La significación jurídico-política del republicanismo


Lorenzo Peña
CSIC - CCHS - JuriLog
Publicado en:
DILEMATA Nº 5 (2011), pp. 99-130
ISSN 1989-7022

La significación jurídico-política del republicanismo


Sumario

[Resumen]

  1. Introducción
  2. Republicanismo frente a ciudadanismo
  3. República, historia y oligarquía
  4. El valor de la libertad
  5. Motivos para ser republicano
  6. Defensa de la República parlamentaria
  7. Implicaciones internacionales
  8. Objeciones y respuestas

§0.-- Introducción

Este artículo se propone ahondar en algunos de los problemas abordados en un reciente libro: Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica. Su triple propósito es el de:

  1. defender con nuevos argumentos algunas de sus tesis;
  2. explorar un poco más a fondo algunas de las cuestiones en él consideradas; y
  3. aclarar el alcance de algunas de sus ideas centrales.

El campo de la teoría filosófico-política es hoy terreno de disputa entre varias y ambiciosas escuelas, como lo son: la acción comunicativa de Habermas; el contractualismo de Rawls; el libertarianismo de Nozick; el progresismo comunitario de Michael Sandel; y diversas corrientes igualitaristas --aunque éstas se hallen actualmente en retroceso.

Lo que propone el ya citado libro es un republicanismo fraternalista o republicanismo radical; se trata también de un enfoque de filosofía política, pero con modestas aspiraciones en cuanto a constituir una alternativa a las mencionadas escuelas. Más bien se trata de reflexionar sobre aquello que, desde una perspectiva jurídico-política centrada en el caso español, surge como uno de los problemas importantes de la gobernación social: la alternativa entre monarquía y república. En torno a esa cuestión, una pluralidad de hilos conductores (más que un afán de sistematicidad) van llevando a plantear otros problemas de filosofía política afines o conexos.

Concretando un poco más, el libro aspira a ser una monografía sobre el republicanismo español en cinco facetas: la filosófico-política, la jurídico-constitucional, la histórica, la axiológico-doctrinal y la de proyección internacional.

Este artículo va a desgranar seis reflexiones surgidas de algunas de las ideas tratadas en el citado libro.


§1.-- Republicanismo frente a ciudadanismo

Las palabras sufren devaluación como las monedas. Hoy circula el marchamo «republicanismo» para designar una corriente de pensamiento que no tiene mucho de republicana.

Trátase de una corriente de pensamiento anglosajona, subsumida en la familia individualista y privatista, que proclama su estirpe intelectual como originada en ciertos autores ingleses del siglo XVII. Según lo mostraron las investigaciones inauguradas por J.G.A. PocockNOTA 1 y continuadas por Quentin Skinner, los republicanos ingleses del siglo XVII desbordaron a los monarcómacos al sostener que la libertad y la monarquía eran incompatibles.NOTA 2

Su relevo lo tomaron, a mediados del siglo XVIII, los fundadores del independentismo norteamericano (Jefferson, Hamilton, Madison, Adams). Brotada de esa tradición, la corriente «republicana», que cuenta hoy entre sus adalides a Philip Pettit,NOTA 3 se publicita como una alternativa a sendas formas de individualismo aún más radicales que representan --cada uno a su modo-- Rawls y Nozick.

¿Es de veras esa corriente un genuino republicanismo? ¿O resulta un contrasentido histórico que así se haya presentado? En el mundo anglosajón (en el que no incluimos las repúblicas afroasiáticas donde el inglés sea una lengua oficial) efectivamente las ofertas republicanas o son las de la revolución inglesa de 1640-1660 o son las del independentismo norteamericano de la segunda mitad del siglo XVIII.

Ambas ofertas pertenecen a un pretérito superado, a sociedades esencialmente agrarias de pequeña o mediana propiedad rural donde los esfuerzos en pro del bienestar eran asunto privado de cada dueño de un predio --o todo lo más de la cooperación privada entre varios agricultores-- y donde los servicios públicos se limitaban casi sólo a las funciones de administrar justicia y de vigilar la quietud y el orden, además de mantener una milicia o una fuerza militar disuasoria.

Eso explica que una constitución como la actual de los Estados Unidos, redactada en 1787 (y sólo modificada posteriormente con unas pocas enmiendas), refleje un orden de cosas que puede extrañar hoy a quien la lea en comparación con las constituciones de nuestro tiempo. (En el catálogo de derechos constitucionales no incluye ni un solo derecho de bienestar, p.ej.)

Ese neorrepublicanismo anglosajón se llama mejor «ciudadanismo». Su más conocido adalid, Phiilp Pettit afirma:NOTA 4

Es importante señalar que el republicanismo no es antimonárquico. [...] El concepto central del republicanismo es de la libertad como no-dominación, es decir, la oposición al amo. Y el amo más obvio es el monarca absoluto. De ahí la vinculación entre republicanismo y oposición a la monarquía. Pero el caso de la democracia constitucional es otro, ya que en él el monarca no es una amenaza semejante. No obstante, el otro día cuando hablé con Zapatero le sugerí que para evitar ese matiz antimonárquico podía utilizar también el término «civicism», en español «ciudadanismo», un término que señala el aspecto básico del republicanismo: que no debe haber dominación.

Aunque no le falta razón a Pettit al deslindar su doctrina del anti-monarquismo, no por ello deja de haber en tal distanciamiento una paradoja: y es que justamente van a ser los historiadores de las ideas que han ideado el rótulo mismo de «republicanismo» (para referirse a una progenie intelectual que arranca de varios pensadores ingleses del Setecientos --James Harrington, Francis Osborne, John Milton, etc) quienes definen esa corriente por un solo rasgo: a diferencia de los monarcómacos --como Henry Parker--, que únicamente se oponían a la monarquía absoluta,NOTA 5 los republicans serían los que defendieron un concepto de libertad que encerraba la nota de seguridad: sólo es libre aquel al que no sólo dejan hacer lo que quiera (sentido negativo de la libertad de Hobbes) sino que está a salvo de que un amo --o un señor, o un monarca-- pueda imponerle obligaciones que contraríen ese margen de no contrariada decisión.

En el desarrollo de esa idea, tales pensadores desbordaron el simple rechazo a la potestad regia de vetar las leyes para exigir la supresión de esa potestad, cuya mera existencia amenaza en cualquier momento con una posibilidad de interrupción de curso jurídico habitual, retrotrayendo la situación política a una monarquía más enérgica o de poder más contundente. Por consiguiente, concluyeron que la mera existencia de la institución monárquica es, no sólo una amenaza para la libertad, sino su anulación, ya que, para ellos, una libertad insegura no es libertad.

Según se argumenta en Estudios republicanos, una potestad dinástica siempre encierra una posibilidad de interrupción del orden regular de cosas --del cual forme parte la concesión de un amplio margen de dejar-hacer--, aunque tal orden regular de cosas esté consagrado en una constitución, sobre todo si esa norma no hace depender la legitimidad dinástica del propio mandato constitucional (como pasa en la constitución de 1978, que acata una legitimidad histórico-dinástica superior y anterior). En tal caso, de surgir, hipotéticamente, un conflicto entre una decisión política del monarca y las previsiones constitucionales, se resolvería remontándose, como criterio dirimente, a la legitimidad dinástica supraconstitucional.

La aclaración que hace ahora Pettit de que el neorrepublicanismo no es antimonárquico implica romper con la línea histórico-argumental de Pocock y Skinner, rebajando esa corriente a una mera modalidad del antiabsolutismo, cuyo perfil es mucho menos claro de lo que parecen creer sus adeptos.

Al margen de esos detalles, esa concepción de Pettit --y de un número de filósofos políticos afines-- es una variedad más de la filosofía política individualista. Su principal aportación estriba en preconizar que la ciudadanía adopte unas virtudes cívicas de participación en la vida política y que asuma los valores profesados en común, mientras que las corrientes de impronta más liberal dejan a los particulares dueños de tener tales virtudes o no, de compartir esos valores o no.

Por lo demás, todas esas corrientes anglosajonas son coincidentes en ver las actividades de busca del bienestar, de organización laboral y económica, como pertenecientes a la esfera privada (aunque no forzosamente individual), como un terreno en el que el poder público no debe adentrarse.

Eso sí, algunos de los individualistas (o quizá diríamos mejor privatistas) admiten ciertas políticas redistributivas. En el caso de los neorrepublicanos o ciudadanistas, esa redistribución suele pasar por una renta ciudadana, una asignación que permitiría vivir holgadamente (o dignamente) sin trabajar y que el Estado se obligaría a pagar a cada ciudadano adulto por serlo, incondicionalmente.

Ésa es la vertiente presuntamente social del ciudadanismo, que --bajo el magisterio del filósofo belga Philippe van Parijs-- se ha centrado en esa supuesta «vía capitalista al comunismo», frase genial pero errónea, por dos razones.

La primera es que no es seguro que vivamos en el capitalismo, cuando el gasto público constituye casi la mitad del PIB.

Y la segunda es que, de aplicarse su receta, el resultado no sería nada parecido al comunismo, sino un capitalismo cuyas lacras sociales estarían atenuadas (en aquellos países en los que se pudiera establecer esa renta).

Son varios los efectos deletéreos de la renta ciudadana.NOTA 6 Fijémonos ahora sólo en uno de ellos: vamos a suponer que cada país dedica a esa renta un porcentaje de su PIB-PPA. El límite sería, me imagino, el 50% porque, si no, nadie trabajaría.

¿Cuál es ese PIB? Los siguientes datos de (Badie; Tolotti, 2007) se refieren al PIB en dólares, corregido al poder de compra (PPA) en 2006: USA 43444; Canadá 35494; Dinamarca 36546; Irlanda 44087; Alemania 31095; Japón 32647; Italia 30735; México 11249; Brasil 9108; Ecuador 4776; la India 3737; China 7598; Ceilán 5271; Marruecos 4956; Angola 3399; Haití 1835; Nigeria 1213; Malí 1300; Mozambique 1500; Gana 2771; Madagascar 989; Sierra Leona 888; Tanzania 801; Congo-Kinshasa 850; Burundi 680; Yemen 759; Somalia 600.NOTA 7

Así pues, la implantación de la renta ciudadana daría a un somalí, a lo sumo, 300 dólares anuales (en realidad mucho menos, porque hemos traducido la suma real al etéreo concepto de «paridad de poder de compra»). Y eso no da, ni en Mogadishu ni en ningún lugar del mundo, ni siquiera para el sustento.

Los ciudadanistas no proponen una redistribución global de la riqueza ni un desarrollo de las fuerzas productivas, que posiblemente vean como un concepto marxista superado.NOTA 8 Por el contrario, el republicanismo fraternalista diseña una perspectiva de república universal, en la cual habría un preponderante sector público de la economía, gubernamentalmente planificado, que, desarrollando las fuerzas productivas e impulsando un intenso crecimiento industrial --gracias a un mercado potenciado por la redistribución (estado mundial del bienestar)--, podría atender las necesidades de la población terráquea, o sea: atender a la satisfacción de los derechos positivos de todos los miembros de la familia humana.NOTA 9

Y es que, a diferencia del ciudadanismo y las corrientes afines, el republicanismo que se propone en Estudios republicanos es el que nos viene de otras tradiciones muy diferentes, como son: el republicanismo jacobino francés de 1793 y el fraternalismo de la segunda República francesa, la de 1848; el republicanismo español decimonónico, con figuras como la de Fernando Garrido Tortosa (1821-1883); el republicanismo colectivista de Joaquín Costa a la vuelta de los siglos XIX al XX; el de nuestras dos repúblicas (la de 1873 y, mucho más, la de 1931); más en concreto, las ideas jurídicas --de inspiración krausista, en buena medida-- de los redactores de la Constitución republicana de 1931, como Fernando de los Ríos, Adolfo González-Posada y Luis Jiménez de Asúa; el republicanismo radical y solidarista que se desarrolló en Francia con la III República: Léon Bourgeois, Léon Duguit, Georges Scelle, Alfred Fouillée (que guarda cierto parentesco con otras corrientes de la época, como el socialismo de cátedra alemán de Adolf Wagner y el fabianismo inglés).

Tal inspiración se adopta en una perspectiva evolutiva, cumulativista,NOTA 10 en la cual esas ideas no se toman más que en su proyección histórica, como elementos de reflexión pero siempre con la mirada más atenta a la praxis jurídica y a los hechos históricos y sociales que a las teorizaciones.

A tenor de esta propuesta, es menester un Estado económicamente planificador e intervencionista (hoy más que nunca), porque los afanes en pro del bienestar no son asunto privado, sino tarea pública y colectiva, a través de las funciones que incumben a la República de creación colectiva de riqueza y de servicio público. El republicanismo fraternalista o radical que se propone es, pues, una filosofía de lo público, en la cual los hombres, para vivir mejor, trabajan en común, a través de establecimientos de iniciativa pública.

En otros aspectos, sin embargo, la propuesta aquí comentada es mucho más liberal que la de los ciudadanistas, pues rechaza que los habitantes del territorio estén obligados a tener virtudes cívicas y, aún más, a adherirse a los valores profesados por el Estado.NOTA 11 Por eso el derecho a trabajar es, a la vez, un derecho y un deber (aunque el tipo de trabajo que se realice puede ser muy variado; el deber de trabajar es el de no vivir voluntariamente en la ociosidad).

Esta propuesta jurídico-política para España es la de una República basada en los valores e ideales del fraternalismo radical que inspiraron la Constitución de 1931 (nunca legalmente abrogada y, por lo tanto, con algún grado de vigencia residual todavía hoy); una República unitaria de trabajadores de toda clase, en la perspectiva de una República universal que implique un reparto global de la riqueza, saldando la deuda histórica del norte con el sur del Planeta.


§2.-- República, historia y oligarquía

En España la élite privilegiada --a la que estigmatizara, en su día, Joaquín Costa con el calificativo de «oligarquía»--NOTA 12 está integrada por restos de la aristocracia nobiliaria (vieja y nueva) fusionados o mezclados con otras minorías acaudaladas, detentadoras de poder en virtud del control que ejercen sobre los diversos resortes de la vida nacional, regional y local.

Para nadie es un secreto que esa élite auspició el alzamiento armado del 18 de julio de 1936 --que de ningún modo hubiera prosperado sin su respaldo. Esa misma clase o capa social encumbrada propició el apoyo que a ese movimiento militar otorgaron varios gobiernos extranjeros: de manera virulenta y agresiva, el reino de Italia y el Imperio Alemán --bajo la jefatura de su canciller, Adolfo Hitler--; en algún grado, solapadamente, el Imperio Británico; y, al menos por omisión (ya que no por acción), Francia y USA. (La coalición de auxiliadores de esa cruzada abarcó a otros Estados europeos --como Hungría, Rumanía y Polonia.)

De esos gobiernos, los de París y Washington actuaron con una aparente neutralidad; el de Londres, que manifestó a las claras sus simpatías hacia el alzamiento, fue --como es su costumbre-- maestro en sutilezas con visos de juridicidad. Las potencias del Eje, Roma-Berlín, intervinieron abiertamente contra la República Española.

Los padecimientos de la población española no terminan en 1939, sino que prosiguen durante decenios de régimen totalitario. A lo largo de ese período, las potencias occidentales --aun atravesando cambios de régimen político en algunos casos-- tendieron reiteradamente a cultivar sus buenas relaciones con el poder de facto existente en España, incluso cuando éste atravesaba horas difíciles al terminar la segunda guerra mundial. De nuevo esas relaciones de apuntalamiento del régimen ilícito se explican, en gran medida, por los vínculos de negocios (y de otra índole) entre las élites de esos países y la alta sociedad española.

A lo largo de ese período de varios decenios las aspiraciones, no ya democráticas, sino simplemente legalistas en España se situaron así en un campo frente al cual se erguía el bloque de los Estados noroccidentales. Es más, uno de los miembros de la alianza atlántica era el hermano Portugal, sojuzgado por la dictadura de Salazar (gemela de la imperante en España y estrechamente unida a ella por una alianza política desde 1936); gracias a la ayuda de la NATO pudo llevar a cabo sus guerras coloniales en África, a la postre saldadas con una derrota en 1975.

A quienes en España añoraban el retorno de la República esa historia los impulsaba, pues --en virtud de un juego normal de amistades y enemistades--, a converger con las reivindicaciones del sur frente al norte. (No todos lo hicieron, pero sí muchos de ellos.)

Ése es otro tema muy presente en el libro aquí comentado. Concretamente lo desarrolla el último capítulo, a propósito de la I Conferencia Internacional de Durbán en septiembre de 2001. Hay un motivo de queja de la población española contra las cinco grandes potencias occidentales --y contra los poderes económicos internos a ellas asociados-- muy similar al fundamento de reclamación de los pueblos afroasiáticos contra esas mismas potencias y contra sus socios de la alianza noratlántica (particularmente contra los que ejercieron una dominación colonial, como Holanda, Bélgica y Portugal).

La situación española es ambigua. De un lado, y según se ha señalado más arriba, la historia del siglo XX ha situado a la población española junto a los pueblos subyugados del sur frente a las grandes potencias occidentales y las oligarquías internas asociadas a ellos. De otro lado, hubo también un colonialismo español --ciertamente de escasísima monta-- en la minúscula franja mediterránea de Marruecos (el exiguo Rif) y en otros territorios enanos, como Ifni, Fernando Poo y Río Muni (hoy Guinea Ecuatorial). La única colonia española un poco menos angosta fue la despoblada costa del Sahara. Todo ese diminuto imperio colonial apenas superó el umbral de lo meramente simbólico.

Por ese costado, España entra, en esa divisoria, en la vertiente de los países contra los que se formulan hoy reivindicaciones de reparación por la reciente subyugación colonial. Pero ¿cuál es la significación histórica de esos hechos? Para la historia de la población española, la guerra de Marruecos fue muy importante: pero para la historia de los pueblos del sur en su conjunto, todo ese colonialismo español en África es un fenómeno irrisorio en comparación, no ya con los colosales imperios coloniales de Francia e Inglaterra, sino incluso con los de Italia, Bélgica o Portugal (o Alemania en el período 1885-1918).

Mayor significación histórica tiene, pues, el primer aspecto: la población española fue víctima de la política de las potencias occidentales, que respaldaron, de un modo u otro, la destrucción de la República Española en 1936-39 y la consolidación del régimen totalitario.

Hoy se trabaja por recuperar la memoria republicana y los valores que encarnó la República entre nosotros. Esa tarea confluye con el rescate del recuerdo colectivo de los pueblos humillados y oprimidos de Asia y África frente al consorcio atlántico. No es, pues, casual que el recuerdo colectivo del pasado se vincule --en el libro aquí comentado-- a la reivindicación de una reparación por daños infligidos, en un caso como en el otro, porque hay entre ellos una triple afinidad:

  1. destinatario de la reclamación parcialmente común;
  2. origen del mal infligido: al igual que los pueblos afroasiáticos, también el español luchó por su independencia nacional en 1936-39, ya que la victoria de la oligarquía interna acarreaba una subordinación a intereses foráneos;
  3. fundamento jurídico: al igual que el sojuzgamiento de los países del tercer mundo se llevó a cabo destruyendo violentamente su previo ordenamiento jurídico, la demolición de la República Española significaba una agresión contra la legalidad preestablecida.

En ese contexto, lo que plantean los Estudios republicanos, en el caso de España, es que el pueblo español reciba una compensación por el daño colectivamente sufrido (la guerra civil y la destrucción de la legalidad republicana, nunca restaurada) que correspondería pagar a ese colectivo difuso que es la oligarquía interna, así como a sus respaldantes foráneos, las cinco potencias septentrionales ya mencionadas (cada una en la medida en que haya realizado hechos ilícitos causantes de esos males). Se aborda esa cuestión en el cp. 4 del citado libro.

Lo que se propone es una contribución especial --un tributo sobreañadido a otros ya existentes, e independiente de ellos-- que corra a cargo de las familias oligárquicas (concepto jurídico indeterminado pero determinable), en tanto en cuanto sea presumible un nexo, directo o indirecto, con los sectores adinerados que favorecieron la implantación del régimen antirrepublicano y se beneficiaron de él.

La ley podría presumir ese nexo en las grandísimas fortunas y en las familias portadoras de títulos nobiliarios. El tributo que les correspondería pagar podríamos concebirlo como una contribución de paz, consistiendo en una devolución de riqueza o una indemnización fiscal por enriquecimiento injusto (mezclando --según lo demanda el asunto-- conceptos de derecho financiero y de derecho civil).

Es una propuesta muy modesta, con un tipo impositivo del 1% anual sobre el valor anualmente actualizado de las grandísimas fortunas (digamos de más de 30 millones de euros), de los grandes latifundios (p.ej los de más de un millar de hectáreas) y de los títulos nobiliarios (tasados según el valor estimable en un mercado virtual, con métodos objetivos). El impuesto se extinguiría a los 99 años; no sería, pues, confiscatorio, ni siquiera en el módulo de un siglo. (Por otro lado habría que otorgar a los obligados tributarios la opción de renunciar, a favor del Estado, a los bienes gravados, quedando así exonerados del tributo.)

También habría que exigir que contribuyeran a esa compensación las ya citadas potencias extranjeras --en medidas que la ley o los tribunales podrían fijar con criterios razonables y ponderados, y siempre calculando por lo bajo. Habría que disminuir las contribuciones españolas a organizaciones supranacionales (especialmente la Unión Europea) en función de esa reclamación, que se tendría que plantear ante el Tribunal Internacional de La Haya.

¿Quién percibiría la contribución? No los particulares, no los descendientes de las víctimas individuales, sino el Estado español --víctima colectiva--, para dedicar la suma así recaudada al bien común de la población española en su conjunto (incluidas las propias élites, las cuales no quedarían excluidas de beneficiarse de esas mismas obras y actividades así financiadas).

Si ahora pasamos al caso de los pueblos oprimidos por la dominación colonial, corresponderá pagar la compensación a las potencias dominantes (y aquí también el Estado español tendrá que aportar lo que le ataña, además de lo que habría que pagar como indemnización por la esclavitud y la trata negrera). Corresponderá percibirla a los pueblos oprimidos, representados por sus gobiernos nacionales.

La espinosa cuestión de las eventuales condiciones que habilitaran a esa percepción es preferible abordarla con el principio de que sólo a los pueblos respectivos incumbe decidir si sus gobernantes son buenos o si merecen ser derrocados; mientras estén ahí, hay una presunción de que son competentes para disponer cómo gastar las sumas que se pagarían en concepto de compensación por el yugo colonial.

Para cerrar este apartado cabe precisar algunos puntos adicionales. ¿Se está preconizando una política del resentimiento? En otro libro anterior (Peña, 1992) se defendió el derecho al resentimiento como una forma válida de legítima vindicta, que castiga al culpable a soportar la rememoración de lo sucedido, la proclamación de la verdad de unos hechos pretéritos pero que no han pasado del todo.

Frente a quienes reclaman acudir en estos casos a la justicia penal --buscar culpables individuales para castigarlos--, los Estudios republicanos piden que se prescinda completamente de la vía penal, discrepando de la tesis de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad (concepto cuestionable en buena filosofía del derecho). El libro sostiene que el transcurso del tiempo basta para cerrar las responsabilidades penales, y mucho más las individuales.

Lo que se defiende, en cambio, es una punición moral, el castigo de los colectivos que, herederos de los perpetradores, se sigan beneficiando del fruto de la fechoría; punición cognoscitiva, consistente en que soporten el verídico recuerdo colectivo de los hechos, además de, en determinados supuestos, estar sujetos a una contribución de paz.

Por último, hay que aclarar que no se pide --ni admite-- arrepentimientos o lamentaciones. De nada vale la compunción ni el pedir perdón; lo que hace falta es que paguen compensación. Incluso a los obligados tributarios --según el plan trazado en el citado libro-- sería lícito pensar como les diera la gana, sin sentir pesadumbre ni nada por el estilo, e incluso decir que se siguen alegrando de lo que pasó. Los Estudios republicanos no proponen, en absoluto, que se cercenen las libertades de palabra o de pensamiento (a diferencia de las políticas de la memoria, legislativamente impuestas en Francia y otros países en años recientes).


§3.-- El valor de la libertad

Situándose en la tradición del republicanismo histórico español --el de 1873 y el de 1931--, la filosofía política propuesta en los Estudios republicanos tiene como una de sus características el énfasis en el valor de la libertad.

A primera vista, ese énfasis la emparenta al llamado «neorrepublicanismo» (del cual ya nos hemos ocupado supra, en el §1 de este artículo). Las convergencias terminan ahí, en lo genérico, porque es muy diferente la concepción de libertad.

Como ya se señaló más arriba, para los ciudadanistas de Pettit trátase de una libertad como no-dominación (según se analiza en las págªs 41-59 de Estudios republicanos). Es ése un concepto muy confuso, con el cual se quiere establecer la obligación que tendrían los ciudadanos de ser virtuosos, o sea: de pensar y soler actuar según unos patrones de civismo, compartiendo los valores colectivamente asumidos por la sociedad, a fin de que ésta, así aglutinada, asegure una libertad individual sólo lícita en tanto en cuanto se encauce dentro de la vigencia de esa virtud ciudadana.

Por el contrario, la libertad preconizada en los Estudios republicanos es la libertad liberal de siempre, la de la Declaración de los derechos del hombre de 1789: la facultad de hacer todo lo que no esté prohibido por la ley en un ordenamiento jurídico en el cual la ley sólo puede prohibir conductas lesivas para el bien común.

En esa visión, la libertad republicana implica, pues, una plena e irrestricta libertad de pensar cada uno, para sus adentros, como le dé la gana. Ése es uno de los pocos derechos absolutos e ilimitados. Implica asimismo una amplia libertad, individual y colectiva, de vivir según las propias convicciones, obrando (o absteniéndose de obrar) según la propia conciencia, siempre que no vulnere la ley; una ley, eso sí, obligada a no imponer deberes o prohibiciones que no se justifiquen en virtud de imperativos de bien común.

Para que cada individuo y cada colectivo disfrute de ese derecho, el legislador está obligado a prohibir las conductas que impliquen coacción o amenaza contra la libertad ajena.

En esa concepción, la República es el Estado emancipado de toda potestad dinástica; mas el Estado es lo mismo que la sociedad, la congregación de individuos asentados en un territorio que actúa colectivamente con independencia y que organiza conjuntamente los esfuerzos mancomunados de sus integrantes para el bien común, adjudicando participaciones de ese bien común.

En la medida en que en un Estado no se respete un amplio abanico de libertades o no se reconozca el derecho de cada uno a hacer cuanto la ley no le prohíba, en esa medida se estará atentando contra el bien común; porque el bien común exige y envuelve el bien de los individuos (salvo los sacrificios no arbitrarios que quepa imponer y que pueden ser restricciones al bienestar o a la libertad, pero únicamente en tanto en cuanto esté justificada su necesidad para preservar el bien colectivo). Y el bien de un individuo depende, entre otras cosas, de su grado de libertad, como lo prueba lo mal que nos sentimos cuando, por venir contrariada nuestra voluntad, nos vemos forzados a obrar en contra de nuestras intenciones.

Ese ideal de una República de trabajadores, como la de 1931, conlleva, pues, un ensanchamiento de las libertades actualmente existentes, que en el sistema de la pos-Transición sufren limitaciones, que se analizan en el libro.NOTA 13

En primer lugar, socavaría la existencia misma de la monarquía permitir a los súbditos decir lo que quieran sobre la familia reinante o sus miembros --incluido el titular del trono-- o usar las mismas apelaciones, los mismos signos de cortesía o descortesía, para hablar al monarca y a un súbdito. No son casuales las fuertes penas del vigente código penal que castigan a quienes vulneren esa obligación de respeto a la Corona y a la dinastía. Esas limitaciones a la libertad de expresión son expansivas, porque evidentemente --en aras de la consagración de la legitimidad dinástica-- también afectan, en alguna medida, a las opiniones históricas, al menos las que se refieren a hechos del pasado reciente, aunque sean previos a la entrada en vigor de la constitución.

Por eso, el capítulo 0, introductorio, de los Estudios republicanos, al analizar las notas conceptuales de la república y de la monarquía, señala que ésta última implica un rango augusto, enaltecido, de una familia a la que son debidas actitudes y muestras de reverencia, incompatibles con la posibilidad de hablar de sus miembros con la misma licencia con que se hablaría de otros individuos.

En segundo lugar, sufrimos unas limitaciones de las libertades ideológica y asociativa; las examina el cp. 8. No son mera coincidencia, sino que se derivan, en parte, de la inclinación propia del sistema y, en parte, de la herencia que la transición de 1975-79 recibió del régimen precedente.NOTA 14

Sin entrar en detalles, cabe mencionar aquí que ese cercenamiento de la libertad ideológica se traduce en la ausencia de una ley orgánica reguladora de tal libertad, en cuyo lugar lo que tenemos es una ley de libertad religiosa que no ampara el libre ejercicio de modos de vida no-religiosos abrazados por comunidades de otro signo; con el agravante de que las autoridades administrativas y judiciales aplican esa norma cicateramente, para dejar fuera de su ámbito de protección a las comunidades que no entran en el consenso de las cuatro confesiones reconocidas: la católica (siempre que se ajuste a la jerarquía vaticana), la luterana (protestantismo), la mosaica o rabínica y la mahometana (Islam).NOTA 15

A las demás iglesias, comunidades o como se llamen, se les pone difícil acceder al registro de entidades religiosas, denegándoselo en aquellos casos en que se da una convergencia de opiniones de las cuatro confesiones establecidas para excluir a los colectivos disidentes, tildándolos de sectas.

Por otro lado --y según lo examina ese mismo capítulo--, las limitaciones a la libertad ideológica se vinculan estrechamente a las que, en el actual ordenamiento monárquico, sufre la libertad asociativa.

La constitución vigente de 1978 previó el derecho de asociación en términos bastante restrictivos (art. 22), imponiendo cortapisas para encauzar y vigilar la creación de sociedades o asociaciones que escaparan al control de aquellas entidades a las que sí se quería dar cabida en el círculo de confianza (partidos políticos, sindicatos, las confesiones religiosas establecidas, colegios profesionales y algunas otras pluralidades que no iban a plantear problemas). Lo que veía con recelo el constituyente de 1978 es que se abriera una vía de asociación libre, quizá al margen de esos cauces asociativos que habían recibido el beneplácito oficial por su contribución al consenso institucional.

El resultado es que siguió en vigor hasta el año 2002 la ley de asociaciones de 1964, aunque era incompatible incluso con el derecho asociativo que concedía la constitución de 1978 en su art. 22.

En 2002 se promulgó la ley orgánica reguladora del derecho de asociación. Mas la mejoría que aporta es muy relativa. Es una ley enormemente restrictiva que deja fuera de su ámbito (y sitúa así en la ilegalidad) a muchas agrupaciones ideológicas cuyos modos de organización no se adecúen a esa ley.

Así, tenemos que las colectividades disidentes se ven doblemente rechazadas del ámbito legal: rechazadas del estatuto de comunidades ideológicas del art. 13 constitucional (al no haber una ley reguladora de la libertad ideológica y al quedar cerrado para ellas el registro como entidades religiosas, monopolizado por quienes tienen la venia de las iglesias oficiales) y arrojadas también del estatuto de asociaciones del art. 22 constitucional, en virtud de las prohibiciones de la Ley Orgánica 1/2002.

Tales restricciones a la libertad ideológica y a la asociativa vienen de la mano unas con otras; repercutiendo recíprocamente, surten un efecto conjunto de desproteger a cualquier agrupación de individuos a quienes unan ciertas convicciones ideológicas al margen de las pautas organizativas oficialmente admitidas --ya que, entre Anás y Caifás, la agrupación se quedará al margen de la ley.

Naturalmente todo eso no es casual, sino que es el resultado:

  1. de la cuasi-monopolización de lo ideológico por las cuatro religiones concordadas (aunque con resquicios para otras seleccionadas); de la confesión oficial única hemos pasado a la cuadri-confesionalidad semi-oficial, bajo hegemonía, desde luego, de la confesión tradicional del país; y
  2. del pacto constitucional de 1978 con su recelo frente a las pretensiones asociativas no controladas o no encauzadas.

Por último, la defensa de la libertad que se emprende en los Estudios republicanos lleva (capítulo 9) a defender el derecho a pensar mal, rechazando la educación para la ciudadanía, a la que se ve como una inculcación de los valores oficiales, que se imponen de modo que quienes rehúsen expresar su adhesión a los mismos serán sometidos a medidas de sanción y podrán ver así denegado su paso a la vida adulta.

Esa imposición no ha sido una ocurrencia circunstancial de la actual mayoría ni efecto exclusivo del virtuosismo ciudadanista. Al revés, tal inculcación axiológica está siendo promovida por los organismos paneuropeos y se está implantando en todos los estados de la unión europea.

En realidad toda esa inculcación ideológica se funda en el principio de Locke, a saber que sólo se puede ser tolerante para con los tolerantes --siendo intolerantes aquellos que, si vieran prevalecer políticamente sus ideas, serían presuntamente intolerantes. Pero tal eslogan es liberticida, porque excluye a otros, de ideas opuestas, los cuales, así, se ven justificados a ambicionar una supremacía que les daría pie para excluir a quienes hoy los excluyen.

Libertad sólo la hay mientras gozan de ella, por igual, sus adeptos y quienes no lo son.NOTA 16

La inculcación ciudadanista obedece a un propósito de las élites político-económicas en toda la Unión Europea. En el caso concreto de España cumple una función adicional: la de hostigar ideológicamente a quienes estén fuera del consenso constitucional.


§4.-- Motivos para ser republicano

Hoy empiezan a ser menos infrecuentes las expresiones de cariz republicano; sin embargo, lo que nos vienen a decir muchos de quienes las profieren es que, al profesarse republicanos, en el fondo apenas les importa que haya monarquía o República, ya que (afirman) lo de menos es cambiar la forma de designación de la jefatura del Estado, pues lo que de veras cuenta es --según ellos-- el contenido. En definitiva, su mensaje viene a ser el de que, con monarquía o sin ella, da casi igual, tratándose de proponer cambios de contenido, o sea cambios de política, que, de suyo, no tendrían por qué colisionar con la potestad dinástica.

Frente a esa postura, los Estudios republicanos sostienen que la forma de gobierno es importantísima, por dos motivos:

  1. en sí misma, la diferencia entre las dos formas de gobierno tiene un hondo significado para la vida colectiva de los habitantes del país, no sólo porque, donde y cuando hay monarquía (hereditaria), hay soberanos y súbditos, sino además porque un monarca en general detenta un poder (ejérzalo o no); y
  2. la forma tiene una repercusión causal sobre el contenido, no en el sentido mecánico de que la existencia de monarquía implique forzosamente la adopción de la peor política posible, mas sí en el sentido de que los datos estadísticos corroboran que la monarquía propicia una política regresiva.

Para fundar esos argumentos los Estudios republicanos ofrecen una serie de consideraciones sobre la diferencia entre República y monarquía (con 12 criterios), brindando un análisis de la constitución de 1978, en el cual se refuta la tesis de que la Corona es una figura decorativa.

Para corroborar los datos estadísticos que ofrece ese libro (motivo 2º de los recién citados) vamos a analizar aquí, cual botón de muestra, la Resolución del 24 de diciembre de 2010 de la Asamblea General de la ONU, llamada «Durbán 3», cuyo largo título podemos abreviar: «Esfuerzos globales para la eliminación total del racismo, la discriminación racial, la xenofobia y la intolerancia con ellos relacionada».

Leyendo su texto --farragoso y plúmbeo, como todos los de la ONU--, difícilmente se encontraría alguna frase a la que se podría poner un pero, como no tenga uno el propósito de no hacer nada contra la discriminación injustificada por motivos raciales o similares.

Vale la pena repasar la lista de países que votaron en uno u otro sentido: 104 a favor; 22 en contra; 33 abstenciones. (Otros 33 países estuvieron ausentes; entre ellos seis monarquías de la Commonwealth: Islas Lucayas, Antigua-y-Barbuda, Santa Lucía, San-Vicente-y-Granadinas, Papua-Nueva-Guinea y Saint-Kitts-and-Nevis.)

De los que votaron a favor hay seis ex-colonias inglesas donde reina nominalmente Isabel II, pero que, sin embargo, en la práctica son repúblicas --porque, no siendo la población de origen anglosajón ni europeo, las élites no guardan un vínculo íntimo con la Corona británica: Belize, Barbados, Tuvalú, Jamaica, Granada e Islas Salomón. Además hay otras 15 monarquías. Sumamos, pues, 21 estados teóricamente monárquicos de un total de 104, ya que los otros 83 son repúblicas. La razón es de casi cuatro repúblicas por cada monarquía (83/21 = 3'9524).

De los 22 que votaron en contra, seis son monarquías: Australia, Canadá, Dinamarca, Holanda, Inglaterra y Suecia. (El lector observará que considero a Australia y Canadá monarquías de verdad, por el motivo aludido en el párrafo anterior.)

De los 33 que se abstuvieron, diez son monarquías: Imperio Japonés, Principados de Liechtenstein, Mónaco y Andorra,NOTA 17 Gran Ducado de Luxemburgo, Reinos de Bélgica, Noruega, España, Nueva Zelanda y Tonga.

En total, votaron en contra o se abstuvieron 16 monarquías y 39 repúblicas. Aquí la razón es de un poco más de dos repúblicas por cada monarquía (39/16 = 2'4375).

El cociente de ambas razones puede verse como la propensión marginal de las repúblicas a oponerse al racismo y la xenofobia: 1'6255 (o sea un 62% más). Si del cómputo excluimos a Belize y las otras cinco pseudomonarquías, el cociente es de 5'5333/2'4375 = 2'2701 (o sea, las repúblicas serían un 127% más propensas que las monarquías a oponerse al racismo).

Ese dato aislado no diría demasiado si no fuera en el contexto de muchos otros concordantes, varios de los cuales vienen aducidos en el libro ya mencionado. A esos argumentos, el libro añade otros relativos al caso español.

  1. La vigente constitución justifica el reconocimiento que hace de la titularidad del Trono con el fundamento de su legitimidad histórico-dinástica. Ese fundamento viene cuestionado en los Estudios republicanos mediante un recorrido por la historia de España.
  2. La promulgación de la actual constitución suscita un problema de legalidad que conduce a preguntar si alguna vez ha dejado de tener vigencia la constitución republicana de 1931.
  3. Mientras exista el sistema actual, se habrán salido con la suya quienes acudieron a las armas para destruir la legalidad republicana; mantener tal institución significa entronizar y avalar esa grave conculcación del ordenamiento jurídico, haciendo que haya prosperado a la postre el cruel fratricidio de una espantosa guerra desatada para que España volviera a ser un Reino, como así fue.
  4. La República Española de 1931 fue una república unitaria de trabajadores. Naturalmente una futura República podría no ser así. Ser republicano no es necesariamente ser partidario de aquella República. También es verdad que ser monárquico no implica ser adicto a la actual dinastía. En la práctica las opciones se presentan de manera concreta: monarquía española hoy viene a ser la monarquía que hay en España; y República española todavía hoy, República en y para España, es (hasta prueba de lo contrario) la República de 1931, cuyo ordenamiento constitucional nunca fue legalmente abrogado.

§5.-- Defensa de la República parlamentaria

En los Estudios republicanos se defiende el modelo de la República unitaria de trabajadores, la de 1931, entre otros aspectos, por su sistema parlamentario, que me parece bastante logrado.

El parlamentarismo de la Constitución republicana de 1931 --que analizo en el capítulo 2-- obedecía a un principio básico de los sistemas parlamentarios, a saber: que el poder ejecutivo no sea superior ni igual al legislativo, sino que éste, encarnado en un órgano colectivo de representación nacional, ejerza un control sobre el ejercicio del poder ejecutivo.

Lo conseguía por medio de la responsabilidad ministerial ante la cámara legislativa, la cual, además, veía reforzado su rango al estar excluida cualquier cámara alta (siempre refrenadora de la voluntad democrática).

La responsabilidad ministerial instituida en la Constitución de 1931 estaba, sin embargo, sujeta a condiciones estrictas, lo cual determina que se tratara de un parlamentarismo racionalizado. En efecto (según lo estudio en el §9 del cp. 2), si bien el Presidente de la República nombraba y destituía al jefe de gobierno --o sea al Presidente del consejo de ministros-- según su propio criterio, cuando lo juzgara oportuno --y, de acuerdo con el jefe de gobierno, a los demás ministros--, no obstante el Parlamento podía someter al Presidente del gobierno y a cualquier ministro al voto de censura que lo obligaba a dimitir.

Al establecer ese voto de censura, el art. 91 condicionaba que pudiera prosperar el voto de censura a dos condiciones: (1ª) mayoría absoluta; (2ª) propuesta motivada y por escrito de por al menos 50 diputados (art. 64; exigíase, además, un plazo de reflexión de cinco días entre la propuesta y la votación).

La Constitución no instituyó una omnipotencia parlamentaria. La configuración del gobierno parlamentario anticipaba la que posteriormente se ha establecido en diversas Repúblicas europeas en la segunda posguerra mundial.

Y es que la asamblea no podía nombrar al jefe del gobierno ni directa ni indirectamente. Tampoco podía destituirlo ni deponer a ningún ministro porque sí, sino sólo con el concurso de circunstancias muy restrictivas.

A esas atribuciones del poder legislativo añadíanse sus potestades de control sobre la Presidencia de la República --aunque eran potestades tasadas y rodeadas de cautelas (otra cosa es que en la práctica se rebasó la tasa constitucional con la destitución de D. Niceto Alcalá-Zamora).

Así y todo, tratábase de un genuino parlamentarismo. No hay tal, en cambio, en el sistema cancilleril de la actual constitución de 1978, toda vez que en ésta:

En el actual régimen político español, por consiguiente, no hace falta, para que un ministro entre en funciones, que le otorgue su confianza el congreso ni, una vez nombrado, puede afectar lo más mínimo su continuación en el cargo que la cámara baja respalde o no su gestión (podría incluso haber unanimidad contra él sin que pasara nada).

A los amplios poderes del Presidente del gobierno se suma la prerrogativa regia para hacer de nuestro actual sistema un régimen de subordinación del poder legislativo al ejecutivo. Tal subordinación viene reforzada por otras disposiciones: la regulación de la iniciativa legislativa en el art. 87 y la del decreto-ley en el 86; todo ello muy alejado de las garantías democrático-parlamentarias de los arts. 60 y 61 de la Constitución de 1931; el último sólo permitía la legislación gubernamental (a diferencia de los actuales decretos-leyes) precedida de una autorización expresa y tasada concedida por la asamblea.

Podemos así comprobar que la Constitución republicana de 1931 consiguió un equilibrio justo de poderes con predominio legislativo, al paso que ahora tenemos un régimen de poder ejecutivo fuerte --aunque, eso sí, relativizado por la proliferación y el reforzamiento de las autonomías regionales.

Cualquier sistema político tiene sus defectos. El parlamentarismo también. Y en general la democracia. A su favor lo mejor que se ha dicho es la frase de Churchill, a saber que es el peor régimen salvo todos los demás. No hay sistema perfecto. Las alternativas al parlamentarismo son más malas. El sistema cancilleril congrega varias de esas maldades.

La legitimidad de la democracia o del parlamentarismo no le viene de una unción sagrada (ni siquiera de la Voz del Pueblo Soberano), sino de que son instrumentos aptos --o menos ineptos que las alternativas diseñadas-- para configurar una pública gobernación que pueda guiarse por pautas de justicia y de bien común para salvaguardar --con el consentimiento general-- la paz social.

De otra opinión es el Prof. Antonio García-Trevijano, quien, en (García-Trevijano, 2009) afirma: «[l]a República no fue responsable de la guerra civil. Carecía de un poder ejecutivo independiente del legislativo que, con el absoluto control del poder militar, pudiera evitarla».

El parlamentarismo, el no haber adoptado un sistema Presidencialista, fue, a su juicio, el error constitucional de 1931 que impidió hacer frente a la sublevación militar y a la intervención extranjera en 1936-39.

Con todo respeto discrepo de ese punto de vista. Imaginemos que el sistema político de la II República hubiera sido presidencialista, como el de los EE.UU ¿En qué hubiera favorecido eso hacer frente a la conspiración cuyo organizador interno fue el general Mola? ¿En qué hubiera ayudado al pueblo español a combatir a los sublevados y a sus apoyos foráneos, Italia y Alemania?

Lo que posibilitó la resistencia a la sublevación y a la agresión foránea fue el sistema parlamentario; si no, la Presidencia de la República se hubiera tal vez opuesto a armar a las milicias, instituyendo un gobierno de conciliación (como al parecer quiso serlo el nonnato de Martínez Barrio, que fracasó porque hubiera carecido de la confianza de la mayoría de los diputados).

La República no ganó la guerra; la perdería en 1939. Mas, de no haber sido por el sistema parlamentario, es de temer que la sublevación habría triunfado fácilmente en toda España sin apenas resistencia popular, al verse ésta carente de armas. Que así habría sido mejor porque se hubiera evitado la guerra es una opinión respetable. Lleva a no compartirla la creencia de que hay circunstancias --excepcionales, en verdad-- en las que hay que resistir incluso por las armas. El parlamentarismo nos salvó de una precipitada capitulación, posibilitando la realización de una gesta de resistencia, aunque a la postre derrotada (un desenlace que, ex ante, no era evidentemente inevitable).

García-Trevijano añade, en su interesante artículo, que existía una «incapacidad del sistema parlamentario, monárquico o republicano, para impedir el triunfo del fascismo». No ofrece ningún argumento a favor de esa tesis, que, en mi modesta opinión, es equivocada, por las razones siguientes:

¿Cuáles fueron entonces las causas de la derrota de la República española --y, para empezar, de que prosperase la conjura del alzamiento armado?

Se me ocurren siete causas. Ninguna tiene nada que ver con el sistema parlamentario.

  1. No haber tomado medidas efectivas para atajar el complot; una de ellas habría sido --como las leyes permitían-- el arresto preventivo de los sospechosos de conspirar, los generales a quienes el gobierno (bien intencionado pero ineficaz) de D. Santiago Casares Quiroga puso al frente de regiones militares periféricas, desde las cuales prepararon el levantamiento.
  2. No haber armado preventivamente a una milicia nacional, volviendo a la tradición liberal del siglo XIX.
  3. No haber seguido una política más conciliante hacia el catolicismo (ese grave error lo señala y critica el capítulo 2 del libro aquí comentado). Fue un dislate redactar los artículos constitucionales que dieron a la jerarquía eclesiástica pretexto para su campaña antirrepublicana. (Habría debido mantenerse vigente el concordato de 1851, conservando, durante algún tiempo, la confesionalidad del Estado --o, al menos, observando el dispositivo híbrido ideado en el anteproyecto constitucional de D. Ángel Ossorio y Gallardo.)
  4. No haber llevado a cabo una reforma agraria profunda --hasta, ya durante la guerra en la zona leal--; de haberse realizado antes, el apoyo campesino habría sido probablemente mucho mayor y la influencia de la aristocracia latifundista se habría reducido.
  5. No haber procedido a una nacionalización preventiva de la banca, expropiando todas las instituciones financieras sin indemnización --como lo permitía el art. 44 de la Constitución--, lo cual hubiera dejado a los círculos conspiradores sin fondos nacionales para el alzamiento.
  6. Haber destituido, anticonstitucionalmente, al Presidente D. Niceto Alcalá-Zamora, el cual sí hubiera podido jugar un papel disuasorio frente a los sublevados, dada su autoridad y su prestigio entre un sector conservador de las masas populares.
  7. No haber disuelto preventivamente los casinos y otros círculos adinerados de la conspiración antirrepublicana.

§6.-- Implicaciones internacionales

Como ya se ha evocado más arriba, en nuestras concretas condiciones históricas el republicanismo español ha tenido que afrontar la hostilidad, no sólo de los sectores sociales privilegiados, sino del conglomerado que se denomina «Occidente».

Los Estudios republicanos muestran que la instauración de la actual dinastía (en la Guerra de Sucesión, 1701-1714) encarnó la derrota de la España histórica, vencida por su rival del norte --esa España histórica que había tenido su máxima plasmación en el Siglo de Oro, bajo la égida de la casa de Austria, que se aureoló con la ideología de una monarquía católica en la que estuvieran vigentes los valores de Paz, Justicia, Caridad, Lealtad y Honor. (Cómo sucedían realmente las cosas es harina de otro costal.)

Tal ideología periclita en 1714 vencida por la hábil política de Luis XIV, sucumbiendo así los principios y valores (ya deslucidos y, a esas alturas, caducos) que habían pergeñado los grandes pensadores hispanos de los siglos XVI y XVII, los Vitoria, Mariana, Suárez, Calderón, Quevedo y tantos otros.

La recuperación de esos ideales de la España histórica será, en la Guerra de la Independencia (1808-1814), una inspiración para las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. En esa coyuntura, los españoles tuvieron que combatir con el ejército francés. (En aquella guerra las tropas inglesas y francesas rivalizaron en sus fechorías y en su saña destructiva. La última atrocidad fue el incendio de San Sebastián --y la matanza que lo acompañó-- en septiembre de 1813 por las tropas del duque de Wellington, ya derrotados los bonapartistas.)

A Europa tuvo que enfrentarse de nuevo el liberalismo español en 1823, cuando la Santa Alianza envía a los Cien Mil Hijos de San Luis, mandados por el Duque de Angulema, para destruir a la España constitucional, volviendo a perpetrar destrucciones gratuitas.

Las revoluciones liberales decimonónicas cambiaron radicalmente la faz de España; nos hicieron pasar de la barbarie absolutista a la civilización constitucional y al gobierno representativo. El Siglo de Oro fue fuente inspiradora del liberalismo español (del duque de Rivas, Martínez de la Rosa, Evaristo San Miguel, Espronceda). Ya en un ambiente ideológico diferente, la revolución de 1868 retoma tales ideales, siendo ésa la época en que la obra de Mariana y demás pensadores de los siglos XVI y XVII viene reivindicada por nuestros intelectuales republicanos (Salmerón, Castelar, Pi y Margall y más tarde Giner de los Ríos).

Los liberales ganaron las elecciones legislativas de 1898. No tuvieron suerte. El 21 de abril, sin previa declaración de guerra, los Estados Unidos de América atacaron a España. Ni una sola potencia de la Europa transpirenaica intervino diplomáticamente para que se llegara a una solución pacífica de las pretensiones estadounidenses en el Caribe y el extremo oriente. Todos juntos impusieron así --por acción u omisión-- que España se inclinara ante USA, perdiendo la mitad del su territorio (Tratado de París del 10 de diciembre de 1898).

Por el contrario, tres años antes las potencias habían intervenido diplomáticamente para moderar el expansionismo japonés contra China plasmado en el Tratado de Shimonosequi que puso fin a la guerra sino-nipona de 1894-95; sin embargo hay fuertes similitudes entre el ataque nipón contra China en 1894 y el desencadenamiento de hostilidades por los EE.UU en abril de 1898.

Aunque ese comportamiento de las potencias septentrionales produjo escozor --nuestros liberales habían esperado algún respaldo diplomático de Francia o Inglaterra-, la opinión mayoritaria en España será favorable a la Entente durante la I Guerra Mundial, como también lo era Alfonso XIII, deseoso de entrar en el conflicto bélico (al igual que su colega italiano, Víctor Manuel III de Saboya). Afortunadamente el equilibrio de tendencias logró que nuestro país permaneciera neutral, lo cual salvó millones de vidas.

Continuadores de la tradición liberal a la que pertenecían, nuestros republicanos de 1931 van a admirar a la República Francesa; y no les faltaba razón. A pesar de sus defectos, era un modelo, imperfecto, en el que se consiguieron no sólo libertades individuales y avances democráticos, sino asimismo algunos logros sociales, gracias al republicanismo solidarista.

Pero allende los Pirineos no parece que hayan estado igual de interesados en que España los imitara. En el fondo se pregunta uno si determinados círculos de la élite gala no preferían una España atrofiada y anclada en el pasado. Eso explicaría, en parte, las veleidades y evasivas de la no intervención de 1936-39.

A lo largo de los cuatro decenios de su régimen, el Caudillo contó con el respaldo de unos u otros amigos del norte. Entre 1939 y 1942 se inclinó por la alianza con Hitler --lo cual le valió después ciertas fricciones con los anglosajones--. Los aliados occidentales, complacidos por el viraje de septiembre de 1942 (nombramiento del general Francisco Gómez-Jordana como ministro de asuntos exteriores en sustitución de Serrano Súñer), fueron acercándose, por pasos sucesivos, a lo que acabará siendo una luna de miel. Y es que, en el período de la guerra fría, los destinos de España los regía el Centinela de Occidente, paladín del mundo libre.

Del complejo tejido de tales relaciones hay que destacar los lazos con EE.UU, que, desde 1953, estacionaron en España importantes tropas --si bien fueron rácanos en cuanto a la ayuda civil que hubiera aliviado el hambre que sufría la población española.

En 1975-80 las potencias amigas del régimen anterior no se quedaron inactivas, sino que intervinieron para tutelar la difícil transición que iba de ese sistema político a otro que mantuviera su mismo alineamiento internacional, salvaguardando a la vez las instituciones socioeconómicas heredadas y los intereses en juego.

¿Por qué todo eso? ¿Enemistad histórica? ¿Desprecio? ¿Condescendencia? ¿Recelo frente a un pueblo español que, cuando abraza los ideales de progreso, suele ser demasiado radical (1820, 1834, 1868, 1931), desbordando el moderantismo al que presuntamente propenderían los Estados de climas menos cálidos? (A todo lo cual se unirían causas más específicas, como la aversión a una República como la española de 1931, con legislación social, reforma agraria, influencia obrera y voto femenino --hecho extremadamente infrecuente en el mundo de entonces.)

Cualesquiera que sean las causas, los hechos están ahí. Las dinámicas históricas, las actitudes heredadas, las simpatías y antipatías fruto de un pasado prolongado, poseen su propia inercia con una asombrosa tendencia a persistir durante siglos, generando hábitos del subconsciente colectivo con vocación de perpetuarse (si bien sabemos que en la historia nada es perenne: a la larga todo acabará pasando, antes o después).

El libro aquí comentado contribuye a recordar esa trayectoria. Rememorarlo es un motivo más (no, desde luego, el principal) para presentar un acta de acusación contra lo que ha significado la hegemonía del bloque atlántico --tema de los últimos capítulos del libro, en los cuales se exponen los fundamentos de un desideratum de República Universal.

Lo que anima a ese planteamiento es una visión que se inspira en una tesis central de la filosofía de Leibniz --adhiriéndose a la cual cabía calificar este enfoque filosófico-político como «neo-leibniziano»--, a saber: un principio de armonía universal que afirma un acuerdo profundo entre los aparentemente dispersos órdenes de cosas, regidos por sendas regularidades, a primera vista inconexas, pero que --a tenor de este principio-- se conjugan en un orden general subyacente y abarcador.

De conformidad con ese principio, no es plenamente racional un proyecto humano que, desconociendo ese vínculo entre las diferentes regularidades, omita la tarea de enlazar las diversas finalidades con arreglo a un canon de aunamiento o confluencia de lo dispar. Cada cosa es lo que es, ciertamente; mas --en virtud de ese principio de subyacente armonía o confluencia-- es también algo más, es un ingrediente de un todo.

Desde luego tal unificación ha de realizarse sin desconocer las inevitables colisiones y respetando la peculiaridad de cada ámbito y la especificidad de cada tarea, puesto que cada una obedece a sus propios constreñimientos e interesa a unos grupos determinados de la población humana. No se trata de fundirlo todo en un magma indiferenciado. Confluencia no es revoltijo.

Al formular --desde esos supuestos filosóficos-- la propuesta de abordar el proyecto republicano en España como una parte de la empresa encaminada a una República universal de la humanidad, se aboga también por considerar nuestras aspiraciones nacionales sin incurrir en ombliguismo, concibiéndolas en su contexto mundial.

La propuesta implica así un cambio de política exterior, sugiriendo que --en lugar de seguir por la senda de las uniones septentrionales-- busquemos otras integraciones, y en concreto una unión política de los pueblos de habla hispana, de los que estuvieron representados en las Cortes de Cádiz de 1812, olvidando las guerras fratricidas del siglo XIX (igual que Demóstenes aconsejaba a los griegos unirse contra el rey Filipo de Macedonia sin acordarse de las guerras que los habían enfrentado unos a otros).

A la vez, y en ese marco, habría que explorar la posibilidad de una convergencia estratégica con las naciones emergentes del BRICS (Brasil, Rusia, la India y China) para orientarnos a un modelo de desarrollo económico más viable y satisfactorio.NOTA 18


§7.-- Objeciones y respuestas

1ª Objeción.-- Es paradójico que el ideal de una República fraternal de la humanidad se quiera alcanzar a través de una política de rechazo a una parte de la humanidad, al Occidente o a las potencias septentrionales --ambas denominaciones vienen a designar el mismo agregado de países, aproximadamente--. Si de veras se aboga por un republicanismo planetario, ¿no hay que empezar por dejar atrás esos resentimientos y esas historias de buenos y malos?

Respuesta.-- Sí, es paradójico, es contradictorio, porque la vida es contradictoria y paradójica. El fin es la hermandad humana, una República fraternal de todos en una casa común, el planeta Tierra. El medio es resquebrajar la supremacía de las potencias hegemónicas. Claro que entre el medio y el fin se da una contradicción. Y quizá siempre hay contradicción entre medios y fines; al menos muy a menudo. Al acudir al inevitable medio se está, un poco, estorbando la consecución del fin. Por eso hay que tener sumo cuidado, no recurriendo al medio más de lo necesario y contrarrestando sus efectos nocivos.

2ª Objeción.-- La visión aquí presentada es maniquea: la pobre España víctima de los malos del norte. ¡Como si el imperialismo español hubiera sido mejor! ¡Ojalá los españoles hubieran tratado en el siglo XVI a los indios de América como a ellos los trataron los ingleses y franceses en 1808 y en los episodios históricos posteriores que se mencionan en este escrito!

Respuesta.-- Eso en nada desvirtúa la argumentación aquí propuesta. Si un vecino es víctima de una agresión, no vamos a justificar al agresor porque ese mismo vecino, en su lejana juventud, hubiera cometido tropelías peores contra terceros. Entenderíamos que esos terceros le reclamasen a nuestro vecino, mas no que otros --que obraron igual y que han seguido obrando mal-- perpetren esa agresión, que en nada ayuda a quienes sufrieron un daño en el pasado.

Además, dudo que haya en el planteamiento que se propone maniqueísmo alguno, porque aquí no se sostiene que haya mal puro, de un lado, y bien puro, del otro. Nada es puro. Todo está mezclado. Los malos no son nunca tan malos como se los pinta ni los buenos tan buenos. Todo eso es cuestión de grado. Pero hay grados. Falsea la realidad no reconocer las diferencias de grado o subestimarlas.

3ª Objeción.-- Si los credos de redención social del siglo XIX incurrieron también en la paradoja, al abogar por una humanidad libre y fraternal a través de la revolución social y de la lucha de clases, al menos preconizaban un hermanamiento universal de los pobres frente a los ricos --olvidando los resentimientos heredados del pasado--, al paso que este escrito quiere mantener algunos de esos resentimientos y funda en esos rencores una agenda política. Y eso constituye un retroceso moral.

Respuesta.-- Es dudoso que en ese sentido exista una diferencia tan significativa. Donde radica la disparidad de enfoque es en que esos credos --y el marxismo en concreto-- soñaron con hacer en seguida tabla rasa de todo el complejo entramado de los sentimientos colectivos para que emergiera uno solo, el alineamiento de clase, la lucha entre burguesía y proletariado (aunque es verdad que los adeptos de tal concepción no desconocieron las dificultades de tal empresa, que no podía plantearse de golpe).

Esa visión simplista de las cosas ha sido sometida al ácido test de la experiencia de los últimos 32 lustros. Hemos aprendido que las cosas son mucho más complicadas y que no es realista hacer propuestas que no tengan en cuenta esa complejidad.

4ª Objeción.-- ¿No es sumamente peligrosa --esté o no en parte justificada-- una propuesta que se semeja un poco a ese «odio a Occidente» que ha analizado en su libro de ese título Jean Ziegler (Ziegler, 2008), pero no para atizarlo ni para sumarse a él, sino para explicarlo y ayudar a superarlo por una política de concordia universal?

Respuesta.-- Al manifestar las razones históricas del cuestionamiento de la supremacía de las potencias septentrionales, los Estudios republicanos no están soplando sobre el fuego. Lo que aviva el fuego es que continúen las causas del resentimiento y que no se indemnice a las víctimas.

5ª Objeción.-- Si el autor se hubiera limitado a abogar por un derecho a la reparación de los pueblos que fueron agraviados por el colonialismo, su tesis sería aceptable, igual que si sostuviera que una futura República española debería apoyar esa reivindicación por motivos morales. Lo erróneo es que equipare esos agravios a los que sufrió el pueblo español como consecuencia de intervenciones foráneas: el respaldo que dieron al régimen de Franco fue de naturaleza absolutamente dispar.

Respuesta.-- No fue de naturaleza absolutamente dispar. Hay una analogía; analogía parcial, desde luego. La colonización del tercer mundo fue una suma abigarrada de hechos muy distintos entre sí. Se da entre ellos un denominador común, que no carece de ciertas afinidades con la actuación de esas potencias con relación a España. (Así, p.ej., la invasión napoleónica de 1808 se inspiraba en la fugaz conquista de Egipto por las tropas de Bonaparte nueve años antes.) En uno y otro caso se trata de conductas gravemente lesivas perpetradas por los Estados significativos de lo que hoy es la Alianza Atlántica, en detrimento de las poblaciones. (En nuestro caso el daño, tremendo, persiste aún en parte; en el caso de los pueblos africanos, los perjuicios son el subdesarrollo, la debilidad de los aparatos estatales y el encierro de las poblaciones en fronteras impuestas desde lejos.)

6ª Objeción.-- ¿Por qué esa fijación con lo que nos han hecho otros Estados europeos y USA en diversos momentos de la historia reciente? ¿No se puede, con similar criterio, aducir, cual lo hizo el ex-presidente del gobierno, D. José Mª Aznar, al afirmar (en su discurso en el Hudson Institute de Washington el 22 de septiembre de 2006) que, habiendo sido España invadida por los árabes en el año 711, los musulmanes habrían de pedir perdón por ocupar España durante ocho siglos?

Respuesta.-- Los hechos históricos que motivan razonablemente una responsabilidad y que determinan las opciones de amistad y enemistad son los de tiempos recientes, de los decenios o pocos siglos que preceden inmediatamente nuestras decisiones colectivas. Similarmente, los hechos que determinan nuestras opciones individuales y que ocasionan que pidamos responsabilidades son conductas no prescritas y, por lo tanto, más o menos recientes. Tres, seis o nueve generaciones forman un lapso razonable de persistencia de reclamaciones. Cuarenta generaciones, no.

Además, los árabes y bereberes que irrumpieron en España en 711 estaban atacando a un reino visigodo, que --desde mediados del siglo V-- sojuzgaba a la población hispanorromana. Ese reino godo o visigodo era patrimonio de un casta intrusa, que monopolizaba el poder. Sólo habían transcurrido 18 lustros desde que cayeran en sus manos los últimos reductos del Imperio Romano en España (toda la costa levantina) y poco más desde que su nobleza se convirtiera a la religión de la población local. Esa élite germánica (al parecer de origen escandinavo) estaba desgarrada por conflictos dinásticos, siendo los hijos del penúltimo rey, Vitiza, quienes llamaron en su auxilio a los árabes. A la sazón los godos seguían siendo rechazados por una parte de la población (que se había alzado una vez más cuando Yabal at-Tariq desembarcó en Gibraltar el 29 de abril). En el bienio que dura el reinado de Roderick (710-11) el espíritu insurreccional se extendía por doquier, por lo cual los recién llegados encontraron tan amplia colaboración que en poco tiempo aniquilaron los focos de la resistencia visigoda (que sólo suscitó un cierto respaldo popular en un rincón de la cornisa cantábrica).

A partir de ese momento se produce una arabización masiva; no hubo ninguna matanza generalizada; siendo los desembarcados unos miles, fue muy pronto árabe la gran mayoría de la población de los Estados de Al Ándalus --emirato, califato y reinos de taifas--; árabe de lengua y cultura, aunque toda ella genéticamente hispana al cabo de unas pocas generaciones.

Los hispano-árabes no eran, pues, ocupantes extranjeros. Menos aún puede decirse que lo fueron los habitantes del reino nazarí de Granada en el siglo XV.

Mas, imaginando que hubiera que demandar responsabilidades por aquella incorporación de España al califato de Damasco, ¿a quién? ¿Quién sería hoy el continuador de los omeyas? No cabe decir que son «los árabes» o «los mahometanos» --comunidades dispersas a las que sería absurdo responsabilizar colectivamente por hechos de hace tantos siglos. No ha habido ningún grupo político árabe independiente que haya persistido desde entonces.

(Es muy distinto lo que sucede con los males infligidos a España en siglos recientes por esos países septentrionales a los que nuestras élites consideran amigos, pues sus instituciones perviven --a veces siguen existiendo incluso las mismas firmas bancarias o mercantiles, las mismas dinastías y, en algunos casos, hasta los mismos partidos políticos.)

Por último, no se trata de exigir declaraciones de compunción o arrepentimiento, que no sirven para nada. Se trata de reclamar rectificaciones y reparaciones reales, que sirvan para mejorar la vida.

Bibliografía








[NOTA 1]

Pocock, 2003. (Dispobnible en formato electrónico con Google Books; también hay una trad. al español de la Ed. Tecnos.)


[NOTA 2]

No voy a entrar aquí en la lejana inspiración ciceroniana de pensadores antimonárquicos ingleses del XVII, mediada --según lo han mostrado los citados historiadores-- por la lectura de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio de Maquiavelo; atribuir a éste último una propuesta republicana me parece infundado, aunque esa lectura sea posible.


[NOTA 3]

V., principalmente, su opus magnum, (Pettit, 1997).


[NOTA 4]

La Vanguardia, Supl. «Culturas», Barcelona 2004-08-04.


[NOTA 5]

Skinner, 1998, 21, n. 65.


[NOTA 6]

Los discute el capítulo 0, introductorio, de los Estudios republicanos. Ya se habían abordado en (Peña; Ausín, 2006).


[NOTA 7]

Últimamente cunde la desconfianza frente a la validez del PIB como indicador real de la prosperidad pública de un país, figurando entre quienes la expresan o inspiran Joseph Stiglitz y Amartya Sen (nombrados consejeros ad hoc del Presidente francés, Nicolas Sárközy, para idear alternativas). El gobierno británico ha pensado en reemplazar esa medida, presuntamente zafia o tosca, por una apreciación de la felicidad. Es bien sabido que hay dos conceptos diferentes de felicidad: uno objetivo y el otro subjetivo (éste último como dicha, gozo, satisfacción). Me temo que esas alternativas --bien intencionadas, sin duda-- incurren en un error de subjetivización, desconociendo o menospreciando la base material y corpórea de toda la actividad humana. El PIB no mide rigurosamente la prosperidad colectiva; pero --igual que la república democrática es la forma de gobierno menos mala--, el PIB es la aproximación a la prosperidad menos incorrecta de las que se han inventado. (V. (Reynolds, 2010).) Sea como fuere, los argumentos aquí presentados no creo se vean afectados por una depreciación de la importancia del PIB.


[NOTA 8]

La concepción marxista de la historia tiene como eje la idea de que el crecimiento de las fuerzas productivas es el hilo conductor, el principio teleológico al cual tiende el devenir colectivo del ser humano. (V. (Cohen, 1978).) Al margen de los pormenores de esa teoría --que, tal cual, seguramente hoy cuenta con escasos adeptos--, vale la pena rescatar esa idea, con todas las adaptaciones y modificaciones que sean menester, siempre que se preserve su núcleo: el de que, en cualquier situación histórica, es preciso tender a un crecimiento de las fuerzas productivas para satisfacer las necesidades de la población, siendo ésa una de las constantes de las sociedades humanas. Naturalmente tal aserto choca frontalmente con las corrientes, hoy ampliamente difundidas, del maltusianismo y similares.


[NOTA 9]

Se han desarrollado más estas ideas en el reciente ensayo «Derechos de bienestar y servicio público en la tradición socialista», en (Peña, Ausín y Diego, 2010), 173-232.


[NOTA 10]

«El cumulativismo», en (Chico; Barroso, 2007), 343-386.


[NOTA 11]

Su obligación es sólo la de contribuir al bien común --en la medida de sus posibilidades--, correlativa a su derecho a participar en el bien común según sus necesidades; este enfoque asume, pues, el principio de Carlos Marx en su Crítica del programa de Gotha.


[NOTA 12]

V. (Costa, 1967). La edición original es: Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: Urgencia y modo de cambiarla, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Fortanet, 1901.


[NOTA 13]

En algún caso viene a justificar esas limitaciones la ideología ciudadanista (con sus virtudes cívicas indeclinablemente asumibles por todos).


[NOTA 14]

Este último factor también hay que tenerlo en cuenta, porque lo que se erige en España --frente a la aspiración a una República-- es una monarquía determinada, no todas cuyas características se deducen de la mera esencia monárquica, sino que vienen de la historia, de la tradición de la dinastía reinante y de cómo se produjo su escalonado retorno en 1948-75.


[NOTA 15]

Todos esos detalles se analizan en el cp. 8 de los Estudios republicanos.


[NOTA 16]

Tales ideas están expuestas con mayor detalle en el artículo «La doble escala valorativa del proyecto constitucional europeo», en (Aramayo; Ausín, 2006), 357-415.


[NOTA 17]

Andorra es un principado, aunque sobrevenidamente no dinástico. Mas tampoco electivo.


[NOTA 18]

Resulta paradójico que, en medio de la crisis económica que sufre España --que el sector privado se ha revelado incapaz de prever y de resolver, cualesquiera que hayan sido las ayudas públicas de las que se ha beneficiado--, en definitiva los bonos de la deuda española estén siendo comparados por China. Sin embargo, esa conexión en sí no lleva muy lejos si no va acompañada de una busca activa e independiente de alianzas económicas en torno a unos planes productivos.