¿Cabe un abuso de los derechos positivos?
Lorenzo Peña y Txetxu Ausín
publ. en: Los derechos positivos: Las demandas justas de acciones y prestaciones
ed. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín
México/Madrid: Plaza y Valdés, 2006, pp. 387-401
ISBN 10: 84-934395-5-X; ISBN 13: 978-84-934395-5-2
Que el disfrute de los derechos sociales o de prestación es susceptible de producirse de manera abusiva es, desde luego, algo que se reconoce amplia y comúnmente, pero cuya adecuada comprensión suscita serias dificultades teoréticas. También se entiende que, un poco instintivamente, se suelan objetar las alegaciones de disfrute abusivo de un derecho social, aduciéndose que, cuando se ejercita un derecho, es porque se tiene, y que, si se tiene ese derecho, será lícito el ejercicio que se haga de él, sin sobrepasar los límites; sobrepasados éstos --sigue aduciéndose--, se saldría uno del ámbito del derecho. Aunque veremos luego más en detalle el meollo de esa objeción al concepto de abuso de un derecho social, ya de entrada nos sirven esas consideraciones como marco de nuestro problema.

Vemos a menudo que se reprocha a alguien que abusa de un derecho social reconocido (a disfrutar de descanso, al cuidado a la salud, a la educación, a la cultura, etc); ese alguien replica que no es a él a quien toca fijar los términos y el perímetro del derecho en cuestión; que, fijados éstos por la autoridad a quien competa hacerlo, él se limita a ejercitar ese derecho, salvo que se demuestre que rebasa los contornos legalmente determinados. Él sólo reclama que se indiquen con claridad tales contornos para saber a qué atenerse, a qué o cuántas cosas o bienes concretos tiene derecho y a cuáles no.

Así, podemos concebir perfectamente que una persona, amparándose en el derecho a tener una vivienda digna, reclame y obtenga una ayuda social, de algún tipo, para alojarse en el centro urbano de la localidad en que trabaja, aunque esa misma persona tenga en propiedad otro local, mal comunicado, en un distante suburbio de la misma aglomeración metropolitana. Si le afeamos tal reclamación (que puede cobijarse bajo términos mal fijados de la normativa protectora), respondería que no es digno tener que vivir en un sitio tan mal comunicado; y que, si es que no lleva razón, que lo aclaren y fijen quienes redactan las leyes para que uno sepa a qué tiene derecho. ¿Es abusivo su ejercicio del derecho a tener una vivienda digna? ¿A cuánta dignidad de morada se tiene derecho, en cantidad y en calidad? ¿Cuán espaciosa, bien comunicada, tranquila, limpia, cómoda e incompartida ha de ser una vivienda para ser digna? ¿En qué condiciones precisas ejercita uno ese derecho reclamando otra vivienda por no ser digna aquella en la que de hecho ha venido morando hasta ahora?

Casos parecidos pueden aducirse con relación a cada uno de los derechos sociales. ¿Cuántas consultas médicas pueden hacerse en virtud del derecho a la asistencia sanitaria cuando las causas de la preocupación no son absolutamente obvias o son sobrellevables, o acaso imaginarios, el achaque o la dolencia? ¿A cuánta medicina preventiva es lícito aspirar? ¿Un chequeo completo cada año con escrutajes, análisis de todo tipo etc, sólo por lo aprensivo que es uno? De nuevo encontramos muchas personas que, si se les reprocha un abuso de tal asistencia médica, replican que lo único que piden es que se fijen con claridad los perfiles del derecho; sólo quieren saber a qué atenerse; ¿es mucho pedir?

Vamos a ver que sí, es demasiado pedir, porque justamente los derechos se tienen por grados, y por ende el campo de un derecho no se puede fijar con un contorno nítido y rígido; todo depende (del contexto, de las circunstancias y, principalmente, de cuánta sea la riqueza social).

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El concepto de abuso del derecho ha sido acusado de contradictorio, y lo es. Mas es una contradicción que ha de asumirse porque refleja la contradictorialidad de la vida; una teoría correcta que refleje la verdad real contradictoria debería asumir esa contradictoriedad, optando por una lógica adecuada que no rechace como ilógica a cualquier contradicción.

Lo contradictorio del abuso del derecho estriba en que se tiene un derecho y, a la vez, no se tiene el derecho de ejercer plenamente ese derecho; o sea es obligatorio abstenerse en alguna medida de ejercerlo.

Ahora bien, en virtud de un principio de lógica jurídica (principio de no vulneración o interdictio prohibendi), es ilícito impedir el ejercicio de un derecho ajeno; prohibir a alguien el ejercicio de un derecho acarrea impedírselo (ya que comporta la amenaza de alguna sanción, al menos en principio, que fuerza al titular del derecho a no ejercerlo, a no hacer alguna de las cosas que le permite hacer su condición de titularidad de ese derecho). Luego, si una norma pone trabas al ejercicio de un derecho --o, lo que es lo mismo, reputa algunos de tales ejercicios abusivos--, esa norma está prohibida; está prohibida pero, a la vez, si se ha promulgado, existe y es obligatoria; mas como está prohibida y --en esa medida-- no es vinculante, lo es y no lo es. Tal es la contradicción.

La noción de abuso del derecho es una de las más fructíferas en el moderno derecho civil, aunque también se haya abusado de ella. De orígenes vagamente medievales, y no sin antecedentes (también vagos) en el propio derecho romano (que contiene algunas anticipaciones de la noción), la doctrina de la posibilidad real de comisión de abusos de derecho entra en contradicción con algunos apotegmas como el de que `neminem laedit qui suo iure utitur'. (No faltan entre los clásicos apotegmas opuestos y hasta un proverbio célebre: summun ius, summa iniuria.)

Fue la jurisprudencia francesa la que articuló la noción de abuso de derecho a comienzos del siglo pasado (y, en parte, para colmar insuficiencias de la legislación sobre perturbaciones de vecindad que luego se han ido subsanando). Tal noción significa que el ejercicio de un derecho es abusivo y, por ende, ilícito, si conculca ciertas pautas de equidad, si se hace en detrimento del bien común --determinándose por la doctrina y la jurisprudencia cuáles son las pautas de equidad y de conformidad con el bien común.

Desde que se formuló, la doctrina empezó a suscitar oposición. Es casi palmario que la existencia de abusos de derecho conlleva una contradicción: si se ejerce un derecho, lo que se está ejerciendo es eso: un derecho; mas ejercer una acción a la que se tiene derecho no es sino ejercer una acción lícita; por otro lado, si se está --al efectuar uno la acción-- cometiendo un abuso (jurídicamente calificado), entonces la acción no es lícita. En suma, un abuso de derecho sería una acción lícita (por ser ejercicio de derecho) y a la vez, sin embargo, ilícita (por ser abuso y, a fuer de tal, extralimitación en el ejercicio del derecho, o sea por tratarse de una acción antijurídica).

Desde diversos ángulos argumentales se ha convergido así en tachar de logomaquia la pretensión de que puedan darse abusos de derecho. Es famoso al respecto el gran jurista francés Planiol, aunque no ha sido el único en oponerse a la posibilidad de abusos de derecho. Planiol aduce que, dondequiera que se esté dando un presunto abuso de derecho, lo que pasa es que se está ejerciendo una acción que, aun queriendo acogerse a un derecho, en verdad se extralimita, o sea va más allá de los límites de ese derecho. Y es que --añade-- todo derecho tiene sus límites, sus condiciones de ejercicio. A veces están claramente establecidos tales límites; otras veces, no. Mas existen. En suma, hablar de abuso en el ejercicio del derecho es una manera errónea y confundente de referirse a lo que siempre han sabido todos los juristas: que el derecho a esto-o-aquello se da sólo bajo tales condiciones y dentro de tales límites, aunque el legislador haya dejado sin precisar exactamente cuáles.

Otra línea de argumentación que se ha dirigido en contra de la posibilidad de abusos de derecho viene de que el derecho civil ha consagrado, desde la Ley Aquílea, el principio de responsabilidad, a saber: que todo hecho del hombre que causa daño a otro obliga a aquel por cuya culpa se causa el daño a repararlo. Siendo ello así, trátase de un principio jurídico general en cuya virtud aun el ejercicio de un derecho cualquiera tendría un límite --más allá del cual sería abusivo, y por ende ya dejaría de ser propiamente ejercicio del derecho en cuestión-- siempre que tal ejercicio cause a otro un perjuicio culposo (e.d. por malicia o por negligencia).

Lo que la doctrina ha señalado como insatisfactorio en esas dos vías de argumentación es que desconocen la peculiaridad, muy sui generis, del abuso de derecho. Y es que, si, en general, cualquier derecho, cualquier facultad jurídicamente concedida o reconocida tiene límites --marcados por el cumplimiento de condiciones--, la constatación de abusos en el ejercicio de un derecho se da aun en el cuadro de lo que esté amparado por ese derecho, o sea sin transgredir forzosamente esos límites. Igualmente, el principio de responsabilidad civil se aplica genéricamente a casos de dolo o negligencia, y ésos se definen o se determinan con arreglo al cúmulo de derechos del agente, de suerte que quien actúa amparado por un derecho no está obligado a reparar (no cae bajo el principio de responsabilidad civil, pues su actuación es jurídicamente correcta y, por ende, ni dolosa ni negligente, o sea que el daño se producirá por su causa mas no por su culpa). ¡A menos que haya abuso de derecho!

Frente al argumento de Planiol se han señalado así dos tipos de límites de un derecho: externos e internos.

Habría una actuación que se salga del ejercicio del derecho con el que quiera ampararse si se va más allá de los límites externos, definidos en el ordenamiento por deberes del agente --o, lo que viene a ser igual, por los correlativos derechos de otros. (Por el principio de no-vulneración, todo derecho de X de hacer A implica el deber de los demás de abstenerse de estorbar que X haga A; por el principio converso, todo deber de los demás agentes de abstenerse de estorbar que X haga A implica un derecho de X a hacer A.)

Mas se infringen los límites internos (menos bien trazados) si se actúa, ejerciendo el derecho --ejerciéndolo sin pasar los límites externos-- abusivamente.

Frente a la otra línea de argumentación se replica --como ya hemos apuntado-- que, salvo que se dé abuso, una actuación dañina para un tercero, si se efectúa al amparo de un derecho, no da lugar a reparación; y, si sí da lugar a reparación según la legislación, es que hay algún derecho reconocido que está limitando el ejercicio del derecho de que se trate; a menos (de nuevo) que, faltando tal prescripción legal específica, lo único que haya que reprochar a la acción sea que con ella se ejerce el derecho abusivamente.

Aunque nos parecen acertadas esas réplicas a las argumentaciones negacionistas del abuso del derecho, no creemos que, sin ulterior dilucidación, sean suficientes para despejar la dificultad. Ni creemos que se haya dado un tratamiento satisfactorio desde otros ángulos doctrinales, como la tesis de Josserand --distinguir derecho subjetivo y objetivo y sostener que el abuso de derecho es conforme con el subjetivo mas transgrede el objetivo; ni, menos todavía, creemos que se avance distinguiendo derechos de libertades (un distingo confusísimo y, en cualquier caso, inútil para nuestro tema actual).

Queda en pie la dificultad suscitada por Planiol. La réplica a Planiol sólo demuestra que hay motivos razonables para hablar de abusos de derecho, para distinguir límites externos e internos, ya que el ordenamiento jurídico y la jurisprudencia les dan trato diferente. Mas Planiol podría replicar que: o bien son dos grupos de límites ambos externos (unos de un género y otros de otro, con las diferencias que sean); o bien hay contradicción porque el límite interno conlleva contradicción: tendríamos una acción que, no rebasando el límite externo, sea, por consiguiente, jurídicamente correcta (lícita), y que sin embargo iría más allá del interno y sería, así, antijurídica, ilícita.

Creemos que se resuelve el problema con una teoría de grados de licitud. La acción que comporta el ejercicio abusivo de un derecho es, en parte, jurídicamente lícita y, también en parte, jurídicamente ilícita; lo uno y lo otro. Más lo uno, o más lo otro; según.

Aunque la doctrina francesa ha tendido a desglosar las perturbaciones de vecindad de los abusos de derecho (por haber sido promulgada una detallada legislación específica que regula las primeras), en general los casos más célebres de abusos de derecho se refieren (en Francia y en España) a relaciones de vecindad. Cuando la legislación no ampara a un vecino --no le otorga el derecho de estar, vivir u obrar en su propiedad así o asá-- y, por consiguiente, no impone a sus vecinos la obligación de no estorbar ese estar, vivir y obrar, entonces en general son lícitas, conformes a derecho, las acciones de los vecinos que estorben eso; salvo en tanto en cuanto vayan en contra de principios del ordenamiento jurídico como son los de procurar el bien común, obrar de buena fe, no actuar causando daño a otros, no actuar con desmedro de la equidad. (Posiblemente todos esos principios se pueden subsumir en el del bien común, ya que irían contra el bien común lo inicuo, la actuación para causar daño a otro o de mala fe.)

Ahora bien, las actuaciones que, amparadas por el derecho, sean de mala fe, o atenten al bien común ¿siguen siendo jurídicas? ¿Siguen siendo lícitas? En alguna medida sí. No son tan ilícitas, tan prohibidas, como las que se efectúen transgrediendo un deber jurídico específico. Así, p.ej., una edificación que transgrede una servidumbre de luces o de acceso es ilícita, yendo contra una obligación específica jurídicamente establecida de respetar la servidumbre en cuestión. (Dentro de eso podrá haber grados, desde luego).

Mas en otros casos no se deduce del ordenamiento jurídico una prohibición de actuar de tal modo a menos que se aduzcan los principios de la obligación de actuar de buena fe y de ejercer los derechos de manera que se contribuya al bien común o al menos no se cause detrimento al bien común. Esos principios, por su gran generalidad y su carácter genérico, obligan menos que los deberes específicos estatuidos en el ordenamiento. Una acción que sólo vaya contra ellos sin quebrantar ninguna prohibición específica es menos antijurídica, menos lícita.

Eso no significa que tales principios sean de escasa importancia en el ordenamiento. Son principios rectores y regulativos y mantienen una obligatoriedad o vinculanza genérica subsidiaria, a falta de obligaciones específicas. Mas, por su carácter genérico, exento de detalle y, por ende, sumamente difuso, iría en contra del principio de seguridad jurídica querer otorgarles el mismo grado de vinculanza que a las obligaciones específicas.

Así, cualquier acción que no infrinja ninguna obligación específica es, en algún grado, lícita, conforme a derecho. Será, sin embargo, también ilícita (en algún grado) cuando se ejerza de mala fe o en desmedro del bien común.

Desde luego hay grados (y facetas, y dimensiones) de buena y de mala fe; y los hay de respeto al bien común. La seguridad jurídica está a menudo en tensiones con la justicia, y al introducirse la noción de abuso del derecho inevitablemente disminuye la seguridad jurídica en provecho de la equidad y el bien común, o sea de la justicia.

De ahí que sea asunto de grado la colisión entre una acción y esos principios genéricos del ordenamiento. Una acción, por lo demás lícita (y, por ello, ya lícita en algún grado), estará sin embargo afectada de un grado de ilicitud mayor o menor según cuán de mala fe sea, según cuánto perjudique al bien común.

Un caso típico de la jurisprudencia es el de una construcción en terreno propio, que se haga principalmente para perjudicar a otro; o que, sin hacerse por eso, no le sirva al propietario para ningún fin o propósito legítimo que compense el perjuicio, o la molestia que, de resultas, sufrirá un vecino; o que, aun siendo muy útil para quien edifica, constituye una obra tan insólita que causa un daño no previsible por ninguna expectativa razonable (perjudicando así al bien común del vecindario y creando alteraciones perturbadoras del negocio jurídico usual en la zona).

Tal construcción tiene un grado de licitud al faltar (por hipótesis) derechos específicos reconocidos por la ley que, amparando a los vecinos, les permitan formular reclamaciones. Mas la licitud no es plena porque entra en conflicto con el principio del bien común, el cual resultaría dañado de tolerarse una edificación así y no exigir que el constructor indemnice a los perjudicados de un modo u otro.

La noción de abuso del derecho ha tenido, a partir de ese núcleo central, grandes ramificaciones (ninguna incontestada) a muy diversos ámbitos (derecho político, procesal, laboral, mercantil e incluso penal). Creemos que en todos esos campos puede ser útil nuestro enfoque, el de considerar que siempre las acciones que comporten un abuso de derecho (sin ser acciones antijurídicas por ningún otro concepto --se sobreentiende) son lícitas (sólo) en algún grado pero también parcialmente ilícitas. Y una acción parcialmente ilícita puede ser sancionable --aunque en general con menos rigor que una acción que sea menos ilícita. Sin embargo puede que no haya paralelismo exacto entre los grados de ilicitud y los de sancionabilidad jurídica.

Podríamos, en este punto, sospechar que el disfrute abusivo de un derecho es la realización de un acto que, siendo jurídicamente lícito, conculque una obligación simplemente natural; de suerte que, al juridificarse la prohibición del abuso del derecho, se estarían ascendiendo ciertas obligaciones meramente naturales al rango de obligaciones jurídicamente reconocidas.

Sin embargo, no tiene forzosamente que ser lo mismo el que una obligación pertenezca más, o menos, a un ordenamiento jurídico que el que sea más, o menos, obligación --e.d. que a aquellos a quienes obligue los obligue más, o menos, a la acción de que se trate. De suyo puede que se trate de dos escalas diferentes, aunque sin duda relacionadas.

Sin embargo, y aun tratándose de escalas diversas, sí cabe conjeturar que las obligaciones que menos pertenecen al ordenamiento son también, en general, cæteris paribus, menos vinculantes. Y, en efecto, eso explica que tengan menos consecuencias jurisdiccionales (que sean menos jurisdiccionalmente reclamables).

Así y todo es, en general, dudoso que quepa afirmar lo inverso: que cualquier obligación cuyo incumplimiento no sea sancionable o perseguible jurisdiccionalmente es una obligación menor o menos vinculante. Sin duda el ordenamiento, para evitar la marcha al infinito, tiene que dejar sin sanción posibles infracciones gravísimas (p.ej. en derecho constitucional), aunque --desde una óptica como la kelseniana-- es un tema controvertido (y aunque es verdad que a menudo la ausencia de sanción desdibuja el perfil de la antijuridicidad de una conducta posible o imaginable; mas eso tiene límites, porque las leyes son finitas).

En suma estamos ante el solapamiento sólo parcial de varias distinciones: el distingo entre infracciones sancionables y no-sancionables; el distingo entre infracciones que lo son más y que lo son menos (o sea de acciones que estén más, o respectivamente menos, prohibidas por el ordenamiento); y el distingo entre acciones cuya prohibición está más asumida --o lo está menos-- por ese ordenamiento (más, o menos, contenida en éste).

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Esas consideraciones generales se aplican por igual a cualesquiera campos del derecho. Aquí nos interesa su aplicación al campo de los derechos positivos, y particularmente de los derechos sociales formulables como derecho a algo.

El abuso del ejercicio de un derecho social estriba en un disfrute del mismo que colisiona con un derecho ajeno. Es, pues, un acto que impide o estorba el disfrute de ese derecho ajeno.

Cuando no haya tal colisión, no hay abuso del derecho; porque lo que no está prohibido está permitido. No está prohibido lo que no vulnera ningún derecho de nadie.

Son de varias clases los derechos de los demás que pueden venir lesionados en su ejercicio por el disfrute abusivo de un derecho social positivo. De un lado tenemos otros derechos positivos; de otro lado, tenemos derechos negativos.

Empecemos por los negativos. Genéricamente cabe ver a los derechos negativos como derechos de libertad, al menos en el sentido de que un derecho negativo, el derecho a no hacer algo así o asá (un derecho de abstención) es, por eso mismo, un derecho de verse libre de una carga, de un deber. El derecho negativo que principalmente colisiona con los derechos positivos (y con el disfrute de éstos, máxime si es excesivo o abusivo) es el de propiedad. Trátase de un derecho ciertamente negativo, porque no estriba en el derecho a tener propiedad, sino en el de no verse privado de la que uno tenga; el derecho de que a uno no le quiten lo que tenga ni le impidan o estorben usarlo, disfrutarlo o incluso deshacerse de ello (dándolo o destruyéndolo: ius utendi et abutendi).

Es indudable que carecerían de contenido y mordiente los derechos positivos si no entraran en conflicto con los derechos de propiedad. Por eso se tardó tanto en reconocer (salvo en el campo del ordenamiento jurídico privado) los derechos positivos, principalmente en la esfera social y laboral. El derecho a percibir una remuneración suficiente para mantener a la propia familia choca con el derecho del propietario de no ser privado del fruto íntegro de su propiedad. Idem el derecho a trabajar, que impone a los dueños de los medios de producción la obligación de contratar (restringiendo su libertad de dejar ociosos los bienes que poseen).

Sólo pueden satisfacerse gracias a la imposición de unas u otras restricciones a la propiedad (sea por la vía de obligaciones jurídico-privadas, sea por la del pago de tributos) derechos como los de comer, vestirse, tener una vivienda, beneficiarse de unos servicios públicos (correos, alcantarillas, limpieza, fluido eléctrico, agua), esparcimiento, acceso a la cultura, transporte, información veraz, jubilación, cuidado a la salud. Todo eso cuesta. En unos casos, se sufragará con cargo directamente a unos particulares y a beneficio de los así tutelados (especialmente en el ámbito del derecho laboral: obligación patronal de abonar días de asueto, complementos retributivos, cuotas de seguridad social; pero también otras obligaciones jurídico-privadas, como las que pesan sobre los caseros respecto de los inquilinos, de los comerciantes respecto de los consumidores, de los bancos respecto de sus clientes, etc); en otros casos se sufragará con cargo a la colectividad, sacándose de los impuestos que pagamos todos, o sea: restringiendo, limando, arañando nuestro derecho de propiedad.

Podemos conceptuar en general como servidumbres especiales las cargas que pesan sobre la propiedad privada cuando las establece el ordenamiento jurídico con vistas a satisfacer el disfrute de derechos positivos legalmente tutelados y garantizados. Son servidumbres legales las que afectan, p.ej., al propietario que tiene que tolerar el tendido de cables o tuberías por su terreno para que sean realizables las obras públicas necesarias para el funcionamiento del servicio público. Mas también las que succionan una parte del fruto de su propiedad a beneficio de la seguridad e higiene en el trabajo de sus empleados, o de su jubilación, o de la edificación de casas de habitación, o del fondo de desempleo; o --más todavía-- las que le imponen una cuota obligatoria de contratación laboral en función de su volumen de negocios o de ganancias (una medida que, hasta donde sabemos, todavía no se ha establecido en ningún país).

En tales casos, el propietario se ve sometido a unas obligaciones de dar, de hacer o de dejar hacer en beneficio de otros; mas de otros individuos determinados; no determinados de manera individual o particular, mas sí determinados por las circunstancias del caso que concurran, o al menos determinables. (Así la cuota obligatoria de empleo impondría una obligación de contratar, o mantener contratados, a tantos trabajadores dado tal volumen de negocio; no a este o aquel trabajador en particular, ciertamente; mas el cumplimiento de la obligación es siempre con relación a individuos determinados: éste o aquél.)

Así, consideramos servidumbres especiales cualesquiera cargas o deberes que pesan sobre los propietarios en virtud de derechos sociales positivos reconocidos por el ordenamiento jurídico cuando su cumplimiento consiste en relaciones con individuos o grupos determinados.

En cambio, son de índole tributaria las demás cargas que pesan sobre la propiedad en virtud del reconocimiento de derechos sociales positivos. En este caso, es la colectividad, representada por la autoridad competente, la que se encarga de canalizar el flujo de riqueza destinada a satisfacer esos derechos y a implementar los recursos y las estructuras adecuadas para esa satisfacción, a costa de lo aportado por los impuestos. Éstos recaen sobre los propietarios, para quienes significa una obligación de dar (y por lo tanto no de quedarse) una parte del fruto de su propiedad. Tal obligación colisiona con el derecho mismo de propiedad, el derecho a no ser molestado en el pleno uso y disfrute de lo propio.

Ese conflicto entre el negativo derecho de propiedad y los derechos positivos sociales es tan palmario y frontal que se entiende perfectamente el malestar de los adeptos del ultraliberalismo frente a la idea de derechos positivos. Salvo muy limitadamente en la esfera civil y mercantil, los ordenamientos jurídicos liberales tendieron a no reconocer derecho positivo alguno para salvaguardar al máximo el derecho de propiedad. Incluso los libertarios en nuestra época juzgan que toda proclamación de derechos positivos es una expropiación, un despojo.

Los ordenamientos jurídicos de la segunda posguerra mundial tendieron a dar primacía a los derechos sociales positivos, de manera que el derecho de propiedad privada estaría limitado por los derechos positivos y, en rigor, subordinado a ellos. Tal doctrina no viene claramente formulada en esos términos casi nunca, mas sí es el norte que guía a las constituciones promulgadas entre 1945 y 1995, aproximadamente (unas más, como la colombiana; otras menos, como la española).

Sin embargo, en la medida en que subsiste el derecho de propiedad privada, éste ha de tener un contenido jurídicamente real, aunque sea de bordes difusos. Las constituciones, como todas las leyes escritas, se interpretan en virtud de unos principios jurídicos que promulga la colectividad directamente, en cuanto tal, al asumirlos y prestarles adhesión. Tales principios cobran así la vigencia de reglas supraconsuetudinarias e incluso supralegales; es el pueblo mismo, no sus representantes, quien las promulga. Es la opinión pública la que recoge, plasma y expresa ese sentir popular. Hasta el punto de que la propia norma constitucional se modula en la realidad jurídica de una forma u otra en virtud de tales principios.

La sociedad evoluciona. También los principios jurídicos socialmente aceptados. Al compás de ese cambio, evoluciona la interpretación de la constitución. A veces para adelante. A veces para atrás. Es esa evolución la que, en sus zigzags, va delineando la zona porosa, difusa, maleable, que constituye la marca fronteriza entre el derecho negativo de propiedad y los derechos sociales positivos. Es imposible contestar de una vez por todas dónde empieza uno y dónde termina el otro. Es ilusorio pretender que haya una cartilla donde se estampen tales límites con pelos y señales, una ordenanza que ya sólo quepa aplicar a rajatabla, al pie de la letra, sin encomendarse a Dios ni al diablo y sin tener que traer a colación el espíritu de los tiempos, la sensibilidad social, las apreciaciones de equidad, el sentido de la ponderación, los cambiantes horizontes de lo humanamente factible, la variación de los anhelos sociales (p.ej. los cambios en la misma noción de la dignidad humana).

Si todo eso es así con relación al conflicto entre derechos positivos sociales y derechos negativos, en particular el de propiedad, más espinoso es el antagonismo entre diversos derechos positivos. Haberlo, haylo. Porque los recursos son escasos. Podemos establecer dos grandes ramas.

Una es la de un conflicto entre diversos disfrutes del mismo derecho genéricamente definido. Así, si se ha asignado socialmente un fondo de X para la atención sanitaria, entonces es obviamente finito el número que se puede costear de consultas de facultativos, visitas médicas domiciliarias, operaciones, prótesis, medicamentos, inyecciones, radiografías, análisis de sangre, ecografías etc. Por desmedido que sea el afán reglamentista del promulgador de normas, será imposible fijar un cupo exacto de aquello a que cada uno de los posibles enfermos (que somos todos) tenga derecho para dejar una porción equitativa para los demás, según la gravedad de las dolencias y la mejora marginal de bienestar que cada uno obtenga de los tratamientos. Así el encarnizamiento terapéutico hoy tan denunciado tiene, entre otros, el defecto de consumir --en beneficio de una minoría, cuya calidad de vida apenas mejora (si es que no empeora)-- un volumen ingente de recursos médicos, de los cuales, como resultado de tal opción, va a ser privada la mayoría de la especie humana (incluyendo muchos individuos a quienes la obtención de una fracción de esos recursos médicos podría suponer una gran mejora de la calidad o cantidad de vida).

Lo mismo pasa con la vivienda. Es finito lo que se construye. El volumen de lo edificable no está dictado por ninguna ley de bronce, sino que es elástico. Mas siempre, en cada caso, finito. Cuanto más locales tengan unos, menos posibilidades de viviendas tienen otros. Si muchos recursos edificatorios se dedican a levantar, p.ej., residencias vacacionales o de veraneo, o residencias secundarias o terciarias (cuaternarias, etc), menos recursos edificatorios van quedando para vivienda primaria habitual. Pueden edificarse viviendas bien y mal situadas, lujosas y modestas, espaciosas y angostas, salubres e insalubres, aisladas del frío y del calor y del ruido o expuestas a todo eso; etc. Si para unos las viviendas exceden cierto umbral de calidad, habrá que compensarlo --dado el volumen de recursos que la sociedad haya decidido consagrar a la edificación-- reduciendo el tamaño y la calidad de los alojamientos de los demás. (Así, para que unos disfruten de vivir en edificios céntricos y de poca altura, otros tendrán que pasarse una buena parte de su vida en los desplazamientos.)

También cabe hablar de un conflicto entre el derecho a trabajar de unos y de otros, aunque ese tema, erizado de tremendas dificultades de todo orden, exige un tratamiento absolutamente aparte. Limitémonos aquí a señalar que, acertada o equivocada, conducente a una mejora o a un empeoramiento social, a esa visión de un fondo laboral, de un recurso finito, escaso, distribuible, responde la idea que se les ha ocurrido a algunos de un «reparto del trabajo» o «reparto del empleo» (prohibiendo trabajar antes, o después, de cierta edad, u obligando a los asalariados a contentarse con menores salarios a cambio de jornadas más cortas, para ver si así el patrón contratará a más para hacer la tarea que los ya previamente contratados dejarán así sin cumplir).

Sin embargo, el derecho a trabajar difiere fundamentalmente de los demás derechos positivos, porque es un derecho a dar y no a recibir (aunque acarree el derecho a la remuneración); eso hace muy dudosa tal noción de reparto del trabajo. Mas, en cualquier caso, y sea cual fuere el planteamiento correcto de este delicado tema, es un hecho que cabe ver ahí un posible problema de conflicto entre diversos disfrutes del derecho a trabajar. (Y, de manera más banal, y hasta más vulgar, está el mero conflicto entre dos individuos, contrincantes para un puesto de trabajo: quien obtenga el puesto, ve satisfecho así su derecho a tener un puesto de trabajo; no el otro.)

La segunda gran rama del conflicto entre derechos positivos es la que agrupa a las colisiones entre el disfrute de un derecho positivo y el de otro derecho positivo. Aquí puede suceder incluso que haya conflicto para un mismo sujeto. Imaginemos que los derechos sociales se satisfacen por medio de una asignación dineraria; cada uno percibe una ayuda según sus recursos propios y un baremo de necesidades; mas lo que uno puede gastarse en acceso a la cultura no le queda disponible para mejorar la calidad de la atención sanitaria de que goza, o la del aire que respira, o para aislar de ruidos su morada. Sin ir tan lejos, puede haber un racionamiento de cuidados médicos; cada individuo podría gastar tanto durante su vida, habiendo de administrarse para no gastar demasiado en unas facetas de la atención sanitaria a fin de dejar en reserva una parte de su cupo para otras.

Más frecuente es el conflicto entre el disfrute de un derecho positivo por alguien y el disfrute de otro derecho positivo de otro. En rigor, eso está pasando (aunque no se perciba) cada hora y a cada minuto, repetidos cientos de millones de veces en el planeta. El derecho a comer de unos y el derecho a la calidad de vida de los otros. El derecho a la atención sanitaria marginalmente eficaz de algunos y el derecho de otros a tener un lugar donde guarecerse. El derecho a beber agua potable de unos y el derecho de otros a tener bonitas viviendas con jardín y césped. Más en general, el derecho de cada quien a su parte en el reparto de la riqueza (parte dedicada a satisfacer necesidades de vivienda, de transporte, de acceso a la cultura, de calidad de vida, de cuidado a la salud; necesidades inexhaustibles, insaciables, infinitamente expandibles; el que tiene 100 m² de espacio de vivienda siente necesidad de pasar a 150m² para vivir con calidad de vida, y así sucesivamente; el que puede comprarse cien libros siente necesidad de comprarse 200 y leer el doble).

Ninguno de los derechos sociales positivos tiene un límite jurídicamente determinado asignable de una vez por todas. Cada uno de ellos es susceptible de articularse en una asignación mayor o menor, en función de las ideas cambiantes, de la opinión pública, de los principios jurídicos asumidos por la sociedad (así hoy día el principio de la obligación de ayudar a los países subdesarrollados, a los parientes de la raza humana que han tenido menos suerte, aunque ello conlleve sacrificios para los países donantes). Los constantes, múltiples y complejos conflictos entre esos diversos derechos positivos determinan que se produzcan abusos de derechos. Incurre en abuso del derecho alguien que use de su derecho a la atención médica de manera desproporcionada, excesiva, aunque en abstracto le sea lícito y aunque ello incremente marginalmente su bienestar, su sentimiento de seguridad, o atenúe su desazón o su inquietud; incurre si es que (como no puede por menos de ser) hay muchas otras necesidades ajenas, a las que también hay derecho, que no se pueden satisfacer, incluidas necesidades sanitarias. Incurre en uso abusivo de su derecho al asueto quien agota sin razón suficiente sus licencias laborales pagadas, porque perjudica las posibilidades de asueto de otros con necesidades de tiempo libre más acuciantes e imperiosas. Incurre en uso desproporcionado y abusivo de su derecho a la calidad de vida el que emite un volumen de anhídrido carbónico tal que, si todos emitieran ese volumen, la vida en el planeta se deterioraría mucho.

Sin embargo, hay derecho a la calidad de vida, al asueto, al cuidado a la salud. En abstracto, todas esas conductas son lícitas. Y no sólo en abstracto: en concreto también lo son en alguna medida. ¿En qué medida? Lo son tanto menos cuanto más colisionen con necesidades más básicas de más seres humanos.