Apostillas a la Carta a la Ministra de Educación de un grupo de profesores universitarios

Madrid, 2001-07-16

por Lorenzo Peña


Copyright © 2001 Lorenzo Peña

Es menester llevar a cabo una crítica sin paliativos de la política universitaria de los últimos lustros en nuestra patria, crítica que señale los muchos y graves males que aquejan a la Universidad española. Es, pues, bienvenida --en la medida en que a ello contribuye-- la Carta aquí comentada (en lo sucesivo `la Carta' a secas).

Lamentablemente, son erróneas las tesis centrales de la Carta, la cual --sin hacer, por otro lado (seguramente porque carece de tal propósito), casi ninguna propuesta concreta o específica-- se extiende en consideraciones que no juzgo en absoluto compartibles y que incluso, de prevalecer, podrían conducir (si es que ello resultara posible) a remedios peores aún que las enfermedades que padecemos.

Ante todo merece un análisis el énfasis repetitivo y unilateral que --en coincidencia, si entiendo bien, con las presuposiciones ministeriales-- se hace en la Carta en «lo europeo», en desmedro de lo planetario.

En efecto, la Carta empieza sumándose, con parabienes, a unas palabras de la Sra Ministra --expresadas en cita indirecta-- según las cuales se trata `de promover [la] incorporación [de la Universidad española] al espacio universitario europeo'. Recálcase, para que no quepan dudas, que la aplicación de una de las escasas propuestas de detalle que en ella se contienen, a saber `la presencia de prestigiosos profesores extranjeros en estas Comisiones', `promovería la incorporación de la Universidad al espacio universitario europeo'.

La dificultad que rodea a ese punto de vista es el hecho de que la gran mayoría de los extranjeros no son europeos; sólo son europeos 2 de cada veintitantos seres humanos --y eso juzgando que son ciudades europeas Vladivoskok, Irkutsk, Tobolsk, Samarcanda, Tiflis y Bakú, o sea que Europa linda con Asia por el sur.

Tampoco es verdad que sean europeos la mayoría de los profesores universitarios prestigiosos. Sólo en la República de la India hay más que en la Unión europea.

Ni lo es que los vínculos científicos de universitarios españoles sean exclusiva ni, acaso, mayoritariamente con Universidades europeas. No sólo no es eso así, sino que hay razones para que no sea así. En Hispanoamérica se habla la misma lengua que en España (aparte de los lazos históricos y de parentesco), por lo cual en 1939, a la hora de exiliarse, la gran mayoría de los profesores universitarios españoles que tuvieron que expatriarse entonces escogieron América Latina (los Jiménez de Asúa, Ferrater Mora, Alcalá Zamora, Gaos, García Bacca y tantísimos otros).

Y en los EE.UU, con una población casi igual a la de la Unión europea, hay una actividad universitaria e investigativa de gran vitalidad, toda ella en un idioma muy estudiado en España, el inglés, al paso que la mayoría de las Universidades europeas practican su docencia e investigación en lenguas que sólo son dominadas por una minoría de los estudiosos universitarios españoles.

Aun sumando todas esas lenguas, exceptuando la inglesa y la francesa, y formando así el espacio universitario europeo ampliamente mayoritario, tenemos que probablemente ningún universitario español podría desenvolverse bien usando más de 3 ó 4 de tales lenguas, y en general sólo una de ellas o bien las que nos son más afines (las romances).

En cambio, dado el amplio dominio del inglés, es fácil la vinculación intelectual y científica con australianos, canadienses, indios, surafricanos o filipinos.

Muchos profesores universitarios españoles pueden dar clases --usando la lengua oficial del país-- en Kinshasa, El Cabo, Manila, Yaundé, Wellington o Quebec, así como en Bogotá, Valparaíso o Montevideo. Pocos lo pueden hacer en armenio, húngaro o islandés.

Ni en el mundo de hoy hay razón alguna para excluir del espacio universitario en que pretendamos integrarnos a los chinos y japoneses.

En suma, desde los puntos de vista científico, académico, universitario y humano, no existe razón alguna para privilegiar el espacio llamado `europeo' --defínase éste como cada quien juzgue oportuno definirlo. Será muy defendible esa opción desde un determinado punto de vista político, tan respetable como lo son cualesquiera otras opciones al respecto.

Aunque la Carta viene inspirada por esa preocupación --y, en esa medida, ya de entrada resulta una opción muy parcial y en la que sería imposible concurrir desde una óptica humanista senequiana (o, si se quiere, cosmopolita)--, ello sería tal vez omitible si el contenido medular fuera correcto. Desafortunadamente no lo es.

Según el texto mismo de la Carta, su `propuesta se basa en tres ideas básicas'; las tres equivocadas.

La primera es tomar `[l]a calidad como objetivo prioritario'. No puedo estar más en desacuerdo. El objetivo de la Universidad es el cumplimiento de la misión que le confiere la sociedad, a saber: llevar a cabo su labor de docencia y de investigación. Como cualesquiera otras tareas humanas, éstas han de llevarse a cabo buscando un equilibrio entre cantidad y calidad. Puede obtenerse una calidad suma con una cantidad nula (cero); y, si no se me admite eso, alego que puede alcanzarse con una cantidad unitaria (1). O sea 1 alumno universitario en toda España, pero al que se diera magnífica enseñanza de inmejorable calidad. Sin llegar a tal extremo (que sé que algunos dirán que es ridículo y que dizque sólo se aduciría tomando por los pelos una frase del texto aquí comentado), no cabe duda de que una considerable elevación de la calidad podría hacerse --dados unos recursos escasos (como lo son cualesquiera recursos humanos dedicados a cualquier tarea habida o por haber)-- disminuyendo la cantidad. Y no niego que tal disminución puede ser buena. Lo que desde luego niego es que pueda serlo una reducción enorme, drástica o severa.

En suma, el objetivo es la labor de enseñanza y de investigación; una enseñanza y una investigación suficientes en cantidad y de calidad adecuada.

Es más, la calidad por la calidad ni siquiera es un objetivo prioritario de ningún investigador. De nuevo cada uno de nosotros busca un equilibrio entre cantidad y calidad. Un solo artículo en toda la vida, por óptima que sea su calidad, difícilmente podrá juzgarse una producción intelectual satisfactoria, como tampoco lo es una proliferación o pululación de escritos repetitivos o de bajo nivel. Y aun dentro de cada trabajo se busca también un equilibrio entre el ámbito de lo que abarca (cantidad) y lo que ahonda (calidad).

No siendo acertada esa primera idea, no lo es la conclusión de que al servicio exclusivo del logro de la calidad (por la calidad, si me es lícito decirlo así) `deben estar profesores, PAS [personal de administración y servicios] y la propia autonomía universitaria'. El personal docente y el de administración y servicios han de estar al servicio del pueblo español, que es quien los paga, para el cumplimiento de la tarea encomendada por el propio pueblo español a la comunidad académica, que es la docencia superior y la investigación científica; no al servicio de un rasgo de esa docencia y esa investigación (rasgo sin duda necesario, en razonable equilibrio con otros, que entran parcialmente en conflicto con él).

Ni es juicioso afirmar que al servicio de la calidad haya de estar la propia autonomía universitaria. En rigor es difícil decir al servicio de qué ha de estar la autonomía universitaria, o al servicio de qué han de estar la democracia, o los derechos humanos, o la igualdad o la libertad. No es que ponga yo todo eso en el mismo plano, ni que enaltezca a la autonomía universitaria a tal plano de excelsitud. Es que es un precepto constitucional. (Por otro lado es un precepto que ni es consustancial al orden democrático ni se ha considerado siempre deseable ni acaso sea mantenido por las generaciones futuras; ya que, como muy bien decía Mirabeau, ninguna generación tiene el derecho de vincular a las venideras; su pretensión de vincularlas se estrellará contra la realidad de la opinión pública de esas mismas generaciones.)

Pero es que ese tema de la autonomía universitaria parece inquietar a los autores de la Carta: `Autonomía sí, pero solo para aumentar la calidad de la Universidad'. Es dificilísimo sumarse a tal prolación. Hoy por hoy, en el marco del vigente ordenamiento jurídico, (y aunque quien esto escribe lo deplora) hay que decir `sí' a la autonomía porque es un mandamiento constitucional. Mas, si es `sí', y siéndolo, lo es para lo bueno y para lo malo. Se podrán, desde luego, articular medios para paliar sus males; se podrán --y se deberán-- implementar controles que impidan un abuso de tal autonomía universitaria, particularmente en casos flagrantes o especialmente negativos. Es imposible que haya autonomía sólo para lo bueno; deja de ser autonomía. Ni siquiera en el supuesto hipotético de que lo bueno se cifrara en la calidad. Si se otorga a alguien una autonomía mas con la condición de que sólo sea para tomar decisiones en un sentido determinado, es que en rigor no se le ha otorgado tal autonomía.

Pasemos a examinar la segunda idea en que se basa la propuesta, a saber: `La calidad de la Universidad es, fundamentalmente, la de su profesorado'; para lo cual se aboga por `una evaluación simultánea, obligatoria y periódica de las labores docente e investigadora de todos los profesores que nos clasificara en diferentes niveles'. Está claro el sentido: la calidad de la docencia y de la investigación universitarias es, fundamentalmente, la calidad de los docentes universitarios, una calidad fijable en niveles discretos.

Pero es que tal aserto constituye una afirmación empírica cuya justificación habría de aportarse con datos y cifras. No es una verdad analítica o a priori (evidente de suyo) que se dé identidad, ni siquiera correspondencia biunívoca, entre calidad de la docencia y la investigación y calidad de los docentes e investigadores. La calidad de la docencia e investigación depende de muchos factores: instalaciones, recursos, estímulo social, cultura ambiental, interés de los propios estudiantes, encuadramiento académico, programación adecuada. Menos todavía es verdad (menos aún, verdad evidente) que la calidad de la Universidad se cifre en una magnitud escalar (lineal) que se pueda expresar o reflejar convenientemente en niveles discretos. Mas sobre esto volveré más abajo.

Los mejores profesores universitarios pueden llevar a cabo una labor docente o investigativa muy insuficiente en ciertas condiciones, al paso que unos profesores universitarios de más bajo nivel pueden, en otras condiciones, llevar a cabo una labor docente e investigativa razonablemente buena.

Es cierto que la Carta no dice que la calidad de la Universidad sea la de su profesorado, sino sólo que lo es `fundamentalmente'. Mas no hay tal fundamentación. Habríala si esa calidad del profesorado fuera la base. Y aquí no hay base alguna. Hay una concurrencia de factores. Tal vez el más importante sea, en efecto, la calidad del personal docente e investigativo. No lo afirmo ni lo niego; no lo sé. Requeriría un estudio empírico que no conozco.

Sea como fuere, hay un claro y neto reduccionismo al insistirse en cifrar la inmensamente compleja determinación de la calidad universitaria en una magnitud escalar y discontinua de una parte del personal universitario, por grandes que sean su contribución y su responsabilidad.

En relación con eso, la Carta abraza la división del profesorado universitario en niveles que --aunque en términos de una profesada falta de entusiasmo-- concreta en los sexenios. Tema de tal envergadura que merece una consideración aparte. (V. más abajo.)

La tercera idea de la propuesta es el `mérito como base del gobierno de la Universidad'. El mérito no puede ser base del gobierno ni de la Universidad ni de nada. No sólo porque en general no existe modo alguno de asegurar que gobiernen los mejores o los más meritorios, sino sobre todo porque los (falibles) procedimientos humanos de selección de los gobernantes idealmente tienden a conseguir que gobiernen quienes mejor lo hagan, no a que gobiernen quienes tengan más mérito, o más méritos. Son cosas claramente diversas.

No hay razón alguna para pensar que, en general, quienes mejor gobiernan una comunidad tan compleja como la universitaria son los más meritorios docentes e investigadores --ni siquiera aquellos cuya labor docente e investigativa sea la más meritoria. Es verdad que, a falta de otros criterios --y en particular de criterios objetivos--, el mérito de los postulantes a puestos directivos sería un elemento muy de valorar; y que resulta a menudo poco creíble que vayan a desempeñar bien tales puestos, en la Universidad, personas mediocres en su vida académica. Mas se trata sólo de un factor ponderable; ponderable por quienes hayan de seleccionar a los dirigentes o gobernantes universitarios (o sea la propia comunidad universitaria en la medida en que haya democracia académica; eso sí, hay que recordar que tal democracia no es un corolario que se siga de la democracia política).

La Carta desarrolla esa tercera idea proponiendo unos mecanismos que conducirían a una especie de gerontocracia mandarinal y piramidal, con el efecto perverso de que, lejos de desbancar a las cúpulas académicas entronizadas, eso conduciría a otorgarles un poder más omnímodo todavía (a pesar del sincero deseo de no se deje la Universidad `en manos de los mismos grupos que la han gobernado hasta ahora').

Como ya lo he anunciado más arriba, lo único concreto del contenido de la Carta es un plan de desnivelamiento del profesorado universitario en estratos discriminados por un criterio dizque de mérito --aunque en la práctica, también de edad, al considerarse el mérito acumulado, el haber de méritos. En efecto, la Carta sostiene que el uso `del número de sexenios es mejor que el actual sistema que nos iguala a todos', si bien `sugerimos que use como tal el número de sexenios, afectado de un coeficiente corrector, menor o igual que 1, que tenga en cuenta el tiempo transcurrido entre el primero y el ultimo de los años sometidos a evaluación'. Manifiesta, sin embargo, la Carta que preferiría otro procedimiento de desnivelación, centrado en que `expertos externos seleccionaran a los profesores de mayor nivel y que éstos establecieran el nivel del resto'.

Veamos ambas cosas. Empiezo por la última, por ese desideratum de unos expertos externos que seleccionen a una cúpula de profesores del máximo nivel, digamos de nivel 5, los cuales determinarían luego qué profesores habrán de tener niveles, 4, 3, 2, 1, 0, -1, ... ¿Qué expertos? ¿Se van a nombrar tales expertos sin pedirse la opinión de quienes en el país se presumen expertos en sus respectivos campos? Y esos expertos externos ¿son externos a España o externos a la Universidad (p.ej. investigadores de la empresa privada o de las Universidades privadas)? Sean quienes fueren, ¿cómo saber que ellos conocen lo suficiente para designar a un puñado de investigadores españoles como los del máximo nivel, revestidos en lo sucesivo de ese poder de selección ilimitado? ¿Podría alguien diseñar un plan de ese llamamiento a tales expertos externos, y de esa manera?

Lo quimérico y abstracto de ese desideratum hace que éste en seguida se eclipse (tras esa fugaz alusión), para dejar paso , aunque con algún escrúpulo, al criterio de los sexenios, corregido. Quien esto escribe es autor de un ensayo (de junio de 1996) titulado «A vueltas con los sexenios y la evaluación del personal investigador», que constituía una detallada y argumentada crítica (que fue publicada por el Boletín de la Asociación del personal investigador del CSIC), que, hasta donde yo sé, no ha recibido refutación alguna. Creo que ya ahí puse de relieve lo burdo y zafio del desnivelamiento por sexenios, los resultados absurdos y alucinantes a que tiene que conducir, la falta total de las más elementales garantías de transparencia que se supone han de regir en un Estado de derecho, y cómo su implementación sólo puede llevar a un desaguisado tal que siempre es preferible que no haya evaluación alguna, y que quien quiera trabajar más lo haga por amor al arte o a la ciencia; porque desde luego el sistema no conduce a premiar a quienes más lo merezcan.

De todas mis críticas de entonces --que no voy a repetir aquí-- me permito sólo traer a colación una de ellas (a la que ya he aludido más arriba), a saber: lo discreto del desnivelamiento por tramos (peor si éstos son nada menos que sexenios) frente a la continuidad de la valoración de las actividades docente e investigativa (aparte de su multidimensionalidad). Aun suponiendo que hubiera un criterio objetivamente válido y determinable por algún algoritmo que desconozco para componer todos los múltiples factores o aspectos de la evaluación de un investigador o un docente (y, además, según un baremo que permitiera, sin incurrir en el disparate, comparar la labor de los arqueólogos y la de los investigadores en medicina, la de los estudiosos de la lingüística indoeuropea y la de los químicos, pues sólo así tendrá sentido decir que uno y otro son de tal nivel), aun así conduciría a resultados peregrinos, y desde luego injustos, el implantar escalones o niveles, principalmente si el número de éstos es pequeño.

En la práctica eso significa que A y B, casi igualados en la valoración numérica de sus respectivos curricula, estarían en dos niveles diferentes, por el salto que marcara el umbral asignado, al paso que B, incorporado al nivel superior, estaría muy alejado --en expresión cuantitativa continua o densa-- de C, quien por décimas no habría alcanzado un nivel más alto. Así lo similar recibiría un trato enteramente disímil, y lo disímil un trato igual. Con el agravante de que eso ya no repercutiría sólo (como afortunadamente pasa ahora) en cobrar más --sin que hoy día a casi nadie se le ocurra conceder la menor importancia al número de sexenios asignados a cada quien--, sino que se traduciría en una estricta y férrea estructura jerarquizada, en la que los de más sexenios monopolizarían abiertamente el poder.

En cuanto al `coeficiente corrector' `que tenga en cuenta el tiempo transcurrido', en la práctica viene a significar reemplazar la dualidad de valoraciones de 0 y de 1 por la de -1 ó +1 (o algo parecido), de suerte que, ¡imaginemos!, se empezaría por un nivel 0; al cabo de seis años se pasaría o bien al nivel +1 o bien al -1; y así sucesivamente, cada seis años se subiría o se bajaría. Eso quiere decir que los profesores del nivel 3 (a quienes la Carta desea reservar el mayor poder) serían los que llevaran 18 años cobrando su sueldo --o 30, al menos, si uno de los sexenios no se ha valorado positivamente. (No alteraría sustancialmente las cosas partir del nivel 1, en lugar del 0; simplemente eso rebajaría los requisitos de edad; sin embargo, no resultando nada impensable --dados los criterios actuales o incluso otros menos malos posibles-- que excelentes investigadores se vean no-positivamente valorados en uno o más tramos, se echa de ver qué edades provectas habrán de tener quienes acaparen el poder universitario, máxime dada la probabilidad de que se retrase la incorporación a puestos docentes universitarios, pasados ya los años de vacas gordas o de hinchazón.)

No voy a entrar en los pocos detalles que se contienen en la Carta y que mayormente se centran en puntos reglamentísticos encaminados a revestir de poder a la cúpula profesoral de los niveles más altos, una meritocracia difícil de implementar pero que, en cualquier caso, sólo podría conducir en la práctica a que los cabezas de linajes académicos, los patriarcas de las escuelas más implantadas, ejercieran un señorío que ni siquiera tendría que verse limitado por las concesiones a que está sujeta toda autoridad que emana de la elección no filtrada (o menos filtrada previamente por personas que ostenten ese papel de cernidores).

No deja de admirarme que al problema tan grave de la endogamia la Carta sólo le dedique una alusión de pasada (como un asunto que merece `mención aparte'), centrándola en que la «comisión que ha de contratar al profesorado» habría de estar `constituida por profesores externos con un nivel mínimo de 3 y sin relación científica alguna con los candidatos'. (Es obvio que se usa aquí ese verbo, `contratar', sin el menor rigor de terminología jurídico-administrativa, en el sentido laxo de seleccionar el ingreso en los cuerpos docentes universitarios.) Tal propuesta es absolutamente irrealista, porque es imposible que no exista relación científica alguna entre un miembro de un tribunal y un candidato; será estrecha o no, pero relación científica tiene que haberla. Otra cosa serán las relaciones de padrinazgo (a las que no se refiere la Carta), relaciones de colegas departamentales u otras así. Si, frente al clientelismo reinante, se diseña como alternativa un mundo imaginario en el que los miembros del jurado no tienen relación científica alguna con ninguno de los candidatos, lo que se está diciendo no puede tener el menor impacto o mordiente real.

Por otro lado, lo esencial estriba en que los concursos no se convoquen plaza por plaza, Universidad por Universidad, sino que sean concursos para el ingreso en los cuerpos docentes respectivos; de lo cual mal remedo puede ser una habilitación nacional, la cual, en el mejor de los casos, no pasaría de ser un filtro previo de idoneidad, que dejaría el acceso al profesorado a los detentadores de los mecanismos endogámicos establecidos por la LRU de 1983.

Alternativas las hay; p.ej. la modesta propuesta de quien esto escribe y que se detalló en el Reglamento que propuse en septiembre del año 2000 para el ingreso a los cuerpos docentes universitarios; o cualesquiera otras propuestas mejor fundadas. Desgraciadamente la Carta guarda silencio.

No parecen haberse percatado los autores de la Carta de que en la práctica su propuesta revestiría de un poder sin freno a los actuales jefes de filas o escoliarcas. Ese poder se vería incluso reforzado si se hiciera caso a su sugerencia de que se conceda una `adecuad[a] representa[ción] en todos los órganos de gobierno y control de la Universidad' a los «grupos de investigación». Hay sólidas razones para no hacerlo así, entre otras lo lábil, resbaladizo, inestable y coyuntural de tales grupos, su carácter frecuentemente ad hoc, y el hecho de que vehicularían más aún el encaramamiento sin tapujos de los más señeros, secundados por sus respectivos equipos que ellos habrían designado a dedo.

No querría que estas consideraciones críticas fueran vistas como una actitud de situarme envers et contre tous. Creo que comparto la preocupación de los autores del documento por la posibilidad de que la reforma de la reforma universitaria no traiga gran cosa buena, tras la dilatada vigencia de la malhadada ley de Universidades que hemos padecido ininterrumpidamente durante tres sexenios. Espero que mis modestas críticas contribuyan a regar el campo intelectual para que florezcan cien flores, cien propuestas, y salgamos del conformismo, la apatía y la resignación.


Lorenzo Peña
Madrid, 2001-07-16
Copyright © 2001 Lorenzo Peña
Autorízase la reproducción íntegra y textual de este artículo, siempre que no se omita nada y se conserve esta nota