La implantación de la LRU parecía deber tender, entre otras cosas, a una democratización de la vida universitaria. Pero ni los mecanismos previstos por la ley eran de tal naturaleza que facilitaran una tendencia hacia esa meta ni, todavía menos, podía esperarse que ese fuera el rumbo que siguieran aquellas autoridades universitarias de facto a las que se encomendó, de por ley, la aplicación de la reforma. Conque no hay que extrañarse ahora de lo que en efecto ha sucedido: no ya una consolidación de estructuras de poder no democráticas, autoritarias, mandarinales y con resabios del totalitarismo fascista, sino una regresión, un coartamiento de márgenes de libertad y de democracia en la Universidad española que se habían ido consiguiendo con la lucha de los sectores universitarios más desfavorecidos por el régimen.
La LRU erigía a las Universidades del Estado en entidades públicas autónomas. Cada Universidad estatal habría de regirse por sus estatutos y sus propias autoridades elegidas a tenor de los mismos. Iniciábase, pues, con la promulgación de la LRU un proceso constituyente en cada Universidad, proceso que debería desembocar en la entrada en vigor de sus nuevos Estatutos y en funciones de nuevas autoridades. Ahora bien, ¿quién iba a regir los destinos de la Universidad durante ese proceso? Un claustro constituyente sería elegido en cada Universidad, y ese claustro nombraría a un rector para el período constituyente. Pero, ¿con arreglo a qué principios y criterios se efectuaría tal elección del claustro? ¿Cuáles serían los porcentajes en la misma de los diversos estamentos universitarios?
¿Y quién convocaría y organizaría la elección? La disposición transitoria 2ª de la LRU establecía al respecto unos márgenes, pero nada más, en lo tocante a la composición del claustro (50 por 100 de doctores, al menos; 65 por 100 de profesores, al menos). En todo lo demás se les dejaba rienda suelta, para fijarlo, a las respectivas juntas de gobierno. Ahora bien, esas juntas de gobierno anteriores la LRU eran poderes de hecho cuya autoridad emanaba de disposiciones del régimen franquista y, en último término, de nombramientos a dedo por los ilegales detentadores del poder en dicho régimen. No habían sido elegidas democráticamente. Cierto que aquí, allá y acullá habíanse arrancado concesiones parciales en tal o cual Universidad, yéndose en esas Universidades en la representación de estudiantes y PNNs en juntas de gobierno más allá de lo que teóricamente permitían las disposiciones fascistas todavía vigentes (si es que una orden de un poder espúreo, ilegítimo e ilegal puede estar vigente, y no meramente obedecida o acatada). Pero, en general, las juntas de gobierno de antes de 1984 eran --como desgraciadamente lo han vuelto a ser, o seguido siendo, las de después-- autoritarias, verticalistas (de arriba abajo), jerárquico-mandarinales. Y pasó lo que tenía que pasar: esas juntas de gobierno discriminaron, donde la ley no discriminaba, entre profesores numerados y no numerarios: abusivamente confirieron a los primeros un poder desmesurado, mientras que la representación en los claustros constituyentes de los PNNs viose reducida en muchos casos al mínimo. También fue muy reducida la representación estudiantil: siempre a menos del 30 por 100 -- pero las más veces muy inferior a ese porcentaje, cuando el estudiantado es, con mucho, el estamento mayoritario en la Universidad (y, además, el único exento de corrupción). Claro que la propia LRU hacía imposible que la representación estudiantil fuera superior al 30 por 100 del claustro, condenando así a la mayor parte de la comunidad universitaria a jugar un papel poco más que decorativo en esas asambleas.
Lo que ya no venia obligatoriamente impuesto por la ley era la restricción de representación de PNNs; pero la ley, al dejar en manos de las reaccionarias autoridades de facto la fijación de esa representación, abría el camino a la mencionada restricción. Así que fue ron los sectores más privilegiados de esa Universidad burocrática, acartonada y piramidal los que tuvieron la hegemonía en los claustros constituyentes. Como, además, ha estado regido y manejado por esos sectores de catedráticos y de adjuntos numerarios todo el proceso de titularización de un sector del estamento de PNNs, quiere decirse que ha ve nido tal proceso a funcionar como un cedazo para una criba de los PNNs y una selectiva cooptación de los de entre ellos elegidos al colectivo de profesores funcionarios. Así que, con esa titularización de una parte importante de los PNNs, han accedido éstos a la postre, en los claustros posconsutuyentes, a derechos de representación inherentes a la condición de un numerario. Sólo que a toro pasado, claro está: no se han concedido tales derechos colectivamente al estamento de PNNs (mientras existía un fuerte estamento de PNNs reivindicativo, descontento de la Universidad burocrático-mandarinal, por padecer en carne propia sus injusticias, era muy peligroso para el poder universitario el que tal estamento pudiera desempeñar un papel importante en órganos de gobierno); al revés, lo que se ha ido concediendo con cuentagotas --como no podía por menos de ser, dada la índole del proceso es el derecho de ciudadanía romana a esos provinciales que eran los PNNs --quiero decir a aquellos provinciales que obtuvieran la benevolencia de sus respectivas autoridades, sin la cual --ya se sabe--, o se quedaban de PNNs, o iban a la calle por protestar. Y, naturalmente, ya se sabe que los favores de la autoridad deben ser correspondidos: espéranse, pues, de los agraciados muestras de comprensión de su nuevo rango, una conducta acreedora de la confianza que en ellos ha depositado el estamento de funcionarios, hacer honor a dicho estamento, actuando en todo con la dignidad que lo caracteriza, lejos ya de cualquier veleidad juvenil que antes hubiera podido tener este o aquel cooptado de actitudes contestatarias, apoyos a ilusas reivindicaciones estudiantiles o de otros PNNs o, en lo que atañe a la proyección fuera de la Universidad, irresponsables y pueriles izquierdismos.
Con esa composición de los claustros constituyentes --agravada por el hecho de que la LRU, concediendo plenos poderes a tales claustros, ni siquiera permitía que fueran sometidos los proyectos de estatutos a referéndum consultivo en las respectivas Universidades--, no es de extrañar lo que ha sucedido: que en los más casos, los estatutos aprobados se han caracterizado por su tónica reaccionaria. Si ya era antidemocrática la propia LRU, al reducir al 30 por 100 en el mejor de los casos la representación estudiantil, de hecho, los estatutos de casi todas las Universidades coartan todavía más esa representación. Poca representación también ha conseguido el estamento (a extinguir) de PNNs, descuartizado y amenazado en virtud de la aplicación de la LRU, y su heredero o continuador, el de ayudantes. Por doquier es el profesorado funcionario el que se ha quedado con la sartén por el mango. Eso vale tanto para la composición de los nuevos claustros como para la de las nuevas juntas de gobierno. Por otro lado, es asimismo de lamentar que la LRU, en lugar de otorgar lo principal del poder a los claustros --que son, o deberían en principio ser, los órganos más representativos, con mayor participación directa o indirecta de toda la comunidad universitaria--, estipula en su artículo 16 que la junta de gobierno es el órgano de gobierno de la Universidad. De hecho, los pode res del claustro casi se reducen a la elección del rector. Y en la junta de gobierno una buena parte de los miembros son natos, no representantes elegidos (o, cuando son representantes, las más de las veces lo son de otras autoridades, no del personal de base; así, de presentantes de decanos, de directores de departamento, de directores de escuelas universitarias).
No menos grave es que sea el rector elegido por el claustro, en lugar de serlo directamente por la comunidad universitaria --la cual, de no ser por el tenor de la LRU, bien hubiera podido elegirlo según los porcentajes estamentarios que se fijaran. Pues bien, no: la LRU impuso ese sistema de elección indirecta, con lo que el claustro se erige en una asamblea de compromisarios, haciendo así el nombramiento del rector sólo mediatamente ligado al voto de la comunidad universitaria --y, además, eso ya de suyo desvirtuado por las mencionadas (des)proporciones de representación.
Otra restricción a la democracia universitaria impuesta por la LRU es el exigir la pertenencia al cuerpo de catedráticos de Universidad para ser elegido rector (y también para ser elegido director de departamento, salvo en ausencia de candidatos de ese cuerpo). Siendo ése el cuerpo en que mayor peso tienen los elementos reaccionarios --los más acérrimos beneficiarios de la Universidad mandarinal y también los continuadores político ideológicos del ilegal régimen político impuesto por la fuerza en 1939, esa ulterior restricción sólo ha servido para cercenar aún más las ya por otro lado estrechas perspectivas de democratización de la vida universitaria
Pero la LRU ha creado, teóricamente por encima del rector, del claustro y de la junta de gobierno, otro órgano de poder: el consejo sociaL Con esa maña de nuestros políticos para imitar lo malo de otros países y hacerlo pasar por modernización y europeización (sin copiar lo bueno, aquello que, al ser implantado entre nosotros como lo está por ahí fuera, pudiera al menos hacernos más soportables esos injertos que se nos imponen de cosas malas, y que, en nuestro caso, sólo vienen a ser nuevas lacras del sistema (neo)capitalista remozado que se superponen, agravándolas así, a las viejas lacras vétero-capitalistas y de sabor a veces semifeudal que hemos heredado de nuestros mayores de aquellos de nuestros mayores que por la fuerza nos las impusieron), con esa habilidad, pues, la LRU nos ha endilgado la existencia de un consejo social que, por diversos mecanismos, tiene en su mano los resortes decisivos del poder Pues bien, según el artículo 14.3.b de la LRU, está compuesto el consejo social en sus tres quintos por `una representación de los intereses sociales (...) en todo caso... de representantes de los sindicatos y asociaciones empresariales». Ya se puede uno figurar que los sindicatos están ahí, desgraciadamente, poco más que por mero figurar, mientras que quien va a cortar el bacalao son las asociaciones empresariales. Dicho y hecho. Las fuerzas vivas de cada región o provincia, los sectores adinerados, la Banca, los terratenientes y capitalistas pueden --gracias a esa presencia y a otros muchos resortes de que ya antes disponían por otra parte, sin tener que esperar a la LRU-- decidir no sólo la marcha general de la Universidad, sino cosas tan específicas como qué plazas de profesorado se van a dotar y cuáles no (art. 39 de la LRU). Teniendo en cuenta cómo es nuestra Universidad y el tenor de la LRU, no es difícil adivinar qué está pasando o va a pasar: que Fulano, PNN, es buen chico, de rectos principios, irreprochable conducta político-social e imparte la asignatura X, entonces decláranse imprescindibles, por razones objetivas y por impostergables necesidades de la docencia, la creación y dotación de una plaza de profesor titular de aquella área de conocimiento a que pertenezca la asignatura X y en cuyo perfil se indique expresamente esa misma asignatura; que no, que Fulano es sabe Dios si un sembrador de ideas sediciosas o un fomentador de afanes que pueden a la postre ser subversivos del desorden establecido, pues muy sencillo: declárase que, por razones pura y estrictamente objetivas, es innecesario crear una plaza de profesor titular en esa área de conocimiento.
¿Qué derechos se reconocen en la nueva y reformada Universidad española a los estamentos que no gozan de privilegio funcionarial --o sea: los PNNs a extinguir, los nuevos ayudantes, el personal laboral contratado o interino y el estudiantado? Pocos derechos. Representación desproporcionadamente pequeña en órganos de gobierno --y en ciertos casos nula, cual es el caso de parte del personal laboral contratado o interino--. En vano se buscará en los nuevos estatutos --o en la LRU-- una carta de garantías y derechos que proteja a esos estamentos contra abusos o arbitrariedades --salvo algunas generalidades a favor de los estudiantes (art. 27, literales 4, 5 y 6). Por otro lado, la autonomización de las Universidades en esas condiciones, con ausencia de democracia interna en ellas, erige a cada rector --auxiliado por su junta de gobierno y su consejo social-- en un poder casi absoluto. Puesto a eso, fuera mucho mejor que no hubiera autonomía. Antes podía al me nos recurrirse administrativamente contra una decisión arbitraria o injusta de un rector. Ahora sólo queda la vía judicial --costosa, lenta, en la que pocas veces se atreve a adentrarse el no experto y de escasos recursos. ¿Qué hacer cuando han sido conculcados ciertos derechos (morales, ya que no legales --quiero decir: de derecho natural, ya que no de derecho positivo) de los sectores más indefensos, como estudiantes, ayudantes, personal laboral contratado? Pues nada, aguantarse. A veces se ha creado una impotente figura de defensor de la comunidad universitaria, pero es nulo su papel efectivo.
El escándalo suscitado por una reciente «oposición» --o, como ahora se llama, «concurso» -- para proveer una cátedra de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid es motivo para que reflexionemos con cierta hondura sobre la generalizada corrupción a que ha dado lugar la LRU, al imponer un proceso de reconversión del profesorado universitario, en cuyas características vamos a adentramos en las líneas que siguen.
La reconversión del profesorado universitario que imponía la LRU comportaba los siguientes puntos: una súbita y brusca funcionarización del profesorado universitario --salvo en lo tocante a la figura, creada por esa Ley, de profesor asociado, que juega un papel de muy escaso relieve en la Universidad, y de la cual prescindiré en lo restante de este artículo--, funcionarización que había de ser completada en 4 años (para el 30 de septiembre de 1987); la creación de un nuevo estamento, el de ayudantes, que, aunque no incluido en el profesorado, estaría empero constituido por personas que percibirían emolumentos y ayudarían en tareas docentes e investigativas; la concesión a cada Universidad estatal de un margen de autonomía para el nombramiento de sus profesores --margen consistente ante todo en que son nombrados a dedo por la Universidad en cuestión dos miembros de los cinco que componen un tribunal de oposición (o, como ahora se llama, una comisión encargada de resolver un concurso), siendo uno de ellos el Presidente y otro el Secretario del tribunal.
Esos tres objetivos de la Reforma, en lo tocante a la composición de los estamentos docentes, suscitaban ya de suyo considerables dificultades y --aunque fueron acogidos favorablemente en un principio por no pocos miembros de la comunidad universitaria-- encerraban ya un mal que ahora se ve aqueja, y aquejará cada vez más, a la Universidad española: el mal doble de la burocratización y de la endogamia desenfrenada. Burocratización porque, si bien, en muchos casos, el acceso a la condición de funcionario, con lo que supone de posesión vitalicia de un empleo, puede contribuir a que quien lo obtenga se dedique con redoblados bríos a una labor investigativa seria y a perfeccionar ulteriormente su labor docente mejorando tanto la calidad de su enseñanza como su dedicación al alumnado, en general, sin embargo, es más de prever que ocurra lo contrario: dormirse no en los laureles --no tiene tantos laureles, al menos serios, de que jactarse la Universidad española--, sino sencillamente en la poltrona fácilmente ganada; máxime cuando así lo hacían presagiar los precedentes que se conocían, la mala tradición de la Universidad española de los últimos decenios, el nivel de su profesorado, el espíritu en ella tan arraigado de desidia e indolencia.
Tampoco me parece singularmente acertado el crear ese estamento de ayudantes en las condiciones previstas por la Ley: estamento ambiguo, cuya situación y tareas definidas eran ya una invitación a que, bajo cuerda y de soslayo, se confiaran a los ayudantes tareas de docencia e investigación (no de mera ayuda o asistencia), a la vez que no se les reconocía el rango de profesores ni, por consiguiente, se les concedían derechos inherentes a la función profesoral. Abríase así la puerta a que se desembocara en unos parias universitarios, con deberes y sin derechos, sometidos al poder omnímodo de sus respectivos superiores --el director de la tesis doctoral, el Director del Departamento, el Rectorado-- que tienen poderes suficientes para determinar el futuro profesional, o falta de él, de cada universitario que carezca de una poltrona funcionarial --y hasta en alguna medida también de los funcionarios.
Pero lo peor de todo en la LRU era ese paso decisivo hacia la endogamia que se daba con el nuevo sistema de concursos. Hablar de endogamia es acudir a un eufemismo. Hablemos claro: se venía a entronizar y legalizar la injusticia, el avasallamiento, la mentira, la injuria, la brutal prepotencia, el caudillismo de los caciques. Porque la LRU ponía las cosas claras: en el plazo de 4 años, un PNN (profesor no numerario) que no hubiera ganado plaza de profesor numerario quedaría en la calle o, en el mejor de los casos, reducido a simple ayudante --y eso por un período limitado; al concederse a cada Universidad el nombramiento de los dos quintos (y ¡de qué quintos!) de cada tribunal, en esas condiciones de transfondo, se estaba indicando que cada concurso que se convocara de profesor titular era para un destinatario local protegido por el presidente y el secretario del tribunal, que iban a cargarse a los candidatos de fuera costara lo que costase.
La situación del profesorado universitario en 1983 era la siguiente. Por un lado el estamento de catedráticos (y profesores agregados): una parte de sus miembros habían malganado sus cátedras en oposiciones injustas, a menudo protegidos por sus valimientos en el régimen franquista o por el hecho de que su contrincante respectivo podía ser una persona hostil al régimen fascista; otros, que no estaban en tal situación, habían empero prosperado en la Universidad española de los últimos decenios: una Universidad pobre, sin aliciente para el trabajo creador, de mentalidad estrecha, ordenancista, burocratizada, al margen de las grandes corrientes de la vida intelectual de nuestros días. Sólo una minoría de catedráticos se empeñaban en, pese a todo, llevar a cabo un trabajo universitario serio y meritorio. El segundo estamento, el de profesores adjuntos (hoy titulares) estaba en condiciones parecidas aunque en determinados casos tratábase de personas cuyos méritos no habían sido reconocidos en la Universidad española y cuya promoción se veía bloqueada.
Venían luego los PNNs. Algunos, nombrados a dedo por los catedráticos, eran en muchos casos personas de méritos escasos o hasta casi nulos; protegidos de algún cacique, vegetaban en la inacción y a veces hasta dejaban pasar los años sin trabajar seriamente en su tesis doctoral, que así, a trancas y barrancas, redactando después apresuradamente, viendo cómo la aprobaba un tribunal de protección oficial. Otros PNNs, los más, eran jóvenes con ardor y entusiasmo por la labor universitaria pero que, por la escasez de recursos, la mala formación recibida, la sobrecarga de tareas docentes que soportaban, el ambiente de la Universidad española, no podían las más veces destacarse en un trabajo investigativo o docente genuinamente valioso.
Ese estamento de PNNs era el más peligroso para la Universidad mandarinal, jerárquica y burocrática, y para el poder político: pronto a la reivindicación, descontento por una situación en la que se veía desfavorecido, teniendo poco que perder, estando en gran parte constituido por jóvenes a quienes todavía animaban algunos impulsos de justicia y cambio social, el estamento de PNNs era juzgado por las altas esferas como algo a extinguir lo antes posible.
Divide y vencerás: era menester ante todo trocear a ese estamento y sembrar en su seno las desavenencias. Así que lo primero de todo fue la funcionarización (o numerarización) de una minoría de PNNs por el procedimiento de las pruebas de idoneidad. Por tales pruebas aquellos PNNs que llevaban ocupando sus plazas cinco años lectivos y tuvieran título de Doctor accederían al rango de profesor titular siempre y cuando el tribunal de idoneidad de su área de conocimiento considerara que tenían méritos suficientes para ello. En la LRU se establecían al efecto varias fechas: a unos efectos la del 10-07-1983 (p.ej. posesión del título de doctor); a otros efectos, la del 30-09-1983 (cumplir en tal fecha 5 años lectivos de docencia o investigación).
En realidad todo era mucho más complicado de lo que puede sugerir la precedente somera indicación. La Orden Ministerial del 07-02-1984 (BOE 16-02-1984) que convocaba esas pruebas, en aplicación de la LRU, distinguía cuatro supuestos, con un juego complejo de fechas (a ciertos efectos --y sin saberse por qué-- valía la fecha del 21-09-1983, a otros efectos otras fechas, en combinaciones varias). Todo ello tenía aire de ser ad hoc, si no ad homines; cualesquiera que fueran las buenas intenciones del legislador y el promulgador de la orden, todo ello es arbitrario y porque sí. Los PNNs aureolados por tales ventajas --en muchos casos no los más capaces ni los que mayor o mejor labor habían desempeñado-- tuvieron acceso a esas pruebas; en los más casos fueron convertidos en profesores titulares de Universidad. Los que, aunque fuera por un día en alguno de tales supuestos, caían fuera de esas condiciones eran lisa y llanamente condenados a seguir de PNNs de momento, esperando la reconversión.
La aplicación de la orden se caracterizó además por anomalías. Infringióse el principio de derecho natural «Dubium pro ciue» a cuyo tenor el ciudadano tiene, frente al Estado, derecho a la interpretación mas favorable de la Ley; por ello, impusieron los burócratas del MEC lecturas restrictivas sobreentendiendo palabras que no figuraban en el texto ni de la LRU ni de la citada Orden. Siguiéronse pleitos numerosos, algunos de los cuales quizá todavía no están definitivamente resueltos. Otros, asqueados por tal polacada, no quisieron recurrir más. Los tribunales actuaron de diversas maneras. Unos idoneizaron a mansalva y sin discernimiento. Otros fueron acusados --y, en más de un caso, no sin fundamento, desde luego-- de injusticias y favoritismos. El proceso de revisión de calificaciones por los propios tribunales y luego por el Consejo de Universidades ha tenido algo de insondable y ha dejado un regusto amargo de falta de imparcialidad.
Así y todo, en las pruebas de idoneidad no siempre se iba sistemáticamente y sin otra consideración de méritos a promover a cada candidato al disfrute de su respectiva plaza sólo que con el rango de titular. El bochorno de esa promoción --pero sólo para la minoría privilegiada de PNNs cuyas plazas serían dotadas por las respectivas Universidades-- estaba reservado para los concursos que después se han celebrado y se siguen celebrando, a tenor de la LRU. El Real Decreto 1888/84 de 26 de septiembre (BOE 26-10-84) articulaba en efecto los mecanismos para tales concursos.
Dábase a cada Universidad el derecho de nombrar no sólo al Presidente y al Secretario de cada tribunal sino también a sus suplentes --lo cual permitía eliminar del sorteo a personas sorteables que no hicieran buenas migas con el destinatario local, e.d. el candidato de casa. Además permitíase a cada tribunal, después de que éste conociera la personalidad de cada candidato, elaborar sus propios criterios de selección. Igualmente podían figurar en la convocatoria perfiles que favorecían al candidato local. Y se juzgaría de los méritos de cada candidato en función de tales criterios y tal perfil. Por último, la estructura de las pruebas de tales concursos permitía que todo se zanjara en la segunda prueba (una lección magistral) en función de un mero voto que no entrara en calibrar los pasados méritos de los candidatos. Agravóse todo eso, ya de suyo serio, con una Orden de 12-11-1984 (BOE 16-01-1985) que amenazaba con echar a la calle a los PNNs que no ganaran «su» concurso (e incluso a un PNN por cada profesor titular que no ganara «su» propio concurso a cátedra); Orden de carácter transitorio, pero que dejó sentada jurisprudencia. Todo estaba claro: un PNN arriesgaba su contrato en su concurso (si su Universidad dotaba su plaza, e.e. si convertía en plaza de titular el puesto que él venía ocupando como interino o contratado): al Presidente y el Secretario del tribunal tocaba el hacer que fuera seleccionado por la comisión. Dicho y hecho. En la primavera de 1985 empezaron las convocatorias.
Pudimos entonces leer en el BOE perfiles de media página, que eran la enumeración de los trabajos y líneas de estudio del respectivo destinatario. Y luego tuvieron lugar los concursos. Injusticias ha habido muchas antes en la historia de la Universidad española --sobre todo las graves del período del régimen fascista-- pero nunca tan sistemáticas, nunca tan brutales. Llegóse a extremos como el de denegar plazas de profesor titular a candidatos de fuera a quienes, sin embargo, han sido ofrecidas cátedras en prestigiosas Universidades de la Europa transpirenaica --en virtud de méritos excepcionales y, desde luego, poco comunes en la Universidad española-- y ello en beneficio de un destinatario local que a veces sólo contaba con su tesis doctoral, y ésta no precisamente buena. Lo peor es que, para justificar la injusticia, se cayó en vejaciones contra los candidatos foráneos, torciéndose lo por ellos dicho, difamándolos, desvirtuando falsa y burdamente su obra intelectual e incurriéndose incluso en ataques desaforados.
Ante tal estado de cosas reaccionó el equipo ministerial del Sr. Maravall. Primero con una circular no vinculante de la SEUI de 20-06-1985 firmada por el Sr. Rojo y que aconsejaba poner coto al descaro en la fijación de perfiles. Luego con un nuevo Real Decreto, el 1427/86 de 13 de junio (BOE 11-07-1986) que modificaba alguno de los puntos más sangrantes del Decreto 1888/84. El nuevo Decreto tenía varios puntos positivos. Pero ¿qué podía ser eso, en el marco de la LRU y de la práctica ya consumada e institucionalizada a raíz del Decreto 1888/84, sino un mero lavado de cara? En primer lugar, ya estaban titularizados los más adictos acólitos de los caciques universitarios, con lo cual el nuevo Decreto instituía un agravio comparativo. En segundo lugar, todo ha seguido funcionando de hecho igual, pues la modificación no va al fondo de las cosas, al seguir ciñéndose al marco de la LRU, que es la que da pie para tamañas injusticias.
La experiencia lo confirma. Baste con ver lo sucedido en la reciente oposición perdida por el Profesor Lledó (que es aquella a la que aludía yo al comenzar este artículo): a pesar de su larga y ampliamente conocida trayectoria como historiador de la filosofía, ha sido suspendido por un tribunal de oposición de la Complutense, de ésos típicamente endogámicos. Y es que los mismos defectos, ya más arriba señalados, que sufren los concursos a titularidades aquejan igualmente a los que conducen a provisión de cátedras. Si el estamento de titulares se llena con los exPNNs (y ahora «Ayudantes») «de la casa» que, por no figurar en las listas negras rectorales, han logrado que se saquen a concurso «sus» respectivas plazas, hínchase similarmente el estamento de catedráticos con los titulares, también «de la casa» (¡no faltaba más!), que, estando también ellos en las buenas gracias de su respectivo Sr. Rector, han tenido la suerte de que se les saque, aupada al rango de cátedra, su propia titularidad y se les nombre como Presidente y Secretario de «su» tribunal a dos personas por ellos propuestas, en cada caso, según sus afinidades y esperanzas.
No entra ya en los límites de este artículo indicar qué debería de hacerse para salir de tal corrupción. Déjeseme, empero, terminar con un llamado a la protesta general por la situación existente.
§3.- Las nuevas áreas de conocimiento
Si he escogido como tema central de esta tercera parte del artículo el de las áreas de conocimiento es porque en él se recogen y recapitulan varios de los principales defectos que ahora aquejan a la reformada Universidad española. Pero, precisamente por ello, abordaré aquí también algunas cuestiones relativas a la investigación, las evaluaciones, las reformas de planes de estudios, la departamentalización y la creciente orientación tecnocrática.
La noción de área de conocimiento es una de esas nociones imprecisas que se usan normalmente sin ningún sentido técnico. Un área de conocimiento así entendida es algún conjunto de temas de estudio, de tal suerte empero que un área puede quedar incluida en otra mayor, y así sucesivamente; con lo cual ese término de `área' puede significar desde un dominio de investigación sumamente especializado (un rinconcito de alguna subdisciplina) --siempre y cuando por alguna razón pueda ser objeto de estudio relativamente autónomo-- hasta un inmenso territorio --que ahora en ciertos casos se denomina `un ámbito'--, como el área de Humanidades.
Para evitar confusión voy a emplear en lo sucesivo el término, `campo' en lugar de `área', en esa acepción imprecisa y no técnica, reservando el de `Área' para su uso oficialmente institucionalizado ahora en nuestra Patria.
Quien trabaja en un campo investigativo desarrolla siempre algunas de las interdisciplinaridades a que puede dar lugar la indagación en ese campo, pero justamente sólo algunas de ellas --estudia, dicho de otro modo, la temática, o parte de la temática, de ese campo en zonas del mismo aledañas a algunos otros campos, por la problemática tratada, el enfoque y a veces el método, de entre los que son admitidos como rigurosos y fructíferos en unos u otros sectores de la comunidad científica correspondiente--, mientras que las necesidades de la especialización impiden, para efectuar un trabajo serio, hacer otro tanto en las demás zonas de ese campo --en los restantes terrenos limítrofes entre el campo considerado y otros campos científicos.
Teniendo en cuenta tales consideraciones, veamos cómo se opera en Universidades de otros países --p. ej. de EE.UU y el Canadá (puesto que los responsables de nuestra política educativa han tomado la iniciativa de la mala costumbre de traer a colación para justificar cada proyecto de reforma lo que se hace en países capitalistas desarrollados de Europa occidental o Norteamérica). Cada Universidad organiza a su personal docente e investigador en Departamentos que son grandes unidades en general ligadas con las carreras o planes de estudios. Cada Departamento publica una nómina de profesores, en la cual cada profesor-investigador figura como especializado en un conjunto de campos. Ciertamente se tiende a, por un lado, no multiplicar excesivamente las superposiciones de campos y, por otro lado, no dejar sin cubrir extensos territorios del saber y la investigación. Pero eso es una mera tendencia. Superposiciones parciales siempre las hay. Y, así, podemos encontrar nóminas de este estilo: Fulano, trabaja en A, C, J, L; Mengano, trabaja en M, D; Zutano, trabaja en J y en K (donde K incluye a L y M, p.ej.). Y así sucesivamente. A nadie se le ocurriría, por ahí, estipular que K es un Área (institucionalizada) de conocimiento y que, por ende, cada profesor que investigue e imparta docencia en alguna disciplina de K (p.ej. en L) deba conocer todas las disciplinas incluidas en K y limitarse a trabajar en esas disciplinas. Perdiérase, de operarse así, toda la necesaria fluidez de la investigación científica, toda la variedad, riqueza de matices, pluralidad en la interdisciplinaridad que son menester para asegurar un auténtico pluralismo en la vida universitaria --y, sin tal pluralismo, ¿qué se hace esa ausencia de monolitismo que dizque caracteriza a la sociedad abierta a que pertenecemos, único título de gloria de la misma y su tapavergüenzas, pues nada más pueden alegar los turiferarios de la misma para que le perdonemos sus injusticias sociales?
Bien, así se funciona en países que, en este punto de comprender qué es la vida de docencia universitaria y de investigación, llévannos la doble ventaja de una tradición liberal y de menos sujeción al burocratismo propio del mandarinato funcionarial. Pero aquí no. Aquí la LRU y las disposiciones que la han venido a desarrollar han impuesto una noción rígida, acartonada, burocrática, oficialesca, autoritaria de Áreas de conocimiento rígidamente impuestas, desde arriba y a todos los efectos, para todas las Universidades del Estado español, sin que ni siquiera se atenúe la gravedad de semejante imposición con algún mecanismo que permita establecer comunicación interdisciplinar entre Áreas afines --tal noción de afinidad entre diversas Áreas es totalmente ajena a la actual ordenación y práctica de la Universidad española. Agrúpanse, pues, autoritariamente determinadas disciplinas en un Área; excepcionalmente puede reaparecer una disciplina de un Área A en la lista de las disciplinas de otra Área B, pero en tal caso entiéndese que quien trabaja en esa disciplina o bien está en A y de ningún modo en B, o bien está en B y de ningún modo en A.
Impónese a quien sea profesor de un Área dominar toda asignatura de esa Área, pues se trata --entre otras cosas-- de ahorrarse eventualmente los emolumentos que habría que pagar a un docente en alguna otra de tales disciplinas. Claro, con ello ya ¿a quién le quedan ganas y tiempo para, además, trabajar interdisciplinariamente en estudios que se sitúen en los confines entre la disciplina en cuestión y otras que, por decir de los burócratas, hayan quedado en otro feudo --quiero decir: en otra Área de conocimiento? Eso es grave por muchas razones.
En primer lugar, y aun suponiendo desinteresada objetividad e imparcialidad estricta de los trazadores de líneas de demarcación entre las Áreas, de hecho y para cada caso de trazado de tales fronteras se habrán atenido únicamente a uno de entre los varios o muchos criterios sustentables con argumentos y profesados por uno u otro sector de la comunidad investigativa internacional; habrán tomado ese criterio particular los diseñadores del trazado para fijar convencionalmente unos bordes con fines académicos y organizativos. Y es obvio ya, cuando uno se percata de eso, que en ese trazado, si ha imperado tal criterio particular en lugar de las muchas alternativas justificables científicamente, ello ha tenido que obedecer tanto por lo menos a razones pragmáticas como científicas, puesto que ese diseño, dados sus fines, sólo irresponsablemente podría hacerse de espaldas a consideraciones sobre número de personas que de hecho trabajan en cada campo, posibilidades efectivas de agrupar a tal personal en Departamentos, de reclutar entre él miembros de tribunales y todo lo demás que según la LRU viene ligado a las institucionalizadas Áreas de conocimiento. (Pues, en efecto: los tribunales han de estar compuestos en su totalidad por profesores de la misma Área cuya denominación corresponde a la plaza a que se concurre; y los Departamentos corresponderán a Áreas, de manera que en principio se a un Departamento por cada Área y viceversa.)
Pero es que, por otra parte --y dado todo lo que hemos considerado en la sección anterior de este artículo--, ¿quién iba a esperar que así de imparcialmente se fijaran los límites de Áreas? De hecho lo que ha pasado es algo peor: cada Área se ha constituido como un feudo, como un coto de determinados grupos de catedráticos que tienen en ella señorío y vara alta. El equilibrio de poder es lo que ha determinado que, en la pelea por la constitución de unas Áreas, por el descuartizamiento de otras, por arrebatarle un Área a otra cierto campo, por la independencia de cierto campo (constituyéndose en Área propia) o, al revés, por la anexión de tal campo a la autoridad de una, en particular, de las Áreas a él (más o menos) próximas, en toda esa brega prevalezca aquí este grupo, allá aquél otro, y siempre en cada caso se esgriman ad hoc algunos de los muchos criterios alternativos defendibles; pero se esgrimen no como lo que son, como criterios entre otros, sino, siempre en cada caso, como el único criterio. Como la Conferencia de Berlín en 1884 dividió el continente africano entre las potencias colonialistas, el trazado de fronteras entre Áreas ha sido un reparto de poder entre grupos influyentes.
En lugar, pues, de que la delimitación de Áreas a efectos de la actividad interna de la Universidad sea decidida por el personal investigativo y docente de la propia Universidad sobre la base de la apreciación que tenga dicho personal no solo de los agrupamientos constantemente cambiantes de campos científicos en la comunidad investigativa internacional --apreciación que sería variable según orientaciones, enfoques, especializaciones y círculos o medios investigativos diversos--, sino también de las orientaciones de especialización de los componentes de ese personal (y, por consiguiente, de las posibilidades de organizar equipos de investigación y de los huecos a llenar), en lugar de todo eso lo que nos han traído la LRU y sus disposiciones de aplicación es la rigidez de unos moldes burocráticos que, de hecho, son feudos y cotos cerrados de grupos prepotentes.
De todo eso han resultado los siguientes efectos. Primero, en la formación de tribunales de oposición para una plaza de una asignatura incluida en tal Área han entrado personas con escasa competencia para juzgar esa asignatura; personas que han evaluado a los candidatos por su presunta preparación en otras asignaturas del Área; y ello, no sólo porque era el único criterio con el que podían juzgar tales miembros del tribunal, sino también porque, sobre que efectivamente la Ley obliga a los profesores de un Área a estar especializados en toda asignatura de esa Área, además y sobre todo, como el Área es un feudo, es defender la sagrada unidad del feudo contra todo separatismo y contra toda veleidad anexionista de Áreas fronterizas el exigir la adhesión patriótica de cada miembro del Área a todo lo propio de la misma, e.d. el demandar como condición de pertenencia al Área un rendirse incondicionalmente al principio de la unidad de los hombres y las tierras del Área --y eso hay que demostrarlo con los hechos
Peor, mucho peor, todavía: en esas oposiciones se ha considerado reiteradamente como demérito de un candidato el que practicara estudios interdisciplinares entre una disciplina del Área en que se estuviera y otra de alguna otra Área fronteriza: la práctica de tales estudios es ya una amenaza a la integridad e independencia de la primera de esas Áreas, pero sería el colmo meter en el profesorado del Área a ese quintacolumnista y saboteador, agente de un Área extranjera; con el trabajo que había costado constituir el Área, con su independencia e integridad, sólo faltara que la incorporación de ese saltador de fronteras, de ese cazador furtivo, fuera a desequilibrar y hacer zozobrar lo penosamente conseguido en la brega.
Además ya de la sangrante injusticia que supone todo eso, salta a la vista cuán nocivo resulta para la actividad docente e investigativa y a qué extremos conduce de adocenamiento y de cercenamiento de la libertad académica.
Ya he señalado que, según la LRU, los Departamentos universitarios se debían constituir según Áreas de conocimiento. El Real Decreto sobre Departamentos ha desarrollado tal indicación. En la práctica ha resultado imposible esa correspondencia biunívoca, que sólo sirve como un desideratum y meta ideal. Pero los Departamentos se han constituido. Aunque no se había previsto inicialmente --ya lo he dicho-- enlazar a diversas Áreas de conocimiento, institucionalizadas como tales, por ningún vínculo de afinidad, ha sido menester echar mano, pragmáticamente y ad hoc, de un vínculo así para poder subsumir (al profesorado y al estudiantado de) varias Áreas, en una Universidad determinada, en un solo y mismo Departamento.
De nuevo lo que ha prevalecido son los equilibrios de poder. De las muchas interdisciplinaridades practicables, han prevalecido en cada caso aquellas cuya invocación servía al indicado propósito. Difícilmente podía esperarse otra cosa en el marco de esa Universidad burocrática; difícilmente, además, cuando para nada se había tenido en cuenta la interdisciplinaridad interáreas a la hora de implantar la división entre tales Áreas --con lo cual, al aducirse la afinidad tan sólo para el propósito de constitución de Departamentos, que es algo puramente administrativo, era improbable que se entrara en consideraciones científicas o de principio.
Algo parecido habría que decir de la división del profesorado de una misma Área en varios Departamentos cuando el numero excedía el establecido por el Real Decreto 2360/1984 (BOE del 14-01-1985) --puesto que toda la constitución de los Departamentos ha sido algo eminentemente burocrático: 12 profesores funcionarios a tiempo completo por Departamento (salvo en algunas Universidades pequeñas, y eso sólo hasta octubre de este año): la división del Área ¿ha correspondido a límites disciplinares dentro del Área según criterios científicos? Dudo mucho que así haya sido, y ello por un motivo muy parecido: porque las disposiciones en vigor unifican de tal manera las Áreas que no permiten desglosar dentro de ellas campos pluridisciplinares. El Área es soberana: no tolera nada por encima y nada por debajo.
Aparte ya de lo dudoso del fundamento científico de la delimitación entre los Departamentos, la constitución de éstos --en su nueva entidad, tras la LRU-- ha sido además funesta por lo que supone de hinchazón burocrática, sobrecarga de actividades administrativas, confusión entre las responsabilidades de los Departamentos y las de los Centros, multiplicación del papeleo, de las gestiones que tiene que efectuar el estudiante, p.ej., o quien solicita una información. Más reuniones, más trámites, más libros de registro con entrada y salida, más oficios de remisión, más subir y bajar escaleras, más llamadas telefónicas, más gastos burocráticos de toda índole, pero no más investigación ni mejor calidad de la enseñanza. Creo, de veras, que era mejor dejar las cosas como estaban, aunque estaban mal.
¿Qué investigación puede esperarse que prospere en ese marco de la departamentalización burocrática, de las estructuras de poder opresivas, del acartonamiento de las Áreas de conocimiento que impone a la vez dispersión (dentro del Área) y falta de interdisciplinaridad (de un Área a otra)? No pocos universitarios españoles investigan, lo mejor y más honradamente que pueden. Pero el ambiente general les es hostil. Se comprende poco y se estimula menos la labor investigativa, callada, en el silencio de los despachos y de los laboratorios, esa labor que no va a dar frutos tangibles el primero de mes en que se vence el plazo para asentar en el Libro de Registro el Informe dirigido al Director del Departamento, o a la Comisión de investigación de la Universidad, o a quienquiera; esa labor que es a largo plazo, aunque en alguna de sus etapas se vaya traduciendo en producciones científicas frecuentes. El frenesí de los informes, las memorias de oposición, las instancias, las reuniones --y para los PNNs la espada de Damocles de la plena entrada en vigor de la LRU el primero de octubre de este año--, todo eso quita a cualquiera (bueno, a cualquiera no, pero si a muchos) las ganas de trabajar seria y calladamente en su trabajo de investigación. Menos burocracia, menos papeleo administrativo, menos órganos de poder, mayor simplificación de los engranajes es lo que hubiera sido necesario para la Universidad española. La LRU nos ha traído, en cambio, el cáncer de esas nuevas excrecencias burocráticas y sus efectos paralizantes para la investigación.
No deseo ya extenderme en otros puntos, que merecen comentarios parecidos. Así, el de las evaluaciones. En esta Sociedad en la que se monetariza el mérito, hubiera sido bueno que la subvención estatal a una Universidad dependiera de los méritos investigativos de sus profesores. Ello habría frenado las injusticias en la selección del profesorado numerario a que me refería yo en mi primer artículo. No, eso no se ha previsto. Pero en cambio sí se prevé que haya comisiones de evaluación que juzguen la labor de los profesores y, en virtud de ello, determinen de algún modo el sueldo de los mismos. Juzgo eso muy negativo. Los verdaderos investigadores no necesitan ese estímulo económico: necesitan tan sólo que se los deje en paz, que no se los agobie ni con espadas de Damocles y la angustiosa perspectiva del paro ni con sobrecargas burocráticas; a lo sumo necesitan un estímulo moral, una emulación, un reconocimiento de su labor, un aprecio por esa actividad callada y tenaz que caracteriza al verdadero trabajo científico. Quienes sí van a ser estimulados, en cambio, por las evaluaciones son los pseudoinvestigadores. Ellos van a ponerse a rellenar páginas, con paja; a organizar coloquios, planes de proyectos de futuros trabajos, grupos, sesiones, foros, seminarios, ciclos de conferencias pagadas; las publicaciones científicas van a verse desbordadas por sobreoferta de malos escritos, pretiriéndose aquellos otros que tienen algo nuevo e interesante que aportar; van a codiciarse y disputarse actividades consideradas como meritorias --aunque sean ya poco próximas de suyo a la investigación--, como dirección de memorias y tesis y pertenencia a tribunales de grado. De nuevo todo eso es la espuma burocrática, que es lo que la LRU nos ha traído (bueno, traído no, porque ya estaba ahí, pero si incrementado considerablemente).
Termino ya con unas escuetas palabras sobre las reformas de planes de estudios y la creciente --y temible-- orientación tecnocrática en la Universidad. Tal como iba concebida la reforma de planes de estudios, tanto en la Universidad como en la enseñanza media, se notaba ya la insistencia tecnocrática en lo pragmático, la preterición de las Humanidades y de la formación científica básica, la obsesión por favorecer estudios cortos, abaratando la enseñanza y también rebajándola, facilitando la obtención de títulos más modestos, aunque luego sean todavía menos conducentes que los actuales a la obtención de empleo --pero el tecnócrata y el burócrata no van a resolverlo todo: su obsesión es ir alcanzando metas parciales concretas, tapar brechas, quitarse muertos de encima. En eso como en otras cosas, nótase el peso de la tecnocracia. (Digo en otras cosas: p.ej. en los criterios ministeriales --indicativos y no vinculantes, sí, pero que los tecnócratas de los Rectorados se han apresurado a hacer suyos e imponer incondicionalmente-- del llamado «Documento de trabajo Nº 3» para asignación de dineros a la reconversión de plantillas; a tenor de tales criterios --que se articulan en torno a la noción escurridiza y arbitraria de «grado de experimentalidad» de las diversas carreras-- una clase en una Facultad de ciencias naturales vale como tres clases aproximadamente en una Facultad de filosofía; dicho en plata, aunque con alguna --pequeña-- inexactitud: un mismo número de horas lectivas justifica a tres profesores en Facultades de biología o veterinaria, p.ej., pero a un solo profesor en Facultades de filosofía, historia o filología. ¿Es justo, es equitativo eso? O ¿revela la obsesión de los tecnócratas por «lo útil» y «lo práctico», aunque luego a la hora de enfrentarse al desempleo engendrado por la sociedad capitalista, por la economía de mercado, todos seamos iguales?)
En este artículo he tratado algunas de las principales taras de la reformada Universidad española, tal como ha quedado modelada en aplicación de la LRU. Mala Ley. Peor aplicación. ¿Quién encontrará remedio a tales males? Ya antes era difícil, pero atajarlos ahora resulta dificilísimo. Impónese un cambio radical en la Universidad española.
Lo más valiente sería volver interinamente --en toda la medida de lo posible (que sé que es poca, pues casi toda la aplicación de la LRU reviste el carácter de lo irreversible o irreparable)-- a la situación de agosto de 1983, suspender la vigencia de la LRU y empezar a reconstruir la Universidad española salvando lo que salvarse pueda y actuando de raíz y desde un enfoque auténticamente progresista. Pero esbozar un plan en ese sentido es algo que de ninguna manera me he propuesto cuando me decidí a escribir este artículo, señal de alarma ante una preocupante situación universitaria a la cual no debe ser indiferente la opinión pública. Que no se diga luego que todo el mundo calló.
1. Este escrito se concibió inicialmente como una serie o colección de tres artículos, que redacté en la primavera de 1987. Fueron propuestos a varios periódicos borbónicos de Madrid (EL PAIS, ABC, YA etc) y rechazados por todos (EL PAIS dio la callada por respuesta; otros, como el ABC, tuvieron la gentileza de contestar diciendo que carecían de interés).
El primero de los tres artículos (sección 1ª de este documento) fue publicado algo después en MUNDO OBRERO. El segundo fue reelaborado en 1988, para actualizarlo a raíz del asunto «Lledó» --una célebre injusticia perpetrada por el sistema de la endogamia institucionalizada contra un ilustre candidato, el Prof. Emilio Lledó, quien concursó infructuosamente a una cátedra de la Universidad Complutense de Madrid.
Aunque el tiempo transcurrido quita buena parte de su actualidad a esta serie de artículos, y aunque, por consiguiente, su interés es, tal vez, más que nada histórico, únese empero su valor de testimonio sobre la Universidad española hacia 1987 a lo que todavía conserve de aplicabilidad a la situación presente (cuánto sea esto habrá de valorarse y aquilatarse a través de un examen detallado, para el cual otros están en mejores condiciones que el autor). Creo que, por todo ello, merece que sea ofrecido a la lectura del público.
2. Publicado originalmente en Mundo Obrero, 14 de mayo de 1987.