Ese ideal se plasma en los principios de armonía y de perfección, que brotan de otro más básico: el de continuidad: no hay en la realidad ningún contraste tan grande que excluya una transición racional de uno de los polos al otro. El principio de continuidad acarrea la no-contradicción de la realidad, pero también entraña los principios de razón suficiente e identidad de los indiscernibles.
Todo el pensamiento de Leibniz se cifra así en el principio de continuidad. Sólo que su articulación consecuente llevaría a una cierta negación del principio de no-contradicción; yendo eso en contra de uno de los más caros ideales del racionalismo barroco de nuestro autor, se ve éste en definitiva conducido a un dilema: o abandonar el principio de contiuidad y con ello dejar resquebrajarse la solidez de su sistema; o, si no, verse impelido, más allá de éste, a un continuismo contradictorial que tampoco es conjugable con el ideario barroco ni siquiera claramente inteligible desde el horizonte lógico en el que deliberada y acaso dogmáticamente se sitúa el filósofo sajón.