Superación de las contradicciones en la lógica dialéctica
Madrid. Noviembre de 1965
[Reproducido en agosto de 2015]
por Lorenzo Peña y Gonzalo
DOI: 10.13140/RG.2.1.5021.6166
2015-08-24
El 27 de agosto de 1801, en la Universidad turingia de Iena, defendía Hegel una tesis de habilitación para impartir docencia --en la más baja categoría, la de Privatdozent. Sin pena ni gloria ha pasado al olvido la tesis, De orbitis planetarum. Mas, según era preceptivo, iba precedida de unas proposiciones, la primera de las cuales rezaba así: «Contradictio est regula ueri, non contradictio falsi».
(Ya 130 años antes, el pensador jansenista Blas Pascal había escrito en sus cuadernos: «Ni la contradiction n'est marque de fausseté ni l'incontradiction n'est marque de vérité»; pero el sentido era totalmente diferente. El verdadero precursor del contradictorialismo de Hegel es el cardenal Nicolás de Cusa, 1401-1464; v. (Peña, 1993) y (Peña, 1995).)
Por casualidad, Hegel cumplía justamente ese día los 31 años de edad. Su íntimo amigo y compañero de estudios y de habitación, Federico Schelling, cuatro años y medio más joven que él, ya se había convertido, a sus 25 años, no sólo en catedrático en Iena, sino además en un filósofo de inmenso renombre, con su propio sistema de filosofía, el idealismo objetivo. Hegel llegaba tarde; la amistad de Schelling le entreabrió las puertas de la Universidad, pero sólo en 1816 conseguirá una cátedra en Heidelberg, tras diez años pasados en ganapanes extraacadémicos.
No podía faltar que esa tajante afirmación con que se abre la primera obra públicamente difundida de Hegel, ese rotundo abrazar la verdad de las contradicciones, suscitara interpretaciones caritativas, que son legión. Para esos exégetas banalizadores ni Hegel abogó nunca por la verdad de contradicciones ni Berkeley negó la existencia del mundo físico ni Parménides la de cualquier ente que no fuera el Ser ni Spinoza la de cualquier sustancia que no fuera Dios ni Platón creyó en la existencia de entidades universales subsistentes como la belleza-en-sí. Esa hermenéutica aplanadora hace a todos los filósofos sostener trivialidades sólo que dichas de modo rebuscado y alambicado.
Aunque es imposible demostrar que tales lecturas son falsas, no sólo resultan inverosímiles sino que, además, son perjudiciales para que la historia de la filosofía sea interesante.
Hegel hará de la verdad de la contradicción el eje de toda su filosofía. Pero su pensamiento al respecto es sumamente complejo y difícil de captar. La contradicción es verdadera y no es verdadera. Quienes predican lecturas descontradictorializantes de su filosofía se acogen al hecho de que, efectivamente, él no abraza la contradicción hasta el final, no la considera más que una verdad transitoria, propia de diversos momentos del desarrollo de la Idea, pero destinada, a la postre, a venir superada.
Hegel cree en la verdad de la contradicción y también no cree en ella, pues, para él, la contradicción es verdad parcial, en equilibrio inestable, impulsora de un dinamismo que, conservándola en cierto modo, la transmutará hondamente, convirtiéndola en no-contradicción (aunque ese proceso constituya una contradicción adicional).
Uno de los más graves problemas de la dialéctica hegeliana, heredados por el marxismo --que, al fin y al cabo, la asume íntegramente, aunque injertándola en el materialismo--, es el de si la afirmación de la verdad de ciertas contradicciones se efectúa --en ese enfoque filosófico-- en el mismo sentido en el cual la lógica aristotélica --abrazada y seguida por la abrumadora mayoría de los filósofos-- no sólo sostiene que toda contradicción es falsa, sino algo mucho más fuerte: que quien asevere una contradicción viene lógicamente comprometido a afirmarlas todas y, por consiguiente, a afirmar, para cualquier enunciado «p», tanto «p» cuanto «no p». De lo cual podemos derivar una regla, la regula uitandæ contradictionis, la cual nos constriñe a abstenernos de aseverar contradicciones, ni siquiera una --so pena de que nuestro sistema sea ilógico e incomprensible, por decir cualquier cosa y su contrario--.
En la lógica moderna suele atribuírsele a Tarski el descubrimiento de que (en la lógica clásica) cualquier sistema de enunciados que contenga un par de asertos mutuamente contradictorios, «p» y «no p», será tal que en él cabrá deducir «q», para cualquier «q». Pero los historiadores de la lógica han descubierto ese teorema en la lógica tardo-medieval, ex contradictorio sequitur quodlibet, aserto que ha solido venir calificado como «principio de Escoto» o de «pseudo-Escoto», porque se formula en una obra (In librum primum et secundum Posteriorum Analyticorum Aristotelis Quæstiones) apócrifamente atribuida, durante cierto tiempo, al Venerable fray Juan Duns Escoto, O.F.M. Posteriormente, el avance de la historiografía científica ha revelado --gracias a los trabajos de Parthenius Minges y de U. Smeets-- que esa obra fue escrita por Juan de Cornubia, o sea John of St Germain of Cornwall, quien estudió en Oxford hacia 1300 y enseñó teología en la Sorbona de 1310 a 1315. (V. (Vos, 2006) y (Lagerlund, 2000).)
Salvo esos casos enigmáticos de mutua exclusión por una causa desconocida, de suyo la afirmación sería compatible con la negación. Como la postulación de esos casos extraños de mutua exclusión es gratuita y carece de dilucidación, habrá que concluir, como el Estagirita lo pretendía, que, de ser compatibles en un caso un aserto con su negación, cada aserto será compatible con la suya respectiva. O sea, si un cierto «p», al venir afirmado, tolera la simultánea afirmación de su «no p», cualquier aserto tolerará su negación y cualquier negación la respectiva afirmación.
Por el principio de tercio excluso, para cualquier «q» es afirmable «q o no q», o sea (en virtud de un principio de distributividad de cuyo campo de aplicabilidad Aristóteles sólo excluyó los futuros contingentes), o bien será afirmable con verdad «q» o bien será afirmable con verdad «no q».
Mas ya sabemos que, si un cierto «p» es compatible con su «no p», también «q» será compatible con «no q». Luego, si afirmamos «q», estaremos comprometidos a también afirmar «no q» y viceversa. Así pues, el principio de tercio excluso nos lleva, junto con la afirmación de una sola contradicción, a dar nuestra aquiescencia a todas las contradicciones sin excepción.
Podríamos objetarle al Estagirita que, si algo ha demostrado, es que la admisión de «p y no p» acarrea que no podremos, en general, rechazar «no q» sólo porque aceptemos «q», pero no que la afirmación de «q» nos haya de comprometer a también afirmar «no q». Aristóteles respondería, sin lugar a dudas, que, a menos que sea arbitrario ese postular la simultánea verdad de «p» y «no p», en unos casos sí y en otros no, tiene que basarse en un criterio, sin que aparezca ninguno, ya que el único criterio que tenemos para abstenernos de «p» es creer que puede ser cierto «no p» y viceversa.
Creo que podemos todavía resistir ese argumento de Aristóteles de dos modos. Uno es reconocer que, en efecto, la compatibilidad o incompatibilidad ha de averiguarse caso por caso, en función de otras relaciones concretas. Esa réplica es, empero, insatisfactoria, al introducir una misteriosa relación de incompatibilidad.
El segundo modo de responder es distinguiendo dos negaciones, una fuerte y otra débil o supernegación. Ésa será mi solución en todos mis trabajos elaborados desde 1976, al enfrascarme, en Lieja, en mi tesis doctoral sobre la lógica contradictorial, utilizando instrumentos de lógica multivalente; será la teoría de los grados de verdad. Con ella, lograré distinguir la contradicción, entre «p» y «no p», de la más severa supercontradicción, la que se da entre «p» y «no p en absoluto». En la lógica contradictorial tenemos, para determinadas constantes sentenciales, la simultánea afirmación de la constante y su negación, o sea una contradicción afirmada; jamás una supercontradicción. La regla se Cornubia es válida para la supercontradicción, no para la mera contradicción.
Diez años antes de emprender en Lieja esa tesis doctoral, profesaba yo, en 1965, un marxismo hegelianizante, pero aún no había descubierto los grados de verdad. Creía en la existencia de verdades contradictorias. También creía en la existencia de grados --como no podía ser de otro modo profesando la tesis marxista de la transmutación de los cambios cuantitativos en cambios cualitativos al alcanzarse determinado umbral (el célebre «salto cualitativo»). Sin embargo, todavía no me había percatado de que toda contradicción verdadera consistía en una graduación de la verdad, en una mezcla de verdad y falsedad, ser y no-ser.
Si la diferencia entre contradicciones verdaderas y las que no lo son no estriba en que las primeras son parciales o de grado, mientras que las segundas son totales (o sea un totalmente-sí-y-totalmente-no), ¿dónde podía radicar la diferencia? ¿En qué podía estribar?
Mi solución en el folleto de 1965 --del cual reproduzco aquí breves extractos-- fue algo parecido a lo que hoy --con conocimientos entonces fuera de mi alcance-- subsumiría bajo una lógica dinámica.
La lógica dinámica pertenece a una familia de lógicas no monotónicas, en las cuales no rige el canon de que lo afirmado en un estadio de la cadena deductiva haya de mantenerse en los estadios posteriores; es más, al menos algunas de tales lógicas (las lógicas de la inferencia defectible) permiten retractar una prueba o deducción.
El punto de partida de la lógica dinámica fue una lógica epistémica, en sus inicios bellamente desarrollada por Jaakko Hintikka (v. (Hintikka, 1962) y (Hendricks & Symons, 2006)). Aspiraba a proponer un modelo --conscientemente idealizado-- de qué conocimientos cabe legítimamente adscribir a un sujeto una vez que sabemos que ya tiene otros conocimientos. Su meollo estribaba en que un sujeto que es consciente de unas premisas conoce también, como mínimo, las conclusiones más directas y sencillas lógicamente deducibles de ellas. Lamentablemente fue una ilusión, porque tal idealización no guarda absolutamente ninguna similitud con los procesos cognoscitivos de animales como los seres humanos. Puesto que saber-que-p implica creer-que-p, es manifiesto que se puede saber-que-p y saber-que-q sin saber-que-p-y-q y viceversa, aunque sólo sea porque no se ha caído en la cuenta o porque, a veces, uno se resiste a sacar aun las más obvias consecuencias de sus propias convicciones.
Pero, si la lógica epistémica pronto se desacreditó como lógica del saber, tuvo éxito como lógica cibernética, especialmente como lógica de la computación, para determinar con qué información adicional es preciso alimentar a las máquinas electrónicas. Tratóse así de desarrollar lógicas de los estados informáticos de tales dispositivos. Partíase, al comienzo, del supuesto de que la información suministrada no sería retractada en función de los procesos «cognitivos» del aparato; luego se abandonó ese supuesto, lo cual dio lugar a las lógicas dinámicas. Además se complicó el asunto al introducir las interacciones entre varios aparatos --justamente una fuente adicional de la necesidad de alterar (retractar) premisas suministradas a uno de ellos, en virtud de los resultados provisionalmente alcanzados y en aras de la armonización.
Nuevas complicaciones vinieron cuando se pensó que la propia retractación podía venir ulteriormente retractada, con el consiguiente problema de si así se restauraba el estado informático previo a la primera retractación; tenemos aquí una negación de la negación. (V. (Segerberg, 1998).)
Tales desarrollos influyeron en las lógicas de la revisión heurística. En general, la lógica deductiva se ha venido ocupando de la estructuración inferencial dentro de una teoría sincrónicamente considerada, sin por ello negar que tal teoría se ha alcanzado como fruto de unos procesos heurísticos. Quísose dar un paso adelante para logicizar esos procesos, ya que, en los mismos, sería ilógico proceder de cualquier manera, revisar las premisas previamente aceptadas al buen tuntún o según la intuición (o sea, el presentimiento). (V. (Ditmarsch, 2005) y (Ditmarsch et al., 2015).)
Pero, claro está, en esas lógicas estamos ante cambios de información y revisión de teorías; en suma, ante procesos de alteración, ciertamente, pero de alteración cognitiva, en los cuales lo que, en un momento dado, es verdadero (o, mejor, viene conceptuado como tal) no tiene por qué conservar ese estatuto epistémico en un momento ulterior del proceso cognitivo.
En Hegel hay identidad entre la realidad y el proceso cognitivo; no en el sentido del idealismo subjetivo, mas sí en el del idealismo objetivo. Aunque Hegel tildó a su propio sistema de «idealismo absoluto» --considerándolo una síntesis del subjetivo de Fichte y del objetivo de Schelling--, en realidad se trata de un idealismo objetivo --por más que, en su evolución madura, discrepe de la filosofía de Schelling.
Por objetivo que sea, el idealismo no deja de entender el mundo como un proceso cognitivo: el ser es sólo el primer momento de la Idea y la realidad es la historia intemporal de esa Idea hasta alcanzar su plenitud en el espíritu absoluto. En Hegel, pues, las partes vienen negadas por el todo en el proceso real=cognitivo; lo verdadero antes deja de ser verdadero después --por mucho que ese «antes» y ese «después» se refieran a un orden intemporal.
Hoy tenemos lógicas dinámicas paraconsistentes, en las cuales, en un momento dado del proceso cognitivo, el aparato (o el racimo de aparatos) tiene dos estados contradictorios entre sí, sin que de ahí se siga que tal aparato afirma B, para cualquier B (o sea, sin que sea aplicable la regla de Cornubia). Ahora bien, esas lógicas dinámicas paraconsistentes entienden la contradicción como un defecto, un inconveniente, un mal acaso inevitable, pero, de todos modos, sólo transitoriamente tolerable, y que habrá de eliminarse en un estado más avanzado del proceso cognitivo justamente mediante la retracción de alguna premisa o tal vez de alguna rama del árbol deductivo.
Con esos instrumentos podríamos quizá construir una lógica formalizada que capturara las contradicciones transitoriamente verdaderas en la filosofía de Hegel (a pesar de mi aserto de la informalizabilidad de la lógica de Hegel en (Peña, 1987); cuando escribí ese texto, no conocía yo las lógicas dinámicas).
Lo que resulta problemático por demás es cómo la dialéctica materialista de Marx y Engels podría beneficiarse de esa aplicabilidad de la lógica dinámica, toda vez que en el materialismo dialéctico el proceso real del ser no se entiende ni como idéntico ni siquiera como paralelo al del conocer. El materialismo dialéctico admite el proceso de revisión teórica sin postular en la realidad ningún proceso similar --ni, menos aún, coincidente--, a la vez que reconoce la existencia de una serie de procesos evolutivos reales que, aunque puedan tener un reflejo en la conciencia, no lo tienen según se dan en la realidad; suele ser al revés, porque la conciencia refleja primero el resultado y luego remonta a sus causas.
Sin haber aún reflexionado en tales problemas (o quizá sería más justo decir: aun habiéndomelos cuestionado, sin haber hallado ni una conceptualización adecuada ni, menos, una solución idónea), mi punto de vista de 1965 era el de que hay contradicciones verdaderas, hechos contradictorios del tipo p-y-no-p, pero, no obstante, cualquier contradicción es insoportable y, a fuer de tal, ha de venir superada. Por eso, es pasajero aquel estado de razonamiento en el cual cabe afirmar p-y-no-p; habrá un estado más avanzado, en el cual ya se habrá superado o sublimado esa contradicción, en el cual ya ni «p» ni «no p» serán afirmables, porque los propios conceptos involucrados habrán sufrido una transmutación.
Según veía yo las cosas entonces, ese proceso no sería sólo mental, sino que reflejaría una dinámica objetiva real, desplegándose la realidad misma en un devenir que comportaría estados sucesivos, en cada uno de los cuales vienen superadas o sublimadas las contradicciones de otro precedente.
Despréndese de las consideraciones precedentes que mi visión de 1965 hubiera sido bastante fiel a la dialéctica del propio Hegel según viene desarrollada en la Wißenschaft der Logik y en todo su sistema filosófico. Ésa es mi herencia y con ella a cuestas, me esforzaré, dos lustros después, por superarla pero conservando la afirmabilidad de determinadas contradicciones verdaderas. (Tal itinerario desemboca en el ya citado artículo «Dialéctica, lógica y formalización: de Hegel a la filosofía analítica», escrito 22 años después de los fragmentos aquí reproducidos.)
Mi incongruencia en 1965 consistía en sostener tales puntos de vista, esencialmente hegelianos, dentro de mi adhesión al materialismo dialéctico, sin disponer de ningún recurso conceptual para compatibilizar lo uno con lo otro.
Releamos la obra de los fundadores del marxismo donde mejor se elabora una teoría filosófica de la dialéctica (mejor dicho, la única), a saber, la Dialéctica de la naturaleza de Federico Engels (1873-86, cúmulo de cuatro cuadernos inacabados de anotaciones, póstumamente publicados en 1925). En esa obra --que, a mi juicio, cabe estimar como la autorizada expresión de la dialéctica materialista-- es dudoso que se enuncie una teoría de estados consecutivos tales que en un estado se estén dando contradicciones que van a venir superadas en el estado siguiente o más elevado; en cambio, sí hay apuntes claramente enderezados en el sentido de una visión de grados de verdad (v. (Peña, 1984).)
Tal vez podríamos ver una teoría de estados en el paso de la cantidad a la calidad. Mientras no se ha producido el salto, el ente está y no está en cierto estado; una vez efectuado el salto, ha cesado (se ha superado) tal contradicción.
Dudo que esa descripción fuera aceptable para Engels y aún más que constituya una pauta fructífera de dilucidación. El agua que, al calentarse, se va aproximando al punto de ebullición ¿qué dos propiedades opuestas tiene que habrá dejado de tener cuando rompa a hervir? La teoría del paso de la cantidad a la calidad lo que nos dice es que primero tenemos un estar más y más caliente, sin mudar de estado, que es líquido; y luego, súbitamente --pero como resultado de ese previo proceso de intensificación térmica--, una nueva calidad, un nuevo estado diferente, el gaseoso.
Ni siquiera está claro que, según lo ve el materialismo dialéctico, haya un trecho, al menos infinitesimal --como sin duda lo hay en Hegel--, en el cual el agua sea, a la vez, líquida y gaseosa (igual que la flecha de Zenón de Elea está y no está en los lugares que atraviesa). El materialismo dialéctico se apropia de la teoría hegeliana del salto cualitativo, mas ¿acepta un momento real de estar transitando, en el cual el nuevo estado ya existe y a la vez todavía no existe? Hegel podía postularlo porque, al menos en el orden ideal, ese momento de transición es (en su sistema) inteligible, a fin de no yuxtaponer temporalmente dos estados diferentes sin engarce, sin anudación, sin sutura entre ellos. Pero ¿imitaron en eso los filósofos marxistas a su inspirador, el filósofo del idealismo absoluto? No recuerdo ningún texto que permita contestar afirmativamente.
Por ello mi marxismo de 1965 era más hegeliano que lo es la versión estándar. En mí había influido muchísimo Lukács, cuyo marxismo siempre fue hegelianizante.
Aquella disputa se trabó así. Primero habían circulado varios apuntes, algunos de ellos de la pluma de quien esto escribe y otros de otras personas. A esos apuntes había replicado un ensayo cuyo Redactor se decantaba por una versión heideggeriana del marxismo. Mi propia refutación de ese ensayo abogaba, en cambio por un marxismo hegeliano, según ya lo he ido explicando en las páginas precedentes.
El Redactor del ensayo por mí refutado partía de un fundamentalismo gnoseológico («comprensión radical, hasta la raíz») y de una adhesión a la lógica aristotélica.
Por el contrario, el marxismo hegelianizante que yo defendía en mi refutación era antifundamentalista, rechazando la verticalidad de la construcción cognoscitiva. En lugar de las metáforas vegetales o arquitectónicas, prefería las geométricas, especialmente la helicoidal, que daba expresión a la ley de la negación de la negación: aquella que afirma que, en todas las evoluciones, los estadios previamente superados reaparecen --metamorfoseados o transmutados-- en una fase ulterior, habiendo, entre tanto, venido sublimados por aquello que los había superado; esa sublimación (Aufhebung) venía concebida como una unión contradictoria de la afirmación y de la negación, del sí y del no --como un sí-y-no.
En ese marxismo hegelianizante no se distinguían unos cimientos absolutos, fijos, inconmovibles y definitivos de unos desarrollos que de ellos extrajeran su firmeza y validez --igualmente definitivas--, sino que se entendía dinámicamente el proceso del conocimiento humano, de suerte que los fundamentos serían siempre provisionales y vendrían rectificados circularmente por los corolarios, los cuales nunca serían meros corolarios.
En cada paso del avance cognoscitivo se extraerían conclusiones de las premisas previamente aceptadas, teniendo en cuenta nuevas experiencias, pero, a la vez, se alcanzarían así resultados que cuestionarían, en parte, esas premisas.
En lugar de la lógica formal aristotélica, la lógica adecuada para la dialéctica hegelianizante sería una lógica dinámica o no-monotónica: una en la cual los asertos válidos en un estadio del proceso inferencial podrían, legítimamente, venir subvertidos en un estadio más avanzado, con lo cual cada afirmación sería sólo válida como una aproximación provisional.
Estando así, en mi citado opúsculo de 1965, abrazada una concepción filosófica --el marxismo hegelianizante-- en cuyo proceso cognoscitivo jugaba un papel significativo la llamada ley hegeliana de la negación de la negación, sin embargo esa ley no venía enumerada por mí entre los principios de la dialéctica.
Es éste uno de los problemas controvertidos en el materialismo dialéctico. Engels había erigido esa ley en uno de los ejes de la dialéctica marxista --heredada de Hegel pero metamorfoseada en sentido materialista. En el marxismo del siglo XX no todos estuvieron dispuestos a asumirla; algunos, sin refutarla, optaron por omitirla. El marxista estructuralista Louis Althusser elogió ese abandono de la negación de la negación, porque, a su juicio, tal ley implica una teleología incompatible con una visión científica.
Lejos de mí querer oponerme a la teleología, ni entonces ni ahora. Ya cuando escribí el opúsculo de 1965 --y años antes y todavía hoy-- profesaba y profeso las ideas transformistas de Lamarck, no las de Darwin; creo en el finalismo, en que la evolución tiene un sentido.
No voy a especular aquí sobre los motivos de que, al escribir mi folleto de 1965, yo también omitiera la ley de la negación de la negación, a la vez que, en mi refutación del fundamentalismo de mi oponente, implícitamente la estaba asumiendo. Evidentemente mi concepción de la dialéctica era, ella misma, provisional y en proceso de formación.
(Sobre los temas filosóficos que acabo de evocar, puede leerse --además de los dos artículos ya citados de los años ochenta-- mi opúsculo (Peña, 1980).)
Debate sobre la teoría del conocimiento del materialismo dialéctico
[fragmento]
por Lorenzo Peña y Gonzalo
Noviembre de 1965
De acuerdo con la teoría del conocimiento del materialismo dialéctico, la realidad no se comprende de una vez por todas, de una manera definitiva y acabada. Por el contrario, el conocimiento de la verdad es un proceso de totalización ininterrumpida, en íntima ligazón con la práctica.
Ese proceso de totalización estriba en la crítica de cada uno de los postulados de nuestro conocimiento en función del conjunto de la experiencia colectiva (experiencia que se da en la acción social). Son muchos, muchísimos los postulados que se aceptan sin comprenderse «radicalmente». La comprensión «radical» de cada uno de ellos no se da nunca de una manera acabada, sino que está sometida a un proceso continuo de profundización y esclarecimiento críticos.
La verdadera conciencia de clase del proletariado no ha surgido de una manera acabada. Como todo el conocimiento científico en general, está sujeta a una autocrítica constante, que no es sino la resolución de las contradicciones entre sus diversos postulados, contradicciones que surgen --y no pueden por menos de surgir-- en el fragor de las contradicciones de la realidad objetiva, que van siendo resueltas por la acción revolucionaria.
Como todo proceso de la realidad, el pensamiento humano (tanto individual como colectivo), se desarrolla a través de contradicciones. La realidad es contradictoria y engendra contradicciones en la conciencia del hombre. La mera generalización de las experiencias sociales no resuelve esas contradicciones, sino que las crea, puesto que el generalizar cada uno de los aspectos de la realidad (aspectos contradictorios entre sí) engendra inevitablemente contradicciones en la conciencia.
Para superar las contradicciones hace falta la crítica o totalización. La crítica consiste en:
El materialismo dialéctico no tiene nada que ver ni con el dogmatismo ni con ese «criticismo» burgués. El materialismo no exige que «se dude de todo», sino que se pongan al descubierto y se resuelvan las contradicciones que inevitablemente surgen en la conciencia, que es cosa muy distinta. Cuando el reflejo de los diversos aspectos de la realidad engendra una contradicción en nuestra conciencia, es preciso resolver esa contradicción a la luz de toda la experiencia social, cuya expresión es la ciencia.
La única manera de resolver las contradicciones es aplicando los cuatro principios del método dialéctico:
A su vez esos cuatro principios no deben considerarse como axiomas, sino que su formulación puede y debe variar, perfeccionarse, hacerse más exacta y precisa a medida que se desarrolla y se perfecciona toda la ciencia.
El marxismo, como todo sistema verdaderamente científico, es un sistema abierto, una totalidad abierta. Como sistema, como conjunto, es un reflejo certero de la realidad. Pero eso no significa la exactitud (ni, por tanto, la certeza absoluta) de cada una de sus fórmulas y conclusiones, tomadas por separado.
El marxismo es algo muy distinto a una simple colección de tesis yuxtapuestas. La esencia del marxismo permanece, aunque cada una de sus fórmulas y conclusiones se altere.
¿Cómo es eso posible?, se preguntarán aquellos que, viciados por el formalismo lógico, entienden la doctrina como un aglomerado de axiomas y conclusiones. Es posible porque en cada tesis, en cada fórmula del marxismo hay un elemento de certeza, que impregna toda la teoría, pero que no implica necesariamente la exactitud de esa tesis. En el campo de la ciencia política ninguna tesis es absolutamente exacta. Nuestro lenguaje no es suficientemente perfecto para expresar con exactitud los fenómenos de una realidad tan compleja.
Pero que las conclusiones y fórmulas del marxismo no sean inmutables no quiere decir que la esencia del marxismo se altere. La esencia del marxismo es el elemento de verdad que aflora en cada una de sus fórmulas y conclusiones. Por eso la esencia del marxismo es inalterable.
Referencias