§1.-- Universalidad del concepto de justicia
A salvo de estudios etnográficos y antropológicos más rigurosos, podemos emitir confiadamente la hipótesis de que el concepto de justicia es universal. En el Egipto antiguo se expresa con la misma palabra que significa «verdad», personificándose en la diosa de esa denominación, Maat. Actuar con justicia es hacerlo según la verdad de los hechos, sin agregar ni quitar, o sea en conformidad o adecuación con los hechos.
El concepto de Maat es central en la cultura egipcia, posiblemente la introductora de la figura de la balanza y de la noción del juicio posmortal, en el que el difunto rinde cuentas del conjunto de su vida y, para perdurar, ha de tener un corazón tan ligero como la pluma de Maat, y no cargado con los pecados de haber causado mal a los demás.
Conceptos más o menos afines se hallan en otras civilizaciones, como la china y la persa. Las influencias egipcia y persa serán las que modelen una ulterior incorporación de esas nociones en la religión israelita posmosaica (pues habían estado ausentes en el Pentateúco, donde, en cambio, domina el despotismo de la ley de Jehová, basada en el puro y arbitrario voluntarismo); pasarán de ahí a las tres ramas del monoteísmo abrahámico.
§2.-- Justicia, igualdad, proporción
En el campo filosófico y en el pensamiento jurídico ha reinado desde la antigüedad el ideal de la justicia (la justicia como concepto y como valor), concitando adhesión unánime, si bien, no sólo han ido variando las concepciones de la justicia, sino también los conceptos (si es que tiene algún sentido tal distingo rawlsiano).
Con todos los cambios conceptuales, hay algo, al menos un aire de familia, que viene a ser como un hilo conductor en el que se engarzan esos diferentes conceptos.
La justicia tiene que ver con la igualdad, con la proporción y con la pertinencia.
Aunque hay muchas definiciones del concepto de justicia, la mayoría de ellas podrían entenderse como afines o cercanas al principio de tratar lo pertinentemente desigual de manera proporcionalmente desigual. (Lo igual es el caso en el que la desigualdad es cero.)
La desviación más usual es la de tratar desigualmente lo desigual, sin exigir proporción.
De hecho, el principio de proporcionalidad ha ido penetrando lentísimamente en la principialística jurídica.
Por proporcional hay que entender una función que sea:
Ambas notas se justifican, pero son separables.
Cabe, a este respecto, aducir muchos ejemplos en el derecho penal, en el civil, en el tributario, en el administrativo, en el sanitario, etc. De esos ejemplos, los unos revelan que el legislador ha tenido en cuenta (así sea inconscientemente) el ideal de justicia, en el sentido de la proporcionalidad; pero también otros ejemplos van en sentido contrario, pues muy a menudo el legislador corta por lo sano, imponiendo saltos arbitrarios.
Esa dualidad ha impregnado siempre el derecho positivo. Sería difícil entender la labor del legislador si no le atribuyéramos algún sentido subconsciente de justicia (quizá un instinto), ya que, entonces, el cúmulo de arbitrariedades sería tan abultado que la vida en común resultaría imposible. Mas, por otro lado, su sensación de omnipotencia lo lleva a resolver muchos problemas por corte brusco según su voluntad, porque él lo manda. En eso no se distinguen absolutamente nada el legislador monocrático, el policrático y el democrático (ni tampoco el gobernante cuya legitimidad es procedimental, tradicional o carismática, si adoptamos la clasificación de Max Weber (Weber, 2012: 84-85) y (Weber, 2001: 256-257).).
El jurisconsulto inspirado en el ideal de la justicia se dirige a todo legislador, cualquiera que sea la fuente de su legitimidad y el modo de ejercicio del poder, para recordarle siempre el deber supralegislativo de ajustar sus leyes al valor de la justicia.
Pero, al obrar así, el jurisconsulto ha de ser realista. No siempre es posible seguir ese canon de proporcionalidad. Hay necesidades pragmáticas de la acción humana que, lamentablemente, imponen saltos: períodos de prescripción, plazos de caducidad, selección de un solo candidato frente a otros de méritos muy similares (porque sólo hay una plaza por cubrir). Mas incluso en esos casos, el valor de la justicia es un desideratum, que el legislador ha de tomar en consideración para, en la medida de lo posible, legislar los procedimientos de manera que se eviten los saltos, o se circunscriban al mínimo al que inexorablemente nos fuerza nuestra propia finitud. Esperamos que en el Cielo se puede escapar a esos constreñimientos que obstaculizan la justicia; nosotros, por amargo que ello sea, no.
§3.-- Críticos de la justicia
Ha habido, sin embargo, algunas excepciones a la veneración de la justicia.
Para Marx la justicia es un concepto de la superestructura, la cual depende de la base económica de la sociedad. En el capitalismo, es justo que el obrero gane lo estrictamente necesario para sobrevivir, ya que su fuerza de trabajo es una mercancía más cuyo valor de cambio se mide por la cantidad de trabajo útil socialmente necesario para producirla (igual que cualquier otra mercancía). El proletariado, al derribar al poder burgués, obrará por un móvil, que será el de actuar según sus propios intereses, no el de seguir una norma de justicia, porque, en la sociedad existente, ésta es la ya descrita, favorable a las pretensiones de la clase empresarial, mientras que aquella que tendrá vigor en la sociedad futura todavía es una mera idea. Y no son las ideas, no es la conciencia la que regula la vida, sino que, al revés, la conciencia es un reflejo de la vida real. Esa sociedad futura se desarrollará, a su vez, en dos etapas (v. las Glosas al programa de Gotha de 1875), cada una de las cuales tendrá su propio canon de justicia; si en ambos regirá un principio de proporcionalidad, en cambio variará el rasgo pertinente con relación al cual se determinará esa proporción.
§4.-- La justicia ¿un valor entre otros?
Del resto de pensadores, juristas y filósofos que sí han manifestado una veneración por la justicia, podemos hacer una clasificación.
Es dudoso en qué medida resulta fundado situar en el primer campo a Aristóteles y a toda la tradición aristotélica. (en su Ética Nicomaquea, 1129a-1138b, en (Aristóteles, 1982: 253-323.) (Si la justicia fuera la única virtud, se explicaría mal que, junto a ella, haya otras tres virtudes cardinales: prudencia, fortaleza y templanza.) Una corriente que sí se ubica en ese campo es el formalismo diceológico, de Kant a Rawls.
En el campo de quienes rehusan considerar la justicia como el único valor podemos situar la filosofía de los valores (Scheler, Hartmann (Hartmann, 2011: 456-464) y, en lo jurídico, Miguel Reale (Reale, 1980), Luis Recaséns Siches (Recaséns Siches, 1997: 479-496) y Eduardo García Máynez (García Máynez, 1996: 439-477)).
Antes de continuar, conviene aclarar los tres grados de la justicia en Leibniz (Leibniz, 1994: passim):
El derecho de obligaciones y contratos (una parte esencial del derecho civil) parece subsumible en el canon (2º), excediendo el jus strictum. Tal derecho no estriba sólo en la abstención, a pesar del enunciado negativo del principio, puesto que cada contratante ha de cumplir lo estipulado para no defraudar al otro, como quiere no ser defraudado.
El principio 3º requiere, en opinión de Leibniz, el recurso a las verdades eternas, metafísico-teológicas, con la esperanza de una vida futura (Maat). Leibniz compendia ese grado supremo de la justicia con la célebre fórmula: justitia est charitas sapientis. Es justo el que ama a todos, tratándolos con el máximo amor compatible con exigencias de sabiduría o racionalidad. Estamos muy cerca del principio utilitarista de Bentham: la máxima felicidad del máximo número.
Leibniz se ubica en una línea de tradición teleológica y eudemonista que, en su misma época, viene abrazada por Shaftesbury y, unos decenios después, por el enciclopedismo, especialmente Diderot, Helvétius y d'Holbach.
Defínese la justicia por su contenido (busca de la felicidad o el bien) y por una distribución racional, motivada, regida por una regla de razón suficiente (no arbitraria), a diferencia de la benevolencia particular. En ese sentido, aunque la justicia, para Leibniz, es una virtud o un valor sin competidor alguno y que no ha de cohonestarse con otros valores, ello sucede porque definicionalmente su contenido se ha engrosado hasta el punto de absorber o subsumir todos los valores, con lo cual se hace muy elástico el nexo entre la idea de justicia, por un lado, y las de igualdad y proporción, por otro.
§5.-- Algunas discusiones contemporáneas
En las discusiones contemporáneas, podemos evocar las posturas de Nozick (Nozick, 1974: 149-231), Rawls (Rawls, 1971) y (Rawls, 2001) y M. Sandel (Sandel, 1998); pero es menester volver antes a Kant.
A la vez, Sandel se opone a las dos alternativas principales (a su entender): la libertaria y la utilitarista, que arrojarían resultados erróneos. (Pero su visión del utilitarismo parece un poco estrecha, como si no hubiera posturas utilitaristas --p.ej. el utilitarismo de reglas-- que no prestan el flanco a sus reparos.)
§6.-- ¿Hay extremos irrebasables de justicia y de injusticia? La justicia, valor conexo
Mi propuesta pasa por imaginar el mundo más justo y el mundo más injusto.
Según Schopenhauer el mundo es tan malo (quizá podríamos decir: tan injusto) que peor no cabe, ya que uno aún peor se arruinaría, estallaría.
Rodea una dificultad a ese punto de vista: podemos imaginar miles de injusticias que no suceden. Schopenhauer puede contestar que, así y todo, no cabe imaginar el mundo, globalmente tomado, más injusto, ya que, si bien, para cada grado de injusticia hay otro mayor, tal vez aumentando una injusticia se alivian otras.
¿Es así? Se me ocurren contraejemplos: penas inversamente proporcionales a la gravedad del delito, o adjudicadas por lotería. Para cada injusticia adicional, aún podríamos agregar otra sin que pereciera el mundo. Pienso que, por injusto que sea el mundo, siempre es posible otro todavía más injusto.
Tampoco cabe, por las mismas, un mundo máximamente justo. El rawlsiano no lo es, porque su orden lexicográfico es arbitrario (y, para mí, repugnante). La alternancia entre las dos fórmulas distributivas de Marx (a cada quien según su trabajo y a cada quien según sus necesidades) (Marx y Engels, 1966: 32-33) prueba que, si la justicia es proporción equitativa, los contenidos y criterios de lo pertinente tienen que suministrarlos otros valores. Igualdad y justicia son valores conexos (conexos a otros valores, materiales o de contenido), no valores absolutos.
No cabe un mundo totalmente justo, como tampoco uno enteramente injusto, porque la justicia y la injusticia no son sustantivas, sino cualidades conexas.
Para ver mejor ese rasgo de valor conexo y no sustantivo de la justicia, podemos reparar en que tildamos de injusta una conducta --o una norma, o una institución, o una persona-- cuando no se ajusta al principio de tratar lo igual igualmente y lo desigual de modo proporcionalmente desigual, dando por supuestas dos cosas:
Podemos discutir si es justo tomar esta o aquella propiedad subyacente como supuesto fáctico relevante; p.ej. si la pena ha de adecuarse a la culpabilidad o al daño. Podemos discutir lo justo o injusto de la regla de proporción escogida (p.ej. si la progresividad tributaria ha de ser una función logarítmica).
Pero en tales controversias hemos de usar criterios de adjudicación de lo justo que reproducen, en un segundo escalón o nivel, el mismo problema (metadecisión). Y siempre, a la postre, hay que acudir a valores sustantivos, que no son la mera igualdad o la mera justicia.
Por ser un valor conexo y no sustantivo, puede instituirse la justicia haciendo el mal. Un ejemplo de ello sería éste: existe en la India el delito de sodomía (legado de la legislación colonial británica). El tribunal de Delhi declaró inconstitucional esa prohibición del código penal, entre otras fundamentos, por la discriminación sexual que implica (las féminas no pueden cometer sodomía). Para solucionar esa injusticia, el Parlamento podría criminalizar la homosexualidad femenina.
§7.-- Conflictos entre la justicia y otros valores
Si la justicia necesita a otros valores, también puede colisionar con ellos. Ante todo puede darse un conflicto entre justicia y seguridad jurídica.
Para Ortega y Gasset (Ortega y Gasset, 2009: 227) el derecho nada tiene que ver con la justicia. La vida es insegura. El derecho da seguridad. Para los romanos algo es justo porque es derecho, no a la inversa. Podría haber sido de otro modo. Lo que aporta el derecho es meramente que, de entre las múltiples prescripciones posibles, el legislador ha escogido una, marcando así una pauta a la que atenerse y ofreciendo a todos una expectativa de comportamiento ajeno. (Véase también al respecto (Pérez Luño, 2009).)
No seguiré en absoluto a Ortega en ese rechazo de la justicia como valor jurídico, pero sí voy a reconocer que la justicia a toda costa es injusta (summum jus, summa injuria).
La seguridad jurídica preside institutos como:
Si quisiéramos imponer un principio de justicia a toda costa --caiga quien caiga y lo que caiga--, resultarían inaceptables tales reglas, cuando son comúnmente reconocidas como necesarias para una sociedad justa. (Así, el ne bis in idem impide a menudo la condena de un culpable, incluso si aparecen nuevas pruebas que demuestran su culpabilidad.)
Pero también entran en escena otros valores: la concordia (paz social); la clemencia (una sociedad clemente, redentora, es mejor y, a la postre, más justa que una en la que quiera aplicarse la justicia punitiva a rajatabla); el valor del propio ser humano: dar a todos, por mucho que hayan errado, una segunda oportunidad (y una tercera).
En suma, el bien común de la población y de la humanidad.
§8.-- Una conclusión hegeliana: El mundo vale más que la justicia
Concluyo: la justicia es un valor necesario, no el único ni forzosamente siempre el hegemónico.
Más arriba me he referido a Schopenhauer, para quien el mundo es tan malo, o injusto, que cualquier injusticia adicional lo destruiría. También se ha dicho o insinuado que, por ser tan depravado como es, se arruinaría, antes bien, si en él se quisiera hacer reinar la justicia.
A este respecto podemos recordar el viejo adagio fiat justitia et pereat mundus. Trátase, al parecer, de la modificación de un apotegma anterior, fiat justitia, ruat coelum, atribuido al suegro de César, Lucio Calpurnio Pisón (aunque lo seguro es que tal apotegma fue pronunciado por Lord Mansfeld al dictar la sentencia por la cual venía a otorgar libertad al esclavo James Somersett en 1772; el contexto sugiere que, en un caso así, más allá de las complicaciones legislativas, ha de juzgarse según la justicia, sean cuales fueren las consecuencias).
Fiat justitia et pereat mundus había sido, en cualquier caso, una frase expresamente proferida por el Papa Adriano VI (también para justificar una decisión judicial impopular), durante su breve pontificado (1522-23). Adriano VI no era otro que Adriano de Utrecht, el Inquisidor General de Aragón y Castilla y gobernador de ambas coronas en nombre de Carlos I=Carlos V, quien, con sus desmanes (poco inspirados en la justicia) había provocado las insurrecciones de las Comunidades de Castilla y las Germanías de Valencia.
Tal vez de él copiará el mismo eslogan el hermano menor de Carlos I, el archiduque Fernando de Austria --el futuro emperador romano-germánico Fernando I--, quien lo erigió en su propio santo y seña. Cabe asimismo conjeturar una fuente diversa: el archiduque se había formado en España bajo la dirección de su abuelo, Fernando el Católico, estudiando en la Universidad de Alcalá; tal vez en las cátedras complutenses circulaban máximas de ese tenor.
En una de sus numerosas diatribas contra el préstamo con interés (usura), Martín Lutero predicó el 10 de mayo de 1535 su segundo sermón sobre el Salmo 100, en el cual leemos: Es geschehe das recht ist, und soll die Welt drob vergehen («Hágase la justicia y perezca el mundo»). «El mundo» es, en la concepción cristiana, uno de los tres enemigos del hombre, junto con el demonio y la carne; ese mundo que ha de perecer para que reine la justicia es el mundo donde impera la concupiscencia y donde prosperan los malvados. Lutero es explícito: perezca el mundo de los malhechores. (Todas esas referencias se hallan en (Liebs, 1998).)
Sea como fuere, resulta que es el mundo real, el de nuestras vidas de carne y hueso, mundo que el justicialismo puro alegremente haría estallar en pos de un ideal.
Aquí de nuevo tenemos la clave de cómo Kant retoma (parafraseándola y explicándola según su concepción) esa misma consigna y cómo Hegel (Hegel, 1995) impugnará radicalmente toda la formalista teoría kantiana de la ética y del derecho desde la necesidad de armonizar la justicia y el mundo, una armonía recuperada en el ser-para-sí, porque, desde la raíz de las cosas, desde la virtualidad (el ser-en-sí), siempre ha habido tendencial confluencia entre ser y deber-ser, ya que, en último término, lo racional es real y lo real es racional.
Eso sí, una racionalidad y una realidad contradictorias. Por eso la sociedad justa es aquella que no quiere llevar la justicia a sus extremos.
§9.-- Referencias