

  1. De la monarcomaquia al republicanismo
  2. ¿Monarquía o república?
  3. Republicanismo y socialismo de Estado
  4. Las fuentes doctrinales de Lorenzo Peña
  5. ¿Es importante la cuestión de la República para la filosofía política?
  6. Las críticas de Lorenzo Peña a la Constitución de 1931
  7. Límites de la democracia
  8. Análisis del poder moderador
  9. La monarquía en la Constitución española de 1978
  10. El legitimismo republicano
  11. Republicanismo de República frente a neorrepublicanismo cívico
  12. Conclusión
  13. Bibliografía


La presente nota está dedicada a refutar diversas tesis propuestas por Lorenzo Peña en su libro Estudios Republicanos (Peña 2009a).

Califica Lorenzo Peña su propuesta con la reduplicativa fórmula de «republicanismo republicano» (o «republicanismo de República» [v. Montejo Alonso 2009] --aunque más perspicuamente podríamos llamarlo «republicanismo público»). Mostraremos que no es más que la combinación de dos ideas independientes entre sí: la opción por una forma republicana de gobierno y la configuración del poder estatal según los lineamientos de un socialismo de Estado.

No resultan convincentes los esfuerzos del Prof. Peña por unir conceptualmente ambas propuestas. Se nos semeja hipertrofiada la centralidad que otorga a la primera cuestión --la de las formas de gobierno--, sin que nos hayan persuadido sus argumentos encaminados a mostrar que la alternativa rebase, con mucho, lo simbólico o ceremonial para ser, todavía hoy, una cuestión sustancial.


1. De la monarcomaquia al republicanismo

La monarcomaquia fue una corriente filosófico-política y filosófico-jurídica de la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del XVII. (V. Wm. A. Dunning 1904.) Como tan frecuentemente sucede, el vocablo lo acuñó --con uso y finalidad polémicos-- un adversario de esa corriente, el monárquico escocés William Barclay en 1600 en su opúsculo De regno et regali potestate. Retrospectivamente (aunque en bastantes casos la subsunción esté acerbamente disputada) se han situado bajo ese rótulo autores tan dispares como: en el bando protestante, Philippe Duplessis-Mornay, François Hotman, Théodore de Bèze, George Buchanan, Juan Althusius (1563-1638) --cuya adscripción está particularmente discutida--; y, en el bando católico, varios autores de la escuela de Salamanca, así como Jean Boucher y Juan de Mariana (dos autores a quienes Lorenzo Peña invoca no sin afecto, tal vez en su subyacente intento de reconstruir una genealogía alternativa de las ideas liberal-constitucionalistas, a saber: una que recoja no sólo las contribuciones evangélico-germánicas, sino también las católico-latinas).NOTA 1

Pese a su nombre, la monarcomaquia inicialmente no fue --o no pretendió ser-- antimonárquica: esos pensadores se atreven a combatir a los monarcas que se extralimitan en sus poderes, a diferencia de aquellos contemporáneos suyos (la abrumadora mayoría) que preconizaban la obediencia ciega y absoluta a los mandamientos del poder legítimo, por arbitrarios, injustos y transgresivos que fueran respecto de los usos y las costumbres del reino o de los derechos previamente adquiridos por los súbditos.NOTA 2

De la monarcomaquia, un poco más tarde, brotará --como rama desgajada-- el republicanismo, sobre todo en la Inglaterra cromwelliana y, parcialmente, en las Provincias Unidas de los Países Bajos. Mas la repulsa por la decapitación de Carlos I Estuardo va a frustrar cualquier posible contagio republicano en los decenios siguientes. (V. Zarka 2007.)

Al principio tímidamente, volverá la atracción republicana en el ambiente enciclopédico de la Ilustración dieciochesca. Montesquieu, sin defender la República, la contempla benignamente como una opción válida con sus propias cualidades y ventajas. Rousseau idealmente la prefiere, si bien la juzga inaplicable a grandes Estados.NOTA 3 Diderot también parece aspirar al republicanismo, ya sea en forma larvada (desde sus artículos de La Enciclopedia), ya, más franca y resueltamente, en sus últimos escritos (inéditos o anónimos todos ellos).NOTA 4 Sin embargo, la gran mayoría de los enciclopedistas son partidarios del despotismo ilustrado o, a lo sumo, de una monarquía constitucional a la inglesa.

La guerra de independencia norteamericana va a crear la primera gran república moderna. Notemos que inicialmente la cuestión de república o monarquía no preocupaba en absoluto a los líderes políticos e intelectuales de la rebelión contra la Corona británica. Sus tempranas reclamaciones (expresadas en el I congreso continental, septiembre de 1774) se basaban en los derechos innatos de los súbditos británicos, de los free Englishmen.

Al hacer oídos sordos a sus súplicas el Rey Jorge III, los colonos convocaron al año siguiente un II congreso cuyas sesiones se prolongarán todo un año hasta llegar a la Declaración de Independencia de julio de 1776, en la cual, sin embargo, se soslaya completamente la cuestión de las formas de Estado o de gobierno.

La opción republicana fue sobrevenida: al romper sus vínculos de dependencia respecto de la Corona británica, los padres fundadores de la nueva entidad política independiente se vieron forzados a idear una forma de gobierno; no pareciendo viable instituir una nueva dinastía, quedaba la república. Eso sí, en su justificación posterior de tal opción, los grandes pensadores federalistas --Hamilton, Madison, Jay-- van a desarrollar una doctrina inspirada en el republicanismo inglés del siglo precedente.NOTA 5

Ulteriormente la revolución francesa suscitará la cuestión de la forma de gobierno, que, así y todo, ni siquiera entonces logrará un gran protagonismo en los debates de la filosofía política y jurídica, quedando casi confinada a la esfera puramente práctica, la de las propuestas constitucionales. Donde hallamos, en efecto, argumentaciones interesantes a favor de la opción republicana es en los discursos y textos de los protagonistas de diversas fases de la revolución francesa: Condorcet, Marat, Sait-Just, Robespierre, Babeuf.

La reacción legitimista desacreditará la idea de república esgrimiendo un abanico de argumentos a favor de las potestades dinásticas, desde Edmund Burke hasta Joseph de Maistre y el vizconde Luis de Bonald.

Volveremos a encontrar ideas republicanas en algunos círculos políticos de comienzos del XIX, como los cartistas británicos, los carbonarios y los primeros socialistas. Sin embargo, esa cuestión poco parece inquietar a la gran mayoría de los filósofos político-jurídicos (salvo quizá Toqueville, Lamennais y Mazzini), excepto cuando se pronuncian a favor del sistema monárquico, como lo hacen Hegel, Benjamin Constant, Balmes, Guizot, Chateaubriand, etc. Sólo en Alemania y más tarde en Rusia surgen tematizaciones teoréticas de signo específicamente republicano, aunque en seguida quedarán subsumidas y diluidas en el socialismo, con lo cual el problema de monarquía o república pasa a ser un mero subproducto o un derivado.

Notemos, por otro lado, que hasta la segunda mitad del siglo XIX la democracia tuvo escasísimos adeptos. Era expresamente rechazada por los fundadores de la independiente república federal norteamericana (Washington la juzgaba el peor régimen posible, el más incompatible con la civilización). Quienes optaban por la república como forma de gobierno solían abogar por una república aristocrática o mixta. De hecho las entonces existentes --y más arriba mencionadas-- eran todas aristocráticas, repúblicas de patricios, a lo sumo con alguna participación popular. El modelo o ideal de las repúblicas de la antigüedad clásica tampoco llevaba a la democracia, porque, frente al único ejemplo ateniense, el modelo más encarecido era el romano, una república de predominio optimate donde la plebe tenía resquicios de poder pero no el poder.

Puede que eso explique por qué la cuestión de monarquía o república no consiguió nunca ser el foco de atención de los filósofos de la política, ya que la opción republicana era una mera disyunción entre dos formas de poder, cada una de ellas revestida de sus propias ventajas y desventajas: aristocracia y democracia. Ésta última, como hemos dicho, apenas atraía a los pensadores destacados, mientras que la aristocracia, tan cara a Platón, generalmente no ha concitado muchas adhesiones intelectuales.


2. ¿Monarquía o república?

Ya hemos señalado los fugaces protagonismos de la temática de monarquía o república en los círculos de pensamiento político (sería excesivo hablar de filosofía política) en torno a las dos breves experiencias francesas de 1792-1804 y de 1848-1851.

Sólo mucho más tarde brotará un desarrollado pensamiento filosófico-político sólidamente republicano, en el solidarismo francés de la III República (1871-1940), principalmente con la figura de Léon Bourgeois y --en una proyección más jurídica-- de Léon Duguit.NOTA 6

Aun en ese ámbito, el tema específicamente republicano dista de ser tan central como le gustaría a Lorenzo Peña. El solidarismo de L. Bourgeois sostiene, sobre todo, que los ciudadanos --por nacer y crecer en un territorio donde existen unas instituciones políticas tuteladoras y guardianas de la ley y el orden-- quedan vinculados entre sí por un cuasi-contrato de solidaridad. Duguit añadirá la faceta de los servicios públicos, que benefician a todos y han de ser costeados por todos. El marco en el que operan esos pensadores es la república; sin duda conciben que ese nexo de solidaridad se deteriora en las monarquías, por la contaminación de la adhesión a una dinastía, que de algún modo adultera el nudo vínculo de conciudadanía, ese compartir una suerte común (consorcio), que es horizontal y no vertical. Aun así, tal faceta está más en el transfondo que en el proscenio.

Fuera de Francia la tematización de república o monarquía todavía ha concitado menos la atención de los filósofos político-jurídicos. Lorenzo Peña invoca, entre sus predecesores, a los fabianos (como los esposos Webb) y a los socialistas de cátedra alemanes (más que nada, Adolf Wagner, 1835-1917). Ahora bien, se comprende que tales pensadores hayan influido mucho en las ideas filosófico-sociales de Lorenzo Peña; lo que no se ve tan claro es cómo han contribuido a su republicanismo, puesto que esos autores eran indiferentes a la cuestión de monarquía o república --e incluso posiblemente preferían la monarquía, al menos en el caso de los alemanes.


3. Republicanismo y socialismo de Estado

La particularidad de la propuesta de Lorenzo Peña estriba justamente en unir el republicanismo al socialismo de Estado: su opción por una gran expansión de la propiedad pública de los medios de producción, con unos amplísimos servicios públicos y unos generosos mecanismos de estado de bienestar, basados en una lectura ambiciosamente expansiva de aquellos derechos fundamentales del hombre que son derechos de prestación; para lo cual propone una economía planificada, tras haber cuestionado radicalmente las presuntas ventajas del mercado (que él presenta como caótico e irracional, azotado por los vendavales del capricho y el azar).

¿En qué y por qué es eso republicano o republicanista? ¿No son cuestiones absolutamente diversas --enteramente independientes entre sí-- la de si el Estado ha de ser una monarquía o una república y la de si ese Estado ha de instituirse según los parámetros socialistas o cuasi-socialistas de que se hace adalid Lorenzo Peña?

Nuestro autor no aborda de frente esa cuestión en ninguno de los capítulos de su obra. Sin embargo, indirectamente, ofrece tres indicaciones de cómo concibe el nexo entre ambas cuestiones, la constitucional de las formas de gobierno y la filosófico-política de la organización socio-económica y la adjudicación de los derechos individuales.

La primera de esas tres indicaciones (de esos esbozos de argumentación) la hallamos en el capítulo 2º (consagrado a la II república española --1931-36 ó 1931-39, según la opinión que se escoja), donde examina minuciosamente el debate constitucional que condujo al art. 44 de la Constitución del 9 de diciembre de 1931. Lorenzo Peña lamenta lo descafeinada que resultó su enunciación en contraste con el proyecto elaborado por D. Luis Jiménez de Asúa --a quien en eso alaba sin reservas (aunque le reproche, en cambio, el planteamiento sectario de la cuestión religiosa).

El proyecto rezaba así: «La propiedad de las fuentes naturales de riqueza, existentes dentro del territorio nacional, pertenece originariamente al Estado, en nombre de la nación. El Estado, que reconoce actualmente la propiedad privada en razón directa de la función útil que en ella desempeña el propietario, procederá de un modo gradual a su socialización. El Estado tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las transformaciones que convengan al interés público.»

La discusión en las Cortes constituyentes rebajó las ínfulas socializantes del proyecto. El texto finalmente adoptado (art. 44) siguió, así y todo, siendo el más socializante del mundo, excepto Rusia --como lo reconoce Lorenzo Peña--:

Toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional y afecta al sostenimiento de las cargas públicas, con arreglo a la Constitución y a las leyes. La propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social mediante adecuada indemnización, a menos que disponga otra cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes. Con los mismos requisitos la propiedad podrá ser socializada. Los servicios públicos y las explotaciones que afecten al interés común pueden ser nacionalizados en los casos en que la necesidad social así lo exija. El Estado podrá intervenir por ley la explotación y coordinación de industrias y empresas cuando así lo exigieran la racionalización de la producción y los intereses de la economía nacional.

Eso proclamaba la Constitución de una República que se calificó a sí misma como «de trabajadores de toda clase» pero que, a ojos de la militancia obrera, no pasó de ser una «república burguesa».

Lorenzo Peña toma como una realización concreta de esa tendencia socializante la Ley de Reforma Agraria de 9 de septiembre de 1932, aunque prescinde de la consideración --que en su día se formuló-- de que algunos de sus preceptos eran anticonstitucionales (p.ej. la expropiación sin indemnización de medio millón de hectáreas en poder de latifundistas ex-Grandes de España).

Todo eso prueba, efectivamente, que era socializante la ideología político-social no sólo del poder constituyente republicano de 1931 sino también de los gobiernos del primer bienio (1931-33); aunque había grados, siendo más acentuada esa inclinación en el caso del presidente de la comisión redactora (el penalista Luis Jiménez de Asúa), pero mucho menos en otros sectores del arco parlamentario.

Pero ¿estamos ante algo más que una coincidencia? Ciertamente las nuevas constituciones republicanas de los últimos cuatro o cinco lustros en América Latina han retomado esa tendencia socializante (léase Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador e incluso las reformas constitucionales de países más conservadores). La explicación no parece radicar, empero, en la existencia de un íntimo nexo entre república y tendencia socializante, sino en el espíritu de los tiempos. Hay pocas nuevas monarquías; y las viejas no suelen cambiar de constitución. Así que es normal que las nuevas constituciones sean republicanas y, a la vez, manifiesten un cierto espíritu socializante.

El segundo hilo argumentativo con el que Lorenzo Peña aspira a demostrar que la alternativa entre república y monarquía es relevante para la preferencia por una política socio-económica más socializante --o, por el contrario, más pro-mercado (y, en general, más conservadora)-- es un conjunto de datos empíricos. Nos recuerda que hay actualmente 27 monarcas, que son jefes de 42 Estados, mientras que pertenecen a la ONU 192 Estados, con lo cual uno de cada cinco Estados es una monarquía. A la vez, 19 es el número de miembros de la NATO, de los cuales ocho son monarquías, un 42%. También es elevado el porcentaje de monarquías en el G-7: un 43%. Asimismo abundan las monarquías entre los paraísos fiscales, en Europa y en las islas de ultramar. Las monarquías del tercer mundo son casi todas ultraconservadoras (Lorenzo Peña cita trece en Asia y África.)

Sin cuestionar todos esos datos, la opinión común (no compartida en absoluto por Lorenzo Peña) es que también hay monarquías muy socializantes, en concreto las nórdicas. Nuestro autor no rehuye ese contraejemplo, al revés: se ve que les tiene una particular aversión. De ellas nos dice (Peña 2009b, 37):

Mucho se habló años atrás de los avances sociales de los reinos escandinavos. Sin embargo, los que efectivamente hubo difícilmente pueden adscribirse a un mérito de las casas reinantes; ni parece que hayan supuesto esos regímenes monárquicos la menor ventaja sobre los republicanos de la misma zona (Finlandia, Islandia), cuando las condiciones han sido similares. En todo caso, la ola de retrocesos sociales en todos los órdenes que se ha abatido sobre esos países nórdicos en los últimos años --más la orientación de un atlantismo frenético y de xenofobia virulenta que hacen estragos en algunos de ellos-- relativizan hoy al extremo los tan alardeados méritos de esas monarquías presuntamente benignas.

Lorenzo Peña también señala la involución social escandinava con el auge del neoliberalismo, que ha afectado a esa región como a las demás de Occidente. No obstante, nada de lo que dice consigue desvirtuar el hecho de que --igual que puede haber, y hay, repúblicas socialmente muy elitistas e inigualitarias, o incluso paraísos del individualismo radical (los Estados Unidos, sin ir más lejos, pero podríamos añadir un largo etcétera)-- puede haber muchos avances sociales con monarquía. (La opinión común es que, a pesar de esas involuciones recientes, en Escandinavia sigue habiendo un estado del bienestar que, en otros países, envidiarían los más desfavorecidos: Peña no aduce datos concretos que desmientan esa opinión.)

Para remachar el clavo, podríamos recordarle a Lorenzo Peña que, cuando critica la teoría del Estado mínimo (vigilante nocturno), muestra que desde la antigüedad los grandes Estados ensancharon la esfera pública, instituyendo sistemas de servicios públicos en beneficio de la población; mas sucede que (como él mismo lo reconoce y tal vez por los motivos que él aduce) casi todos esos Estados benefactores y emprendedores eran monarquías.

El tercer y último hilo de la argumentación del Prof. Peña para apuntalar su tesis de un nexo íntimo entre la opción republicana y la socializante es de índole conceptual, estando esparcida a lo largo de toda su obra.

Podemos analizar esa argumentación en dos ramas. La primera de ellas es la enumeración de doce rasgos que diferencian la república de la monarquía --por muy constitucional o parlamentaria que sea (sin que ni siquiera queden excluidas de esas duodécuple caracterización las monarquías japonesa y sueca). No vamos aquí a repetir el catálogo, sino a reconocer que, efectivamente, es difícil estar en desacuerdo con Peña cuando señala que, ya de suyo, esos doce rasgos afean a una institución política de nuestro tiempo; p.ej., que en las monarquías haya una familia institucional, que en ellas se dé un especial tratamiento mayestático reservado al jefe del Estado, que no existan monarquías sin un séquito de nobleza hereditaria (aunque hoy carente de prerrogativa alguna salvo el relumbrón del rango correspondiente).

Tal vez podría objetarse que conceptualmente esos 12 rasgos son deslindables entre sí. En todo caso, el propósito del Prof. Peña al ofrecer ese análisis conceptual nos parece ser el de señalar que el Estado monárquico es consustancialmente jerárquico e inigualitario, propenso al privilegio, a la desnivelación.

La segunda rama de ese análisis conceptual es la afirmación de que la república es simplemente el Estado sin más, la res publica desprivatizada. La monarquía aparece como una contaminación de lo público por algo privado, a saber: por los asuntos particulares de una familia reinante, la dinastía. En la monarquía lo privado-familiar de los miembros de esa dinastía resulta inseparable de lo público y viceversa. Quítese esa contaminación, apártese lo público, en su puridad, de los asuntos de familia alguna y tenemos la república.

Ser republicano es ser partidario de la res publica, una res publica descontaminada. Pero esa res publica puede ser mucha o poca. Para él el republicanismo es una filosofía de lo público, no sólo en el sentido de que aspira a esa desprivatización o descontaminación de la esfera pública, sino también a su ampliación, o sea a un cercenamiento de las esferas privadas. La depuración de lo público en la república, llevada a sus consecuencias, desembocaría en un mayor perímetro de esa esfera pública.

Sin embargo, leyendo el libro no hemos encontrado ningún argumento contundente de que ese paso sea una ilación lógica.


4. Las fuentes doctrinales de Lorenzo Peña

De lo anteriormente expuesto se sigue que Lorenzo Peña se halla muy aislado y solitario en su empeño de erigir la cuestión monarquía/república en un tema central de la filosofía jurídico-política. Pese a su deleite en toda una larga serie de inspiradores, a quienes invoca y ensalza, pocos de ellos eran republicanos o republicanistas en el sentido suyo de vincular las dos cuestiones de la forma de gobierno y del ámbito del sector público (y, con él, una política más distributiva).

Nada hay que reprocharle a Lorenzo Peña cuando enumera una ristra de influencias de las que se siente deudor (entre las cuales no faltan las de monárquicos profesos, como Benjamin Constant); tampoco cuando, en diversos pasajes y capítulos, perfila algunas de esas influencias. P.ej., uno de sus inspiradores es el krausista Francisco Giner de los Ríos, especialmente por su concepción de la persona social (organicismo social) y por su tesis de que la relación jurídica fundamental no está basada en actos jurídicos, sino en hechos jurídicos (p.ej. el matrimonio o la nación).

Es cierto que la tendencia krausista así como la obra y la persona de Giner de los Ríos están ligadas en España a una tradición de liberalismo progresista y democrático, enfrentándose a varios gobiernos borbónicos de signo moderado o conservador (el de Luis González Bravo, primero, y el de Antonio Cánovas del Castillo, después). Nada tiene de extraño que de la pléyade de sus discípulos y allegados provinieran muchos republicanos. Sin embargo, la postura del propio Giner es más bien accidentalista.

Evidentemente estamos aquí ante una coincidencia que no es meramente aleatoria. Nadie va a negar ni puede negar que las monarquías han tendido a ser conservadoras y que, por lo tanto, las tendencias de pensamiento social y político de signo avanzado y socializante han solido colisionar con los poderes monárquicos instaurados, por lo cual a menudo han optado por la república como fórmula política más propicia para la consecución de sus aspiraciones.

Verosímilmente la opción estaba justificada, dadas las circunstancias de la época, la correlación de fuerzas, las alineaciones de los diversos sectores sociales. Las clases privilegiadas tendían a preferir el status quo y los contestatarios a provocar un cambio social, que podía verse facilitado por la eliminación de una potestad dinástica. Muy en particular tal ha sido el caso en la reciente historia de España. Con todo eso estamos lejos, no obstante, del íntimo vínculo entre lo uno y lo otro que es la tesis central del libro de Lorenzo Peña.


5. ¿Es importante la cuestión de la República para la filosofía política?

De tener éxito, la empresa intelectual de Lorenzo Peña marcaría un hito en la filosofía política, porque, según ya lo hemos dicho, apenas puede, creíblemente, aducir antecesores en ese intento de conjugar la cuestión de las formas de gobierno y la cuestión de la extensión de la esfera pública.

No tiene por qué ser una objeción esa falta de precedentes. Pero es digno de mención que, lejos de ufanarse por su originalidad, Lorenzo Peña, al revés, traiga a colación, todo lo que puede, a sus diversos inspiradores, para mostrarse como el epígono de una larga tradición republicana, de un republicanismo genuino y social, que, heredando el iusnaturalismo racionalista de la Ilustración, abarca posturas como el jacobinismo de 1793, el socialismo fraternalista de 1848, el solidarismo y el espíritu de la Constitución española de 1931 (para no citar muchas otras fuentes, más problemáticas). Así, frente a las corrientes de la filosofía política anglosajona, Peña reivindica la genealogía de un republicanismo latino.

La novedad de las ideas republicanas del Prof. Peña no estriba sólo en esa conjunción de dos cuestiones que él quiere ligar íntima y conceptualmente, sino también en el mero hecho de plantear hoy como un gran problema de filosofía política el de las formas de gobierno. Problema que pudo, en otra época, revestir actualidad y hasta virulencia; hoy parecía haber quedado eclipsado. Casi todos los intelectuales, los políticos y el común de las gentes son accidentalistas.

Ya en siglos pasados muchos pensadores lo eran. Ni Maquiavelo ni Spinoza preconizan que donde hay monarquía se instaure la república o viceversa. Su sabiduría práctica lleva más bien a conservar la forma de gobierno que de hecho esté establecida según la costumbre del país. (V. Zarka 2007.)

Con razón o sin ella, hoy casi nadie atribuye mayor importancia ni significación a que un Estado sea monarquía o sea república. Como la gran mayoría de la población mundial vive en repúblicas --y en ellas poquísimos son los nostálgicos restauradores fuera de círculos restringidísimos--, la temática de república o monarquía suele verse como una curiosidad histórica. Y en las monarquías europeas la dinastía reinante --junto con las instituciones y los símbolos que la rodean-- goza de tal prestigio que cualquier aspiración republicana queda relegada a cenáculos de soñadores.

La excepción la constituye España, por el turbulento y conflictivo recorrido que condujo, en cuatro etapas, a (1º) la proclamación de España como Reino en 1947 (Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado); (2º) la, ya más explícita, proclamación de la Monarquía en el VII Principio del Movimiento Nacional, en 1958 (ése y los demás principios eran intangibles, revistiendo rango supraconstitucional); (3º) la designación del actual monarca como Sucesor a título de Rey en 1969; y (4º) la puesta en práctica de la así prevista sucesión en 1975.

Sería inconcebible en cualquier otro país una obra de filosofía político-jurídica como la de Lorenzo Peña. Tal vez eso no sea una debilidad y tal vez sí. (Quizá sí en la medida en que el público al que preferentemente se destina abarca un 147-avo de la humanidad.) Sin duda la filosofía política de Platón sería inimaginable fuera de la Grecia de su tiempo --y acaso más en concreto de Atenas, a pesar de sus diatribas contra la democracia ateniense. ¿Sería un pensamiento como el de Mencio posible en otro tiempo y lugar que la China del siglo IV a.C.? (En otro orden, no ignoramos que una literatura muy enraizada en temas patrios puede, no obstante, transmitir un mensaje universal. Por no siempre sucede así.)

El anclaje geográfico-cultural no es un motivo de reproche. Sin embargo, una obra demasiado enraizada en un determinado entorno se enfrentará a serias dificultades para suscitar el interés de académicos de otros horizontes.

Es bastante considerable el hispano-centrismo del libro aquí comentado, aunque sería exagerado afirmar que impregne toda la obra. En efecto, no sólo no se prestan, para nada, a tal reparo los cuatro capítulos finales --que integran la III Sección, «Hacia una República universal»--, sino que hay otros capítulos cuya escritura, de corte más analítico, hace totalmente abstracción de quién escribe, dónde escribe y a qué lectores se dirige; p.ej. el capítulo 0º, «El republicanismo como filosofía política»; el 1º, «El valor de la hermandad en el ideario republicano radical»; el 6º, «Los valores republicanos frente a las leyes de la economía política»; el 7º, «Un acercamiento republicano a los derechos positivos»; e incluso el ya aludido capítulo 5º, «Un nuevo modelo de república: la democracia justificativa». Pero los cinco capítulos restantes (el 2º, el 3º, el 4º, el 8º y el 9º) pertenecen al campo de la filosofía política aplicada y situada, siendo expresión de las ideas de un intelectual que --sin duda desde los postulados de su filosofía jurídica-- aborda los problemas de la realidad social circundante, con una reflexión que podríamos ver como enunciada en primera persona del plural.


6. Las críticas de Lorenzo Peña a la Constitución de 1931

Aunque Lorenzo Peña propone su republicanismo como una filosofía político-jurídica medularmente inspirada en la Constitución de 1931, una atenta lectura del capítulo 2º de su obra --en conexión con el capítulo 5º-- viene en parte a desmentir o, por lo menos, a matizar esa inspiración. Ya hemos dicho (y lo volveremos a decir) que el pensamiento de Peña sólo es democrático en un sentido calificado. En el capítulo 5º propone una democracia justificativa, en la cual ciertamente el pueblo decide (y decide directamente, no sólo eligiendo a los decisores). Ese poder del pueblo sobre sus representantes se ve reforzado por una obligación jurídica de los gobernantes de atenerse a su programa electoral (sin quitar pero igualmente sin añadir), con un procedimiento de revocación ciudadana de los mandatarios. Varios aspectos de su propuesta son adaptaciones de la república helvética, pero otros son originales.

El más novedoso y controvertible es la obligación de motivar el voto. En las democracias representativas se establece --y no siempre-- el deber de los poderes públicos de justificar sus decisiones. Pero de ese deber se excluye al elector, como si éste no ejerciera un poder público, como si sus opciones de voto fueran un asunto privado que no acarrease para los demás prohibiciones y constreñimientos. Peña propone que ningún voto sea válido si no está motivado. No sugiere que ningún órgano judicial u otro compruebe lo bien fundado de la motivación, pero sí que ésta exista. Ahora bien, ese curiosísimo modelo implica dos consecuencias: (1ª) de un lado, ensancha el poder del elector (un ensanchamiento que se acumula a los ya mencionados poderes de exigencia jurídica de los programas electorales, revocación de mandatos y decisión por referendum de todos los asuntos más relevantes); pero (2ª) de otro lado, y correlativamente, restringe considerablemente el poder del elector, despojándolo de su actual potestad de votar así o asá porque le da la gana sin rendir cuentas a nadie de sus motivos, incluso sin motivo alguno, como un acto gratuito.

Por otro lado, Peña entiende que el poder del pueblo tiene que ejercerse en el marco de los cánones de un Estado de Derecho y del respeto a los principios del Derecho Natural, los cuales incluso están por encima de las facultades del poder constituyente. Así pues, ni siquiera en el ejercicio de ese poder constituyente puede actuar el pueblo como un soberano absoluto, solutus iure.

Aunque no contesta la legitimidad de la democracia --igual que los liberales de comienzos del siglo XIX no contestaban la legitimidad de la monarquía--, reclama una configuración de ese poder como limitado y moderado.

Peña entiende que, siendo el poder absoluto del elector un despotismo arbitrario, exigir un acatamiento incondicional a las opciones de ese poder es caer de nuevo en un superlegitimismo de la obediencia absoluta.

Por malsonante que sea la expresión, la «democracia absoluta» es tan cuestionada por Lorenzo Peña como la monarquía absoluta lo fue por los monarcómacos, como los ya citados Jean Boucher y de Juan de Mariana. A este respecto, cabe mencionar que, entre otras muchas críticas a la Constitución de 1931 (que, según lo vamos viendo, no resulta a la postre tan modélica para nuestro autor), se le censura (Peña 2009b, 104-105) no haber reconocido el derecho del pueblo a hacer la revolución (a diferencia de la Constitución jacobina de 1793). Según los monárquicos absolutistas «lo dijo el Rey, punto redondo». Según los demócratas absolutistas «lo dijo la mayoría, punto redondo». Para que un poder (democrático o no) conserve legitimidad) Peña exige que su titular lo ejerza con racionalidad --o, al menos, lo aparente.

Frente a las tres fuentes de la legitimidad de Max Weber (la carismática, la legal y la tradicional), Peña viene a propugnar una legitimidad de ejercicio.

Todo eso es difícil de implementar, aunque puede que sea deseable; en cualquier caso, nos aleja mucho de la letra y del espíritu de la Constitución de 1931, a la cual Peña reprocha también otros tres defectos: la opción por el control concentrado de constitucionalidad (modelo kelseniano, con un único tribunal de justicia constitucional), en vez de haber abrazado el modelo estadounidense de control difuso; la presidencia unipersonal de la República; y el tratamiento autonómico de la cuestión catalana, una solución, a su juicio, meramente pasable, a falta de otra mejor (que hubiera sido un estado binacional con capitalidad dual Barcelona-Madrid). (Volveremos en el apartado siguiente sobre los dos primeros de esos tres reproches.)


7. Límites de la democracia

La afirmación de que la filosofía política de Peña es esencialmente republicana pero no democrática significa que, en su visión del poder, existe una dicotomía fundamental entre la forma republicana y la monárquica, mientras que es secundaria la cuestión de si esa República ha de ser democrática o aristocrática. (Eso no quiere decir, claro, que a él le sea indiferente tal alternativa o que profese simpatía alguna por las Repúblicas de patricios.) De hecho varias de sus recomendaciones van en el sentido de disciplinar la democracia en un sentido laxamente meritocrático.

En rigor es parcialmente meritocrático --y, en esa medida, no (plenamente) democrático-- cualquier sistema político en el cual exista un control jurisdiccional de los actos o las omisiones del poder legislativo o del ejecutivo. Se comprende, pues, que los revolucionarios franceses de 1789-99 desecharan la propuesta de Sieyès de un jurado constitucional encargado de esa misión; el principio de estricta separación de poderes excluía cualquier control judicial no ya de la ley sino también de los reglamentos del poder ejecutivo. Y eso que la revolución francesa instituyó la elección popular de los jueces (que fue pronto abandonada por resultar un fracaso rotundo).

Los tribunales, aunque puedan emanar indirectamente de la elección popular, pasan por el tamiz de una selección en virtud de méritos, de carreras jurídicas profesionales, lo cual evidentemente conlleva un elemento de no democraticidad. Pero la cosa va más lejos. Peña elogia al Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República por ser mucho más meritocrático que el actual Tribunal constitucional (y estar revestido de potestades más amplias), toda vez que, según el art. 122 de la Constitución republicana, integrarían el Tribunal, entre otros, dos miembros nombrados por los Colegios de abogados de la República y cuatro profesores de la Facultad de Derecho designados entre todas las de España; las Cortes sólo nombraban a tres miembros y había varios natos. La politización del Tribunal era, por consiguiente, mucho menor. Aun ese arreglo a Peña sólo le gusta a medias, prefiriendo el sistema norteamericano de control difuso de constitucionalidad: la revisión jurisdiccional de los actos legislativos o administrativos, una revisión que pueden ejercer todos los jueces y tribunales (aunque, claro, con sujeción a las vías de recurso).

A este respecto Peña afirma: «Soy partidario del `gobierno (negativo) de los jueces', pero de los jueces, de jueces profesionales que accedan a sus cargos por oposición y sean inamovibles (salvo que incurran en responsabilidad debidamente probada con todas las garantías de un expediente sancionador correctamente llevado)» (Peña 2009b, 98).

Más fuertemente meritocrático todavía es otro componente de la propuesta republicana de Peña, su «democracia justificativa», que excluiría de la participación en el sufragio a quienes no supieran o quisieran motivar su voto. Tendríamos así un sufragio universal en teoría, pero en la práctica uno en el cual estaría dificultada la participación de las clases menos instruidas. Así, por otro vericueto, Peña restituye una vieja idea de John Stuart Mill, aunque de manera totalmente distinta.

En la débil medida en que hoy es tema de debate político la forma del Estado (o la «forma de gobierno», según la vieja terminología), suele serlo por la queja de que en las monarquías la suprema magistratura (ejerza potestades distintivas o meramente protocolarias) no emana de elección popular. Peña rompe radicalmente con esa tendencia, pues, en su diseño, sería aceptable una Presidencia colectiva a la que se accediera por cooptación. Una de las críticas a la Constitución de 1931 reza así (Peña 2009b, 96):

Fue un error configurar el poder moderador como un órgano unipersonal, en lugar de diseñar un colegio presidencial como en Suiza. Además, fue caer en un democratismo excesivo el proveer su nombramiento por vía electiva. La función del poder moderador neutro se habría logrado mejor estableciendo un acceso por vía de oposición, estrictamente meritocrática, requiriéndose de los candidatos la neutralidad política, una elevada cualificación profesional y otras condiciones que estableciera la ley; podría introducirse una dosis de democraticidad sometiendo los nombramientos al veto de la cámara debidamente motivado, o exigiendo que cada candidato recibiera previamente el aval del parlamento. También se podría establecer algún procedimiento de recusación a posteriori de algún miembro del colegio presidencial, aunque debería ser por plebiscito y sujeto al control del tribunal de garantías constitucionales.

Lo que Peña reprocha, pues, a un monarca no es que no haya sido elegido, sino que haya sido seleccionado por la arbitrariedad del vínculo genético con su predecesor; a su juicio «corroe cualquier sentido ético la certeza de que uno está predestinado a reinar por su nacimiento, cualesquiera que sean sus vicios o virtudes» (Peña 2009b, 33).


8. Análisis del poder moderador

Lorenzo Peña consagra al análisis de las potestades de la Corona en la vigente Constitución española un larguísimo y sustancioso tercer capítulo que, por sí solo, podría formar una monografía desgajada del resto de la obra. Aunque este libro tiene muchas lecturas posibles (sin que esté claro cuál de ellas sería la preferida por el autor), nos parece que es este capítulo el verdaderamente central. Ya hemos visto que el precedente, consagrado a lo que querría ser una exaltación de las virtudes de la Constitución republicana de 1931, acaba desembocando en un balance mitigado. En cambio, en este capítulo no hay mitigación alguna. Se trata de probar, contra viento y marea, contra el parecer casi unánime de la doctrina y contra la percepción de la opinión pública, que, en el fondo, la actual monarquía española obedece al principio monárquico de Jellinek y otros juristas germanos de comienzos del siglo XX, a saber: la supremacía de la potestad regia (v. Hewiston 2001).

Según la interpretación de Lorenzo Peña, la Corona, en la actual Constitución española, está concebida a partir de la tradición del liberalismo doctrinario de mediados del siglo XIX, como se plasma en la obra de Juan Donoso Cortés (antes de su viraje al tradicionalismo),NOTA 7 a través de la producción intelectual y política de D. Antonio Cánovas del Castillo. Peña recalca no sólo las similitudes de articulado e incluso de formulación (p.ej. en el tema de la regencia), sino principalmente la común orientación y finalidad de ambas constituciones restauradoras a un siglo de distancia: la de 1876 y la de 1978, reconocedoras las dos de una legitimidad pre- y --según Peña-- supraconstitucional.NOTA 8

Peña recuerda que ninguna de esas dos constituciones ha sido jurada por el monarca que la sancionó y promulgó, siendo ése un hecho único en la historia constitucional española, ya que en 1820 Fernando VII había jurado la Constitución gaditana, Isabel II juró las dos de 1837 y 1845, Amadeo I la de 1869 y Alfonso XIII la de 1876. Puede parecer un detalle ceremonial. En opinión del Prof. Peña, es absolutamente revelador de la relación jurídica entre el soberano --que en última instancia ejerce el poder constituyente-- y el código fundamental que él sanciona y promulga sin por ello quedar obligado a cumplirlo.NOTA 9

Peña lleva a cabo una pormenorizada comparación entre la facultad arbitral y moderadora del monarca en la actual Constitución y el poder presidencial en la II República. Ahora bien, hay que decir que de tal comparación no se sigue en absoluto lo que Peña pretende, que es establecer el contraste entre el poder moderador en la monarquía y ese mismo poder en la república. La razón del fracaso es que, a lo sumo, se habría logrado escudriñar la comparación entre el poder moderador en una monarquía y en una república.

Cabe dudar de la gran revelación teórica de tal comparación. Peña concibe la figura del poder moderador siguiendo a B. Constant (un monárquico al que admira, como ya lo hemos recordado más arriba).NOTA 10 Pero tal poder sólo ha existido en algunos regímenes parlamentarios, en su mayoría monárquicos. Para que tenga sentido esa figura, tiene que estar separada del poder ejecutivo (aunque lo tutele y controle más que a los otros dos poderes del esquema de Montesquieu). Así pues, quedan excluidas todas las repúblicas presidenciales. La evolución de los regímenes parlamentarios ha diluido en la práctica tanto ese poder moderador que nadie hoy sostiene que se ejerza en Noruega, Holanda o Gran Bretaña. (Lorenzo Peña haría un distingo entre el ejercicio y la existencia del poder.)

En las repúblicas parlamentarias el poder moderador ha tendido también a debilitarse (p.ej. en la III y en la IV repúblicas francesas o en la actual República Federal de Alemania),NOTA 11 al paso que aquellas que, como la V república francesa, instituyen un robusto poder presidencial, tienden al presidencialismo (salvo en los tres interregnos de la cohabitación: 1986-88, 1993-95 y 1997-2002 --durante los cuales sí podemos calificar las actuaciones presidenciales como sendos ejercicios de un poder moderador, al menos si las miramos benignamente; está claro que, al igual que cualquier otro poder, el moderador se puede ejercer bien o mal; y, cuando se ejerce mal, desmerece el título mismo de «moderador», al paso que los tres clásicos poderes montesquievianos no están sujetos a tal constreñimiento para que se les aplique su respectivo membrete con plena propiedad).

Tampoco las monarquías limitadas o semi-constitucionales de Marruecos o Jordania reducen el poder del soberano respectivo a una mera función arbitral y moderadora, sino que, de hecho, lo erigen en el verdadero dueño del ejecutivo, jugando el primer ministro un papel auxiliar. (Un caso intermedio --o quizá más bien especial-- es el de Tailandia, donde el tandem Trono-Ejército es un superpoder que acapara un amplio haz de potestades de decisión en última instancia, dejando a los órganos constitucionales un estrecho margen de actuación vigilada.)

No deja de ser curioso el paralelismo entre la posiblemente embellecida figura del poder moderador de Constant --que, en este ámbito, Peña toma como su estrella polar-- y el poder presidencial fuerte de la Constitución de Weimar,NOTA 12 tematizado, como es bien sabido, por Carl Schmitt en su obra El guardián de la Constitución. (Peña lo menciona de pasada nada más.)

Con toda la belleza de la construcción doctrinal de B. Constant, hay que buscar con lupa los poderes moderadores. Según Peña cumplió escrupulosa y concienzudamente ese cometido el primer Presidente de la II República Española, D. Niceto Alcalá-Zamora (quien moderó y arbitró para salvaguardar la Constitución, aun estando en desacuerdo con ella). Hoy podríamos calificar como moderador el poder que ha ejercido (al menos en determinados momentos particularmente difíciles) el Presidente de la República Italiana. Sin embargo, ¿qué tendrá ese poder que, en general, sus titulares lo rehuyen y, de hecho, abdican de él? Por otro lado, dada su propia naturaleza, semejante poder exige imperativamente que el titular sea imparcial, por lo cual fracasó estrepitosamente en el desempeño de moderación alguna la Presidencia del Reich en la República de Weimar, puesto que, siendo elegido por sufragio universal directo, tenía que venir de antemano apadrinado por uno de los grandes bandos en la pugna política.

La praxis constitucional sólo registra, pues, un poder semejante en casos aislados. Tal vez la figura hubiera merecido mayor éxito, porque la idea es atractiva y sensata, como un poder neutro, clave de bóveda del sistema constitucional, guardián imparcial de la constitución y de los valores constitucionales y supraconstitucionales. Pero, no habiendo sido así de hecho, una lectura muy literal de nuestra Constitución que enfatice ese poder va en contra de un canon hermenéutico de interpretar los textos en su contexto; y el contexto pertinente, en este caso, ha de ser el derecho comparado, no sólo según está escrito sobre el papel, sino, más aún, según se aplica.


9. La monarquía en la Constitución española de 1978

En el terreno de la praxis, ¿sucede, de hecho, o no que, en el marco de la actual Constitución española, el Monarca ejerza el poder arbitral y moderador que le atribuye el art. 56.1 CE? ¿En qué medida? Difícil es saberlo, dada la clandestinidad que rodea a las actuaciones de la Corona y al tabú informativo en torno a ella (al menos hasta 2012). Pero el Prof. Peña desarrolla su teoría republicana independientemente de tales consideraciones fácticas, asumiendo, implícitamente, que los derechos no decaen porque su titular se inhiba de ejercerlos.

Es más, su tesis fuerte (vigorosamente argumentada en la segunda mitad del capítulo 3º) es que el Rey tiene obligación de ejercer esa doble potestad y, además, de hacerlo como guardián de lo que llama «juridicidad constitucional» (que es la compatibilidad con la Constitución, no de una ley aislada, sino del ordenamiento jurídico en su conjunto; en concreto, sería inconstitucional vulnerar la jerarquía normativa (art. 9.3), aunque las dos normas en mutuo conflicto sean, por separado, constitucionalmente admisibles).NOTA 13

Va más lejos todavía el Prof. Peña, entendiendo que a la Corona le incumbe, no sólo bloquear actos jurídicos de contenido anticonstitucional, rehusando su sanción, sino otros que colisionen con los valores constitucionales y supraconstitucionales, uno de los cuales, en una democracia, es, en su opinión, la voluntad general de la población. Ello determinaría un poder moderador que atemperase las decisiones del poder legislativo (y desde luego también del ejecutivo) cuando sean clamorosamente impopulares. El argumento que ofrece es una lectura cruzada de unos artículos de la CE en relación con otros, suponiendo que el Monarca, por su legitimidad histórico-dinástica, encarna una especial representación supraelectiva del pueblo español.

Según la concepción de Marcel Gauchet --que Peña parece seguir aquí--, se trata más del pueblo español perpetuo (aquel cuya fuerza viene «del fondo de los tiempos») que del actual o momentáneo, una de las muchas generaciones a través de las cuales perdura el auténtico titular de la soberanía nacional. (Gauchet 1995, 23 y 43ss.)NOTA 14 Desde luego, M. Gauchet --que es un republicano-- no propone esa concepción del pueblo perpetuo para avalar ninguna legitimidad dinástica, pero esa lectura es posible, prestándose a un paralelismo con una célebre idea «reaccionaria» de Edmund Burke:

Where the great interests of mankind are concerned through a long succession of generations, that succession ought to be admitted into some share in the councils which are so deeply to affect them.NOTA 15

Es bien sabido que la adhesión transgeneracional a una dinastía es, para Burke, un principio sólidamente vinculante, en virtud del cual la prerrogativa regia no puede ser lícitamente revocada. Peña entiende desde esas claves el espíritu de la actual Constitución española, concretado en el art. 57.1.NOTA 16

No es ocioso mencionar que --aunque sea en una nota a pie de página, la 41 del capítulo 3º-- el Prof. Peña propone que, para ejercer mejor la potestad arbitral y moderadora que le atribuye su lectura de la Constitución, la Corona esté rodeada de «una buena asesoría ético-jurídica».

Nos parece que lo que se está sugiriendo es algo así como el Consejo consultivo de la Corona, que en los debates constituyentes de 1977-78 fue propuesto por varios parlamentarios allegados a la Casa Real --inicialmente la UCD y más adelante López Rodó y Fraga Iribarne (v. Aguilar Rancel & Hernández Guadalupe 2012, 190ss.)NOTA 17

Por muy republicana que sea la intención del Prof. Peña, todo el capítulo 3º de su obra se presta, paradójicamente, a una lectura en clave pro-monárquica, con una interpretación del vigente texto constitucional en consonancia con los propósitos de aquellos miembros del poder constituyente de la Transición que más tesón pusieron en reforzar las atribuciones del Trono. Sólo esforzándose por entender ese capítulo en el contexto del libro en su conjunto puede disiparse una lectura de exaltación monárquica. No está exenta de riesgos su argumentación, que podría, eventualmente, avalar jurídicamente actuaciones poco democráticas de la Jefatura del Estado en momentos de grave crisis política.

De ser certera su exégesis, las políticas adoptadas por las mayorías parlamentarias y por los gobiernos que se han turnado a lo largo de los últimos siete lustros no son sólo achacables a esas mayorías sino también al Poder Moderador, al haber sancionado y promulgado las normas --legislativas o reglamentarias-- en que se han plasmado tales políticas, en tanto en cuanto no hayan sido moderadas en función de los aludidos valores. Eso, en un período de vacas flacas --en el cual son inevitables las decisiones sumamente dolorosas y, por lo tanto, impopulares-- puede acarrear una apreciación negativa de ese mismo Poder Moderador que se querría situar por encima de los vaivenes y los enfrentamientos entre diversos sectores de la opinión.NOTA 18


10. El legitimismo republicano

Una faceta del republicanismo de Lorenzo Peña --ésta centrada en el caso español exclusivamente-- es el legitimismo legalista, la idea --reiterada a lo largo de varios capítulos-- de que no sólo el fin de la II República fue jurídicamente ilícito, sino que jamás alcanzó otra validez normativa que la puramente interna el régimen implantado en 1939; esa normatividad interna sería como la de una organización mafiosa (una vieja idea tomada de Santi Romano); y aun esa normatividad interna, vigente en el momento de la Transición, habría sido vulnerada al instituirse el actual sistema político español, que no fue --como se proclamó y quiso ser-- el paso de la ley a la ley por la ley. Sólo un regreso a la legalidad anterior sería concorde con las exigencias de un Estado de derecho.

No queremos extendernos aquí en criticar el enfoque que propone el Prof. Peña de la --a su juicio-- ilegalidad no sólo de todo el proceso de la Transición (empezando por la propia Ley para la Reforma Política que violaba flagrantemente el ordenamiento jurídico vigente en el momento de su elaboración y promulgación, entre diciembre de 1976 y enero de 1977), sino, más en concreto, del acto sancionatorio de la Constitución el 27 de diciembre de 1978.

Su argumento es que una de dos: o bien el ordenamiento franquista era legal y, por ende, las facultades de los órganos legislativos quedaban constreñidas por ese ordenamiento, o bien no. Si no, ¿qué «reglas de reconocimiento» (expresión de Hart) conferían a las asambleas transicionales poder alguno de legislar? Si sí (si esas reglas de reconocimiento eran las del sistema franquista, el de las Leyes Fundamentales del Reino), entonces el constreñimiento era tanto formal como material, por lo cual el cambio constitucional fue legalmente inválido, nulo e írrito.

Muchos juristas han hecho filigranas para escapar a ese dilema, pero podemos concederle a Peña que jurídicamente así fue. La Constitución era ilegal el día en que se promulgó. Fue un hecho. Pero ese hecho creó nuevo derecho vigente desde el día siguiente. De golpe brotaron nuevas reglas de reconocimiento y nuevos poderes, todo un nuevo sistema político.

Puede decirse que el proceso fue fraudulento, pero casi todos los procesos de cambio constitucional han incurrido en tales fraudes --incluido el paso de la IV a la V República en Francia en 1958.NOTA 19 En la historia constitucional de España hallaríamos muchos precedentes al fraude (empezando por la pretensión de las Cortes de Cádiz de estar restituyendo, con adaptaciones, las antiguas Leyes Fundamentales de la monarquía hispana). Las reglas de revisión constitucional suelen revelarse excesivamente rígidas cuando irrumpe la necesidad y el anhelo social de un cambio político. El derecho tiene que estar sometido al hecho, a los hechos de la vida social.

Generalizando esas consideraciones para hacer abstracción de las particularidades nacionales, la tesis así defendida viene a ser la de que, si un poder legítimo es derribado ilícitamente y no es sucedido, ni directa ni indirectamente, por otro que se establezca según cánones de legitimidad vigentes en el tiempo de ese establecimiento, entonces la única alternativa legítima es la de retrotraerse, en la medida de lo posible, a la última situación legítima.

¿Cómo aplicaríamos tal enfoque para caracterizar como legítimos o ilegítimos regímenes dispares de diferentes países y períodos? Un ejemplo entre mil: lo establecido en Hungría después de la caída del Muro, ¿a qué último eslabón legítimo habría debido retrotraerse? El lector puede ir desgranando --y probablemente descartando-- las sucesivas hipótesis.

Por otro lado, en algunos casos Peña admite que del hecho brota el derecho, pues ciertas situaciones fácticas pueden acabarse consagrando jurídicamente con el paso del tiempo. Uno de sus temas favoritos es superar la radical dicotomía entre lo fáctico y lo jurídico. (V. Peña 2009b.) Es difícil no hallar una contradicción entre esa tesis de la generación fáctica de lo jurídico y el legitimismo estricto que sirve como uno de los argumentos para avalar la postura republicana.


11. Republicanismo de República frente a neorrepublicanismo cívico

Obedece al propósito de enfatizar que su propio republicanismo es republicano (y no «republicanista») que Peña consagre el capítulo 0 de su obra a la doble tarea de: (1º) exponer --refutando el distingo entre Estado y sociedad civil-- su propia propuesta del republicanismo como filosofía de lo público (con un robustecimiento del sector público, que debería asumir muchas de las actividades hoy confinadas al sector privado); pero también (2º) rechazar de plano el neorrepublicanismo anglosajón, del cual no salva ni una sola de las seis tesis que le atribuye.

En el enfrentamiento entre el liberalismo y ese neorrepublicanismo (Pettit, Skinner, Pocock, más otros seguidores, como Viroli y Cass Sunstein), Peña se decanta resueltamente por un enfoque liberal. Eso se manifiesta en muchas de sus consideraciones esparcidas a lo largo del libro, principalmente su crítica de la educación para la ciudadanía, su inquebrantable pronunciamiento a favor del derecho a pensar mal y su no menos marcado rechazo de la obligación de participar en los asuntos públicos. Peña hace suya la libertad liberal que viene de Hobbes (a pesar de su absolutismo), que exime al ciudadano de tal deber, si bien lo sujeta a vivir con honestidad y respeto a la Ley.NOTA 20

En Peña y Vásconez 2010, ese deber ciudadano de vida honesta se concreta mucho más. Junto a los deberes de mera convivencia y respeto a los derechos ajenos, en ese trabajo se juzga que la constitución tendría que enumerar como obligaciones del ciudadano también otras como la fidelidad en las relaciones de pareja, cumplir de buena fe los pactos, administrar el patrimonio propio teniendo en cuenta su función social y la prevalencia del bien común y realizar sus actividades económicas, profesionales y empresariales con vistas al buen vivir colectivo. Ninguna de esas obligaciones implica interesarse por la política, aunque sí coadyuvar, cada uno en su esfera privada, a que puedan implementarse las políticas públicas del republicanismo fraternalista, contribuyendo así al bien común.


12. Conclusión

Habría que calificar a la filosofía política de Lorenzo Peña como publicanismo. El rechazo a la monarquía es derivado, puesto que el eje de su propuesta político-jurídica es el robustecimiento de la esfera pública, lo cual conlleva las dos facetas de: (1) organizarla descontaminándola de adherencias a una familia particular (dinastía); y (2) restringir el ámbito de las actividades económicas privadas para ensanchar y ahondar el de las del sector público.

Su republicanismo es una adhesión a un programa de engrandecimiento de la res publica, para el cual hace falta que sea genuinamente pública, despojada de la particularización que significa la institución de una dinastía reinante. No es un republicanismo ciudadanista o cívico que exhorte a la participación de todos en los asuntos públicos ni, menos aún, que imponga virtudes ciudadanas de interés por la política. Sus recomendaciones no van encaminadas a los particulares sino a la organización y la orientación de los poderes públicos.

A pesar de desarrollar en un capítulo de su libro lo que llama «democracia justificativa», las tesis medulares del republicanismo de Peña serían perfectamente realizables en una república meritocrática.

Todo ello determina que la teoría política de Lorenzo Peña sea muy difícil de subsumir bajo un rótulo que no sea uno de los que él mismo elige: «republicana» y socialista (en el sentido, eso sí, del socialismo de Estado, no del proletario o de clase, ni en su versión marxista ni en la libertaria). Es sumamente liberal en no pocos aspectos (p.ej. en su ardiente defensa de la máxima libertad de conciencia y asociación), pero no guarda afinidad ni filiación alguna con la tradición liberal-contractualista anglosajona, de Locke a Rawls y Nozick. Tampoco es --ya lo hemos visto más arriba-- esencialmente un demócrata (estando completamente ausente de su planteamiento cualquier idea como la voluntad general de Rousseau, un filósofo al que no cita ni una sola vez).

Su defensa del bienestar no se basa en una noción de libertad positiva (como la de Amartya Sen), sino que, al revés: entiende los derechos individuales (de libertad o de bienestar) como participaciones en el bien común, correlativos a sendos deberes de contribuir a ese mismo bien común. (V. Peña 2010 y Peña 2011.)

A diferencia de los republicanistas anglosajones, con sus virtudes cívicas, lo que --como heredero del solidarismo francés-- considera Peña un deber de todo habitante del territorio no es contribuir teniendo forzosamente que interesarse por los asuntos públicos --lo cual atentaría contra un derecho de libertad que le parece fundamental--, sino cumpliendo la ley y llevando una vida activa de trabajo honesto, o sea evitando la ociosidad (naturalmente en la medida de lo que esté al alcance de cada cual). (V. Peña 2006; Peña 2007; y Peña y Vásconez 2010.) Es un republicanismo del bien común.NOTA 21


Bibliografía





















[NOTA 1]

Peña insiste particularmente en los orígenes monarcómacos del republicanismo galo, a través de las dos conmociones populares de la Liga --a fines del siglo XVI-- y de la Fronda --a mediados del XVII--, que dejaron un rastro de contestación `parlamentaria' (o sea judicial), el cual acabará entroncando, a fines del siglo XVIII, con los prolegómenos de la Revolución francesa. El republicanismo inglés del XVII encontraría su paralelismo en la Fronda, si bien el regicidio del 30 de enero de 1649 en el castillo de Windsor causa una fuerte reacción en Francia, que posibilitará el aplastamiento de la insurrección popular. Así y todo, el espíritu frondeur no se extinguirá nunca mientras persista el poder de la Casa de Borbón. Sobre la Fronda, v. en particular Emmanuel Le Roy Ladurie, L'Ancien Régime I: 1610-1715, París, Hachette, 1991, 145-206.










[NOTA 2]

En realidad, la monarcomaquia fue una respuesta al naciente absolutismo regio. En España no pudo prosperar más que muy disimulada por la derrota en 1521 de las Comunidades de Castilla, pero en Francia, aprovechando las divisiones internas de la Corte y de la alta nobleza --escindidas por la cuestión religiosa--, pudo conseguir éxitos teóricos y prácticos, aunque fueran pasajeros. V. Joël Cornette, L'affirmation de l'État absolu, París, Hachette, 2000 (2ª edición).










[NOTA 3]

Pocas y poco extensas eran entonces las repúblicas: Ginebra, Suiza, San Marino, Venecia, Génova, Lucca y algún otro municipio italiano.










[NOTA 4]

V. la magnífica biografía de Raymond Trousson Denis Diderot, París, Tallandier, 2005, ISBN 9782847341515. V. asimismo Gianluigi Goggi, De l'Encyclopédie à l'éloquence républicaine - Etudes sur Diderot et autour de Diderot, París, Honoré Champion, 2013, ISBN978-2-7453-2488-7.










[NOTA 5]

V. Cueva Fernández 2011.










[NOTA 6]

Peña ha explicitado su deuda con esa tradición del solidarismo francés en Peña 2010.










[NOTA 7]

La mutación ideológica de Donoso Cortés la traza magistralmente, en breves líneas, Niceto Alcalá-Zamora y Torres en su semblanza biográfica del personaje (en La oratoria española: Figuras y rasgos, Buenos Aires: Atalaya, 1946, 70): «La primera juventud de Donoso fue liberal, como su ascendencia; después por rápidos saltos [...] retrocedió a moderado, ultraconservador, reaccionario, dictatorial».










[NOTA 8]

Puede ser un poco forzado el paralelismo que establece Peña entre la doctrina inspiradora de las dos últimas Constituciones borbónicas, la de 1876 y la de 1978, si bien es cierto que el pensamiento canovista formaba parte del patrimonio espiritual de la mayoría parlamentaria de 1977, ya despegadas de sus previas inclinaciones autoritarias o tradicionalistas. V. Sobre ese paralelismo VV.AA. 1999, 36-37, 47 y 75.










[NOTA 9]

Una de las consecuencias de todo el análisis de Peña sobre la Corona en la Constitución de 1978, como representante del pueblo soberano y máximo ejerciente (aunque delegado) de tal soberanía --raíz de su doble potestad arbitral y moderadora-- es que con ello se descarta la doctrina del eventual decaimiento del monarca si viola la Constitución, a diferencia del punto de vista del principal ideólogo de las Cortes de Cádiz, Francisco Martínez Marina, quien previó el destronamiento del mal rey. V. Menéndez Rexach 1979, 182.










[NOTA 10]

En Menéndez Rexach 1979, 82, se traza la impronta del pensamiento de B. Constant y su influencia póstuma en el ejecutivo bipolar --que para él se plasma, sobre todo, en la Constitución alemana de 1919 y en la francesa de 1958--. Dice que el `poder moderador' definitorio de la posición del rey se enfrenta al hecho de que «éste rara vez fue imparcial en los sistemas propiamente `doctrinarios'», viéndose paulatinamente disminuido hasta ese aludido resurgimiento, no ya en las monarquías sino en algunas Repúblicas.










[NOTA 11]

Aunque las potestades de la Presidencia Federal en la Ley Fundamental de Bonn sean muchísimo más reducidas que las de la Presidencia del Reich en la Constitución de Weimar, algunos autores piensan que sigue ostentando un poder que podríamos calificar de moderador. Para Santiago A. Roura Gómez 1998, 212-13, la Presidencia Federal participa en el control de constitucionalidad de la ley y ostenta un «poder relacional», que sería «un claro paradigma de la asunción de la teoría formulada por B. Constant del `pouvoir neutre, intermédiaire et régulateur'. V. Allí referencias a Pérez Royo, Varela Suanzes-Carpegna y otros juristas.










[NOTA 12]

Un acertado estudio de la presidencia del Reich en la República alemana de Weimar (1919-33) lo ofrece Menéndez Rexach 1979, 112-22. Otro análisis exhaustivo de la Jefatura del Estado en la Constitución de Weimar lo ofrece Costantino Mortati en «Una valoración de conjunto sobre la experiencia de la Constitución de Weimar», en VV.AA. 2010, 33-35. Peña insiste mucho en la formación germanófila de los constituyentes hispanos de 1977-78 y les atribuye incluso una probable inspiración weimariana. Es paradójico que un poder real fuerte --como él lo ve-- se inspire en un poder presidencial todavía más fuerte. Nos parece más probable que la influencia germana haya sido la de la Ley Fundamental de Bonn de 1949.










[NOTA 13]

Aunque a Peña no le atemoriza hallarse en minoría de a uno (casi más bien enfoca con gusto esa soledad), su concepción de la Corona en el actual ordenamiento hispano no es tan extravagante u original como él mismo parece creer. Así, no es el único que piensa que la Corona representa al pueblo español y que no hay que confundir elección con representación. V. Manuel Fernández-Fontecha, «La monarquía parlamentaria y la Constitución de 1978», en VV.AA. 1999, 75. Fernández-Fontecha ofrece además un argumento que no hemos hallado en el libro de Peña, a saber: «todos los textos de la Constitución tienen carácter normativo», por lo cual «lo cierto es que finalmente quien tiene la facultad de decidir si sanciona, si convoca o si designa es el Jefe del Estado», refutando la teoría `mecanicista' de Pérez Royo de que se trata de actos debidos.










[NOTA 14]

«Car le peuple qui choisit et qui vote n'est jamais lui-même que le représentant momentané de la puissance du peuple perpétuel, celui qui perdure identique à lui-même au travers de la succession des générations et qui constitue le véritable titulaire de la souveraineté» (p. 39 de la versión EPUB).










[NOTA 15]

Burke, Reflections on the Revolution in France, en The Works of the Right Honorable Edmund Burke, vol III, ed. Gutenberg (EBook #15679), p. 603 (versión EPUB.), cons. en 22/04/2005.










[NOTA 16]

Peña convierte la declaración (art. 57.1 CE) de D. Juan Carlos como «heredero legítimo de la dinastía histórica» en eje de toda su lectura de la actual Carta Magna, viendo en tal aserto un trasunto del pensamiento monárquico de los principales «Padres de la Constitución», los miembros de la comisión redactora del Anteproyecto. Se le pasa por alto, sin embargo, que tal fórmula no se hallaba en ese Anteproyecto ni en el debate del Congreso de los Diputados, sino que fue una enmienda que prosperó en el Senado (el «senado de quinto regio» como él dice), bajo la iniciativa de D. Joaquín Satrústegui y del Dr. Cordero del Campillo, senadores por la coalición de «progresistas y socialistas independientes». V. Mª José Cando Somoano 2004, 78-79.










[NOTA 17]

Consúltese El país de 29 de julio de 1977, donde se informa de que por la UCD «no se descartaba la existencia de un Consejo Consultivo de la Corona», como sucesor o continuador del precedente Consejo del Reino. V. igualmente Jaime Cosgaya García, «La actividad política de Laureano López Rodó durante la transición a la democracia», La transición a la democracia en España, Guadalajara, 4-7 de noviembre 2003, Vol. 2, 2004. ISBN 84-931658-9-1, 37. La propuesta de ese Consejo de la Corona, al parecer, provenía del propio monarca reinante, actuando López Rodó como su portavoz parlamentario. V. Aguilar Rancel y Hernández Guadalupe 2012, 190-192.










[NOTA 18]

Lecturas muy distintas de la de Peña de las funciones de la Jefatura del Estado en la Constitución de 1978 las ofrece la casi totalidad de los constitucionalistas hispanos, desde Sánchez Agesta hasta los más recientes. Véase, por todos, el análisis de Menéndez Rexach 1979, 364-454.










[NOTA 19]

V. Kaminis 1993.










[NOTA 20]

V. Franck Lessay, «Hobbes et l'idée de la république», en Zarka 2007, 64-66.










[NOTA 21]

Agradezco al Profesor Lorenzo Peña sus comentarios a una versión preliminar de este artículo.