§1.-- Finalismo y legitimismo en la justificación del ordenamiento jurídico-político
Podemos clasificar en dos grandes grupos las teorías de la legitimidad o legitimación del poder político y de los cúmulos de preceptos que vienen promulgados por el poder.
El primer grupo es la línea legitimista o genealógica o intrinsecista, según la cual el poder extrae de algún rasgo de su propia entidad intrínseca su legitimidad --o sea: su autenticidad, su autoridad para imponer su voluntad a los súbditos, la licitud de su potestad de mando. Hay muchos legitimismos.
Para un legitimismo teocrático, es Dios, son los dioses, quienes gozan de un título, ontológicamente fundado, y cualquier poder humano tiene la legitimidad que le confiera o delegue la divinidad.
Otro legitimismo es el cratocrático o aristocrático, según el cual hay seres humanos fuertes y débiles, y los fuertes tienen derecho a someter a los débiles. La fuente de legitimidad del poder es la fuerza; no una fuerza circunstancial, pasajera, sino una fuerza superior que viene de la superioridad o calidad preeminente de quienes, por esa calidad, están llamados a dominar; la naturaleza habría hecho a los hombres desiguales y habría entregado a los poderosos la capacidad y el derecho a tener ese poder, esa potestad.
Otro legitimismo es el tradicionalista, que coloca los títulos de respetabilidad de la autoridad en la tradición, en el legado del pasado, o a lo sumo en los actos fundacionales por los que se estableció tal tradición. Si una dinastía legítima tiene el poder sobre un pueblo es porque los antepasados así lo establecieron, vinculando a generaciones sucesivas.
Otro legitimismo es el democrático. La fuente de autoridad legítima es la expresión de la voluntad popular (sea por democracia directa, por votación plebiscitaria de las decisiones, o por mera representación electoral, que es la menos democrática de las democracias).
Otro legitimismo (que puede superponerse con uno u otro de los precedentes) es el contractualista, según el cual cada quien está obligado a las obligaciones que suscribe, y el poder originaría su legitimidad de un pacto social (tal vez ideal o legendario).
Frente a todos esos fundamentos de la legitimidad que miran a los orígenes, el fundamento pragmático o finalista mira al futuro, a las consecuencias, a los resultados. No se trata de saber cómo se originó en última instancia el poder ni cómo se adquirió su ejercicio. O, más exactamente: esas consideraciones son pertinentes sólo derivativamente con relación al criterio básico de para qué sirve el poder, y de si el poder establecido sirve a esos propósitos. Las reglas de transmisión y continuación del poder están subordinadas así a la cuestión central de los fines del poder. El valor de esas reglas procedimentales es instrumental (al paso que en las teorías legitimistas o genealógicas lo procedimental se erige en sustancial y último).
Salta a la vista la similitud entre la dicotomía jurídico-política de legitimismo y finalismo y la dicotomía de fundacionalismo y antifundacionalismo en teoría del conocimiento; sea en la teoría general del conocimiento, sea en algún campo gnoseológico particular como la teoría del conocimiento lógico, la del conocimiento científico, la del conocimiento común o del filosófico. Para el fundacionalismo el conocimiento se justifica por un rasgo originario e intrínseco de algún conocimiento; así, por la evidencia de un dato que se impone, o se impuso originariamente, a la conciencia con una autoridad obvia e indisputable (sea la evidencia empírica, sea la introspectiva --el «yo pienso» cartesiano--, sea la intuición eidética o lo que sea).
El antifundacionalismo renuncia a esa autoridad originaria y es escéptico con respecto a las evidencias y a su incuestionabilidad. En consecuencia ha de acudir a vías justificatorias indirectas, como la coherencia del sistema, o la coherencia entre el sistema y un cúmulo de constataciones empíricas (coherentismo); o el conjunto de resultados obtenidos por aplicación de la teoría (pragmatismo); o la selección de ciertas reglas cuya confiabilidad esté atestiguada por la experiencia o por aplicabilidad práctica de la teoría (confiabilismo o reliabilism).
Para los enfoques genealógicos o fundacionalistas el procedimiento de adquisición de los conocimientos fundamentales lo es todo. Para los enfoques antifundacionalistas, especialmente para el pragmatismo, esos procedimientos se justifican por los resultados.
En teoría del conocimiento Leibniz es un pragmatista, a pesar de su racionalismo e intelectualismo. Frente al intuitivismo cartesiano y al culto a la idea clara y distinta que se impondría inapelable e indefectiblemente, Leibniz aboga (aunque tal vez en medio de titubeos e inconsecuencias) por una visión que se ha caracterizado como `formalismo', pero cuyo eje es que el sistema de las verdades conocidas ha de ser sometido a la prueba de la coherencia interna y de la coherencia con los datos de la experiencia.
El criterio para distinguir el mundo real de los imaginarios es el de la coherencia, el de la cohesión; los mundos de la ensoñación son fragmentarios, inconexos, incongruentes internamente y unos con otros. Sólo el real es congruente. (Y en definitiva los mundos posibles alternativos no son del todo posibles porque son incoherentes con la existencia de la perfección divina que no consiente la realización de un mundo que no contenga el máximo de lo composible).
Comentando el opúsculo de Leibniz De modo distinguendi phænomena realia ab imaginariis,NOTA 1_1 señala N. Rescher cómo, en ese lugar, Leibniz es un claro precursor de la teoría coherencial de la verdad. Rescher recalca la similitud entre la idea de Leibniz, ahí formulada, de la coherencia y completez como criterios de verdad con la concepción metafísica de Leibniz según la cual de los órdenes posibles está llamado a existir sólo el que coherentemente contenga lo más composible, o sea el que sea más completo (siendo coherente), por el principio de perfección o de optimalidad.
Habría que añadir la convergencia entre esos dos coherentismos (el metafísico y el gnoseológico) y el coherentismo jusfilosófico: la idea de que el principio rector del ordenamiento jurídico-político, el bien común, impone la apreciación global para que nuestras opciones recaigan sobre aquel orden jurídico-político que mejor sirva al bien común como un todo.
Esa convergencia profunda, ese holismo coherencialista, explica que, p.ej., al tratar de justificar los principios lógicos, Leibniz acuda a un argumento parecido al que se ha llamado «transcendental' de Aristóteles a favor del principio de no-contradicción: justifícanse los principios lógicos porque, sin ellos, no se ve cómo articular el sistema de conocimientos; porque hacen falta; porque conducen a buenos resultados y no parece haber alternativa.NOTA 1_2
Exactamente ese mismo sesgo tiene la justificación leibniziana del ordenamiento político-jurídico. No rige en absoluto para él un «todo vale». Hay reglas. Reglas de ejercicio del poder; reglas de elaboración y promulgación de los preceptos jurídicos; reglas de transmisión y delegación del poder. Pero esas reglas son instrumentales y se supeditan al servicio a la convivencia humana y al bien común de la humanidad.
Instáurase el poder político porque hace falta. Una sociedad de seres dotados cada uno de su propia voluntad no puede funcionar sin autoridad, y sin que esa autoridad sea obedecida. Es contingente quién sea llamado al ejercicio de la autoridad, dependiendo de las costumbres, las tradiciones, las ideas del tiempo, las reglas procedimentales. No son contingentes ni la necesidad de alguna regla ni la obligatoriedad de acatar las reglas que de hecho tengan vigencia (así como el resultado de su aplicación, o sea el poder establecido y sus promulgamientos) mientras no existan razones imperativas de bien común que hagan posible y necesario reemplazar ese poder por otro mejor capacitado para servir al bien común.
Y eso es así tanto en el campo del derecho interno como en el del derecho de gentes, especialmente el derecho internacional convencional. Los tratados son leyes de vigencia internacional conjuntamente promulgados por los Estados contratantes y que ninguno de ellos tiene potestad de desacatar ni modificar unilateralmente. Por ellos se plasma un orden jurídico que va más allá de la esfera interna del Estado y que tiene como fin servir al bien común de la humanidad, regulando la sociedad internacional de manera pacífica.
La razón para obedecer los tratados internacionales y desautorizar a quienes los violen es que sin tratados, o sin respeto a la palabra empeñada en ellos, no habría orden, no habría paz, no habría servicio conjunto de los poderes estatales al bien común.
§2.-- Los argumentos de Leibniz a favor de la causa austríaca
Toda esa línea de argumentación la formula Leibniz de manera singularmente luminosa, fulgurante, en sus diatribas contra los borbones y a favor de la causa austracista en la guerra de sucesión de España (1701-1714).
Examinemos someramente algunos de los argumentos de Leibniz a favor de Carlos III, Archiduque de Austria, y en contra de Felipe V y del instigador de su exaltación al trono, cardenal de Porto Carrero. Los argumentos que enumeramos están sacados de estos panfletos:
Los principales argumentos son éstos:
De todos esos argumentos el principal para Leibniz es la inviolabilidad del Tratado de los Pirineos y la consideración decisiva de que, sin el respeto a la inviolabilidad de los tratados, no hay cómo establecer y asegurar la paz entre los pueblos y el orden pacífico que exige el derecho de gentes. Sin ese principio de respeto a la legalidad interestatal, se socava la regla de acatamiento del ordenamiento jurídico, y así el poder deja de ser legítimo. Si se consiente esa conculcación de los tratados por la principal potencia mundial a la sazón (la monarquía francesa), que pasa a erigirse en unilateral promulgador y revocador de las reglas que rigen las relaciones entre las naciones, entonces la humanidad queda sujeta al arbitrio despótico de un poder sin freno y a la ley del más fuerte.
Podemos poner colofón a ese cuadro argumentativo con esta descripción que brinda Leibniz de la situación miserable del pueblo bajo el despotismo borbónico:
En resumen: será una España donde el rey «gobernará a la otomana» y donde a las súplicas de los de abajo contesten los de arriba con nuevas afrentas.
§3.-- La coherencia entre los escritos políticos de Leibniz y su sistema jusfilosófico
Podemos examinar esa polémica de Leibniz a favor de la causa austracista en la guerra de España (así se llamó en su tiempo) a la luz de una larga trayectoria de nuestro autor de participación en los conflictos políticos de su época, poniendo su pluma al servicio de las causas que estimaba justas.
Ya en 1669 nuestro filósofo, a la tierna edad de 22 años, había escrito lo que fue su primer panfleto político, relativo a la elección del rey de Polonia. Encargado por su protector, J.C. von Boineburg, para respaldar la candidatura del conde palatino, Felipe Guillermo de Neuburgo, salió publicado el panfleto con seudónimo.NOTA 1_5
Tras ese primer panfleto, seguirán muchos otros, siendo el más célebre «Mars Christianissimus», un libelo contra Luis XIV; cabe citar también los escritos a favor de la sucesión hannoveriana en Inglaterra (1701), tomando partido por los Whigs, antijacobitas radicales que podían ser los apoyos de la pretensión protestante.
De esa larga serie de escritos políticos se pueden decir muchas cosas.
Esas tres consideraciones encierran, todas, parte de verdad, o son verdades parciales. Pero no son toda la verdad ni, por ende, son plenamente verdaderas.
Frente a [I] hay que decir que la separación de actividades no es tajante. Por lo siguiente:
Frente a [II] hay motivos para dudar que Leibniz hubiera podido igual e indiferentemente servir a unos o a otros. En rigor generalmente los abogados no son escogidos por puro azar. En cualquier caso hay escritos de Leibniz a favor de la preeminencia política del Imperio romano-germánico y del derecho superior de la casa de Austria ya en su primera juventud, antes del viaje a París; hay una cierta línea de continuidad en sus opiniones y preferencias, una ambivalencia de su actitud hacia la Francia del Rey Sol (cierta admiración pero repugnancia e indignación). Es posible que en otras circunstancias vitales Leibniz hubiera servido otras causas, pero no es menos cierto que se da una honda coherencia entre lo que escribe en sus panfletos y lo que sostiene en sus escritos de filosofía jurídica. En suma, no hay ahí mero azar en que Leibniz sea abogado de lo que él ve como la causa política y jurídicamente justa en lugar de serlo del partido francés.
Además, Leibniz no sacó recompensas de sus panfletos políticos, salvo la remuneración indeterminada de poder seguir al servicio de sus señores. La redacción de los escritos la emprendió por su iniciativa y la asumió con convicción; no fueron obras de encargo ni siempre gustaron a los príncipes favorecidos por sus alegatos. Siempre había en su prosa consideraciones de principio que no podían concitar el agrado de los poderosos.
Leibniz nunca olvida que el ius ad rem de una persona individual o jurídica es un derecho relativo y contingente que se infiere de unos supuestos de hecho y que en general es comparativo (es, simplemente, mejor derecho). Y no ignora lo difíciles y a menudo conjeturales que son la averiguación del supuesto de hecho y el análisis de sus rasgos jurídicamente pertinentes. Pero a través de lo contingente se manifiesta lo necesario; a través de lo circunstancial se expresan los principios del derecho natural (cuyo grado mínimo imprescindible es el principium seruandæ pacis).NOTA 1_6 Pero para Leibniz el derecho natural es sustancial, no procedimental. Determina el cometido del ordenamiento jurídico y del ejercicio del poder (intraestatal e interestatal); no las personas que lo ejerzan, lo cual es contingente y está al albur de los acontecimientos; eso sí, dados unos antecedentes de hecho, el derecho natural impone que se siga la vía más conducente a la preservación y promoción del bien común.
Respecto a [III] hay que decir que Leibniz no es un mero buen actor (aunque también sepa serlo, en parte). Evidentemente Leibniz selecciona las causas que abraza y lo hace según un criterio de coherencia entre los principios ético-jurídicos que profesa y esas causas --dados unos supuestos de hecho de los que suele ser buen conocedor, por la amplitud de su saber y de su curiosidad. La totalidad del corpus de escritos filosófico-jurídicos y políticos leibnizianos se inspira en el principio del bien común y de que son ponderables --habiendo de someterse siempre al criterio del mejor y mayor servicio al bien común-- las razones a favor o en contra de una alternativa dada en una contienda humana. Su consecuencialismo no es utilitarismo. El principio del bien común determina la opción de reglas de conducta política (como el respeto a la ley y a los tratados), pero queda a salvo que una razón grave de bien mayor, un estado de necesidad, pueda determinar excepcionalmente la inaplicabilidad de alguna regla.NOTA 1_7
[NOTA 1_1]
Leibniz: An Introduction to his philosophy. U. Press of America, 1986, p. 130.
[NOTA 1_2]
Sobre esa justificación pragmática del principio de no-contradicción, v. Nouveaux Essais, libro IV, cap. II: «les géomètres ont besoin du principe de contradiction dans leurs démonstrations»; cf. Nouveaux Essais L. IV, c. XII; L. IV, c. XVII; L. IV, c. XVIII.
[NOTA 1_3]
No se puede desconocer que --en la mentalidad y las costumbres de aquella época-- los príncipes son miembros de la familia del padre; pertenecen a la dinastía patrilinear. Su nación es la del padre, que es también normalmente el lugar donde han nacido y vivido su niñez y mocedad. El vínculo genético matrilinear confiere derechos mas no determina la nacionalidad del príncipe. Por eso el derecho de herencia a maternis permite incorporar territorios extranjeros a una corona, que tiende a guardar su carácter nacional anterior a tal incorporación. En Francia se veía la ley sálica como una ley nacionalista, que había evitado la entronización en ese reino de vástagos de los reyes ingleses y españoles. Todo eso lo recalca Leibniz en sus panfletos, enjuiciándolo según un principio jurídico de equidad o paridad; esa preocupación por la paridad es lo que condujo siempre a los monarcas españoles de la casa de Austria a no dar sus hijas a un príncipe francés más que estableciéndose de mutuo acuerdo, en las capitulaciones matrimoniales y en los tratados, una solemne y absoluta renuncia a los derechos hereditarios en España.
[NOTA 1_4]
Manifeste, Foucher de Careil, Oeuvres de Leibniz, t. 3. París: 1861, p. 417.
[NOTA 1_5]
El seudónimo era un semi-anagrama, `Gregorio Ulicovio Lituano'. El lugar de publicación era apócrifo; el título del panfleto, «Specimen demonstrationum politicarum pro elegendo Rege Polonorum nouo scribendi gener ad claram certitudinem exactum». Cf. Kurt Müller & Gisela Krönert, Leben und Werk von G.W. Leibniz. Vittorio Klostermann, 1969, p. 16.
[NOTA 1_6]
Véase Reinhard Finster et al. (comps), Leibniz Lexicon: A Dual Concordance to Leibniz's Philosophische Schriften. Olms, 1988, p. 182.
[NOTA 1_7]
Véanse el Prólogo al Codex Iuris Gentium Diplomaticus en la ed. de Escritos Políticos del Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1985, p. 22; y René Sève, Leibniz et l'école moderne du droit naturel. PUF, 1989. p. 215.