§1.-- Lo que se propone este trabajo
En este trabajo pretendo alcanzar los cuatro objetivos siguientes: (1) dar unas pautas acerca de cuán amplio es el ámbito de predicados afectados por casos limítrofes, predicados a los que cabe, con sobrada razón, denominar `difusos', según lo ha hecho la corriente de la lógica fuzzy (en una traducción, que no es unánimemente aceptada); (2) a través de la discusión con algunos de los más destacados autores que han dicho cosas que valga la pena comentar acerca de lo difuso, aproximarse a una caracterización de esa noción de propiedad difusa; (3) una vez lograda tal caracterización aproximada, enjuiciar algunos de los planteamientos un tanto conservadores que se han efectuado para conciliar el tratamiento de la gradualidad --de lo difuso-- con el rechazo de la contradictorialidad de lo real; (4) extraer de esas discusiones la conclusión de que la única manera adecuada de tratar el problema de lo difuso es, sin abandonar ni el principio de tercio excluso ni el de no-contradicción, reconocer, junto con la existencia real de cúmulos difusos, el abarcamiento de ciertas cosas por cúmulos (difusos) complementarios entre sí --con la consiguiente contradicción real que ello acarrea.
Muchos son los autores que, dentro de la filosofía analítica, han dedicado esfuerzos en estos últimos años al estudio de casos limítrofes, sorites y temas afines. Algunos (como Mark Sainsbury, Peter Simons, Christopher Peacocke) han abogado por grados de verdad, dando así pasos que --si es correcto el punto de vista defendido en este trabajo-- van en la buena dirección, y presentan similitudes parciales con las tesis que ha venido propugnando quien esto escribe. Otros --Timothy Williamson y Roy Sorensen-- se han empeñado --sin éxito, a mi parecer-- en compaginar la lógica clásica con aquellos fenómenos que se ponen de relieve al debatirse acerca de sorites (ofreciendo un tratamiento epistémico, a cuyo tenor no podemos saber dónde se encuentra la línea de demarcación --que la hay, siendo única y precisa-- entre uno de los cúmulos problemáticos y su complemento porque, si lo supiéramos, careceríamos de margen de seguridad). Están las soluciones supervaluacionales (Kamp, Kit Fine etc), que nos proponen precisificar los términos involucrados (es verdadero %p% si, y sólo si, es verdadero el resultado de cada precisificación de los términos que figuran en %p%.) Aportaciones valiosas a la discusión las han hecho también Michael Dummett, Peter Unger, Mark Heller, Hilary Putnam, Peter van Inwagen, Terence Horgan, Laurence Goldstein, Linda Burns, Richard DeWitt y muchos otros. (Varios de sus trabajos pertinentes están citados en la bibliografía, al final de este ensayo.)
A la lectura de todos ellos debe muchísimo mi reflexión acerca de los sorites y los cúmulos difusos; mas --por razones de espacio-- sólo discutiré en este trabajo unos cuantos enfoques que, habiéndose propuesto años atrás, pueden ya juzgarse clásicos, y que han venido a menudo reelaborados en unos u otros de esos tratamientos más recientes.
§2.-- El ámbito de los predicados difusos y la envergadura del problema
Solía decirse antes que los predicados que figuran con ocurrencias esenciales en sorites --o aquellos que más generalmente plantean problemas de bordes, que parecen presentar casos limítrofes-- son predicados de escasa importancia, marginales, casi elementos excepcionales y aberrantes. Su poca o ninguna importancia teorética vendría de que no se usan en la ciencia. Su marginalidad o casi excepcionalidad vendría de que a los efectos prácticos los términos que usamos son precisos o pueden hacerse todo lo precisos que haga falta.
Que las cosas no son tan sencillas comenzó a verse porque resultaba que los predicados que cabe concebir (más o menos) como observacionales son, todos, predicados de esos que dan lugar a sorites o que por lo menos presentan casos limítrofes. Está muy bien --supuestamente-- que la ciencia use sólo predicados de ésos que tienen bordes nítidos, o sea líneas de demarcación únicas y tajantes de sus respectivos ámbitos de aplicación. Mas no hay ciencia sin una base empírica, directa o indirecta. No hay saber sin un vínculo a través de la experiencia, de la sensación, con la realidad. Y ese vínculo sólo puede expresarse en enunciados que constatan tales experiencias, o sea en enunciados acuñados con términos observacionales.
Que haya o no una línea de demarcación tajante, a su vez, entre el cúmulo de tales términos y los demás es otro asunto. También lo es que haya o no haya grados en la posesión de esa cualidad de ser un término observacional. Lo que cuenta aquí, para nuestro propósito, es que, en la medida en que nos las habemos con tales términos, aparecen problemas de bordes, de casos limítrofes, y en ocasiones de sorites.
Aunque la relación entre un sistema científico y la base observacional es muy compleja, no cabe duda de que, si hay problemas serios en lo tocante a la base de observación, ello afecta gravemente a la construcción teorética misma. La significación, pues, de una dilucidación de los predicados sujetos a casos limítrofes y a sorites ha llevado a algunos autores --al no encontrar un tratamiento satisfactorio de los mismos-- a dudar de la solidez del edificio científico.
Ahora bien, en años más recientes, Peter Unger, Mark Heller y otros autores han recalcado que los términos que suscitan problemas de casos limítrofes y de sorites son en realidad todos los vocablos del habla común no científica. En este contexto, `científico' se aplica a muy poquitas actividades, prácticamente sólo a la física teórica (aparte de que quien esto escribe tiene muchas dudas de que esa disciplina escape a los mismos problemas de términos con casos limítrofes). La ciénaga de lo que está anegado por términos con casos limítrofes y de términos que suscitan sorites incluirá la historia, la geografía, la lingüística, la biología, la zoología, la botánica, así como todo el saber usual que no se ajusta a los patrones de estricto rigor de la Ciencia con mayúscula.
Eso acarrea una consecuencia principal y es que hemos de abandonar la ontología en la que usualmente creemos si es que nuestra ontología ha de construirse con pautas de rigor científico. Puesto que las locuciones `mesa', `convento', `monte', `ventana', `árbol', `ser vivo', etc, son predicados de ésos problemáticos, por sus casos limítrofes, habremos de tener una ontología sin mesas, árboles, conventos, montes o seres vivos.
El físico puro podrá seguir hablando al hacer física pura (se supone), mas no podrá nunca sacar ninguna consecuencia de lo que dice que otros puedan entender, ni que le diga algo a él mismo fuera del recinto de su laboratorio o escritorio científico. Más allá de los positrones, electrones y otras partículas elementales con sus propiedades dizque tajantes, nada se podrá decir, salvo cayendo en una manera de hablar irracional. Desde luego, nada se podrá decir con verdad. Queda arruinado todo el quehacer del historiador, del periodista, del corresponsal, del espía, mas también el del paleontólogo, el del ingeniero genético, y el del ingeniero en general. No habiendo puentes, no habrá puentes bien edificados. Ni casas. Ni vías férreas.
Peor todavía que eso es que todos los términos involucrados en el quehacer jurídico vienen afectados por los mismos problemas. Cualquier palabra que aparece en el contexto de una norma jurídica es susceptible de dar lugar a casos limítrofes y, en ocasiones, a sorites. `Voluntario', `provecho', `perjuicio', `resistencia', `coacción', `amenaza', `dolor', `engaño', `claro', `insistente', `lascivo', `ocultación', `advertencia', `visible', `revelar', `aliviar', etc. En resumen cualquier normativa, cualquier código, sea penal, civil, mercantil, procesal, e incluso cualquier reglamento de un equipo de fútbol, de un club de montañismo, de una asociación de vecinos, de una asociación filosófica, de una Universidad, está plagada de palabras cuya aplicación comporta casos limítrofes y que, no pocas veces, da lugar a sorites.
Voy a examinarlo con un solo ejemplo: el de qué sea democracia. Palabreja seria y de cuya aplicación dependen muchísimas cosas. De que se considere a un Estado como una democracia o no depende que aquellos habitantes del mismo que quieren ir a vivir fuera y están disconformes con las autoridades sean --en principio-- tratados como honrados refugiados merecedores de acogida o como viles delincuentes que se han entregado a un crimen, el de emigración ilegal, que comporta la infracción penal de atravesar ilegalmente las fronteras y de iniciar una estancia no autorizada en el país en el que han entrado. Depende también que el Estado en cuestión obtenga o no una serie de ventajas de toda índole (comercial, informativa, diplomática, etc). Y, para nuestra cultura, qué vivencias tenga un súbdito de ese Estado, cuál sea su autopercepción, su idea de la propia vida y la de quienes lo rodean, tendrá a menudo que ver con el que vea o deje de ver a su propio Estado como una democracia.
Quizá en nuestra cultura contemporánea nada es tan importante para la vida colectiva de una población como vivir en democracia. Eso se dice. Bien, ¿qué es eso?
Hay una serie de condiciones. Aunque nos solemos referir a la democracia ateniense o a otros modelos, nadie admitiría hoy como una democracia a un Estado organizado así, ni a nada que se le pareciera. Ni tiene tampoco el vocablo mucho más parentesco que el etimológico con la realización de un poder de la mayoría.
Por `democracia' se entiende, sí, un sistema político en el cual las decisiones vienen tomadas por representantes elegidos por la población, y que, de ese modo, indirectamente, hacen que se realice un poder de la mayoría. La elección ha de ser por sufragio universal, directo y secreto, de entre candidatos libremente presentados que reúnan los requisitos que marque la ley y se atengan a las estipulaciones de procedimiento que ésta imponga. La elección ha de ser periódica, para una tiempo razonablemente largo (y razonablemente corto). Antes de las elecciones, durante las mismas y después de ellas ha de haber libertad de actividad política, dentro de lo que marque la ley, en cuanto a qué opiniones se puedan expresar sin incurrir en sanción, de cómo puedan organizarse y actuar las asociaciones y qué requisitos hayan de cumplir para asegurar su conformidad con el orden democrático. Cada órgano de poder ha de tener unas facultades limitadas e irrebasables.
Todas esas palabras --aparte de que algunas puedan ser oscuras-- son predicados con casos limítrofes, y muchas dan lugar a sorites. No se especifica que todos los cargos públicos hayan de emanar de elección, p.ej. Puede incluso haberlos que sean nombrados por una aristocracia hereditaria, una cámara de los lores, p.ej. Mas en tal caso, se entiende que su poder estará más limitado, a fin de que, de producirse un conflicto con representantes elegidos del pueblo, no venga postergada la voluntad de éstos. Mas tampoco se trata de anular a los otros órganos. Búscase un equilibrio entre cuánto peso dar a lo que sea teóricamente posible --lo cual puede incluir un amplio margen de intervención de los poderes u órganos no elegidos-- y cuánto a lo que de hecho suceda por la práctica consagrada o la costumbre. Puede variar mucho la limitación de cada órgano. La duración de los mandatos también.
En Francia los mandatos presidenciales son de siete años, cosa poco usual. Si se prolongara en uno o dos años, no por ello se considerará a Francia Estado no democrático. Parece seguro que, si hay dos Estados, similares por lo demás, en uno de los cuales duran los mandatos presidenciales ene años durando en el otro ene más uno, o ambos son democracias o ninguno lo es.
Mas, alternativamente, sin prolongar un mandato, puede ampliarse el poder de un órgano no elegido. Si la cámara de los lores ve un poco ampliadas sus competencias constitucionales, no por ello deja el Reino Unido de ser una democracia. Un poco más, igual. ¿Y así sucesivamente?
O puede disminuirse el margen de opiniones legalmente expresables. Por doquier hay restricciones a qué quepa decir en público sin sanción. Quemar la bandera oficial es en algún país una forma legítima de expresión de opiniones, y en otras partes es un crimen. Hablar mal de la gente, o de cierta gente, puede estar penado, y de hecho lo está. ¿Cuán mal? ¿Hasta dónde se pueden proclamar ideas que sean susceptibles de interpretarse como pudiendo dar un eventual respaldo, al menos indirecto, a crímenes u otras ofensas contra las personas o la colectividad o las instituciones vigentes?
Además, esa libertad consiste en que no haya [amenaza de] sanción. Mas ¿qué sanción? ¿Qué grado de sanción o represalia está prohibido? Ciertamente hay sanciones que la ley no prohíbe. Que la gente lo tenga a uno en mal concepto. Tal vez prohíbe que lo acose o importune, más allá de un límite, para manifestarle ese mal concepto. Sin duda, que lo abuchee, lo golpee. Mas hay miles de conductas intermedias, como hacer el vacío en clase o en el comedor, perjudicar en la concesión de ayudas sin incurrir en transgresión flagrante de otras normas, etc.
También está el problema de quién vota. No votan todos. Los extranjeros no votan. Hay Estados que consideran extranjeros a habitantes que llevan generaciones viviendo allí, a veces a la mayoría de la población, por ser oriundos de otro territorio. Los hay muy acogedores, que en seguida conceden la ciudadanía a los que llegan y dejan llegar con pocas trabas. Aparte de eso, está la exclusión de los menores de cierta edad. (No hablemos ya del sexo; Suiza sólo en decenios recientes ha concedido el derecho de sufragio a las mujeres, y en algunos cantones eso ha sucedido recientísimamente.) En unos países se concede el derecho a los 15 años, en otros a los 16, a los 18, a los 21, a los 23. Puede que haya países en los que se rehuse el derecho a los mayores de 90 años, o a los de 89, u 88, ..., o a los mayores de 50 años. Quizá hay consenso de que no es democracia un Estado donde tengan ese derecho sólo los ciudadanos de entre 28 y 48 años. Mas los jóvenes de 13 años pueden pensar que injustamente se los somete a una tutela que vicia al sistema. (Bueno, los de 13 y los de 17 en casi todas partes.)
Por otro lado, ¿y si un Estado concede derecho de voto a cualquier humano que se persone y exprese su deseo de emitir el voto y esté en condiciones físicas y mentales de hacerlo? Desde su perspectiva, los demás no son democráticos.
También cuenta el número de representantes. Una asamblea legislativa de 4 miembros sería demasiado restringida. Una de 12.000 miembros demasiado amplia. Estados con asambleas legislativas así serán tildados de no democráticos.
Y está la determinación de los requisitos legales para presentación de candidaturas. Hay una serie de personas excluidas. Hay restricciones a la reelección. Eso es para ayudar al pueblo a que no se dé tiranos a sí mismo. Mas la ayuda lo tutela. Por las mismas, cualquier norma sobre candidaturas somete a tutela a los electores. Y también lo hacen normas a las que han de someterse las campañas electorales. Si en un Estado se prohíbe a cualquier asociación intervenir con actos de propaganda, para no favorecer ante los electores a las asociaciones poderosas o consolidadas, eso se verá como atentado a la democracia. Mas muchas restricciones así no se juzgan de tal manera. Depende principalmente de la costumbre y la convención. Se pueden dar pasos así en el establecimiento de restricciones ulteriores que tiendan a proteger al elector individual contra el poder excesivo o abusivo de las maquinarias de propaganda, el poder del dinero, la fuerza de los establishments afianzados. Mas, paso tras paso, a lo que se llega es a una situación en la que se prohíbe la vida política característica del pluripartidismo según se suele entender, y con ella la práctica misma de la democracia en la concepción usual.
En este sentido, hay constituciones que garantizan el pluripartidismo como rasgo constitutivo y esencial de la democracia, al paso que ciertos juristas critican tal garantía por introducir un elemento extraño, accidental y contingente que no puede imponerse ni, por ende, garantizarse. Tomemos una constitución que haga tal estipulación de pluripartidismo. ¿Cómo la va a garantizar?
No hay seguramente ningún sistema electoral que no excluya de la representación parlamentaria a las fuerzas que obtengan menos de un determinado tanto por ciento de los votos. Supongamos que, poco a poco, por libre opción de los electores, van viniendo eliminados de la arena parlamentaria todos los partidos salvo uno. ¿Qué podrá hacerse para respetar la constitución? ¿Violentar la voluntad de los electores e imponerles anti e inconstitucionalmente la presencia en el parlamento de una fuerza que --según los términos de la propia ley electoral vigente-- habría de haber quedado excluida de la vida política oficial?
En aras de evitar tales situaciones, las constituciones pueden implementar medidas encaminadas a proteger a las minorías, sea cual fuere la voluntad de la abrumadora mayoría de los electores. Eso va en el sentido de proteger la democracia, porque ésta es aquel poder de la mayoría que está limitado por medidas que protegen a mayorías posibles futuras contra el abuso de la mayoría actual. El electorado de 1995 no tiene derecho a hipotecar la libertad de elección del electorado de 1997, ni del de 2997.
Mas, supongamos que se dan más y más pasos en esa dirección, en aras de esa protección del derecho de mayorías futuras. Llégase a una situación en la que el poder de la mayoría actual está coartadísimo. Con vistas a no hipotecar o cercenar el margen de opciones disponibles de futuros electores, se impediría a los actuales elegir a órganos representativos que de veras correspondan a los deseos mayoritarios.
Sin embargo, ¿cómo proteger la democracia contra una mayoría antidemocrática? Esa situación suscita un género de paradoja que va más allá de lo abordable en este trabajo. Si la mayoría de los alemanes vota en 1933 a un partido sepulturero de la democracia, como el nacional-socialista, ¿qué será más opuesto a la democracia, dejar que gobierne y suprima la democracia o impedir que el pueblo imponga su opción mayoritaria?
Para evitar ese dilema, las constituciones pueden establecer medidas de precaución. Mas serán medidas que cercenen y coarten el margen de libertad de los electores. Unas pocas de esas medidas se considerarán acordes con la democracia (al fin y al cabo, la llamada democracia ateniense --tenga que ver con las de ahora lo que tuviere-- implementó con ahínco medidas así, y desbrozó un camino a seguir).
Si se da un paso más, parece que no se ha salido de la franja de medidas sabias y de cautela que sólo marginalmente restringen la libertad de los electores. Una más, y una más, y otra más todavía, ... Tal vez se decida prohibir partidos totalitarios, o partidos que por sus símbolos, origen, tradiciones, o referencias, directas o indirectas, quepa sospechar que son susceptibles de evolucionar hacia ideas totalitarias, o la actividad política de personas que hayan participado en alguna agrupación así, o formaciones que hayan tenido algún tipo de vínculo o conexión, por remota que sea, con unas u otras personas de las que incurran en el reproche precedente, etc. El resultado no será precisamente democrático.
Así pues, si el vocabulario político sólo ha de contener palabras que se apliquen sin casos limítrofes y sin engendrar sorites, entonces sobra la de `democracia'. Y, como es tanto lo que está en juego con ésta, su liso y llano abandono no está exento de consecuencias que pocos tomarán a la ligera.
Del examen de esos casos limítrofes y esos sorites suele saltarse a una conclusión precipitada: que las palabras involucradas son vagas. A veces es que ni se salta, es que en el planteamiento mismo del problema se da por sentado como obvio e indiscutible que nos las estamos habiendo con términos vagos. Me parece que lo que se está dando por supuesto es que zonas de ésas, problemas de ésos, casos limítrofes en suma, no pueden deberse en modo alguno a la realidad, ya que ésta es lo que es y nada más; tienen que deberse a alguna imperfección del lenguaje o del pensamiento, y ese defecto es la vaguedad.
De algún modo se sobreentiende que la vaguedad es falta de definición, una especie de modo laxo de operar de nuestro pensamiento o de nuestro lenguaje, un no comprometerse ni con esto ni con aquello; y que en esa relajación, en esa falta de rigor estriba la inexactitud, la vaguedad, lo difuminado de los bordes. Bordes difuminados o desvaídos, no en la realidad, sino meramente en nuestra concepción o en nuestra manera de hablar.
Ahora bien, aunque cada uno es muy dueño de usar las palabras como le venga en gana, parece oportuno, al utilizar un término en un sentido técnico o como neologismo, hacerlo constar para evitar equívocos. Y, si no, es lícito que sea uno criticado por usar los términos como éstos no se usan de hecho.
Eso es lo que sucede con ese empleo de `vago' y `vaguedad'. Si rastreamos la utilización efectiva que hace el hombre de la calle de esas palabras, veremos que lo que vehiculan es falta de información demandada por el contexto de elocución; falta del requerido detalle. Por ello, son expresiones que pertenecen a la pragmática. No es vaga una oración: es vago un acto particular de habla, en un contexto, por infringir ciertas estipulaciones vigentes para la práctica comunicativa en tal contexto acerca del grado de información o de detalle que se ha de transmitir.
A menudo, se efectúan prolaciones vagas por proferirse en ellas expresiones generales, o demasiado generales. El recurso a cuantificadores existenciales suele ser uno de los procedimientos por los que se hace vago un acto de habla. No es de suyo el enunciado resultante lo que es vago, sino sólo con relación a aquel contexto en el que se está legítimamente esperando más detallada información.
Aquí es donde se relacionan con lo vago las expresiones susceptibles de aplicarse por grados. Frecuentemente es vago un acto de habla porque en él se profiere una oración que comporta un predicado que admite grados, sin suministrarse suficientes indicaciones de cuánto se aplique dicho predicado al ente al que se está atribuyendo en la oración.
No es que `frío' sea de suyo vago --en realidad, si `vago' significa lo que parece mostrar nuestro estudio lexicográfico, no está nada claro en qué pueda consistir que un término, de suyo, sea vago; mas sí que se hace una prolación vaga al decirse `Está frío' en ciertas circunstancias, porque no se están facilitando pistas de cuán frío está, de si está más frío que la víspera o que en tal otro sitio; en suma, no se está facilitando la información o el detalle requerido acerca del grado de frío, sino sólo acerca del mero hecho de que está frío; y, pudiendo esto suceder en un número infinito de grados, la prolación es escasamente informativa --salvo que justamente el contexto constriña a una lectura que suministre un operador elidido de grado.
La vaguedad semántica sería, a juicio de quienes creen en ella, un rasgo de un enunciado (o de ciertas palabras que figuren en el mismo) independientemente del contexto y consistente en algo así como que se dé una indeterminación real con respecto a la verdad o falsedad del enunciado. Mas esa indeterminación no sería ninguna violación objetiva de un principio ontológico de bivalencia, sino que sería sencillamente que el enunciado en cuestión estuviera, él mismo, indeterminado con relación a lo real; o sea no habríamos definido bien los términos, de donde resultaría que ni está determinado que el enunciado hace las veces de tal estado de cosas ni lo está el que no hace las veces del mismo; por lo cual, la alternancia real entre que exista y no exista el estado de cosas no fuerza a una alternancia entre la verdad y la falsedad del enunciado.
Lo desvaído o borroso de los bordes no sería, según eso, un rasgo objetivo de la propiedad involucrada en la atribución, sino un rasgo del predicado consistente en que no quede fijado cuál es la propiedad, de entre varias, denotada por el mismo. (Quedaría fijado que esa propiedad sea una de entre un cierto abanico de tales propiedades, y por ende que sí se aplica definitely, determinadamente, a ciertos entes; y también quedaría fijado que no es una fuera de esa gama, estando así establecido que a ciertos entes definitely, determinadamente, no se les aplica.)
De los muchos y gravísimos inconvenientes en ese enfoque, voy a considerar uno solo: si eso es así, hay indeterminación real, porque resulta que ni es verdad que el predicado en cuestión denota a la propiedad tal ni que no la denota. No porque uno de los extremos afectados por la relación sea una entidad lingüística deja esa peregrina situación de comportar una infracción al principio de bivalencia (incluso a un principio de bivalencia muy tenue y hasta aguado, el de que cada estado de cosas existe o no).
Para evitar ese resultado, puede intentar una salida el indeterminacionista (el partidario del recurso a la vaguedad de las expresiones como explicación de la existencia de casos limítrofes y sorites). La salida consiste en repetir la maniobra un piso más arriba: el verbo `denotar' sería vago. Creo que está claro cuán poco atractiva es esa regresión. Y, por lo tanto, cuán poco creíble resulta a la postre que nos las estemos habiendo con un fenómeno de presunta vaguedad semántica, o sea de indeterminación.
Lo que está en juego no es indeterminación o vaguedad sino difusidad, gradualidad. `Fuzzy' --el adjetivo popularizado por las investigaciones en teoría fuzzy de conjuntos, inauguradas por Lofti Zadeh-- se ha traducido a nuestro idioma de diversas maneras. Unos lo traducen como `borroso'; otros como `difuso'. Creo que es mejor la última, porque `borroso' traduce mejor otro término técnico, `blurry' (usado por Roy Sorensen). (Verdad es que esta acepción de `difuso' no es tradicional.)
Lo característico de algo `difuso' o `fuzzy' es el grosor de los bordes, y generalmente la gradualidad de los mismos. El borde de una propiedad difusa o fuzzy no es una línea de demarcación, no es nítido o tajante, sino que es una zona, una franja, un margen. Todas las propiedades que comportan casos limítrofes tienen una franja así, ocupada por al menos un ente. Los casos que mayores perplejidades suscitan, los que dan lugar a sorites o pendientes resbaladizas, son aquellos en los que la franja es uniformemente decreciente, de dentro afuera, en el grado de posesión de la propiedad.
El término de `difuso' es el mejor, porque revela esa difusión: se difunde la propiedad, al pasar por transiciones paulatinas e insensibles (o poco sensibles) a su opuesta. (Aunque de manera general --y según lo veremos en la sección siguiente-- una propiedad es difusa siempre que tenga un tampón entre ella y su complemento, o sea siempre que haya un caso limítrofe de algo que ni totalmente posea la propiedad ni enteramente carezca de ella.)
Cae fuera del ámbito de este trabajo discutir la relación entre propiedades y conjuntos; hablaremos más o menos intercambiablemente de unas y otros; usando, sin embargo, la palabra `cúmulo' en lugar de `conjunto', porque hoy a menudo se concibe en teoría [clásica] de conjuntos que conjunto es sólo algo que satisfaga los postulados de una teoría estándar como la de Zermelo-Fraenkel, ZF; los abarcamientos difusos no parecen poder satisfacer en general tales postulados. De otro lado, mientras que suelen concebirse los conjuntos en términos rigurosamente extensionalistas, los cúmulos pueden satisfacer un principio de extensionalidad más laxo (e.d. no ser rigurosa y estrictamente extensionales).
Para finalizar esta sección, y adelantando lo que veremos después, centrémonos en el diagnóstico. Si, en general, la existencia de casos limítrofes plantea una dificultad lógica --pues parece contravenir al principio de no-contradicción (el caso limítrofe de frío ni es frío ni no lo es, y por lo tanto lo es y no lo es)--, lo más grave, naturalmente, sucede cuando se desencadena un sorites, cuando se inicia el descenso por una cuesta resbaladiza.
En un sorites nos vemos aparentemente abocados a un resultado peor que una contradicción (suponiendo que una contradicción sea mala), y es que el predicado sería tan difuso, tan difundido, que se aplicaría a cualquier cosa, y no serviría para discriminar. Hasta un cúmulo de un solo grano, o uno enteramente vacío, de cero granos, sería un montón. Hasta el negro perfecto, aquel tal que nada pueda ser más negro, sería blanco, y viceversa. Cualquier régimen, hasta el más totalitario, sería una democracia, y el sistema más democrático sería también totalitario.
Siendo inaceptables tales resultados, es obvio que algo ha andado mal cuando por un razonamiento sorítico llegamos a tal conclusión. ¿Qué ha pasado?
Empezamos diciendo: X84 es una democracia y el mandato dura 84 meses. X85 es igual que X84, salvo que el mandato dura 85 meses; y así sucesivamente hasta llegar a Z=X250 donde el mandato dura 250 meses. Z no es una democracia. Mas difiere poquísimo de X249: o ambas son democracias o ninguna lo es; una de ellas no lo es; luego la otra tampoco. Reiterando, llegamos a que ningún Estado es una democracia (y similarmente también a que todos lo son).
El error de ese sofisma es que se cree en la validez del silogismo disyuntivo: de «p o q» y «no-p» se quiere concluir «q». Y esa consecuencia es inválida. Llueve y no llueve, mas, si llueve, llueve o la Tierra es plana; como llueve y no llueve, no llueve; como llueve o la Tierra es plana, y no llueve, la Tierra es plana.
El silogismo disyuntivo sólo vale para una negación mucho más fuerte que el mero `no', para una negación que cabe leer como `no...en absoluto'.
La confusión entre ambas negaciones lleva a asimilar abusivamente «no-p o q» con «o no-p-en-absoluto, o q», o sea con el condicional «q si p»; y a confundir el silogismo disyuntivo con el modus ponens; y, por lo tanto, a formular erróneamente la verdad «o Xn no es una democracia o Xn+1 sí lo es» mediante la afirmación falaz «Si Xn es una democracia, Xn+1 también».
Hay un punto, un número de meses ene tal que Xn es una democracia --aunque en una medida exigua, digamos que lo es sólo en un 1%-- al paso que Xn+1 ya no lo es en absoluto.
Mientras que la formulación disyuntiva «o Xn no es una democracia o Xn+1 sí lo es» es una consecuencia directa de «o ambas lo son o ninguna lo es» y se basa, pues, en que lo muy próximo en la cantidad subyacente ha de estar también muy próximo en la cualidad o propiedad que en ella estriba (entre otras cosas), la formulación condicional no parece tener ninguna base que la haga plausible o atractiva.
Siendo ello así, un cúmulo difuso tendrá una línea de demarcación neta entre lo que viene abarcado por él en alguna medida y lo que no viene abarcado por él en absoluto; y también entre lo que venga abarcado por él totalmente (si es que lo hay, que muchas veces no lo hay) y lo que en alguna medida no venga abarcado por él.
No sólo eso. También tendrá una línea fronteriza en el sentido de que haya dos entes cercanos en la cantidad subyacente tales que uno de ellos es abarcado por el cúmulo y el otro no. Lo que caracteriza a un cúmulo difuso es que la línea fronteriza no es única, sino que hay por lo menos dos que forman una franja, un margen (y, en los casos más interesantes, los de sorites, se tiene una franja bastante gruesa formada por infinidad de tales líneas fronterizas.)
Lo que excluye el planteamiento propuesto en este trabajo es que la línea de demarcación sea única. O sea, lo que excluye es la exclusión de franjas o márgenes con grosor.
§3.-- Pasos hacia una caracterización de los cúmulos difusos
Según lo hemos visto en la parte final de la sección precedente, un cúmulo difuso es uno que abarca a algo en una medida intermedia entre el grado supremo de verdad y el grado supremo de falsedad, tenga o no tenga una transición paulatina hacia su complemento. Sin embargo, cuando un cúmulo abarca al menos a una cosa en una medida intermedia entre esos dos extremos, no es del todo brusca la transición hacia su complemento, pues hay un tampón o cojín amortiguador constituido, al menos, por la cosa en cuestión abarcada por dicho cúmulo en esa medida intermedia.
Para evitar una posible confusión, vale la pena indicar que el dominio de imágenes de la función característica de un cúmulo difuso no tiene que ser forzosamente un continuum de valores. Se cumplirá, eso sí, tal condición cuando el cúmulo sea tal que, si abarca a un objeto en una medida y a otro objeto en una medida más elevada, entonces haya siempre un tercer objeto al que abarque en una medida intermedia entre esas dos. Un cúmulo semejante merecerá ser llamado `cúmulo tupido'; todo cúmulo tupido es difuso, pero no viceversa. Un cúmulo tupido es, pues, un cúmulo con función característica densa.
Naturalmente, muchos cúmulos difusos son tupidos. El de lo cercano a Madrid, p.ej., toda vez que hay infinidad de objetos cercanos a Madrid, cuyos grados de cercanía forman un continuum. Mas hay cúmulos difusos cuyo abarcamiento de diversos objetos se da con discreción, y no continuidad. Así una asociación de individuos humanos puede admitir, p.ej., dos grados de membría: x1 y x2, éste más alto; los más seres humanos no serán abarcados en absoluto por la asociación; otros lo serán en grado x1, otros en grado x2 (que no tiene por qué ser del 100%). Aunque los abarcados en grado x1 forman una zona de transición entre los no abarcados en absoluto y los abarcados en grado x2, así y todo el número de tales transiciones es, en ese caso, finito. Ni siquiera es forzosamente cierto que todos los cúmulos en torno a los cuales surgen sorites hayan de ser cúmulos tupidos.
Así pues, un cúmulo es difuso cuando abarca por lo menos a una cosa en una medida no máxima. Y sin embargo Crispin Wright ([W:1], p.226) se niega a admitir que el carácter difuso de un cúmulo tenga algo que ver con la existencia de casos fronterizos de abarcamiento por dicho cúmulo (bordeline-cases): un predicado que tenga casos fronterizos tendría, según él, como función característica una función parcial en lugar de tener una función propiamente dicha: para algún argumento, el valor no estaría definido.
Pero la presuposición de Wright es que no hay más que dos valores de verdad, de modo que una función característica definida para cualquier argumento enviaría a un argumento dado cualquiera o bien sobre lo verdadero (e.d. lo totalmente verdadero) o bien sobre lo falso (i.e lo totalmente falso).
Voy a sostener aquí, por el contrario, que un caso fronterizo es uno para el cual el valor de verdad es definido, pero se trata de un valor veritativo intermedio. Por consiguiente, hay una identidad entre la posesión de casos fronterizos y el carácter difuso de un cúmulo: que un cúmulo sea difuso es lo mismo que el que tenga casos fronterizos. Wright cae en el error común de cuantos han escrito sobre lo difuso sin liberarse de los prejuicios clasicistas: la subjetivización de lo difuso.
Otra caracterización que se ha brindado a veces de qué sea lo difuso consiste en definirlo por una «infracción» al principio de tercio excluso, o un «fallo» de tal principio. Susan Haack critica la tesis, enunciada entre otros por A. Pap y M. Black, según la cual cualquier oración que implique semejante fallo es difusa (ella coincide con sus interlocutores en decir `vaga' --lo cual, según vimos más arriba, es equivocado).
Haack indica ([H:1], p.109) que esa definición entraña un resultado insatisfactorio, a saber que ningún otro tipo de oración implica un fallo de dicho principio.
Pero ese fallo (o esa falla) de un principio para una oración sólo puede querer decir una de estas dos cosas: o que es rechazable la instancia del principio obtenido para esa oración, o que esa instancia es (correctamente) negable. Algo es rechazable si hay motivos válidos para abstenerse de afirmarlo. Clásicamente, una oración es rechazable si, y sólo si, es correctamente negable. Desde otras perspectivas puede no suceder así. Un intuicionista rechaza muchas instancias del tercio excluso sin negar ninguna de ellas. Un contradictorialista niega ciertas cosas sin rechazarlas.
Ahora bien, la «falla» a la que alude Haack tiene que ser una negabilidad ya que no cabe, sin incurrir en petición de principio, presuponer que la presencia de predicados difusos nos lleve a una inefabilidad estribante en no poder ni decir «sí» ni decir «no», ni decir «ni sí ni no» ni tampoco decir «sí y no»; hasta prueba de lo contrario, cuando y donde se dé el fallo de una oración ha de darse también la aseverabilidad --al menos hasta cierto punto y justamente en aquellos aspectos en que se esté dando el aludido fallo-- de la negación de esa oración. Es ésta una forma debilitada de la «ley de bivalencia», cuya inaplicabilidad a los casos de cúmulos o predicados difusos sería algo que habría que probar y no dar por descontado, toda vez que un sano principio epistemológico de mutilación mínima conduce, antes bien, a mantener esa ley de bivalencia hasta donde se pueda y tanto como se pueda.
A mi juicio, la definición criticada por Haack puede salvarse con un retoque: es difuso (que no «vago») cualquier cúmulo x tal que, para algún ente z, la oración formada por un nombre que designe a z seguido de la expresión verbal `es miembro de' seguido de un nombre que designe a x implica una negación de la ley universalmente cuantificada de tercio excluso. Dicho de otro modo: es un cúmulo difuso cualquier clase z para la que hay una cosa x tal que el abarcar z a x «infringe» la ley de contradicción; en efecto: por las leyes de De Morgan, más la de involutividad de la negación (simple), los principios de tercio excluso y de no-contradicción se identifican sin residuo.
(Igual que `fallar', `infracción' puede tomarse en dos sentidos: (1º) --sentido fuerte-- infracción total, e.d. pleno y cabal no-cumplimiento; (2º) --sentido débil-- verdad de la negación respectiva. El intuicionista cree que se dan infracciones al principio de tercio excluso en el primer sentido. El contradictorialista cree que se dan infracciones --en el segundo sentido-- de principios verdaderos [válidos], negaciones que son, también ellas, verdaderas (en uno u otro grado.)
Lleva, pues, razón Geach ([G:2] pp. 80-11): si se quieren conservar las leyes de De Morgan y la de la involución de la negación, cualquier negación de la ley de tercio excluso tiene que ser una negación de la ley de contradicción. Geach saca la conclusión de que hay que no negar la ley de tercio excluso. Yo saco la conclusión de que es menester negar el principio de no contradicción. (Negar un principio no es ni mucho menos lo mismo que rechazarlo: una lógica contradictorial permite conservar leyes que se niegan). Finalmente puede decirse que es difuso un individuo en una doble acepción: (1) la de que su quididad --e.e. el cúmulo de sus propiedades-- es un cúmulo difuso; (2) que el propio individuo es (identificado con) un cúmulo difuso (p.ej. si se piensa que un cuerpo es el cúmulo de sus partes --identificación, a mi parecer, sumamente razonable).
Varios de entre los problemas filosóficos que Haack aborda en su citado libro (p.ej. los de la existencia de los referentes de nombres literarios, los de la física cuántica, y quizá incluso los de la necesidad y la contingencia) encuentran su solución más convincente por medio de la admisión de cúmulos difusos o contradictorios. En particular, los problemas de los enunciados existenciales se resuelven bastante bien si se admite que la existencia es un cúmulo difuso.
Pero, si la admisión de cúmulos difusos resuelve problemas filosóficos, hay cúmulos difusos que no parecen plantear ningún problema filosófico salvo el de ser difusos, e.e. el entrañar una negación de las leyes de no contradicción y de tercio excluso. Tal es, p.ej., el caso de cúmulos indudablemente difusos, como aquellos tales que en virtud de ser abarcado por uno de ellos le es aplicable a un ente uno de estos calificativos: vertebrado, hombre, sano, enfermo, caliente, duro, amargo, provechoso, ruinoso, nocivo, próspero, moreno, habitual, interesante, ávido, ruidoso, elogioso, leal, perezoso, instruido, hábil, ignorante, honrado, imparcial, lúcido, simpático, triste, abundante, accidentado, fértil, cerealero, septentrional, etc etc. Casi todos los términos que utilizamos normalmente en la vida corriente y en la mayoría de las ciencias designan cúmulos casi incontrovertiblemente difusos. Sería muy fácil construir varios miles de ejemplos interesantes de razonamientos que utilizan esos términos u otros semejantes.
Lo que hemos dicho de los cúmulos difusos puede también decirse de las relaciones difusas. A menudo las relaciones difusas han dado lugar a lo que Hospers (en [H:2]) llama slippery slope: la pendiente resbaladiza.
Un ejemplo muy claro de relación difusa con tres argumentos es la designada por `estar entre x y z' (cf. [H:2], p.68). Se puede decir que Madrid está entre Londres y Rabat, ¿no? Pero ¿y Marsella? ¿Y Roma? ¿Y Constantinopla?
El problema que se plantea es éste: si se acepta decir que una de esas ciudades está entre Londres y Rabat ¿por qué negar que la que le sigue en la lista también lo está? ¿No es arbitrario trazar una línea entre dos de ellas tal que, hasta esa distancia, cualquier punto que tenga una latitud intermedia entre la de Londres y la de Rabat y que se desvíe del eje que une esas dos capitales en una distancia no mayor se encontrará entre los dos extremos del eje, mientras que de cualquier punto que se desvíe de dicho eje más que la distancia estipulada sería enteramente falso decir que se encuentra entre Londres y Rabat?
La solución que yo propongo estriba en decir que cualquier punto situado exactamente en el eje Londres-Rabat está entre Londres y Rabat; de aquellos que tienen una latitud intermedia entre la de Rabat y la de Londres pero se desvían del eje es tanto menos verdad que están entre Londres y Rabat cuanto más alejados del eje; de los que tienen una latitud que no está en ese segmento es tanto más falso que se hallan entre Londres y Rabat cuanto más alejados del segmento. (Si el universo es infinito, puede que no haya nada de lo que sea 100% falso que se halle entre Londres y Rabat.)
Hemos visto ejemplos muy claros de relaciones y de cúmulos difusos tomados de dominios bastante dispares (y cuya profusión explica la reciente abundancia de las investigaciones sobre la aplicación de las teorías de cúmulos difusos a los más variados campos de la ciencia).
Se ha señalado que, entre los diversos cúmulos cuyas funciones características intervienen en la determinación de la función característica de otro cúmulo, no todos son igualmente decisivos. Se puede suponer, como una burda y primerísima aproximación, que ese peso diferente puede marcarse por la prefijación de sendos functores de matiz alético definibles en una lógica multivalente para realzar, o alternativamente aligerar, el peso que posee el abarcamiento por un cúmulo en la determinación final de la pertenencia a otro que está en función del primero.
En las teorías clásicas de cúmulos (o conjuntos) sólo caben unas pocas operaciones conjuntistas, como unión e intersección. En una lógica multivalente suficientemente rica pueden definirse infinitas operaciones de «agregación o «composición» ponderada.
Por rudimentarios que sean esos métodos conjuntistas, son empero infinitamente más finos y perfeccionados que la concepción wittgensteiniana del aire de familia. Examinemos el caso de los juegos. La función característica de la clase de los juegos está en función de las funciones características de muchas clases (¿qué función? ¿Una intersección? Probablemente no, pero aceptémoslo como primera aproximación). Wittgenstein piensa que una cosa ha de satisfacer tal o cual de esas otras propiedades para ser considerada como un juego, pero es consciente de que no cuentan todas en la misma medida, y que una cosa puede poseer varias de esas propiedades sin ser un juego.
El problema conduce a unos a un santo horror al lenguaje natural contaminado por esas inútiles complicaciones, con funciones características que no se ajustan a la simpleza del todo o nada, simpleza a la que se sienten apegados; conduce a otros --filósofos del lenguaje natural-- a un contentarse plácidamente con una aparente arbitrariedad. Todo porque se piensa en términos bivalentes: o bien la actividad en cuestión es, lisa y llanamente, un juego, o bien no lo es en absoluto.
Pensemos el problema en términos de una lógica multivalente, difusa y contradictorial. Entonces, todo eso se ve de manera diferente. Será más verdad decir de ciertas actividades que son juegos, que decirlo de otras. Hay un continuum (al menos potencial) entre la plena posesión de cada una de esas propiedades y la no posesión de ninguna de ellas en absoluto. Ciertas propiedades contarán más que otras para la determinación de los grados de abarcamiento de una cosa por el cúmulo de los juegos.
Los cúmulos difusos, al igual que otras realidades que «infringen» --en sentido débil-- el principio de no-contradicción, han sido objeto de una maniobra subjetivizante: se ha pretendido que la indeterminación de la pertenencia depende, no de lo real, sino de un estatuto epistémico de incertidumbre o de indecisión. Así los cúmulos difusos desaparecerían de lo real: en lo real todo sería o verdadero a secas, o falso a secas (e.d. o absolutamente verdadero o absolutamente falso); sólo quedarían cúmulos difusos en el pensamiento, e.d. conceptos difusos. Después se ha visto que, aunque las cosas fueran así, sería de todos modos necesario poseer una lógica difusa aplicable a los conceptos, con una multiplicidad de valores que serían, no valores aléticos, sino valores epistémicos (a ciencia cierta verdadero, a ciencia cierta falso, incierto, bastante plausiblemente verdadero, etc).
Si a la postre está uno dispuesto a sacrificar la lógica clásica en su aplicación efectiva a nuestros conceptos, ¿en virtud de qué puede estar tan seguro de que lo real es bivalente y exento de contradicciones? Se decía poco ha que así sucede porque no podemos tener otro lenguaje, pues a cualquier otro lenguaje, aunque fuera formalmente constituible, le faltaría base intuitiva y aplicabilidad a nuestros conceptos usuales, los cuales estarían forjados con los moldes de la lógica clásica y a ésta obedecerían. Hete aquí que ahora, al contrario, se piensa más bien que la lógica clásica, que es la que presuntamente está en vigor en lo real, no se aplica justamente a nuestros conceptos usuales, y ello por culpa de esos conceptos, demasiado imperfectos.
La situación, llena de ironía, constituye un caso más del fracaso estrepitoso al que conduce el sofisma subjetivista. Con una gran perspicacia Richard Gale ha puesto al desnudo ese sofisma ([G:1], p.55): cuando a los filósofos les parece que cierto tipo de entidades son desconcertantes o asombrosas, sienten la tentación de reducirlas a algo subjetivo, parasitario respecto a nuestra actividad mental; sin embargo no está nada claro que, rebajando o degradando de ese modo a las entidades en cuestión, se puedan soslayar o esquivar tales perplejidades; porque, si había objeciones lógicas en contra de la postulación de entidades del tipo en cuestión, ¿por qué no iba a haber objeciones iguales en contra de sus contrapartes mentales o subjetivas?
La subjetivización de lo difuso no lo haría, pues, conforme con la lógica clásica. Y, de estar dispuesto uno a admitir una lógica no-clásica, ¿por qué no admitirla como algo que es verdadero, que se aplica con verdad a lo real?
Si lo difuso perteneciera sólo a nuestra representación de las cosas, y no a lo real mismo, entonces sería una mala cualidad de esa representación, la cual, en ese caso, estaría deformando lo real. Lo difuso dejaría de ser una propiedad de lo real, una propiedad en virtud de la cual los contornos de los cúmulos son difuminados o evanescentes para convertirse en la propiedad de representaciones miopes e incapaces de captar lo real en la nitidez tajante de sus rasgos.
Todo esto puede parecer una vana cuestión de palabras. Pero no es así, pues, según que se considere a lo difuso como una propiedad del objeto real o como una mera propiedad de la imagen o expresión subjetiva (sería menester en ese caso hablar más bien de mala imagen o de mala expresión), se considerará que lo difuso aporta un matiz o, al contrario, empobrece el cuadro de lo real. Supongamos que en lo real no hay más que cúmulos nítidos. Entonces una afirmación difusa como `x es más bien (miembro de) z' no nos daría más información que el resultado de amputar el sintagma `más bien' de la misma oración, afirmada o negada; el añadido de ese sintagma sería --en el mejor de los casos-- una mera forma de velar el mensaje, de no comprometerse, o de comprometerse a medias.
(Notemos, sin embargo, que si, en la realidad, no hay más que dos valores de verdad, 0 y 1, no se ve bien --incluso en la hipótesis prevista-- cómo podría quedar uno menos desmentido por los hechos en el caso de que hubiera pronunciado la oración en cuestión y luego se pusiera de manifiesto que x no es (miembro de) z. Difícil, porque, si no hay grados en el no --en el no suceder algo--, tan no se cumple lo que uno ha dicho si ha añadido el `más bien' como si no.)
Y es que, si sólo se da un venir absolutamente abarcado algo por un cúmulo, o bien no venir abarcado en absoluto por él, entonces las expresiones de matiz como la indicada tan sólo pueden o bien revestir un carácter meramente estilístico o ser recursos para descafeinar el mensaje descomprometiéndose uno de lo que dice --aunque ni siquiera está nada claro cómo se lograría eso.
Muy distinto es el caso si las funciones de abarcamiento por los cúmulos reales, según existen en sí, son susceptibles de grados; pues entonces la oración en cuestión añade un verdadero matiz, vehiculando, no menos, sino más información que el escueto enunciado `x es (miembro de) z', pues éste último no excluye en absoluto --a diferencia del otro-- la posibilidad de que x pertenezca a z en una medida inferior al 50%.
§4.- Lo difuso y la lógica trivalente: los planteamientos de Körner
La existencia de clases con casos fronterizos de abarcamiento --e.e., de cúmulos difusos-- ha llevado a Stephan Körner ([K:1], pp. 27ss) a presentar una lógica trivalente para esos cúmulos. Aunque comparto la idea central de Körner de tratar los cúmulos difusos en el marco de una lógica no clásica, no comparto empero su punto de vista según el cual es forzoso no decir, en los casos fronterizos de abarcamiento, que las cosas en cuestión son miembros del cúmulo del que hablamos. Körner piensa que hay que abstenerse de decirlo, pues de otro modo tendríamos una contradicción. He aquí, en efecto, sus palabras ([K:1], p.27):
No vale alegar, p.ej., que algo que sea un candidato neutral a la condición de miembro de una clase C es un caso fronterizo de C y, a fuer de tal, todavía (aunque, por decirlo así, sólo con las justas) miembro de C. Porque entonces, por las mismas, el mismo objeto sería también miembro de C', el complemento de C, o sea miembro tanto de C cuanto de C', cosa que violaría el principio de contradicción. Similarmente no vale tampoco alegar que un candidato neutral a la condición de miembro de C ya no es miembro de C (aunque se dijera que sólo con las justas deja o se abstiene de ser miembro de C). Porque, en virtud de idéntico razonamiento, también dejaría de ser miembro de C'; y así, al no ser ni miembro de C ni de C', violaría el principio de tercio excluso.
Pues bien, lo que caracteriza a un cúmulo difuso es el hecho de que el abarcamiento de ciertas cosas por dicho cúmulo «infringe» --en sentido débil-- los principios de no-contradicción y de tercio excluso. La conclusión que hay que sacar es que necesitamos, no una lógica en la que esos principios no sean (en absoluto) verdaderos, sino una lógica en la que (además de serlo) puedan también ser falsos.
Pero Körner no parece concebir los cúmulos difusos de manera objetivista. Parece que, para él, se trata de casos de indeterminación, siendo lícito considerarlos, según quiera uno, o bien como miembros o bien como no-miembros de una clase, pero nunca las dos cosas.
En efecto nos dice Körner ([K:1], p.28) que esas clases `admiten la existencia o incluso la construcción efectiva de casos neutrales que, como resultado de la libertad otorgada por las normas de calificación y descalificación, pueden indistintamente ser tomados como miembros, o como no miembros de la clase'. Es muy equivocado ese subjetivismo. En los casos llamados neutros, no hay ninguna libertad de atribución según preferencias subjetivas: hay una situación objetivamente intermedia de la cosa misma, consistente en que un objeto es y no es abarcado, a la vez, por un cúmulo.
Eso explica por qué resulta inaceptable el sistema de lógica que propone Körner para el tratamiento de los cúmulos difusos. Cualquier sistema finivalente da lugar a resultados peregrinos en el tratamiento de la mayor parte de los cúmulos difusos: hay en muchos casos una transición continua e insensible del núcleo a la periferia de un cúmulo difuso. Mas el sistema de Körner tiene un inconveniente más particular: la «neutralidad» no es un tercer valor, sino que es sólo un estado provisional de no-asignación de valor de verdad. Körner dice muy explícitamente (p.38): `En caso de neutralidad, sin embargo, siempre podemos, mediante una elección libre, convertir una proposición neutral en una que sea o verdadera o falsa'. (Una de las consecuencias de todo eso es que Körner escoge, para el bicondicional, la matriz de Bochvar, de modo que un inducto neutral entraña forzosamente un educto también neutral.)
Para Körner (ibid. p.45) `la neutralidad es siempre provisional': por ello su lógica trivalente está destinada únicamente a un tratamiento provisional de los enunciados que contienen una oración sobre un cúmulo difuso, cuyo valor de verdad no habrá sido previamente decidido; y propone luego un procedimiento, parecido a las supervaluaciones de van Fraassen, en virtud del cual se constituye una lógica bivalente no clásica. Uno de los rasgos de ese procedimiento --que no estudiaré en detalle-- es que `premisas que en su evaluación final pueden ser verdaderas o falsas vienen tratadas como si pudieran ser evaluadas como verdaderas'. Esta lógica bivalente modificada da los mismos resultados que la lógica clásica en la medida en que `nos limitamos a formas proposicionales provistas de valor y a proposiciones verdaderas'.
Ahí reside la divergencia fundamental con el enfoque propuesto en este trabajo, donde la inexactitud de los predicados --y de las oraciones en las que de ciertas cosas se predican predicados inexactos-- es un estatuto ontológico objetivo, no modificable por ninguna elección caprichosa del sujeto; por tanto hay nuevas tautologías, referentes a esos predicados, que la lógica clásica ignoraba completamente ya que sólo podía hablar de lo exacto --`exacto' en el sentido de lo que tiene bordes tajantes, cortantes, nítidos, o sea de lo que o totalmente se predica con verdad o no se predica con verdad en absoluto.
A este respecto conviene recordar que un argumento presentado por Haack ([H:1]) en contra de la solución, en el marco de una lógica trivalente, de las paradojas de lo difuso --y principalmente del sorites o paradoja del montón-- es que la frontera entre los casos a los que se aplica un término difuso y aquellos para los que es indeterminado es, ella misma, indeterminada. Una de sus conclusiones es que `una división de las oraciones vagas en tres clases --verdaderas, falsas y ni lo uno ni lo otro-- es susceptible de dar resultados tan contraintuitivos como los que se siguen del uso de una lógica bivalente'
Ese género de consideraciones está en el origen de la enorme controversia de estos últimos años acerca de lo que se ha llamado `vaguedad de segundo orden'. Pseudoproblema, si es certero el análisis alternativo aquí propuesto, ya que no hay vaguedad, ni aun de primer orden, sino sólo gradualidad.
La objeción de S. Haack da en el clavo frente a una solución trivalente de lo difuso --p.ej. la de Körner--, pero es impotente contra una solución infinivalente en la cual se tomen como valores designados (o sea, verdaderos --valores que fundan o respaldan la afirmación) todos los valores que no sean nulos.
Supongamos que un cúmulo de 10.000 granos de arena constituye un montón; sea `x es un montón' una oración bastante verdadera (o sea: más verdadera que falsa); entonces un cúmulo cualquiera de ene granos de arena (donde 0<n<10.000) tendrá un valor de verdad intermedio entre el valor de `x es un montón' y la falsedad total; y de un cúmulo de ene granos de arena (donde 1<n<10.000) será más verdadero decir que es un montón de lo que será decirlo de un cúmulo de n-l granos de arena. ¿Son acaso contraintuitivos tales resultados?
Como no hay vaguedad, a fortiori no la hay de segundo orden. Hay difusidad --o sea, gradualidad-- consistente en que las fronteras de los cúmulos sean franjas y no líneas de demarcación. (O, más exactamente, en que hay varias, o muchas, líneas de demarcación de un cúmulo tal, en vez de una sola; todas ellas constituyen o forman juntas el margen, la franja.) Tal gradualidad o difusidad es de un solo orden. Un cúmulo de 0 granos no es un montón en absoluto; posiblemente un cúmulo de un solo grano tampoco. Uno de dos granos es un montón en alguna medida, por exigua que sea (tal vez en un 0'001 %); uno de tres granos es un poquitín más montón que el de dos; y así sucesivamente. Ningún cúmulo es tan montón que ninguno lo pueda ser más; ninguno es, pues, un montón en una medida del 100%.
Nuestras afirmaciones en las que atribuimos a unos u otros cúmulos el calificativo de `montón' serán más o menos verdaderas según los casos. No tienen por qué ser totalmente verdaderas --y nunca lo serán, ni falta que hace. Para que algo sea verdad no es menester, desde luego, que sea totalmente verdad; ni para ser cauto hace falta ser enteramente cauto.
Recientemente, sin embargo, en una discusión con Reinhard Kleinknecht --quien formula en [K:3] algunas objeciones al planteamiento que de la cuestión de lo difuso había efectuado previamente Körner y al cual he venido refiriéndome en lo que precede de esta Sección--, Körner, en [K:2], pone sobre las íes unos puntos que merecen ser tenidos en cuenta (p.12):
Arguye Kleinknecht que mi definición de qué es que un particular constituya un caso fronterizo de una clase entraña una contradicción. Ahora bien, la definición de un caso fronterizo de una clase como un caso al que con la misma corrección pueda asignársele o negársele la calidad de miembro de la clase no implica que puede correctamente asignársele y a la vez negársele la condición de miembro ... El requisito de consistencia no es menos válido en una lógica de la inexactitud que en la lógica clásica, la intuicionista, o cualquier otra.
Sin lugar a dudas, Körner ha montado juiciosamente su defensa: de «poder p» y «poder no-p» no se deduce «poder p-y-no-p» (en general de «poder p» y «poder q» no se deduce «poder p y q»). Ahora bien, supongamos que se da una de esas situaciones de inexactitud: surge un candidato neutral, x, al que podemos, con corrección, considerar miembro de la clase C; con la misma corrección podemos --según Körner-- considerarlo no miembro de C (y sí miembro en cambio de C', el complemento de C). Lo único que, según Körner, sería incorrecto es hacer a la vez las dos cosas correctas; la conyunción de ambas sería incorrecta.
Bien. Pero, a diferencia de lo que sucede con las diversas acepciones de `poder' (modal, epistémica, etc), para la corrección aquí involucrada sí habría de tener vigencia el principio de agregación --en contra del parecer de Körner--: dos cosas separadamente correctas son conjuntamente correctas (es correcta la conyunción de ambas). ¿Por qué? Porque esta corrección es la de emitir una consideración a la que nos da derecho el ser real de las cosas, el cómo y qué sucede en la realidad; eso (los hechos, las circunstancias reales, o comoquiera que lo llamemos --en suma el mundo) es tal --según el propio Körner-- que concuerda con nuestro decir tanto si ésta es un afirmar el abarcamiento de x por C cuanto si es un negar tal abarcamiento; concordancia que estribaría en que en ninguno de esos dos casos surgiría un desacuerdo entre el ser de las cosas y nuestro decir.
Si, por lo tanto, el ser de las cosas en ninguno de los dos casos entra en conflicto con el decir, ¿de dónde iba a salir un conflicto entre dicho ser y un doble decir nuestro, a saber un simultáneo afirmar y negar el abarcamiento en cuestión? Ninguno de esos dos decires está en conflicto con el ser auténtico de lo real; nada hay en lo real contra ninguno de ellos; ¿qué podría haber entonces en lo real que fuera incompatible con la yuxtaposición de ambos?
Aquello que constituye la raíz de la disparidad entre la inagregabilidad de diversos «poderes» y la agregabilidad (sin merma de la corrección) entre diferentes asertos correctos es que, en el primer caso, la raíz de la inagregabilidad estriba en que lo que se opone a que sea (siempre) posible la conyunción entre dos posibilidades es que la realidad misma frustre la realización de una de tales posibilidades, sin que su modo de oponerse a ella sea el de excluirla como imposible; si viene excluida como imposible la conyunción es por el hecho disyuntivo de que o la realidad excluye (a secas) a un disyunto o, si no, excluye al otro.
En cambio, en lo tocante a asertos correctos, en ningún sentido y de ningún modo --a tenor de lo que nos dice Körner-- excluirá la realidad a ninguno de los dos conyuntos; no es verdad, por lo tanto, que o bien excluirá al uno o bien excluirá al otro; con lo cual el excluir a la conyunción entre ambos no estribaría en nada, no sobrevendría sobre nada, sino que sería una exclusión flotante, desarraigada, inanalizable, indilucidable; un excluir porque sí, sin razón, sin basamento. Lo cual parece sumamente inverosímil y hasta quizá poco inteligible.
Concluiré este comentario sobre el enfoque de Körner apuntando que lo que resulta claro de cuanto antecede es que --contrariamente al aserto con que finalizaba la última cita de nuestro interlocutor-- no es verdad que rija el requisito de consistencia negacional para un tratamiento lógico adecuado de lo difuso. La consistencia negacional (o simple) es la ausencia de contradicción, el que no haya en la teoría dos teoremas uno de los cuales sea negación del otro.
Tal consistencia ha de diferenciarse de la llamada consistencia absoluta (o Post-consistencia), que consiste en que no sean teoremas de la teoría todas las fórmulas sintácticamente bien formadas; tal consistencia absoluta o no-delicuescencia (también llamada no-trivialidad) es un requisito necesario para que una teoría sea correcta (no suficiente, desde luego). Pero, según lo han revelado las lógicas paraconsistentes, la consistencia simple o negacional es prescindible; y el aferrarse a ella como a algo sacrosanto sólo puede deberse a un prejuicio injustificado.
§5.- Conclusiones
1ª.- La aplicación de predicados difusos no se debe a alguna aberración de nuestro pensamiento o de nuestro lenguaje con respecto a la realidad, sino que está basada en el carácter objetivamente difuso de ciertos cúmulos o propiedades, a saber aquellos que abarcan a alguno de sus respectivos miembros en una medida no total.
2ª.- La existencia de cúmulos difusos entraña que ha de haber valores veritativos diversos de los dos clásicos de Verdad [total] y Falsedad [total].
3ª.- La peculiaridad de ciertos cúmulos difusos (los que he llamado más arriba tupidos) acarrea que ha de haber infinitos valores o grados de verdad.
4ª.- Si una propiedad difusa F superviene en una relación o propiedad cuantitativa G, alineadas diversas cosas en una ristra o cadena según la cantidad G, resultará que, de cualesquiera dos elementos consecutivos de la ristra, uno tiene F y el otro no --si bien se cumplirá también una de estas dos circunstancias, a saber: o bien el primero, además de poseer F, no-poseerá F; o bien el segundo, además de no-poseer F, poseerá F.
5ª.- Los sorites se resuelven admitiendo la premisa mayor sólo en la versión disyuntiva (principio de Crisipo): o uno de dos términos consecutivos en la cadena carece de la propiedad en cuestión, o el siguiente la tiene. Hay que rechazar la formulación condicional --aquella según la cual, si uno la tiene, el otro también. No valiendo, en general, el silogismo disyuntivo, no nos vemos llevados a la conclusión desastrosa de que todo posee la propiedad en cuestión --de que incluso un cúmulo de cero granos es un montón.
6ª.- Los cúmulos difusos tienen bordes con grosor, franjas, no líneas (únicas) de demarcación, ya que cada cúmulo difuso tiene un margen fronterizo en el que se sitúa al menos un ente; sin embargo hasta los cúmulos tupidos --y por supuesto, los demás-- son tales que hay un corte brusco y tajante entre lo que no viene abarcado en absoluto por el cúmulo y lo que sí es abarcado por él en alguna medida (y también un corte tajante entre lo que sea abarcado plenamente --si es que lo hay-- y lo que, al menos hasta cierto punto, no venga abarcado).
7ª.- El reconocimiento de cúmulos difusos y de infinitos grados de verdad no tiene por qué acarrear el abandono de los principios de no contradicción y de tercio excluso. Es más: resulta compatible incluso con el principio fuerte de tercio excluso, a cuyo tenor todo ente es tal que, o bien es así-o-asá, o bien no es en absoluto así-o-asá (donde `no... en absoluto' es negación fuerte, clásica). Salvaguardando tal principio se consigue que la lógica resultante sea una extensión conservativa de la clásica, con tal de que en ésta el signo de negación sea leído, en lenguaje natural, no como el mero `no', sino como negación fuerte: `no... en absoluto' o `es totalmente falso que'.
8ª.- El principio fuerte de tercio excluso, que admitimos en nuestro tratamiento, acarrea la «regla de apencamiento» (o de aceptación), a saber que lo que en alguna medida es así o asá es así o asá. Por lo tanto, lo que, hasta cierto punto por lo menos, venga abarcado por un cúmulo dado es abarcado por ese cúmulo dado. Puesto que es difuso todo cúmulo que abarca a algo en alguna medida no total, resultará --aplicando la regla de apencamiento-- que, si hay un cúmulo difuso, hay algo abarcado y a la vez no abarcado por dicho cúmulo.
9ª.- La articulación de una lógica adecuada de lo difuso ha de ser, pues, paraconsistente, e.e. permitir que una teoría contenga como teoremas dos fórmulas mutuamente contradictorias, con tal, eso sí, de que la negación en cuestión sea simple o natural (el mero `no') --ya que, en caso de ser negación fuerte, se trataría de una supercontradicción (una supercontradicción es una fórmula del tipo «p y no-p-en-absoluto»). Una lógica así puede mantener un criterio de rechazabilidad lógica de teorías. Es rechazable lógicamente una teoría que contenga alguna supercontradicción. No constituye ello un mero desplazamiento de problemas ni desencadena regresión infinita alguna, puesto que no abonan a favor de supercontradicciones razones similares a las que, en cambio, sí militan a favor de la existencia y verdad (hasta cierto punto) de contradicciones como la de que un ente pertenezca a un cúmulo y a su complemento en cierta medida.