El Principio de Autonomía y los Límites del Consentimiento
por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín
Actas del III Congreso de la Sociedad Española de Filosofía Analítica
ed. por J.J. Acero et alii
Granada, 2001
pp. 249-55
ISBN 84-699-6803-3

En el habla común consentir es dejar que se haga una cosa; o sea, no oponerse a ello, no impedirlo, no prohibirlo (porque quien prohíbe algo lo impide o estorba).

El uso de la palabra `consentimiento' tiende a aplicarse a aquellos casos en que lo que se deja hacer es algo que en principio tenga uno motivos para no dejar hacer. Se distingue así entre permitir y consentir. Solemos decir que cierta infracción a las reglas vigentes, aunque no está permitida, sí está consentida.

Esa nebulosa de connotaciones del verbo `consentir' a que hemos aludido no es algo exclusivo del español, sino que lo mismo pasa en otros idiomas; p.ej. en alemán, con el verbo `einwillen', que algunos juristas alemanes opusieron a `genehmigen' (`dar su conformidad', `aceptar').

Mas es sumamente difícil, y probablemente improductivo, intentar delimitar, semánticamente, un concepto neto y tajante de consentimiento que lo diferencie del de conformidad. En la propia dogmática jurídico-penal germana se acabó desechando tal dicotomía rígida.

Cabe preguntarse cuál es el la naturaleza de esas connotaciones, borrosas y escurridizas. Para algunos autores, es semántica; ellos reservan exclusivamente la calificación de `consentimiento' a la anuencia a un acto que estaría prohibido de no ser precisamente por tal anuencia.

A nuestro juicio, sin embargo, se trata más de un constreñimiento pragmático de pertinencia comunicacional (o --como vamos a señalar en seguida-- de relevancia jurídica) que de una nota semántica del concepto.

De ahí que entendamos genéricamente el consentimiento como una manifestación de voluntad, activa o pasiva, expresa o tácita, verbal o práctica, para un acto o una omisión de otro.

Desde el punto de vista jurídico, el consentimiento es la aquiescencia dada de manera voluntaria y libre. Para ser voluntaria ha de ser consciente y ha de ser a la acción u omisión en concreto, no a otra. Por ello se excluyen del consentimiento casos de confusión, error o ignorancia graves o de manifestación de conformidad dada bajo hipnosis, alucinación o fuerza irresistible.

La libertad añade una nota adicional, que excluye la amenaza; mas sabemos que el concepto de amenaza envuelve enormes dificultades, que naturalmente repercuten en sendas dificultades de la propia noción de consentimiento. No nos extenderemos aquí sobre esa cuestión.

Nótese que el consentimiento no tiene forzosamente que ser individual. También puede dar su consentimiento un grupo: sea la sociedad en su conjunto --representada por las autoridades o directamente mediante la aceptación concurrente de la masa de la población, manifestada activa o pasivamente--; sea un colegio cualquiera, una asociación o incluso una colectividad informal.

Estos últimos grupos son personas jurídicas o conglomerados que --sin tal personalidad propiamente dicha-- poseen, así y todo, una cierta entidad colectiva jurídicamente reconocible y amparable, susceptible de manifestar de alguna manera su no-oposición (al menos por la vía de las aceptaciones consuetudinarias o de la falta de concertación para acciones de resistencia).

Hecha esa importante matización respecto del ámbito subjetivo del consentimiento (el cúmulo de los consentidores posibles), nos preguntamos cuál sea el fundamento de la relevancia jurídica del consentimiento. ¿Estriba en el señorío de la persona (individual o colectiva) sobre su propio ser y hacer? (En esos u otros términos parecidos podría formularse el principio de autonomía del individuo que las escuelas de raíz kantiana suelen colocar en la cima del orden moral.)

No es posible. Como mínimo --y para empezar--, habría que tener en cuenta también la voluntad de quienes vayan a ser afectados por una acción. Hecha esa salvedad, ¿puede pensarse en un orden social en el que la licitud venga determinada unívocamente por la voluntad concordante de los agentes y de los pacientes? O sea ¿es lícito todo lo consentido?

Si el fundamento de la relevancia del consentimiento fuera ese principio de autonomía de la voluntad, así parece que habría de ser. Pero no es así en absoluto. Vamos a verlo en detalle, pero antes hemos de exponer previamente unos principios básicos.

Existe una correlación entre derechos y deberes. Los derechos establecen las bases para legítimas demandas frente a otros. El núcleo de la idea de derecho, sin embargo, no implica en absoluto una relación personal. El derecho es simplemente una autorización, es la licitud de hacer, de no hacer o de recibir algo, y nada más. Uno tiene derecho a estudiar, a vivir, a su pensión, a su integridad física, a su casa, etc.

Derivativamente surge el derecho personal, que es una relación con otros, y que estriba en la obligación de esos otros de no estorbar el disfrute del derecho.

El fundamento de esa derivación es el principio deóntico de no vulneración. En efecto, es menester considerar en este análisis del consentimiento dos principios básicos de la lógica jurídica:

  1. El principio de no vulneración: en la medida en que algo es lícito, es ilícito impedirlo u obstaculizarlo.
  2. [2º] El principio del efecto ilícito: está prohibido causar resultados ilícitos.

Ambos principios nos permiten averiguar las compromisos y las consecuencias de las decisiones y acciones con relación a los deberes y derechos, tanto propios como ajenos.

En todo lo que sigue de este trabajo, vamos a centrarnos en aquellos casos jurídicamente relevantes en los cuales el agente sólo adquiere su derecho a efectuar su acción por la aquiescencia del afectado, o por lo menos adquiere, en virtud de esa aquiescencia, un mayor derecho a realizarla.

El consentiente otorga una autorización. Ésta puede ser provisional o definitiva, e.d. puede ser para un período fijo, o por fijar de algún modo, o bien para siempre.

Cuando es provisional, entonces quien recibe el consentimiento (o sea el permiso) queda autorizado a efectuar algo que no sería lícito sin esa conformidad, mas sólo durante ese período. El acto vuelve a ser ilícito al expirar tal período, porque, al consentir, el paciente no ha renunciado a su derecho en general, sino al disfrute de ese derecho para ese lapso de tiempo nada más.

Un consentimiento temporal podemos verlo como la suspensión del ejercicio de un derecho por su titular. Esa suspensión no es una renuncia al derecho sino sólo a su ejercicio.

Si el consentimiento es definitivo, entonces el titular renuncia a su derecho. No es que transfiera forzosamente ese su derecho al otro, mas sí le confiere (para siempre) un derecho, quedando él obligado a respetar el ejercicio de tal derecho. Así quien consiente en que otro establezca una servidumbre de paso sobre su finca pierde el derecho de tener su finca cerrada a todos, sin que haya, no obstante, derecho alguno que se transfiera de un contratante al otro.

Nótese que la diferencia entre renuncias temporales y definitivas no es la misma que la que se da entre renuncia revocable e irrevocable. Una renuncia definitiva puede ser revocable, y las provisionales suelen ser irrevocables.

Surge la pregunta de si existen situaciones en las que el titular de un derecho no puede comprometerse a renunciar a su ejercicio ni puede abandonar ese derecho.

Todos los ordenamientos jurídicos reconocen que hay muchos derechos que son irrenunciables. Las discrepancias no afectan a si se dan límites al consentimiento, sino a qué límites se dan, y a cuál es el fundamento de tales límites.

Un ordenamiento jurídico está hecho para proteger una vida en común de una sociedad, de una pluralidad de individuos, humanos o no humanos (las sociedades de simios tienen sus reglas también). Y esa vida en común está establecida para hacer prosperar ciertos bienes, ciertos elementos de la realidad a los que tutelará ese ordenamiento (bienes jurídicamente protegidos). Un derecho de un miembro de esa colectividad es la licitud --o sea, no prohibición-- de algo, licitud que se da sólo en tanto en cuanto ese algo es considerado socialmente un bien, al menos para su titular y desde su propio punto de vista, aunque sea erróneo. Si Pablo tiene derecho a cercar su finca, es que el tenerla cercada es visto como un bien amparable, un bien jurídicamente protegido, al menos algo bueno para Pablo, en la medida en que, si lo hace, es porque ello le reporta alguna satisfacción.

De los bienes jurídicamente protegidos y a cuyo disfrute se tiene derecho hay muchos que no se tiene derecho a abandonar. No cabe entonces consentimiento dado a otro para que los vulnere.

Las sociedades conocidas tienen ordenamientos normativos que marcan estrictos límites a lo consentible. Hay derechos cuyo titular puede no ejercerlos, pero sin poder comprometerse a no ejercerlos, o sea sin asumir la obligación de no ejercerlos o de no oponerse a los obstáculos que otros interpongan a su ejercicio. Son derechos irrenunciables.

En las sociedades modernas son tantos que su enumeración sería larguísima. Nadie puede venderse como esclavo, ni siquiera consentir para ser un empleado vitalicio de otro, ni consentir en contraer un matrimonio indisoluble, ni en que sus padres lo deshereden, ni en que otro vote por él en las próximas elecciones, ni en que le destruya bienes de valor histórico o artístico o bienes forestales; ni en que lo contraten por un salario inferior al mínimo legal establecido, o sin seguridad social, o con una jornada laboral de 13 horas; ni en que le vendan medicamentos caducados a más bajo precio, o carne contaminada muy barata; ni en recibir un préstamo usurario o un crédito con pacto comisorio. Tampoco se puede consentir que otro le inflija a uno amputaciones por diversión o le dé un trato humillante o degradante. Está prohibido contratarse como objeto de irrisión o de sevicias. También lo está consentir en amputaciones por dinero, e incluso la donación de órganos entre vivos sólo es lícita en casos particulares. Ni es válido el consentimiento para cualquier donación incluso dineraria. Hay montones de derechos a los que su titular no puede legalmente renunciar.

Desde luego los límites varían. Hay voces que reclaman más libertad; nadie, que sepamos, pide que a todo se pueda consentir y que, por lo tanto, deje de haber leyes que regulen el comercio, los casamientos, las relaciones familiares, las laborales etc, para quedar sólo la prohibición general de hacerle a alguien algo sin su consentimiento.

Todos admiten, pues, que hay derechos inalienables, es decir, derechos de los que no podemos disponer a nuestra voluntad y que, por lo tanto, constituyen en cierto modo una carga para sus poseedores. Tener derecho a X no entraña en absoluto tener derecho a dejar de tener derecho a X. (Ni siquiera entraña forzosamente tener derecho a no-X, pues el derecho puede también ser un deber.)

Si eso puede sonar raro, es por una confusión --tan frecuente-- de pragmática con semántica. No suele ser comunicacionalmente pertinente hablar de derechos más que cuando se trata de la licitud de algo ventajoso y libre de cargas. Sin embargo, el derecho no es algo tan unilateral o unidireccional.

De entre esos derechos irrenunciables, unos lo son absolutamente; otros lo son bajo ciertas condiciones. Así nadie puede consentir en ser torturado; pero, aunque, en principio, nadie puede consentir en una jornada laboral de 13 horas, hay circunstancias excepcionales en las que, en virtud de un estado de necesidad social, sí es lícito tal consentimiento (y, siéndolo, es vinculante para el consentiente); en tal caso hay un bien mayor que compensa con creces el mal de la transgresión.

Los derechos absolutamente irrenunciables son tales que el consentimiento es irrelevante. Es inválido e irrelevante el consentimiento de alguien para que, a cambio de dinero, otro se divierta cortándole un brazo (es un sádico), igual que el consentimiento para que lo usen como pelota de juego o acerico. Y, salvo en casos excepcionales (y no comúnmente aceptados todavía) es ilícito el homicidio consentido. La importancia de este tema es tal que sobre él hemos de volver hacia el final de este trabajo.

Hay casos en los que un derecho se da por grados y el consentimiento puede disminuir el grado de la ilicitud. Así, cuando una relación sexual entre dos individuos es ilícita de todos modos (estupro, incesto, relaciones con menores, adulterio --en los ordenamientos en que es ilícito), no es irrelevante el consentimiento (o no lo es siempre), a pesar de que en algunos de tales casos suele considerarse que la anuencia no es genuino consentimiento válido, porque no es libre (aunque sea voluntaria).

Del mismo modo que hay actos que, prohibidos aunque se hagan con el consentimiento del paciente, están más prohibidos cuando se hacen sin él, hay también actos que sólo son, en principio, lícitos si son consentidos, pero que pueden ser excepcionalmente lícitos aun sin consentimiento. Así, las operaciones quirúrgicas son hoy en principio ilícitas sin consentimiento del paciente (incluso un consentimiento especial y formal muy riguroso, el consentimiento informado); pero la ley permite que se prescinda de él en determinadas circunstancias, como casos urgentes o de pacientes incapaces o niños. En algunos de tales casos está habilitado a consentir el representante legal, si lo hay, pero eso no es consentimiento sino un requisito legal cuya satisfacción permite prescindir del consentimiento.

Cuando un acto es ilícito a menos que el paciente le dé su consentimiento, a ese mismo paciente le suele estar prohibido renunciar a ese derecho de dar o rehusar su consentimiento. O sea, aun los derechos renunciables (definitiva o provisionalmente) son tales que la ejercitabilidad de ese derecho de renuncia no puede quedar comprometida por un compromiso previo, en un sentido o en otro.

Nadie puede consentir en perder su derecho a vender sus bienes (lo cual es verdad en la sociedad de hoy con algunas limitaciones, aunque no siempre fue así). Nadie tiene derecho a renunciar a su derecho a decir no a una intervención quirúrgica. (Nadie puede firmar válidamente de antemano una autorización para que en el futuro, o para dentro de 20 años, le hagan cualquier cosa, desprendiéndose así él del derecho a oponerse.)

Tampoco las personas colectivas tienen derecho a renunciar a su derecho a decir `¡No!' a ciertos actos de terceros que les sean perjudiciales o las afecten. Una sociedad mercantil tiene incluso la obligación de recusar transacciones abusivamente desfavorables para ella misma. Claro que aquí se está protegiendo principalmente el interés de los socios que podrían verse dañados por la prevaricación de los directivos; pero el hecho es que la sociedad --por mucho que sea una entidad con ánimo de lucro y de derecho privado-- no puede renunciar a ciertos derechos. Más restricciones pesan sobre las fundaciones y asociaciones de interés social.

O sea, el individuo o grupo que tiene derecho a no permitir una acción ajena no suele tener derecho a renunciar a ese derecho. El derecho de no consentir suele ser inalienable.

De todas esas limitaciones del derecho a consentir se colige que existen obligaciones para con uno mismo. Y esa conclusión inquieta a algunos filósofos.

Un argumento contra la existencia de obligaciones para con uno mismo se debe a Marcus Singer ([Singer], pp. 311-318):

  1. Si X tiene una obligación hacia Y, entonces Y tiene un derecho frente a X.
  2. Si Y tiene un derecho frente a X, entonces Y puede renunciar a él y liberar a X de la obligación.
  3. Nadie puede liberarse a sí mismo de una obligación.

Mediante dos operaciones de modus tollens se deduce que nadie tiene una obligación para sí mismo.

Para bloquear ese argumento basta rechazar una de las tres premisas anteriores. Al defender la existencia de derechos inalienables --e.d. de derechos a los que no se puede renunciar por el mero consentimiento-- rechazamos la premisa (2).

En rigor (2) no es sino la tesis de que no hay derechos irrenunciables, tesis que se encuentra con la doble dificultad de que ni un solo ordenamiento jurídico la ha aceptado nunca ni tampoco es independientemente obvia, ni siquiera razonable. Un derecho es la licitud de algo en aras de la protección de un bien jurídico, y hay una serie de bienes jurídicos que un ordenamiento permite que no se gocen, usen o ejerzan, pero no que se renuncie al gozo, uso o ejercicio.

Sin embargo, hay una importante precisión en la que hay que ahondar más a este respecto.

La premisa (que rechazamos), (2), dice que, cuando alguien tiene un derecho frente a otro, entonces ese alguien puede renunciar a tal derecho liberando a ese otro de la obligación.

Aquí hay que acudir al distingo que más arriba hicimos entre la renuncia provisional y definitiva. Hay muchos derechos que, sin ser totalmente irrenunciables, son sin embargo inalienables, en el sentido de que su titular no puede despojarse (definitivamente) de ellos, aunque sí puede comprometerse a renunciar a ejercitarlos durante un tiempo.

Así, p.ej., a nadie se puede obligar a permanecer de por vida en una asociación o en una comunidad, mas sí puede uno de antemano renunciar, por un cierto tiempo, a ejercer su derecho de separarse. Si infringe tal compromiso no estará ejerciendo su derecho, sino transgrediendo una obligación que ha adquirido, por lo cual pesará entonces sobre él una obligación compensatoria (la de remediar el daño causado).

Otros ejemplos de derechos parcialmente renunciables pero inalienables son aquellos cuyo ejercicio está afectado por incompatibilidades legales: nadie puede alienar su derecho a presentar su candidatura a cargos públicos, mas el desempeño de ciertas profesiones puede que incapacite para esa presentación por un período de tiempo que se extienda hasta tantos meses o años desde el cese del desempeño. Quien asume una profesión así se compromete a no ejercer su derecho de candidatura durante un cierto tiempo, aun sin alienar tal derecho.

Cuando alguien da su consentimiento para algo que, sin ese consentimiento, estaría prohibido, puede ser para un acto en particular, de ejecución más o menos instantánea, o para toda una serie de acciones. En este último caso, el consentir conlleva dos cosas:

  1. autorizar esa serie de acciones; y
  2. consiguientemente (por el principio de no vulneración) asumir la obligación de no estorbar tales acciones --lo cual incluye el deber de no prohibirlas, o sea incluye el compromiso de seguir consintiéndolas.

Cuando la acción consentida es de ejecución momentánea pero de consecuencias irreversibles, el ordenamiento jurídico tiende a establecer garantías y solemnidades a fin de que no se otorgue nunca el consentimiento a la ligera. No es que no se pueda consentir sin esas solemnidades, sino que el consentimiento no es válido sin ellas, o sea no genera derechos del otro ni obligaciones propias. Para obligarse uno no es indefinidamente libre.

Muchos actos de consecuencias irreversibles están prohibidos aun con consentimiento, justamente porque la retractación del consentidor --cuando reflexione o se serene-- no le serviría de nada o ni siquiera sería posible ya (p.ej. en caso de homicidio consentido).

En las relaciones entre individuos y grupos hay muchos casos de derechos parcialmente renunciables pero inalienables, con lo cual, correlativamente, las obligaciones derivadas podrán ser exoneradas sólo para un tiempo determinado, no para siempre. Por su propia índole, ese ámbito tiende a no aplicarse a actos con consecuencias irreversibles, como la mutilación o la privación de la vida.

Tampoco aceptamos la premisa (3), pero dejamos su discusión para otro momento. No vemos, en cambio, ninguna dificultad con la premisa (1), que es una verdad tautológica. Para hallar una dificultad en (1) es menester: o bien

Dejando aquí por completo de lado lo [2º], nos limitamos a señalar que, a favor de lo [1º], se han dicho cosas como que los agentes morales (se supone que sólo los descendientes de Adán y Eva lo son) tienen obligaciones para con los demás animales, pero que éstos no tienen derechos; también se ha dicho que se tienen obligaciones para con los individuos fallecidos, pero que los muertos no poseen derecho alguno.

Nos parece totalmente errónea e inadmisible esa visión, no ya por lo misterioso e impenetrable de ese mágico «poder», sino también por sus consecuencias ético-jurídicas. En definitiva, rechazar (1) sería abandonar una premisa inicial y fundamental de nuestra indagación; a saber, que existe una correlación entre derechos y deberes.

Al aceptar así limitaciones al derecho a consentir, ¿no caemos en un punto de vista paternalista, en una inaceptable cortapisa al valor de la autonomía y de la autodeterminación del ser humano?

En respuesta a esa inquietud, podría intentarse acudir al distingo entre paternalismo suave y paternalismo duro (v. [Feinberg], pp. 110-127). Según éste, cabe restringir la libertad de una persona por su propio bien sólo cuando la conducta de esa persona no sea genuinamente voluntaria: por un trastorno mental, por falta de madurez, por ignorancia, etc. El paternalismo duro, que --según tal enfoque-- sería inaceptable, consiste en restringir la libertad de uno por su propio bien incluso en casos en que su conducta sea genuinamente voluntaria.

Planteadas así las cosas, tenemos que decantarnos, resuelta y totalmente, por el llamado `paternalismo duro'. No sólo nosotros. Todos los ordenamientos jurídicos sin excepción son, en ese sentido, paternalistas duros.

Desde luego, hay una serie de libertades de los individuos y de las asociaciones cuyo ejercicio acarrea la autoprivación de algunos de tales bienes y por ende la disminución de la masa social de los mismos. Está limitada la protección que da el ordenamiento jurídico a tales bienes. Mas no lo está por un principio general de que cada quien hace lo que le da la gana, ni siquiera mientras no afecte a los demás. Ello por cinco razones.

  1. En primer lugar porque casi siempre afecta a los demás. Cualquier destrucción de una vida humana afecta a otras vida humanas, salvo acaso en la hipótesis extrema de un Robinsón Crusoe o de un náufrago social absolutamente sin vínculos con nadie.

    Y no se trata sólo de la vida, claro. Si un padre de familia se hace cortar una mano --por una apuesta, por curiosidad de ver qué sensaciones se tienen, por bravuconería, por hacerse famoso, o por lo que sea--, el resultado es irreversiblemente grave para su familia, no sólo para él. E incluso bienes ya mucho más baladíes, como el dinero, los utensilios de cocina, o la comida que está en la despensa, son tales que la renuncia a su propiedad o posesión a favor de un tercero puede perjudicar a los propios allegados, para con los cuales une tiene más deberes.

  2. En segundo lugar, porque la libertad --según la entienden y articulan nuestras sociedades modernas-- no es un genérico derecho a hacer lo que a uno le venga en gana, ni siquiera con relación a uno mismo. La libertad está al servicio de bienes jurídicos más básicos: la vida, la equidad, la igualdad, la concordia, la salud, el bienestar, el conocimiento, el perfeccionamiento intelectual. La mera libertad --o sea la no-obligación de hacer algo ni de no-hacerlo-- difícilmente puede concebirse un bien supremo o absoluto o incluso independiente. Sería elevar al sumo de valor la mera ausencia de deber.

    Parece razonable y realista suponer que la mera ausencia del deber de obrar o no obrar en un sentido es sólo derivativamente valioso, por ser un requisito del bienestar (dado lo mal que nos sentimos cuando no nos dejan hacer lo que queramos).

    Como lo decía D. Luis Jiménez de Asúa, `la libertad no es un valor en sí, sino un medio para otros fines, tales como la exaltación de la personalidad, de la humanidad y de la cultura' ([Asúa], p. 464). La conclusión que extrae Jiménez de Asúa es que no cabe libertad.

    Podemos decir --en esa línea-- que no puede servir a los bienes a cuyo servicio está la libertad un acto libre que aniquile tales bienes. Ni cabe admitir la libertad para actos que sacrifiquen, grave e irremediablemente, esa misma libertad propia o ajena, salvo cuando se haga en aras de otros bienes jurídicamente protegidos de mayor entidad; y aun esa salvedad ha de limitarse estrictamente por la consideración de que no se apliquen nunca, para determinar el sacrificio que cabe consentir, reglas que irían en contra del propio bien común.

  3. En tercer lugar, porque en la sociedad los bienes de que gozamos los debemos siempre, en gran medida, a los demás. Para posibilitar que los tengamos, para transmitírnoslos, para hacérnoslos asequibles, para protegérnoslos, se han gastado muchos esfuerzos de generaciones sucesivas y de la generación actual. Si fuéramos absolutamente dueños de malgastar todo eso porque sí, porque nos da la gana, arruinaríamos todo ese afán. Ni puede servir de pretexto para esa omnímoda libertad el que no nos hayan pedido nuestra opinión para venir al mundo. Porque no es cierto que uno sólo tenga los deberes a los que previamente se haya comprometido; al revés, el comprometerse mismo es posible sólo sobre la base de un deber previo y más básico de atenerse a sus compromisos.

    Naturalmente eso no significa que --por agradecimiento a los demás, a las generaciones que han hecho posible nuestra vida más holgada, a la sociedad que nos ha amamantado y educado-- tengamos que ajustarnos a las pautas que para nuestra propia vida querrían nuestros benefactores que siguiéramos. Lo único que significa es que no podemos considerarnos absolutamente dueños de tales bienes como si no los debiéramos a nadie. Uno no es libre de causar daño y desgracia a otros pero tampoco es ilimitadamente libre de causarse a sí mismo todo el daño que le plazca ni siquiera de manera genuinamente voluntaria.

  4. En cuarto lugar, el individuo humano tiene una entidad transtemporal y no es instantáneo. Al tomar, en un momento, una decisión que sea irreversible y grave, se causa a sí mismo perjuicios posteriores a tal toma de decisión. Y --sin necesidad de acudir a la noción de partes temporales de un individuo-- está claro que la unidad del sujeto que decide no excluye la pluralidad de estadios sucesivos, a menudo con cambios acusados de enfoque, de perspectiva, de valores, de creencias, y que ese yo posterior --para decirlo sin rigor-- tiene también unos intereses y unos derechos frente al yo presente, igual que las futuras generaciones tienen algunos derechos frente a las presentes.

    En eso, como en todo lo humano, se trata de encontrar un equilibrio razonable, precario, con tanteos, aproximaciones, rectificaciones. Ahogaría la libertad imponerle al yo presente, en aras de la protección del yo futuro, una restricción insufrible de su margen decisorio. Mas tampoco cabe afirmar una soberanía absoluta del individuo para tomar cualesquiera decisiones irreversibles que anulen su futura libertad.

  5. En quinto y último lugar, esa condición de que no se vean desfavorablemente afectados terceros que no hayan dado su consentimiento (o sea que baste la aquiescencia concordante del agente y del paciente para la licitud de la acción) habría, en todo caso, de interpretarse de manera que queden a salvo los derechos jurídicamente tutelables de aquellos terceros que no pueden expresar su consentimiento: animales no humanos, bebés, fetos, niños pequeños, los concepturi. Pero es que, si en el primer día de su vida el individuo humano no tiene capacidad de consentir, en el segundo día tampoco, ni en el tercero; y no hay dos días consecutivos tales que la víspera no tenga en absoluto esa capacidad pero al día siguiente la tenga del todo. Admitimos que la tiene el día Nº 6000. Lo que no puede haber es un salto, una asimetría total, entre cómo interviene la consideración de sus intereses y derechos el día 5999 y cómo lo hace el día 6000; que lo último sea por mero consentimiento y nada más y lo anterior sea exclusivamente por protección de intereses jurídicamente tutelados.

Nótese, por último, que todo eso se aplica también a las personas no individuales: la propia sociedad en su conjunto, los colectivos, las asociaciones. Siempre hay que ponderar los bienes jurídicamente protegidos para determinar el margen de libertad razonable. En general tampoco vale para los colectivos la regla de que les sea lícita toda decisión que, no perjudicando a otros, sea adoptada de manera genuinamente voluntaria por el colectivo en cuestión (según los mecanismos legalmente establecidos para la formación de la voluntad social). También los colectivos son depositarios y administradores de ciertos bienes jurídicamente protegidos que no pueden sacrificar alegremente porque sí.

Por esas cinco razones, creemos que hay que concluir que es correcta una defensa de cierto paternalismo llamado duro, o sea de que hay decisiones prohibidas aunque sean genuinamente voluntarias y aunque presunta e imaginariamente (contrafácticamente en general) no perjudicaran a otros.

Habiendo tales límites a la libertad (en aras de la propia libertad y de los bienes jurídicos a cuyo servicio está la libertad), está claro que hay límites jurídicos al ámbito para el que se puede otorgar un consentimiento vinculante.

En general, toda esa reflexión nos lleva a cuestionar el llamado `principio de autonomía' bajo cualquier formulación interesante que conozcamos --como la de que cada quien es dueño de hacer todo lo que no perjudique a otros (lo cual es verdad, pero sólo si se entiende restrictivamente), o la de que cada uno es dueño absoluto de su vida, o la de que el valor supremo es la fijación, sin constreñimientos deónticos ajenos, del rumbo de la propia existencia, o la de que para cada uno valen sólo cualesquiera normas que él haya suscrito o asumido o que merezcan la aprobación de su conciencia.

Nos parecen desembocar en callejones sin salida todas esas ideas, generalmente muy vagas, a veces metafóricas. Peor todavía es atribuir a un principio tan difícil de formular, y más de justificar razonablemente, el papel de principio rector supremo de la normatividad o de la moral.

En lugar de eso, nos atenemos a la visión que muchísimos juristas encuentran en los ordenamientos jurídicos reales, la de estar al servicio de la protección de un cúmulo de bienes socialmente amparados; bienes materiales, o de contenido, que forman un entramado complejo y no exento de colisiones. No un principio formal abstracto y perfectamente universalizable.

Por último, hemos de decir unas palabras sobre un tema que al lector de estas páginas le está rondando en la cabeza: ¿es nuestro alegato una condena del suicidio?

Hemos escrito sobre la eutanasia en otro lugar. Ahora nos limitamos a la siguiente consideración. Cualquier ordenamiento jurídico moderno prohíbe la ayuda al suicidio en general. Unos pocos ordenamientos lo despenalizan cuando concurren ciertas circunstancias de extrema gravedad. Habiendo defendido el derecho a morir, nos vemos confrontados a aquellas argumentaciones a favor de ese derecho que se basan, fundamentalmente, en la libertad y autonomía del individuo. Quienes argumentan así se facilitan enormemente la tarea de establecer criterios de admisión: todo suicidio habría de reputarse lícito, al menos si es genuinamente voluntario. Nadie, ningún médico, tendría que entrar a valorar la vida humana ajena. Cada quien habría de valorar la propia soberanamente y decidir sobre ella.

Al sostener ese punto de vista, los adalides de la soberanía individual entran desde luego en conflicto con los ordenamientos jurídicos reales. Lo que proponen no es un cambio limitado para unos supuestos particulares, sino una alteración radical. No podemos sumarnos a esa propuesta.

Principalmente le vemos este inconveniente: los ordenamientos jurídicos coinciden, todos, en que --salvo en ciertos supuestos especiales-- es ilícito ayudar al suicidio ajeno o inducirlo. ¿Por qué? Desde nuestro punto de vista, por el principio del efecto lícito (principio (2) de los postulados de lógica jurídica expuestos en la primera parte de este trabajo): siendo ilícitos los suicidios en cuestión, es ilícita toda acción que tenga, como efecto causal, uno de tales suicidios. Eso sí, el suicida fracasado ha de estar penalmente exculpado, en virtud de una excusa absolutoria o por ausencia de culpabilidad; no por una causa de justificación.

La causa de justificación se da, en cambio, en aquellos casos en los que el suicidio, el sacrificio de la propia vida, se haga en aras de un bien propio o ajeno de mayor entidad; tal es el sacrificio de quien ofrenda su vida para desactivar una bomba que iba a estallar causando muchas muertes; o el suicidio asistido de aquel cuya vida estaba irremediablemente condenada a ser un calvario sin fin o una muerte lenta y dolorosa --cuando eso conste según criterios objetivos y debidamente contrastados con las garantías de la ciencia moderna. Mas justamente entonces somos los demás, desde fuera, quienes hemos de valorarlo, en virtud de los bienes materiales en juego, no de una regla puramente formal.

Si cuestionamos, por lo tanto, que sea correcto un principio general de autonomía del individuo en ningún sentido interesante que conozcamos, entonces --volviendo, para terminar este trabajo, al tema inicial-- ¿qué nos queda como base para legitimar la relevancia jurídica del consentimiento?

Nos quedan dos consideraciones. La una es que en muchos casos el bien jurídicamente protegido es una cierta relación libre con los demás. En tales casos es una nota conceptual del bien jurídico material la de la libertad (y la voluntariedad que conlleva), siendo eso especialmente verdad cuando una misma acción es reprobable si se hace sin consentimiento del afectado, mas no si se hace con su consentimiento. Eso sucede con los contactos corporales y, muy particularmente, los sexuales. Tener relaciones sexuales con alguien no es hacerle un mal o un daño. Sí lo es imponérselas contra su libre voluntad. Igualmente el que un anillo pase de manos de Juan a las de Pedro no es en sí malo; sí lo es que ese traslado de posesión se haga contra la voluntad de su legítimo poseedor, Juan. Ni es malo que Pedro esté en casa de Juan (de visita o por invitación), aunque sí lo es que imponga su presencia contra la voluntad del morador.

En todos esos casos, la voluntariedad es un elemento esencial del bien jurídicamente tutelado. Lo que hace desgraciada a una persona no es tener relaciones sexuales con otra, transferir a ésta un bien que posea o tenerla en su casa. Es sólo que algo de eso suceda contra su voluntad.

La otra consideración es que, incluso cuando no es así, la protección que otorga a un determinado bien el ordenamiento jurídico tiene que ser limitada y ponderada con otros bienes. Como acertadamente lo dice José Cerezo Mir ([Cerezo] t. II, p.345), el derecho pondera el valor y el desvalor de la conducta y los del resultado de la misma, siendo la libre actuación de la voluntad uno de esos bienes que tutela. Cualquier apreciación axiológica normal reconocerá que una conducta voluntaria tiene (cæteris paribus) un mayor valor que una involuntaria.

Creemos así haber dado respuesta al problema del que partíamos: cuál es la base de la relevancia jurídica del consentimiento y cuáles son sus límites.

Referencias