Derecho y Bien Común en Leibniz
(Una Apología de la Fraternidad)
por Txetxu Ausín y Lorenzo Peña

publ. en Ciencia, tecnología y bien común: La actualidad de Leibniz
ed. por A. Andreu y otros
Valencia: Universidad Politécnica de Valencia, 2002
ISBN 84-9705-205-6
pp. 320-339
Sumario
  1. introducción
  2. Leibniz jusnaturalista: El derecho y la justicia
  3. Consecuencialismo leibniziano
  4. Fraternidad y bien común
  5. El bien común y los grados del derecho
  6. La función del Estado: Defensa del Estado social (intervencionista)
  7. Actualidad del pensamiento jurídico-político de Leibniz
  8. El deber ciudadano de obrar a favor del bien común en algunos ordenamientos constitucionales
  9. Examen crítico de la noción del bien común y de sus fundamentos
  10. El amor al prójimo como resultado del amor razonable a uno mismo
  11. Referencias

Dedicado a todos los inmigrantes declarados ilegales por leyes injustas y a la memoria de Miguel Sánchez-Mazas, maestro leibniziano y defensor de los derechos de los inmigrantes


En este artículo mostramos cómo el bien común es para Leibniz el principio básico de su concepción del derecho y de la justicia, poniendo además de manifiesto su defensa de la fraternidad que, en términos más modernos, podríamos denominar «ética de la solidaridad y de la cooperación». Igualmente abundaremos en las consecuencias políticas y sobre la concepción del estado que este punto de vista comporta.


§1.-- Leibniz jusnaturalista: El derecho y la justicia

Antes de nada es menester confirmar que para Leibniz derecho y justicia son inseparables. Ulpiano, el jurista romano, enseñaba que el derecho (ius) tomaba su nombre de la justicia (iustitia) y los pensadores medievales hablaban de la justicia como la «madre del derecho». Así, es la justicia lo que singulariza el derecho de lo que no es ajustado a derecho y, por tanto, lo que diferencia a los Estados de una mera banda de ladrones, como escribiera Agustín de Hipona. Leibniz se mueve dentro del jusnaturalismo propio de su época, para el cual existe una justicia cierta y determinada que no permite hacer lo que se quiere y puede impunemente, sin depender del capricho de un juez o de un hombre poderoso.NOTA 1 Es decir, la justicia y el derecho son algo muy diferente de lo que place al poderoso y de lo que queda impune por no haber un juez capaz de corregirlo.NOTA 2

De ese modo, Leibniz se enfrenta al pensamiento político hobbesiano de afirmación del estado como la verdadera religión y de la «seguridad» por encima de cualquier otra consideración ético-política.

Aunque en algunas ocasiones no se pueda disfrutar del derecho propio, por falta de juez y de poder, no deja de subsistir el derecho. (...) hay un derecho, e incluso un derecho en sentido estricto, previo a la fundación de los Estados.NOTA 3

Dice nuestro autor --con una clara reminiscencia platónica-- que la ciencia del derecho, como la lógica, la ciencia del movimiento, la geometría, la aritmética y la metafísica, no está fundada sobre hechos y experiencias, sino que sirve más bien para dar razón de los hechos y regularlos por anticipado, lo cual sería cierto aun si no hubiera leyes en el mundo.NOTA 4

En consecuencia, esa justicia en sentido platónico, que se identificará con la busca del bien común, será la virtud más necesaria y esencial para el príncipe, para el gobernante.


§2.-- Consecuencialismo leibniziano

Puede hablarse también de un «consecuencialismo leibniziano», pues las acciones (individuales y políticas) han de evaluarse en función de los efectos que producen con relación al bien común o a la utilidad social, incluso a costa de un momentáneo perjuicio nuestro.NOTA 5

Este cálculo del bienestar general (welfarism) se nos antoja similar, en cierto modo, al que plantearán posteriormente utilitaristas como Bentham y Mill. Recuérdese que para el utilitarismo clásico el único principio capaz de explicar el nacimiento de la sociedad y de las leyes es el relativo al beneficio que ellas otorgan a todos, el principio de la «utilidad común». Consiguientemente, la legislación debe cambiar y perfeccionarse para promover la utilidad individual y colectiva y, en consecuencia, los individuos tienen derechos sólo en la medida en que contribuyen a la utilidad social (utilitarismo de la regla).

El «consecuencialismo leibniziano» se manifiesta también cuando --en el comentario del texto de Grocio De jure belli ac pacis-- destaca que no hay que hacer aquello de lo que se siga una desgracia y que, por tanto, el hombre sabio --sin duda está pensando en el gobernante, pues la cuestión que se plantea en la obra de Grocio es el derecho a la guerra justa-- calculará recíprocamente entre una satisfacción determinada y su daño, tomando como punto de partida la armonía.NOTA 6


§3.-- Fraternidad y bien común

Un tercer elemento fundamental de la concepción leibniziana del derecho lo constituye la vinculación de éste con la noción de caridad, lo que le lleva a definir el derecho como la ciencia de la caridad (scientia caritatis), entendida ésta como el hábito de amar a los otros (fraternidad), como la virtud que dirige el afecto del ser humano hacia sus semejantes. Para él es inseparable el estudio de la caridad y de la justicia.NOTA 7

No cabe duda que esa concepción del derecho tiene una innegable raigambre en el concepto cristiano de caridad; así, la consecución del bien común se identifica con la busca de la gloria de Dios, que es el dador de todo bien.NOTA 8 «(...) debo ser hermano bajo el único padre Dios».NOTA 9 Por ello, la fraternidad en sentido cristiano se caracterizaría porque el amor hacia el otro no sería sino un pálido reflejo de amor agápico (desinteresado) divino hacia nosotros mismos.

Una relación fílica entre hombres que pase por delante del amor a Dios, o que sea meramente independiente de él, no puede ser una relación buena, desinteresada. Pues, si se prescinde de la fuerza que nos da el amor agápico divino, no hay la menor posibilidad de querer desinteresadamente al otro.NOTA 10

Normalmente se califica a esa concepción de la fraternidad (solidaridad) entendida como un don con el adjetivo de «altruista», en la medida en que se funda en la norma de gratuidad (actúo en favor de los demás sin querer o pedir una contrapartida) pero sobre la base del modelo o del ejemplo de Dios. A ella se suele contraponer una concepción «mutualista» de la fraternidad, donde el porvenir individual y colectivo van indisolublemente unidos. Veremos cómo en Leibniz se dan cita esos dos sentidos del concepto de fraternidad.

Lo importante aquí es destacar que para Leibniz el reconocimiento del otro es un elemento fundamental de nuestra propia existencia, lo cual es una característica de la reivindicación actual del bien común y de una ética de la solidaridad.

El lugar del otro es el verdadero punto de perspectiva tanto en política como en moral. Y el precepto de Jesucristo de ponerse en el lugar del otro (Mat. 7, 12; Lucas 6, 31) no sirve sólo para el tema del que habla Nuestro Señor, es decir, de la Moral, para conocer nuestro deber tocante al prójimo, sino también en política, para conocer las intenciones que puede tener nuestro vecino contra nosotros.NOTA 11

No obstante, se verá que Leibniz no lleva a sus últimas consecuencias la concepción cristiana de la caridad, en lo que se refiere al igualitarismo y la cuestión de la propiedad privada.


§4.-- El bien común y los grados del derecho

Leibniz afirma tajantemente en varios de sus escritos que la regla suprema del derecho es: encaminar todos nuestros actos a la consecución del bien general; hacer lo que es útil a la comunidad; y, en esa medida, buscar el menor mal o el mayor bien para la comunidad.NOTA 12

A partir de ese presupuesto básico sobre la justicia y el derecho, Leibniz analiza los tres preceptos clásicos del derecho romano: neminem lædere (no hacer daño a nadie); suum cuique tribuere (dar a cada uno lo suyo); honeste uiuere (vivir honradamente).

Esos tres preceptos se corresponderían con tres niveles de la justicia: la justicia conmutativa, la justicia distributiva y la justicia universal, que se expresan como ius strictum, æquitas y pietas o probitas.

La primera constituye el grado más bajo de justicia, mientras que la última es el más alto y juega un papel regulativo en la política. Así, la justicia universal se define como un conato permanente en dirección hacia la felicidad común sin violar la felicidad propia;NOTA 13 e.d. un prudente equilibrio (armonía) entre el amor a uno mismo y el amor al prójimo.NOTA 14 Introdúcese también un elemento fundamental --de resonancias aristotélicas-- en la noción de justicia leibniziana: la prudencia (unida a la felicidad). Leibniz parece aquí cuestionar la idea de «sacrificio» y de la ética como una tarea de héroes:

(...) La justicia es la prudencia con la que no perjudicamos con ningún daño a los demás, y con lo que nos convertimos en causa de un beneficio.NOTA 15

En consecuencia, la prudencia marcará el límite de nuestro deseo y deleite con el bien ajeno, que es lo que constituye la justicia o hábito de amar a los demás. La justicia universal se identifica con la caridad del sabio, que encuentra su felicidad y satisfacción en el bien general:

(...) La justicia no es otra cosa que la caridad del sabio, es decir, una bondad hacia los demás que se ajusta a la sabiduría. Y, para mí, la sabiduría no es otra cosa que la ciencia de la felicidad.NOTA 16

Por tanto, la sabiduría, la bondad, la caridad y la justicia coinciden y la maldad procede del errorNOTA 17 y del desconocimiento, con lo que Leibniz adopta un intelectualismo moral de corte socrático-platónico. (Recuérdese que la tesis fundamental de La República de Platón es precisamente que los justos viven mejor que los injustos y son más felices que ellos.)

Por su parte, la justicia distributiva o equidad representa un grado intermedio de la justicia y, a diferencia de la justicia conmutativa, que es meramente preservativa y trata igualmente a todos, la distributiva tiene en cuenta los méritos y las necesidades y por ello considera a los diferentes individuos de modo desigual. Consiguientemente, la justicia distributiva se erige en el núcleo de la actividad política, con el objetivo de una distribución justa de los bienes, orientada al perfeccionamiento (progreso) de la sociedadNOTA 18.

Como hace el propio Leibniz, vamos a detenernos en el caso de la justicia distributiva. En la teoría del derecho y de la justicia leibniziana se da una tensión en relación al derecho de propiedad privada.NOTA 19 Por un lado, en un estado ideal la propiedad de los bienes sería comunal:

(...) En el mejor de los Estados posibles, habría desaparecido el derecho estricto de propiedad y en su lugar se habría establecido el derecho estricto de comunidad.NOTA 20

La objeción de Leibniz es que en esa situación se haría innecesaria la justicia distributiva, se perdería la virtud y se caería en la relajación, dada la imperfección de los seres humanos.

(...) Sólo puede establecerse el vínculo social por estas tres virtudes políticas: la amistad, la justicia y la valentía. De poder uno atenerse a la primera --por la cual los bienes se hacen comunes--, sería inútil la segunda; y, si los hombres no se alejaran constantemente de la justicia, sería innecesaria la valentía para defender a los Estados. Mas, siendo imposible --por la debilidad de la humana naturaleza-- que la vida civil se base en la mera amistad, era menester llegar a una división de los bienes, comunes por naturaleza, manteniendo tal división mediante la justicia legal, que ha de aplicarse por la fuerza contra los que osen violar la ley.NOTA 21

De ese modo --según lo dice Riley (1988, p. 21)-- queda un tanto aguado el potencial radicalismo de la teoría leibniziana de la justicia, basada en las nociones cristianas de caridad y fraternidad, con lo cual viene condenado el igualitarismo:

(...) Lo que un particular ha logrado atesorar por la suerte o a costa de su propio trabajo, eso nadie tiene derecho a arrebatárselo, por muy necesario que sea.NOTA 22

Sin embargo, el derecho de propiedad privada no es ni absoluto ni ilimitado para Leibniz; será precisamente el bien común y la utilidad pública los que puedan restringir la libertad en la administración de los bienes privados:

(...) El Estado puede limitar dicha libertad mediante diversas leyes, e incluso suprimirla por completo. Por ejemplo, a veces se ordena que se vendan las mercancías incluso contra la voluntad de sus dueños, con el objeto de asegurar el abastecimiento de víveres. Es más, puede, en caso de necesidad pública, recabar tributos y, forzado por la misma necesidad, puede servirse de su poder sobre las cosas de los individuos, con tal que ninguno de ellos se vea reducido a la miseria, ya que, si sucediera eso, se rompería el lazo que le une al propio Estado.NOTA 23

Esta restricción del derecho de propiedad privada se contempla como algo beneficioso para una sociedad y, por tanto, para todos y cada uno de sus miembros. Así, el derecho de propiedad no es sino el grado menor del derecho, que se da en un estado de naturaleza salvaje, mientras que la organización más racional de la sociedad atiende al criterio de favorecer en lo posible el bien común:

(...) Y es lo mejor que cada uno se avenga a renunciar a su propio y reducido derecho en los casos en que a cambio recibirá otro mayor de la sociedad.NOTA 24

En definitiva, el derecho civil del mejor de los Estados posibles no es más que el ordenamiento de las cosas con vistas a la consecución del mayor bien general posible. Bajo esa premisa general, la ciencia del derecho o jurisprudencia deberá acompañarse de un método seguro para garantizar la corrección del razonamiento jurídico y evitar el sofisma, el embrollo y la mezcolanza de las cosas. Así, Leibniz desarrolla sus Elementos Universales del Derecho, con el objeto de determinar qué es justo, injusto, obligado y omitible, tomando como punto partida los Modos lógicos y la definición de hombre bueno.NOTA 25 Leibniz desarrolla de esa manera un sistema completo de lógica jurídica que ha inspirado de modo determinante a la moderna lógica deóntica.NOTA 26


§5.-- La función del Estado: Defensa del Estado social (intervencionista)

El bien común es entonces interpretado por Leibniz como la primacía de lo público, como la busca del bienestar de la sociedad en general, como la promoción de aquello que es de utilidad o interés público.

Considérase que el bien común es la suma de los bienes de cada individuo; por consiguiente, diremos que el mayor bien común consiste en que sea lo mayor posible y lo más grande posible el número de bienes que cada uno obtiene o que a cada uno caben en suerte.NOTA 27

Esa definición, no obstante, ha de matizarse con las demandas de la justicia distributiva, pues no valdría para Leibniz una suma de bienes individuales donde unos pocos coparan la inmensa mayoría de los recursos. Por ello sostiene que ha de intentarse que los bienes necesariosNOTA 28 estén distribuidos entre muchos, en vez de pertenecer en grado sumo a unos pocos:

... han de subordinarse los individuos al bien común, si así se desea que surja una mayor felicidad (...). Hacerlo así significa haber conservado los Elementos del Derecho y haber enseñado los de la Justicia.NOTA 29

Es también equitativo anteponer, a la propia superfluidad, la utilidad ajena; y, a la propia utilidad, la necesidad del prójimo.NOTA 30

Más gráfico, si cabe, es nuestro autor cuando afirma que el bien público y el bien privado están mutuamente implícitos y que, por tanto, difícilmente puede uno ser feliz en medio de una masa de desgraciados, con lo que Leibniz adopta también una concepción mutualista de la fraternidad.NOTA 31

Se debe trabajar para que los bienes necesarios se encuentren distribuidos en alguna medida entre muchos, en vez de pertenecer en grado sumo a unos pocos.NOTA 32


§6.-- Actualidad del pensamiento jurídico-político de Leibniz

La perspectiva leibniziana que sobre el derecho, la justicia distributiva y el bien común hemos esbozado entronca, a nuestro entender, directamente con las fundamentaciones contemporáneas del derecho y del Estado sobre la noción de justicia social --lo que se ha denominado Welfare State o Estado que promueve el bienestar--. Más aún, el análisis leibniziano se nos antoja relacionado con la moderna demanda de una ética de la solidaridad que exige una reconstrucción del bien común, cuyo objetivo sea la riqueza común; es decir, un conjunto de principios, reglas, instituciones y medios que permitan promover y garantizar la existencia de todos los miembros la comunidad humana.NOTA 33 En palabras del gran jusfilósofo mexicano Eduardo García Máynez, que bien podría suscribir Leibniz:

El bien común se alcanza cuando todos y cada uno de los miembros de una sociedad cuentan con los medios indispensables para la satisfacción de sus necesidades básicas, tanto de orden material como de orden espiritual.NOTA 34

En consecuencia, Leibniz define la política como la ciencia de lo útil, entendido lo útil como aquello encaminado a la consecución del bien común. Así, nuestro autor entiende la verdadera Política como el instrumento para hacer felices a la mayor parte de los hombres.NOTA 35 Ello obliga al príncipe, al gobernante, a tomar las disposiciones pertinentes en bien de la utilidad pública, hacia la cual también se dirigiría el avance del conocimiento y su accesibilidad.

La primera verdad difícil de conocer es, en efecto, que el auténtico arte político no debe preocuparse del bien privado, sino del bien común, pues el bien común estrecha los vínculos ciudadanos, mientras que el bien privado los disuelve, y que tanto el bien particular como el bien común salen ganando si éste segundo está sólidamente garantizado con preferencia al otro. (Platón, Las Leyes, I, IX, 875 c).

Queremos señalar aquí lo injustificado de la crítica de Domènech a la fraternidad leibniziana de raíz cristiana, sobre el argumento de que aplaza la justicia a la ciudad de Dios ultraterrena.NOTA 36 Es decir, el mandato de fraternidad (solidaridad) quedaría expulsado de la ética pública y de la justicia social concreta.NOTA 37

Ya hemos visto que no es así. Para Leibniz el principio del bien común y de la justicia distributiva obliga al gobernante en particular y a los gobernados en la medida de sus posibilidades (tiene una fuerza vinculantes erga omnes). Y esa obligación se refiere a la realización de acciones en esta vida, y concretamente en la convivencia social y política.

El justo, en efecto, no sólo no debe dañar a otro sin necesidad propia, sino que incluso debe ayudarlo (...).NOTA 38

(...) Si hay algún hombre o algún Concilio tan valiente que pueda garantizar la seguridad a todos, y que incluso haga feliz, puede en justicia obligar a los demás, y debe ser ayudado por todos a la consecución de la felicidad común.NOTA 39

Atrevémonos entonces a presentar también a Leibniz como otro precursor del Estado social (redistribuidor, intervencionista) que hoy se enfrenta a las concepciones neoliberales (Hayek, Nozick) que propugnan el Estado mínimo, la libertad sólo de mercado y la ruptura de los vínculos grupales, que son precisamente los que constituyen, a nuestro entender, esencialmente las sociedades humanas --y no humanas.NOTA 40

Hay quienes creen que basta con no hacer el mal ni privar a otros de lo que poseen, y que, en cambio, no está uno obligado ni a procurar el bien ni a evitar el mal ajenos, aun en los casos en que nos resulte fácil y no nos exija esfuerzo. Muchos que en este mundo pasan por amantes de la justicia se mantienen en estos límites. Conténtanse con no hacer daño a nadie, sin estar dispuestos a ayudar a los demás. Creen, en suma, que se puede ser justo sin ser caritativo.NOTA 41


§7.-- El deber ciudadano de obrar a favor del bien común en algunos ordenamientos constitucionales

Cualquiera que haya sido el influjo --directo o indirecto-- de las ideas leibnizianas de la justicia como benevolencia, diríase que se redactaron bajo su inspiración algunos códigos constitucionales del comienzo de la revolución liberal.

La Constitución española de 1812 decreta el deber de todos los españoles de «ser justos y benéficos» (art. 6), así como el de amar a la Patria. Ello determina un deber jurídico positivo, aunque genérico, de obrar con justicia y beneficencia, o sea con altruismo.

Por su parte, la Constitución revolucionaria francesa de 1793 va encabezada por una Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano mucho más amplia y honda que la de 1789. Su art. 6 establece: `La liberté est le pouvoir qui appartient à l'homme de faire tout ce qui ne nuit pas aux droits d'autrui; elle a pour principe la nature; pour règle, la justice; sa limite morale est dans cette maxime: Ne fais pas à autre ce que tu ne veux pas qu'il te soit fait'. El art. 21 de la misma declaración establece el derecho de cada uno al auxilio de la sociedad en caso de desgracia. El art. 1º proclama que el objeto de la sociedad es la felicidad común. Por otro lado, el art. 4 limita la potestad del propio pueblo --cuya voluntad general y solemne es la ley, según lo preceptúa ese mismo texto--, ya que no podrán promulgarse leyes que manden algo que no sea justo y útil a la sociedad o que prohíban algo que no sea dañino.

A pesar de que la Constitución del 5 de Fructidor del año III (22 de agosto de 1795) se aparta del radicalismo jacobino, mantiene varios de esos principios de hermandad y solidaridad. Son particularmente dignos de mención aquí los Deberes del hombre y del ciudadano que se declaran en el preámbulo de ese texto constitucional y que acompañan a la declaración de derechos. Su art. 3 reza así: `Tous les devoirs de l'homme et du citoyen dérivent de ces deux principes, gravés par la nature dans tous les coeurs: Ne faites pas à autrui ce que vous ne voudriez pas qu'on vous fît. -- Faites constamment aux autres le bien que vous voudriez en recevoir'.

Más curioso puede resultar el art. 4 de esa misma Declaración de deberes: `Nul n'est bon citoyen s'il n'est bon fils, bon père, bon ami, bon époux'. El contexto hace suficientemente claro que se está preceptuando así jurídicamente a cada francés el deber legal de comportarse como un buen hijo, un buen padre, un buen amigo, un buen esposo.

Donde más se plasmará la obligación jurídico-constitucional de obrar según patrones de hermandad y solidaridad será en la Constitución de la II República Francesa del 4 de noviembre de 1848, cuyo Preámbulo dice que Francia adopta definitivamente la forma republicana de gobierno para «assurer une répartition de plus en plus équitable des charges et des avantages de la société, d'augmenter l'aisance de chacun [...], de faire parvenir tous les citoyens [...] à un degré plus élevé de moralité, de lumières et de bien-être».

El artículo VII del mismo Preámbulo prescribe a los ciudadanos franceses amar a la Patria y `concourir au bien-être commun en s'entraidant fraternellement les uns les autres, et à l'ordre général en observant les lois morales et les lois écrites'. Y el art. VIII y último de ese mismo Preámbulo establece el deber de la República de asegurar, mediante una fraternal asistencia, la existencia de todos los ciudadanos menesterosos, si bien limita en parte tal deber a los recursos disponibles.

Aunque ya muy lejos de todo ese fraternalismo populista, la Constitución de Weimar de 1919 establece el deber moral de cada uno de emplear sus fuerzas intelectuales y físicas conforme lo exija el bien de la comunidad.

El movimiento neoconstitucional del siglo XX se ha orientado al reconocimiento de derechos sociales. Inaugúrase con la Declaración rusa de los derechos del pueblo trabajador y con la Constitución mexicana de 1917. Mas no se ha logrado que los textos constitucionales que arrancan de ese movimiento (la mayor parte de las constituciones posteriores a 1945, p.ej.) formulen el deber subjetivo de comportarse uno hacia los demás según una pauta de fraterna solidaridad, aunque reconozcan derechos sociales (derecho a un puesto de trabajo, a una vivienda, a la educación, al cuidado a la salud, al descanso, etc); por lo cual cabe preguntarse si se trata de unos derechos que sean erga omnes o sólo para con el Estado. Y eso a pesar de la tendencia actual en el constitucionalismo --inaugurada posiblemente por los debates al respecto en la República Federal de Alemania-- en el sentido de que los derechos fundamentales del individuo recogidos en una constitución comportan obligaciones correlativas de los demás sujetos, individuales o colectivos, de abstenerse de acciones u omisiones que impidan el disfrute o ejercicio ajenos de tales derechos.

No cabe duda de que los textos constitucionales españoles y franceses que hemos mencionado en este apartado van en el sentido de que esos deberes de fraternal solidaridad ligan a los individuos y los grupos humanos unos con otros, y que, por consiguiente, no acarrean únicamente unas obligaciones de la sociedad en su conjunto respecto de sus integrantes individuales (y por lo tanto unos deberes asistenciales a cargo del Estado o de las autoridades), sino también --ya sea a título principal, ya a título supletorio o alternativo, mas en cualquier caso solidario-- un deber de cada uno de concurrir en cuanto pueda, sin grave perjuicio propio, al bienestar ajeno.

Sin embargo, hay una parte de la doctrina constitucionalista (representada en España, entre autores preclaros, por el Catedrático de Derecho Político D. Nicolás Pérez Serrano)NOTA 42 a cuyo juicio tales proclamaciones tienen un carácter patético y declamatorio, careciendo de contenido jurídico propiamente dicho, porque no delimitan ninguna obligación exigible.

A nuestro entender es errónea esa alegación, porque esas proclamaciones jurídico-constitucionalesNOTA 43 establecen unos derechos y unos deberes rectores del ordenamiento cuyo valor vinculante es, como mínimo, programático --o sea que obligan, por lo menos, al legislador a redactar sus preceptos según unas pautas, prohibiéndole hacerlo de tal manera que el resultado de las promulgaciones sea un corpus legal que ignore o conculque tales derechos y deberes.NOTA 44

Por otro lado, la actual tendencia a considerar los preceptos constitucionales como normas de directa aplicabilidad y no meramente mandatos al legislador haría que, hoy día, una Constitución que incorporase tales principios de fraternal solidaridad daría lugar a su invocabilidad por los justiciables ante los tribunales, forzando, ya fuera la consiguiente inaplicabilidad parcial de aquellas leyes que entraran en conflicto con esos principios superiores del ordenamiento, ya la interpretación del corpus legal vigente a tenor de tales principios, por encima de las exigencias de interpretación literal.

Para cerrar este apartado señalaremos, por último, que la fuerza de obligar de tales principios básicos de fraternal solidaridad no tiene que ser ni mayor ni menor que la de cualesquiera otros principios y valores rectores del ordenamiento jurídico-constitucional, que, a pesar de ser en sí (como tantísimas otras nociones jurídicas que no por ello dejan de tener su lugar en el mundo del Derecho) conceptos jurídicamente indeterminados, son vinculantes como normas básicas que acarrean, o bien una forzosa inexequibilidad de normas de rango inferior, o bien la reinterpretación de éstas para adecuarlas a tales principios superiores.

Tal es el caso de los llamados `principios superiores' como los de la vida, la convivencia, la justicia, la igualdad, la equidad, el conocimiento, el trabajo, la libertad y la paz. En un ordenamiento que reconozca tales principios o valores rectores, el individuo tiene un derecho subjetivo de índole estrictamente jurídica a vivir en paz, a trabajar, a obtener sustento, vivienda y educación.

Asimismo un ordenamiento jurídico-constitucional que reconozca como vinculante la solidaridad fraterna establece con ello unos deberes y derechos, incluyendo un derecho de cada individuo (jurisprudencialmente determinable en función de las circunstancias, los cambios de mentalidad social y el espíritu de los tiempos) a exigir de la colectividad, en su conjunto, y de los demás individuos, en particular, un trato que esté a la altura de ese deber de solidaridad fraternal.


§8.-- Examen crítico de la noción del bien común y de sus fundamentos

Podría uno echar en falta --en los textos de Leibniz que hemos venido comentando en apartados anteriores de este artículo-- un intento de definir o, por lo menos, de dilucidar o determinar de algún modo la noción del bien común. No deja de ser llamativo que casi en ningún autor --de los muchos que, en la historia de la filosofía y del derecho, han usado como un concepto básico de sus teorías el del bien común-- se perfile una preocupación por suministrar tal definición o al menos dilucidación. Inseparable de tal intento de definición o de dilucidación es una cuestión de fundamentos, que en rigor significa optar entre dos fundamentaciones implícitas en los textos de Leibniz que hemos glosado y en nuestra propia lectura de los mismos.

Lo primero que está claro es que el bien común es un bien que sea común a todos cuantos estén comprendidos en la comunidad de que se trate y no propio, privativo o exclusivo de algunos de ellos. Un bien es común cuando no es de los unos sí y de los otros no.

Sin embargo, esa comunidad o comunalidad del bien puede ser o colectiva o distributiva. Si es un bien colectivamente tenido o adquirido o poseído por los miembros de la comunidad, entonces caben dos posibilidades:

  1. que se trate de un bien que posean (o adquieran o del que disfruten) los individuos miembros de la sociedad, pero sólo conjuntamente, aunados por el lazo social, no separadamente uno por uno;
  2. que sea un bien de la comunidad en sí misma --diríamos `como tal', si es que eso añadiera algo; un bien que sería atributo o adquisición o rasgo de la sociedad misma, no de los individuos que la forman: ni de algunos de ellos, ni siquiera de todos; ni por separado ni juntos; en esta segunda acepción, el bien común sería, pues, el bien de la sociedad misma.

Si, en cambio, es un bien distributivo, se tratará del bien particular de cada uno de los miembros de la sociedad, o tal vez de la gran mayoría de ellos (lo cual apuntamos, de momento, sólo de pasada, aludiendo a una espinosa dificultad en la que vamos a entrar en seguida); no entraría en consideración cuán bien o mal le vaya a la sociedad misma; ni siquiera entraría en consideración un bien de que disfruten los individuos conjuntamente.

Aunque los filósofos clásicos que han tratado del bien común --desde Platón hasta Cicerón, Sto Tomás, Suárez y Leibniz-- no entran en esas disquisiciones, el estudio de sus escritos revela claramente que para todos ellos el bien común es un bien que ha de excluir esas opciones como opciones mutuamente exclusivas. No ha de ser ni sólo el bien de la sociedad misma «como tal», como si pudiera conseguirse ese bien acompañado del mal de los individuos que forman la sociedad; ni un bien sólo de los individuos, como si pudiera darse ese bien yéndole mal a la sociedad. No ha de ser ni un bien del que los individuos gocen sólo conjuntamente, en mano común, sin sacar provecho separadamente, cada uno por su lado, ni tampoco un bien que, troceado en partes alícuotas, en bienecillos particulares (tantos cuantos individuos formen la sociedad en un momento dado), no deje nada para el disfrute colectivo, mancomunado, colectivo.

Y es que:

De manera general, el bien de la sociedad, de esa persona jurídica colectiva, es indesgajable del de los individuos que la componen. Ése es un rasgo de la sociedad total que no siempre tienen las sociedades o asociaciones parciales. Puede irle bien a una comunidad de vecinos yéndoles mal a los vecinos mismos (aunque incluso eso es relativo y no puede prolongarse indefinidamente). Puede irle muy bien a la Sociedad Leibniz de España yéndoles mal a todos y cada uno de los socios (y también ese divorcio ha de tener límites, allende los cuales los socios dejarán de pagar sus cuotas y la Sociedad Leibniz tendrá que disolverse). Mas no le puede ir bien a la sociedad yéndoles mal a todos los socios, o sea a los ciudadanos y residentes extranjeros; ni siquiera yéndoles mal a la mayoría de tales socios.

Por otro lado, cuando nos remitimos a una escala tan general como la de la sociedad en su conjunto, es muy difícil que puedan generarse sólo bienes privativa o separadamente disfrutables o sólo bienes cuyo disfrute sea colectivo o en mano común. ¿Cómo promover el sustento de cada uno --por muy aislado y disgregado que sea su consumo-- o el uso (también por hipótesis diseminado y desperdigado) de atuendo, de muebles, de lugares de cobijo, etc, sin promover equipamientos colectivos en forma de lugares de distribución o de intercambio de tales productos (llámense `mercados' o `lonjas' o como se llamen), vías y medios de transporte y de acceso a tales bienes, calles, espacios públicos, zonas de uso colectivo, oficinas para su administración, cuerpos de vigilancia que hagan respetar la ley y el orden, organismos judiciales que zanjen las desavenencias al respecto? Y ¿cómo implementar todo ese tipo de equipamiento colectivo sin que ello acarree un incremento del bienestar distributivamente disfrutable por los particulares, aunque cada uno disfrute el suyo propio y no el ajeno?

Tal vez podríamos acudir a la noción de superveniencia para decir que, al igual que sólo existe una entidad social o persona jurídica cuando se dan miembros de la misma que actúan de ciertas maneras, y que la sociedad tiene unas acciones que le son atribuibles mas que estriban (sobrevienen) en acciones de al menos algunos de sus miembros, similarmente sólo hay bien común, bien de la comunidad, cuando éste estriba en bienes en parte distributivamente disfrutados por los miembros de la sociedad, en parte aprovechados en mano común, y ello no al buen tuntún sino según determinadas pautas o reglas (aunque la noción misma de bien común no ha de pretender ser de tal concreción que se constriña a tales o cuales pautas o reglas en particular; la opción por unas u otras queda abierta, constituyendo, en cada período y cada cultura, una concreción o determinación del bien común según parámetros que van variando con el cambio de mentalidad y de prioridades).

Si tuviéramos que enumerar las cualidades en que haya de estribar el bien que estamos considerando a título de `bien común' --ya sea colectivo o ya sea distributivo; ya sea de la sociedad misma, ya sea de los individuos que la forman--, podríamos acordarnos de los objetivos (o valores) de la vida común, o de la sociedad, de que nos habla Jeremías Bentham: pervivencia, abundancia, igualdad, seguridad.

Y así desembocamos en un problema que es el más espinoso de todos: ¿hasta qué punto es compatible el bien común con el mal particular de uno o de varios?

Si el bien común fuera sólo el de la sociedad misma, no el de los individuos, podría pensarse en un bien común parejo con el mal propio de los individuos comunados. Ya hemos visto que eso es abstracto y artificial y que eso así ni puede darse ni sin duda imaginarse siquiera.

Si el bien común fuera un bien disfrutable sólo aunada o conjuntamente, y no por separado, podríamos pensar en un bien que gozaran colectivamente los miembros de la sociedad aunque conllevara un sacrificio de cada uno en lo tocante a los bienes propios o particulares. Sin embargo, si ya lo anterior era un dilema falso y artificial, éste parece serlo todavía más, porque un agregado de individuos que lo pasan mal cada uno en su casa difícilmente será un cúmulo de seres que, en común, estén disfrutando de nada. Puede Ud sin duda pasarlo muy bien en un festejo popular, en un baile de pueblo, en una sala de espectáculos, pero a condición de que su vida particular no sea un infierno o un calvario, porque, de serlo, no tendrá ningún estado de ánimo que le permita participar en el regocijo colectivo.

Siendo el bien común --como tiene que ser-- un bien disfrutable en parte dispersamente y en parte mancomunadamente, que atienda equitativamente al interés de los individuos que forman la sociedad y a las necesidades de pervivencia, abundancia y seguridad de esa misma sociedad que forman, está claro cómo puede surgir el conflicto, y de hecho surge. Surge porque el incremento, o aun el mero mantenimiento, de ese bien colectivo puede necesitar cierto mal de algunos individuos, o sea ciertos sacrificios. Y de ahí se sigue que, aun siendo un bien que, en principio, es tanto de la sociedad cuanto de sus miembros individualmente tomados, puede no serlo forzosamente de todos sus miembros, o por lo menos no en todos los momentos y todos los aspectos, exigiendo algunos sacrificios de algunos de esos miembros.

Podría entonces acudirse a una reducción utilitarista (a la cual podría acudir el mencionado filósofo Bentham, y que en algún momento podría sospecharse anda cerca de algunas cosas que dice Leibniz): el bien común es el bien mayoritario, o es aquel bien que supone más cantidad de bien en más número de gente. Pero, claro, el utilitarismo sabemos que afronta dificultades redhibitorias, como la de que no podemos nunca reputar bien común uno que exija imponer, arbitraria o inmerecidamente, sacrificios a unos --por muy minoritarios que sean-- en provecho de los demás.

Mas podríamos corregir el utilitarismo diciendo que el bien común es el bien de todos o de los más cuando no se consigue imponiendo a nadie ningún sacrificio o mal arbitrario. Así el individuo en primer lugar se ve a sí mismo como un miembro de esa sociedad, y ve que su propio bien (pervivencia, abundancia, igualdad, seguridad), tanto separado cuanto en relación con los demás, entra en la consideración colectiva del bien común; y luego se percata de que ese bien común exige ciertos sacrificios y que, si le van a incumbir algunos de ellos, eso va a ser en virtud de criterios equitativos de distribución de las cargas, no arbitrariamente. Por lo cual puede cifrar, al menos en cierto modo, en la realización de ese bien común su propio bien, por encima incluso de sus propios bienes particulares de personal supervivencia, personal abundancia, o personal seguridad.

La no arbitrariedad estriba en que:

Eso nos conduce a otra faceta que deseamos comentar aquí: la del fundamento mutualista o altruista de la opción por el bien común. Una base puramente mutualista se compagina mal con la necesidad de admitir en ciertos casos sacrificios propios, que pueden llegar en casos extremos a la necesidad de sacrificar la propia vida (lo cual sucede en las sociedades animales que sólo sobreviven al precio de que algunos de los problemas de la sociedad actúen de manera suicida o asuman riesgos elevadísimos para proteger a la colectividad; lo cual ha sucedido también a menudo en la historia humana y aún sucede hoy).

Por otro lado, una base puramente altruista hacer estribar el bien común en un bien ajeno, del que se excluye el bien propio.

La noción de bien común recién delineada significa un equilibrio entre mutualismo y altruismo. En principio, el basamento es mutualista, y el origen del valor del bien común es una necesidad biológica de la especie.

Un mutualismo estricto significaría que en la relación entre un individuo y los demás miembros del grupo se entablan relaciones sobre el principio de ayuda mutua: do ut des --para decirlo en términos jurídico-romanos tan caros a Leibniz; te doy, pero con la condición de que tú me darás, cuando se tercie, cuando yo lo necesite y tú puedas.

Una versión restrictiva, atomizada, de ese mutualismo estricto sería el intercambio mercantil: te hago o doy A con la condición de que --ahora mismo o en el plazo que acordemos-- me hagas o des B, viniéndote bien a ti recibir ese A y a mi ese B. Los adeptos del mercado alegan que éste se funda en la esencia misma del vínculo social, que es una mutualidad; lo cual dista de ser verdad, porque el intercambio mercantil es sólo un mutualismo estricto atomizado.

Difícilmente puede aplicarse el mutualismo estricto --salvo en versiones como la mercantilista-- en sociedades o grupos numerosos. Si una peña ciclista de 50 miembros sale a menudo de excursión, difícilmente se entablarán relaciones de ayuda mutua entre el socio Juan y el socio Pedro; el socio Juan ayudará a los compañeros que se queden en la cuneta por un pinchazo en la expectativa de ser ayudado por otros cuando lo necesite, mas no forzosamente los mismos. Eso sí, si él ayuda y, reiteradamente, no es ayudado, se quebrará su confianza y perderá vigencia el principio de mutualidad.

Mas ya en un caso tan simple es obvio que el principio de mutualidad no puede estribar en un do ut des, sino que significa algo así como una obligación de actuar altruistamente con relación a los demás, aunque sea con la esperanza (esperanza nada más, aunque sea fundada) de recibir ayuda de otros cuando uno la necesite.

Luego en rigor hay aquí dos planos. Hay un mutualismo de reglas, no un mutualismo de elecciones o preferencias específicas. El mutualismo no entra en juego como pauta para determinar nuestras decisiones específicas y concretas, sino como pauta para determinar algunas de las pautas con las que luego adoptaremos tales decisiones concretas. El mutualismo determina la elección del criterio altruista, y es éste último el que entra en juego a la hora de actuar en concreto. No ayudo a otro ciclista para que ése o un tercero me ayuden cuando sea yo el que pinche. Lo ayudo porque me da pena verlo ahí tirado y no quiero que se le amargue la tarde, aunque el hábito de actuar en virtud de tales consideraciones me venga de reflexiones de índole mutualista.


§9.-- El amor al prójimo como resultado del amor razonable a uno mismo

Puede objetarse a lo que acabamos de decir --al finalizar el apartado anterior-- que quien --en virtud de esas consideraciones, y partiendo de un mutualismo razonable-- opta por unas pautas altruistas que --adicionadas a circunstancias del caso o a supuestos de hecho-- lo llevan incluso al sacrificio personal está destruyendo, como conclusión de esos racioninios, los fundamentos mismos de los que había partido, o sea: el mutualismo o ética de la cooperación que conlleva el no-sacrificio propio a largo plazo, sino al revés la satisfacción de las propias necesidades por la vía de la cooperación. Así, o el mutualismo es falso --por la Ley de Clavius--NOTA 51 o es una mala inferencia el raciocinio que lleva del mutualismo al altruismo.

Para contestar a esa objeción hemos de considerar una elemento más: el del egoísmo moral, o sea la idea de que ningún criterio puede adoptarse en definitiva más que para bien o provecho propio, aunque ese provecho propio no sea, ni tenga por qué ser el bien mezquino del bonum utile (para decirlo leibnizianamente), sino que puede ser el bien moral. Cuestión de aquellas a las que nuestro filósofo dedicó, según se sabe, muchísimas páginas, en su Teodicea y en muchos escritos, discutiendo, entre otras cosas el paradójico aserto de la Medea de Séneca: `Video meliora proboque, deteriora sequor'. Pues bien, Leibniz --ya lo dijimos más arriba-- es, siguiendo a Platón, un intelectualista moral, y cree que no se escoge el mal a sabiendas.

La solución para Leibniz se halla en descubrir que el mayor bien propio envuelve el bien ajeno, en la medida de lo posible, y por ende envuelve el bien común. Un bien propio a expensas del bien común es, a la postre y en el fondo, un bien ficticio, ilusorio, superficial, que contiene un mal mayor. Hay un bien propio más excelso, más intenso, incluso un placer espiritual mayor en coadyuvar al bien común, aun con el sacrificio propio.

Cada individuo humano tiene un grado de racionalidad práctica en virtud del cual parte siempre --para tomar una decisión-- de la regla bonum est faciendum et malum uitandum, al menos en el sentido de hacer lo bueno para él y evitar lo malo para él. Eso sí, hay diversas clases de bien y de mal. Tras haberse inclinado en muchos escritos por una visión cercana a las concepciones estoicas,NOTA 52 con un tajante distingo entre el bien útil y el bien deleitable, Leibniz parece matizar ulteriormente su posición, en el sentido de un cierto hedonismoNOTA 53 --y no sólo eudemonismo-- cuando dice en los Nouveaux essais sur l'entendement humain,NOTA 54 dándole la razón parcialmente a Locke:

On divise le bien en honnête, agréable et utile, mais dans le fonds je crois qu'il faut qu'il soit, ou agréable lui-même, ou servant à quelqu'autre qui nous puisse donner un sentiment agréable; c'est à dire, le bien est agréable ou utile, et l'honnête lui-même consiste dans un plaisir de l'esprit.

En suma, eso --que ya vimos más arriba, de que no se puede ser feliz en medio de la miseria ajena.NOTA 55

Concluiremos señalando que tales consideraciones llevan a Leibniz a recapitular toda la teoría del amor propio y el amor ajeno (amor al prójimo, amour d'autrui), en la célebre controversia sobre el amor puro:

Et l'amour est cet acte ou état actif de l'âme qui nous fait trouver notre plaisir dans la félicité ou satisfaction d'autrui. Cette définition est capable de résoudre l'énigme de l'amour désintéressé [...] Lorsqu'on aime sincèrement une personne [...] on cherche son plaisir dans le contentement et dans la félicité de cette personne.NOTA 56

Y eso nos hace ver en la teoría leibniziana del amor (caridad es amor) el eje de su teoría de la justicia. Hay un deber de amar, que viene de que es irracional no amarse a sí mismo; amar es querer la dicha del amado; y la felicidad mayor la encuentra uno en la de los demás, en tanto en cuanto uno ha contribuido a ella:

Ainsi le véritable pur amour opposé à l'amour intéressé ... subsiste toujours: c'est lorsque le bien, bonheur, perfection d'autrui fait notre plaisir et bonheur, et est par conséquent désiré par lui même, et non pas par raison de quelque profit qu'il nous porte.NOTA 57


§10.-- Referencias








[NOTA 1]

Leibniz, Meditación sobre la noción común de justicia (Mollat 41-70). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), pp. 83-85.


[NOTA 2]

Las infamias de torturadores y genocidas no dejan de ser injustas por mucho que estén «amparadas» por un derecho a su medida (y que luego se quiere consagrar a posteriori con las amnistías de las transiciones pactadas en las alturas). Lo cual destaca el potencial revolucionario de una concepción jusnaturalista del derecho, muy al contrario de lo que se ha sostenido desde sus críticos juspositivistas. (Véase Peña 1997).


[NOTA 3]

Leibniz, Meditación sobre la noción común de justicia (Mollat 41-70). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 100.


[NOTA 4]

Leibniz, Meditación sobre la noción común de justicia (Mollat 41-70). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 86.


[NOTA 5]

Leibniz, De la justicia (Mollat 35-40). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 106.


[NOTA 6]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 13.


[NOTA 7]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 115.


[NOTA 8]

Se han querido dar también fundamentaciones no morales para la cooperación y la busca del bien común, como las de origen biológico (Peter Singer 2000 y Frans de Waal 1997). Así, una sociedad es autodestructiva en la medida en que su ordenamiento jurídico se oponga al principio de bien común; es decir, habría una tendencia natural, por pura autoconservación social (supervivencia del grupo), al respeto de ese principio, diversamente interpretado. Sin embargo, eso no responde a la cuestión de si, y por qué, hemos de obrar --o de seguir obrando-- a tenor de esa tendencia natural. En resumen, cualquiera que sea la respuesta, sigue planteándose el problema de Moore.


[NOTA 9]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 32.


[NOTA 10]

Toni Domènech (1993, p. 61).


[NOTA 11]

Leibniz, El lugar del otro (C 699-701). Trad. de Agustín Andreu (2001), p. 6.


[NOTA 12]

Leibniz, Sobre los tres grados del derecho natural y el de gentes (Mollat 8-18). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 112. V. también el Prólogo al Codex iuris gentium diplomaticus, reproducido por Gerhardt como anejo a la correspondencia con Coste: [GP], 3, pp. 386ss. Citamos algunas frases: `Et hoc iam fonte fluit ius naturae, cuius tres sunt gradus: ius strictum in iustitia commutatiua, aequitas (uel angustiore uocis sensu caritas) in iustitia distributiua, denique pietas (uel probitas) in iustitia uniuersali [...] Iuris meri siue stricti praeceptum est neminem laedendum esse [...] Superiorem gradum uoco aequitatem, uel si mauis caritatem (angustiore scilicet sensu) quae ultra rigorem iuris meri ad eas obligationes porrigo, ex quibus actio iis quorum interest non datur qua nos cogant; ueluti ad gratitudinem, ad eleemosynam, ad quae aptitudinem, non facultatem, habere Grotio dicuntur. [...] Atque huc in Re Publica politicae leges reperuntur quae felicitatem subditorum procurant efficiuntque passim ut qui aptitudinem tantum habebant acquirant facultatem, id est ut petere possint, quod alios aequum est praestare. [...] Supremum iuris gradum probitatis uel potius pietatis nomine appellaui. [...] Et ius quidem merum siue strictum nascitur ex principio seruandae pacis; aequitas siue caritas ad maius alquid contendit, ut dum quisque alteri prodest quantum potest, felicitatem suam augeat in aliena et, ut uerbo dicam, ius strictum miseriam uitat, ius superius ad felicitatem tendit [...] Ut uero universali demonstratione conficiatur omne honestum esse utile [...] Ex hac consideratione fit ut iustitia uniuersalis appelletur et omnes alias uirtutes comprehendat, quae enim alioqui alterius interesse non uidentur ueluti ne nostro corpore aut nostris rebus abutamur, etiam extra leges humanas, naturali iure, id est aeternis diuinae monarchiae legibus uetantur, cum nos nostraque Deo debeamus. Nam ut Rei Publicae ita multo magis uniuersi inerest ne quis re sua male utatur. Itaque hinc supremum illud iuris praeceptum uim accepit quod honeste (id est pie) uiuere iubet'. (Ibid. pp. 387-9.) Es de lamentar que Leibniz aquí, como se ve, reduzca la fuerza vinculante del principio de caridad a su valor programático, o sea a la obligación que conlleva para el legislador de promulgar preceptos que creen derechos subjetivos (facultates) que permitan a los menesterosos reclamar a los pudientes el cumplimiento de sus deberes solidarios; a falta de tales promulgamientos positivos del legislador, Leibniz estima --como acabamos de ver en el texto citado-- que los necesitados no pueden reclamar judicialmente invocando el derecho natural, sino que tienen meramente una aptitud, no una facultad, o sea: sólo el derecho a tener derecho a recibir el socorro que les es necesario. V. infra, nota nº 43. Cf. también una carta de Conring que confirma la interpretación del texto recién citado ([GP] 1, p. 159), donde claramente distingue nuestro autor entre la obligación de que algo sea obligatorio y la obligatoriedad misma de ese algo. Cuando el legislador está obligado a dictar una ley así o asá, es obligatorio que tal cosa sea obligatoria, aunque, mientras no haya dictado tal ley, esa cosa todavía sigue sin ser obligatoria ella misma.


[NOTA 13]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 57.


[NOTA 14]

V. más abajo la cuestión del amor ajeno y el amor propio.


[NOTA 15]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 13.


[NOTA 16]

Leibniz, Meditación sobre la noción común de justicia (Mollat 41-70). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 91.


[NOTA 17]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 120.


[NOTA 18]

El bien de la sociedad; mas ¿de qué sociedad? ¿Sólo de la sociedad hannoveriana, o de la alemana, de la francesa, de la inglesa etc? Leibniz piensa en el bien de la sociedad planetaria e incluso en el bien común universal del cosmos: `Le principe de la justice est le bien de la société, ou pour mieux dire le bien général, car nous sommes tous une partie de la République universelle dont Dieu est le Monarque.' [GP] 7, pp. 106-7.


[NOTA 19]

Este conflicto entre el derecho de propiedad privada y las demandas de la justicia distributiva no es algo privativo del pensamiento jurídico-político leibniziano. Por ello, compartiendo el punto de vista de Riley, no nos parece justificado calificar el pensamiento social de Leibniz como una «masa de inconsistencias» (Russell). Salvando todas las distancias, esa tensión se mantiene en autores de hoy en día que, como Rawls, defienden principios de justicia social y solidaridad en las sociedades contemporáneas sobre la base del carácter fundamental e inalienable de la propiedad privada como condición previa, necesaria e indispensable para la solidaridad. Y nadie parece escandalizarse por ello, aunque no deje de resultar un tanto incongruente.


[NOTA 20]

Leibniz, Sobre los tres grados del derecho natural y el de gentes (Mollat 8-18). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 118.


[NOTA 21]

Leibniz, Retrato del Príncipe. Hemos traducido al español a partir de la trad. inglesa de Patrick Riley (1988), p. 98.


[NOTA 22]

Leibniz, Sobre los tres grados del derecho natural y el de gentes (Mollat 8-18). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 113.


[NOTA 23]

Leibniz, Sobre los tres grados del derecho natural y el de gentes (Mollat 8-18). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 114. Trad. modificada por los autores de este artículo.


[NOTA 24]

Leibniz, Sobre los tres grados del derecho natural y el de gentes (Mollat 8-18). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 117.


[NOTA 25]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), pp. 83 ss.


[NOTA 26]

Georges Kalinowski y Jean-Louis Gardies (1974).


[NOTA 27]

Leibniz, La suprema regla del derecho (Mollat 85-88). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 137.


[NOTA 28]

No deja de ser interesante que Leibniz se proponga ya dar una definición y distinción entre bienes necesarios y bienes útiles. Los necesarios serían aquellos que se requieren para la tranquilidad del ánimo o aquellos cuya ausencia nos aflige, y son incomparablemente más importantes que los bienes simplemente útiles. Lo demás, aquellas cosas de las que podríamos prescindir con facilidad, pueden llamarse útiles (Leibniz, La suprema regla del derecho (Mollat 85-88). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 137). Es precisamente la noción de necesidades básicas la que está presente en las más importantes justificaciones actuales de los derechos económicos, sociales y culturales. Así, el concepto de necesidades básicas se postula como fundamento de los derechos sociales y como justificación de la políticas redistributivas públicas o políticas de bienestar (Martínez de Pisón, 1998).

Curiosamente, Platón también pone el asunto de cubrir las necesidades básicas en el origen del nacimiento de las «ciudades» (La República, libro II, XI, 369c).


[NOTA 29]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 70. Trad. modificada por los autores.


[NOTA 30]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 61. Trad. modificada por los autores.


[NOTA 31]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 69.


[NOTA 32]

Leibniz, La suprema regla del derecho (Mollat 85-88). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), p. 137-138.


[NOTA 33]

Riccardo Petrella (1997, p. 18).


[NOTA 34]

Eduardo García Máynez (1986, p. 484).


[NOTA 35]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 69.


[NOTA 36]

En el apéndice de la controversia al final de sus Ensayos de teodicea ([GP] 6, pp. 376ss), nuestro filósofo dice: `Il se peut que dans la comparaison des heureux et des malheureux la proportion des degrés surpasse celle des nombres, et que dans la comparaison des créatures intelligentes et non intelligentes la proportion des nombres soit plus grande que celle des prix.' Esas consideraciones están dictadas por la necesidad de compaginar el optimismo metafísico leibniziano con la ortodoxia luterana para la cual la mayoría de los humanos irán al infierno. Curiosamente tal conciliación se traduce en la tesis de que la mayor felicidad o el máximo bien en la especie humana se mide por la intensidad --aunque resulte distribuida en unos pocos--, sucediendo lo inverso en la naturaleza en su conjunto o incluso en el reino animal. Así, en rigor --y lejos de ser exactas las alegaciones de Toni Domènech, en el sentido de que Leibniz relega la fraternidad al más allá--, lo curioso es que el más allá realiza sólo la fraternidad del puñado de los no-condenados, según lo exige la doctrina evangélica de la salvación. Afortunadamente tales consideraciones quedan al margen de las tesis de Leibniz de las cuales nos ocupamos en este artículo, las que se refieren al deber de fraternidad en esta vida y en la sociedad humana de este mundo.


[NOTA 37]

Toni Domènech (1993, p. 62).


[NOTA 38]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 10.


[NOTA 39]

Leibniz, Los elementos del derecho natural (A VI, 1; Grua 640; Dutens IV, 3, 294). Trad. Tomás Guillén Vera (1991), p. 22.


[NOTA 40]

Como concluye Frans de Waal (1997), la moralidad humana nunca habría podido desarrollarse sin el fundamento del sentimiento de compañerismo que nuestra especie comparte con otros animales. No sólo los primates, sino todo tipo de animales acatan reglas sociales, se ayudan entre sí, comparten comida, resuelven conflictos para la satisfacción de todos, etc. Así, aunque la selección natural es dura, ha producido especies que sobreviven porque sus miembros, o muchos de ellos, practican el altruismo, no sólo la cooperación.


[NOTA 41]

Leibniz, Meditación sobre la noción común de justicia (Mollat 41-70). Trad. de Jaime de Salas Ortueta (1984), pp. 90-91. Trad. modificada por los autores.


[NOTA 42]

Tratado de Derecho político, Madrid: Civitas, 1984, 2ª edición.


[NOTA 43]

Los redactores de esos textos jurídico-constitucionales probablemente no se inspiraron, al escribirlos, en los textos de Leibniz --que quizá ni siquiera conocían; mas sí pueden haber tomado como fuentes a otros pensadores que, a su vez, debían algo o mucho al influjo de Leibniz.


[NOTA 44]

V. supra, nota nº 12.


[NOTA 45]

V. p.ej. la Règle générale de la composition des mouvements, en [GM] 6, pp. 231-3.


[NOTA 46]

Ese mero no-morir puede estar muy cerca de la muerte, de suerte que su prolongación, en un estado de menos-ser o menos-vida, próxima a la muerte, vendría a ser una prolongación de la muerte. Vid. «Le paradoxe de l'être mourant chez St Augustin et chez Leibniz», de Lorenzo Peña, ap. La vie et la mort, comp par M. Vadée. Poitiers: Société Poitevine de philosophie, 1996, pp. 287-289; y nuestro artículo «Derecho a la vida y eutanasia: ¿acortar la vida o acortar la muerte?», Anuario de filosofía del derecho XV (1998), pp. 13-30.


[NOTA 47]

Eso está muy en relación con la noción leibniziana de grado de esencia o de perfección, y de que el bien del universo estriba en la plasmación o realización de la mayor cantidad de ser con el menor gasto de recursos o medios; lo cual suele formularse diciendo que el mejor mundo es aquel orden de cosas donde se dan más composibles; siendo eso verdad si se entiende bien, no lo es si se entiende que se trata meramente del número de componentes, independientemente de su grado de ser; ese bien del universo es una noción central en la metafísica leibniziana, porque es contradictorio que Dios no cree lo mejor que pueda crear, y la opción entre las alternativas en principio posibles no puede ser, para Dios, arbitraria, sino que necesita un criterio, que ha de consistir en comparar sus respectivos grados de bondad o bien. V. p. ej. en los Ensayos de Teodicea ([GP] 6, pp. 241-2): `On peut même réduire ces deux conditions, la simplicité et la fécondité, à un seul avantage, qui est de produire le plus de perfection qu'il est possible ... car le plus sage fait en sorte que les moyens soient fins aussi en quelque façon, c'est à dire désirables, non seulement par ce qu'ils font mais encore par ce qu'ils sont. [...] Or, tout se réduisant à la plus grande perfection, on revient à notre loi du meilleur. Car la perfection comprend non seulement le bien moral et le bien physique des créatures intelligentes, mais encore le bien qui n'est que métaphysique et qui regarde aussi les créatures destituées de raison.' V. también otros escritos de Leibniz al respecto, como el De rerum originatione radicali y la Monadología; cf. la obra de Couturat cit. infra en la nota nº 50, pp. 224-5.


[NOTA 48]

Idea ésta central en la teodicea y en la teoría de la justicia de Leibniz. Téngase bien presente que, en definitiva, los criterios con los que apreciamos la bondad de la obra creadora de Dios han de ser coincidentes con aquellos que usamos para valorar la obra de cualquier otro agente racional, según lo sustenta Leibniz argumentativamente hasta la saciedad; si no, la apelación de `bueno' dirigida a Dios incurriría en plurivocidad respecto de la que usamos cotidianamente; Dios sería bueno en otro sentido de la palabra `bueno' --sin que tuviéramos entonces realmente razón para elogiarlo.


[NOTA 49]

Cual sucede si se procede a un sorteo, o --en palabras de Leibniz-- echándolo a los dados. Podría querer justificarse un procedimiento así diciendo que puede optarse por él en virtud de un criterio no arbitrario; o sea, aunque el procedimiento en sí está condenado a producir la selección arbitraria, inmotivada, de un resultado, la adopción de ese criterio podría hacerse en ciertos casos por razones serias, p.ej para conseguir unos resultados equilibrados en una gran serie de tales elecciones, en virtud del cálculo de probabilidades, que Leibniz fue uno de los primeros en promover y cultivar. Sin embargo nos parece profundamente antileibniziano cualquier recurso a un procedimiento de lotería para la imposición de cargas o sacrificios, porque siempre se interpondría una instancia de arbitrariedad entre las razones de elección del procedimiento y el resultado de la aplicación del mismo.


[NOTA 50]

Un salto infringe el principio de continuidad, o lex iustitiae, que requiere que haya alguna proporcionalidad entre los supuestos de hecho y las consecuencias jurídicas de los mismos. La fijación de fechas, plazos, umbrales etc atenta siempre contra esa ley de justicia. Podrá ser un mal inevitable por nuestra pereza o cortedad, por falta de tiempo para pergeñar una estrategia legislativa más razonable; pero mal lo es. Curiosamente, aunque Leibniz llama al principio de continuidad `lex iustitiae', y aunque una elaborada implementación de tal principio en los temas jurídicos parece un corolario del rechazo leibniziano de cualquier arbitrariedad, no hemos hallado apenas desarrollos en la obra de nuestro filósofo acerca de la aplicación de esa ley o principio en las cuestiones político-jurídicas. Sobre el principio de continuidad en general, v.: Specimen Dynamicum, [GM], esp. pp. 249ss; Animaduersiones in principia Cartesiana, [GP] 4, pp. 375-6; Initia rerum mathematicarum metaphysica, [GM] 7, p. 25; cf. Louis Couturat, La logique de Leibniz, reedición OLMS, 1969, pp. 234ss. y p. 223.


[NOTA 51]

Ley lógica que Leibniz defendió y a cuyo tenor, si la negación de un aserto se sigue de ese aserto, es que éste es falso. También se llama de `reducción al absurdo'.


[NOTA 52]

Otras veces Leibniz critica el rigorismo de los estoicos (¡y los saduceos!) abundando en el parecer de Carnéades y de Hobbes de que es absurdo querer imponer el cultivo de la virtud por sí misma y que buscar la justicia sin utilidad propia es la suma estulticia; v. carta a Conring en [GP] 1, p. 160. El contexto aclara suficientemente que se trata de la idea que ahora estamos comentando: la máxima utilidad propia, el máximo goce, estriba en la satisfacción de concurrir al bien común aun con sacrificio propio.


[NOTA 53]

Al igual que San Agustín, quien también erige la busca de fruición en regla de conducta, siempre que se trate de una fruición superior, suprasensible.


[NOTA 54]

Cap. 200 del libro II; [GP], p. 149.


[NOTA 55]

V. supra, texto cit. en la nota nº 30 y passim. Quedaría en pie una dificultad cuya discusión dejamos para otra ocasión: ¿qué se hace, en ese contexto, la motivación que podría sospecharse mercenaria de querer, en definitiva, el bien ajeno como medio de alcanzar la felicidad propia, así sea esa felicidad más excelsa de saberse donador de dicha? ¿No es ésa una moral que exalta la autocomplacencia, el contento santurrón consigo mismo? Creemos que la objeción viene de un rigorismo ético, cuyas variedades pueden hallarse en el estoicismo, en Kant y en Scheler, que exigen --para expedir un certificado de bondad-- la presencia de ciertas voliciones y la ausencia de otras determinadas voliciones de segundo grado o intenciones. La moral de Leibniz no es rigorista. La nuestra tampoco. Si alguien se sacrifica por los demás porque halla en eso, en el momento de tomar la decisión, una autosatisfacción inmensa y quiere experimentar esa satisfacción, no vemos nada reprobable en su decisión, aunque haya estado movida por una intención, en última instancia egoísta, de orden segundo, o tercero, o cuarto ...


[NOTA 56]

Lettre à Nicaise [GP] 2, p. 577. Cf. el siguiente texto: `La définition de la justice laquelle, à mon avis, n'est autre chose que la charité réglée suivant la sagesse. Or la charité étant une bienveillance universelle, et la bienveillance étant une habitude d'aimer, il était nécessaire de définir ce que c'est qu'Aimer. Et puisqu'aimer est avoir un sentiment qui fait trouver du plaisir dans ce qui convient à la félicité de l'objet aimé, et que la sagesse (qui fait la règle de la justice) n'est autre chose que la science de la félicité, je faisais voir par cette analyse que la félicité est le fondement de la justice et que ceux qui voudraient donner les véritables éléments de la jurisprudence devraient commencer par l'établissement de la science de la félicité.' Carta a Nicaise, en [GP] 2, p. 581.


[NOTA 57]

Carta a Nicaise, en [GP] 2, p. 587. sobre todo este problema, v. el célebre libro Leibniz et la querelle du pur amour de Émilienne Naërt, París: Vrin, 1959.