Han transcurrido ya dos años desde que el personal investigador del CSIC manifestara de diversos modos su aspiración a alcanzar la equiparación de la edad de jubilación con el profesorado universitario. Sin embargo, tal aspiración no ha conllevado una movilización ni de lejos comparable a la que en su día se produjo a favor de la implantación de formas de evaluación que se tradujeran en lo que ha sido la fórmula de los quinquenios. A mi juicio en ambos casos ha habido equivocación masiva del propio personal investigador: ni los quinquenios valían aquella movilización (sobre eso habría que hablar en otra ocasión); ni es tan baladí el asunto de la edad de jubilaciones que podamos contentarnos con desaprobar en nuestro fuero interno la disparidad establecida por nuestras autoridades entre el personal científico del CSIC y el personal docente de las Universidades.
Y es que, con importancia muchísimo mayor que los intereses de nuestro personal científico --muchísimo mayor también que sus legítimas aspiraciones, muchísimo mayor incluso que consideraciones de equidad y que la busca de ausencia de arbitrariedad o adhocidad en la normativa legal--, está un argumento decisivo e insoslayable: nuestra sociedad no puede soportar, ni tiene razón ni motivo alguno para soportar, la ociosidad, a expensas de todos, de un porcentaje enorme y creciente de sus miembros, cuando se trata de personas que están en perfecta capacidad laboral, o incluso en mejor capacidad laboral que los más jóvenes.
Los estudios demográficos constatan la curva de evolución de la población. Primero, y con rasgos y ritmos alarmantes, en los países desarrollados. Poco a poco, la tendencia va ganando a los subdesarrollados, y en un plazo pequeño acabará afectando a todo el planeta. La población humana envejece. Las causas, obvias, son la prolongación de la esperanza de vida, la disminución de la mortalidad y el descenso de la natalidad (golpeando éste último a nuestra Patria de manera particularmente inquietante y gravísima).
He aquí algunos datos. En el planeta, la población actual es de 5.733.687.096 (julio de 1995); los individuos de más de 65 años constituyen el 6,4%. El porcentaje se incrementa de año en año.
En Canadá, Nueva Zelanda y Rusia, el porcentaje es del 12%. En Bohemia-Moravia y en los EE.UU., 13. En Finlandia, Holanda y Portugal, 14. En Alemania, Dinamarca, Grecia, Italia, España y Suiza, 15. En Francia, Austria, Bélgica, Reino Unido y Noruega, 16. En Suecia, 17.
Incluso algunos países subdesarrollados (Argentina, Uruguay y Cuba) rozan ya porcentajes propios de países desarrollados. En Cuba es del 10%, pese a un crecimiento poblacional desmesuradamente alto (0,65% --siendo en cambio el crecimiento poblacional en España de 0,27%). Y en China, aunque aún bastante por debajo, ya se alcanza un porcentaje de personas de más de 65 años del 7% (unos 74 millones).
Por otra parte, sin embargo, hay razones para no ser tan pesimistas con respecto a la población de nuestra especie en este planeta. La mejora de la atención sanitaria y los progresos de la ciencia médica --junto con el alivio o aligeramiento de los trabajos rudos y las nuevas facilidades que proporciona la técnica-- hacen que, al mismo tiempo, no quepa hablar, con propiedad, de vejez, o de envejecimiento, sino de una edad media mucho más avanzada. Y es que, en las condiciones actuales de trabajo así como de sanidad, no hay razones objetivas para considerar viejas a personas a una edad que antes hacía que, automáticamente, quienes la alcanzaban eran vistos como ancianos. Hoy se está, generalmente, en excelentes y adecuadas condiciones de rendimiento laboral satisfactorio a edades de 70, 80 y más años.
Una prueba de ello es que hay muchísimos ciudadanos que a esas edades y otras más avanzadas disfrutan de permiso de conducir y que de hecho se desplazan a diario por carreteras, cuando esa actividad es arriesgadísima para ellos y los demás, y requiere unos reflejos, una capacidad de decisión rápida, una perfecta y pronta memorización de centenares de códigos y señales complicadas, un autocontrol, una atención a mil detalles muy superiores a los que son menester para casi cualquier trabajo remunerado. Ni siquiera hay noticias, que yo sepa, de que la media de accidentes, graves o leves, en que se ven involucrados conductores de edad avanzada sea superior a la de jóvenes. Al revés quizá.
Por otro lado, si en general los humanos somos de los mamíferos en los que mayor tiempo dura el estado de infancia, desvalimiento y dependencia del cuidado parental --y por consiguiente de aprendizaje--, las sociedades humanas de hoy han prolongado el período de aprendizaje hasta extremos que no hubieran imaginado nuestros antepasados.
Y es que, si las condiciones de trabajo y de vida se hacen más fáciles y agradables, a la vez es mucho mayor la carga del aprendizaje, del adiestramiento en las técnicas, y hasta de la adquisición de métodos para ir aprendiendo nuevas técnicas y nuevos conocimientos. Es natural que se vaya prolongando el período de la vida en que el miembro joven de nuestra sociedad está obligado a dedicarse únicamente a uno u otro aprendizaje. Y es previsible que siga prolongándose. Por lo demás, sigue también dilatándose el tiempo que se requiere para adquirir una buena preparación para trabajos altamente cualificados.
Esto último es particularmente cierto en casos como la enseñanza universitaria, el ejercicio de la ingeniería, el de profesiones jurídicas, la medicina y, sobre todo, la investigación científica. Siendo cada vez más arduo, voluminoso y casi inabarcable lo que hay que aprender, y aprender a fondo, para poder desempeñar tales actividades de manera competente, va resultando frecuente que sólo pasados (y a menudo bien pasados) los 30 años de edad pueda uno ejercer esas actividades de modo satisfactorio para la sociedad y para uno mismo.
Por el otro extremo de la vida laboral, en cambio --y por las razones más arriba indicadas--, se está hoy en condiciones de seguir desempeñando una labor eficaz y socialmente útil a los 75 y a los 80 años de edad, y más, mientras que antes una persona humana de 70 años era un viejo.
La sociedad difícilmente puede soportar que un personal altamente capacitado que no ha estado en condiciones de rendir --de rendir eficaz y competentemente-- hasta rebasados los 30 años de edad pase a la ociosidad y a vivir a costa de los activos sólo 35 años después. Y menos puede soportarlo si el número de tales inactivos va creciendo hasta alcanzar porcentajes alarmantes o aun escalofriantes.
Mas no se trata sólo ni principalmente de eso, del peso que supone mantener a tantas personas ociosas de edad superior a 65 años --aunque sea o fuera con pensiones recortadas o aun reducidas eventualmente a las de subsistencia--. Tal vez el futuro incremento de la productividad alivie esa dificultad. Lo más grave es que la sociedad --al hacer obligatoria esa jubilación a una edad de pleno rendimiento-- se priva del aporte valiosísimo de esa mano de obra, justamente cuando mejor cualificada está, cuando --por su experiencia-- mejor puede contribuir al bien común de la colectividad humana.
De las tendencias señaladas tal vez se desprendería la conclusión de que habría de abandonarse la mera noción de edad de jubilación, o de jubilación por edad. Si un individuo está incapacitado para trabajar, o para trabajar bien, y tiene una edad de 75 años, sería justo o útil o ambas cosas jubilarlo. Si un individuo está incapacitado para trabajar, o para trabajar bien, y tiene una edad de 55 años (ó 54, ó 53, ó ó 35 años), sería justo o útil o ambas cosas jubilarlo. Si un individuo está capacitado para trabajar, y para trabajar bien, y tiene una edad de 75 años, jubilarlo sería injusto y perjudicial (para él y para la sociedad). La edad no tiene nada que ver.
Claro que ese cambio es tal vez demasiado revolucionario; los cambios paulatinos y graduales suelen ser mejores, cuando son posibles. Así que ir situando la edad de jubilación forzosa a edades más avanzadas sería un buen paso adelante. (Como mínimo --y para empezar-- volver a la edad de 70 años, que se aplicó sin problemas cuando había razones menos poderosas que hoy para que fuera ésa en lugar de la de 65 años.)
Resulta algo paradójico que, en esas circunstancias, la tendencia que se haya perfilado haya sido la de adelantar la edad de jubilación, no ya voluntaria, sino obligatoria.
Hay varias causas de ese proceso. Una de ellas es la inercia, que tantas cosas explica (ya se sabe: corpus omne perseuerat in statu suo ...). Durante luengos siglos un deseo ardiente de la mayoría de la población fue el de poder disfrutar, tras decenios de durísimo trabajo, de unos últimos años de la vida exentos de esa pesadísima carga, para la cual además ya no se estaba capacitado por mera falta de fuerza; adelantando la edad de jubilación, se aseguraba ese disfrute en unas circunstancias en las cuales era muy dudoso poder, si no, gozar de tal descanso, dada la esperanza de vida. De ahí que la lucha sindical haya empujado a rebajar esa edad, y, ya lanzada esa tendencia, la haya proseguido incluso cuando las nuevas circunstancias y condiciones estaban demandando justamente lo opuesto --tanto desde el punto de vista de los trabajadores cuanto desde el de los emprendedores y del de la sociedad en su conjunto.
Otra causa es una confusión. Se confundió calidad de vida con esparcimiento, y esparcimiento con ocio. Del hecho de que las nuevas condiciones técnicas y el incremento de la productividad permitían un mayor tiempo de ocio extrájose una conclusión bastante absurda: que esas condiciones facilitaban y propiciaban que todo un enorme tramo final de la vida --proporcionalmente creciente-- se consagrara íntegramente al ocio. Ni se seguía esa posibilidad de tal premisa, ni, todavía menos, cabía inferir de ella la deseabilidad de ese ocio forzoso. Al revés, hubiera habido que concluir, de las nuevas condiciones de trabajo, que el ocio iba perdiendo su atractivo y que el trabajo mismo --tanto por la satisfacción que depara el hacer cosas socialmente útiles cuanto, a menudo, por su propio tenor-- se va convirtiendo en algo intrínseca y extrínsecamente disfrutable. (Eso no se aplica tan sólo a un trabajo como el de investigación, si bien resulta particularmente obvio en el mismo.)
Una tercera causa es más siniestra. Trátase de un deseo de acortar a la fuerza la duración del período laboral para dejar puestos de trabajo vacantes, al haberse producido la situación de crisis económica que, con altibajos, viene arrastrándose desde 1971. Los gestores de la cosa pública esperaban así disminuir la presión del descontento y el malestar social a que se enfrentaban. Que el remedio alivie o agrave la enfermedad es otro asunto.
No falta incluso una motivación que algunos pueden reputar sórdida. Los incrementos del empleo en las diversas ramas, en las diversas dependencias y empresas, públicas y privadas, es desde luego muy desigual según las coyunturas económicas, sociales y políticas. Tras fases de expansión, vienen períodos de contracción o de estancamiento. Sucede a menudo que se siente frustrada la gente de nuevas generaciones --que no ha llegado a tiempo para beneficiarse de la expansión. Aun quienes consiguen puestos de trabajo, acaso no obtienen los que desearían. Otros ven dificultada o imposibilitada su promoción, o toda la promoción que a su juicio legítimamente merecen. En tales situaciones, no faltan impulsos para --imponiendo obligatoriamente la jubilación a una edad lo más baja posible-- quitar obstáculos y escollos.
Puede que haya todavía más causas que esas cuatro. En todo caso, la tendencia se fue produciendo, y su materialización vino presentada como un logro o hasta un avance social. Durante cierto tiempo apenas hubo protestas o aun expresiones de descontento o desaprobación.
Mas lo que está mal está mal, y antes o después empieza a verse que no está bien. Sean cuales fueren los intereses conjugados en velarlo.
Así empezó la marcha en sentido opuesto, la nueva tendencia a, en lugar de adelantar la edad de jubilación forzosa, retrasarla. En algunos países los poderes públicos se ven compelidos a hacerlo para aliviar el déficit presupuestario. En otros están vigentes procedimientos que escamotean la conexión entre jubilación temprana y déficit (al financiarse la jubilación con fondos que, formalmente, no llevan la denominación de partidas del presupuesto estatal); en ellos no se ha plasmado aún la tendencia nueva al retraso de la edad de jubilación forzosa. En nuestra Patria, fue el personal docente de la Universidad el que obtuvo que el legislador modificara la normativa vigente para poder seguir disfrutando del derecho al trabajo hasta los 70 años, un derecho que habían disfrutado cuantos nos han precedido hasta bien recientemente.
Son señales de lo que se convertirá --seguro estoy-- en una poderosa e incontenible tendencia. Tras el predominio de la miope y mezquina consideración de que, al irse otros de sus lugares de trabajo, dejan libres plazas de las que pueda uno beneficiarse para obtener colocación o promoción, prevalecerá la sensatez, la razón. En el mejor de los casos, esa ventaja sería a costa de que cada uno pase a sufrir lo mismo poco después. (Habría que recordar cuán racional es la regla de oro de no desear a otros lo que no se desea para uno mismo.) Además, esa ventaja personal para un cierto número de particulares sería también a costa de un gravísimo daño para la sociedad en su conjunto, privada del aporte valioso de un porcentaje enorme de sus miembros en perfecta capacidad. Y está también el hecho de que se va cobrando conciencia del insufrible peso para las finanzas públicas. La alternativa es: o suprimir las pensiones, o reducirlas a donativos de subsistencia, o, si no, dilatar la duración de la vida laboral posponiendo la edad de jubilación. (Para empezar, la de jubilación forzosa; luego tal vez haya que posponer también la de jubilación voluntaria.)
Pasemos ahora a examinar unos cuantos argumentos esgrimidos en contra del retraso de la edad de jubilación forzosa a los 70 años para el personal científico del CSIC.
El primer argumento estriba en que la similitud con el personal docente universitario es sólo parcial. Los profesores tienen carga docente; los investigadores, no. Es difícil ver en qué constituye eso un argumento pertinente, o cuán relevante sea, para el problema debatido, esa premisa (la disparidad entre presencia y ausencia de carga docente). Si acaso, más bien podría concluirse que un profesor puede estar más llamado, voluntaria o hasta forzosamente, a jubilarse antes que un investigador, ya que la labor docente sí que requiere no pocas veces unas condiciones --psíquicas e incluso físicas-- que se van deteriorando con el paso de los años: desde la paciencia o aun la alacridad para afrontar con tino, firmeza y mano izquierda la multitud de interpelaciones y reacciones no siempre ponderadas ni respetuosas ni relevantes de los alumnos hasta condiciones de presencia atractiva --en la medida de lo posible-- y de voz para impartir clases. (Resulta un poco molesto tener que escribir cosas tan obvias.) Sería, eso sí, deseable tal vez (aunque acaso no siempre) que los profesores universitarios en activo de más edad vieran reducida su carga docente para dedicarse más a la investigación.
Un segundo argumento consiste en aducir consideraciones como las recién evocadas de que la jubilación a edad temprana facilita el acceso de miembros de generaciones más jóvenes a puestos de trabajo o su promoción a puestos más altos. Creo que ese argumento vale muy poco o nada. De valer, ¿por que no se implanta entonces la edad de jubilación a los 60 años? Más plazas quedarían vacantes; se haría posible o probable más promoción de quienes estuvieran por debajo de esa raya. Claro que entonces iban a beneficiarse muchos pero al precio de copar puestos a los que, si no, hubieran podido aspirar otros. (Supongamos que se jubila A, de 60 años, y lo sucede en su plaza, por concurso, B, de 45 años; C tiene 29 y aún no está en condiciones de concursar a esa plaza; mas cinco años después sí lo hubiera estado, y mejor que B; ergo ...) Por las mismas, cabría proponer en serio, y con tan sólido argumento, que se adelantara la edad a 55 años. O a 50 años. O a 45.
Otro argumento que se ha esgrimido es que tiene fuerza de ley la normativa actualmente vigente y que impone al personal científico del CSIC la jubilación forzosa a los 65 años. Mas felizmente las leyes pueden cambiarse. En un sistema democrático se supone que los individuos y los colectivos pueden solicitar pacíficamente modificaciones legislativas exponiendo sus alegaciones. Y cuando la opinión pública secunda una demanda (razonable o no), ésta suele cobrar fuerza de ley en seguida. No son tan temibles las barreras de procedimiento para enmiendas legislativas. Todo depende de que los poderes públicos se percaten de lo razonable de una reivindicación que, como ésta aquí contemplada, beneficia a la sociedad en su conjunto.
Otra objeción a la propuesta de retrasar la edad de jubilación forzosa del personal científico es que un aplazamiento indiscriminado, a fuer de general, impediría implantar filtros de calidad que tamizaran y seleccionaran quiénes son suficientemente merecedores de esa prolongación y quiénes no, en función de la cantidad y calidad del trabajo investigativo que respectivamente hubieran desempeñado hasta ese momento.
De valer la objeción, sería un argumento para implantar esos dizque filtros de calidad mucho antes de los 65 años. Por las mismas habría que condicionar a la exitosa superación de las pruebas pertinentes la continuación en el puesto de trabajo investigativo más allá de los 40 años; y más allá de los 45, de los 55, Y, ¿por qué no?, más allá de los 30 años. Saltan a la vista los inconvenientes de esa «desnumerarización» (de ese abandono de la tenure): al precarizar la situación laboral de los investigadores, desincentiva el invertir cada uno en su trabajo todas sus energías; desalienta y problematiza los planes investigativos a largo plazo; conduce a agriar y empeorar las relaciones entre los partícipes de proyectos investigativos y entre ellos y los responsables sociales; ahuyenta de la carrera investigativa a personas que, pese a su valía para la misma, busquen las compensaciones retributivas de otras actividades.
Pero, siendo ello así --como efectivamente lo es--, carecen de valor o de relevancia probativa consideraciones como aquella en la que estriba la objeción aquí discutida (a saber: que una vuelta a la edad de jubilación de los 70 años impediría implantar filtros de calidad seleccionadores en función de los méritos individuales).
Por otro lado, cualesquiera filtros que se establecieran resultarían sumamente problemáticos. Especialmente si el filtro fuera el de esa antigüedad burocrático-retributiva --tan burda, tosca, arbitraria y hasta caricaturalmente simplista-- que es la evaluación de sexenios. Casi cualquier otro procedimiento sería menos malo (p.ej. un periódico examen de reválida ad hoc, o una periódica reevaluación del curriculum en su conjunto). Mas, sean buenos o malos los filtros, en cualquier caso lo que carece de racionalidad es establecerlos para que un investigador siga vinculado al CSIC al alcanzar su sexagésimoquinto cumpleaños --meramente por eso y por nada más--, en vez de que sea al alcanzar su quincuagésimo o su cuadragésimo cumpleaños o cualquier otro ordinal que se quiera uno sacar de la manga; y, en el mejor de los casos, para seguir vinculado en unas condiciones diferentes y degradadas, con una relación contractual y no prosiguiendo en el desempeño de su mismo puesto de trabajo; lo cual --mírese como se mire-- produce una gravísima discontinuidad, una ruptura que impide establecer planes y equipos de investigación duraderos a quienes ven acercarse la fecha fatídica.
Además, ¿habría numerus clausus o cuota? Es prácticamente seguro que sí. Luego en la hipótesis de que todos los científicos de una promoción, al alcanzar los 65 años, fueran suficientemente capaces y meritorios y de que los criterios de revalidación, siendo correctos y bien aplicados, reconocieran la valía y capacidad de todos ellos, ¿qué pasaría? El respeto a la cuota o al numerus clausus alejaría de la investigación a científicos competentes y valiosos.
Finalmente se ha invocado --contra la propuesta de retraso de la edad de jubilación-- un presunto declive de la productividad intelectual a partir de una determinada línea de edad. Hay quien dice que después de los 60 años de edad se produce poco. Otros ponen la raya en los 65. Otros la pondrán en los 55, o en los 50 o ... Tal vez haya quien desplace la frontera en el otro sentido.
Es difícil saber en qué estudios serios se basan tales apreciaciones, o si son estimaciones a ojo de buen (o mal) cubero. No tiene nada de extraño que, en las condiciones actuales de jubilación forzosa a los 65, se acarree un descenso de la productividad pasados los 60. Es evidente que un investigador de esa edad encontrará dificultades para encabezar grupos de trabajo, para obtener subvenciones para proyectos que no podrá ya continuar mucho tiempo más. Su moral no será tampoco la más idónea.
Aunque en general hubiera un estudio objetivo, serio y amplio que permitiera determinar imparcialmente que la edad de mayor productividad científica es el intervalo entre los X y los Z años, no podría seguirse, claro está, que haya de prohibirse desempeñar puestos de trabajo investigativo antes de los X años o después de los Z. Porque --concediéndole demasiado ya al argumento-- eso a lo sumo prueba (mejor dicho: probaría) que antes de los X años o después de los Z años se produce menos; no que no se produzca nada; y ese «se» se refiere meramente a una media, a lo que suele pasar. Las reglas estadísticas de ese tenor pueden tener excepciones que afecten al 30 o al 40 % de los casos.
Y no se diga que para eso estarían los filtros de calidad; porque puede ser infinitamente mayor la pérdida social si, mal concebidos o aplicados, esos filtros dejan fuera a investigadores de primera --a quienes así se impida seguir produciendo grandes obras para la sociedad-- que la ventaja social si gracias a ellos se evita que sigan investigando personas --de haberlas-- cuya productividad científica haya efectivamente bajado por motivo de edad.
¿Cabe justificar la conculcación del derecho a trabajar de un investigador científico de 65 ó 66 años alegando que pertenece a un grupo social (el grupo de personas que se hallan en el décimocuarto lustro de su vida) cuyo promedio de méritos pertinentes es menor que el de otro grupo social (el grupo de personas que se hallan en el décimotercer lustro de su vida) a cuyos miembros, en cambio, sí se les reconoce tal derecho? Sería retornar a un sistema jurídico premoderno. Todos los sistemas jurídicos modernos, democráticos o totalitarios --con la excepción de regímenes declaradamente racistas, como el de Hitler o el apartheid--, se basan (sobre el papel al menos) en el principio de paridad jurídica, a cuyo tenor no puede haber discriminación entre dos individuos, X y Z, por el mero hecho de que X pertenece a un grupo social, G1, y Z pertenece a otro grupo social, G2, siendo los méritos (promediados) de G1 inferiores a los de G2. (En cambio, los privilegios hereditarios de casta o de estamento constituían una transgresión del principio de paridad jurídica.)
Ni vale replicar que, aun manteniéndose la edad de jubilación forzosa para el personal científico a los 65 años, puede evitarse esa discriminación si se implementan formas contractuales de continuación en el CSIC para quienes individualmente lo merezcan. Porque --dejando ya de lado la falta de credibilidad de los filtros y criterios de que se quiera echar mano-- discriminación aun en ese caso la habría: a un investigador científico de 66 años se lo condenaría a no tener un puesto de trabajo investigativo normal y estable única y exclusivamente por pertenecer a ese grupo de edad de un rendimiento medio supuestamente inferior al de otros grupos de edad, cualesquiera que fueran sus propios méritos investigativos individuales.
Supongamos que se demuestra que el rendimiento de los nacidos en la mitad occidental de España es, como media, inferior al de los nacidos en la mitad oriental. (De hecho, o es igual, o es inferior o es superior; la igualdad es improbable.) ¿Constituiría eso un motivo válido para discriminar en el trabajo a una persona perteneciente al primer grupo?
Los ejemplos pueden multiplicarse, y son todos igual de absurdos. El rendimiento medio de los individuos de sexo masculino será igual, inferior o superior al de los de sexo femenino. ¿Sólo si se da igualdad de rendimiento medio será válida la prohibición de la discriminación entre sexos? Y ¿qué decir de similar relación entre el grupo de personas de menos de 1,67 de estatura y el de más de 1,67 de estatura?
Podría replicarse que la correlación entre esos factores y el rendimiento es fortuita, una mera coincidencia; al paso que la edad es un factor causalmente pertinente. Sin embargo, eso no lo podrían probar unos supuestos estudios estadísticos, aunque éstos existieran. Además, aunque se demuestre científicamente que el rendimiento medio del grupo de personas con cierta enfermedad es inferior al de personas sin ella y que la correlación es una relación causal, ello, por sí solo, no autoriza a un trato discriminatorio de un miembro del primer grupo, o sea a un trato que lo perjudique sin atender debidamente a sus méritos individuales. (Y otro tanto cabe decir de otros factores que puede que sean causalmente relevantes, como el número de hijos; puede que el rendimiento medio del grupo de adultos con más de dos hijos sea inferior al de quienes no tienen hijos; se entendería; mas eso no puede constituir un motivo válido para privilegiar a quienes no tienen hijos.)
Según lo voy a mostrar en seguida con un cúmulo de datos, hay una multitud de indicios de lo altamente productivo que es en muchos casos el período (difuso) de la vida constituido por el séptimo decenio de la misma más los años que preceden y siguen de cerca a ese decenio. Lo que no es creíble es que un erudito, un estudioso, un científico tenga un alto rendimiento cuando su vida se inició exactamente 23741 días antes, y en cambio carezca totalmente de rendimiento cuando su vida se inició exactamente 23742 días antes. Etc.
Se dirá que en algún punto hay que trazar la raya. Es un mal argumento, ya que contribuye a mantener rupturas discontinuistas arbitrarias y artificiales cuando y donde sería posible establecer sistemas de transición gradual más conformes con la base objetiva de la realidad. Mas, sea ello como fuere, de la premisa de que tiene que haber alguna línea de demarcación no se sigue la conclusión de que tiene que ser ésta (o aquélla).
Cuando se tracen líneas de demarcación discontinuistas, es un precepto de rigor a tener en cuenta el no perjudicar arbitrariamente a alguien lesionándolo en el ejercicio de un derecho. Nunca hay que trazar una línea de demarcación en un punto cuando se sabe de fijo, y a ciencia cierta, que así se deja fuera del ámbito de disfrute de un derecho a algunos que legítimamente pueden reclamar ese ejercicio.
Tal principio (Dubium pro ciue) es el que ha llevado a situar antes del nonagésimo día de la concepción la licitud --en determinados casos-- de la interrupción voluntaria del embarazo (no entro aquí a debatir si la aplicación es correcta o no, sino que sólo considero el principio jurídico que está en la base del tratamiento).
En nuestro caso, lo obvio es que la jubilación forzosa a los 65 años priva del derecho a trabajar a muchos individuos perfectamente capacitados y, por lo tanto, con perfecto y legítimo derecho a trabajar.
Llego así al final de este artículo, en el cual voy a presentar (sin comentarios --que serían ociosos tras los párrafos precedentes) un cúmulo de datos de productividad intelectual a edades avanzadas --particularmente en la ciencia, el estudio y la erudición. (Cae fuera de mi propósito el hacer un estudio estadístico comparativo de la productividad intelectual a medias edades.)
Recordemos, en primer lugar, los casos de eminentes polígrafos y eruditos que mantuvieron su arduo trabajo de estudio y de creación hasta su último suspiro a edad avanzada: Rufino José Cuervo a los 67 años; Theodor Mommsen a los 86; Jules Michelet a los 76; Ramón Menéndez Pidal muere casi centenario y siempre en plena productividad.
He aquí ahora un somero e incompletísimo elenco de descubrimientos científicos a edades que superan la de sesenta años o que se acercan mucho a la misma. (Tomo la mayor parte de los datos que siguen del libro de Claire L. Parkinson, Breakthroughs. A Chronology of Great Achievements in Science and Mathematics 1200-1930, Londres: Mansell Publishing Limited, 1985. ISBN 0-7201-1800-X.)
1. artículo escrito en mayo de 1996 para defender con argumentos la reivindicación del personal investigativo del CSIC de alcanzar la equiparación con el personal docente universitario en lo tocante al derecho de prolongar, voluntariamente, la edad de prestación laboral hasta los 70 años. Fracasaron cuantas gestiones se hicieron para conseguir su publicación. El establishment no quiere ni oír hablar de tales reivindicaciones, por justas que sean y bien fundadas que estén en razones.
Este escrito refleja además, con una base argumentativa más desarrollada, una reclamación en tal sentido presentada varios años antes por su autor --hallándose en minoría de a uno-- ante sus colegas y superiores jerárquicos.
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