Diferencias y similitudes entre la guerra de sucesión y la guerra de la independencia

por Txetxu Ausín y Lorenzo Peña

publ. en Memoria de 1808: Las bases axiológico-jurídicas del constitucionalismo español
coord. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín
México/Madrid: Plaza y Valdés, 2009
ISBN: 978-84-92751-47-1


Sumario

  1. Del final de una guerra (1714) al inicio de otra (1808)
  2. Diferencias esenciales entre los dos conflictos
  3. Similitudes entre ambas contiendas
  4. ¿Era válido el acto jurídico transmisivo del rey anterior?
  5. Los fundamentos de legitimidad y la soberanía nacional

§1.-- Del final de una guerra (1714) al inicio de otra (1808)

Habían transcurrido menos de tres generaciones desde el final de la guerra de sucesión cuando estallaba otra guerra en España (que --aunque en ínfima medida-- fue también una guerra civil --o, al menos, algo tuvo de tal--, en la cual uno de los temas por los que se luchó fue el de saber a qué monarca --y, por lo tanto, a qué dinastía-- correspondía legítimamente reinar en España.NOTA 1

Entre la guerra de sucesión (1702-1714) y la de la independencia (1808-1814) existen diferencias abismales, que desacreditan como anacronismo cualquier pretensión de llevar muy lejos las analogías. Sin embargo, limitarse a constatar esa verdad --sin duda de Pero Grullo-- significa estar ciegos ante los aspectos de concordancia o convergencia, que también se dieron.

Diéronse, en primer lugar, porque --con las muchísimas y significativas diferencias de situación, de cultura y de mentalidad colectiva-- el espacio de tres generaciones escasas no es suficiente para que los problemas se planteen de maneras absolutamente dispares.

Se dieron, en segundo lugar, porque se mantenía viva la memoria colectiva de lo sucedido unas generaciones más atrás; y, si bien pudo ser muy diverso, según los casos, --y variable de unas regiones a otras-- el efecto de esa pervivencia en el recuerdo colectivo, ello no obsta para que las similitudes pudieran salir a la luz, como sucedió incluso en la propaganda de un bando o del otro (luego volveremos sobre esto).

Se dieron tales convergencias --quizá principalmente-- porque, desde el punto de vista del análisis jurídico, los problemas de sucesión en un Estado monárquico siempre presentan aspectos comunes, que se repiten, y más cuando se yergue, frente a las pretensiones dinásticas, una reivindicación colectiva del pueblo de ejercer, en última instancia, la decisión de conferir la jefatura política o depositar la soberanía; una reivindicación que si, de algún modo, han sentido todos los pueblos desde que el mundo es mundo, va perfilándose más, y con matices más marcados, en los siglos recientes, desde el Renacimiento para acá (lejos de que haya brotado de golpe en el siglo XIX como algunos parecen sobreentender).


§2.-- Diferencias esenciales entre los dos conflictos

Antes de señalar las coincidencias vamos a recalcar las diferencias, sin duda más importantes (entre otras cosas para deshacer de entrada cualquier malentendido sobre el alcance del paralelismo que queremos establecer entre ambas contiendas, en lo que tienen de justificación jurídica).

La guerra de sucesión es, como su propio nombre indica, una lucha en la cual cada uno de los dos pretendientes al trono aduce, como fundamento principal de su pretensión, unos derechos sucesorios, un vínculo de herencia por agnación: los borbones sostienen su mejor derecho por ser el duque de Anjou bisnieto del penúltimo rey de España, Felipe IV, mientras que su contrincante, el archiduque Carlos, era bisnieto de un rey anterior (Felipe III); a lo cual contestaban los austriacistas que la línea sucesoria borbónica estaba bloqueada por los tratados internacionales, con valor de leyes fundamentales.

En la guerra de la independencia no se va a dar, ni por asomo, pretensión sucesoria de ningún género por el bando francés, ya que precisamente se tratará de entronizar una nueva dinastía, cuyo título de legitimidad no procederá de la herencia sino de la cesión de la corona por Carlos IV y Fernando VII.

La segunda gran diferencia es la siguiente: en la guerra de sucesión los españoles mayoritariamente abrazaron la causa francesa (que contó con el respaldo de la amplia masa de los pueblos de Castilla y Navarra, donde sólo hubo una minoría austriacista --principalmente de nobles y algunos eclesiásticos); por el contrario, en los reinos orientales de España la mayoría fue antiborbónica: más en Cataluña, menos en Mallorca, Valencia y Aragón, pero aduciblemente mayoría en los cuatro casos.

En la guerra de la independencia la abrumadora mayoría --rozando casi la unanimidad-- se decantará en todas las regiones por el lado antifrancés --aunque se produzcan vacilaciones interesadas en algunos casos, o simplemente resignaciones ante la fuerza prevalente del invasor, en tal o cual fase del conflicto; el sector adicto a la causa francesa fue numéricamente insignificante (según el bien conocido aserto del propio José Bonaparte), aunque en un primerísimo momento --mayo de 1808-- contara con la adhesión (entusiasta o no) de todas las autoridades eclesiásticas, civiles y militares, algunas de las cuales mantuvieron esa postura en los años siguientes.

La tercera gran diferencia estriba en que la cultura política y el estado de opinión de las élites intelectuales y de los sectores de la opinión pública determinaban en 1808 un efecto imposible un siglo antes, a saber: que, desencadenada la agitación popular, movilizadas las masas, instituidas nuevas autoridades insurreccionales por iniciativa de esas mismas masas (como sucederá en casi toda España entre fines de mayo y comienzos de junio de 1808), el resultado tenía que ser, no podía por menos de ser, un proyecto de reconfiguración política de España sobre la base de los nuevos principios liberales y constitucionales (que de algún modo también remedó en su norma jurídica el invasor, aunque reduciéndolos a muy poca cosa y aun eso sobre el papel nada más).

En la guerra de 1702 a 1714 los únicos que podían aspirar a unas libertades eran los catalano-aragoneses (por su adhesión al sistema de la casa de Austria que les había permitido mantener esas libertades, esos frenos al absolutismo monárquico). En 1808 estaba en juego la incorporación de España al horizonte de los sistemas constitucionales y al reconocimiento de un principio de libertad y de gobierno representativo. No porque eso fuera lo que querían las amplias masas (muchas de las cuales desconocían tales cosas o tenían ideas deformadas de las mismas), sino por el espíritu de los tiempos, por el estado latente de la conciencia pública.

La cuarta gran diferencia entre ambas guerras estriba en que, en la primera, los contendientes eran aspirantes al trono, mientras que en la segunda la situación era paradójica: el bando francés sí luchaba por imponer en el trono a su pretendiente, pero éste deducía su título de legitimidad de la concesión que le había hecho aquel a quien proclamaban como rey los luchadores del campo opuesto; mas ese individuo ni auspiciaba tal lucha ni manifestaba ninguna pretensión a la corona (sino que, al revés, felicitaba a Napoleón por sus victorias y vituperaba a los patriotas que luchaban teóricamente a su favor).

En esa diferencia estriba una quinta, y es que, si ambos bandos en pugna en 1702-1714 estaban férreamente colocados bajo la autoridad de un soberano que ejercía un poder monárquico tan amplio como le fuera posible (menos para el archiduque, por no ser la monarquía de los reinos orientales tan absoluta como la de Castilla), en cambio en 1808-14 sólo uno de los bandos, el francés, estaba colocado bajo el mando de un soberano (aunque en realidad el que mandaba no era el rey nominal, pura marioneta, sino su hermano, el emperador); el otro bando --por mucho que proclamara su ferviente adhesión a la dinastía borbónica-- en realidad actuaba republicanamente, eligiendo una asamblea representativa que concentraría en sí todo el poder político y que iba a cambiar radicalmente la constitución del Estado; es más, el derecho a reinar del rey ausente (bajo la ficción jurídica de que estaba cautivo) se condicionaba a que, al regresar, jurase la nueva constitución.

La sexta gran diferencia entre ambas guerras es que, en la de sucesión, la legalidad (al menos aparente) estaba del lado francés, puesto que Felipe V había llegado a Madrid llamado por la Corte, reconocido por las instituciones legalmente establecidas (los consejos de Castilla y Aragón), en virtud del testamento de Carlos II, mientras que la posterior llegada del archiduque fue por la fuerza de las armas de sus aliados ingleses y holandeses.

Aunque en 1808 los franceses también quisieron exhibir una apariencia de legalidad (al transmitirles el poder en Bayona las autoridades borbónicas), estuvo claro para la aplastante mayoría de la población que ese traspaso había sido forzado por una invasión militar disfrazada de envío de tropas en son de alianza. El golpe militar no dejaba de serlo porque las autoridades anteriores se sometieran a él. Así, la guerra de 1808 fue una lucha por la legalidad en un sentido en el que no lo era la de 1701.


§3.-- Similitudes entre ambas contiendas

Las seis diferencias recién analizadas hacen patente que la guerra de 1808 no vino a repetir la de un siglo antes. Cada una fue lo que fue. Sin embargo, ¿por qué desconocer las similitudes? Hallamos tres.

La primera similitud se refiere a cómo, en ambas guerras, la disputa doméstica venía instrumentalizada por la ambición de la potencia hegemónica transpirenaica: tanto en 1700 cuanto en 1808, España limitaba al norte con una monarquía que --fortalecida por su mayor poderío demográfico, político y militar y ocupada por una dinastía distinta de la aquí a la sazón reinante-- ansiaba imponer su supremacía en la península ibérica y en su imperio ultramarino, con la esperanza de que, teniendo a España como vasalla (mediante la entronización de un rey de la misma dinastía reinante al norte de los Pirineos), la monarquía gala se haría invencible. En eso y en muchas otras cosas Napoleón continuaba la obra de Luis XIV.

La segunda similitud estriba en que en ambas guerras la población de los reinos orientales militó entusiástica y masivamente contra las pretensiones del respectivo bando francés. Tal vez esa actitud de las poblaciones catalano-aragonesas tenga profundas raíces en la memoria histórica que se remonten al enfrentamiento secular entre la Francia capeciana y el reino de Aragón-Cataluña como mínimo desde las Vísperas Sicilianas (1283) así como a la pérdida de la Cataluña septentrional (el Rosellón), desgajada del resto del Principado en el Tratado de los Pirineos (1659). No cabe descartar otras hipótesis explicativas que reduzcan la similitud al juego de simples coincidencias fortuitas (en 1702 los catalanes y aragoneses temían al absolutismo y centralismo borbónicos y en 1808 temían que toda la margen izquierda del Ebro fuera anexionada al país vecino).

Comoquiera que se explique, no se nos asemeja inverosímil que la pervivencia de los recuerdos colectivos haya jugado un cierto papel. Desde luego, en este punto, a la vez que señalamos esa coincidencia, destacamos una enorme disparidad: la mayoría de la población castellano-navarra apoyó en 1701-1714 al candidato auspiciado por Francia y lo rechazó en 1808-1814.NOTA 2

La tercera similitud (mucho más central para nuestro propósito en este trabajo) se refiere a los motivos justificatorios de la legitimidad de las pretensiones. Aquí, sin embargo, hay que matizar, porque incluso en este punto hay, simultáneamente, coincidencias y discrepancias entre ambos conflictos.


§4.-- ¿Era válido el acto jurídico transmisivo del rey anterior?

En una y otra contienda el bando francés aducía como una base de sus pretensiones un acto jurídico transmisivo del soberano previamente reinante en España: Felipe V alegaba haber sido designado heredero por el testamento de Carlos II; José Bonaparte exhibía la renuncia de Carlos IV y Fernando VII a favor de su hermano (quien, a su vez, le había cedido a él la Corona de España); esas cesiones de Bayona de mayo de 1808 transmitirían un bien patrimonial --que sería el trono de España--.

En ambas guerras el respectivo bando antifrancés (el austríaco en 1702-1714 y el patriota en 1808-1814) estaba privado, como título legitimador, de un acto jurídico del soberano reinante en el momento inmediatamente anterior al hecho ocasionador del conflicto. Por ello hubieron de acudir a otros argumentos jurídicos.

En la guerra de sucesión lo alegado fue el título de herencia dinástica regulado por la legislación (en la cual se incluían los tratados internacionales, concretamente el de los Pirineos de 1659); adújose, junto con ello, un principio cuyo contorno jurídico-vinculante era más impreciso: el de conservación de la dinastía; este principio era de rango más consuetudinario que propiamente legislativo --o más basado en el pacto político entre el pueblo y la casa reinante, aparte de que se fundara accesoriamente en el convenio perpetuo de Augsburgo de 1552. Fue ese segundo principio el que se quiso reforzar con una regla auxiliar que invocaba la soberanía nacional: el cambio de dinastía tenía que decidirlo el pueblo español en Cortes.

En la guerra de la independencia lo alegado fue la invalidez de las renuncias de Bayona por dos motivos: (1º) éstas no habían sido libres; y (2º) eran inválidas, porque el trono de España no era un bien libremente transmisible; esa intransmisibilidad podía fundarse, ya fuera en que se trataba de un bien vinculado y de mayorazgo, ya fuera (como lo decidirá la constitución gaditana) en que no era un bien patrimonial.

En lo tocante a los motivos justificatorios o legitimadores de la pretensión, la comparación entre ambos conflictos arroja un resultado lleno de matices: en la guerra de sucesión, no sólo el bando francés no basó inicialmente sus pretensiones en una decisión popular, sino que ni siquiera se convocaron las Cortes de Castilla y León para jurar lealtad al nuevo rey y a la nueva dinastía.NOTA 3 Felipe V aplicaba la cartilla dictada por su abuelo para transplantar aquí el absolutismo de Francia (cuyos estados generales no fueron nunca convocados entre 1614 y 1789). En cambio, la propaganda austriacista adujo --como lo acabamos de recordar-- que un cambio de dinastía sólo podía legitimarse por una decisión nacional expresada en Cortes (aunque en aquel entonces no existían unas Cortes generales de la monarquía hispana).

Andando esa misma guerra de sucesión, el bando borbónico adujo la adhesión masiva del pueblo castellano como una causa sobrevenida de legitimidad, frente a la cual el austríaco manifestó la afección masiva de los reinos catalano-aragoneses a la causa del archiduque.

Hubo, pues, en la guerra de sucesión un elemento propagandístico de incipiente justificación de la pretensión dinástica por la decisión soberana del pueblo: tanto en un bando como en el otro se esgrimió (de algún modo) el argumento de que al pueblo le tocaba dirimir en última instancia, revistiendo así de legitimidad una reivindicación dinástica cuando fueran dudosas las bases jurídicas de los aspirantes en liza. Pero ninguno de los dos bandos tomaba muy en serio tal argumento, que resultaba subversivo y sedicioso en la Europa monárquica de su época y que nadie hubiera querido ver aplicado en los otros territorios bajo el cetro de la respectiva dinastía.

En cambio, en 1808-1814 el argumento principal del bando antifrancés será precisamente que sólo al pueblo correspondía la decisión soberana de instaurar una nueva dinastía y que, lejos de haberlo hecho, había manifestado, violenta y masivamente, su rechazo, casi unánime, a la imposición de la casa de Bonaparte.

Es más, la constitución de 1812 no se remitirá a una legitimidad dinástica preexistente de la casa de Borbón, sino que fundamentará el derecho a reinar de Fernando VII en la decisión de los españoles --si bien precedida por el hecho jurídico (o ficción jurídica, más bien) de que Fernando de Borbón «actualmente reina». No era rey legítimo por ser legítimo heredero de una dinastía histórica, sino por decisión soberana del pueblo español, representado en Cortes, el cual tenía en cuenta, eso sí, el hecho jurídico de que estaba ya reinando al empezar la guerra.

Por otro lado, en la guerra de la independencia el bando francés jamás fundó su pretensión en una decisión soberana del pueblo español, sino sólo en las renuncias de Bayona, aunque, accesoria o marginalmente, sí adujo la ratificación de esas renuncias y la aprobación del Estatuto bonapartista por la asamblea o junta de notables convocada por Napoleón en esa ciudad del mediodía francés, a pesar de que su carácter espurio siempre fue manifiesto por muchas razones que no es menester recordar aquí. Conque incluso el bando napoleónico --hostil al principio de la soberanía nacional en el conflicto 1808-14-- un poco (a medias y a regañadientes, pero, en fin, algo) sí asumió, de algún modo, una pauta de que el cambio dinástico necesitaba, para su validez, la corroboración popular, que se quiso encardinar en la ficción jurídica de la asamblea congregada en Bayona (muchos de cuyos diputados habían sido designados por el invasor sin verdadera elección popular).

Resumiendo lo que atañe a esta tercera similitud (los fundamentos legitimantes de la pretensión dinástica respectiva), el balance es muy mitigado: en ambos casos ambos contendientes basaron jurídicamente su acción en un ramillete de fundamentos, incluido el derecho del pueblo a decidir en última instancia; mas sólo en la segunda guerra y sólo en el bando patriota ese derecho fue aducido como fundamento principal y, en definitiva, único, hasta el punto de que, en su presencia, quedaban eclipsados todos los demás.

Por detrás de esa mezcla de similaridad y diferencia asoma, empero, un rasgo común en ambos casos en la justificación del bando antifrancés respectivo: al situarse en desventaja con relación al bando pro-galo en lo tocante a la existencia de un previo acto jurídico (favorable a la pretensión respectiva) del monarca anteriormente reinante, el bando antifrancés, en uno y otro caso, tuvo que apelar más a principios que, en definitiva (explícita o implícitamente, tal vez incluso involuntariamente), invocaban la soberanía del pueblo español.

Si eso es claro y evidente en la guerra de la independencia, no está del todo ausente en la de sucesión, porque el principio del mantenimiento de la dinastía, a salvo de decisión popular, sólo podía fundarse en la concepción pactista desarrollada por los filósofos del derecho del siglo de Oro (principalmente los de la escuela jesuítica), concepción que reconocía al pueblo como soberano último --aunque traspasara o depositara el ejercicio de esa soberanía (más que su titularidad en sentido estricto) a los vástagos sucesivos de una dinastía determinada.


§5.-- Los fundamentos de legitimidad y la soberanía nacional

Vamos a ahondar un poco más en ese fundamento de la legitimidad popular, al menos para la elección de una dinastía, y en el consiguiente rechazo al derecho del monarca a transmitir la corona por un acto jurídico (ya fuera uno unilateral y de última voluntad --testamento--, ya fuera un negocio jurídico de donación, venta o permuta como el que se realizó en las renuncias de Bayona).

En el comienzo de la guerra de la independencia la propaganda bonapartista quedó pronto desconcertada y rebasada por el incontenible anhelo del pueblo español de no aceptar un cambio dinástico impuesto por la fuerza, ni siquiera uno basado en un acto jurídico del dinasta de turno (ya fuera Carlos IV o su hijo Fernando, enfrentados entre sí en una querella intrafamiliar).

En el bando del general Palafox de 31 de mayo de 1808NOTA 4 se prevé esta posibilidad: «usará la Nación de su derecho electivo a favor del Archiduque Carlos, como nieto de Carlos III, siempre que el Príncipe de Sicilia y el Infante Don Pedro y demás herederos no puedan concurrir»; todo eso en la hipótesis explícita de «un atentado contra vidas tan preciosas», las del nuevo rey (Fernando VII), su hermano y tío. Hay, evidentemente, que leer entre líneas, como todo el mundo leyó. Lo que estaba proponiendo Palafox, al frente de los aragoneses, era una devolución de la corona de España a la casa de Austria, con una triquiñuela dinástica un tanto rocambolesca (como lo han sido tantas otras a lo largo de la historia) para unos supuestos literalmente inverosímiles pero, una vez establecidos, extensibles a discreción.

La intención era clara, aunque en aquella circunstancia difícil de hacer compartir al resto de los españoles: en el caso de que quedaran inhabilitados o totalmente deshonrados los príncipes e infantes de la casa de Borbón por su sumisión a los dictados del emperador francés, la corona de España quedaría vacante, el pacto entre el pueblo y la dinastía quedaría roto y, ante tal situación, la nación española, desligada de otros compromisos, podría elegir un nuevo dinasta, proponiendo desde ya el general Palafox a la figura de un nuevo archiduque Carlos, que en los reinos orientales de España traía a la memoria colectiva el de otro archiduque del mismo nombre y de la misma casa de Habsburgo que allí había reinado como pretendiente cien años antes.

La significación de tal manifiesto no le pasó desapercibida a la propaganda bonapartista, que quiso movilizar a las élites castellanas contra esa amenaza que entrañaba acudir al principio de la soberanía nacional en la elección de una dinastía. En La Gazeta de Madrid (controlada, naturalmente, por los invasores) del 21 de junio de 1808 el afrancesado Miguel José de Azanza responde a Palafox en estos términos:NOTA 5 quienes sostienen que los pueblos tienen derecho a escoger reyes o dinastías desembocan en conclusiones absurdas. «Llega, según parece, la obcecación hasta el punto de haber puesto algunas miras y su esperanza en la casa de Austria, nombrando por Rey de España al Archiduque Carlos; y ¿qué puede la casa de Austria hacer por nosotros? ¡Qué miras tan lejanas y qué socorro tan tardío!».

Palafox no esperaba ningún socorro de la casa de Austria. Lo que esperaba era una amplia movilización popular con un candidato al trono alternativo para el caso de impresentabilidad patente de cualquier príncipe borbónico; también esperaba, probablemente, movilizar a las poblaciones orientales de España, en cuya memoria seguía vivo el recuerdo de la anterior guerra civil.

Eso no prosperó. Para que no prosperase se acudió a la ficción jurídica (una presunción iuris et de iure) de que Fernando VII y sus hermanos estaban cautivos, apresados por el enemigo de la Nación, en lugar de reconocerse la más cruda verdad de que vivían como huéspedes y colaboradores (aunque en parte forzados) de ese enemigo, al cual respaldaban.

A lo largo de los años siguientes las Cortes de Cádiz vivieron con el sobresalto constante de una temida posibilidad: que, cambiando de política, Napoleón retirase la corona de España de las sienes de su hermano José para volverla a poner sobre las de Fernando VII, satelizándolo e instrumentalizándolo como antes había satelizado a Carlos IV. Para prevenir tal contingencia lo único que podían hacer las Cortes constituyentes (dentro del marco jurídico que decidieron) fue rehusar el reconocimiento efectivo de Fernando mientras no jurase la constitución gaditana. Cuando finalmente Napoleón, en el tratado de Valençay de diciembre de 1813, se resigne a una medida de esa índole, ya era demasiado tarde para sus intereses, porque sus tropas habían perdido el control de la Península y se habían batido en retirada. (Tal vez uno o dos años antes los efectos habrían sido muy diversos y el campo patriótico se habría dividido.)

Mas ¿qué opción jurídico-constitucional quedaba en el marco de los principios gaditanos ante una eventualidad así? Si el monarca aclamado y proclamado por la nación se hubiera puesto abiertamente al servicio del enemigo de la misma, la única opción posible hubiera sido la convocatoria de unas nuevas Cortes constituyentes para adoptar una constitución en la cual se hubiera cancelado el pacto con la dinastía reinante. La proclama de Palafox en la primavera de 1808 era un signo premonitorio de esa posibilidad, que no se llegó a materializar (por la obcecación del monarca francés).

Esas eventuales circunstancias quedaban al albur de los acontecimientos posibles, ante los cuales los adeptos del principio de la soberanía nacional hubieran tenido que inventar una aplicación adaptativa. Frente a ellos militaban los bonapartistas, en un firme rechazo a ese principio. Uno de sus principales ideólogos, el R.P. Don José Marchena (alias «el abate Marchena») refutaba los argumentos de la causa popular en su periódico La Gazeta de Madrid, en una serie de artículos publicados los días 26, 27 y 28 de julio de 1812 (unos meses después de la promulgación de la constitución gaditana en el pequeño territorio entonces controlado por los patriotas):NOTA 6 los pueblos no tienen derecho alguno a poner o quitar reyes; el rey es depositario de la soberanía y puede transmitirla. ¿Que fueron forzadas las renuncias de Bayona? Eso no disminuye su validez; también la capitulación de una plaza se hace a la fuerza y, sin embargo, el gobernador de la misma tiene que atenerse a lo pactado. «¿Que no podían los monarcas entregar lo que no era suyo sin el consentimiento de la nación? ¿Cómo cedió entonces Carlos II el Franco Condado [se refiere al Tratado de Nimega de 1678] y Felipe V Nápoles [tratado de Rastatt de 1714]? Y anteriormente ¿fue consultado el pueblo para que aceptara al bastardo Enrique cuando éste mató a Pedro el Cruel?»

Unas semanas después Marchena,NOTA 7 en el mismo órgano oficial del régimen intruso, criticará la ley de libertad de imprenta promulgada por las Cortes de Cádiz, según la cual «en un pueblo corrompido o agitado por pasiones violentas debía concederse a todos la facultad ilimitada de decir y publicar lo que quisiesen»; la línea del abate es coherente: hay que sujetar al pueblo bajo, al «populacho», y las cuestiones políticas han de decidirse sólo en las alturas, rechazándose el principio de soberanía nacional y su consecuencia de un sistema de libertad y de elección popular.

Estas consideraciones nos llevan a la conclusión de que lo que verdaderamente se perfiló --en difícil pugna política e ideológica--, primero en la guerra de sucesión (de manera confusa, indirecta, sinuosa y como por resquicios) y, luego, de manera franca y directa, en la guerra de la independencia (aunque sólo desde el bando patriota) fue, con el principio de la soberanía nacional, el rechazo a que --ante las graves crisis políticas, ante las situaciones de encrucijada y de viraje de las instituciones estatales-- pudiera tener la última palabra un acto jurídico del dinasta de turno. En tales situaciones el principio de soberanía nacional exigía que fuera la nación la que decidiera, directamente o a través de sus representantes libremente elegidos.NOTA 8








[NOTA 1]

El presente ensayo viene a ser como un epílogo de los tres estudios conjuntos que, años atrás, consagramos a la guerra de sucesión española según fue vista por Leibniz en sus escritos polémico-jurídicos; escritos redactados y publicados anónimamente (o con seudónimo) cuando nuestro gran filósofo (cuyo racionalismo nos sirve de inspiración) estaba al servicio de la casa de Hannover --interesada en el triunfo del bando austriacista--; no por ello obras venales, productos de un abogado que se vende al mejor postor, ya que Leibniz expresa en ellos su ideología pacifista (irenista), internacionalista y antiabsolutista, concorde con una larga y coherente trayectoria --tras desengañarse de Luis XIV a raíz de su estancia en París en 1672-76--, denunciando el imperialismo belicista del monarca galo en términos vehementes en panfletos como el célebre Mas christianissimus de 1683. Los tres estudios aludidos son: (1) «Les règles de la controverse dans la polémique de Leibniz sur la guerre de la succession espagnole», comunicación presentada a las Segundas Jornadas de la Sociedad Leibniz de España, Madrid, 1993; (2) «Leibniz on the Allegiance due to a de Facto Power», in Leibniz und Europa. VI. Internationaler Leibniz-Kongreß. Vorträge. 1. Teil, pp. 169-176, Hanover: Gottfried-Wilhelm-Leibniz-Gesellschaft, 1994, ISBN 3-9800978-7-0; (3) «Leibniz y el pragmatismo jurídico-político», Themata Nº 29, 2002, pp. 121-134, ISSN 0210-8365. En los contenidos de esos tres estudios de los dos co-autores de este ensayo se basa nuestro actual análisis de la guerra de sucesión española de 1702-14.


[NOTA 2]

Desde otro ángulo puede decirse que la población castellano-navarra se mantuvo fiel a la opción dinástica de un siglo atrás; mas eso hay que relativizarlo al extremo, ya que a lo largo de la guerra la lucha patriota, en nombre de esa dinastía dizque cautiva, se hacía en resistencia violenta a las órdenes impartidas por esos mismos dinastas de la casa de Borbón.


[NOTA 3]

Al aceptar el testamento de Carlos II en nombre de su nieto, el duque de Anjou, Luis XIV dio instrucciones al Marqués de Harcourt para que no se convocaran Cortes, porque «cette convocation ne servirait présentement qu'à troubler l'heureuse tranquillité dont jouit l'Espagne»; v. Luis María García-Badell Arias, «La sucesión de Carlos II y las Cortes de Castilla», Cuadernos de Historia del Derecho (v. 13 (2006), pp. 111-154, ISSN 1133-7613), p. 43. Llegado a Madrid, Felipe V, oyó la recomendación emitida por sus consejeros, que --en palabras de Manuel Colmeiro (en su introducción a Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla, disp. en la Bibliote Cervantes Virtual)-- fue como sigue: «Consultados los Consejos de Estado y de Castilla, se opusieron a la convocatoria, ponderando el peligro de encender las pasiones, la importancia de conservar ilesa la autoridad del Monarca, el temor de abrir una feria a la ambición, sedienta de mercedes casi todas desproporcionadas al mérito de los pretensores, el recelo de que el vulgo pasase de la mansedumbre a la insolencia con menoscabo de la dignidad real, la turbación consiguiente a las quejas y disputas sobre cualquiera decreto tachado de contrario a las leyes establecidas, la dificultad de obtener por este medio mayores tributos, pues las Cortes antes procurarían el alivio que aumentarían la carga de los pueblos, y en suma, que con tales beneficios, en vez de obligados, se crearían descontentos». Felipe V promulga un decreto postergando indefinidamente la convocatoria de Cortes. Congregó, eso sí, en la Iglesia de San Jerónimo, en Madrid, el 8 de mayo a una Junta de comisarios de las ciudades castellanas para recibir su juramento de fidelidad, evitando que la reunión se transformara en sesión deliberativa. El mismo año el primer borbón español pasó a Barcelona donde (a regañadientes) sí convocó Cortes, por lo cual un cronista borbónico se lamentará: «Pidió el Principado de Cataluña Cortes, y las concedió el Rey, qvando se havían negado a Castilla, cuyos pueblos no son tan arrogantes, é insolentes. Para sosegarlos, fueron de este dictamen los Consejeros que el Rey tenía consigo, y el embajador Marsin»: Vicente Bacallar y Saña, Marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su Rey Phelipe V el Animoso, Génova, 1725, pp. 50-51. Al final de la guerra de sucesión, en 1713, sí las convocaría para revalidar como ley fundamental su nueva ley sucesoria, por la cual excluía a las hembras salvo si se agotaban todas las líneas varoniles (una variante de la ley sálica, que en 1789 será abrogada por su nieto Carlos IV, lo cual provocará en el siglo XIX las guerras carlistas). (V. también: Francisco Martínez Marina, Teoría de las Cortes, reed. en Madrid: Editora Nacional, 1979; Henry Kamen, Felipe V, el rey que reinó dos veces, Madrid: Ediciones Temas de Hoy, 2000.)


[NOTA 4]

V. José de Palafox, Memorias, ed. por Herminio Lafoz, Ayuntamiento de Zaragoza, 1994, p. 33, n. 24; v. también Fernando Díaz-Plaja, La guerra de la independencia, ed. Planeta-De Agostini, 1996, p. 51.


[NOTA 5]

V. Díaz Plaja, ibid., p. 83.


[NOTA 6]

V. Díaz Plaja, op.cit., pp. 85-6.


[NOTA 7]

V. ibid., p.81.


[NOTA 8]

La preparación y redacción del presente ensayo forma parte de la investigación desarrollada por ambos co-autores --como miembros del grupo de estudios lógico-jurídicos, JuriLog-- gracias al proyecto de investigación del MEC «Una fundamentación de los Derechos Humanos desde la lógica del razonamiento jurídico» [HUM2006-03669/FISO], 2006-2009.