Mientras que hoy día generalmente se suele entender por «republicanismo» una teoría de filosofía política, lo que aquí encontramos es un enfoque desde la evolución de los ordenamientos normativos y unas propuestas legislativas, siempre con los conceptos y los planteamientos de análisis propios del jurista, mucho más que del filósofo político.
¿Qué diferencia hay? A nuestro entender el filósofo político tiende a elaborar en abstracto unas consideraciones sobre qué son y cómo habrían de organizarse las sociedades humanas y qué principios habrían de regir la creación y el funcionamiento de sus instituciones políticas. No tiene por qué hacerlo usando conceptos jurídicos ni presentando propuestas articulables en términos de textos normativos, ni en general le incumbe examinar críticamente tales textos, pasados o presentes. Su enfoque es más bien especulativo, de pura deducción.
En cambio, el filósofo del derecho tiende a articular su deducción ligada a textos y conceptos jurídicos, partiendo de situaciones normativas pasadas o actuales, así sea para recomendar su modificación desde el ángulo de unos principios o unos valores, siempre que se sienta capaz de reclamar para los mismos una cierta vigencia normativa en un orden de vinculatoriedad que no brote exclusivamente de su idea particular de las cosas sino que, de algún modo, pueda considerarse que ya está implícito, subyacente u objetivamente requerido por la dinámica de los sistemas normativos.
Todo eso, evidentemente, es susceptible de muchas matizaciones, pero probablemente este deslindamiento sirve un poco para clasificar a los estudiosos que se ocupan de temas de filosofía social en dos grupos, académicamente diferenciados, a cada uno de los cuales le corresponden una tradición, un estilo y una fisonomía terminológica. En tal encrucijada está clara, a nuestro juicio, la ubicación de Lorenzo Peña en este libro, que se decanta por lo jurídico. Así, p.e., no asume la recomendación de virtudes cívicas (que suele hoy asociarse a la propuesta republicana) porque le parece que tal prédica no entra en el campo de una filosofía jurídica --y, de entrar, sería para mal, puesto que la virtud no debería imponerse por ley.
Eso determina que su republicanismo no sea esencialmente político-filosófico sino jurídico. En el capítulo introductorio del libro se hace una crítica del neo-republicanismo de varios autores, principalmente anglosajones, con relación al cual Peña marca una serie de discrepancias fundamentales. Por debajo de tales divergencias de detalle, lo que encontramos es que, en realidad, las propuestas respectivas se sitúan en ámbitos distintos. Peña se interesa por un republicanismo de República, un republicanismo como forma de Estado, y concretamente por el orden constitucional, sus principios y valores.
Por eso reduce a un mínimo las consideraciones genéricas sobre el papel del gobernante y la fundamentación de su legitimidad y su misión para centrarse, más bien, en problemas específicos de organización constitucional: un comentario muy extenso de la Constitución republicana de 1931 y de las circunstancias que llevaron a la ineficacia de esa norma en 1939 (capítulo 2); otro comentario, todavía más amplio, sobre aspectos centrales de la Constitución de 1978, que se hace parcialmente en comparación con la de 1931, y que culmina con un examen de los problemas jurídicos de su entrada en vigor; un estudio sobre el valor jurídico del concepto de memoria histórica y su posible proyección como una directriz de política legislativa (cp. 4); una propuesta relativamente detallada de lineamientos para una eventual remodelación constitucional de nuestra democracia (lo que llama la «democracia justificativa»: cp. 5); estudios sobre la situación de varias de las libertades reconocidas en la Constitución española (capítulos 8 y 9 sobre diversos aspectos de las libertades de asociación y de pensamiento); y finalmente, cuatro capítulos de derecho comparado y de consideraciones sobre un orden jurídico-internacional justo, abrazando ahí el ideal de una República universal.
Hay otros capítulos que encajarían más difícilmente en la lectura que estamos proponiendo, como el 7 («Un acercamiento republicano a los derechos positivos»),NOTA 2 el 6 («Los valores republicanos frente a las leyes de la economía política»), aparte del 1 («El valor de la hermandad en el ideario republicano radical»). Incluso en ellos Lorenzo Peña se muestra siempre más jurista de lo usual en los filósofos políticos, hasta en el modo de expresarse.
Lo que hemos visto explica por qué la propuesta de Lorenzo Peña en este libro gira en torno al problema de qué organización del Estado es la más adecuada, no sólo en general sino también teniendo en cuenta la historia de las constituciones en España (abundando en el volumen referencias a las constituciones decimonónicas y a las circunstancias de su entrada en vigor y de su extinción normativa). Peña se esfuerza por presentar el republicanismo de 1931 como una continuación del liberalismo histórico español, especialmente el liberalismo regeneracionista del primer cuarto del siglo XX, brutalmente interrumpido en 1923.
Ese trasfondo histórico-doctrinal no es el único en este libro, que reivindica otras tradiciones, especialmente la del republicanismo francés, desde la Constitución jacobina de 1793 y, todavía más, la de la II República, la de 1848, hasta el republicanismo radical de Léon Bourgeois y el solidarismo de Léon Duguit, que quiere conjugar con la tradición del krausismo español, principalmente representado por Francisco Giner de los Ríos, al que se cita profusa y reiteradamente, cuya obra, a través de Fernando de los Ríos y Adolfo González Posada, fue una de las fuentes inspiradoras de la Carta Magna de 1931.
En cambio, salvo en la discusión --del capítulo 0-- con el neo-republicanismo cívico de Philip Pettit,NOTA 3 están ausentes las referencias usuales entre los filósofos políticos al concepto de libertad colectiva de James Harrington y toda su progenie anglosajona (el ciudadanismo), esa noción de libertad como no-dominación.
Al margen de la crítica a ese concepto --en parte por su vaguedad--, Peña va a dirigir dos reproches a esa tradición y, aún más, a sus epígonos actuales:
El republicanismo de Lorenzo Peña es, pues, un estatismo, conteniendo una propuesta de acción emprendedora del sector público que quizá en este momento suena mucho menos heterodoxa que unos meses o años atrás, cuando seguramente el autor estaba escribiendo su obra, marcadamente a contracorriente. La crisis está cambiando súbitamente muchas mentalidades. Hasta hace poco incluso los más intervencionistas en las discusiones de filosofía política lo único que defendían era un conjunto de medidas redistributivas, no un retorno a la acción planificadora y a la empresa pública de los años 50 y 60, que es lo que Peña nos propone sobre la base de una crítica sin paliativos (en el cp. 6) a la creencia en que existen leyes objetivas del mercado, leyes económicas. Esa crítica le lleva a negar que el mercado se rija por unos imperativos que impongan límites a la acción directiva de los poderes públicos, por una lógica empresarial y un mecanismo auto-regulador de oferta y demanda. A su juicio el mercado es errático e impredecible y la política de intervención pública no tiene que ajustarse a unas exigencias económicas sino al revés.
Es más, sostiene que, en realidad, los poderes públicos siempre han intervenido y siempre han sido promotores de creación mancomunada de riqueza, sin la cual tampoco habría sido posible una iniciativa privada que viene no sólo canalizada por el ordenamiento jurídico sino posibilitada por la acción económica estatal --desde las obras públicas de regadío de la antigua Mesopotamia hasta el presente.
Hemos dicho que Peña quiere volver al modelo constitucional de 1931. Entre los méritos que le atribuye podemos mencionar los siguientes.
Peña no se abstiene, así y todo, de criticar al constituyente de 1931 en cinco puntos:
Para Peña una razón para reivindicar la Constitución de 1931 es una querencia legalista: su desaparición del ordenamiento jurídico plantea un enigma para cualquier teoría sobre la relación entre vigencia y eficacia, porque nunca hubo un acto jurídico que la abrogase ya que ni siquiera los preceptos promulgados por el régimen totalitario que siguió entraron a derogar la Carta Magna de 1931 (como lo analizó ya en su día Nicolás Pérez Serrano --cuyas consideraciones al respecto cita y glosa Peña). Desde esa perspectiva Peña suscita también dudas acerca de qué ordenamiento estaba vigente en el momento de adoptarse la Constitución actual, o sea: qué regla de reconocimiento, material y formal, habilitaba a entronizar el nuevo texto. Si las reglas de reconocimiento incluyen no sólo habilitaciones formales sino también imperativos materiales, ello afecta sin duda a cómo conceptuemos los procesos de mutación constitucional. Si unos son conformes con la normativa vigente en el momento de su institución, otros, sin serlo, pueden tener legitimidad por emanar de un apoderamiento insurreccional que, habiendo brotado del pueblo, exprese la vocación de ruptura con un orden de cosas opresor. Esa alternativa plantea un problema de clasificación para el caso que nos ocupa.
A pesar de sus méritos y su enorme interés, el libro que estamos comentando no escapa a las críticas. Vamos a formular cuatro.
En particular hay una laguna bibliográfica que llama la atención, y es la omisión del libro de Jean-Fabien Spitz,NOTA 4 una obra de vocación parecida, desde la perspectiva transpirenaica, que intenta sintetizar la tradición republicana francesa (a la que tan adicto es Peña) con el neo-republicanismo cívico de Pettit --que en cambio no concita su simpatía.NOTA 5
Esas cuatro críticas no empañan el valor de una obra cuya fisonomía singular se perfila como una aportación que nos saca de los paisajes doctrinales a que estamos habituados. Y es que una de las particularidades de este libro es el fundamento filosófico de su propuesta doctrinal. Frente a la prevalencia en España de ideas de cuño kantiano (racionalidad ético-política formal más que de contenido, orientación procedimentalista, supremacía de la autonomía del individuo, principio de dignidad), la inspiración de Peña viene de fuentes enteramente dispares: el eudemonismo de Leibniz, la ética material de los valores, el consecuencialismo británico y la prioridad del hecho jurídico en Giner y en Costa. Por ello profesa un pluralismo axiológico que trata de articular con un planteamiento de lógica jurídica subyacente en todo el libro (y de hecho referido explícitamente más de una vez) pero que en esta obra nunca aparece expresamente tematizado.
El libro de Lorenzo Peña se lee con agrado y con afición, pero, todavía más, es un almacén de datos: hechos individuales y colectivos en el trasfondo de grandes actos de derecho público; informaciones históricas; abundante cita de documentos a veces olvidados. Pero su principal valor no es éste, sino la calidad de sus argumentos y discusiones, su lógica aplicada, su capacidad de convencer y persuadir.
Concepción Fernández Alonso
[NOTA 1]
PEÑA, L.; Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica, Madrid/México, Plaza y Valdés, 2009, 455 pp.
[NOTA 2]
Es un tema predilecto del autor, que ya le dedicó el libro de la misma editorial: PEÑA, L. y AUSÍN, T. (comps); Los derechos positivos: Las demandas justas de acciones y prestaciones, México/Madrid, Plaza y Valdés, 406 pp.
[NOTA 3]
Pettit fue, por cierto, colega de Lorenzo Peña en Canberra durante un semestre en 1992-93.
[NOTA 4]
SPITZ, J.-F.; Le Moment républicain en France, París, Gallimard, 2005, 523 pp.
[NOTA 5]
Mencionemos que ambos autores comparten las referencias de Alfred Fouillée y Léon Bourgeois.