¡LEGALIZACIÓN DEL TRANSPORTE DE PASAJEROS!

por Lorenzo Peña


¿Es lícito viajar de un lugar a otro? ¿Es lícito atravesar hacia afuera las fronteras del propio país? Si eso es lícito, ¿no lo es también entrar en algún otro? O ¿se puede cruzar la frontera saliendo pero sin entrar en parte alguna? O ¿sólo es lícito salir del propio país si uno ha obtenido permiso de entrada en otro país, al otro lado de la fontera?

En la época feudal los siervos y los villanos no tenían libertad de desplazarse, ni de abandonar las tierras de sus señores. Ni siquiera la revolución liberal trajo la libertad de viajar y de radicarse donde uno quisiera.

Sólo vino tal reivindicación con el movimiento democrático de la segunda mitad del siglo XIX. La Constitución de la I República Española (1873) establecía una total libertad para los extranjeros de inmigrar a España y gozar automáticamente de todos los derechos civiles (no los políticos, claro está), salvo por causa de delito: `Art. 4º. Ningún español ni extranjero podrá ser detenido ni preso sino por causa de delito.' `Art. 7º. Nadie podrá entrar en el domicilio de un español o extranjero residente en España sin su consentimiento, excepto en los casos urgentes de...' [obsérvese que no hay distingo alguno entre residentes legales e ilegales, concepto absurdo e incomprensible para los republicanos de 1873]. ` Art. 27º. Todo extranjero podrá establecerse libremente en territorio español, ejercer en él su industria o dedicarse a cualquier profesión para cuyo desempeño no exijan las leyes títulos de aptitud expedidos por las autoridades españolas.' [Todo eso se lee en la Constitución de la I República incluida en la biblioteca «Juan de Mariana» de Jurisprudencia Lógica: http://eroj.org/biblio/consti73.htm.]

El desencadenamiento de la I Guerra Mundial imperialista en 1914 inició un movimiento de regresión. Hoy el imperialismo ha suprimido completamente la libertad migratoria colocando una barrera mortífera para encerrar a los habitantes del Sur en el Sur.

Sin embargo, si eso es legítimo, también lo será prohibir a los habitantes de Andalucía que vayan a Cataluña o viceversa. (Claro que no faltan políticos regionalistas y localistas en España a los que gustarían medidas así.)

La ciudadanía de un estado es un vínculo contingente, mientras que el derecho de moverse y emigrar es un derecho esencial del ser humano, un derecho que --a pesar de las cortapisas de las castas subyugadoras-- los humanos hemos ejercido desde siempre, un derecho humano mucho más fundamental que el de expresión de opiniones políticas o el de votar o incluso que los de estar amparados por seguros sociales etc.

La libertad básica del ser humano no puede ser la de moverse en el ámbito de unas fronteras circunstanciales. Ni menos en el todavía más artificial de una asociación postiza de estados sin base natural de ningún tipo (ni lingüística ni histórica) como lo es la Unión Europea o cualquier otra zona similar.

Si es lícito viajar y migrar, será lícita la actividad de transporte de pasajeros. Será una actividad lucrativa en las sociedades de economía mercantil, y será un servicio público en las de economía planificada; o será algo intermedio o mixto en sociedades de economía mixta. Mas el transporte de pasajeros es en sí una actividad perfectamente honorable.


¿Qué pasa si viene prohibida por las autoridades esa actividad, honrada y legítima? Concretamente, ¿qué pasa si se prohíbe el transporte de amplias masas de personas, no porque hayan hecho nada malo, sino por ser o no ser ciudadanos de tales países? Lo mismo que sucede cuando se prohíbe cualquier otra actividad, y más una legítima y socialmente útil y provechosa: que hay muchos que, aun siendo ilegal, la ejercitan y que naturalmente obtienen retribución por su desempeño. Si la actividad proscrita es de suyo inmoral, antisocial, dañina, entonces seguirá siendo reprobable --por mucho que haya quien pague por ella--, justificándose en tal caso la represión contra la misma --siempre que se respete el principio de proporcionalidad (la represión no ha de exceder ni el grado de culpabilidad ni el de injusticia de la actividad reprimida).

Mas ¿qué ocurre cuando el único motivo para que sea punible una actividad es que haya sido arbitrariamente vedada, siendo de suyo lícita y socialmente provechosa? Entonces es inicuo el precepto que ilegaliza la actividad, y habrá de imputarse al legislador que injustamente la ha desautorizado cualquier secuela de las condiciones de ejercicio de la actividad así indebidamente colocada al margen de la ley.

Eso es lo que pasa con el transporte de pasajeros indocumentados procedentes de los países del Sur. Los transportistas dedicados a tal actividad son personas que buscan su beneficio, sin duda; pero lo hacen ofreciendo un servicio que debiera ser legal porque es perfectamente honorable y decente, porque no es dañino, porque no consiste en expender sustancias nocivas ni instrumentos de destrucción o de ofensa, ni en propiciar ninguna acción malvada o perjudicial, ni nada por el estilo, sino todo lo contrario.

Al revés, esos transportistas --aunque actúen por ánimo de lucro-- juegan el digno papel de oferentes de servicios, estando como están tratando de ayudar a millones de habitantes del Sur a tener una posibilidad, un «chance», de trabajar honradamente en zonas menos deprimidas económicamente, escapando así a la miseria y al hambre y aportando a los suyos, con las periódicas remesas, un alivio que será un incentivo para el desarrollo de sus lugares de origen.

Los transportistas que hoy ayudan a los emigrantes del sur se parecen a los que en el llamado `ante-bellum period' en los EE.UU. (los 20 años aproximadamente que precedieron al desencadenamiento de la Guerra de Secesión de 1860-65) formaron el `underground railway', que no era ningún ferrocarril, sino una red de pasaje, de transporte ilegal y clandestino (en qué condiciones de incomodidad puede imaginarlo el lector), para llevar a esclavos fugitivos del los Estados del sur a la frontera del Canadá, país que había ya abolido la esclavitud. Entre esos filántropos habrá habido logreros, habrá habido de todo; con el tiempo se ha decantado la imagen de su misión y su contribución.

Se ha publicado recientemente en París un relato de un ciudadano francés de origen árabe de cómo se introdujo en grupos de emigrantes clandestinos en Túnez y siguió con ellos todo el vía crucis a través de Italia y hasta Suiza. Se ve la calidad humana de los que se aventuran a ese riesgo, el miedo que tienen mucho más a los hombres que a las borrascas o a la mar gruesa; se ve el perfil de los transportistas, personas gentiles, prudentes, serviciales, que tratan de disuadir a los candidatos al viaje, y les hacen ver las mil y una dificultades que habrán de afrontar, casi insuperables si no cuentan con apoyos locales, principalmente lazos familiares. Se disipa la leyenda de mafiasos, de embaucadores, de traficantes de carne humana.

Claro que, aunque así no fuera, la culpa de que se aprovecharan de la precariedad de sus clientes unos intermediarios desaprensivos recaería exclusivamente sobre las autoridades que arbitrariamente prohíben el transporte de pasajeros de ciertos países (los del Sur) hacia otros países (los del Norte) --salvo el de un puñadito pasado por el filtro-cuentagotas con el cual los círculos dominantes seleccionan a unos cuantos privilegiados a quienes conceden permiso de entrada.


¿Por qué actúan así los partidos y círculos gobernantes de la Unión Europea? Las explicaciones que se pueden dar son para todos los gustos. Desde el punto de vista psicoanalítico será por instintos sexuales reprimidos; desde el marxista será porque con ello sirven a sus intereses de clase (sea para mantener la estabilidad social en su propio territorio evitando la entrada de masas obreras cuyas peores condiciones de vida las hagan más combativas; sea, al revés, para forzar a la clandestinidad a la mano de obra inmigrante y así explotarla mejor); no faltarán explicaciones sociológicas que aduzcan pautas, costumbres, patrones impuestos desde ciertos estereotipos; lo que se quiera.

Valdrán o no valdrán unas u otras de esas explicaciones, se complementarán o no, y hasta tal vez revelarán aspectos de una posición intrínsecamente contradictoria de las clases dominantes; valdrá o no valdrá la explicación que --a falta de fe en otras y a salvo de ahondar más-- propone quien esto escribe: que lo hacen por pura maldad. Porque malos lo son, y mucho. Malos de maldad, de perversidad. Los jerifaltes de la Unión Europea son delincuentes que merecen la pena máxima. Y la Unión Europea --por ser una asociación que pone al servicio de esos delitos sus medios y su infraestructura-- merece ser disuelta, o al menos suspendida por muchos años, igual que cualquier organización mafiosa.

Según lo ha difundido el Sr. Francesco Iannuzzelli (<francesco@dialogo.org>), de la Asociación Peacelink [http://www.peacelink.it], la entidad «United for Intercultural Action» [http://www.united.non-profit.nl] --una red de más de 500 asociaciones que en los países de la Unión Europea combaten contra el racismo y la discriminación-- ha dado a conocer a cuántos han matado los jerifaltes de la Unión Europea desde 1993 en intentos de ingreso a «Europa», o como directa consecuencia de las acciones de policía fronteriza, o en los campos de detención, o en cualesquiera otros lugares y ámbitos donde la política racista y represiva de los estados europeos no produce sólo sufrimiento y discriminación, sino también la muerte.

2005 exactamente son las muertes documentadas; a esa cifra hay que añadir los 58 chinos que han perecido hace días en la nave que los estaba transportando a Inglaterra.

Dejando las explicaciones para futuros estudios, lo urgente es luchar contra el mal y por la justicia. Luchar por el derecho de cada ser humano a viajar por todo el planeta Tierra y a radicarse libremente donde lo desee, sin más obligación que cumplir con las leyes en condiciones de no discriminación y sin exclusiones arbitrarias. Luchar por legalizar el transporte de pasajeros. Y naturalmente por legalizar la publicidad de ese transporte (igual que está legalizada la propaganda a favor de las compañías aéreas y las agencias de viajes --y eso que el coche y el avión son brutalmente ofensivos contra el futuro de la humanidad por ser medioambientalmente destructivos).

Y, entonces sí, se podrá exigir a los transportistas el respeto de regulaciones estrictas para asegurar la comodidad de los pasajeros y evitar o reducir los riesgos del viaje.

¿Cuántos estaremos en esa lucha? ¿Cuántos podrán decir después --como lo dijera Don Ángel Ossorio y Gallardo recordando su digno rechazo de la dictadura del general Primo de Rivera desde el golpe de estado de 1923--: `ha sido una de las páginas más honrosas de mi historia'?


27 de junio del 2000

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Lorenzo Peña
laurentius@lorenzopena.es

Productor de Jurisprudencia Lógica

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