Txetxu Ausín & Lorenzo Peña
Sea de todo eso como fuere, dos puntos esenciales nos interesan aquí en primer lugar.
El primero es que nada prueba que en general las sociedades humanas hayan erigido ese deber de veracidad, o de no-mendacidad, en un deber jurídico general. No se conocen leyes que sancionen la declaración falsa entre particulares, salvo casos bien determinados; p.ej., en las transacciones mercantiles hay delitos de falsedad (delitos, podríamos decir, contra la verdad --siendo ahí la verdad el bien jurídicamente protegido, al menos aparentemente). Se sancionan las falsedades testimoniales ante los tribunales; y algunas otras. Son casos en los que la conciencia social piensa que atenta gravemente contra una regla básica de fiabilidad mutua el hacer, a sabiendas, declaraciones falsas. Salvo en esos casos, en general jurídicamente cada uno es muy libre de decir mentiras.
¿Hay algún criterio general para determinar en qué casos una sociedad tiene que imponer obligatoriamente un deber de no-mendacidad (o de veracidad)? ¿O sólo cabe una determinación puramente enumerativa, al albur de lo que se les haya ocurrido a los promulgadores de códigos? Esta segunda respuesta es inverosímil; porque, allende los códigos y el derecho expresamente promulgado, están el consuetudinario y los principios inspiradores de un ordenamiento normativo; y siempre nos topamos con que, mientras que unas mentiras vienen consentidas, otras están prohibidas. ¿Cuáles y en virtud de qué rasgos?
El segundo punto que nos interesa subrayar es que esos deberes son, casi siempre, los de no decir mentiras, mas no los de decir verdades. Hay excepciones. Los testigos tienen obligación de decir «toda la verdad». En ciertas transacciones mercantiles hay obligaciones de sinceridad. Hay también una serie de relaciones en las que existen deberes positivos de declarar algo (y, claro es, de declararlo con verdad). El silencio no siempre es lícito. Hay situaciones en las que el que calla otorga. Pero el ámbito en el que es positivamente obligado decir algo (y que sea verdad) es mucho menor que aquel en lo que es lícito callar.
Bien. Tenemos así dos deberes de veracidad: el negativo (de no decir falsedades cuando uno sabe, o cree saber, que lo son); y el positivo (de decir verdades, o lo que uno cree que es verdad, en ciertos casos). Tales deberes tienen un campo limitado (no hay un deber general de veracidad --desde el punto de vista de las normas reguladoras de una sociedad--, salvo tal vez alguna sociedad que aspire a la perfección, como una orden religiosa). De manera general, el deber de veracidad se da sólo cuando la mendacidad o el silencio son notoriamente perjudiciales al bien común. Proponemos ese criterio a sabiendas de sus dificultades y, entre ellas, de lo difuso (o borroso) de esa noción; bordes borrosos que resultan de la gradualidad del concepto de perjuicio al bien común. (V. infra, al final de este ensayo.)
¿Cómo se relacionan esos deberes con derechos correlativos? Existe una correlación general entre deberes y derechos; correlación que no es una mera concomitancia contingente, ni siquiera un carnapiano postulado (analítico) de significación ni nada por el estilo, sino un nexo inferencial puramente lógico, de lógica jurídica, a saber: es una verdad de lógica jurídica (principio de no-vulneración) que, si A es un hecho lícito, es ilícito cuanto estorbe, impida u obstaculice A --por acción o por omisión, aunque no forzosamente en la misma medida; y viceversa (principio converso): si todo cuanto impida u obstaculice A está prohibido, A es lícito (o sea hay derecho a A).
¿Qué se impide u obstaculiza diciendo mentiras? Se impide u obstaculiza que el interlocutor sepa o averigüe la verdad. Cuando, donde y en la medida en que haya obligaciones, negativas o positivas, de (respectivamente) no decir mentiras o decir verdades, habrá correlativamente derechos ajenos de conocer la verdad, o de enterarse de ella.
¿Hay en general un derecho a conocer la verdad? Se ha tendido en los ordenamientos constitucionales más modernos (no en todos) a reconocer un derecho fundamental de todos los hombres a saber la verdad, al menos en torno a ciertos hechos (seguramente los hechos pertenecientes a la vida pública, públicamente accesibles). Es ese derecho fundamental el que genera un deber correlativo de veracidad para una gama de profesionales; si bien cuál sea esa gama es, desde luego, un asunto abierto y controvertible (en el cual no entraremos aquí).
Ese derecho de los seres humanos a recibir una información veraz viene recogido en declaraciones y pactos internacionales (Declaración Universal de DD.HH., art. 19; Pacto Internacional por los Derechos Civiles y Políticos, art. 19.2).
Ya sabemos que de ese derecho --y en virtud del principio de no vulneración-- se infiere la obligatoriedad de no estorbar la recepción de información veraz por la gente. ¿No estorbarla cómo? ¿Por acción o por omisión? ¿Hay un deber positivo de proporcionar información veraz, poniendo en ello (¿todos?) los medios disponibles?
En el ámbito de periodismo se apunta hacia la existencia de un deber de veracidad como obligación positiva, en la medida en que hay obligaciones de hacer, y no sólo obligaciones de no-hacer.
Destacamos dos de ellas:
Esos dos deberes de diligencia --para el medio informativo y para el informador individual-- suponen además el empleo de un conjunto de recursos técnicos y humanos para su adecuada realización.
Quedan abiertas, así y todo, tres cuestiones importantes sobre el deber de veracidad en el ámbito de la comunicación.
En este caso la información --aunque no verse sobre un tema rotundamente excluido del público dominio-- sí se podría adentrar en zonas fronterizas con intimidades (o en cuestiones que, por razones de seguridad colectiva, han de silenciarse, al menos de momento); el interés de la gente de ser informada sería menor que un interés común razonable de que no se facilite tal información. Ésos serían límites internos del derecho a la información veraz y del correlativo deber de veracidad de los informadores públicos.
Es decir, parece que hemos de aceptar --además de los límites externos que vedan la intromisión en temas claramente tabú-- límites internos que vedan también, o que restringen, el acceso a zonas fronterizas.
Entrarían así en juego, por consiguiente, la evaluación de las consecuencias de determinadas informaciones y la noción de responsabilidad, tan determinante en el ámbito deontológico de la comunicación. De ese modo, el deber de veracidad estaría condicionado por otros principios básicos de la moral y del derecho, como no causar daño por malicia o negligencia (responsabilidad subjetiva) o buscar el bien común; es decir, habrá que tener en cuenta el contexto y las circunstancias.
Por todo lo dicho, el asunto del deber de veracidad en el ámbito de la comunicación conlleva un entramado de colisiones, zonas con límites difusos y práctica de la ponderación que ha de ser adecuadamente abordado.
Ya hemos mencionado la ficción jurídica del deslinde entre límites internos y externos del campo en el cual es lícito (y a veces obligatorio) facilitar información. Ambos límites se basan en lo mismo: hay campos de información que interesan al público y campos que no; en éstos últimos la información perjudicaría; ambos límites se basan, pues, en que se da una demarcación entre los perjuicios que es lícito causar --al difundir una información-- y los que no. Mas sólo los límites externos separarían el ámbito de lo informable de aquello en que expresamente se excluye la información en virtud de otra norma legal.
Una dificultad con ese deslinde estriba en que es un asunto de grado el perjuicio a otros prohibido por el ordenamiento jurídico; difícilmente podremos diferenciar de un plumazo lo que es información perjudicial de lo que no lo es (y aún más lo que interesa potencialmente al público de lo que no).
Como alternativa, proponemos un análisis gradualista de la licitud y de obligatoriedad, que da cuenta del deber de veracidad y del derecho a recibir información veraz, así como del derecho a la intimidad, y del derecho a la no-perturbación y otros derechos y deberes fundamentales, de un modo gradual y contradictorial, no como cuestiones de todo-o-nada, y de acuerdo con la ejercicio ponderado de estos derechos y deberes, en el horizonte del principio más general del bien común.