Es Carlos Bousoño autor de una interesante teoría de la expresión poética. No me incumbe la tarea de pronunciarse sobre ella. Todos hemos apreciado y aquilatado su riqueza y complejidad, así como su idoneidad, para dar cuenta de no pocos constituyentes de la expresión poética.
Pero voy aquí a criticar una de las tesis de Bousoño: la de que el poeta, al «romper el sistema lógico», como lo dice Bousoño, lo que está haciendo es, no decirnos algo contradictorio, no revelarnos algún paraje de lo real en el que resulte falso el principio de no-contradicción, sino, meramente, acudir a recursos retóricos para decirnos, bajo la forma aparente o presuntamente contradictoria, algo perfectamente no-contradictorio, algo que, por ello, no sólo no presenta de suyo peculiaridad alguna en su contenido, ni rompe molde alguno de nuestra manera de ver la realidad, sino que --lo que es más-- amóldase perfectamente incluso a un supuesto metafísico dizque de común aceptación, cual sería la tesis de que el principio aristotélico de no-contradicción es enteramente verdadero y de que, por ende, ninguna verdad en absoluto podrá estar en contradicción con él.
Frente a esa concepción, vendrá esbozada en el presente ensayo una tematización de la obra poética que --sin tener por qué ser incompatible en otros aspectos con la de Bousoño-- no exija el acudir a relecturas caritativas del mensaje poético sino que acepte como verdaderas, literalmente tomadas, las afirmaciones contradictorias que en muchos casos lo componen.
§1.-- El rechazo del sentido literal de los textos poéticos contradictorios según Bousoño
Dícenos Bousoño (en su Teoría de la expresión poética, en adelante TEP --véase referencia completa al final de este ensayo--, t. I, p. 414):
Dados esos supuestos de su teoría, no es de extrañar que se pronuncie Bousoño contra alguna tesis de Ortega en torno a la obra poética, concretamente acerca de la metáfora poética (TEP, t. I, pp. 191-5, nº 16). Bousoño declara (p. 195): «las reflexiones de Ortega acerca del arte responden... a la corriente «irrealista» de su momento histórico, de la que nuestra doctrina, en cambio, se aparta decididamente». No me propongo examinar en estas breves páginas la teoría, o cuasiteoría, de Ortega al respecto.
Asomarán luego --para el lector a quien no sean desconocidos los bosquejos de Ortega-- alguna que otra convergencia y también no pocas discrepancias entre el enfoque orteguiano y aquel que voy sucintamente a proponer aquí. Lo que sí quiero destacar es qué es lo que encuentra Bousoño de más objetable en ese enfoque orteguiano: «Ortega quiere decir aquí que la metáfora poética se apoya en una verdad a la que, por tanto, descubre (la auténtica y completa coincidencia de dos objetos en algunos de sus elementos abstractos), pero sólo para afirmar como verdadero, en un mundo que no es este mundo objetivo en que vivimos, algo no real: el objeto bello: que una mejilla, p.ej., sea una rosa, o que los dientes sean perlas» (ibid., p. 192 sub fine). Y poco después añade (p. 193): «Como es fácil de observar, el error de Ortega, caso de que aceptemos la tesis que en nuestra doctrina general se encierra, consiste en no ver que en poesía el lector desacredita la literalidad del aserto identificativo...».
A lo largo y ancho de su obra, en sus análisis, a menudo llenos de interés, de versos de tan diversos poetas, atiénese siempre Bousoño a esas tesis que acabo de reseñar sucintamente. Comentando (ibid., pp. 178-9) un poema de Vicente Aleixandre en el cual el poeta confiere al cuerpo humano dimensiones cósmicas, Bousoño clasifica tal tipo de textos bajo la rúbrica «visión», en que se atribuye a una cosa real una cualidad irreal o viceversa; explica (p. 179): «Pero si b, el elemento irreal, puede emocionarme de ese modo Z, se debe a que el objeto real A posee de veras ciertas cualidades a1, a2, a3,... que suscitan en mí la misma emoción Z que me suscita b. En suma: el poeta ha atribuido a A la cualidad o función irreal b porque desde el punto de vista subjetivo, o sea: desde la emoción recibida Z, tanto da mentar b como mentar el complejo calificativo o funcional a1, a2, a3,..., de que verdaderamente el objeto A es portador.»
De algún modo, esta posición analítica de Bousoño afloja el rígido planteamiento general que, según hemos visto, rige su tematización de la obra poética; pues, en efecto, hay aquí una cierta admisión de la coincidencia de los opuestos; según el pasaje anteriormente citado, toda coincidencia semejante será puramente verbal; este comentario sobre Aleixandre, en cambio, acepta una coincidencia no meramente verbal, aunque, sin embargo, sí sea exclusivamente subjetiva, tratándose como se trata de una confusión o indiferencia subjetiva respecto de ciertas diversidades reales o extramentales.
Lo que ahí no aparece es la razón suficiente de tales confusiones o indiferencias. Si no hay en la realidad ninguna relación de indistinción entre el objeto real y el dizque irreal, vése mal cómo podrían hacerse indiferentes en cierta perspectiva. ¿No viene reflejado por cada perspectiva u horizonte de intelección uno u otro aspecto real de las cosas, de la realidad?
Entonces ¿cómo es eso una perspectiva, una presentación de las cosas mismas a un determinado punto de vista? Y, si sí se produce el aludido reflejo, entonces ¿cómo pueden dos cosas confundirse en (o --si se quiere-- ante, o para, o con respecto a) una perspectiva, por subjetiva que ésta sea, cuando no medie entre ellas ningún vínculo que las haga de algún modo identificarse, que haga que la una tenga todo lo (toda propiedad) que también tenga la otra? (El principio de gradualidad que más adelante, en la Sección 2ª, postularé y a cuyo tenor son de grado todas las diferencias entre los seres reales es un principio que garantiza precisamente que se dé siempre entre dos seres cualesquiera un vínculo así.) Bousoño está postulando pensamientos a los que no correspondería objeto alguno, y eso es algo que --desde una óptica platónica como la que en cambio anima el planteamiento filosófico de quien esto escribe-- resulta muy cuestionable.
En otro pasaje intenta Bousoño conseguir una mediación entre esos dos planteamientos de la contradicción o ruptura --según él- del sistema lógico en el mensaje poético. Dícenos (TEP, t. II, p. 233): «
Y, en nota a pie de página, ibid., aclara lo siguiente:
Creo que esas declaraciones de Bousoño constituyen un esfuerzo muy serio y valioso para poner orden y claridad en su visión de las relaciones entre mensaje poético y contradicción.
Sólo que a mi juicio no se ve coronado por el éxito tan denodado intento sintetizador. Por una razón: si toda contradicción es absurda, entonces una contradicción lisa y llanamente no vehicula contenido alguno, ni dice nada inteligible, captable; no tienen un sentido propio, algo a lo que cupiera, al menos en ciertos casos, asentir; algo, pues, que pueda tener efectos --a los que alude Bousoño-- de lo que sea: escalofríos, ansiedades, éxtasis, complacencias.
No cabe experimentar ni esos sentimientos ni ningún otro ante un pseudosentido, ante lo absurdo; al igual que no puede emocionarnos la prolación de un ruido que no sea de un idioma conocido. Es más: aun aceptando que la contradicción --en el supuesto filosófico de que parte Bousoño-- vehicule algún sentido (propiamente dicho), será --así nos lo dice Bousoño-- un sentido del cual forzosamente hemos de disentir; es lo forzoso de tal disentimiento --ante algo que literalmente tomado, por ser absurdo, no podría ser ni poético ni siquiera cómico-- lo que acarrea la obligatoriedad de la comprensión no literal, de las relecturas caritativas a que, en cada caso de expresión poética contradictoria, ha de acudir cualquier lector que quiera entender el texto poético; insisto: sólo el necesario disentimiento de tal texto es lo que conlleva el obligado recurso a la paráfrasis o relectura (interpretación no literal).
Y entonces, una vez suplido el (absurdo) sentido textual por otro, sensato, resulta que, así y todo, mantiénese en la mente del lector también el sentido literal pero ya eximido del disentimiento que, sin toda esa maniobra, hubiera automáticamente recaído sobre él. (E incluso gozando de un plácido asentimiento).
Mas, entonces, ese sentido ya no es tan absurdo, cuando se puede pensar sin disentimiento e incluso con asentimiento. Paréceme extraño que logre ese sentido acceder a tal situación gracias a otro sentido, al cual nada lo une salvo la plurivocidad de las palabras. Fuerza de las palabras, sí, según bousoño: fuerza de hacer que lo absurdo deje de serlo gracias a su poder expresar también, traslaticiamente, algo no absurdo. Mas ¿no tenía ya entonces el propio sentido contradictorio la virtualidad de ser --por los vericuetos que sea-- entendido, pensado sin disentimiento y ejerciendo su efecto en la mente de quien lo entienda?
Conocemos todos la colaboración intelectual entre Dámaso Alonso y Bousoño. Sin embargo, vale la pena mencionar que, a diferencia del segundo, estima el primero de esos dos eminentes estudiosos que el mensaje poético, en su contradictorialidad, puede ser algo distinto de un modo retóricamente elegante de decir una verdad banal, no contradictoria de suyo (Poesía española, pp. 289-90):
Error común, sin embargo, de Dámaso Alonso y de Carlos Bousoño es la tesis de la ilogicidad de lo contradictorio; tesis que lleva: al primero a reputar como algo inefable las verdades contradictorias; al segundo --ya lo hemos visto-- a rechazar que se puedan dar verdades tales o hasta que podamos pensar que se den.
Frente a esa tesis de la ilogicidad de lo contradictorio cabría limitarse a mencionar la existencia hoy de lógicas paraconsistentes: lógicas que admiten como algo no forzosamente ilógico la afirmación y simultánea negación de una misma oración --tomada en el mismo sentido en ambos casos.
Habiendo quien esto escribe trabajado durante años en la elaboración de una de tales lógicas, bástale aquí remitirse a su obra publicada al respecto (alguno de esos trabajos vendrá citado en la bibliografía al final de este ensayo). Pero, más que en ese lado del planteamiento --que a algunos semejaríales ser meramente «formal», quiera eso decir lo que quisiere-- y para no enzarzarnos en una controversia sobre qué es o no es «lógico» o en qué consiste «la lógica» (pues el adepto acérrimo de la lógica clásica o aristotélica puede siempre porfiar que sólo ella es «la» lógica y sólo es lógico lo que con ella concuerde, y eso por definición), prefiero discutir aquí las ideas de Bousoño en un plano filosófico, prescindiendo de formalismos o notaciones especiales.
§2.-- Esbozo de una alternativa a las presuposiciones metafísicas de Bousoño
La teoría de la expresión poética que muy escuetamente esbozaré o sugeriré en la Sección siguiente no ha de constituir forzosamente, ni mucho menos, una alternativa frente a toda la concepción de Bousoño, tan bien articulada, tan completa, tan sistemáticamente inclusiva de componentes varios que aúnase sin embargo en armónica conformación de un todo en el cual nada parece olvidado.
Mi propósito es tan sólo el de, habiendo impugnado uno de los elementos de esa concepción global, sin pronunciarme sobre si la amputación del mismo debiera dar lugar o no a una reconstrucción de toda la sistemática concepción de Bousoño, indicar escuetísimamente qué grandes rasgos podría tener una teoría de la poesía que en el aludido punto del engarce con la lógica anduviera por senderos que, en eso sí, estarían alejados de los que recorre Bousoño y --aunque no sin profundas discrepancias, a las que ya he aludido antes-- se aproximara más a los itinerarios orteguianos.
Toda teoría supone una metafísica. Toda teoría acerca de la expresión poética es (parte de) una teoría semántica. También, como cualquier otro autor que sobre tales cuestiones trate, da por supuesta Bousoño una cierta concepción de lo real. En su concepción metafísica, ya lo sabemos, no caben contradicciones verdaderas; además, lo real y lo irreal, así como lo objetivo y lo subjetivo, están estrictamente separados: podrá el poeta acceder a determinaciones objetivas pero irreales de las cosas, o también a otras determinaciones, éstas ya puramente subjetivas: en cualquier caso, semejantes determinaciones estarán por completo ausentes de lo Real.
Y no es que todas esas presuposiciones de Bousoño sean extravagantes, pintorescas o exóticas. Casi más bien pareciera lo contrario: ¿no constituyen antes bien una mera plasmación de un sentido común que, por lo común y hasta comunísimo que es, ofrécesenos como una segunda --si no primera-- naturaleza que está en el transfondo de todo pensamiento sobre la Realidad que no quiera, precisamente él, volviendo la espalda a la sensatez, hundirse en irracionalidad y aberración? Bien, es eso lo que yo cuestiono. El sentido común es ambiguo y puede avalar tanto esa concepción de lo real a la que he aludido --y a la cual permitiréme llamar dignoscitiva-- como una concepción opuesta, a la que llamaré dialéctica.
En verdad, estoy persuadido yo de que el sentido común más se inclina a esta última; mas no deseo discutir tal asunto aquí. Básteme con señalar que, sean cuales fueren los títulos de legitimidad que pueda exhibir la concepción dignoscitiva, no faltan a favor de su contrincante, la concepción dialéctica, ni argumentos filosóficos muy serios ni indicios racionales de que se halla entroncada con al menos algunas hebras de ese trenzado que es el sentido común --o, cabría alternativamente llamarlo, el acervo de ideas y actitudes que conforman el cosmorama del hombre de la calle, aunque no se puede olvidar que hay muchos hombres en la calle, con diversos cosmoramas.
Precisar quiero, eso sí, que si, en general, cabe llamar dialéctica a cualquier filosofía que admita, de un modo u otro, la existencia de contradicciones verdaderas --de verdades mutuamente contradictorias--, en estas páginas voy a reservar ese calificativo de dialéctica únicamente a una concepción particular de entre las así caracterizables, a saber: la que he venido presentando y argumentativamente defendiendo en diferentes publicaciones, hoy ya ampliamente conocidas --y a las cuales, por ello mismo, no tengo necesidad de remitirme expresamente en este lugar, salvo citando un par de ellas en la bibliografía al final de este ensayo; esa concepción ha recibido también la denominación de ontofántica, pues aspira a ser un manifestarse del ser en el lenguaje.
Ante todo caracterízase la concepción dialéctica de lo real por no acceder a una separación para todos los casos absoluta entre el sí y el no, entre ser y no-ser. El ser se da --como casi todas las determinaciones y propiedades de las cosas-- por grados: hay, pues, grados de existencia (o de verdad). Si un país es más fértil que otro, es que es más existente la fertilidad del primero que la del segundo. La fertilidad de un país es un estado de cosas; estados de cosas son también la astucia de alguien, la elevación de un edificio o de un monte y, en general, cualquier posesión de una determinación por un ente.
Cada ente, por su parte, es un estado de cosas, pues es idéntico a la posesión por sí mismo de esa determinación que es la existencia, el ser. Y, desde luego, también hay grados de existencia de los diversos individuos; más real es, cæteris paribus, lo que mayor papel ejerce. Si una cosa tiene menos existencia que otra, tendrá más inexistencia que ella: será, pues, tanto existente (en cierto grado) como también inexistente (en el mismo u otro grado). De ahí que se den contradicciones, las cuales son verdaderas (verdaderas hasta cierto punto, aunque naturalmente nunca lo sean enteramente). Pues sucede todo lo que sucede en uno u otro grado (principio de apencamiento sobre el cual luego me explayaré un poco). La gradualidad del ser lleva consigo la contradictorialidad de lo real.
Ahora bien, no sólo se dan grados sino también aspectos de realidad. La realidad no es uniaspectual; no es monolítica o de una pieza. Significa eso que a muchas preguntas de «¿Sí o no?» --las cuales no por ello dejan de ser correctas-- cabe responder, no «sí», tampoco «no», sino «en unos aspectos sí y en otros no»; y también sucede lo propio cuando en tales preguntas y respuestas reemplazamos el mero «NO», compatible al fin y al cabo --en ciertos casos y dentro de los apuntados límites-- con el «SI», por la negación fuerte, o supernegación, el «no... En absoluto». Puede ser que una cosa en algún aspecto posea una determinación de la que en otros aspectos carezca por completo.
¿Qué son los aspectos de realidad? Son aquellas cosas a las que comúnmente nos referimos en afirmaciones como, p.ej., «En ciertos aspectos, es una película interesantísima« o «En el aspecto del patetismo nada tan fuerte como el Lacoonte». Un aspecto de lo real es, sencillamente, una determinación que tienen las cosas y que se ajusta a ciertos requisitos, como: el de ser poseída por el hecho de que no-sólo-p-sino-también-q en la medida en que sea no sólo verdad que es poseída por (el hecho de que) p sino también por (el de que) q; o el de ser poseída por la negación de algo en la medida en que no lo sea por el algo en cuestión.
Lo importante ahora es percatarse de que las cosas, los estados de cosas, pueden tener grados diversos de verdad o existencia según diferentes aspectos. Un hombre puede ser más duro que otro en cierto aspecto, menos en otro aspecto. Cada aspecto viene a ser como un «mundo-posible» --para usar la jerga de los lógicos modales--, en el cual sea hegemónica una cierta propiedad que sirva para caracterizarlo: el aspecto de la pasión, el de la cultura clásica, el del ansia de poder y así sucesivamente. Cada aspecto engloba a otros en los que se descompone, pudiendo irse al infinito. Un aspecto es monótono cuando sus subaspectos son idénticos a él; en caso contrario es calidoscópico.
La realidad misma globalmente tomada es calidoscópica. Dos aspectos son idénticos (e.e. no son en verdad dos, sino un solo y mismo aspecto) cuando cuanto existe en el uno existe también, y en la misma medida, en el otro; con otras palabras: si dos aspectos son (determinaciones) diferentes, algo habrá que exista en mayor medida en uno de ellos que en el otro --algo habrá que posea una de esas dos determinaciones más que la otra.
Uno de los aspectos de la realidad es el de la experiencia cotidiana. Las más de nuestras afirmaciones usuales refiriéndose a hechos o estados de cosas que sean verdaderos en tal aspecto (con sus diversos subaspectos), sin requerirse que lo sean en general, que sucedan en la Realidad globalmente tomada como tal. Por ello, no constituye una objeción atinada contra la teoría que estoy bosquejando el señalar que no deja de ser afirmable algo porque no suceda o exista en todo «mundo-posible» --en todo aspecto de lo real para usar la terminología aquí propugnada--; porque --dirá el objetor-- el que en uno de tales aspectos llueva no es sino aquello en que consiste el hecho de que puede llover, hecho que no excluye, empero, la afirmabilidad de que no llueve.
Dejando ya de lado lo que atañe a un operador temporal implícito en tales asertos usuales (un «ahora» que restablecemos por catálisis --y cuyo papel semántico dista de ser redundante o pleonástico), es un fallo de la objeción el no percatarse de que nuestras afirmaciones usuales no tienen por marco de referencia la Realidad a secas (tomada, pues, en toda su latitud), sino un horizonte o mundo más restringido, un aspecto de la Realidad particular, que es precisamente ese que he denominado de la experiencia cotidiana: aquel mundo en el cual la propiedad hegemónica es esa de ser objeto de experiencia cotidiana. Tal mundo o aspecto es ciertamente un mundo privilegiado o descollante en cierto sentido; no ya para nosotros --o, mejor dicho, para nuestro habitar en tal mundo-- sino de suyo y en sí mismo también; pero ahora no nos tiene por qué ocupar el llegar a dilucidar en qué estribe ese privilegio existencia (relativo) de tal mundo ni frente a cuáles otros aspectos de lo real se dé.
He señalado ya que la posesión de una determinación por un ente es, a su vez, un ente, cuando existe --en uno u otro grado-- la posesión en cuestión, puesto que cada ente es un hecho o estado de cosas y viceversa. La posesión por un ente o hecho, como determinación suya, de un aspecto de lo real, es, por su parte, un ente caracterizado porque su existencia no es sino el resultado de restringir a ese aspecto de lo real la existencia del primer ente considerado.
En efecto: cada ente es lo mismo que su existencia (pues no puede existir ni más ni menos que ésta, y son idénticos entre sí dos entes cualesquiera que tengan siempre que existir en la misma medida uno que otro); por ello --y según lo apunté ya más atrás- cada ente es idéntico a la existencia de tal ente en la Realidad, e.d. a la posesión por tal ente, como determinación suya, de la Existencia o Realidad, que no es sino el Mundo real mismo en su globalidad, del cual son (sub)aspectos los demás «mundos-posibles-- --incluidos el de la experiencia cotidiana y sus subaspectos--: el restringir un ente a uno de tales aspectos no es sino el darse o existir de dicho ente en ese aspecto, lo cual es, ni más ni menos, el que dicho ente posea, como determinación suya, a tal aspecto.
Una propiedad es una determinación existente en todos los aspectos. Aunque de lo hasta ahora propuesto no se sigue la verdad del principio que voy ahora a postular --al cual voy a llamar de gradualidad--, otras consideraciones abonan a favor del mismo; dirá este principio que cada ente genuinamente real (existente, pues, en todos los aspectos) posee, en uno u otro grado, todas las propiedades: con respecto, pues, a la posesión de propiedades, todas las diferencias son de grado. Entre muchos otros argumentos que muestran la plausibilidad de tal postulado está uno en el que figura como premisa la consideración siguiente: las propiedades de un ente --siendo constitutivas de éste, y no pudiendo el ente ser un mero haz de propiedades sino algo dotado de unidad propia-- han de venir de algún modo fundidas o amalgamadas en el ente.
Hácennos ver la necesidad de postular un principio de separación algo distanciado del ingenuo o banal, no sólo nuestra adhesión al principio de gradualidad, así como el percatarnos de problemas lógicos ligados a las célebres paradojas de las teorías ingenuas de conjuntos (la clase russelliana de todos los conjuntos que no se abarcan a sí mismos como miembros), sino también otras consideraciones, como la de, reconociendo que el que suceda un hecho no es --en general-- sino que tal hecho sea una propiedad de la Existencia misma (del mundo real), caer en la cuenta de a qué despeñadero de incoherencia nos llevaría eso con el principio ingenuo de separación, a cuyo tenor un ente cualquiera tiene la propiedad de ser-así-o-asá (o de hacer esto o aquello) en la medida en que sea verdad de tal ente que él es así o asá (que hace eso o aquella).
Sin entrar aquí en los detalles, complejos, de una formulación correcta del principio de separación, sí cabe empero consignar que, comoquiera que sea, éste debe en cualquier caso excluir de su ámbito de aplicabilidad a ciertos entes, como es en primer lugar la propia Realidad; o --dicho de otro modo-- que debe tener una formulación condicional con una prótasis que especifique que el ente de que se trate (aquel al que sí le sea aplicable [la apódosis de] el principio de separación) no es (en absoluto) de cierta índole, índole de la que en cambio sí es la Existencia; esa índole es la de los seres infinitos, aquellos cuyo grado de realidad es en todos los aspectos o total o, si no, infinitamente próximo a ser total. Esos seres son los atributos de la Existencia, figurando entre ellos aspectos de lo real.
(Gracias a tal formulación, por cierto, puédense tratar agradablemente espinosas cuestiones de teología filosófica y de filosofía y fenomenología de las religiones que en cambio parecían escollos e irresolubles rompecabezas en el marco de teorías pergeñadas con la lógica aristotélica, salvo que se acudiera o al expediente de la predicación analógica --una forma de parabolismo o inefabilismo--, o bien a rechazar como absurdas las creencias religiosas de casi todos los pueblos.)
§3.-- Lo específico de las contradicciones poéticas
La constatación de la verdad de una contradicción no tiene de suyo nada de intrínsecamente poético. Están llenos de tales constataciones tanto nuestra conversación cotidiana («Llueve y no llueve», «Lo sabe y no lo sabe») como asimismo el discurso científico usual --salvo cuando, al caer en la cuenta de que están condenados como absurdos por la lógica aristotélica tales modos de hablar, el científico encorseta y artificialmente remoldea su expresión para llevar el compás que le marca dicha lógica. La verdad de una contradicción es simplemente algo que resulta con necesidad de la gradualidad del ser (de la gradualidad de la verdad), en virtud del principio de apencamiento (ya aludido más atrás), a saber: lo que existe en algún grado existe; con otras palabras: es verdadero todo lo que no sea completamente falso. Sin embargo, llámanos a menudo la atención el discurso poéticos por su (peculiar) contradictorialidad. ¿En qué estriba ésta?
Una contradicción prosaica es una contradicción en la que meramente se registra algo que, por el principio de apencamiento, se deduce de la simple constatación de un suceder algo sólo en cierto grado (no total). Son no prosaicas, pues, entre otras, las contradicciones de las vivencias religiosas, en las que se atribuye a un mismo ser divino, en alto grado, dos propiedades mutuamente opuestas; en este caso sólo la ya aludida restricción del principio de separación nos permite restituir su inteligibilidad y racionalidad a tal vivencia aparentemente absurda (aparentemente supercontradictoria, o sea de la forma: es verdad tal cosa y no lo es en absoluto).
Cuando alguien usa una metáfora, también estamos ante una contradicción no prosaica:
El corazón sin amor
triste páramo cubierto
con la lava del dolor
oscuro inmenso desierto
donde no nace una flor
(de El estudiante de Salamanca). El corazón es un páramo, cubierto de lava, un desierto: ¿decimos que lo es meramente porque, en virtud del principio de gradualidad, todo ser tiene cualquier propiedad, en el grado que sea? Antes de contestar a esa pregunta, consignemos que, sea como fuere, no es una declaración de uso común esa afirmación contradictoria (contradictoria porque resultaría una contradicción expresa al conyuntarla con la constatación de que el corazón no es un páramo ni un desierto [sino...]). No lo es porque no es tampoco de uso común lo que serviría de premisa a tal conclusión, a saber: «En algún grado, el corazón es un páramo».
La razón es sencilla: no cualesquiera verdades son comunicacionalmente pertinentes en cualquier contexto. Verdades que sean demasiado poco verdaderas para que el enterarse de ellas tenga significación oportuna en determinado plano comunicacional no son pertinentes (no es pertinente proferir enunciados que las denoten) en un contexto en el que lo rector o acaparante sea ese plano; y lo mismo verdades demasiado obvias. Como cada ser tiene toda propiedad en algún grado, el decir de tal ser que tiene tal propiedad en uno u otro grado es, simplemente, proferir algo obvio; y el decir, a secas, que tiene esa propiedad puede ser afirmar algo que, por la apuntada razón, no sea comunicacionalmente pertinente.
En los versos del poeta ecuatoriano César Andrade y Cordero «Ir a ver cómo brotan, nupciales, los cerezos / [...] / cuando los vientos duermen detrás de las montañas» tenemos que la metáfora está diciendo verdades que normalmente desdeñaríamos por entero: sólo el principio de gradualidad nos haría reconocer que después de todo es literalmente verdad (pero ¿en qué ínfima medida?) que el viento duerme o que los cerezos brotan nupciales (que es nupcial su brotar o que ellos son nupciales cuando brotan).
¿A qué, pues, tales asertos? El mismo poeta dice:
Isla de mar adentro, mi corazón oscuro
es sólo peña brava con su romperse de olas
Isla de mar adentro en el peñasco duro
la urdimbre de sus cuitas ha entretejido a solas.
Comparaciones hermosas y que nos hacen vibrar: ¿qué verdad encierran?
Plantea la metáfora (poética --la que no lo sea no nos interesa aquí--) problemas similares a los de esas contradicciones del mensaje poético que --no resultando por vía del principio de apencamiento de constataciones usuales sobre posesión en algún grado de ciertas propiedades opuestas por determinados seres-- no pertenecen al ámbito de las contradicciones prosaicas. «Qué sollozo tan inmenso es el sollozo / de mi pobre corazón!», nos dice Amado Nervo. ¿Dónde, cómo, en qué medida es verdad (literalmente verdad) que sollozan el mar y mi corazón éste más que aquél (en un mismo sentido, que permita, pues, la comparación de sendos grados)? Igualmente, cuando el poeta nos hace ver la coincidencia de los opuestos ¿dónde, cómo, en qué grado se cumple eso que él está poniendo de relieve, que nos sobresalta y altera y conmueve?
Dícenos Guadalupe Amor:
Muerte y vida, sois en mí
la misma inquietud doliente,
el mismo trayecto ardiente
que nace donde termina ...
La muerte me ha acompañado
puesto que de ella nací.
Con muerte adentro crecí
y viviendo la he llevado.
¿Meros modos de hablar? ¿Maneras ocurrentes, retóricamente exitosas, de decir banalidades? O, antes bien, ¿un poner el dedo en cierta llaga, un decir cierta verdad cuya literalidad misma es lo que nos espeluzna, acongoja y, a la vez, deleita o reconforta?
Lo mismo, o algo parecido, aparece en el mensaje poético de otra mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz: «en cuyo ser unió naturaleza / la cuna alegre y triste sepultura [...] viviendo engañas y muriendo enseñas». Esta poetisa, al constatar esa coincidencia de los opuestos, es consciente de que se está infringiendo el principio aristotélico de no-contradicción: en el mismo momento y bajo el mismo aspecto tiene y no tiene una cosa cierta propiedad; no sólo eso, sino que no parece tratarse meramente de una cuestión de grado: «No sé en qué lógica cabe / el que tal cuestión se pruebe / que por él lo grave es leve / y con él lo leve es grave».
(Y en otro lugar. «Mira que es contradicción / que no cabe en un sujeto / tanta muerte en una vida / tanto dolor en un muerto»: ¡contradicción que, dícenos ella misma, se está precisamente dando!)
No una, sino tres hipótesis alternativas voy a esbozar aquí, que podrían, en el marco del ya bosquejado sistema filosófico, intentar dar una respuesta a estos interrogantes acerca de la verdad peculiar de las contradicciones poéticas. Cada una de las tres suscita dificultades. Ninguna viene aquí propuesta como «la» solución. Trátase meramente de sendas invitaciones a una exploración que se adentre por los tres caminos, exploración que, desde luego, parece valer la pena.
La primera hipótesis es que el poeta se interesa en esos casos precisamente por lo real menos real, menos verdadero. En los entornos usuales de elocución sólo es interesante lo que tiene un elevado grado de verdad: será un umbral, acaso, del 50%, o de lo que sea: es lo cierto, en uno u otro caso, que vendrán en esos entornos o contextos silenciados --cuando no simplemente negados, aunque desde luego sólo con negación simple (y no con la supernegación «no... en absoluto»)-- las verdades que estén por debajo del umbral en ellos pertinente en cuanto a grado de verdad requerido para la aceptabilidad pragmática de los asertos que en ellos se hagan. El poeta no está absorbido ni obsesionado por esas consideraciones pragmáticas que son las que determinan la irrelevancia de cuanto quede por debajo de tal umbral; al revés: lleva su mirada a eso a todo eso que está, no ya rayano en no-ser, sino cercano a no-ser-en-absoluto; a eso que más no es que es. Es poética toda esa mitad del mundo que desdeñamos en el fárrago de la experiencia y la vida cotidianas pero que, en su más no-ser que ser, nos hace estremecernos al contacto de lo más irreal, de las franjas inferiores en la escala descendente de los seres.
El inconveniente de esta hipótesis es que, entonces, el poeta nos entregaría mensajes excesivamente falsos; mensajes cuya verdad sería exigua, acaso tan sólo infinitesimal; ¿valdría la pena? ¿A qué zambullirse en lo que más no es que es, en los confines en que las cosas se apocan hasta casi no ser en absoluto?
Es mi segunda hipótesis la de que el poeta no habla del corazón, ni del mar, ni del páramo, sino de seres infinitos que gozan de la propiedad de identificarse respectivamente a esas cosas: el poeta, al usar una expresión que normalmente designa un ente banal de nuestro entorno cotidiano, está designando al dios o numen que se esconde y manifiesta en, o con o por ese ente; el poeta es un hombre religioso, y, lo mismo que quien adora al monte, al arroyo o al mar está adorando al respectivo dios que, él sí, tiene la propiedad de identificarse con tal trozo de la naturaleza, igualmente él está descubriendo a través de nuestra experiencia emocional cómo los dioses --lo divino que llena el cosmos y la vida-- aúnan en sí propiedades mutuamente opuestas en grados que serían incompatibles tratándose de seres finitos: el poeta redescubre la coincidencia de los puestos en lo divino exaltada por las religiones y por los pensadores místicos: poesía es, pues mística.
Pero esa hipótesis tiene su talón de Aquiles: cuando nos dice Quevedo que solamente lo fugitivo permanece y dura en Roma, de donde huyó lo firme, ¿está remitiéndonos --así sea sin saberlo, no es eso lo que aquí nos importa-- al numen de Roma, a los númenes divinos de lo fugaz y lo firme? ¿Está en general el poeta hablando de otra cosa que aquella de que parece hablar, de algo lógicamente transcendente, sí, que con ello se identifica pero en un identificarse no conmutativo? ¿No volvemos así a achacar al poeta el decir otra cosa que lo que diría si a la letra lo tomáramos? Además ¿no estamos acercando en demasía poética y religión?
Tercera hipótesis, por último: el poeta cree en un principio de separación todavía más flexibilizado que aquel al que he aludido algo más atrás; un principio de separación cuyo campo de aplicabilidad no sólo excluya a los entes lógicamente transcendentes (seres infinitos: la Existencia y sus atributos), sino que, además, se aplique únicamente en aquellos aspectos de lo real que sean, precisamente, «normales» o --si se quiere, prosaicos--; uno de ellos --no el único-- sería el mundo de la experiencia cotidiana.
Fuera de tales mundos prosaicos estarían los mundos de ensueño, en los cuales cualquier ente podría ser lógicamente transcendente; e.e. podría tener a la vez, y en grados elevados, propiedades mutuamente opuestas (mientras que, en virtud del principio de separación, y allí donde, y cuando, se aplique éste, un ente --al que se aplique el principio-- no puede poseer una propiedad en una medida que exceda considerablemente a la medida en que se abstenga de poseer las propiedades a ella opuestas).
La noción misma de oposición de propiedades debería alterarse o matizarse: serían opuestas dos propiedades si todo ente del ámbito de aplicabilidad del principio fuera de la realidad tal que nunca pudiera poseer ambas a la vez sino en medidas mutuamente limitadas e inversas --poseyendo una de ellas en medida a lo sumo infinitesimalmente superior a aquella medida en que se abstenga de poseer la otra.
Esta tercera hipótesis es sin duda la más prometedora de las tres, o al menos eso pareciera a sobre haz. Al igual que la segunda, revélanos la afinidad entre poesía y mística; pero, a diferencia de ella, apunta también a la diversidad entre ambas: el pensamiento religioso y la mística ocúpanse de la transcendencia lógica de los seres infinitos, que son siempre, en cualquier aspecto, lógicamente transcendentes; el poeta ocúpase de la transcendencia lógica de los seres que la tienen sólo en aspectos no prosaicos de lo real. Ambas actitudes, empero, coincidirán en captar el modo de haberse las cosas más allá de las barreras vigentes para lo banal y en los aspectos comunes de la vida cotidiana.
Con todo, también esta tercera hipótesis se presta a reparos. En primer lugar, resulta dudosa la conveniencia de acudir a una restricción tan drástica del campo de aplicabilidad del principio de separación sólo por acoplar como sea la inteligibilidad de los mensajes poéticos: todos amamos a la poesía, pero magis amica ueritas (o ¿más amigo el principio de separación?, suponiendo que éste sea una verdad).
En segundo lugar, a falta de que se aplique en esos aspectos no prosaicos el principio de separación ¿qué otro principio tendrá en él vigencia? ¿No estamos abocados, al sacrificar o emascular así el principio de separación, a ver esos mundos den ensueño como caóticos o monstruosos?
En tercer lugar, a tenor de esta hipótesis el poeta no nos transmite mensaje algún sobre el mundo de la experiencia cotidiana; están su vivencia y lo que sobre ella nos comunica al margen de nuestras cuitas y anhelos en la vida diaria, en lo que llamamos vulgarmente el orden efectivo de las cosas en que estamos insertos, orden que no es --sabémoslo ya-- sino ese mundo de la experiencia cotidiana; con el agravante de que, puestos a que haya mundos de ensueño, ámbitos o esferas de lo real desbocadas, vertiginosas, que no obedezcan al freno del principio de separación, de ser así ¿por qué va el propio «orden efectivo de cosas», el mundo de le experiencia cotidiana, a estar totalmente ajeno a esas esferas?
A esto, sin embargo, opónese una razón que no por ser pragmática deja de ser epistemológicamente pertinente: cesaría con ello de ser viable la indagación que usualmente llamamos científica acerca de ese orden efectivo de cosas. Y, no obstante, estamos persuadidos de que lo poético no está divorciado de ese orden de cosas, de lo que nos acaece en la cotidianidad de nuestras vidas.
Como se ve, ninguna de las tres hipótesis puede ser sustentada como una solución improblemática o definitiva; será menester, antes de optar por una de ellas, resolver satisfactoriamente las dificultades propias que encierra.
De otro lado, cabe buscar enmiendas y refinamientos de una o más de tales hipótesis; cabe asimismo empeñarse en lograr una síntesis de más de una de tales hipótesis, o bien alguna otra alternativa que, ligando convenientemente los mundos de ensueño estudiados por el poeta --si es que los hay y es así como suceden las cosas-- al mundo de la experiencia cotidiana, consiga empero tanto reconocer la peculiaridad de la consideración poética y de su campo propio de realidad --evitando al paso el tener que recurrir a relecturas caritativas del mensaje poético para poder concederle inteligibilidad o aceptabilidad lógica-- como sobre todo, y no obstante, poner de relieve la pertinencia de lo poético para nuestra vida diaria y cuanto en ella sucede.
En suma, esta exploración, por manera de tanteo --que en el actual estadio son casi palos de ciego, estando como estamos recién salidos de la caverna aristotélica en la que la deslumbrante contradictorialidad de lo real era cosa vedada y nefanda--, termina con interrogantes como éstos de Bécquer:
¿Y ríe y llora, y aborrece y ama
y guarda un rastro del dolor y el gozo.
Semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?
Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros;
pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco.
§4.-- Machado y Bécquer: lógica y poesía
Concluiré este estudio crítico en torno a algunos aspectos de la teoría de Bousoño sobre la expresión poética comentando una posición que está en las antípodas de la de Bousoño (si bien podrá siempre argüirse que un contradictorialista no tiene por qué rechazar de plano lo dicho por su contrincante, sino que puede muy bien hacerlo suyo a la vez que lo niegue también --y hasta algunos dirán que ha de hacerlo--; vide el libro de M. Beigbeder citado más adelante, p. 574): refiérome a la de Antonio Machado, en Juan de Mairena (vol. I, pp. 141-2):
Machado acierta al comprender que dondequiera que se piensa al no-ser, o más en general algo irreal, asoma una contradicción; y que en la poética siempre estámonoslas habiendo con lo irreal y su irrealidad --pero con una irrealidad que anida en lo real mismo.
Que sea correcta su argumentación a favor de la implícita autocontradicción del propio principio de no-contradicción --una argumentación que recuerda, simplificándolas, las de Hegel y Nicolai Hartmann, dos grandes adalides filosóficos de la tesis, aquí sustentada, de la contradictorialidad de lo real-- es asunto aparte; dejémoslo estar.
En todo caso, el error de Machado estriba en sostener --y en eso síguenlo Carlos Bousoño y Dámaso Alonso-- que «la» lógica proscribe la contradicción, como si toda lógica fuera la aristotélica --pero Machado mismo apuntó a una lógica poética, o lírica, que superaría esa ley de la infrangibilidad absoluta del principio de no-contradicción. (Aunque hay que reconocer que cuando Machado escribía no existían aún lógicas paraconsistentes. Mas sí el proyecto de una lógica así, que fue ya lanzado a comienzos del siglo XV por el cardenal Nicolás de Cusa.)
A diferencia de esos otros autores, Machado no sólo admite la verdad de ciertas contradicciones (en lo cual coincide con Dámaso Alonso) sino que postula la efabilidad (poética) de las mismas.
En el t. II de la misma obra citada (Juan de Mairena), pp. 53-5, comenta Machado poesías populares, como la que comienza así: «Quisiera verte y no verte, quisiera hablarte y no hablarte»; dícenos que Kant hubiera llevado a término su empresa filosófica sólo de haber descubierto el carácter antinómico no únicamente de la razón sino de la fe, revelándonos «el gran problema del Sí y el No, como objetos, no de conocimiento, sino de creencia».
Coincidencia entre el Sí el No que el propio Machado ha sabido plasmar en su poesía («Y las doradas abejas / iban fabricando en él / con las amarguras viejas / blanca cera y dulce miel»). Aunque, según Machado, fue Bécquer, el ángel de la verdadera poesía, quien más había sobresalido en esa revelación de la contradictorialidad de lo real. Dícenos al respecto (ibid., p. 25): «La poesía de Bécquer... tan clara y transparente, donde todo parece escrito para ser entendido, tiene su encanto, sin embargo, al margen de la lógica. [...] En su discurso rige un principio de contradicción propiamente dicho: sí pero no; volverán pero no volverán.»
Dirán otros que no asoma en Gustavo Adolfo contradicción alguna: ¿no son acaso distintas las que volverán y las que no? Yo creo que lleva Machado perfecta razón (aunque también en esto discrepo de Bousoño, para quien «menos aún utiliza tal ruptura [del sistema lógico] Bécquer»: TEP, t. I, p. 414). Yo veo constantemente en el ángel de la verdadera poesía memorias y deseos / de cosas que no existen / accesos de alegría / impulsos de llorar.
¡Oh no! No se me venga con que «en diferentes momento o aspecto»: en el mismo momento y bajo el mismo aspecto; pero con la convicción de que eso es algo que sólo al poeta, al genio, es dado captar y expresar: «Con ambas siempre en lucha / y de ambas vencedor, / tan sólo al genio es dado / a un yugo atar las dos».
Bibliografía